10
El ataque

Pregunté al maestro Kraelynk cuál era su primera ley. «La concentración lo es todo —respondió tras una larga pausa—. No debes permitir que nada (en el sentido literal de la palabra) afecte a tu concentración. Es el primer precepto del gremio de los reguladores. No deben distraerte los estímulos sensoriales que nada tienen que ver con tu misión y tu entorno inmediato. He presenciado cómo los mejores reguladores han perdido su concentración al oír el trino lejano de un pájaro. Las consecuencias de algo aparentemente sin importancia pueden ser catastróficas.

»Y la siguiente cuestión, mi querido Rykael, es, naturalmente, cómo llegar a ese estado de concentración. La respuesta a esa pregunta requiere como mínimo cuatro años de dedicación».

Supongo que mientras miraba fijamente al maestro Kraelynk, la expresión de mi rostro denotaba un gran asombro, porque éste se apresuró a añadir que se refería al proceso de llegar a alcanzar la concentración suprema. Acto seguido, se dispuso a explicar los nueve pasos necesarios para llegar a ese estado.

MAESTRO RYKAEL DE FANG,

Enseñanzas de los gremios de la fortaleza

El grupo pasó toda la noche en vela intentando descifrar las runas. Los símbolos seguían bailando en sus cabezas, sin inspirar solución alguna.

A la mañana siguiente volvieron a reunirse en la Torre del Viento. Habían traído consigo cuatro viejos norays de amarre de madera de macander. En cada uno de ellos había dos agujeros. Lethe, Pit y Dotar pasaron una soga por uno de los agujeros de cada poste, y se enrollaron unos cuantos metros de cuerda alrededor de la cintura. En la bolsa hermética, Lethe llevaba una manta, papel, utensilios de escritura, una mecha, unas cuantas velas, comida y agua.

Había una ligera brisa del noroeste, pero la Torre del Viento tocaba una desafinada melodía compuesta por sonidos disonantes. Según el mesonero de El Pez Fugitivo, eso significaba mal tiempo.

—Si no regresáis en tres días, iremos a buscaros —dijo Matei.

Lethe, Pit y Dotar saltaron al agua desde la plataforma. Lethe y Pit arrastraban cada uno un poste; Dotar los dos restantes. Se volvieron para despedirse de sus compañeros, hicieron una inspiración profunda y se sumergieron. No fue nada fácil conseguir que los postes se hundieran, pero hacer que pasaran por el túnel resultó aún más difícil. Justo antes de entrar en la grieta, Lethe vio alejarse una sombra. El agua estaba demasiado turbia para determinar de qué se trataba. ¿Un pez de grandes dimensiones? Sus contornos se asemejaban más a los de una persona. Intentó quitarse esa idea de la cabeza. Probablemente sólo era fruto de su imaginación. Se concentró en lo que más le preocupaba en ese momento: arrastrar el poste por el túnel lo más rápidamente posible. En varias ocasiones, el golpeteo del poste en las paredes, entorpeció su avance. Por fortuna, esa vez había tomado más aire.

Se preguntó cómo podía Dotar arrastrar dos postes. Después de que Lethe y Pit salieran a la superficie, jadeando y tosiendo, no pasaron ni diez segundos antes de que Dotar emergiera. Parecía como si su carga no le hubiera supuesto ningún inconveniente.

Tiraron de los postes para sacarlos del agua y llevarlos hasta la cámara de la gruta siguiendo la senda. A medio camino, Lethe oyó el ruido de algo que caía en el agua. Miró a su alrededor, pero sólo pudo ver una ligera ondulación en la superficie, en las proximidades de la entrada del túnel, nada más.

Una vez en la cámara y tras haber encendido algunas velas, a Lethe le sorprendió el hecho de no haberse percatado antes del agujero en el techo. Tenía como mínimo veinte metros de ancho; era casi imposible no verlo.

—¿Por qué en el techo? —murmuró para sí mismo.

Dotar amarró los postes entre sí y reforzó los puntos de unión para hacerlos más sólidos. Después, con ayuda de su espada, practicó varias muescas en la madera. Una vez hecho esto, ató un largo trozo de cuerda a media altura de la improvisada escalera, compuesta de cuatro partes, y tiró de ella, mientras Lethe y Pit aguantaban la parte inferior y los laterales. Tras unas cuantas maniobras, la parte superior del poste quedó apoyada sobre la roca, en uno de los bordes del hueco. Después lo giraron hasta conseguir que las muescas quedaran en la parte frontal. El poste formaba un ángulo con la pared, sesgado por tres leves protuberancias. Colocaron unas cuantas piedras de gran tamaño al pie del poste para estabilizarlo. Dotar pisó sobre la primera muesca para comprobar que aguantaba su peso. Cuando se sintió seguro, tomó una de las velas y escaló ágilmente y con rapidez. A medio camino, desató el trozo de soga que había empleado para izar el poste y la amarró a su cintura.

—¡Lleva siempre algo de cuerda! Eso solía decir Kamp, mi maestro —exclamó para que sus compañeros pudieran oírle desde abajo.

Asomó la cabeza por el agujero y miró a su alrededor.

—Hay una repisa —gritó, y acto seguido escaló hacia ella.

Pit y Lethe le siguieron. En seguida los tres se encontraban sobre una estrecha cornisa que circundaba el hueco casi por completo.

En su punto central, había una grieta que parecía conducir a otra cueva o a un túnel. Se arrastraron a través de ella. Al final de la grieta, llegaron a un corredor toscamente excavado, que daba varios giros bruscos. De repente se encontraron en la entrada de un pasillo resbaladizo que se prolongaba en línea recta y desaparecía en la oscuridad reinante, más allá del alcance de la luz de la vela. Había una leve fetidez en el aire, el hedor de la podredumbre. La humedad se filtraba por las paredes. No vieron ningún corredor lateral, de modo que siguieron adelante. Cuando todavía no habían avanzado veinte metros, Lethe se detuvo para mirar hacia atrás; le pareció haber oído algo.

—Voy a retroceder un poco —dijo en voz baja—. Quiero asegurarme de que no nos sigue nadie.

Dotar le observó, atónito, pero tanto él como Pit aguardaron pacientemente a que Lethe regresara.

—Debo haber oído mal —dijo Lethe a la vuelta, mientras se acercaba a ellos.

Decidieron ahorrar velas. Sólo Lethe, que abría la marcha, sostenía una vela encendida. Avanzaron de ese modo un buen rato. No vieron ningún desvío, pero a intervalos regulares encontraron nichos excavados a poca profundidad en la roca.

Cuando la vela estaba a punto de consumirse, Lethe se la tendió a Dotar y extrajo otra de la bolsa. Falló en su primer intento de encenderla con la yesca. La primera vela se apagó, pero para su sorpresa, la oscuridad no era absoluta en la cueva. Alrededor de Lethe se vislumbraba un resplandor azulado. En ese momento, oyeron una especie de zumbido. Pit señaló la funda de Rax. Lethe desenvainó velozmente la espada. Rax cantaba en tono suave, aunque desafinado, y resplandecía con tanta intensidad que su luz era más potente que la de la vela.

—¡Un peligro! —susurró Pit—. ¡Eso significa que un peligro acecha!

Lethe miró hacia el pasadizo por el que habían avanzado.

—Tal vez alguien, efectivamente, está siguiéndonos.

Matei, Gaithnard, Marakis y Llanfereit seguían hablando en la base de la Torre del Viento. Matei les contó que la noche anterior le había parecido oír que había alguien bajo su ventana, y que había bajado a comprobarlo.

—Por supuesto, no había nadie —concluyó—. Debía de tratarse del viento.

El viento arreció una hora más tarde. Negras nubes aparecieron en el horizonte, al noroeste, como anticipo de una violenta tormenta de invierno.

—El posadero tenía razón —dijo Gaithnard—. Se avecina una tormenta.

—Regresemos a la posada —dijo Matei.

—¿Os encontró el hombre? —les preguntó Stander, el posadero, a su llegada.

—¿Qué hombre? —replicó Matei, sorprendido.

Stander frunció el ceño.

—Un joven preguntó por el muchacho, Lethe, poco después de que partierais hacia la torre. Le indiqué dónde os encontrabais.

Los ruidos de la noche anterior volvieron a la memoria de Matei. Empezaba a desconfiar.

—¿Cuál era su nombre? ¿Qué aspecto tenía?

Stander se encogió de hombros.

—Se hacía llamar Usten o Ysten. Venía de Sey Dant y llevaba un jubón verde. ¿Le conocéis?

Matei lanzó una mirada inquisitiva a los demás. Ninguno de ellos reconocía ese nombre.

—No había nada destacable en él —dijo Stander, arrugando la frente—, con la excepción tal vez de sus cejas, de color blanco, y estilizadas, parecidas a las de una mujer.

Matei abrió los ojos con gran asombro.

—¡Un regulador! —exclamó—. Nos han encontrado antes de lo que pensaba.

Gaithnard llegó hasta la puerta con cuatro grandes pasos, la abrió de un tirón y examinó el exterior.

—Nadie a la vista —gritó por encima del hombro.

—Claro que no —dijo entre dientes Llanfereit—. No es a nosotros a quienes buscan.

Matei respiró profundamente.

—En ese caso, persiguen a Lethe, Pit y Dotar —farfulló—. Debemos ir en su búsqueda.

Matei se mordió los labios.

—Y debemos apresurarnos, antes de que suba la marea. Yo no podré acompañaros; debo enviar urgentemente algunos mensajes.

—Además, tenemos que seguir intentando descifrar las runas —añadió Llanfereit—. Preferiría quedarme en tierra firme. Creo que es mejor que Gaithnard y Marakis vayan en busca de los tres.

Todos estuvieron de acuerdo. Gaithnard y Marakis aceptaron el pan y el agua que les ofreció Stander y se pusieron en camino inmediatamente después.

Al poco rato, penetraban en la cámara de la gruta. Encontraron el poste tirado en el suelo de la cueva. Una de las ensambladuras de cuerda se había aflojado. Rápidamente consiguieron repararla, levantaron el poste y escalaron por él.

—Nos llevan más de una hora de ventaja —comentó Marakis con cierto pesimismo—. No nos será fácil alcanzarlos.

Una vez que Lethe, Pit y Dotar fueron conscientes de la presencia de un peligro inminente, siguieron avanzando con más cautela. Pit iba en cabeza, seguida por Lethe y por Dotar, que cerraba la marcha empuñando la espada y mirando hacia atrás continuamente. Rax seguía brillando, pero con menos intensidad; el zumbido había ido disminuyendo gradualmente. Cuanto más avanzaban por el pasadizo, más fuerte era el olor a podrido. Transcurridos unos minutos, el resplandor de Rax fue apagándose hasta desaparecer por completo. Los tres profirieron un suspiro de alivio, aunque Lethe seguía sintiéndose incómodo.

En seguida llegaron a una encrucijada de tres corredores. Lethe exploró y olfateó los tres pasillos. Señaló hacia el que quedaba situado más a la izquierda.

—El hedor viene de allí.

—Pero ¿cuál debemos tomar? —preguntó Pit.

—Si hemos sabido interpretar el texto correctamente, debería haber sellos o marcas —respondió Lethe, que avanzó por el corredor de la derecha como movido por un impulso. Bajando el tono de voz, añadió—: Creéis que…

Se inclinó hacia adelante y resiguió con un dedo la parte más tosca de los muros del pasadizo. Se agachó para examinarla más de cerca.

—Una runa —exclamó—. ¿Podría tratarse del sello?

La runa estaba prácticamente borrada por la erosión. Pit se sentó al lado de Lethe para examinarla.

—Creo que es el mismo símbolo representado por una de las runas que no hemos sido capaces de descifrar —dijo—. Eso significaría que éste es el camino correcto.

Inspeccionaron los otros dos pasadizos, pero no encontraron nada parecido, lo cual les hizo decidirse por el corredor de la derecha. Muy pronto dieron con otros pasillos laterales, que examinaron en busca de símbolos o sellos; no hallaron nada. Lethe sintió cómo aumentaba la presión detrás de sus ojos. Desenvainó a Rax, nervioso. Ni rastro de resplandor: no había peligro por parte del Oscuro.

—Había oído hablar de la existencia de una inmensa red de pasadizos en el subsuelo de las islas Espejo —dijo Dotar—. Pensaba que se trataba de una exageración, pero ¡realmente existe! Si lo que cuentan las historias es cierto, tan sólo hemos visto una ínfima parte del laberinto.

De pronto, al llegar a otro pasadizo lateral, oyeron un grito prolongado que inundó el lugar con su eco. Se miraron unos a otros, asustados. Cuando el grito se extinguió, algo parecido a un trueno retumbó en la distancia.

Se enderezaron y se detuvieron unos instantes a escuchar, pero no volvió a oírse ninguno de los sonidos.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Pit con voz temblorosa.

No hubo respuesta. Empezaron a moverse de nuevo. Durante los primeros minutos avanzaron con el máximo sigilo, con el objeto de no perderse ningún otro sonido. Los tres mantenían la mirada fija hacia adelante, puesto que de ahí parecían proceder los misteriosos ruidos.

De pronto, Lethe se sintió lento y pesado, exactamente igual que en la Torre del Viento, justo antes del ataque de Dotar. Involuntariamente, miró por encima de su hombro hacia el regulador. Se volvió justo a tiempo de ver cómo una sombra se abalanzaba sobre Dotar. Lethe alargó una mano y profirió un grito terrorífico. Dotar se giró al instante y, en un acto reflejo, antepuso un brazo para protegerse. Probablemente, eso salvó su vida. Un puntapié del atacante hizo que la espada de Dotar cayera al suelo con gran estrépito. Simultáneamente, una daga centelleó antes de perforarle el antebrazo justo por encima de la muñeca. El agresor gruñó, decepcionado. Dotar asió al hombre por el brazo con una mano y, dejándose caer al suelo, lo arrastró consigo. Rápidamente echó el brazo herido hacia atrás y cogió la daga para defenderse.

Entonces, Dotar pudo ver quién le había asaltado.

—¡Steyn! —exclamó.

Estupefacto, vio cómo la daga había atravesado la garganta del aprendiz de regulador a la altura de la arteria carótida; la hoja salía por el otro lado. En el rostro contraído de Steyn, los ojos fuera de las órbitas denotaban que éste era presa del pánico. La sangre salía a borbotones de su garganta y empezaba a faltarle el aliento. Ataque y contraataque no habían durado más de dos o tres segundos.

—¿Por qué, Steyn? —susurró Dotar, que todavía no salía de su asombro mientras acompañaba con delicadeza el cuerpo del joven moribundo en su caída al suelo.

—El juramento… Otros… están en camino… —consiguió decir Steyn.

Acto seguido, profirió un extraño gorgoteo, y tras algunas convulsiones, murió.

Pit y Lethe lo habían presenciado todo, petrificados por el miedo. Pit empezó a reaccionar. Se inclinó sobre Dotar y le tomó por el brazo. No pudo impedir que un grito saliera de su garganta. La sangre manaba a chorros de la profunda herida del antebrazo. Lethe despertó de su letargo y actuó. Se rasgó la manga izquierda del jubón y tendió a Pit los jirones. Rápidamente, Pit dispuso uno alrededor del brazo de Dotar y lo apretó hasta que cesó la hemorragia. A continuación, vendó la herida. Dotar hizo una mueca de dolor, pero no dijo una palabra.

—Me dejé distraer por aquel ruido —refunfuñó entre dientes, controlando a duras penas su rabia—. ¿Dónde estaba mi concentración? Admítelo, regulador, ¡te has ablandado!

—¿Steyn? —preguntó Lethe—. ¿El nombre del agresor era Steyn? ¿Le conocías?

—Steyn era aprendiz de regulador. Me ayudó a encontraros. Le conocía bastante bien; tenía talento. Y yo he derramado su sangre.

En la voz de Dotar podía percibirse una mezcla de arrepentimiento, ira e incluso un dejo de tristeza.

—¿Por qué vino solo? —inquirió Lethe.

Dotar sonrió, a pesar del dolor.

—Los reguladores prefieren trabajar solos. Sólo así pueden ser invisibles, como sombras en una pared. Un grupo llama la atención, sobre todo en lugares tan remotos como Cueva de Nardelo.

Lethe asintió con la cabeza, en señal de haber entendido.

—Nos has salvado la vida —dijo—. Estamos en paz.

Dotar le miró. Sus ojos de color verde esmeralda delataban una emoción que Lethe no podía comprender. Era como si al regulador le hirviera la sangre de cólera, aunque controlada.

—Debemos regresar para que te curen esa herida —dijo Pit.

—De eso, ni hablar —respondió Dotar, cortante—. Sobreviviré, siempre que Steyn no haya impregnado la hoja con un veneno de efecto retardado, claro está. Es mucho más importante que encontremos las demás Inscripciones.

Se incorporó sin volver la vista hacia Steyn. En un primer momento, se tambaleó, pero en seguida empezó a caminar con seguridad, apretando el brazo contra el costado. Lethe y Pit se apresuraron a seguirle.

Lethe se planteó, entonces, unas cuantas preguntas. Rax no le había advertido del ataque de Steyn. Tampoco cuando Dotar lo había asaltado en la Torre del Viento, Rax lo había considerado un acto maligno. Sin embargo, Rax había cantado y había resplandecido justo antes de la acometida de Steyn. Por tanto, sus advertencias no tenían nada que ver con el aprendiz de regulador, sino con alguna otra presencia que habitaba entre aquellos pasadizos.