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Las dudas del desran

No se han dado demasiados casos en que un desran se haya echado atrás en una decisión, una vez tomada. El cargo de soberano exige firmeza. Sus súbditos necesitan resultados consecuentes, visibles, comprensibles, incluso aunque a veces tengan un carácter implacable.

Un famoso ejemplo es el del desran Huntar Lloi Sygunthar, quien abandonó el camino que había seguido durante años y tomó una nueva dirección, muy distinta de la indicada por sus antiguas ideas. Sin embargo, fue necesaria una crisis para que esto ocurriera y, a diferencia de Sygunthar, no todos los desrans deben hacer frente a una catástrofe del calibre del ataque de los aergos.

TRYGBALD DE GRAN MELISA,

Réplicas y premisas de la historia del reino de Romander

Lady Tulsië estaba mirando a través de la ventana de su salón de escritura en la biblioteca imperial. Los tejados verdes y grises del barrio de Jurgen resplandecían bajo la luz del sol de la tarde. Cientos de personas paseaban tranquilamente por las angostas calles y los callejones del barrio obrero. Los gritos de los vendedores, procedentes del mercado, llegaban esporádicamente hasta la estancia.

Acababa de enviar una paloma a Matei. La carta ligada a la pata respondía ampliamente a todas las preguntas de Matei y Marakis. Además, había encontrado algo importante en los libros que había consultado: una referencia críptica a un volumen del siglo LXV. Tras haber dedicado varias noches a su estudio, creyó haber llegado a comprender sus misteriosos textos. Las palabras hacían referencia a un pergamino escondido en el mausoleo de lady Asrath de Oscura. No obstante, el libro no indicaba la ubicación exacta del sepulcro. Hablaba de una costa remota, pero Tulsië no había sido capaz de determinar con exactitud a qué isla pertenecía.

Tulsië era historiadora. Su vida de eremita giraba alrededor y en el interior de la biblioteca imperial. Tenía veinticinco años y una belleza extraordinaria: era una joven esbelta, de larga y oscura cabellera, grandes ojos marrones y pómulos marcados. Únicamente su tez pálida indicaba que había pasado la mayor parte de su vida rodeada de libros. Llevaba un vestido de color verde, ligado a su delgada cintura por una ancha tira de cuero.

Volvió a leer el mensaje de Matei y Marakis. Además de pedirle que buscase ciertas informaciones de algunos libros, el mensaje incluía la petición de que informase al desran de la situación y los planes del grupo.

Apoyó uno de sus codos sobre el escritorio, y la barbilla, sobre su mano, y suspiró profundamente. Tenía miedo de Xarden Lay Ypergion. Sólo le había visto en tres ocasiones. Había una aura de poder alrededor de su persona. En un momento de su vida había decidido retirarse a su bastión de conocimientos con la intención de no atraer la atención de los miembros de la corte, especialmente del desran o lady Isper. La historia del reino era su pasión, y deseaba preservarla a toda costa.

Y entonces, Matei y Marakis le pedían —no, más bien le exigían— que solicitara una audiencia con el desran con la mayor prontitud.

Suspiró de nuevo. No era una mujer excepcionalmente valiente por naturaleza y hubiera preferido permanecer al margen, a menos que fuera imprescindible para proseguir con su trabajo. Era lo último que deseaba, pero no veía la manera de evitarlo. Respiró profundamente varias veces, tragó saliva y se levantó.

A gran altura sobre su reino, Xarden Lay Ypergion, desran del reino de Romander, ocupaba su trono en el interior de la Torre de Cristal. Deseaba estar solo. Había enviado a sus dos guardias de palacio al piso inmediatamente inferior al salón del trono, y uno de sus consejeros, Palember de Speet, había iniciado el descenso de los mil quinientos cuarenta y seis escalones unos minutos antes. Probablemente se sentía decepcionado, puesto que había intentado persuadir al desran de que modificara ciertas leyes que afectaban a las islas distantes, petición que Ypergion había denegado. Tales leyes, relativas al diezmo y a la asignación de los fondos del reino a ciudades y pueblos, estaban en vigor desde hacía varios años. Ypergion no veía razón alguna para iniciar un proceso de enmienda de semejante envergadura.

Sumido en sus reflexiones, contempló su ciudad, y las tierras y el mar que la rodeaban. El sol ya se ocultaba tras el horizonte. Suspiró, acarició su oscura perilla, y acto seguido recobró el manuscrito que ya antes había tenido entre sus manos.

—Voces del pasado —susurró mientras recorría con un dedo el grueso pergamino.

A Ypergion no le gustaba la historia, pero no podía dejar de pensar en lo que había leído en aquel manuscrito, y que tanto le había fascinado.

Magia prohibida, rezaba su título. La página contenía una hilera vertical con cinco complicadas runas fijadas con laca. Más abajo aparecía un nombre: Dermrod de Fernion.

Sabía a quién pertenecía ese nombre. Dermrod había sido el famoso alto myster que había impedido, prácticamente sin ayuda, el avance de Antas y sus ejércitos marrones en la ciudad de Ostander en el año 6393.

Lo que más le había sorprendido era que el manuscrito no mencionara la magia prohibida, la magia incolora. Había constancia de hechos históricos, y el manuscrito relataba sus consecuencias, pero en ninguna parte se describían sus causas o las posibles intrigas. Sí se mencionaban, incidentalmente, pero sólo se presentaban como hipótesis, algunas muy vagas, otras más verosímiles.

Hojeó el manuscrito hasta encontrar la explicación que consideraba más lógica, a pesar de que difícilmente podría considerarse siquiera una hipótesis. Se trataba de las suposiciones de Gurfandre, uno de los aprendices de Raïelf. A juzgar por sus palabras, debía haber sido una persona extraordinaria. Ypergion era consciente de que a veces se explayaba en sus propias hazañas y motivaciones, y que no estaba exento de vanidad. La conclusión de Gurfandre ponía en evidencia su anhelo de romanticismo y misterio. No obstante, su narración exudaba cierta autenticidad y había cautivado a Ypergion.

Volvió a leer la primera parte del manuscrito.

La magia incolora le ha costado la vida a mi maestro, Raïelf de Taerfandel. Todo el mundo lo sabe, aunque muy pocos están al corriente de las circunstancias exactas que rodearon su muerte. En este escrito evitaré tratar con profundidad ese asunto, que nadie se ha atrevido a sacar a la luz de nuevo. Mis condiscípulos interrumpieron su labor de investigación tras su muerte. Sin embargo, después de haber conocido a mi maestro, su brillante intelecto y su perseverancia, que casi rayaba en la tozudez, me siento obligado a proseguir con el estudio de ese fenómeno. En ese sentido, me considero su heredero.

Confío mis pensamientos a mi diario para que, tal vez más adelante, en un tiempo de mayor tolerancia hacia lo que ya se ha dado en llamar «magia prohibida», la gente pueda leerlos con la atención que merecen.

Por supuesto, me he basado en las notas de mi maestro, pero también he recurrido a las ideas de mis condiscípulos y sus investigaciones, que incluyo aquí.

Magia incolora es una denominación sugerente. El calificativo «incolora» probablemente hace referencia al tono apagado, gris amarillento, de la piedra contaminada por este fenómeno. La última vez que asoló nuestro mundo fue hace más de ocho mil años, por lo que se conservan muy pocos manuscritos que describan su actuación.

Tengo la costumbre de poner en duda cualquier suposición varias veces antes de darla por válida. Por lo tanto, también dudo del significado del calificativo «incolora». ¿Por qué recibe esa denominación? Esta pregunta me obsesiona. Lo que me fascina es que en todos los relatos de testigos presenciales que han llegado a mis manos se habla de una nota aguda o un silbido estridente que acompaña al fenómeno. Hay otras peculiaridades que merecen un análisis más exhaustivo, pero he limitado mi investigación a ese sonido sibilante. ¿Por qué? Simplemente porque ha despertado mi curiosidad. Nadie ha sido capaz de ofrecer una explicación al respecto, ni siquiera de forma vaga.

Raïelf sabía que me había entregado a su estudio. Insistió en que debía investigar todos los aspectos de la magia incolora, de manera que algún día pudiera ofrecer una explicación coherente. Pero, como de costumbre, hice caso omiso de su consejo. Deseo dejar claro que tengo a mi maestro en gran estima, y todavía lo idolatro, pero siempre pensé que un discípulo que sigue los dictados de su maestro de forma incondicional es sólo una sombra de su gran ejemplo.

El silbido.

He consultado a muchos magos al respecto, pero no he encontrado a nadie que pudiera ayudarme. Investigué documentos antiguos en busca de algún caso semejante. En un principio, mi búsqueda fue infructuosa. Llegué incluso a cuestionar mis métodos. ¿Acaso no se produjeron fenómenos similares en el pasado? ¿O tal vez las referencias estaban ante mis ojos, pero confundía el objeto de mi búsqueda?

Estaba a punto de abandonar cuando un buen día encontré un relato; más bien se trataba de un cuento. Era la historia de la joven soberana de un pequeño reino situado en las montañas, que contaba con un don especial: era capaz de determinar si una persona tendría una larga vida a través de su olor corporal. Cuando un señor de la guerra conquistó sus territorios, la reina se negó a decirle si tendría una larga vida. El vencedor la mandó encarcelar, pero su hijo se enamoró de la reina, la liberó y huyó con ella a las montañas. Cuando las tropas del señor de la guerra descubrieron su escondite, la reina decidió acabar con su vida saltando desde un enorme precipicio. Justo antes, le dijo a su amante que no le quedaba mucho tiempo de vida. Éste le preguntó cómo podía saberlo. Su respuesta fue la siguiente: «Mi sentido del olfato trasciende el tiempo y el espacio. Es como si pudiera percibir otra dimensión con los dedos de una mano etérea. El olor acaricia tu piel y trae consigo pistas sobre tu futuro, igual que una ráfaga de viento. Puedo oler la muerte con las extremidades imaginarias de mi mente».

Acto seguido, él también saltó al vacío.

Es una historia insólita en muchos aspectos. En el cuento no figura el nombre de la reina, del señor de la guerra o de su hijo, lo cual no deja de ser extraño. El autor utiliza para sí mismo la denominación de «descendiente de Randole», lo cual obviamente es imposible teniendo en cuenta la muerte prematura del célebre magyster y el hecho de que, por lo que sabemos, nunca mantuvo relaciones con una mujer.

Toda esta información (y la historia en sí misma) me hicieron pensar acerca de los sentidos y los inexplicables dones que poseen ciertas personas. He llegado a la conclusión preliminar de que el silbido indica que la magia incolora integra un elemento de otra dimensión o algo relacionado con otros sentidos; algo que se encuentra fuera de nuestro campo de visión y de las capacidades de nuestro oído, olfato, tacto o sentido del gusto. Quizá alguno de nosotros sea capaz de percibir ese algo, o por lo menos eso es lo que me gustaría creer.

Hice partícipe de mi hipótesis a Wandt, uno de mis condiscípulos, cuyo criterio me inspira la máxima confianza. Le bastó una palabra: «Tonterías». En cierto sentido, desde una perspectiva científica, tenía razón. Después de todo, mis primeras suposiciones se basaban en un cuento.

Pero sigo plenamente convencido de que mi conclusión se halla más próxima a la verdad que la mayoría de ocurrencias disparatadas que han llegado a mis oídos. ¿Acaso estoy siendo testarudo? Probablemente.

A continuación, Gurfandre desarrollaba su tesis, que en realidad no era más que una idea con escaso fundamento; en opinión del desran, un pensamiento absurdo y romántico. Por otro lado, nadie había conseguido nunca explicar la naturaleza de la magia incolora.

—Nuestro miedo a lo desconocido es desproporcionado —farfulló Ypergion para sí mismo.

En realidad, la hipótesis de Gurfandre no tenía una base científica. Aunque la razón y la investigación a fondo parecían los métodos más aconsejables, el aprendiz confiaba en su intuición. A pesar de todo, sus ideas curiosamente tuvieron eco en algún lugar de la mente de Ypergion. Parecía como si la visión expresada por el discípulo de Raïelf despertara en él miedos profundamente ocultos.

Se levantó del trono para acercarse a la ventana panorámica de cristal. Alargó una mano, tocó el cristal y abarcó la ciudad entera con sus dedos. Era poderoso. Podía ordenar el exterminio de miles de personas con un chasquido de sus dedos.

Justo antes de la puesta de sol, hicieron aparición unos gruesos nubarrones negros en el norte. Una tormenta de invierno azotaría la ciudad de Romander esa noche. A Ypergion le gustaba estar solo en su trono cuando había tormenta. Se dio cuenta de su anhelo de soledad, provocado por la canción frenética de la tormenta. El ulular y el rugir del viento sería ensordecedor. La torre se inclinaría con la fuerza del viento. En ocasiones, una repentina ráfaga de viento zarandeaba y hacía retumbar el salón del trono.

Sus pensamientos fueron entrelazándose hasta llegar al recuerdo de su hijo. Lady Isper seguía desconsolada tras su desaparición. Aparentemente Danker no le había hablado sobre la audiencia solicitada por Marakis, lo cual no dejaba de ser extraño. Eso no concordaba con la opinión que tenía Ypergion de su consejero, a quien últimamente veía de forma distinta. ¿Tal vez estaba su hijo equivocado? ¿Acaso Danker era digno de confianza, después de todo? Sacudió la cabeza. No, Danker era sospechoso. Ypergion había dedicado la mitad del día a hacer un repaso de sus acciones durante las últimas semanas, y todo parecía indicar que el consejero se apresuraba a hacer acopio de poder en sus círculos.

El desran suspiró. Necesitaba un confidente; era consciente de ello. No tenía nadie con quien compartir sus sospechas, nadie a quien plantearle sus dudas. Se sintió impotente, incapaz de tomar una decisión categórica, definitiva. Durante toda su vida había dado por supuesto que tenía el poder absoluto. Entonces, no estaba tan seguro. Había llegado al convencimiento de que Danker estaba involucrado en un juego de poder. ¿Hasta qué punto tenía influencia en palacio? ¿Y en el ejército? En vista de la velocidad a la que aumentaba la popularidad de Danker, Ypergion consideró necesario empezar a preocuparse por ese asunto.

Entonces pensó en el desfile del Día de la Torre. En un plazo de cuatro días, se celebraría el aniversario número 2808 de la finalización de la Torre de Cristal. El tradicional discurso, escrito por el consejero Tardel, ya estaba preparado, pero no acababa de satisfacerle. No había una sola palabra que hiciera referencia a la magia incolora o la destrucción de V'ryn del Norte. La modificación de los términos del discurso era algo inadmisible; así estaba recogido en las leyes. El discurso había sido distribuido a todos los mandatarios y gobernadores; incluso los altos mysters estaban al corriente del contenido del discurso que Xarden Lay Ypergion pronunciaría en el Sferium. Cuanto más lo pensaba, más se daba cuenta de que en realidad tenía muy poco poder. Todo se basaba en rituales, dispuestos en leyes y decretos. Por otra parte, si lo consideraba necesario, podría ignorar las normas y hacerse con el poder absoluto; en ese caso, sería el primero en hacerlo desde los tiempos del desran Huntar Lloi Sygunthar.

Oyó ruido de pasos; alguien llamó a la puerta con suavidad.

—¡Quién hay ahí! —exclamó, ligeramente molesto.

Atisbo un guardia detrás de la puerta. Con la mirada baja, el hombre hizo una reverencia.

—Su alteza, lady Tulsië está aquí. Dice que trae noticias importantes. Insiste en veros inmediatamente.

Ypergion se levantó y le hizo una seña.

—Así que insiste… Bien, que entre, pues.

¿Qué podía querer la historiadora? Era tarde. Debía de ser algo importante.

El guardia se retiró. Un instante después, lady Tulsië entró en el salón del trono. Todavía estaba intentando recuperar el aliento, pero hizo a toda prisa las reverencias que exigía el protocolo.

—Tulsië de Kammer, su alteza. Tengo un mensaje urgente para vos.

El desran la observó y le complació lo que vio. Movía nerviosamente los dedos, sin saber dónde poner las manos.

—Habla —retumbó su voz.

—Su alteza, tengo noticias de vuestro hijo.

El rostro de Ypergion se tensó. Lanzó una mirada por encima del hombro en dirección a la puerta; estaba cerrada. Condujo a su visita al otro lado de la sala y mediante señas le indicó que hablara en voz baja. A continuación, la asió por los hombros con fuerza. Sus dedos se clavaron dolorosamente en la piel de Tulsië.

—¿Dónde está? ¿Se encuentra bien?

Tulsië le observaba con nerviosismo.

—Su alteza, Marakis está sano y salvo. Le acompañan el alto myster Matei y un muchacho al que llaman No Mago. Hay otras personas con él; uno de ellos es el regulador Dotar.

Intentó liberarse de su abrazo apretando con fuerza los brazos contra su cuerpo.

—Todavía se encuentran en la isla occidental de las Espejo. Zarparán hacia las Rompientes Exteriores a finales de este mes —prosiguió Tulsië con voz temblorosa—. Navegarán a bordo del Astuta Cuchilla de los Nueve Mares, del capitán Wedgebolt.

Ypergion se mesó la perilla.

—Las Rompientes Exteriores —murmuró—. Se dirigen a la isla destruida por la magia incolora.

Tulsië asintió con la cabeza, pero su inadecuada reacción la sorprendió de inmediato.

—¡Hum! Alteza, en efecto…, así es, creo —añadió tartamudeando—. Matei me envió una paloma. Llegó esta mañana. Traía dos cartas, una de ellas está lacrada y va dirigida a vos.

Extrajo una nota de su cinto. Ypergion la examinó brevemente. Acto seguido, rompió el pequeño sello púrpura del alto myster con las uñas. Era un conciso mensaje de su hijo, en el que le confirmaba que se encontraba bien, tal como había dicho Tulsië. La carta finalizaba con una petición. Ypergion tomó nota de ella.

Ypergion volvió a mirar a lady Tulsië.

Entonces, como respondiendo a un repentino impulso, todas sus dudas se disiparon. Decidió confiar plenamente en su hijo y, lo que era aún más importante, en sus acciones. Asimismo, también confiaría en quienquiera que Matei y Marakis depositaran su confianza.

Sin saber exactamente por qué, estaba seguro de haber tomado la decisión correcta. Una oleada de emoción le hizo estremecerse. Formaba parte de la clandestinidad. Toda esa información debía permanecer en secreto; un secreto que compartía con lady Tulsië, con su hijo y algunos confidentes. El desran había subestimado su propio poder… Sonrió involuntariamente. Lady Tulsië le observaba boquiabierta.

Recobró la compostura y señaló al sofá.

—Lady Tulsië, debemos hablar. Siéntate a mi lado. A partir de ahora, llámame señor o desran.

Tulsië miró a su señor atónita. Probablemente, estaba soñando.

Ypergion le ofreció una sonrisa tranquilizadora.

—Esta noche habrá tormenta, Tulsië. La soledad es tremenda cuando el viento canta alrededor de la torre. Hazme compañía hasta que me venza el sueño. Te ruego que seas mi confidente. Creo que tenemos muchas cosas que contarnos.

Pudo ver el miedo en sus ojos.

—¿Acaso crees que podría hacerte daño? —preguntó, sorprendido.

Lady Tulsië no se atrevía a moverse. Intentó hablar, pero su garganta se negaba a funcionar.

—Siéntate a mi lado, lady Tulsië —añadió Ypergion con voz suave—. Te demostraré que no tienes nada que temer. Y me gustaría saber tu opinión sobre el desfile y mi discurso.