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El Pilar de la Veracidad (1)

No es prudente alejarse demasiado de la costa de la isla, puesto que los fenómenos que se producen en las proximidades del corazón de las Aguas Negras desafían incluso la imaginación. Muchos de los audaces capitanes que se atrevieron a cruzar esa frontera imaginaria nunca regresaron.

SUNDEL LAÏMERSON DE VALT,

En las Aguas Negras

Aernold de Sey Hirin, dulse de Yle em Arlivux, estaba solo en la Sala de los Arcos del extraordinario complejo de templos de los Solitarios, situado en el extremo norte de la península de Lan-Gyt en Yle.

Disfrutaba del eco del silencio, que de ningún modo deseaba romper con el menor movimiento.

Era muy temprano. Los Solitarios celebraban sus rituales diarios en sus celdas. En menos de una hora, se apresurarían hacia la Sala de los Arcos para asistir al breviario de la mañana.

Nadie vio cómo el dulse, finalmente, se despojaba de su capa de color gris basalto antes de dirigirse hacia el borde del estrado. Recorrió con la mirada la superficie plana del agua en la pila de granito negro. En su mente, resonaba música de otro mundo. Poco a poco, inclinó la cabeza y empezó a reflexionar sobre el tiempo.

—Está estancado —murmuró—, pero nosotros pasamos apresurados a través de él como una breve tormenta de invierno. Sin darnos cuenta, competimos en una carrera contra el tiempo, y sin ser conscientes de ello, dejamos de existir. Antes de que lo sepamos pasaremos a formar parte del tiempo estancado, el tiempo de los oficiantes.

Eso no estaba escrito en las Nueve Mil Palabras, el libro fundamental de los Solitarios. Era una letanía distinta, que despertaba muchos recuerdos en su mente.

—Tantas vidas —suspiró—. Tantos pensamientos, acciones, recuerdos de acciones. Y de nuevo, se avecina un período de transición.

Se le anegaron los ojos de lágrimas.

—Nunca podré acostumbrarme.

—¿A qué?

La voz de Asayinda, la Dama del Alba, resonó por toda la Sala de los Arcos y le sacó de su ensimismamiento. Asombrado, se volvió hacia ella. Se encontraba justo detrás de él y, sin embargo, no había oído sus pasos.

—¿Cómo…?

Sonrió mientras recogía una de las lágrimas que resbalaban por su mejilla.

—No he sido completamente franca —susurró.

Él tomó una de sus manos.

—De modo que ahora también eres capaz de eso —dijo—. Y yo que creía que tenía tanto que enseñarte.

Le tomó la otra mano.

—Hoy finaliza mi tarea y comienza la tuya. Nos dirigiremos al lugar en el que todos los senderos se unen.

—Entonces, sí hay algo que desconozco —añadió.

En ese momento, percibió la tristeza en sus ojos. Repasó las palabras del dulse y frunció el ceño con extrañeza.

—¿Cómo que finaliza tu tarea? ¿Qué quieres decir con eso?

De sus ojos desapareció cualquier vestigio de emoción. Aunque se iluminaron un instante con un fuego dorado, después se volvieron insondables. Sus oscuras cejas ensombrecieron su mirada. Prefirió ignorar las preguntas.

—El viento viene del oeste, Asayinda. Hoy navegaremos para encontrar la veracidad.

La asió por un brazo para guiarla desde el estrado a un pasillo lateral. Al entrar en la alta galería que conducía a las dependencias de ambos, dijo:

—Los oficiantes pueden esperar hasta mi regreso. Toma ropa de abrigo, Asayinda, y pide a tu ayuda de cámara que prepare tu equipaje con todo lo necesario para diez días. Vendré a buscarte en una hora.

Ella le miró de soslayo, extrañada.

—¿No me vas a contar nada más sobre nuestro viaje?

Aernold de Sey Hirin negó con un gesto de cabeza.

—No es necesario. Cuando lleguemos a nuestro destino, el mismo lugar tendrá tantas cosas que contarte que desearás no haber sabido nada —fue su críptica respuesta.

Asayinda reflexionó sobre la conversación que acababan de mantener. Recordó algunos de los enigmáticos comentarios del dulse. Curiosamente, únicamente sus palabras acerca del tiempo estancado y los oficiantes habían quedado grabadas en su mente. Había leído algo al respecto, pero su memoria no podía ofrecerle ninguna respuesta en ese momento.

Transcurrido poco más de una hora, una embarcación sencilla zarpó del pequeño puerto de Arlivux. Era el mismo barco en el que había llegado la Dama diez días antes. El Solitario de Arlivux desatracó rápidamente del embarcadero con la ayuda de dos marineros de cabellos canos provistos de sendas pértigas. La vela amarilla triangular y el gallardete púrpura fueron izados en señal de que la Dama se encontraba a bordo. Además de Asayinda y el dulse, habían embarcado Uchate, el segundo sacerdote, de tez pálida, y tres miembros de la tripulación ataviados con largas togas de color gris claro.

El carabelón navegaba rumbo al nordeste, empujado por un fuerte viento del oeste. Muy pronto, el puerto desapareció de la vista y sólo podía distinguirse levemente el contorno de Yle em Arlivux, que se recortaba en la neblina que se alzaba sobre el horizonte al suroeste.

Hacía frío. El dulse llevaba una capa negra de piel de bonter que llameaba como una bandera. También había traído consigo su voluta, el largo báculo de madera de sauce retorcida, con una empuñadura llorada en forma de monstruo alado. Junto con Uchate y la Dama, se había acomodado en la pequeña cubierta de proa.

Asayinda señaló a los miembros de la tripulación que se encontraban reunidos en la cubierta de popa.

—Cabelleras blancas —dijo.

No parecía una pregunta, pero el dulse respondió de todos modos.

—Nibuüm.

Esa palabra abrió en la mente de Asayinda canales que comunicaban con otros tiempos. Carecía de los conocimientos suficientes, pero había algo en su interior que sí conocía ese término y su significado.

—Nibuüm —repitió, como saboreando la palabra.

Miró a los tres hombres con ojos escrutadores. Había algo que llamaba la atención en sus ojos; era como si tuvieran cataratas. Sus pupilas tenían un tono pálido, que casi se confundía con el blanco de los ojos.

El dulse escudriñó el horizonte sin hacer el menor movimiento.

—Obtendrás las respuestas a todas tus preguntas en los próximos días, Asayinda.

Dijo eso con un ligero tono apesadumbrado en su voz. Acto seguido, dio media vuelta, abandonó la cubierta de proa y tomó asiento en el estrecho banco de la banda de babor.

Durante dos días navegaron hacia el nordeste con un viento constante, cada vez más lejos de las islas del reino, adentrándose en la desolación de las Aguas Negras. Durante la primera jornada avistaron algunos barcos de pesca que habían aprovechado las buenas condiciones para alejarse más de la costa, pero a partir del segundo día el Solitario de Arlivux era un único punto en la inmensidad de las Aguas Negras.

Asayinda, el dulse y Uchate conversaron sobre la fe, los acontecimientos relevantes para el reino, la preocupación del dulse acerca de los altos sacerdotes, y muchos otros asuntos. Pero omitieron cualquier posible comentario sobre el lugar de destino. Uchate, que acababa de regresar de su viaje anual a las medias fundaciones de Lan, Gyt Araigen y Boca de Lava, les habló del malestar que incluso allí reinaba entre los Solitarios.

—¿Quién sabe cuál será la siguiente víctima de la magia incolora? —se preguntó en voz alta—. Podría ser cualquier sitio.

El dulse hizo un gesto con la cabeza, como de rechazo, pero no respondió.

Durante todo ese tiempo, el dulse no permitió a Asayinda el acceso a su mente. Eso le inquietaba. Había dado por sentado que sería posible mantener ese tipo de comunicación de forma regular. Estaba ansiosa por reanudar el contacto mental. Para ella, esas conversaciones mentales representaban los hitos que indicaban su progreso en su posición como la Dama del Alba.

En la mañana del cuarto día, sintió que algo había cambiado. El viento amainó y unas cuantas nubes hicieron presencia en el cielo, pero el sol invernal seguía brillando.

Los tres Nibuüm estaban alerta al lado del timón e inspeccionaban el horizonte. El dulse permaneció en su camarote, mientras Uchate caminaba de un extremo a otro de ambas cubiertas y hablaba regularmente con la tripulación.

Asayinda se había despertado con una sombría premonición. Se sentó en uno de los bancos, frente a la barandilla, con la mirada fija en el norte, en el horizonte. Pensó en los cambios que había sufrido la vida de Gyndwaene, la humilde joven de las islas Espejo. Hacía poco más de un mes de su encuentro con el Profeta, Galle Rybonder, en Haramat; un encuentro aparentemente casual con un hombre extraordinario que desencadenó toda una serie de acontecimientos que la habían conducido hasta Yle em Arlivux. Y entonces se llamaba Asayinda, la Dama del Alba, aquella que debía sacar de su sueño al Señor de las Profundidades. Había aprendido mucho en las últimas semanas, pero cuanto más sabía y más parecía comprender, más secretos, misterios y sucesos incomprensibles salían a la luz.

Uno de esos enigmas era el dulse, su faro en ese nuevo mundo de los Solitarios, en ocasiones tan perturbador. Cuando había sentido miedo debido a su recién adquirida posición, Aernold la había tranquilizado con sus sabias palabras. Efectivamente, era muy sabio. De nuevo, se preguntó la edad de aquel hombre. «Aproximadamente entre cuarenta y sesenta», pensó, pero resultaba difícil hacer un cálculo más exacto. Aunque en un principio creía haber llegado a conocerle bastante bien en el breve tiempo que habían compartido, seguía siendo un misterio. ¿Durante cuánto tiempo había sido el líder de los Solitarios? Tampoco conocía la respuesta.

Uno de los Nibuüm llamó la atención de Uchate, quien se dirigió caminando hacia la proa y, una vez allí, puso una mano sobre sus ojos a modo de visera, para escudriñar la distancia. Asayinda miró en la misma dirección, pero no fue capaz de ver nada. Se levantó y caminó hacia la cubierta de proa.

—Muy pocas personas están al corriente de nuestro lugar de destino —dijo Uchate, de repente—. De hecho, sólo unos cuantos solitarios y los Nibuüm. Incluso los altos sacerdotes creen que el Pilar de la Veracidad es un mito. Es mejor que siga siendo así.

Asayinda no sabía qué decir, pero Uchate siguió hablando, sin esperar respuesta.

—No cabe duda de que se trata de un fenómeno inaudito. ¿Qué pescador o qué patrón haría una incursión semejante en las Aguas Negras, a cuatro días de navegación de la costa norte de Lan-Gyt? ¿Quién se atrevería a aventurarse tan lejos en la inmensidad de la nada?

Asayinda no hizo ningún comentario. Uchate apoyó una mano huesuda sobre su brazo. El segundo sacerdote no le gustaba demasiado, pero le pareció de mala educación retirar el brazo. Pensó que ese gesto de confianza era inoportuno.

—Únicamente los Solitarios expertos son capaces de llegar hasta aquí, sin miedo a los espíritus de las Aguas Negras o las tormentas —prosiguió, apretándole el brazo con fuerza—. Sería, además, un miedo infundado, puesto que están protegidos por el Señor de las Profundidades.

Asayinda no sabía qué hacer, así que se limitó a asentir con la cabeza. Por primera vez desde que había llegado a Yle em Arlivux, se preguntó si Uchate se refería a la misma fe. Cambió de postura, pasando el peso de su cuerpo al otro pie, y tanteó en busca de la barandilla. Eso le dio la oportunidad de liberarse de la mano que le apretaba el brazo.

Uno de los Nibuüm llamó su atención mientras señalaba algo.

Uchate y Asayinda miraron atentamente en la dirección indicada Un grupo de nubes de formas extrañas se distinguía en el horizonte. Asayinda se sintió atraída por la más oscura. De repente se dio cuenta de que se trataba de un objeto sólido; una estrecha silueta que iba del mar a las nubes. Tenía que ser un monumento o un pilar de enormes proporciones.

—¿Se trata de un fenómeno natural? —se preguntó en voz alta.

—El dulse no lo cree así —dijo Uchate—. Espera a ver las señales.

Aernold hizo aparición en cubierta ataviado con una toga verde oscura de finísima seda adornada con runas doradas y ribeteada por una hilera de medallones de cobre. Rodeaba su cuello un gran amuleto de plata con una runa desgastada en forma de círculo. Había una luz dorada en sus ojos, como si hubiera vuelto a la vida repentinamente.

Susurró algo a uno de los Nibuüm y lanzó una mirada fugaz al pilar. Después examinó el cielo, tiznado por unas cuantas nubes grises. El viento del oeste arreció y empezó a ulular alrededor del pilar.

El Solitario de Arlivux rectificó el rumbo para rodear el pilar trazando un amplio círculo. Pasó algún tiempo antes de que pudieran distinguir el pilar con más detalle. La superficie de la columna que se alzaba hasta el cielo parecía tallada en una piedra de color gris oscuro y presentaba muchas estrías. Al acercarse desde el nordeste, Asayinda pudo ver unas cuantas rocas planas y un embarcadero de aspecto abandonado. Esos elementos le ofrecieron un punto de referencia para hacerse una idea del descomunal tamaño de la columna. Allí donde el pilar se aposentaba sobre las Aguas Negras, su diámetro era como mínimo de quinientos metros. A medida que ganaba altura, el diámetro disminuía gradualmente; aun así, en el punto en el que desaparecía entre las nubes debía de tener por lo menos trescientos metros de ancho.

—El pilar está cubierto de runas escritas en el idioma antiguo —dijo el dulse, que estaba entonces a su lado—. He podido descifrar algunas de ellas, pero no tengo los conocimientos suficientes del idioma antiguo y las runas.

Asayinda observó la superficie salpicada de marcas del pilar.

—¿Por qué se llama el Pilar de la Veracidad? —preguntó.

El dulse profirió una ronca carcajada.

—Ya lo verás.

—Pero ¿de qué se trata, dulse? ¿Tienes idea de cómo se construyó, de cómo llegó a existir? ¿Qué altura tiene? ¿Y por qué está ahí, en medio de las Aguas Negras?

El dulse respondió con la mirada perdida al frente y una vaga sonrisa en los labios.

—Mis conocimientos son los mismos que los tuyos —dijo misteriosamente y sin añadir nada más.

Aernold se volvió hacia los Nibuüm y gritó una orden en un idioma desconocido para Asayinda. El navío corrigió el rumbo hacia el embarcadero.

En el norte, las oscuras nubes se desprendieron del horizonte y se reunieron para formar una enorme nube negra.

Asayinda señaló la agrupación. El dulse se encogió de hombros.

—Aquí siempre hay espectadores —comentó de nuevo de forma enigmática.

»Están preparando el terreno para su Señor —añadió tras una pausa, con un tono de voz cargado de una extraña emoción.

Asayinda no fue capaz de determinar el estado de ánimo del dulse.

Examinó la nube que parecía mantenerse inmóvil en el aire sobre el horizonte. ¿Acaso contenía espíritus u otras clases de criaturas? Intuía que el dulse no respondería a esa cuestión.

El pilar seguía creciendo ante sus ojos. Asayinda miraba estupefacta. Intentó encontrar el adjetivo más adecuado para describirlo, pero sólo se le ocurrió definirlo como «imponente». Se sentía como si un dios misterioso la estuviera mirando desde lo alto. Por primera vez, sintió que había una entidad en el interior de la columna. Entonces, podía apreciar las marcas que cubrían por millares el Pilar de la Veracidad como inverosímiles huellas digitales.

Los Nibuüm consiguieron atracar el Solitario de Arlivux justamente a lo largo del embarcadero, a pesar del traicionero oleaje y el viento en contra. El dulse saltó a tierra y ayudó a Asayinda a desembarcar. Hizo señas a Uchate de que permaneciera a bordo, y acompañó a la Dama del Alba hasta el pilar.

Sus togas flameaban con el viento, como si estuvieran luchando por escapar de los cuerpos a los que cubrían. Los largos tirabuzones negros de Asayinda también bailaban con las ráfagas. A medida que se acercaban, Asayinda podía percibir cada vez con mayor intensidad la presencia que dominaba no sólo la columna, sino también su entorno inmediato.

El pilar está vivo —dijo el dulse repentinamente en el lenguaje de la mente.

De todos modos, su voz no podía haberle escuchado por encima del ulular del viento, que los zarandeaba procedente de todas direcciones. Era como si algo intentase detener su avance.

Por fin, alcanzaron el lado de sotavento del pilar.

¿Por qué estoy aquí? —preguntó de nuevo.

Para aprender —respondió el dulse inmediatamente—. Para entender mejor, o tal vez para comprender los pensamientos y las acciones de algunas criaturas.

Se encontraban justo enfrente del pilar. La piedra parecía tosca, llena de marcas y asperezas. Las runas estaban bien definidas, como si acabasen de ser talladas. El olor del musgo marino silvestre, las algas, la sal y la piedra antigua parecían envolverla.

¿Cómo aprenderé? —preguntó Asayinda en el lenguaje de la mente.

Pon tu mano sobre el pilar —respondió el dulse— y pregunta por qué esta construcción recibe el nombre de Pilar de la Veracidad. Ha llegado tu turno. Debes hacer esto por ti misma.

Con esas palabras, salió de su mente y retrocedió unos cuantos pasos para alejarse de ella.