Madrid duerme todavía. En la calle Pinar hay una valla de ladrillo que rodea completamente una de sus manzanas. Por encima de la tapia asoman las copas de algunos sauces llorones y tras ella se presiente un cuidado jardín y una vivienda enorme, casi un palacete. La casa imita la arquitectura victoriana: dos pisos, ladrillo rojo, ventanas pequeñas, techo de dos aguas y chimenea. Todo está a oscuras y en silencio, pero en ese momento alguien enciende una luz en una de las piezas de la planta baja. Es el gabinete. En su interior un hombre corpulento, casi gordo, de mediana edad y fino bigotillo consulta en batín de seda, con los lentes en la punta de la nariz, unos papeles que sostiene con la mano derecha. La izquierda acerca a intervalos pausados el primer café de la mañana. Poco a poco va penetrando a través de la ventana una tibia claridad que disuelve en gradación imperceptible la penumbra del despacho. En el jardín se adivina la frescura mañanera. Los gorriones ya han empezado su alboroto. Estamos en mayo. Cuando el despacho es pura luz, los niños irrumpen en el gabinete para dar los buenos días al padre amante y desvelado. Sigue a los hijos la aseadita mujer que besa, amante también, la frente del cabeza de familia. Juntos se encaminan al comedor, donde desayunan, conversan sobre temas banales y regañan a sus hijos suavemente. Aguedita, la interna, interrumpe la amorosa reunión para anunciar la llegada de Obrero. Ponle una copa de ojén para que no le tiemble el pulso y dile que ahora voy. El cabeza de familia apura el segundo café de la mañana, termina de decir lo que estaba diciendo y sale al encuentro del barbero. Obrero acude todas las mañanas a rasurarle; es su contacto con el mundo exterior. Le pone al corriente de lo que ocurre en la calle, de lo que anda en boca de todo el mundo, y le cuenta los últimos chistes de Franco.
Estos días el tema de conversación en las pocas tertulias que sobreviven después de la guerra es la descripción detallada de las atrocidades cometidas durante la defensa de Madrid por el general republicano Cirilo Cometripas, cuyo juicio sumarísimo se acaba de celebrar. Obrero repite lo que ha oído, con aderezos de su cosecha, mientras le pasa la navaja por el cuello:
—¿Sabe usted lo que le hizo al general Cantero? Le fue cortando, uno a uno, todos los órganos que no eran vitales: los dedos, las orejas, la nariz, la lengua y los ojos, y le dejó morir desangrado, mientras le hacían cosas que no vienen al caso. Cuando le preguntaron si los crímenes los había cometido solo o en compañía de otros, ¿sabe usted lo que contestó? Dijo no perdáis el tiempo buscando cómplices, las muertes de las que nos acusáis las hemos cometido solos. Hay que reconocer que estos rojos serán unos salvajes, unos malnacidos y todo lo que se quiera, pero de vez en cuando tienen unas salidas y unas frases que le ponen a uno la piel de gallina. ¡Qué unidad más bonita y más grande! Equivocada, pero bonita.
Santos soltó una carcajada, que estuvo a punto de costarle un corte.
—¡Si supieras los motivos personales que esconden las frases célebres! ¿Sabías tú que Cirilo Cometripas y el general Cantero estudiaron juntos en la Residencia de Estudiantes? Yo los conocí allí. Al general Cantero le llamábamos el Cantos. Un día le hizo una broma al Cometripas, que entonces se llamaba Ciruelo, y éste le juró venganza eterna. El general Cantero se tiró un pedo en su boca o algo así, cosas de críos; y desde entonces el Cometripas habló en plural. ¡Quién les iba a decir a ellos que se volverían a encontrar frente a frente en una guerra civil! ¡Y quién me iba a decir a mí que el alfeñique del Ciruelo se iba a convertir en un monstruo! ¡Lo que es la vida! Tú también conocías gente de la Residencia, ¿no?
—Sí, señor. Yo le he cortado el pelo a don Alberto Jiménez, a don José Moreno, al barón Leo Babenberg, a Unamuno, a don Juan Ramón, a Marañón, a Cajal y a muchos otros. A don José Ortega me hubiera gustado, pero es que el pobre no tenía; lo que sí hice mucho fue afeitarle.
—¿Y qué habrá sido de toda esa gente? Yo me acuerdo del barón, que le mataron los comunistas; de Unamuno, que se murió al poco de comenzar la guerra; pero de los otros no tengo noticia.
—Unos han muerto y otros se han marchado. Don Alberto y don José se exiliaron a México o algo así; Juan Ramón también ha huido; don José Ortega se ha quedado, pero no se sabe nada de él; no ve a nadie, no es como antes, que le gustaba salir y entrar todo el tiempo. La guerra nos ha cambiado a todos. Pero lo mejor es no pensar; ahí está el quid de la cuestión: no complicarse la vida, hacerse una rutina y seguir para adelante. A mí lo más importante que me sucede durante la semana es la partida de dominó que echo los domingos por la tarde.
—¡Cuánta razón tienes, Obrero! El secreto para llevar una existencia placentera es no pensar y consagrarte a tu trabajo o a tu familia. Por cierto, hablando de familia, he estado haciendo gestiones para lo de tu hija y creo que no habrá ningún problema para lo del estanco.
—¡Qué Dios le bendiga, don Santos! Se va a poner la Patro como unas castañuelas. La pobre es que ha sufrido mucho con la guerra.
—Con la guerra hemos sufrido todos, Obrero. Tu hija, lo que pasa es que se casó con un comunista y la jodió.
—Ahí tiene razón, don Santos.
—¡Claro que la tengo! Anda, tómate otra copa de ojén, coño; que te está temblando el pulso, y veo que me vas a cortar. ¡Y como me cortes sí que la vamos a joder!
En un cuartucho inmundo de la pensión Asturiana un hombre al que no vemos la cara iguala los dos cabos de su zapato derecho y medita sobre las semejanzas entre la vida y los cordones. Si un cabo es desmesuradamente largo, lo es porque el otro está a punto de desaparecer por el agujerito; hay que engancharlo con la punta de las uñas y acortar el grande para aumentar su tamaño y poder así atar el zapato. Es como el éxito o la felicidad, que sólo pueden conseguirse con el fracaso y la desdicha ajenos. Desde hace muchos meses cualquier actividad insignificante le provoca reflexiones sobre el universo, que le dejan exhausto. No está bien alimentado y le fatiga pensar. Culminada la delicada tarea de anudarse los cordones, todavía se queda allí un instante, sentado al borde del camastro. Alguien enciende una radio al otro lado del tabique, en otra habitación, en otro mundo: la voz familiar de Tita Miranda recomienda tener esperanza en el día de mañana. ¡Qué risa! ¿Cuándo había empezado él a darse cuenta de que el día de mañana no eran las próximas veinticuatro horas, sino los diez, veinte o cuarenta años siguientes? Dicen que los guepardos, cuando son cachorros, no ven sino lo que está a dos centímetros de sus pupilas; pero que, de repente, un día perciben la profundidad, descubren el horizonte, se asustan y huyen.
En la casa de la calle Pinar, se almuerza a las dos y media. Después el cabeza de familia parece que se quiere echar un ratito, media hora, antes de pasar de nuevo al gabinete, donde trabaja hasta las cinco. Aquel día Aguedita le interrumpe un poco antes de esa hora y le dice que alguien le está esperando en la biblioteca. Reciben a las seis, lo sabe todo Madrid; por eso le extraña tanto la visita. ¿Quién es? No ha querido decir su nombre. Santos siente una cierta zozobra camino de la biblioteca. Aquéllos son días de sorpresas, de amigos muertos en el bando enemigo, de amigos vivos a los que creíamos requetemuertos. El visitante se pone en pie al verle entrar. A Santos no le cuesta reconocerle a pesar del rostro ajado y huesudo por el que parece haber transcurrido medio siglo; a pesar de sus ojos cansados bajo los que cuelgan bolsas de desdichas; a pesar de ese rictus derrotado. La memoria, sin embargo, gasta estos días malas pasadas; todos hemos creído ver por la calle últimamente a un viejo conocido y hemos corrido tras él gritando su nombre, le hemos alcanzado, le hemos obligado a darse la vuelta y hemos comprobado con bochorno que no era quien pensábamos. Por eso no está de más preguntar.
—Eres el primo Marcelino, ¿no?
Viste un terno extremadamente viejo, pero limpio, y a su lado tiene una maleta de cartón atada con cuerdas. Hay en todo él una coquetería, un aseo y un afán de pulcritud que le conmueve. Se dan la mano y Santos le invita a sentarse, pero antes llama a Aguedita y le pide que les sirva café y pastas. Están un rato así, frente a frente, contemplándose. ¡Ellos, que pensaban que no iban a envejecer jamás!
—Has engordado una barbaridad, Santos.
Engordar durante una guerra es síntoma y efecto de prosperidad económica. El comentario es, por tanto, un halago, un reconocimiento que Santos agradece. Aguedita sirve los cafés, y Marcelino no puede ocultar, ni quiere, el placer que siente al dar el primer sorbo.
—Lamento mucho lo de tus padres —le dice Santos. Marcelino asiente y se come una galleta—. En Fuentelmonge todos piensan que tú también has muerto.
—Más me hubiera valido. En fin, ¿cómo está tu madre? —se interesa Marcelino.
—Allí está, en el pueblo; muy mayor, pero bien, dentro de lo que cabe.
Hay largos intervalos de silencio entre las preguntas y las respuestas. Santos supone que Marcelino va a pedirle algo: un enchufe, un trabajo o simplemente dinero. Su primo debe de percibir algo en su actitud expectante y se apresura a aclarar la situación:
—No vengo a pedirte nada, Santos. Vengo sólo a preguntarte si sabes dónde está Patricio.
Santos no se espera esta pregunta, que le desconcierta.
—¿Patricio? No tengo ni idea. Pensé que tú y él estabais…, ya me entiendes.
—Sí, formábamos pareja —afirma Marcelino con un orgullo algo desmesurado—. Lo que sucede es que no he vuelto a saber nada de él desde antes de la guerra, concretamente desde el día en que se fue a Valencia contigo, al entierro de ese amigo vuestro. Aquella noche no regresó a casa. Desde entonces no ha vuelto a publicar. Es como si se lo hubiera tragado la tierra.
—Marcelino: la guerra acaba de terminar. Se tardarán aún varios años en censar a los caídos, pero es bastante probable que si a estas alturas no ha dado señales de vida…
—Lo sé. Solamente quería preguntarte por él antes de marcharme.
—¿Te vas?
—Me voy a México. Yo aquí no hago nada. No hay trabajo para nadie, y menos aún para un comunista que además es maricón.
—Yo puedo darte trabajo si es lo que quieres —asegura Santos con determinación.
—No, gracias. Lo que quiero es marcharme.
—¿Necesitas dinero? ¿Puedo ayudarte de algún modo?
—No, no creo. Muchas gracias, pero me marcho ya —responde Marcelino poniéndose en pie.
—¡Espérate un minuto, hombre! Déjame darte unos chorizos.
—¡Cómo vivís los ricos! ¿Has hecho matanza y todo?
—No, no. Estos chorizos son de un cerdo que maté antes de la guerra. Llevan curándose ni se sabe el tiempo. Espérame aquí.
Santos sale de la biblioteca, pero antes de bajar a la bodega pasa por el gabinete y saca de la caja de caudales unos cuantos miles de pesetas. Marcelino jamás le pediría dinero, y él está seguro de que lo necesita. En la penumbra de la bodega, mientras elige los chorizos y los envuelve en papel de periódico, se pregunta de qué le ha servido al primo Marcelino tanto refinamiento, tantas lecturas, tantos idiomas y tanta curiosidad; de qué le ha servido tener conciencia política, conocer a los mejores hombres de nuestro país, pensar, discutir, reflexionar y escribir obras de teatro. Ahí le tenía, esperando chorizos, andrajoso y derrotado, con un futuro incierto lejos de la patria. Martini, el inconformista, el revolucionario, estaba muerto. ¿Para qué tanta actividad y tanto movimiento? ¿Para qué ser un hombre de acción? Le habían matado sin dejarle cumplir siquiera treinta años. ¿Y Patricio? ¿Qué quedaba del celebérrimo escritor Patricio Cordero? ¿Para qué tanto desvelo, tantas notas en los márgenes de los libros? ¿Qué había conseguido sufriendo tantas horas sin dormir, tantos hielos escribiendo? ¿De qué le había servido discrepar de la opinión común y de los estilos normales de vida? Detestaba la disparidad de conducta. Si alguien quería contrariar la corriente general, que emigrara a algún desierto y allí, a solas, que disfrutara de su sabiduría. Sus amigos no habían sido simples como él, habían sido todos especiales y brillantes, pero hoy estaban todos muertos, o deseaban estarlo. Él nunca había tenido pretensiones desmesuradas ni demasiada curiosidad; nunca había sido un inconformista ni un insatisfecho ni un insensato; nunca se había hecho demasiadas preguntas ni había querido cambiar la sociedad ni quedar para la historia. Él había abandonado a tiempo las ganas de comerse el mundo; había sabido desalojar la juventud y dejar a los amigos cuando hubo que hacerlo, y hoy era feliz, o por lo menos más feliz que ninguno de ellos. Él no pensaba y aspiraba a muy poca cosa: a disfrutar jugando al dominó o a levantarse temprano los domingos para leer el periódico desayunando churros y café antes de ir a misa.
Santos envuelve los chorizos y mete el fajo de billetes dentro. Sube a la biblioteca y le tiende el paquete. Marcelino le agradece el obsequio y se encamina a la puerta, pero antes de marcharse le dice:
—Santos, tal vez te parezca extraño lo que voy a pedirte, pero no lo es. Aunque en los últimos años Patricio y tú os hubierais distanciado, recuerda que fuisteis buenos amigos. Intenta que su nombre aparezca en las historias de la literatura. No lo borréis. Él se lo merece, y tú seguro que puedes conseguirlo. El mejor regalo que podemos hacerle es que las próximas generaciones le estudien en la escuela o, por lo menos, que oigan hablar de él.
Santos promete tenerlo presente, pero le advierte que él no tiene amigos en todos los ministerios.
—Por cierto, Marcelino, ¿sigues escribiendo obras de teatro? Oí que habías tenido mucho éxito con una pieza antes del Alzamiento.
Marcelino sonríe amargamente y le explica:
—Los ricos siempre han permitido la existencia de artistas y de intelectuales disidentes porque les divierten, porque están ahítos de poder y de placer y buscan secretos vitales desconocidos para ellos, que les liberen de tanto hastío. Los escritores, los poetas, los pensadores y los artistas somos como los enanos de Velázquez. La única actitud revolucionaria es no publicar, renunciar a divertir a esa gentuza, no seguirles el juego, dejarles que se ahoguen en su desidia y en su mierda. Yo sigo escribiendo porque me divierto mucho haciéndolo. He debido de terminar dos o tres obras y algunos libros de poemas, pero lo he quemado todo. No publicaré jamás y tampoco les divertiré cuando me muera. Sólo quiero que se jodan.
A Santos le molestan las palabras de su primo, pero le tiende la mano y le dice que cuente con él para lo que quiera. Marcelino le mira con sorna y sale a la calle Pinar. Desde la verja de entrada Santos le ofrece su auto y su chófer, pero Marcelino los rechaza amablemente.
Santos no sabe por qué permaneció en la puerta mirando cómo bajaba Marcelino la calle Pinar derrotado y enfermo, como él cuando se proclamó la República. ¿En qué pensaba? Se acordaba de aquel muchacho orgulloso, refinado y elegante que le enseñó Madrid y que una noche en Chicote les dijo a Pátric y a él que era adoptado y que la tía Carmen estaba al borde del abismo. Todavía recuerda Santos cómo se alejaba la figura del primo Marcelino: levemente inclinada hacia un lado para compensar el peso de la vieja maleta que llevaba en el contrario.
«Muy señor mío:
»Acabo de terminar su infecto libro. Mejor hubiera sido no enviármelo. No sé por qué supone que me iba a gustar. Usted me dijo en su primera carta que estaba trabajando en un libro de historia, no en una mala novela. Fue una mentira más, ¿verdad? No sabe cuánto me arrepiento de haberle estado ayudando en ese libro de historia que ha resultado ser una patraña. Es usted un gusano. Mire, voy a ser muy clara: me da igual su raquítico vocabulario; me deja indiferente esa tramposa estructura en fragmentitos, que sólo evidencia su incapacidad para sostener la tensión narrativa durante más de 30 cm (por cierto, se le ha olvidado a usted citar El Paraíso en la tierra, Barcelona, Eugenio Subirana, 1921, y Manual de la matanza, Madrid, Penthalon Ediciones, 1982, a los que sigue muy de cerca); no me indignan sus personajes planos ni me repugnan sus situaciones inverosímiles (¡comerse a un hombre como si fuera un cerdo!); no me importa que su novela no tenga penetración psicológica y que esté plagada de incongruencias históricas (¿es que no se ha dado cuenta de que sus personajes hablan como los jóvenes de hoy y de que tienen costumbres contemporáneas?); no me sorprenden sus chistes malos (¡a quién se le ocurre llamar a una novela Los Beatles!); no me maravilla su torpeza para la descripción, de la que podría darle mil ejemplos, ni me ofende la vulgaridad de esa pornografía oportunista y zafia, producto de su mente enferma y machista, que usted incluye con aviesas intenciones comerciales. Todo eso, le digo, me trae sin cuidado. Lo que no voy a pasar por alto, sin embargo, son sus mentiras, sus blasfemias y sus injurias; no permitiré bajo ningún concepto que mancille mi nombre ni el de mi marido ni el de nuestros amigos muertos. Normalmente las novelas utilizan personas reales con nombres imaginarios y se protegen con el consabido “cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia”; la suya, en cambio, utiliza personajes imaginarios con nombres reales. No piense que esto es una originalidad: es una indecencia, señor mío, y sobre todo un delito. Y estoy dispuesta a llevarle a los tribunales. Pero antes quiero decirle que es usted un sinvergüenza. Ha incluido cartas que yo no he escrito y ha modificado las verdaderas hasta dejarlas irreconocibles. ¿Así quiere combatir las fabulosas narraciones que, según usted, nos han hecho leer como historia a través de los tiempos? ¿Es ésta la historia verdadera que usted quería escribir? Su manuscrito sería la narración más fabulosa del mundo si no fuera la mentira más insultante, la calumnia y el engaño más perversos. ¡Menuda farsa! Pero no voy a consentir que me llame puta una y otra vez, como lo hace durante toda la novela insinuando que me acosté con toda España, incluidos aquellos muchachos a los que ni siquiera traté; no voy a permitir que retrate a mi marido, que fue un desinteresado mecenas, como un mañoso maligno y poderoso que manejaba todo a su antojo. ¡A quién se le ocurre! Si mi marido se enterara de todo lo que usted dice de él o de Pepe Ortega, el modo en que manipula sus palabras y saca de contexto sus escritos, las mentiras que vierte sobre aquel sueño —abortado por los que son como usted— que fue la Residencia de Estudiantes, las ofensas contra el pobre Federico, el escarnio que hace de Juan Ramón, del bueno de Pepe Moreno o de don Alberto o de Ramón; si Leo leyera esto, le aseguro que usted recibiría lo que merece. ¿Quiénes hablan en ese Comité para el Apoyo de las Artes? ¿No se da cuenta de que eso no tiene ni pies ni cabeza? Tenga usted un poquito de respeto por la memoria de los muertos. Hay cosas con las que no se puede bromear porque están en juego los sentimientos y la honorabilidad de las personas. ¿Usted cree que puede llamar homosexual a mi marido así como así? ¿Cree que puede frivolizar la monumental figura intelectual de Ortega de ese modo, diciendo que estaba obsesionado con las marquesas? ¡Él, que sólo vivía para España y para su santa esposa! Usted intenta banalizar su figura, pero no puede porque usted es un enano, y él el más grande pensador que ha tenido España desde Feijoo. Su intento de mancillarle con su rencor, con su resentimiento y con su mierda sería indecente si no fuera patético. Yo sé por qué escribe esto; lo sé porque he conocido a muchos como usted, seres muertos que envidian y detestan a la vez todo lo que tiene o tuvo síntomas de vida, los únicos años dorados que ha tenido este bárbaro siglo XX. Es usted un mediocre y no soporta la existencia de seres superiores porque éstos le recuerdan permanentemente su mala calidad.
»Le dejo, don Escritor Frustrado; no sabe usted dónde se está metiendo. Siga, si quiere, haciendo pasar malas ficciones propias por narraciones ajenas y alegando autores que no dicen lo que dicen o lo dicen de otra manera; continúe jugando al escéptico, al revelador de realidades o al filósofo aporético; adelante, no pare de ofender a su alrededor; pero, cuidado, no me lo publique, porque como publique esta mierda, esta gran mentira, entonces sí que va a saber usted quiénes somos.
»En Belle Terre, a 6 de marzo de 1994.» [Firma ilegible.]