Recuerdo acontecimientos y actos que no he podido haber experimentado porque yo no estaba allí cuando sucedieron. Grabadas en mis retinas hay imágenes de islas en las que nunca estuve, montañas que nunca escalé y ríos que nunca crucé en esta vida. He hablado con personas muertas hace tiempo, y con otras que ni siquiera han nacido. He practicado la magia, y sin embargo no consigo realizar el hechizo del Viento Fragmentario Despejado.
A KARAMBUL DE VEER,
La verdad es falsedad
Estaba tendido como un insignificante trozo de madera arrastrado por el mar hasta una playa que se extendía durante kilómetros. Le picaban los ojos y tenía la boca llena de sal y arena. La fetidez penetrante de las algas putrefactas dificultaba su respiración. Su mano derecha seguía aferrando un tablón de madera. Levantó la cabeza y escupió arena. El sabor salado persistía y le dolía la cabeza.
Cerró los ojos unos segundos. Al abrirlos, poco a poco, fue examinando su entorno. Las refulgentes olas del mar, que aparentemente le habían llevado hasta allí, se extendían hasta donde le alcanzaba la vista. Por lo que pudo ver, la playa dorada estaba sembrada de algas, conchas y restos de naufragios. Había estudiado la geografía de las islas, pero no podía reconocer el lugar.
Se incorporó con ayuda de las manos y se dio la vuelta. A varios kilómetros de distancia, donde acababa la playa, vio el contorno de una isla de grandes dimensiones. Más allá de la playa y de las dunas, la sombra de una cadena montañosa ocupaba el horizonte en su totalidad. Si no erraba el cálculo, nunca antes había visto montañas de semejantes dimensiones en Romander.
Intentó recordar lo sucedido, pero su mente no podía proporcionarle más información de la que había recabado desde que había abierto los ojos. Por supuesto, se acordaba de su nombre; era Lajte de Span. La sorpresa y la duda acompañaron ese pensamiento. ¿Se trataba de sus propios recuerdos? Le asaltó otro pensamiento: había escapado. ¿Escapado? ¿De qué? Su mente no era capaz de darle respuestas.
Había ido a parar a una orilla lejana; eso era todo lo que sabía.
Necesitaba beber. Su garganta se le antojaba la hoja todavía sin afilar de una espada recién forjada. Se levantó, no sin cierta dificultad, para descubrir que se había golpeado el tobillo izquierdo. Su túnica presentaba rasgaduras y tenía arañazos en brazos y piernas. La arena le hacía daño.
Extrajo algunas conchas y astillas de sus ropajes mientras examinaba el entorno. No había nadie a la vista. Le pareció ver un sendero sinuoso que se abría paso entre dos dunas. Cuando empezó a avanzar cojeando en esa dirección, se dio cuenta de lo cansado que estaba. Recordaba de forma vaga haberse aferrado desesperadamente a lo alto de un mástil que todavía conservaba parte de la jarcia y de un penol. Habían transcurrido medio día, una noche y otro día más.
Un nuevo recuerdo emergió. Cuando había estado a punto de darse por vencido, al final del segundo día, decidido a soltar la tabla y sumergirse en las profundidades del mar, había visto tierra en el horizonte. Al comprobar que la corriente le llevaba hacia ella, había hecho acopio de sus últimas fuerzas, pero su desesperación aumentó de nuevo a la vista del agitado oleaje. No recordaba cómo había atravesado las olas y sobrevivido. Tal vez sus dedos se aferraron con tanta fuerza a la madera que había perdido el conocimiento.
Miró alrededor. No había ni rastro del mástil. Tropezó, gimiendo de dolor. Lo que le había parecido un camino probablemente era una senda abierta por los animales que habitaban en las dunas. Puesto que no había ningún otro sendero a la vista, decidió seguirlo. Al llegar al punto más alto, vio que las dunas se extendían sin fin en la distancia. Allí no crecía nada, ni siquiera el barrón. Indagó de nuevo en su memoria, pero no sabía de ninguna isla con tantas dunas. Loh era conocida por tener la mayor franja de dunas, las Dunas Medias, pero ese desierto parecía extenderse hasta el pie de las montañas. Se sentía confuso.
De repente, su memoria le ofreció un nombre distinto para designar a Loh: Dyn Eseyliun Nuve. El sonido de esas palabras despertó la melancolía en su interior. Al mismo tiempo, no podía comprender cómo es que no lo había sabido antes.
El siguiente pensamiento que asaltó su mente le hizo marearse, hasta tal punto que sus rodillas empezaron a flaquear. Apenas tuvo tiempo de apoyar las manos en la arena para no caer de bruces.
¡Su nombre era Lethe, no Lajte! Lethe Welmson, Lethe de Loh, el No Mago.
¿Qué le estaba sucediendo?
De pronto, se preguntó si no se le estaría ofreciendo la oportunidad de empezar de nuevo en ese lugar. ¿Y si renunciaba a su nombre? ¿Y si adoptaba ese otro nombre, Lajte? ¿Podría, entonces, eludir su destino?
Se incorporó trabajosamente. Al apoyar el tobillo, el dolor le hizo encorvarse; empezó a toser hasta que se le agarrotó la garganta y se lastimó los pulmones.
«Agua», pensó; tenía que encontrar agua. Ascendió a la cima de la siguiente duna. Al principio no vio las siete piedras, dispuestas cuidadosamente una al lado de la otra. Era la primera señal de la existencia de vida. Se arrastró cojeando hacia ellas.
Se trataba de lápidas: piedras de tamaño natural de basalto gris. Al examinarlas más de cerca, pudo ver runas grabadas sobre ellas. No podía reconocer ningún elemento de la lengua de Romander o de cualquier otro idioma antiguo de los que conocía. Algunas runas le eran familiares, pero no fue capaz de descifrar el texto. En algunos casos, estaban tan erosionadas que apenas eran visibles. No parecía que nadie hubiera estado allí recientemente. Empezaba a tener la sospecha de que había arribado a una isla desierta. Dejó atrás las lápidas y siguió avanzando trabajosamente hacia el interior, en busca de agua. El silencio, enmarcado en el susurro del distante oleaje, hablaba de un mundo desierto. A Lethe se le antojó que nadie había estado allí desde hacía siglos.
Una criatura semejante a una rata se arrojó a su guarida con un bufido y una risita ahogada; en la distancia se oyó un ruido sordo. Desde las alturas llegó hasta él el grito de una águila.
—Auc, auc.
Miró hacia arriba. La rapaz estaba suspendida en el aire justo por encima de él, como si se dispusiera a cazar. Al desviarse hacia la izquierda para esquivar el azote de la arena de una duna, el animal chilló de nuevo. Lethe volvió la vista hacia el cielo. El ave se dirigía planeando hacia la derecha. Parecía como si le estuviera indicando la dirección a seguir. Lethe se encogió de hombros y continuó caminando. De nuevo, el animal profirió otro grito, esa vez más estridente y claramente dirigido a él.
—¿Qué quieres? —murmuró Lethe.
El recuerdo vago de haber tenido un encuentro anterior con una ave se abrió paso a través del bloqueo de su memoria.
¿Mirada Rasuradora?
Su mente intentó llegar al animal, pero topó con una defensa impenetrable. No encontró una sola ranura, como si el animal se negara a entablar una conversación con él en el lenguaje de la mente. Desilusionado, Lethe se retiró. Tal vez se trataba de otra águila.
Decidió confiar en la posible advertencia y giró en la dirección contraria. Superó la cresta de una duna e inmediatamente vio un camino a su derecha. No era más que un angosto sendero, pero parecía demasiado ancho como para ser transitado únicamente por animales. El camino avanzaba sinuoso entre las dunas, paralelo a la playa. Después, se desviaba bruscamente hacia el interior. Miró hacia arriba, pero el águila había desaparecido. Le pareció una buena señal.
El paisaje fue cambiando gradualmente; el suelo que pisaba era cada vez más consistente. Presintió que podría encontrar un manantial o un arroyo en aquel paraje ondulado de colinas. Volvía a sentirse mareado y tenía la garganta reseca. De no encontrar agua en seguida, se desmayaría y probablemente nunca más volvería a despertar.
A lo lejos pudo distinguir la entrada a un amplio valle. Al acercarse, vio una acequia rodeada de helechos. A sus oídos llegaba el ruido del agua. Se abrió paso como pudo entre los helechos y se desplomó sobre sus rodillas para beber el agua helada y transparente a grandes tragos, hasta que le dolió el estómago.
Le pareció oír un ruido detrás de él. Se incorporó para girarse velozmente en aquella dirección.
—Ha sido necesario mucho tiempo, Lethe —dijo la figura, cuya silueta se recortaba a contraluz en un tono gris—. Has tardado mucho tiempo, pero aquí estás, finalmente.
La voz era oscura y ronca.
El sol desapareció detrás de una voluta de nubes, suspendida en medio del raso cielo azul como un toque pictórico. Eso le permitió ver mejor a la figura. Se trataba de un hombre apoyado sobre un báculo de madera retorcida de sauce. Su empuñadura dorada le resultaba familiar. ¿Acaso había soñado algo parecido? Era incapaz de recordar. Sus ojos penetrantes, de un color indefinible, la barba de longitud mediana, los cabellos, que le tapaban en parte los ojos y se esparcían después sobre la capa de color púrpura, el cuello de piel de lobo y el cubrecabezas; había visto todo eso antes, pero ¿dónde?, ¿cuándo? ¿Qué edad debía tener ese hombre?
Estaba a punto de preguntarle algo cuando el hombre se enderezó, y haciendo ademán de alejarse de él, le ordenó por encima del hombro:
—Sígueme.
Durante un minuto, Lethe no se movió, considerando la posibilidad de dejar que ganara su tozudez. Pero la curiosidad pudo más. Siguió al hombre cojeando.
—¿Quién eres? —le preguntó al llegar a su altura, haciendo acopio de todo su valor.
El hombre siguió caminando en silencio, con la espalda encorvada y el cuello de su capa balanceándose al ritmo de sus andares. A cada paso, apoyaba el báculo delante de su pie derecho. Abandonó el sendero y caminó entre la escasa vegetación que crecía en las colinas como un experimentado explorador.
Muy pronto, las colinas fueron ganando altura. El hombre se introdujo en un pequeño valle; había un extraño edificio en el lugar en que la llanura se cerraba. La torre se parecía a otra que ya conocía. «La Torre del Viento», susurraba su propia mente. Como mínimo tenía cien metros de altura y aparentemente sólo se elevaba unos cuantos metros por encima de las colinas. El edificio desde el que se erigía la torre consistía en una ancha cúpula de baja altura, de mangiet negro, que presentaba una ranura larga y curva. Lethe no pudo ver la entrada por ningún lado.
El hombre se volvió hacia él bruscamente.
—Llámame Dyvoce. Soy tu primer maestro, aunque no el más importante. Ese honor le corresponderá a Dargyll de los Abismos. En realidad, mi cometido finalizó hace ya nueve mil años, pero he estado esperándote todo ese tiempo, aquí, en la Orilla Lejana.
Lethe parpadeó. Todas sus preguntas quedaron en segundo plano ante el estupor que le provocaron las palabras de Dyvoce. Pero el hombre no le dio tiempo para pensar. Hizo señas a Lethe y se dirigió hacia la cúpula. Alzó el báculo.
—Luïmen thayarg semfyduoren —murmuró.
En sus muros, a más de tres metros de altura, aparecieron líneas compuestas por runas incandescentes. Lethe las miró entrecerrando los ojos. También había visto eso antes. Un ruido como el de un gong retumbó por todo el valle. Se abrió una entrada, del tamaño justo para permitir el paso de un ser humano. Dyvoce entró en la cúpula; Lethe le siguió. Una vez en su interior, Dyvoce utilizó el báculo. Con un solo gesto, la abertura volvió a cerrarse silenciosamente tras ellos, sin dejar rastro.
Durante los primeros segundos, Lethe no pudo ver nada. Sintió que Dyvoce le guiaba de la mano hacia el interior.
—Estamos en el interior del Sacras —oyó que decía Dyvoce a su izquierda. Su voz denotaba un gran respeto—. Por lo que yo sé, hay quince de estas estructuras con forma de cúpula en el reino, pero ésta es la de mayor tamaño.
La vista de Lethe, poco a poco, se fue acostumbrando a la extraña luz marrón que titilaba constantemente y dificultaba la visión nítida de los contornos de las esculturas que había ante él.
—¡Qué color tan extraño! —dijo Dyvoce—. ¿Cómo lo describirías?
Lethe no tuvo tiempo de responder.
—Las esculturas que ves ante ti representan a Atei Wyr'icylem, Day, Sa'ombor y Thervuïlece, los cuatro dioses de los vientos, venerados en nuestras islas durante siglos. Pero casi todo el mundo cree que se trata de meros símbolos, y no de dioses vivientes.
Dyvoce hizo una pausa. Lethe percibió su mirada sobre él.
—Ése es un error generalizado, al igual que la creencia de que el mar de la Noche limita por el otro lado con la nada.
Se trataba de noticias abrumadoras. Dyvoce hablaba como si eso no tuviera importancia, y sin embargo, había echado por tierra el concepto que Lethe tenía del mundo. Intentó procesar la información y modificar su perspectiva del reino de Romander, pero aquellas palabras habían suscitado la aparición en su mente del desequilibrio y el vértigo.
—La no magia tiene algo que ver con todo esto.
Lethe ladeó la cabeza. Por primera vez, observó detenidamente a Dyvoce; había algo familiar en el rostro de aquel hombre. Éste alzó las cejas.
—¿Con los dioses, o con el mar de la Noche? —preguntó—. ¿O acaso te refieres al color?
Una vaga sonrisa dividió el rostro de Dyvoce.
—En todo caso, ésas no son las preguntas pertinentes —susurró—. Deberías haber mencionado las lápidas.
Una luz pálida brilló alrededor de él. De pronto, volvió a reinar la oscuridad más absoluta, y Lethe sintió que se deslizaba fuera de la mente de Lajte. En el límite de su conciencia, súbitamente comprendió por qué su nombre era Lethe y Lajte al mismo tiempo.
Lethe se encontraba tendido en el suelo del pasadizo de la cueva con los ojos cerrados. Su respiración era tan superficial que Pit y Dotar se turnaban para comprobar que seguía con vida. Pit inmediatamente supuso que Lethe se había sumido en una larga e intensa visión. C Convenció a Dotar de que debían esperar hasta que volviera en sí.
Aprovecharon la espera para dormir por turnos.
—Tan sólo podemos esperar unas cuantas horas —dijo Dotar, repentinamente—. Se nos están acabando las provisiones.
Oyeron ruido de pasos detrás de ellos. Dotar lanzó una mirada a la espada que pendía del cinto de Lethe, pero Rax no indicó la presencia de una amenaza. El regulador, sin embargo, desenvainó la espada.
—¿Quién anda ahí? —gritó.
—Marakis y Gaithnard.
Simultáneamente, los dos hombres emergieron de la oscuridad. Todavía sorprendido, Dotar enfundó la espada. Pit profirió un grito de alegría.
Se saludaron calurosamente.
—¿Cómo nos habéis encontrado? —preguntó Dotar.
—Gracias a los sellos, y a cierta dosis de suerte —dijo Marakis.
Pit señaló hacia donde estaba Lethe.
—Creo que está teniendo una visión. Estamos esperando a que despierte.
Marakis asintió con la cabeza.
—Hemos encontrado un cadáver en el camino. Al principio, temíamos que fuera uno de vosotros. ¿Era un regulador?
—Era Steyn, un aprendiz de regulador —confirmó Dotar.
—Descubrimos que os estaban siguiendo y vinimos en vuestro auxilio, pero por lo visto no necesitáis ayuda.
—Fue pura suerte —dijo Dotar, mostrándoles el brazo herido—. Lethe miró hacia atrás en el momento justo. De no ser por él, habríais encontrado tres cuerpos, y Steyn seguiría con vida.
Pit y Dotar les pusieron al corriente de sus aventuras. Cuando estaban a punto de describir lo sucedido en la cúpula, Lethe emitió un suspiro y recobró el sentido. Se puso en pie y miró a los demás, confuso.
—Estaba soñando. Tengo la sensación de haber aprendido mucho, pero no recuerdo nada. Quizá mi memoria almacena todos esos sueños y, quién sabe, tal vez resulten útiles más adelante.
Al pronunciar esas últimas palabras había un dejo de duda en su voz.
—Regresemos —añadió.
Emprendieron la marcha a paso ligero y llegaron a la cámara de la cueva tras media jornada de viaje agotador. Poco después, emergieron a la superficie en las proximidades de la Torre del Viento. A juzgar por la altura del sol, debía de ser mediodía.
Matei y Llanfereit seguían trabajando en el exterior. Al ver que regresaban los cinco sanos y salvos, se mostraron exultantes de alegría. Tras cambiar sus ropas por otras secas en la posada, todos se reunieron en el comedor.
—Hemos recopilado todas las Inscripciones —dijo Matei—. Eso significa que nuestra labor en las islas Espejo ha terminado. Llanfereit y yo, sin embargo, no hemos permanecido ociosos mientras vosotros estabais en la cueva. Creemos que debemos ir en primer lugar a las Rompientes Exteriores, y después a Lan-Gyt, con la mayor prontitud. Conociendo al capitán Wedgebolt, seguramente nos estará esperando en Haramat. Pediré al mesonero que nos reserve un pasaje para Haramat en el primer barco.
Matei tenía razón. Cuando el primo de Stander les dejó en Haramat a la mañana siguiente, desde lejos avistaron el Astuta Cuchilla de los Nueve Mares; seguía atracado en el mismo lugar en el que se habían despedido de él hacía dos semanas.
Se saludaron afectuosamente. Wedgebolt no hizo ningún comentario sobre el precio del pasaje ni sobre los nuevos pasajeros.
Gaithnard insistió en que deseaba pasar algún tiempo con Adwyne, su madre, pero antes de que anocheciera zarparon hacia el norte, entre Tyl y la isla oriental. Cuando la noche cayó sobre el mar, los contornos de las islas Espejo desaparecieron de la vista.
Al día siguiente, por la noche, navegaban entre las islas Espejo y Fang. Lethe, Pit, Matei y Llanfereit se encontraban en el camarote de este último examinando las runas que habían copiado en la cúpula. Tras arduos esfuerzos, casi habían conseguido descifrarlas.
—Efectivamente, se hace mención a un pergamino —dijo Llanfereit mientras daba unos golpecitos sobre el papel lleno de garabatos y de notas—. Eso confirma el descubrimiento de Tulsië.
—La Orilla Lejana —susurró Matei—. En una ocasión leí algo sobre un territorio tan grande como el reino entero, que recibía la denominación de «Orilla Lejana». Siempre había creído que se trataba de una leyenda, una de tantas en las que se habla de países sumergidos y de islas al otro lado del mar de la Noche. Pero estas informaciones indican que hay algo más.
—Pero ¿dónde se encuentra la Orilla Lejana? —preguntó Pit mientras deslizaba el dedo sobre el mapa del reino de Romander; acabó el recorrido, de forma involuntaria, al norte de las Rompientes Exteriores.
—Conozco la Orilla Lejana —dijo Lethe, pensativo—. Tal vez aparecía en alguna de mis visiones. He visto imágenes de una playa y montañas en la distancia. Eso es todo lo que sé.
Se hizo el silencio. Matei puso la mano sobre las notas.
—Un pergamino oculto en la tumba de una mujer Nibuüm. No hay nada que indique que el autor fuese Randole, pero sabemos que contiene su firma. Hemos recorrido caminos casi desconocidos para descubrir que tal pergamino existe. Las referencias crípticas y secretas se asemejan a los vestigios en el tiempo de Randole, pero lo que todavía no sabemos es dónde se encuentra ese territorio, y si realmente existe un monumento funerario en honor de una mujer Nibuüm.
—Oscura —murmuró Lethe.
—¿Qué has dicho? —preguntó Matei, asombrado.
Lethe le miró confuso.
—No lo sé. La isla de Oscura me viene a la mente una y otra vez, pero no sé por qué.
Llanfereit suspiró.
—Hoy no llegaremos a ninguna conclusión. Todavía nos faltan pistas. Confiemos en poder encontrarlas más adelante.