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El Pilar de la Veracidad (2)

Todo aquel que haya sentido la piel de la montaña podrá comprender mejor la naturaleza lenta, casi estancada, del alma de la roca.

Todo aquel que oiga la voz de las rocas con la paciencia de la tierra podrá oír las palabras del mundo.

Y aquellos que sean conscientes de que no existen testigos del tiempo estancado, hablarán con los dioses y con todos sus servidores.

AX DE DICHA DE VERANO,

En los ángulos correctos del mar y la tierra (pensamientos).

Asayinda, la Dama del Alba, colocó la palma de su mano derecha entre dos runas de la superficie de piedra del Pilar de la Veracidad. La piedra tenía un tacto áspero y frío, y parecía rechazar a los intrusos. Casi podía sentir sus propias huellas dactilares. No sabía qué estaba esperando, pero no sucedió nada, aunque percibió un olor a almizcle que no había notado antes. Con la mano izquierda, arrugó la túnica. El silencio la envolvía, como si de repente se encontrara bajo una cúpula de vidrio.

Una leve brisa le acarició el rostro. Su cuerpo se estremeció y el escalofrío parecía no tener fin. Al principio, la sensación no era desagradable, pero en seguida miles de dardos minúsculos atacaron la zona del corazón y de la cabeza, y entonces sintió el dolor. Después de unos cuantos segundos, tomó aire, asustada: el dolor empezaba a ser insoportable. Aquellos millares de pinchazos eran peores que una herida profunda y letal.

Deseaba separarse del pilar, pero algo en el interior de su mente se lo impedía. Su mano parecía estar soldada a la superficie. No podía moverse. De pronto, el umbral de dolor llegó a su límite y pasó a segundo plano.

La presencia volvió a hacer aparición; la miraba desde gran altura, inmóvil. Notó su actitud distante, que rayaba el desprecio. Asayinda se sintió insignificante; era tan sólo una mota en un espacio inconmensurable.

De súbito, fue arrastrada hacia la oscuridad del pilar. Perdió el control sobre su cuerpo. Era de noche, o tal vez se encontraba en un espacio al que la luz del día tenía vedado el acceso. Se sintió aturdida por la sensación de mareo y le pareció que todo daba vueltas a su alrededor. La negrura adquirió un tono gris. Después sintió que aterrizaba en el suelo con suavidad, como si alguien hubiese acompañado su caída. Los colores desbancaron el gris; la luz se cernió sobre ella como un depredador.

Cuando recuperó su capacidad de visión, miró a su alrededor: estaba de pie, en medio de una llanura dorada inacabable, sobre la que reverberaba el sol. Los colores eran intensos. Examinó el horizonte, pero nada alteraba la monotonía del paisaje. Bajó la vista a sus pies. La arena dorada era sorprendentemente fina. Se agachó y recogió un puñado de arena caliente en la mano, para después dejar que se escurriera lentamente entre sus dedos.

Una sombra pasó rozando por encima de su cabeza. Miró hacia arriba y vio a un hombre de pie, ante ella; pero eso no la sorprendió. Estaba descalzo y llevaba una burda y sencilla toga. En su mano izquierda sostenía un báculo que le recordó al del dulse: había sido tallado en madera retorcida de sauce y también presentaba un pomo dorado con forma de criatura con escamas. El pelo, casi plateado, le llegaba a los hombros, pero su barba era más oscura. La primera impresión de Asayinda fue que se parecía mucho al dulse, pero en un examen más detenido comprobó que se equivocaba. ¿Tal vez habían sido los reflejos dorados que despedían los ojos de aquel hombre, de una profundidad inconmensurable, los que la habían confundido?

Innumerables arrugas surcaban aquellos ojos. Su piel era muy fina, casi transparente; su cuerpo parecía frágil. Pero su voz contenía el vigor de un joven de treinta años.

—Llegáis tarde, señora. Se avecina la hora de mi tránsito; estaba empezando a desesperar. A pesar de todas mis precauciones, la red parece haberse roto en algún punto.

Asayinda no sabía qué decir. Ni siquiera sabía qué era lo que el hombre había estado esperando de ella. Se sentía como en una obra de misterio, en la que otro personaje esperaba que ella supiera su papel.

—¿De dónde procede tu veracidad, Gyndwaene? —preguntó de repente.

Gyndwaene; la había llamado por su nombre anterior. Curiosamente, eso sirvió para tranquilizarla. No sabía qué responder, de modo que prefirió encogerse de hombros y esperar.

—No hablo de la verdad, ni de la realidad, sino de la veracidad. La verdad es impertinente, una mujer confusa que prefiere seguir su intuición en lugar de afrontar los hechos. O, si lo prefieres, la verdad es un hombre estúpido, que confunde su ego con el mundo que le rodea. La verdad está completamente subordinada a la moral circundante. Por tanto, la verdad presenta escasa relevancia para la pureza necesaria.

»La realidad es un concepto más próximo, pero se basa únicamente en la observación. Es tan sólo una capa, y puede llegar a haber hasta tres. El problema radica también en el hecho de que cada persona ve algo diferente. Por esa razón, la realidad tampoco es lo suficientemente relevante para la pureza exigida.

»Por lo tanto, sólo queda la veracidad. Mi maestro a veces le daba el nombre de autenticidad. Y otros creen que este concepto está más relacionado con la fiabilidad.

Asayinda comprendió lo que el hombre quería decir. Le costó imaginar que aquella figura frágil, casi translúcida, alguna vez había tenido un maestro. En ocasiones, le había sucedido lo mismo al intentar imaginar que un adulto había sido un niño pequeño.

—¿Quién eres?

Formuló la pregunta en el mismo instante en que esa cuestión asaltó su mente. Se sonrojó, avergonzada.

El hombre emitió un sonido parecido a una risita, en un tono levemente burlón.

—Por primera vez desde hace… mucho tiempo, hablo con alguien, y justo me pregunta lo único que no debe ser preguntado.

Sus ojos dorados se encontraron con los de ella. Sintió que se sumergía en ellos. Por un instante, percibió la larga historia y los paisajes que poblaban la mente de aquel hombre. Aventuró un vistazo por encima del hombro, a pesar de que una voz interior le instó a no hacerlo. Recortada contra el telón de fondo de un decorado negro con puntos blancos, vio la silueta de una estatua, iluminada por un foco invisible: era una luz naranja con un brillante halo marrón. Los ojos de la estatua llamaron su atención. Refulgían como piedras preciosas, y sintió que le lanzaban una mirada fugaz llena de vida. Entonces, una ira desenfrenada intentó apoderarse de ella.

Asustada, retrocedió y se olvidó de respirar durante algunos segundos. Después, el fragmento de visión desapareció de sus pensamientos. Sólo quedó el sobrecogimiento.

—Ésa es la única respuesta que puedo ofrecerte, señora. Es un vestigio de mi veracidad. No diré más, puesto que el soberano del mar de la Noche no debe saber más de lo que ya ha descubierto.

Sonrió, pero sus ojos no le acompañaron en la expresión.

—Señora, tu veracidad empieza aquí, en el pilar, su símbolo ancestral. Calla cuando debas callar. No hables cuando podrías hablar. Habla únicamente cuando así se te ordene de forma expresa, y sólo si cuentas con la respuesta.

—¿Qué es la veracidad? —preguntó con voz suave, temerosa de haberse vuelto a equivocar.

Pero el hombre respondió de inmediato, como si hubiera estado esperando esa cuestión.

—La veracidad consiste en recuperar la pureza de la fuente, el principio, el nacimiento. La luz de la veracidad, combinada con la profunda oscuridad del conocimiento sin límites que te aguarda, es necesaria para hacer frente al Señor de las Profundidades sin perecer en el intento. Eres joven, señora, pero separar tu mano del pilar será un proceso doloroso. En cierto modo, serás como una anciana.

Asayinda sintió un dolor apabullante detrás de los ojos y se vio obligada a cerrarlos. Se contempló a sí misma por un instante: sus manos arrugadas y salpicadas de manchas, surcadas por una maraña de venas azules, sostenían un báculo de madera de sauce retorcida.

Cuando volvió a abrir los ojos, el hombre había desaparecido.

No había necesidad de buscarlo; había desaparecido por completo. Sus palabras habían quedado grabadas en su mente y en su alma. Sabía que cada uno de sus actos, escogido por voluntad propia, podía tener consecuencias nefastas. Sin el menor asomo de duda, había colocado la mano sobre el pilar, y eso le había costado su juventud. Sin embargo, aunque pareciera extraño, se sentía en paz. Se sabía poseedora de un destino ineludible, pero también sabía que tenía un papel importante en el juego de poder.

Se estremeció. La llanura había desaparecido y de nuevo se encontraba flotando en la oscuridad. Perdió el sentido del tiempo, aunque tenía la vaga sensación de que todo era más lento. Pero no era lo mismo que había sentido en compañía del dulse; le parecía estar caminando en medio de un viscoso barrizal. Nuevamente, los colores se filtraron a través del negro y el gris. Distintos matices de azul trazaron líneas insólitas que atravesaban su campo de visión. El tiempo casi se había detenido; por lo menos, ésa era su impresión.

Un pensamiento llegó a su mente flotando desde lejos. Vio cómo se acercaba a ella en forma de nube púrpura. Cuando la nube la alcanzó, los conceptos que traía consigo entraron en su mente. Algo intentó hablar con ella sin usar palabras. Conceptos, vagos esbozos de sentimientos; no sabía cómo denominar a los lentos fragmentos en movimiento de sus pensamientos. Se le antojó que miles, no, más bien cientos de miles de criaturas estaban intentando contactar con ella, todas al mismo tiempo.

—Nos hemos fusionado con el pilar —dijeron todavía en forma de conceptos—. Somos el pilar. Escúchanos.

Ella escuchó, y al hacerlo, sus constantes vitales se ralentizaron aún más. Los conceptos eran entonces más claros. Los organizó en frases. Las criaturas eran una sola voz y sintió que ésta no se dirigía directamente a ella. La voz hablaba de emociones que era incapaz de ubicar.

Había leído algo acerca de ese tema en una ocasión. La gente que habitó el pasado más remoto sentía emociones diferentes y utilizaba un lenguaje distinto, otras palabras con otros significados.

Comprendía en su mayor parte lo que la voz estaba diciendo, pero a veces se le escapaba algún concepto, o creía haber malinterpretado algo. La voz hablaba de un mundo distinto. No de un lugar distinto, sino de otro tiempo, de un tiempo lejano, cuando «las grandes llanuras verdes y azules no estaban allí». La voz parecía referirse a los mares de Romander. Asayinda intentó imaginar el tiempo en que las aguas habían sido otra materia: montañas, desiertos o colinas. Lo consiguió sólo en parte.

Un gran mal había hecho aparición, decía la voz. Siempre había estado allí, dormido en el centro de la tierra. Había esperado y se había mantenido en silencio mientras otros poderes luchaban por la hegemonía en ese viejo mundo. En el ojo de su mente vio imágenes de campos de batalla indescriptibles en gigantescas llanuras. Nueve veces, hacía nueve mil años, criaturas que Asayinda no podía visualizar ni comprender por completo habían causado la subida de las aguas. Aquellas criaturas imposibles de definir se encontraban bajo el hechizo del maligno, o por lo menos la mayoría de ellas.

Asayinda empezó a marearse.

La voz pareció advertirlo porque se produjo un largo silencio. Nuevos colores penetraron lentamente por las fisuras de la oscuridad: verde, rojo y naranja, y un extraño tono marrón que resplandecía constantemente como si estuviera en llamas. Nunca había visto ese color, por lo menos de manera consciente, aunque se parecía un poco al halo marrón de su primera visión.

Le pareció un pensamiento extraño. Hizo responsable a su confusión de todo lo que le estaba sucediendo. En la distancia, creyó oír una melodía en un tono agudo. Entonces, el color marrón se desvaneció y la melodía se disolvió en el silencio.

La presencia que la miraba desde lo alto se le acercó. Sobre ella cayó un velo como una red de pesca. Se encontraba atrapada en el mundo del pilar. La estructura de la red fue creciendo hasta desaparecer finalmente de su campo de visión.

Poco a poco, empezó a ver imágenes. Al mismo tiempo, sintió que una oleada de calor le recorría el cuerpo, un calor que normalmente hubiera resultado insoportable para cualquier ser humano. Desde la altura en la que estaba tuvo que mirar hacia abajo para ver un mundo más lento, en el que una hilera interminable de criaturas cubiertas por togas oscuras cruzaba una llanura de tonos marrones. Deambulaban entre grandes grietas y parecían dirigirse hacia algún punto en el horizonte. Intentó ver de qué se trataba, pero no podía ampliar su campo de visión. De soslayo, con el ojo izquierdo, creyó ver una luz brillante y blanca.

Dama del Alba.

Una voz susurrante se dirigía a ella en el lenguaje de la mente; la voz llenaba todos los rincones de su ser. No pudo determinar si pertenecía a un hombre o a una mujer.

Recorriendo un camino aparentemente interminable, arrastro mi cuerpo y mi mente como un eterno peregrino, vida tras vida. La esperanza de encontrarte algún día empezaba a desvanecerse. Más por costumbre que por convicción, me arrastré a través del suplicio de todas mis vidas. Pero aquí estoy, y lo que es más importante: ¡aquí está mi señora! ¡Te he encontrado!

Quería decirle a la criatura que no la reconocía, que no sabía qué podía hacer por ella, pero de pronto se vio inmersa en una visión dentro de su visión.

Un sello se rompió en la mente de Asayinda.

Se abrió una puerta. Más de diecisiete años de recuerdos salieron a la luz. Vio lo que nadie había visto nunca antes; revivió justo el momento anterior a su nacimiento: el segundo fundamental de la eternidad en el que el alma humana queda unida a un cuerpo y a una mente. Tomó conciencia de los secretos de sus vidas anteriores, secretos que nadie conocía. Se sentía embargada por la emoción y por una gran expectación. Sabía cuál era su misión, pero también conocía el cryptus, el juramento de la vida. Muy pronto olvidaría quién era y en quién iba a convertirse.

A los orificios de su nariz llegó un olor a quemado. Un terrible calor la envolvió. Quería retroceder, pero permaneció en el lugar en el que se encontraba porque sabía que nada podría hacerle daño. La imagen de una criatura llenó su campo de visión. Su rostro bailaba en el fuego y sonreía a través de un montón de llamas. Una mano de color plata avanzó hacia ella con la intención de tocar sus labios, que rozó con el dedo índice. Su boca quedó sellada, pero no por efecto del calor, sino de un frío gélido.

No hables, no compartas con nadie lo que sabes —susurró la criatura.

Accedió a la petición, como había hecho siempre.

La criatura le mostró el camino y se deslizó en el mundo del reino. La luz le cegaba, e involuntariamente gritó como un recién nacido.

Asayinda trató de recobrar el aliento.

La excitación corría por sus venas como una cascada inagotable. Estaba en posesión de un secreto que no podía compartir con nadie. En el umbral de la muerte y el renacimiento, le había sido otorgado parte del misterio de la vida. Demasiado pequeño para ser visto con detalle por una diosa, pero a la vez demasiado grande para cualquier criatura mortal. Seguía sin comprender por qué estaba autorizada para conocer el secreto que no podía ser revelado. Y a ella se le había permitido redescubrirlo. Pensó que debía estar relacionado con el velo de misterio que envolvía al Señor de las Profundidades y con su misión como la Dama del Alba.

No es un ser humano, ni una diosa, sino un mediador —dijo la voz susurrante—. A partir de ahora, la Dama terciará entre los Solitarios y el Señor de las Profundidades. Representa a los Ayinti. Debe darse cuenta de que está completamente sola, aquí, en Romander. No pertenece a los Solitarios. El Señor de las Profundidades se justifica a sí mismo y no pertenece a nada ni a nadie. La Dama estará sola el resto de su vida. El conocimiento no es tan sólo una bendición, sino también una carga. La Dama conoce el secreto del último y el primer momento. Eso la obliga a guardar silencio, incluso en situaciones en las que normalmente habría hablado. En su caso, el silencio es sinónimo de sabiduría, como lo es también a menudo la espera.

La voz calló, pero la criatura que había hablado seguía allí, observando, guardando la distancia.

«El espíritu del pilar», pensó Asayinda. De pronto, se sintió apesadumbrada. Reflexionó acerca de aquellas palabras. A pesar de que había ganado en conocimientos, seguía sintiéndose insegura e ignorante. Necesitaría reunir aún más conocimientos para desempeñar su función de Dama del Alba con convicción.

Representaba a los Ayinti. Tenía una vaga noción de quiénes eran; le recorrió un escalofrío. Había algo más que le infundía una mezcla de terror y fascinación: entre sus tareas se contaba la de despertar al Señor de las Profundidades. Todavía no se sentía preparada. Se preguntó cómo podría averiguar más.

Las señales te darán la respuesta. —La voz habló por última vez. El espíritu del pilar se retiró.

Una brisa acariciaba su rostro. Tenía la impresión de haber permanecido en la misma posición durante horas. Al intentar separar la mano, que estaba casi agarrotada, del pilar, punzadas de dolor le recorrieron el brazo. Finalmente, consiguió despegar los dedos de su mano derecha de la superficie de piedra con ayuda de la mano izquierda. Sólo entonces pudo liberarse.

¡El dolor!

Era un dolor aniquilador, que parecía insoportable, y sin embargo, a pesar del grito de sufrimiento y de la sensación de calambre y de mareo, no se desmayó. La mano estaba ardiendo. Vio, horrorizada, una herida oscura, rodeada de sangre seca y carne ennegrecida. Un símbolo había quedado marcado con fuego en la palma de su mano. Parecía una Q sin terminar: era un círculo anguloso, entreabierto, con una línea diagonal que lo cruzaba en su parte inferior.

Aterrada, se volvió hacia el dulse, pero se encontraba sola en la isla del pilar. Intentó localizar el Solitario de Arlivux, pero el barco también había desaparecido.

Miró a su alrededor, aturdida. El mar estaba en calma y no había rastro de ningún barco. El desvaído sol empezaba a desaparecer detrás de unas nubes alargadas de color gris claro y teñía el cielo de un tono naranja pálido justo por encima del horizonte.

Al mismo tiempo, se sintió desbordada por una marea de recuerdos de un pasado que no era el suyo. Era más de lo que podía soportar. En cuestión de segundos, le pareció haber envejecido decenas de años.

¿Qué había dicho el hombre de la visión? «Eres joven, señora, pero separar tu mano del pilar será un proceso doloroso. En cierto modo, serás como una anciana».

Oyó otra voz, la del dulse, esa vez grave, y con cierto tono de preocupación:

—Ahora estás completamente sola. Debes hacer esto sola.

Y efectivamente, estaba sola.