¿Hay alguna arma que merezca el calificativo de artefacto mágico? Por supuesto. Sabemos de la existencia de algunas espadas que advierten a sus dueños de posibles peligros. Mucho más interesante es cuestionarse cómo esas armas han llegado a desarrollar sus poderes mágicos. Gerthen de Rak, el célebre maestro de armas, afirma que la interacción entre arma y maestro es la esencia. «He conocido armas que se convertían en objetos inertes en manos de la persona equivocada. Sin embargo, cuando las esgrimen sus verdaderos propietarios, las mismas armas acatan indefectiblemente sus órdenes». La cuestión todavía pendiente es la siguiente: ¿es el maestro quien encuentra el arma, o por el contrario es el arma la que da con su maestro?
LADY ASRATH DE OSCURA,
Peregrinaje hacia el alma
El Gaviota Gris de Boret era una imponente goleta de gavias. El propietario del navío de tan abundante aparejo era Detterbelt de Boca de Lava, que había hecho su fortuna como capitán de un barco de pasajeros que realizaba la travesía costera entre Lan-Gyt y Gyt Oriental. Detterbelt era un abotargado hombre de mediana edad que había dedicado varios años de su vida a granjearse la confianza de los cortesanos en la ciudad de Romander, intento que había resultado vano. En última instancia, únicamente Danker parecía mostrarse receptivo ante sus presentes y su exagerada amabilidad. Detterbelt pretendía obtener a cambio prebendas del consejero, pero Danker había conseguido ganarse la voluntad del propietario del barco sin dar nada a cambio.
Detterbelt había invitado a Danker a las ampulosas fiestas y copiosos banquetes que organizaba en su casa de campo, ubicada en las afueras, al este de la ciudad de Romander. Normalmente, sólo los medios nobles participaban en este tipo de celebraciones. Pero desde que Danker había asistido a alguna de ellas, los nobles de la corte habían pasado a ser invitados habituales. De ese modo Danker creía haber compensado con creces los favores, por otra parte nunca solicitados, de Detterbelt. La primera petición que Danker le hizo de forma directa consistió en un pasaje a Hemthora, en Lan-Gyt, y posteriormente a Ynystel y a Oscura a bordo del Gaviota Gris de Boret.
—Un pequeño favor si consideras todo lo que puedo hacer por ti a cambio —había añadido Danker en tono benevolente al hacer su petición.
Por supuesto, Detterbelt inmediatamente preguntó a Danker respecto a la naturaleza de ese intercambio, pero Danker no tenía la menor intención de dar una respuesta concreta.
—Puede ser que pase algún tiempo —contestó Danker—, pero te aseguro que no te defraudaré.
Y así, en el cuarto día del mes de Livander, en pleno medio invierno, la goleta zarpó de la ciudad de Romander con el foque de proa izado y las demás velas arrizadas. A bordo se encontraban Danker, lady Hylmedera y el primer regulador Tracter de Wikkel.
Había una brisa constante procedente del noroeste, pero no llegaba a alcanzar la intensidad de las ráfagas de una tormenta. Escorado por efecto del viento, el Gaviota Gris de Boret rodeó el cabo Welle, el punto más meridional de la isla de Romander y famosa sepultura de pescadores, en menos de dos días. El viento roló al oeste impulsando a la orgullosa goleta a través del mar de Gyt. La mañana del sexto día después de su partida, en medio de un aguacero, atracaron de costado en el largo muelle de Hem, en Hemthora. Danker hubiera preferido desembarcar en algún punto de la inhóspita costa oeste de Lan-Gyt, pero no quería despertar las sospechas de Hylmedera y Tracter acerca de su destino.
Dio las gracias a Detterbelt y ordenó que dispusieran literas para lady Hylmedera, Tracter y él mismo.
—Dirigios directamente al cónsul de Lan-Gyt. Él podrá ofreceros alojamiento. Yo debo seguir por mi cuenta. Tracter, tienes a tu disposición toda la información necesaria. Te sugiero que te dirijas hacia el norte por la mañana. Ya sabes adonde ir, y conoces tu misión.
Se volvió hacia Hylmedera.
—Señora, si todo sale según lo previsto, estaré de regreso en una semana.
—¿Adónde os dirigís? —preguntó.
Danker la miró fijamente, pero no respondió. Tras los espejos de sus ojos, Hylmedera percibió un atisbo de emoción. ¿Se trataba de ira?
Antes de que pudiera confirmar esa impresión, Danker dio media vuelta y caminó hacia su litera. Susurró algo al oído del primer porteador y, acto seguido, subió. Lady Hylmedera siguió con la mirada a su maestro durante unos minutos. En sus ojos había una extraña luz amarillenta.
—Ha llegado la hora de consultar a Sharde —murmuró para sí misma. Entonces se volvió hacia Tracter y le dijo—: Ve tú primero; yo iré más tarde.
Hizo unas señas a los porteadores de su litera y subió al vehículo.
—Al puerto —ordenó.
Los porteadores de Danker, dos robustos jóvenes de la isla Blanca, avanzaban a buen ritmo, a pesar de que la persistente lluvia dificultaba su marcha sobre los resbaladizos adoquines. En menos de una hora se encontraban en las barriadas situadas al norte de Hemthora, cerca de las puertas de la ciudad. Ordenó a los porteadores que se detuvieran en un establo, les pagó su salario y los despidió. Alquiló dos caballos y un guía de cabellos blancos llamado Jart. En realidad, no necesitaba ningún guía, pero Jart, originario de Pórtico de Lan Alto, era un hombre musculoso que, en caso necesario, podría disuadir a los salteadores de caminos. Danker no temía a esa clase de gen te, pero prefería eludir cualquier tipo de conflicto.
Prosiguieron su camino. Pronto dejó de llover, pero el sol no hizo aparición. Danker optó por tomar el estrecho camino que discurría al oeste. La ruta comercial del este trazaba una suave curva siguiendo el camino de Argot, una ciudad en la bahía de Rakel, para desviarse después hacia la franja de Lanter y el lago Calidin. La carretera giraba entonces bruscamente hacia el oeste para dirigirse hacia Pórtico de Lan Alto a través del desfiladero de Lanter, a escasa altitud.
Danker evitó la carretera; no deseaba ser visto. Optó por la ruta que Tracter le había recomendado. Atravesaron primero campos de trigo de germen grueso, cebada de agua y avena verde. Las sendas que discurrían entre los interminables campos de cereales parecían no tener fin. Cuando finalmente dejaron atrás el monótono paisaje de los campos, ya había caído la noche, pero pudieron distinguir las estribaciones de unas colinas. Tras ellas se adivinaban los contornos grises del macizo de Gyt. Aparentemente, eran los únicos transeúntes de aquel camino ese día. Muy pronto pudieron ver la famosa posada de Urender, El Camino de Carros Directo.
Sólo quedaba una habitación.
—Será suficiente. Mi guía dormirá en los establos, con los caballos —dijo Danker a Urender.
Jart le lanzó una mirada resentida, pero no protestó. Danker entregó unos cuantos speets más al grueso posadero.
—Deseo que alguien haga guardia en mi puerta esta noche y que me traigan la cena a mi habitación —susurró.
—Si yo fuera vos, señor, estaría más preocupado por el camino que os espera mañana —le avisó Urender—. Cada día llegan a nuestros oídos noticias desconcertantes sobre el camino de sirga. La zona de los helechos está plagada de bandidos. La región que se extiende entre Hyn Daratel y Butter, unos treinta y dos kilómetros antes de Pórtico de Lan Alto, es especialmente insegura. El capitán Cright, de la guardia del subgobernador, también se aloja aquí. Podría preguntarle…
—Eso no será necesario, buen hombre —atajó rápidamente Danker—. Prefiero viajar sin llamar la atención.
El posadero se encogió de hombros y se enjugó las manos en el delantal aparentando desinterés.
—Como deseéis, señor. Dispondré un guardia en vuestra habitación. ¿Qué nombre debo registrar para ambos?
—Alto barón Eiger Sporland de Xomney, y su guarda Jart —dijo Danker con voz suave.
A la mañana siguiente, Danker despertó a Jart antes del amanecer.
—Vamos, debemos apresurarnos —dijo mientras conducía su caballo hacia el exterior. Ofreció a su guía media barra de pan negro—. Con esto deberíamos aguantar un buen rato.
Siguieron el camino de sirga para adentrarse en las boscosas colinas, al norte de la posada. En seguida empezó a llover de nuevo. Jart recogió su larga cabellera blanca en una coleta que ocultó bajo el cubrecabezas de cuero.
—Eso es buena señal —bramó.
Danker frunció el ceño con extrañeza.
—¿Buena señal?
—A los bandidos no les gusta el mal tiempo —aclaró el guía.
Pero se equivocaba. Media hora más tarde fueron víctimas de una emboscada. Los contornos de dos hombres montados a caballo se hicieron visibles en medio de la lluvia. Les barraron el paso en la parte más angosta de un desfiladero entre dos colinas. Jart sonrió y desenvainó una larga espada.
—Dos pequeños mozos —dijo—. Podría acabar con ellos con la daga de mi mano izquierda.
Danker señaló con el pulgar hacia atrás. Jart se volvió. Cinco jinetes más se dirigían hacia ellos con las espadas desenfundadas. Estaban rodeados. Jart palideció.
—Estamos perdidos —gruñó—. Podría ocuparme de tres de ellos, pero no creo que podáis ayudarme con los demás, teniendo en cuenta que sois un aristócrata. ¿O tal vez vuestras delicadas formas ocultan músculos insospechados?
Danker sonrió. Los comentarios de Jart le divertían.
Un hombre de gran envergadura, vestido con una toga negra, se aproximó a ellos en su cabalgadura.
—Dadnos todas vuestras pertenencias, dé prisa —bufó—. Speets, piedras preciosas y armas. Si me dais todo en los próximos diez segundos, quizá os perdone la vida.
Danker vaciló. Después se mordió los labios.
—Tú te encargarás de los dos mozos —dijo entre dientes a Jart.
El guía le miró boquiabierto, pero obedeció.
Danker espoleó su caballo para barrar el camino de aquel hombre de gran estatura. Apoyó las manos en la montura y se inclinó hacia adelante.
—Te daré una oportunidad. —Habló en un tono tan bajo que únicamente pudo oírlo aquel hombre—. Ordena a tus hombres que se vayan, o preparaos para morir.
El hombre observó con incredulidad a Danker desde su caballo durante varios segundos. Después profirió una sonora carcajada.
—Al parecer, no habéis entendido nada. ¿Cuál es vuestra arma? ¿Qué utilizaréis para hacer realidad vuestra amenaza? Habéis tenido vuestra oportunidad, buen hombre. Vos seréis quien muera.
Espoleó el caballo, que relinchó al impulsarse hacia adelante. Su larga espada apuntaba directamente al corazón de Danker. El consejero no hizo amago de cambiar de posición hasta el último momento. Cuando le separaban no más de cinco metros de la punta de la espada, obligó a la montura a apartarse con un golpe casi imperceptible de talón. El caballo del bandolero pasó trotando a su lado. Éste profirió un grito colérico, se inclinó hacia atrás y lanzó una estocada a Danker. Danker advirtió la maniobra y vio cómo la espada pasaba rozando su hombro a menos de tres centímetros. Acto seguido, alzó la barbilla.
—Sestryl hayl luüc'heam —farfulló.
La tierra tembló. Una grieta se abrió en el suelo justo ante el caballo. El animal se encabritó en un vano intento de eludir la brecha que resquebrajaba la superficie, cada vez de mayor tamaño. Jinete y caballo desaparecieron con un grito en las profundidades. La tierra se cerró inmediatamente después de haberlos engullido. No quedó ni rastro, ni la más mínima marca, sobre aquel terreno pedregoso.
Los otros cuatro forajidos se percataron de que se encontraban frente aun poderoso mago; dieron media vuelta a sus caballos y se alejaron al galope. Danker se volvió hacia Jart. El guía procedió a limpiar con esmero la hoja de su espada con un paño. Dos nerviosos caballos permanecían al lado de los cadáveres de sus jinetes. Danker asestó una palmada en sus cuartos traseros, y los caballos partieron al galope tras los bandidos que se habían dado a la fuga.
—Vaya, vaya, un myster —dijo Jart sin mirar a Danker.
Danker negó con la cabeza.
—Te equivocas. Conozco unos cuantos trucos, eso es todo.
Jart alzó la barbilla. Señaló el lugar en el que la tierra se había abierto y vuelto a cerrar sin dejar rastro.
—Si eso era un truco, yo soy el desran.
—Será mejor olvidar lo ocurrido —espetó Danker.
Jart captó la amenaza implícita en esas palabras. Se encogió de hombros.
—Sois un aristócrata, eso salta a la vista, pero ni siquiera sé vuestro nombre. ¿Cómo podría suponer una amenaza para vos?
Danker, por un momento, le observó pensativo. Después asintió.
—Olvídalo —dijo, y aguijoneó su caballo.
La lluvia cesó para dejar paso a un cielo despejado. A medida que avanzaba el día, los valles se hicieron más profundos y las colinas fueron ganando altura. Desde una de las cimas pudieron distinguir las refulgentes paredes del macizo de Gyt recortándose en el horizonte. Las masas inflexibles de la famosa cadena de Hirkensel estaban coronadas de blanco. Mantos de niebla afelpados cubrían los picos. El sendero serpenteaba, y la pendiente era cada vez más empinada. En algunos puntos, las rocas sobresalían entre los pastos verdes de las colinas.
Llegaron a Pórtico de Lan Alto sin ningún otro incidente, justo antes del ocaso. La ciudad había sido erigida en una depresión en la que confluían seis profundos valles. Los tejados de las casas de baja altura eran en su mayoría de color verde grisáceo y estaban, en parte, ocultos por altos kargs, un híbrido único entre árboles de hoja caduca y pinos.
—Aquí empiezan los abismos de Lan-Gyt —dijo Jart, señalando tres pequeñas entradas al valle, al norte de la ciudad.
Danker no hizo ningún comentario. Al pasar por una de las puertas de la muralla de la ciudad, dijo:
—Llévame hasta Laiver, el subgobernador.
Entregó a Jart tres speets de plata.
—Después regresa a Hemthora con los caballos. Con esto tendrás suficiente para avituallarte por el camino y pasar la noche en la posada de Urender. Tal vez incluso puedas permitirte una habitación, en lugar de dormir en el pajar.
Jart le ofreció una amplia sonrisa e hizo una reverencia.
Aquella noche, Danker se reunió con el subgobernador Laiver en su palacete de la plaza Gondal Gyt, situado en pleno centro de Pórtico de Lan Alto. Ya se conocían; Laiver era uno de los confidentes de Danker. Ambos se acomodaron ante una pequeña chimenea y hablaron largo y tendido. De vez en cuando, examinaban un mapa a gran escala de la región norte de Lan-Gyt. A la luz de una lámpara de aceite de stel, recorrieron con los dedos las cordilleras del macizo de Gyt y las principales arterias e incontables ramificaciones de los abismos. Cada cierto tiempo, un sirviente traía a Laiver un vaso de vino tinto de Noctar y una copa de agua amarilla de manantial para Danker.
Finalmente, ambos hombres se levantaron y se dieron un abrazo acompañado de palmadas en la espalda.
—Asegúrate de ejecutar mis órdenes al pie de la letra —dijo Danker—. Partiré al amanecer, así que no tendremos tiempo de despedirnos. Viajaré solo. Supongo que tu mejor caballo se encuentra a punto.
Laiver asintió. Danker se disponía a abandonar la sala, pero de pronto cambió de opinión.
—¿Hay un buen herrero en Pórtico de Lan Alto?
—Necesitas al viejo Anvoulis —afirmó Laiver sin vacilación—. Quizá sea el mejor herrero de las islas orientales. Te daré sus señas.
Una hora más tarde, poco después de la medianoche, un grupo de siete hombres a caballo salieron de palacio por una puerta lateral, vestidos como ladrones. Atravesaron la plaza al trote, se introdujeron en el ancho callejón del Pórtico, y abandonaron la ciudad a través de una de las puertas de la muralla en su cara norte.
Aquella mañana, muy temprano, Danker salió en busca de Anvoulis, el herrero, que vivía en el lado este de la ciudad. Anvoulis era un anciano encorvado que no parecía capaz de hacer herraduras, forjar espadas y hachas de gran tamaño, puñales, dagas y otras armas, al gusto de la moda. A pesar de la temprana hora, Anvoulis ya estaba trabajando. Estaba al lado del fuego, estudiando la superficie de una larga pieza de hierro al rojo vivo. En su calva brillaban perlas de sudor.
—Quiero tu mejor hacha, Anvoulis —dijo Danker sin presentarse siquiera.
El herrero se irguió y colocó la barra de hierro al borde del fuego con un gesto preciso. Con sus pálidos ojos azules lanzó una mirada inquisitiva a su visita.
—Eso os costará caro —dijo con voz ronca—. Permitidme ver vuestra bolsa de speets primero.
—Déjame ver antes tu mejor hacha —replicó Danker en tono benévolo pero resuelto.
Con las manos entrelazadas detrás de la espalda, se acercó a la pared del fondo, en la que había expuestas decenas de espadas y hachas en bastidores de hierro.
Anvoulis se apresuró a alcanzarle y tomó una hacha de ancha hoja, ligeramente curvada, con una empuñadura de cuero negro alrededor del mango. Incluso desde la distancia, Danker pudo apreciar su aspecto impecable. Afilada como una cuchilla, la hoja brillaba y refulgía sin presentar la menor imperfección.
—¿Queréis mi mejor hacha? Ésta es Splitbock, mi obra maestra, de valor incalculable. Lleva esperando a su dueño más de treinta años.
Los ojos de Danker centellearon. Dio un paso adelante y alargó la mano.
—Permíteme sostenerla en mis manos.
Anvoulis retrocedió y miró con desconfianza a Danker desde la profundidad de sus cejas grises.
—No estáis hecho para una arma semejante, tan pesada y difícil de manejar. Además, ¿quién me asegura que no os iréis corriendo una vez que tengáis a Splitbock en vuestras manos?
Danker retiró la mano y negó con la cabeza.
—Me subestimas en ambos sentidos, Anvoulis. En primer lugar, ésta es el hacha que estaba buscando. O por decirlo de otro modo: Splitbock ha estado esperando a su dueño durante treinta años, y aquí estoy. Sin siquiera haber probado su hoja ni su empuñadura, sé que esta hacha y yo nos pertenecemos. En segundo lugar, nunca robaría una arma noble como ésta. Desearía tomarla ahora, para confirmar mi impresión de que Splitbock y yo estamos hechos el uno para el otro.
Anvoulis parpadeó y avanzó hacia Danker arrastrando los pies Danker extendió su mano con la palma hacia arriba. Con suma delicadeza, el herrero depositó el hacha sobre las manos del consejero.
Tal como Danker había pronosticado, el hacha estaba destinada a ser suya. Tuvo la sensación de haber reencontrado sus orígenes. A cualquier otra persona, el arma le hubiera resultado pesada y de difícil manejo. Sin embargo, las manos de Danker se adaptaron al peso. Retrocedió unos cuantos pasos y realizó algunas maniobras de lucha con ambas manos, como si Splitbock fuera una pluma.
Anvoulis volvió a parpadear, atónito.
—Estaba equivocado —dijo tímidamente. Sonrió con un amago de tristeza y prosiguió—: En este día, Splitbock abandona la herrería. Para vos es un día lleno de dicha; para mí, un día colmado de la tristeza de la despedida. Lo único que me quedará será el consuelo de su valor en speets.
—¡Ah, es cierto! —dijo Danker en tono irónico, mientras acariciaba la hoja—. El precio de tu obra maestra de valor inestimable. Dime su cuantía, y ahórrate tus patéticas historias.
Anvoulis avanzó hacia la puerta de la herrería arrastrando los pies para detenerse bajo el umbral. Allí tomó aire.
—Splitbock siempre ha tenido un precio fijo —dijo casi en un susurro—. No acepto regateos; sería una ofensa para mi arte. Me separaré de mi mejor pieza por cuatrocientos speets.
Por un instante, Danker le miró con incredulidad. Después sonrió, rebuscó en el interior de su jubón y extrajo la bolsa con el dinero.
—No deseo ofenderte, Anvoulis —respondió mientras contaba rápidamente dieciséis monedas de veinticinco speets—. No obstante, supongo que puedes permitirte el lujo de incluir en el precio dos puñales pequeños. Al fin y al cabo, no todos los días se gana el equivalente a los beneficios de un año entero.
Con esas últimas palabras, asió a Splitbock por debajo de la hoja y por el extremo inferior de la empuñadura, separó las piernas y se plantó ante el herrero. El aspecto delicado del consejero de pronto irradió fuerza y determinación. Anvoulis sonrió con nerviosismo y caminó penosamente hasta un bastidor lleno de puñales, dagas y perforadores. Eligió dos pequeños puñales cuya hoja no era más ancha que un dedo índice y se los ofreció a Danker. Éste dio su conformidad con un gesto de cabeza, los tomó y salió de la herrería sin despedirse siquiera.
Danker se dirigía hacia el norte al galope. El sol tenía el mismo tono pálido que el cielo. Cuando Pórtico de Lan Alto quedó atrás, sintió cómo el frío gélido iba adentrándose en el valle. Ante él, las cumbres nevadas del macizo de Gyt dominaban un valle de pinares y arroyos en el que infinidad de insectos entonaban diversas melodías. Las montañas aparecían perforadas por tres enormes aberturas; parecían haber sido horadadas por una espada gigante: los abismos de Lan-Gyt. Cuando se aproximaba a la abertura central, oyó el grito de una águila.
—Auc, auc.
Danker tiró de las riendas del caballo, que se encabritó relinchando hasta detenerse. Buscó al ave con la mirada. El animal agitaba las alas sobre la entrada del abismo como un guardián. Mientras Danker lo observaba, el animal volvió a gritar y se alejó volando hacia el norte.
—¡Ajá! —murmuró—. Los actores se preparan para salir a escena desde todas direcciones. Sólo faltan los protagonistas del pacto.
Espoleó su caballo hasta conseguir un ritmo constante de galope. En seguida, jinete y caballo desparecieron en el abismo.
Transcurrida media jornada, Tracter de Wikkel y un maestro de armas que había contratado llegaron hasta la entrada de ese mismo abismo. Allí fueron asaltados por una banda de ladrones emboscados. Siete hombres armados hasta los dientes los rodearon. El dúo luchó valerosamente y consiguió eliminar a dos de los bandidos, pero la superioridad numérica era aplastante. Ambos hombres recibieron varias puñaladas y murieron mientras los salteadores daban media vuelta y galopaban hacia Pórtico de Lan Alto sin mirar atrás.