Resulta difícil creer en lo que tradicionalmente se ha considerado como un mito. Después de todo, la incredulidad es sinónimo de la cerrazón de la mente humana a las múltiples señales y posibilidades contenidas en un mito.
Yo veo la incredulidad como pura desidia, ociosidad, falta de imaginación. Es una manera estúpida de negar toda clase de perspectivas inspiradoras. El no creyente no tiene necesidad de profundizar en la perspicacia de su mente. Se regodea en su escepticismo y, desde su confortable trono de autocomplacencia, critica a aquellos que tienen el valor de usar su imaginación. En ese sentido, la fe deja abierta la puerta a multitud de posibilidades al considerar la duda como un punto fuerte.
Cada cierto tiempo, algún científico descubre que un mito es mucho más que la idealización de un suceso histórico, o la mitificación de una figura de un pasado lejano. Sin embargo, incluso el descubridor descarta sus conclusiones al considerarlas como una coincidencia, como la excepción que confirma la regla. En realidad, lo que sucede es, simplemente, que el investigador no se atreve a afrontar las burlas de sus colegas.
Tomemos el ejemplo de los dragones. A medida que en la memoria colectiva se desvanece el recuerdo de sus impresionantes cuerpos, la insoportable fetidez de su aliento, su majestuoso vuelo y la grandeza de sus polémicas hazañas, crece el tono de sorna de aquellos que consideran las historias sobre Llyme Yonch Grandhsen, con su magnífica apariencia, y de los Suükhants, sus oscuros homólogos, como meras leyendas.
Admito que la investigación de los mitos basada en la fe conlleva el riesgo de abusar de teorías y posibilidades románticas, pero el incrédulo debe hacer frente a un peligro de idéntica envergadura: el hecho de que su escepticismo rechaza, a través de la razón, cualquier vestigio de verdad.
Lo sé: a menudo me han tachado de poco científico, de viejo loco.
Y efectivamente lo soy.
Pero yo considero mi insensatez como un título honorífico, como una sana terapia frente al escepticismo que ha sojuzgado a demasiados de mis coetáneos. Esa enorme reticencia reprime toda estrategia para descubrir revelaciones inspiradas.
WIRTER GYLF DE DEEMSTER,
Fragmentos de los escritos de Cuensins,
capítulo 5 «Rechazo del Incrédulo», año 6108
A Dotar no parecía molestarle la herida. Avanzaba a paso ligero; a Lethe y Pit les costaba mantener el ritmo. Al rato, llegaron a un cruce. Ante ellos, el corredor que venían siguiendo se había derrumbado en parte. Pero no pudieron encontrar nada parecido a un sello en ninguno de los otros pasadizos.
—Supongo que el sello debe de estar bajo los escombros —dijo Pit, titubeando.
Lethe observó el pasillo.
—Comprobemos los demás pasadizos de nuevo —replicó—. Si no encontramos nada, eso significa que debemos seguir avanzando por el mismo corredor.
No hallaron ninguna marca en los pasadizos laterales, de modo que decidieron entrar en el corredor cuyos muros se habían desplomado. Cuando Lethe apenas había avanzado dos pasos, se oyó el canto de Rax, que volvía a brillar con un resplandor azulado.
—Sea cual sea el peligro, se encuentra justo ante nosotros —dijo con desánimo—. Si por lo menos estuviéramos seguros de que ésta es la opción correcta…
Se detuvo para mirar a Pit por encima del hombro. La muchacha se encogió de hombros. Después, tomó una decisión.
—Sigamos adelante. Sería muy ingenuo creer que es posible luchar contra algo tan impalpable como la magia incolora sin tener que afrontar ningún peligro.
Dotar los adelantó con sigilo.
—Yo iré delante —dijo—. Las probabilidades de un ataque por la espalda son mínimas. Si confiamos en tu espada, la posible amenaza se encuentra ante nosotros.
El corredor había cambiado de aspecto: sus muros habían sido excavados más burdamente y presentaban piedras negras intercaladas. Gotas de agua resbalaban por las paredes. Aparentemente sólo se había desplomado la entrada del pasadizo, lo cual les hizo entretenerse. El hedor agrio y penetrante era más intenso a medida que avanzaban. A intervalos regulares, Lethe desenfundaba su espada para comprobar si el resplandor había ganado intensidad, pero la hoja seguía emitiendo una tenue luz azul. El zumbido había cesado, y había sido reemplazado por una leve vibración.
En una ocasión creyó percibir, a lo lejos, algo parecido a un grito. Pero cuando se detuvieron para oír mejor, lo único que les llegó fue el repicar de las gotas de agua en el suelo. Tuvieron la impresión de que el corredor empezaba a descender ligeramente. La luz de la vela, la quinta que habían utilizado hasta el momento, no era capaz de disipar la oscuridad que se extendía ante ellos. Por primera vez, Lethe tuvo una sensación claustrofóbica, pero se negó a dejarse vencer por ella. Se toparon con tres pasillos laterales más, pero no encontraron ninguna señal, por lo que siguieron avanzando.
Llegados a un punto concreto, Dotar se cuestionó en voz alta si habían hecho la elección correcta. Lethe no quería admitir que para entonces también le había asaltado la duda.
—Seguiremos avanzando —dijo, resuelto—. Estamos en el buen camino.
Su propia determinación le sorprendió.
El pasadizo finalizaba en una bifurcación. Pit fue la primera en descubrir la Inscripción en uno de los muros. Era un símbolo acompañado por una flecha que apuntaba a la izquierda.
—Conozco este símbolo —dijo—. Es uno de los que contiene la última Inscripción que no hemos sido capaces de descifrar. —Extrajo sus notas de la bolsa de Lethe—. Aquí: «… runas que llevan a (palabra desconocida)». La palabra desconocida es la misma.
—¿Debemos desviarnos a la izquierda, o justo lo contrario? —preguntó Dotar—. Tal vez ese símbolo representa al Oscuro y ha sido grabado aquí como una advertencia.
—No veo ningún sello —añadió Pit—. Ésta es la única marca que indica una dirección. Además, el texto dice que hemos de seguir las marcas. Creo que deberíamos tenerla en cuenta.
Ambos dirigieron la mirada hacia Lethe.
Éste tenía los ojos fijos en un punto, justo delante de sus pies, donde se estaba formando un charco. La decisión volvía a recaer en él, pero no sentía nada, y nada en absoluto. Un vacío infinito inundaba su ser. En esa nada, lo único que llegaba a sus oídos era el repiqueteo constante de las gotas de agua salpicando en un charco. Su pensamiento seguía el ritmo. El ojo de su mente tomó el mando y el cavernoso pasadizo se esfumó.
Al principio, la visión estaba llena de oscuridad, pero poco a poco se dio cuenta de que lo que parecía ser una intensa negrura, en realidad, era una luz tan brillante que su existencia resultaba imposible. Al mismo tiempo, sintió que estaba pensando y observando en distintos niveles. En uno de ellos encontró un fenómeno que le sorprendió. La percepción de que la noche negra como el mangiet se había transformado en un sol radiante llegó de forma inesperada. Pero en otro nivel, haciendo acopio de conocimientos que iban más allá de los contenidos en su propia mente, Aquello le pareció algo evidente.
En un tercer nivel, más cercano a él, detectó una forma que se recortaba en la blancura. Sus contornos le recordaban las imágenes de los famosos y míticos dragones que decoraban las paredes del Instirium. En su memoria, éstos aparecían como criaturas de increíbles proporciones, llenas de orgullo, montadas por paladines, en proporción, de tamaño diminuto. Durante mucho tiempo creyó que se trataba simplemente de criaturas mitológicas, hasta que el myster Jen le insinuó en una ocasión que aquellos seres habían existido realmente.
De forma gradual, la figura del animal era cada vez más visible sobre el fondo luminoso. ¿O acaso era la luz la que perdía intensidad? De pronto, se vio a sí mismo sobre un afloramiento rocoso; jirones de niebla pasaban a su lado como aves salvajes. El dragón permanecía inmóvil en el aire, justo por encima de la superficie del agua, aleteando torpemente con sus poderosas alas. Observó sus refulgentes escamas; parecía que acabase de salir del mar. Brillaban con tanta intensidad que Lethe entrecerró los ojos. En el lienzo negro de sus retinas veía las escamas del tamaño de un puño como fragmentos de la corteza de un árbol gigante. Sólo entonces pudo apreciar las inmaculadas piedras preciosas que adornaban cada una de las escamas.
Se quedó atónito. Justo antes de volver a la oscuridad pudo observar los matices negros de las piedras preciosas por todo el cuerpo del dragón. ¡Piedras ornamentales! En una ocasión había leído una historia en la que se mencionaba esa clase de piedras. Todo el mundo creía que las historias sobre dragones con escamas cubiertas por piedras ornamentales eran pura fantasía. Si la visión era cierta, ¡esas criaturas eran reales!
Por primera vez se percató de que el ojo de su mente percibía todo a menor velocidad de la real. El batir de alas del dragón sonaba como el retumbar prolongado de un trueno. Con cada aleteo, se producía un estruendo atronador. Sus ojos de color marrón grisáceo (del tamaño de la vela henchida de una embarcación de pesca) le observaban desde las protuberancias de su frente verde oscura.
La cabeza del dragón se inclinó hacia Lethe. Durante largo rato, se hizo visible una enorme piedra ornamental en el centro de la cabeza. Después, la luz volvió a cubrirlo todo. Asustado, Lethe retrocedió y pudo constatar que no le afectaba la ralentización del tiempo. Eso lo tranquilizó y ahuyentó el miedo que desde el principio fluía por sus venas como las aguas heladas de un torrente. Comprobó que el animal tenía el tamaño de una goleta de dos gavias como mínimo. No, era incluso más grande. De hecho, parecía un milagro que el animal pudiera mantenerse en el aire un solo instante. Había algo más: el animal rebosaba magia, y su poder se concentraba en las piedras ornamentales.
El dragón interrumpió las cavilaciones de Lethe, pues espantó su mente con suma facilidad.
—¡Iarmongud'hn, ilsey qort yrmuin!
Esas palabras interminables retumbaron en los conductos auditivos de la mente de Lethe. En realidad, se trataba de un ruido tan apabullante que el poder de aquella voz podía haber acabado con su vida. Era como si los truenos de una violenta tormenta recorrieran todo su cuerpo. El remolino de la oscuridad conquistó su conciencia. Únicamente el yo más profundo de Lethe resultó inconquistable. Furioso, Iarmongud'hn arremetió contra las defensas que protegían el alma de Lethe, pero no consiguió vencerlas, y después de un rato, la criatura se tranquilizó.
—¡Iarmongud'hn! ¿Ayï tuhe?
Lethe desconocía aquel idioma; sin embargo, comprendió que el animal estaba anunciando su propio nombre, Iarmongud'hn, y le preguntaba cuál era el suyo.
«Nunca digas tu nombre a menos que sea necesario —le había aconsejado el myster Jen en una ocasión—. Algunas criaturas pueden tomar posesión de tu ser cuando saben cómo te llamas». Pero Iarmongud'hn exigía conocer su nombre, y Lethe no podía defenderse.
Lethe.
Creyó haber pronunciado su nombre en un susurro, pero sonó como una ráfaga de viento en sus oídos.
Las consecuencias fueron sorprendentes. Iarmongud'hn enloqueció de repente. Se quedó boquiabierto y, a continuación, profirió un furioso bramido, en el que Lethe creyó percibir un atisbo de pánico. Entonces, el animal se retorció y se dispuso a zambullirse en la superficie (sin el obstáculo, de pronto, del tiempo ralentizado). Dio un violento coletazo en el agua y volvió a elevarse en el aire, para después caer en picado en el seno entre dos olas y desaparecer bajo el espejo negro sibilante y revuelto del mar.
La visión se desvaneció.
Volvía a reinar la oscuridad.
Lentamente, sus ojos empezaron a distinguir la gama de negros de los muros de roca.
—Iarmongud'hn —farfulló para sí mismo.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Pit, preocupada—. ¿Has tenido otra visión?
Lethe la miró con estupor. Después, asintió con la cabeza.
Dotar señaló a Rax.
—Durante tu visión, hemos oído cantar a Rax. Incluso dentro de su funda, brillaba con bastante intensidad.
Lethe le miraba sin comprender.
—Entonces, Iarmongud'hn era una presencia maligna —afirmó sobriamente.
Les contó su encuentro con el dragón.
—Tu nombre le asustó —dijo Pit—. Probablemente sabía que eras el No Mago. —Y casi sin aliento, añadió—: ¿Podría tratarse del Oscuro?
Lethe negó contundentemente con la cabeza, aunque no había ninguna prueba que refrendase su opinión.
—Debemos tomar ese camino —dijo repentinamente, mientras señalaba en la misma dirección que indicaba la flecha.
Pit y Dotar asintieron sin cuestionar su decisión. De nuevo, el regulador iba en cabeza. El pasadizo, en efecto, descendía gradualmente. El suelo era entonces de arena en lugar de roca. Durante media hora no vieron ningún desvío lateral. La arena empezaba a estar húmeda.
—Estamos al nivel del mar —dijo Pit—. ¿Qué haremos si empieza a subir el agua?
Antes de que nadie pudiera responder, llegaron a una intersección. Dotar reconoció de inmediato el sello que marcaba el corredor que se desviaba hacia la izquierda. Tras avanzar unos cuantos pasos llegaron a una escalera toscamente tallada.
—¿Quién puede haber excavado estos pasadizos? —se preguntó Dotar mientras subía el primer escalón. Lethe y Pit ya hacía rato que se preguntaban lo mismo.
Después de subir diez escalones, llegaron a una cámara con forma de cúpula, parecida a la de Cueva de Nardelo, pero ésta era mucho más grande y sus paredes labradas eran de color negro. En el centro de la sala había un enorme pozo, de unos veinticinco metros de diámetro, rodeado por un muro de mangiet gris. Lethe se aproximó al pozo, se inclinó sobre el borde e intentó iluminar su interior con la vela. Unos cinco metros más abajo, vio el reflejo negro del agua. Involuntariamente, se acordó del pozo próximo a Ak Romat. Percibió el mismo olor denso a tierra y podredumbre. Sin embargo, no temía nada. En Ak Romat, instantáneamente había percibido la presencia de una criatura observándolo, pero allí no había nada. Todo rezumaba un aire de prolongado abandono.
La espada empezó de nuevo a cantar.
—¡Rax! —dijo entre dientes Dotar.
Lethe extrajo el arma de la vaina. Una brillante luz azul inundó la habitación. No se lo esperaba. El peligro no podía provenir del pozo; entonces, ¿qué estaba sucediendo? Miró en derredor mientras Dotar empuñaba su espada y hacía señas a Pit para que le imitase. Adoptaron una posición defensiva, espalda con espalda.
La vela que sostenía Lethe en una mano se apagó de repente, el resplandor de Rax fue debilitándose hasta adquirir un tono azul pálido, y el zumbido cesó bruscamente. Un sonido parecido al de un gong llenó la cúpula. Provenía de las profundidades de la tierra y tuvo un curioso efecto sobre Lethe. Sintió que el suelo de la sala se elevaba, luego descendía, y por último, con un balanceo, volvía a su estado inicial.
Al principio, todo pareció volver a la normalidad. Después, una larga hilera de runas empezó a brillar con un resplandor rojo sobre las paredes negras de la cúpula. Lethe estaba seguro de que los símbolos no estaban allí antes. ¿Qué era aquello? ¿Una ilusión? ¿Magia? ¿Estaba teniendo una visión sin haberse dado cuenta? Parecía poco probable. Pit y Dotar seguían a su lado, observando las runas encendidas, boquiabiertos.
Eso fue todo. Por un momento, simplemente se quedaron mirando. Lethe vio brillar a Rax un instante antes de que volviera a ser una espada como otra cualquiera.
Por fin, colocó la vela en el suelo, enfundó a Rax y sacó el papel y la pluma.
—A trabajar. Fuera lo que fuera, el peligro ha desaparecido —dijo.
Pit y Dotar encendieron sendas velas para copiar las runas.
—¿Qué hacemos ahora? Ya debe de ser de noche —dijo Pit cuando terminaron.
—Regresemos —contestó Lethe con determinación—. Ahora no hay peligro, pero eso podría cambiar en cualquier momento.
Dotar también era de la misma opinión, así que todos dieron media vuelta hacia las escaleras.
—Un momento —dijo Lethe después de echar un último vistazo por encima del hombro—. Mirad.
Entonces, vieron cómo los símbolos, que habían estado encendidos en la pared como brasas ardiendo hacía tan sólo unos instantes, se desvanecían. En menos de diez segundos, los muros volvieron a ser lisos.
—¡Qué curioso! —comentó Pit—. Es como si alguien supiera que hemos terminado y que nos vamos.
Pero no acabaron ahí las sorpresas. Cuando bajaban las escaleras, oyeron de nuevo el sonido que recordaba al de un gong procedente de la sala. Detuvieron la marcha hasta que el sonido se extinguió.
—Es extraordinario —murmuró Dotar—. Nunca había escuchado nada semejante.
—Yo tampoco —dijo Pit—, y conozco bastantes formas distintas de magia.
No se produjo ningún otro fenómeno extraño, de modo que prosiguieron su camino.
Tan sólo habían caminado unos cuantos minutos cuando Lethe empezó a tambalearse. Pit, que iba detrás de él, gritó y detuvo su caída justo a tiempo.