«GOMAS HIGIÉNICAS LA DISCRETA
»Durante el siglo XIX los artistas han procedido demasiado impuramente. Reducían a un mínimum los elementos estrictamente estéticos y hacían consistir la obra, casi por entero, en la ficción de realidades humanas. En este sentido es preciso decir que con uno u otro cariz, todo el arte normal de la pasada centuria ha sido realista. Realistas fueron Beethoven y Wagner. Realista Chateaubriand como Zola. Romanticismo y naturalismo, vistos desde la altura de hoy, se aproximan y descubren su común raíz.
»Productos de esta naturaleza sólo parcialmente son obras de arte, objetos artísticos. Para gozar de ellos no hace falta ese poder de acomodación a lo virtual y transparente que constituye la sensibilidad artística. Basta con poseer sensibilidad humana y dejar que en uno repercutan las angustias y alegrías del prójimo. Se comprende pues que el arte del siglo XIX haya sido tan popular: está hecho para la masa indiferenciada en la proporción en que no es arte, sino extracto de vida. Recuérdese que en todas las épocas que han tenido dos tipos diferentes de arte, uno para minorías y otro para la mayoría, este último fue siempre realista.
»Desde hace veinte años, los jóvenes más alerta de dos generaciones sucesivas —en París, en Berna, en Londres, Nueva York, Roma, Madrid— se han encontrado sorprendidos por el hecho ineluctable de que el arte tradicional no les interesaba; más aún les repugnaba. Con estos jóvenes cabe hacer una de dos cosas: o fusilarlos o esforzarse en comprenderlos.»
José Ortega y Gasset, «La deshumanización del arte, I», El Sol, I-X-1924, pág. 10.
«RHODINE. Jaquecas, neuralgias, reumatismos, influenzas. Adoptada por el cuerpo medical de Francia. Tubos de 20 comprimidos de 50 centigramos.»
El Sol, I-X-1924, pág. 10
Conoció a la Chari en el tren. Él regresaba a Madrid para hacer los últimos exámenes, y ella subió en Ateca acompañada de su madre. Le dieron los buenos días; él las ayudó a colocar las maletas en el portaequipajes y se sentaron frente a frente. Santos las contempló con disimulo, sobre todo a la madre; la hija era de su tiempo, y no era fea ni mucho menos; tenía una piel blanquísima y unos ojos verdes muy claros, casi transparentes. La observó sin reparos mientras ella miraba por la ventanilla. A su rara belleza contribuía un no sabía qué en su figura, o en la inclinación de sus hombros, o en la postura de sus brazos, que le daba un aire misterioso y enigmático. Inventó, como era su costumbre en los viajes, varios destinos y desdichadas historias para aquellas mujeres mientras intentaba que no le sorprendieran en plena contemplación. No bien notaba que sus ojos abandonaban el paisaje para fijarse en él, Santos movía rápidamente sus pupilas hacia un punto indeterminado. Así transcurrió una hora, hasta que la hija, cansada del juego, se puso en pie, de puntillas, y alcanzó su bolsa de viaje de la redecilla portaequipajes. Santos pensó que se marchaba, pero lo que hizo fue sacar un libro que dejó sobre el asiento mientras volvía a colocar la maletita. Santos leyó la cubierta con claridad: el libro se titulaba La Gloria y su autor era Patricio Cordero.
—¿Se encuentra bien, señorito? —le preguntó la madre, a quien le pareció que su compañero de viaje zozobraba. Santos recuperó la compostura y contestó que le había sorprendido ver el libro que estaba leyendo su hija.
—¿No estará prohibido? —quiso saber asustada la madre.
—No, no señora; no lo digo por eso; lo digo por el autor. Me ha sorprendido mucho. Él y yo fuimos amigos hace algún tiempo, y no había vuelto a saber nada de él hasta que he visto la novela de la señorita. ¿Me permite?
La muchachita blanca y frágil le tendió el libro y empezó a interrogarle con viva emoción:
—¿Conoce usted a Patricio Cordero? ¡Cuénteme, cuénteme, por favor, todo lo que sepa de él! El libro me está encantando, de verdad. Yo no soy muy aficionada a leer, ¿sabe usted?, siempre me ha aburrido mucho; pero este libro es diferente; lo estoy leyendo porque me lo ha regalado una amiga mía de Burgos, que lo leyó, le encantó y me lo mandó. Es tan, no sé…, tan emocional, tan real, tan la vida misma, que algunas veces me hace llorar. ¿Conque amigo de Patricio Cordero? ¡Qué casualidad! Por favor, cuénteme cómo es.
Santos se vio en la tesitura de tener que describir a Patricio. Ella quería saberlo todo de él: qué le gustaba hacer, qué era lo que más detestaba en el ser humano, sus creencias religiosas, cuál era su cualidad favorita en los hombres, con qué personaje histórico le gustaría celebrar una cena íntima, cuál era la virtud que más apreciaba en la mujer de hoy, cuál era el pecado que mejor perdonaba y con cuál era más intransigente, cuál era la comida que más le gustaba y cuál el estado actual de su espíritu.
—Como les digo, hace algún tiempo que no sé nada de él. Estudiamos juntos y luego la vida, que da muchas vueltas, nos llevó por caminos diferentes. La gente cambia una barbaridad, y yo no sabría ahora mismo contestar a todo eso que usted me pregunta, señorita.
La madre terció:
—Claro, hija; no molestes al señorito. Ya te ha dicho que se conocieron hace muchos años.
La niña recuperó la compostura inicial, bajó la vista y se acomodó en su asiento. En ese momento se hizo más evidente su extraña inclinación de los hombros. Para que la muchacha no pensara que él se sentía molesto, Santos les contó que iba a Madrid a examinarse y que, si Dios quería, ese mismo verano sería ya un señor abogado.
—Pues nosotras vamos porque aquí mi hija está muy delicada. Le dan desmayos y toses, y nos ha dicho el señor médico que se tiene que visitar del especialista porque debe de ser una ficción respiratoria.
—Mamá, se dice afección.
—¡Ay, hija, qué más dará ficción que fección! Y ya que venimos, a ver si le miran también unos golondrinos que se le han reproducido.
Santos sonrió. Emplearon buena parte de la mañana en hablar de enfermedades y achaques, y cuando llegó la hora de comer, la madre abrió una bolsa, sacó unas tarteras de aluminio con tortilla de patatas, un poco de queso, pan y unos chorizos en aceite. Por su parte, Santos echó mano al cuarto de hogaza con tortilla a la francesa y jamón serrano que su madre le había preparado.
—¿Gusta? —le preguntó la madre tendiéndole un chorizo. Santos aceptó y les ofreció unos trozos de su jamón.
—Nosotros criamos cerdos, y este jamón es de primera —les aseguró. Ellas se lo comieron encantadas y le dieron la razón. Estaba rico, sí. Conversando, conversando, dieron buena cuenta de la pitanza y, al cabo de la misma, descabezaron un sueñecito del que despertaron cuando la máquina estaba entrando prácticamente en la Estación del Norte. Hicieron los comentarios de rigor sobre lo corto que les había resultado a los tres el trayecto y se presentaron al final, en el andén, como siempre sucede en los viajes. La madre se llamaba Prudencia y la hija Rosario, pero todo el mundo la llamaba Chari. Se despidieron muy educadamente, convencidos de que no iban a volverse a ver nunca más; y hubieran celebrado la ocurrencia si alguien les hubiera dicho, cuando se dieron la mano en el andén de la Estación del Norte, que Santos y la Chari acabarían siendo marido y mujer.
«Apenas puesto a la venta el número almanaque de LA NOVELA DE HOY, se han agotado los primeros 100.000 ejemplares. Era de esperar, teniendo en cuenta que el gran novelista PATRICIO CORDERO PEREDA ha escrito otra novela llena de belleza, interés, emoción y poesía, que se titula LA GLORIA».
Mujer de Hoy (septiembre, 1926), pág. 23.
En Madrid permanecía siempre el tiempo indispensable. En las cuatro o cinco ocasiones en que había tenido que regresar por diferentes razones desde la lejana muerte de Babenberg, había realizado escrupulosamente sus gestiones y había regresado sin dar siquiera un paseo sentimental por la ciudad. Lo mismo sucedió entonces: remató por fin los últimos exámenes y regresó dos días después a Fuentelmonge. En el tren de vuelta se encontró de nuevo con la Chari y la señora Prudencia, que le preguntaron amablemente cómo le habían salido las pruebas.
—He salido contento —se limitó a contestar Santos, que no quería echar las campanas al vuelo, e inmediatamente se interesó por las dolencias de la niña.
—Para los golondrinos nos ha mandado un preparado. Del pecho, con perdón, no sabemos nada. Le ha mandado reposo y buena alimentación. Ya veremos —respondió doña Prudencia con gesto preocupado—. Le han puesto un tratamiento intensivo, y tenemos que volver el mes que viene.
El viaje de vuelta fue más silencioso que el de ida. Santos, pensando en sus exámenes; doña Prudencia, en los pulmones de la niña; y la Chari, enfrascada en La Gloria de Patricio Cordero. Sólo cuando se le fatigó la vista, cerró el libro y disertó sobre el autor:
—Este hombre conoce muy bien a las mujeres. La protagonista es tan real que sufro como si me estuviera pasando a mí lo que le sucede a ella. Por las frases que escribe, Patricio Cordero debe de ser un hombre inteligentísimo. Si no fuera porque usted le conoce, yo pensaría que es una mujer. ¿Por qué se separaron ustedes?
La señora Prudencia atajó la curiosidad de su hija:
—No le haga usted caso, que es una preguntona.
Pero Santos dijo que no le molestaba contestar y respondió que Patricio había tenido siempre una única obsesión, que era publicar una novela, y que algunas veces había pasado por encima de amigos y moral con tal de conseguirlo. Santos no decía que no hubiera que tener ideales en la vida, pero una cosa eran los ideales y otra cosa muy distinta las obsesiones, que nos obligan muchas veces a traicionar nuestros ideales.
—¿Le traicionó a usted?
—Sí —repuso Santos secamente. Y como las mujeres esperaban una respuesta más detallada, Santos hizo un esfuerzo de memoria o de imaginación, no estaba muy seguro, y amplió. Cuando las cosas le iban mal, Patricio se acordaba de todos los amigos, les visitaba, les escribía, paseaba con ellos y les lloraba. Pero en cuanto las cosas le iban bien, se olvidaba de todos. Pero Santos no quería que ellas pensaran que él guardaba rencor a Patricio. Ni mucho menos. Habían sido amigos y ahora ya no lo eran. La vida era así: todo pasaba, pero no había mal que durara cien años; así que, ahí se las dieran todas; cada uno por su lado y se acabó lo que se daba.
—Mira tu hermano —intervino doña Prudencia—. Era uña y carne con el Jeronimín, el de los Bonillas; y ahora, fíjate tú, qué lástima: desde lo que pasó en el baile, se ven por la calle y no se saludan.
Con este intercambio de experiencias y una cena frugal, que compartieron, el tren llegó a Ateca, donde se quedaban las mujeres. Antes de apearse, sin embargo, le ofrecieron amablemente su casa por si algún día se decidía a visitarlas. Esta vez sí estuvieron los tres convencidos de que era la última que iban a verse. Y todavía, si alguien les hubiera insinuado algo sobre un posible matrimonio entre Santos y la Chari, le hubieran tomado por modorro y se hubieran echado a reír. De hecho, cuando se quedó solo en el compartimento, a Santos ni se le pasó por la cabeza que le fuera a suceder lo que a partir de entonces le ocurrió, y fue que la imagen de la Chari se le apareció de improviso en esos momentos en los que la mente de un hombre se queda en blanco y sin defensas: al agacharse para coger un lápiz caído, al retirar el puño de la camisa para mirar la hora en el reloj de pulsera, al intentar recordar una fecha, al hacer una suma o al sacudirse meticulosamente por la noche, después de orinar. Y un buen día, después de que le comunicaran la superación de los exámenes, hecho ya, por lo tanto, todo un señor abogado, decidió pasarse por Ateca a visitarla. La Chari se alegró de verle mucho menos de lo que él esperaba. Doña Prudencia, en cambio, sí le recibió con júbilo y corrió a presentarle al marido y a los hijos, una hembra y tres varones, a muchos de los cuales conocía de haberlos visto en las fiestas de los pueblos. Le trataron con tanta hospitalidad y tanto insistieron en que se quedara, que almorzó con ellos, tomó café, y hasta se le echó encima la hora de merendar. Caída ya la tarde, al despedirse de la Chari en un frugal momento en que los dejaron solos a propósito, se oyó prometerle que volvería la semana siguiente.
Aunque nunca dijo nada, por aquel tiempo comenzó a rondarle la idea de hacer la mili. No era malo que en algún momento de su vida un hombre se limpiara su propia mierda y la de sus compañeros, sintiera en carne propia las injusticias impunes y las arbitrariedades, fuera víctima del abuso de autoridad, gustara el sabor del polvo y de la humillación, conociera las virtudes del orden y de la disciplina, aprendiera a limpiar un arma, a dispararla, y, en fin, experimentara eso que sólo existe en el servicio militar o en la guerra: la camaradería viril en la adversidad, la solidaridad que nace entre hombres de diferentes clases sociales frente al sufrimiento y el disfrute de pequeñas cosas como volver a casa, ver a la novia o beber vino tinto vestido de soldado con un puñado de compañeros un viernes por la tarde para celebrar el pase de fin de semana. Sin embargo, pese a su visión idílica de la mili, decidió pagar la cuota militar y emplear el año que hubiera entregado al ejército en festejar a la Chari como Dios manda. La visitó todos los sábados; y, al cabo de un año, con la misma naturalidad involuntaria de una secreción, de sus labios brotó la pregunta, y ella dijo que sí. Fue en esta época de sosiego y cierta felicidad cuando decidió echarse el pelo hacia atrás, repeinarlo al agua y dejarse bigote, un bigotito fino y elegante como el de Moreno, aquel jefe de estudios que tuvo en la Residencia de Pinar.
«Apenas puesto a la venta el número almanaque de LA NOVELA DE HOY, se han agotado los primeros 100.000 ejemplares. Era de esperar, teniendo en cuenta que el gran novelista PATRICIO CORDERO PEREDA ha escrito otra novela llena de belleza, interés, emoción y poesía, que se titula La Gloria. Segunda parte.»
Mujer de Hoy (octubre de 1926), págs. 23-24.
Estuvieron de acuerdo en no fijar la boda antes de un par de años. Igual se hubiesen dado más prisa si hubieran sabido los imprevistos que les acechaban. El primero fue la muerte del padre de Santos. Quedaba muy poco para la boda cuando tuvo los primeros síntomas que revelaron la incurable enfermedad de los pulmones que le fulminó en pocos meses. En un momento de la larga noche en que velaron al muerto, Adrián se acercó a Santos y le preguntó si él creía que Pascal se había limitado a defender teóricamente el cristianismo o si había perseguido su implantación efectiva y radical en las almas. Santos le contestó que lo segundo y se lo quitó de encima; pero al cabo de unos minutos Adrián regresó turbado. Oye, Santos, le dijo, según Kant, ¿en el dualismo entre el orden natural y el ético hay preponderancia del primero o del segundo miembro?
—Adrián, por favor, mi padre está de cuerpo presente, y no me parece que sean ni el momento ni el lugar más apropiados para hablar de filosofía.
Adrián se le quedó mirando como si no entendiera lo que quería decir, y se alejó resignado y sorprendido por las malas pulgas que empezaba a gastar Santos.
La muerte del padre le obligó a tomar totalmente las riendas del negocio porcino y a ocuparse de un triste y deshumanizado papeleo en la capital, que quiso solucionar cuanto antes. Por eso, al día siguiente del entierro tomó el primer tren para Madrid. Hizo el viaje con desasosiego no tanto por su reciente orfandad, que sintió menos de lo que hubiera imaginado, cuanto por lo que esta muerte había afectado extrañamente a la Chari. Le habían vuelto otra vez las toses y los desmayos, y el médico la había obligado a guardar cama. Santos viajó temiendo que a su vuelta hubiera que ingresarla. Sin embargo fue aquella misma noche, recién llegado al Palace, cuando un hermano de la Chari le puso una conferencia al hotel y le comunicó que su novia había empeorado, y que la madre la llevaba a Madrid al día siguiente. Santos las esperó en la Estación del Norte con un taxi listo para conducirlos a consulta. El médico recomendó que fuera ingresada una larga temporada en un sanatorio para tuberculosos que había en Santander, con un régimen severo y aire puro, si no quería una nueva y más seria recaída. La Chari lloró mucho e incluso llegó a decirle que le daba permiso para que rompiera el compromiso:
—Tú andabas buscando una mujer fuerte que te diera hijos, y te han endilgado una tuberculosa. No te dejes, huye, ahora que puedes.
Conmovido, Santos le puso una mano en cada hombro y le contestó:
—Chari, no digas tonterías. Tú eres la mujer que he elegido, y voy a casarme contigo. Ahora lo que tienes que hacer es recuperarte rápidamente para que podamos casarnos cuanto antes. Tú no te preocupes por mí, que yo te estaré esperando.
Y le dio un beso de pena en la frente, que la Chari tomó por uno de ternura y que logró ocultar su desánimo y su desazón.
Santos procuró no pensar, dedicarse en cuerpo y alma a los cerdos y a ultimar los detalles de la casa que se habían mandado construir a las afueras del pueblo. Un año pasa volando, se dijo. Pero en un año también ocurren mil sucesos imprevistos, ya se ha dicho. La muerte de su padre y el ingreso de la Chari habían sido los primeros. El siguiente fue su propia, progresiva e inevitable politización.
«Apenas puesto a la venta el número almanaque de LA NOVELA DE HOY, se han agotado los primeros 100.000 ejemplares. Era de esperar, teniendo en cuenta que el gran novelista PATRICIO CORDERO PEREDA ha escrito otra novela llena de belleza, interés, emoción y poesía, que se titula RIQUEZAS Y POBREZAS».
Mujer de Hoy (septiembre, 1928), pág. 34.
La crisis económica y el temor a los disturbios campesinos habían unido a los terratenientes y ganaderos sorianos, quienes le nombraron su representante confiando ciegamente en su título de abogado. El cargo le obligó a desplazarse frecuentemente a Madrid. Allí entró en contacto con la oligarquía de la capital, trabó amistad con políticos afines y se compró un Astra, que desde entonces llevó siempre encima. El fragor de la política, las vanidades del cargo y la emoción de las conspiraciones dulcificaron la acedía de tener una novia tuberculosa y la amargura de una boda desangelada y suspendida como un vagón en vía muerta. Entró en contacto con Romanones, con Lamanié de Clairac, con March y con Ibarra; volvió a ver al repeinado José Antonio y reconoció a Jaime Oriol, el tipo aquel al que le presentaron la noche que murió el barón Leo Babenberg, y que naturalmente no se acordaba de él. Igual participaba en reuniones secretas que acudía a tertulias políticas o a bailes de sociedad como el que una noche congregó al todo Madrid en la residencia de los marqueses de Illescas.
Carmen Muñoz, elegante y distinguida como siempre, le recibió con una sonrisa. La condesita, como se la conocía en los círculos, era el tipo de mujer que enloquecía a muchos hombres: aristócrata con inquietudes, risueña, alta y con poco pecho. La condesita le cogió del brazo y se lo llevó a un grupo donde conversaban animadamente Gutiérrez Arrese, Lola Medina, Tota Cuevas de Vera, Hernando Miraflores, Paco Motherlant e Isabelita Dato, que quería conocerle. Discutían, como casi todo el mundo por aquellas fechas, de política; concretamente sobre las próximas elecciones y la victoria, prácticamente segura, de las izquierdas, que les tenía bastante preocupados.
—Mira, yo lo tengo meditado y decidido —decía Hernando Miraflores—. Si en Madrid ganan los socialistas, me voy a Barcelona. Y si en las elecciones generales vuelven a ganar las izquierdas, me marcho a Francia, a Italia o a Estados Unidos.
—¡Vaya hombres tenemos! —se quejaba Tota Cuevas—. ¡Cómo no van a ganar las izquierdas con estos hombres! Mira, Hernando, al pueblo hay que darle libertad, pero no libertinaje. Lo que no se puede consentir es que ganen las izquierdas y nos lo roben todo como han hecho en Rusia.
—Lo que no tenía que haber convocado el almirante Aznar son elecciones municipales. En estas circunstancias hay que apretar los dientes y resistir. ¡Y si hay que fusilar, pues se fusila, coño! —opinó Paco Motherlant.
—Yo no creo que la sangre llegue al río; los políticos se ayudan los unos a los otros. Si ganan las izquierdas llegarán a un compromiso con las derechas, y no pasará nada —predijo Isabelita Dato—. ¿Usted qué piensa, Santos?
—A mí me preocupa una victoria de las izquierdas no porque nos lo vayan a robar todo, como dice usted, Tota; saben que si eso llegara a suceder, nosotros nos defenderíamos. Me preocupa porque este país no está preparado para eso. Si la izquierda llega al poder provocará disturbios voluntaria o involuntariamente —manifestó Santos.
—Por el momento, Santos, las elecciones son la única salida. La peseta está por los suelos, y usted sufre las consecuencias igual que yo; fuera ya no confían en nosotros. Digáis lo que digáis, es necesario un cambio político radical (siempre dentro de unos límites moderados) que active el intercambio comercial. Es necesario que fuera vuelvan a confiar en España —sentenció Gutiérrez Arrese. Y en ese momento Santos la vio en el centro de un grupo formado por Romanones, March, Zubiría y otros jóvenes de cabello permanentemente húmedo, entre los que le pareció reconocer al repeinado José Antonio. Sintió una cierta flojera en las piernas, una subida de los pulsos y la necesidad de sujetarse a un vaso de scotch.
Se acercó discretamente al grupo y esperó el momento oportuno para saludarla. Advirtió que tenía los puños cerrados con una fuerza desproporcionada e inútil. Pero no quiso abrirlos; pensó que si relajaba las manos todas la vísceras, incluido el cerebro, se desprenderían sin remedio.
—Lo mejor de hacer un viaje es que luego uno puede llegar a España y decir que acaba de regresar del mismo. Así que no voy a perder la oportunidad; escuchen: acabamos de llegar de los Estados Unidos —oyó que decía uno de los jóvenes. Los demás se rieron.
—Esa observación, Paco, me parece una frivolidad. ¿Es ésa la única reflexión que te ha provocado el viaje? —le reprochó el repeinado José Antonio.
—¡Oh no! También estoy encantado con la cantidad de aparatos eléctricos y con la variedad de lociones que uno puede encontrar en aquel país. Eso sin mencionar el corte de los trajes y los autos deportivos —repuso el primero, y el resto celebró aquella observación tan mundana. Animado por el éxito social de sus palabras, el tal Paco añadió:
—José Antonio: eres el compañero de viaje más aburrido que conozco. ¿Saben ustedes que se pasa el día pensando, reflexionando, y sacando conclusiones?
—¿Y qué conclusiones saca usted de los Estados Unidos? —preguntó María Luisa a José Antonio—. He comprado una casa y tengo pensado retirarme allí cuando sea una ancianita. ¿Le parece una buena idea?
—Honestamente, le diré que no, María Luisa. En mi opinión, la sociedad estadounidense está enferma desde su raíz.
—¿Pero qué estás diciendo, José Antonio? ¡Si te lo has pasado de miedo!
—Una cosa no quita la otra. Estados Unidos es un país de emigrantes internacionales, dirigido por judíos. La mezcla étnica es la esencia de su constitución social. No hay unidad, no hay solidez sobre la que levantar un sistema político justo. Las desigualdades sociales que he visto allí no las he encontrado en ninguna otra parte del mundo. Me parece un país deshumanizado, donde valores tan esenciales como la solidaridad han desaparecido totalmente a causa de la diversidad étnica. En lo que ellos llaman supermarket, que es una enorme tienda de ultramarinos, he percibido claramente el mecanismo que utilizan los judíos, cuando se adueñan de un estado, para oprimir al pueblo conservando la apariencia de libertad: el consumo. Variedad de aparatos eléctricos para que el pueblo no tenga más opción que adquirirlos todos; diferentes modelos de autos para que los americanos sientan la necesidad de conducirlos todos; infinidad de trajes que alimentan el deseo de vestirlos; multitud de lociones para después del afeitado que empujan a rasurarse una y otra vez.
—¿Y eso le molesta, José Antonio? ¿Es que ha pensado usted dejarse bigotito? —bromeó María Luisa, pero José Antonio carecía de sentido del humor.
—No, no me gustan los adornos en el hombre. Ningún tipo de adorno —repuso éste tajante.
—Pues a mí me encantan —confesó María Luisa—. Especialmente los bigotitos finos. Me muero por ellos.
—Entonces seguro que le gusta el mío —afirmó Santos a la espalda de María Luisa. Y ella se volvió.
«… cuanto más hondo, sabio y agudo sea un escritor, mayor distancia habrá entre sus ideas y las del vulgo, y más difícil su asimilación por el público. Sólo cuando el lector vulgar tiene fe en el escritor y le reconoce una gran superioridad sobre sí mismo, pondrá el esfuerzo necesario para elevarse a su comprensión. En un país donde la masa es incapaz de humildad, entusiasmo y adoración a lo superior se dan todas las probabilidades para que los únicos escritores influyentes sean los más vulgares; es decir, los más fácilmente asimilables; es decir, los más rematadamente imbéciles.»
José Ortega y Gasset, España invertebrada, Madrid, Revista de Occidente, 15.ª ed., 1967 (1.ª ed. 1921), pág. 103.
Desde que se encontraron Santos no había parado de hablar un instante. Antes de cenar, mientras paseaban por Recoletos y sin que María Luisa le hubiera preguntado nada, Santos había comenzado a contarle su vida prácticamente día a día; había continuado durante el aperitivo y no paró cuando se sentaron en el cenador del Ritz. Le habló de la Chari (cómo la había conocido, sus primeras impresiones, cuándo se dio cuenta de que estaba enamorado, cómo se lo hizo saber, qué contestó ella, las actividades que realizaban una vez que el noviazgo fue formal, etc.), del estado actual de su enfermedad (cuál era exactamente la gravedad de su tuberculosis, qué medicación estaba siguiendo, en qué sanatorio se encontraba ingresada, cuándo pensaba él que podría salir, etc.), del fallecimiento de su padre (lo que había sentido, lo inhumanos que eran los trámites post mortem, lo mucho que le hubiera gustado a su padre ver la boda de su hijo, etc.), de la crisis económica (cómo afectaban los problemas económicos del país a la cría porcina, la amenaza constante de los empleados, cuyas exigencias laborales eran desmesuradas, etc.), de su proyección política. Cuando, después de la cena, cogieron un taxi y entraron en Chicote a tomarse una copa, María Luisa aún no había despegado los labios. Esa verborrea, extraña en él, esos rodeos no eran causados ni mucho menos por una necesidad comunicativa, sino por una incontrolable histeria y por el pánico a formular la pregunta que terminó por hacer cuando ya no le quedó más vida:
—¿Y tú? ¿Sigues con Patricio?
Entonces, por primera vez en la noche, Santos la miró abiertamente. Conservaba aquella belleza serena y la hospitalidad de su mirada; había engordado ligeramente, y algunos hilos del color de la plata surcaban su melenita azul. Su sonrisa seguía siendo una obra abierta, pero dibujaba ya tres rayitas sobre el labio inferior, y otras tantas al lado de sus ojos moros, muy cerca de la sien.
—No. Eso ya es historia —le respondió; y Santos sintió no sabría decir si estupor, alivio o alegría.
—¿No tienes noticias de él?
—Lo que dicen los periódicos y las revistas: que publica libros como morcillas.
Se moría por saberlo todo: cuánto habían durado, dónde, qué habían hecho, por qué lo habían dejado; pero no juzgó prudente hacer más preguntas. Y como ella tampoco parecía dispuesta a dar explicaciones, hablaron, como era natural, de política. Daba igual. Hubiese hablado de lo que hubiese hablado, Santos no habría dormido de todos modos aquella noche. Cuando llegó al Palace con un vago acuerdo verbal para volverla a ver más adelante, se tumbó bocarriba en la cama y vio amanecer con las manos en la nuca.
No se dejó caer por el palacete de Santa Bárbara al día siguiente, como le pedía el cuerpo; logró esperar casi una semana. Al quinto día se presentó sin avisar. No había ningún auto en la entrada principal, y esto le dio mala espina y le produjo una cierta desazón. Llamó a la puerta, por si acaso; y esperó con el corazón latiéndole en la yugular. Nadie abrió. Más tranquilo, volvió a hacerlo con menos esperanzas y con idéntico resultado. Iba a marcharse cuando, en un acto reflejo, su mano se fue al pomo; éste cedió y se abrió la puerta. Santos dudó un instante, pero finalmente entró en el palacete.
—¡Hola! —gritó—. ¿Hay alguien en la casa?
Y entonces Aquiles, el mayordomo, como si hubiera estado esperando esa pequeña equivocación, apareció entre las tinieblas y le colocó entre los ojos una automática que sujetaba con ambas manos.
—Levante las manos arriba.
Santos se asustó, pero enseguida comprendió la confusión. Con las manos en alto, se identificó al mayordomo y le dio toda suerte de explicaciones para aclarar la embarazosa situación. Aquiles no despegaba los labios. Santos comprendió que el mayordomo no quería reconocerle a propósito, que estaba aprovechando la ocasión para humillarle, como había hecho en otras ocasiones.
—¡No sea usted ridículo, Aquiles! Voy a quejarme a su señora. ¡Esto es denigrante! Le he dicho quién soy y a qué he venido. Estoy citado con la señora —dijo Santos con autoridad bajando los brazos. Aquiles pareció permitirle el movimiento, pero no dejó de apuntarle.
—La señora no está en la casa. No es posible que tú tengas la cita con ella. No debes entrar jamás en esta casa sin llamar. Fuera de aquí —le ordenó obligándole a salir de espaldas. Santos hubiera querido vengarse, avergonzarle de algún modo; y buscó con rapidez una frase en su cabeza. Pero el alemán no le dio tiempo y cerró la puerta detrás de él. Tardó en recuperarse de la afrenta. Su primera reacción fue marcharse a Fuentelmonge; pero, más tarde, cuando se apaciguó, determinó quedarse una semana más y esperarla. Envió un telegrama a su madre alegando contratiempos y confusión a causa de las inminentes elecciones en Madrid, compró los periódicos, La Pasión, algunas revistas ilustradas, y se fue al Retiro.
«Apenas puesto a la venta el número almanaque de LA NOVELA DE HOY, se han agotado los primeros 100.000 ejemplares. Era de esperar, teniendo en cuenta que el gran novelista PATRICIO CORDERO PEREDA ha escrito otra novela llena de belleza, interés, emoción y poesía, que se titula LA TENTACIÓN DE LA DESDICHA».
Mujer de Hoy (febrero de 1931), pág. 45.
Tardó en coincidir con ella más de lo que imaginaba, de modo que tuvo tiempo suficiente para pensar en la mejor proposición. Volvió a verla dos semanas después de su visita al palacete, en la fiesta de los Cuevas de Vera.
—¡Dichosos los ojos! —exclamó Santos.
—¡Santos! ¿Cómo está usted?
—Feliz porque al fin hemos coincidido. Pero tutéame, por favor; me siento muy raro llamándote de usted.
—Aquiles me ha contado el incidente. Créeme que lo siento. ¡Estoy tan avergonzada! Aquiles es un hombre muy extraño.
—No te preocupes; lo había olvidado completamente. Yo nunca le he gustado; me dio la impresión de que estaba esperando una situación semejante para humillarme.
—Te aseguro que si no le despido es por respeto a Leo, que le tenía un gran aprecio.
—No le des mayor importancia. El incidente más amargo fue que no estuvieras en casa.
—Eres un adulador insoportable, Santos. ¡He estado tan ocupada estos días! Espero que no quisieras verme por nada importante.
—Verte es muy importante. Para mí por lo menos. Me marcho pasado mañana a mi pueblo (los cerdos no pueden vivir sin mí, ja, ja, ja) y quisiera pedirte un favor: tengo que encargarme trajes y zapatos, y me gustaría que me ayudaras a seleccionar la tela porque yo soy un desastre para eso. Tenía pensado invitarte a comer y que luego me acompañaras. No sé si es mucho pedir.
A María Luisa le sorprendió. Debía reconocer que esperaba una súplica de cena o algo por el estilo, pero nunca que fuera con él de compras; de modo que aceptó.
—Me encanta ir de tienda en tienda. Tú me dirás cuándo.
—¿Qué te parece pasado mañana?
—¿Pasado mañana? ¿Pero no has dicho que te vas?
—¡Ah! ¿He dicho que me voy pasado mañana? Ja, ja, ja. Deben de ser las ganas. No, no. Me voy al día siguiente. ¿Qué te parece si quedamos pasado mañana en Chicote, a la una?
—Me parece muy bien. Perdóname, Santos; voy a saludar a Tota Cuevas, que no lo he hecho todavía, y llevo aquí media hora. Hablamos luego.
Pero en cuanto María Luisa le dejó, Romanones y compañía se echaron sobre él y le tuvieron secuestrado durante el resto de la velada.
Aquella noche se metió en la cama contento y a la mañana siguiente se levantó eufórico, convencido de que había desconcertado a María Luisa con su propuesta. Ese día transcurrió entre reuniones y entrevistas políticas; se fue a la cama temprano y, desde que se despertó, al alba, no supo qué hacer para que el tiempo transcurriera veloz. Hasta las doce los minutos se hicieron largos y pesados. A esa hora entró él en Chicote, de modo que cuando María Luisa hizo su aparición una inmensa hora después, ya le aventajaba en un considerable número de dry-martinis. Habló mucho menos que la vez pasada, pero no fue por discreción o prudencia, sino porque su cerebro trabajaba a toda máquina para encontrar una transición natural que le llevara desde las tonterías al único tema que de veras le interesaba. Almorzaron en Lhardy sin que pudiera encontrar ninguna; de modo que, hacia el postre, decidió aprovechar que María Luisa mencionó a Patricio para preguntar sin disimulo:
—Me corroe la curiosidad: ¿cómo se acabó lo vuestro?
María Luisa sonrió.
—Reconozco que has tardado en preguntarlo más de lo que imaginaba —confesó; y, mientras saboreaba un delicioso helado de vainilla, le contó la siguiente historia:
—Al poco de morir Leo, nos fuimos a París. Cuando regresamos, El Sol sacó una crítica firmada por Ballestero de Martos. Para él, Los Beatles, aunque plena de aciertos prometedores, era una pérdida de tiempo y de dinero, una basura infecta, vamos. Te puedes imaginar cómo se deprimió Patricio. Al principio intentó calmarse pensando que todos los clásicos inmortales habían sido criticados en alguna ocasión. El articulito tuvo unos efectos devastadores para las ventas. Ten en cuenta que una crítica en El Sol es una orden. Siempre esperó que alguien escribiera una contraorden, pero nadie lo hizo. Pasó de aguardar pacientemente durante las primeras semanas a buscar con desesperación en cualquier publicación una reseñita, una nota a pie de página, una mísera mención. Salía por la mañana temprano y recorría todas las librerías de Madrid en busca de su novela con la respiración agitada. A los libreros ni les sonaba el título. Podemos encargarla, si usted quiere, le proponían. Volvía a casa como un perro apaleado, se abrazaba a mí y se quedaba dormido como un niño demente, preguntándose de qué valía haberse comportado siempre según los presupuestos del discurso de la hormiga. ¿Sabes tú qué es eso del discurso de la hormiga? Yo no, y empezaba a pensar que se había vuelto loco. Pepe comenzó a publicar entonces una serie de artículos bajo el título La deshumanización del arte, y a Patricio le dio por pensar que aquel serial estaba claramente escrito contra Los Beatles. Apenas comía, no escribía nada y dormía una barbaridad. Una noche me desperté sobresaltada. Patricio, empapado en sudor y con los ojos aterradoramente abiertos, gritaba frases inconexas. Tuve que pedir ayuda a Aquiles para inmovilizarle. Tenía una fiebre altísima. Le velé toda la noche poniéndole en la frente compresas empapadas en agua fría para mitigar su delirio. Hablaba con su tío Pereda, fíjate. Yo estaba segura de que se había vuelto loco; pero, a la mañana siguiente, el doctor le diagnosticó un simple desorden nervioso que se había agravado por la falta de alimento. Le recetó un régimen severo y descanso absoluto. Nada de leer y nada de escribir. Decidí llevármelo lo más lejos posible de Madrid, a una casa que tengo en el estado de Nueva York, para que se olvidara de todo; pero fue inútil. Su carácter fue avinagrándose y haciéndose violento día a día. Se pasaba las horas pensando en Los Beatles y diciendo que Pepe, Leo y yo habíamos hecho de él un fracasado. Un día, ya en Madrid, me harté y le eché de casa. Desde entonces todo lo que sé de él es por los periódicos y por esos ridículos anuncios con los que avisan que ha publicado una nueva basura. Porque lo que escribe ahora es mierda. ¿Has leído algo suyo?
Santos no contestó. Se acordaba de Homero Mur, de sus palabras y de sus predicciones, y pensaba que igual aquel profesor no estaba tan chiflado. Pero si Homero Mur estaba en lo cierto, entonces Martini le había mentido con aquello de que Patricio había matado al barón. Le desagradó entrar otra vez en el laberinto de su juventud; y determinó que para abandonarlo no había nada mejor que hablar de él, tomarlo a chunga.
—¿Te acuerdas de Martini? —le preguntó.
—El loco del parche. Sí, claro que me acuerdo, ¿por qué?
—¿Sabes lo que me dijo el mismo día que enterraron a Leo?
Notó que María Luisa se tensaba. Guardó silencio.
—Me dijo que en la fiesta de la noche anterior había sorprendido una conversación entre Patricio y tú; y que Patricio, refiriéndose a Leo, te decía que ya se lo había liquidado, ja, ja, ja.
María Luisa no se inmutó o, si lo hizo, Santos no lo percibió.
—¿Qué te parece? —le preguntó Santos en vista de que ella no respondía. María Luisa tomó aire y pensó mucho sus palabras:
—Santos, la muerte de mi marido me sigue perturbando cinco años después. ¿Por qué no hablamos de otra cosa?
—Nada de hablar de otra cosa. Vamos al sastre, que para eso te he alquilado —dijo Santos poniéndose en pie. Su instinto le dijo que había que abandonar aquel asunto y el restaurante con él.
El auto de María Luisa les condujo a un sastre de la calle Almirante, amigo suyo. La baronesa le ayudó a elegir telas y colores. A continuación fueron a Monsúriz, y Santos encargó tres pares de zapatos, cuyas pieles seleccionó asimismo María Luisa. Cuando bajó el sol, Santos le propuso caminar, y María Luisa despidió al chófer. Por el camino se entretuvieron mirando escaparates o tomando horchata de kiosco cuando la sed apretaba. Al pasar por Loewe, el comercio de paños y pieles, Santos le preguntó:
—¿Puedo pedirte un último favor? Quisiera comprarle algo a la Chari, pero no tengo ni idea de por dónde empezar.
—Cómprale un broche. Ven, yo te ayudo —se ofreció María Luisa sin dudarlo, y entró con él en la tienda. Al ver a la baronesa, los dueños salieron del mostrador y la saludaron con mucha cortesía; ella les presentó a Santos y les explicó su problema. Los dueños les mostraron solícitos un gran surtido de broches, dorados, plateados, con brillantes, con perlas, grandes, chicos, impresionantes y espantosos. Santos seleccionó cinco de estos últimos y, orgulloso de su buen gusto, le confesó a María Luisa que no podía, llegados a ese punto, decidirse por ninguno. La baronesa se apresuró a señalar el menos horrible. Los dueños y empleados de la tienda estuvieron de acuerdo: aquel broche de plata era distinguidísimo y elegante. Y entonces Santos no tuvo duda:
—Envuélvanmelo bonito, que es para mi novia, ¿eh?
Regresaron a Santa Bárbara caminando y en animada charla. A Santos le dio por recordar su infancia, le habló de los sueños y ensoñaciones que tenía de niño, de lo mucho que lloraba cuando su madre bailaba con hombres que no eran su padre en las bodas del pueblo; le habló de la tía Carmen y de cuánto le gustaban sus pies; rememoró la primera vez que llegó a Madrid, su reencuentro con la tía; y le habló de su pasión por ella y, en general, de su pasión por todas las mujeres maduras de la capital; le confesó que esto le había retrasado en los estudios; y le contó con mucha gracia que en cierta ocasión se había metido en un confesionario para escuchar los pecados de las señoras. María Luisa le escuchó divertida y se rió muchísimo con estas anécdotas tan entretenidas.
Así llegaron a la entrada del palacete. María Luisa le invitó a tomar café. Santos dudó un momento. Se sentía muy a gusto charlando con ella, y quién sabía cuándo iban a volverse a ver. Sin embargo, todavía tenía que hacer las últimas compras para su familia, despedirse de algunos amigos y preparar el equipaje; de modo que, sintiéndolo mucho, lo más sensato era que se dijeran adiós en ese momento.
—Me ha alegrado mucho que nos volviéramos a encontrar —se despidió de María Luisa tendiéndole la mano.
—A mí también —repuso ella, y le sonrió exactamente del mismo modo que lo hizo el día de la cacería, la primera vez que la vio, se acordaba perfectamente, cuando Martini se burlaba de su llanto por el ciervo. María Luisa estaba a punto de darse la vuelta, e incluso había empezado a pensar aliviada que se había equivocado con Santos, cuando éste, con aires de galán, le susurró demasiado cerca lo que ella se había temido desde el principio:
—Te he dicho una mentira. El broche no lo he comprado para la Chari; lo he comprado para ti. Te lo regalo por haberme acompañado esta tarde.
Y le tendió el estuche primorosamente envuelto. María Luisa tuvo que dilatar tanto la piel de su rostro para simular sorpresa y encanto y mucha dicha, mucha dicha; tuvo que hacer un esfuerzo tan sobrenatural para tomar en serio a aquel paleto obvio y previsible y para no romper en carcajadas por sus gestos de folletín empalagoso, que durante días le dolieron los maxilares y los tendones del cuello.
—¡Santos, no sabía yo que fueras tan donjuán!
Y Santos sonreía excitado y seductor, gustándose, gustándose pero mucho; pensando que era el mejor y que lo que venía a continuación estaba hecho.
«Estimado Dr. Moore:
»Soy lector asiduo de su revista desde hace diez años y le he escrito en otras ocasiones para compartir con usted y con sus lectores mis experiencias sexuales. Sin embargo, nada es comparable a lo que he vivido en los últimos meses y a lo que siento ahora.
»Durante mucho tiempo he estado enamorado en secreto de una mujer mayor que yo, que se llama Carmen. La conocí porque mi amigo Hipólito (Poli) y yo frecuentábamos a su marido, que era homosexual y la traía por la calle de la amargura. Cuando éste murió, asesinado por el Poli, la cortejé sin éxito. En vez de venirse conmigo, se fue a vivir con el Poli, que para eso había matado a su esposo. Decepcionado por esta reacción, abandoné Madrid por unos años con la esperanza de olvidarla y de comenzar una nueva vida. Me comprometí formalmente con una mujer de mi pueblo llamada Sagrario, pero todo fue inútil porque una fuerza superior, que no pude dominar y que no puedo describir en estas páginas, me trasladó un día, cinco años después de aquella reacción tan decepcionante que he mencionado, a la puerta de la casa de Carmen, que golpeé suavemente con mis nudillos. Ella apareció en el umbral, cerró los ojos y sonrió de un modo superior. Se acercó a mí y me abrazó con mucho cariño. ¡Fíjese que hacía por lo menos cinco años que no nos veíamos! Yo estuve a punto de ponerme a llorar y también la abracé. Carmen no me preguntó qué hacía allí ni por qué había venido. Mejor; no se hubiera creído nunca eso de la fuerza superior que no había podido dominar. Una vez en el interior de su casa, me pidió que me fuera sirviendo un dry-martini.
»—Voy a darme un baño y a cambiarme de ropa. Ponte cómodo. Estoy muy contenta de que hayas venido. Voy a avisar al servicio para que pongan cena para dos —me dijo, y salió.
»Si hubiera sabido dar saltos mortales hacia atrás, hubiera dado uno allí mismo, de lo contento que me sentía. El lugar era idóneo para ser feliz. Me encontraba en una especie de salón-biblioteca con una chimenea encendida y un temporal en el exterior. Era invierno y nevaba. Y lo más importante: Carmen estaba tomando un baño, y en unos pocos minutos íbamos a cenar los dos, solos por primera vez. Bueno, en realidad sí quise dar el salto mortal al que me he referido antes; lo que pasó fue que me hice un poco de daño en la espalda. Como no tenía otra cosa mejor que hacer mientras esperaba, me puse a mirar los libros de la biblioteca. Aunque vi algunos con dedicatorias que no me hicieron ninguna gracia, vi otros, escritos en latín; y decidí aprender latín; hojeé otros en francés y decidí aprender francés, otros en alemán y decidí aprender alemán; y es que así es la felicidad: uno no para de hacer proyectos todo el tiempo porque se piensa que va a vivir toda la eternidad. Al cabo de una eternidad precisamente bajó Carmen con una camisa y un pantalón de caballero. Ella sabe que me encanta y me excita que las mujeres vistan ropa de hombre. Propuso que no habláramos de nuestro pasado, y a mí no me pareció mal porque no tenía ninguna gana de hablar de mi novia. Mientras cenábamos estuvimos por tanto hablando todo el tiempo del presente. Luego, con el brandy, pasamos al futuro, y no sé qué sucedió. Para mí fue como cuando estuve con Sagrario en Santander y me tiré de cabeza al mar desde muy alto: tienes los pulmones llenos de aire, y de repente el mundo desaparece y lo único que hay es la vida interior y los sonidos submarinos; entrar como un clavo, alcanzar una gran profundidad y tardar en salir: los tres tiempos de un buen salto de cabeza. La besé sin gracia, entorpecido por toda la lujuria que había acumulado durante diez años. Chupé su boca como un mulo, lamí su cuello, mordí su nuca y, con una ferocidad que yo intentaba que pareciese pasión novelesca, la desnudé de los pies a la cabeza. Cuando logré dominarla (porque al principio no se dejaba), me pregunté si la estaría forzando. Entonces puse mi cabeza entre sus muslos, aparté su vello enrulado y negro, abrí los labios ayudándome de los dedos y empecé a pasar la lengua de arriba abajo. Aquellos pliegues secos como la lija se empaparon inmediatamente. Me da vergüenza decirlo, pero bueno: me ungí con ellos la frente. Luego, exploré esas recónditas cavidades que tienen las mujeres hasta que su resistencia, cada vez más atenuada, se convirtió en espasmos, hasta convencerme de que eran mis labios los que se contraían y succionaban la carne enrojecida y rezumante de Carmen. Porque es que no me lo creía. Mientras chupaba la sentí de mi propiedad. Es extraño, ahora que lo pienso, pero la posesión nunca la siento con el pene, sino con la boca. A lo que vamos: me separé de ella porque hacía tiempo que la sentía inmóvil, y la contemplé tumbada y desnuda con los ojos cerrados. Así estuvo un ratito, luego abrió los ojos y me dijo:
»—Voy a atarte. Ahora me toca a mí.
»Dicho y hecho. Sacó unas cintas y me amarró las muñecas a la cabecera y los tobillos a los pies de la cama.
»—¿Quieres saber cómo te voy a comer la polla? —me preguntó cuando ya no pude moverme. Asentí y entonces ella empezó a describirlo mientras se acariciaba y ponía su pecho cerca de mi boca, pero lo suficientemente lejos como para que no pudiera alcanzarlo.
»—Comenzaré a tocarte por encima del pantalón mientras nos besamos. Notaré que se endurece y te meteré la lengua en la boca; te desabrocharé y podré tocar tu polla y tus huevos con las dos manos. Seguiremos besándonos. Te llenaré la boca de saliva y me retiraré hacia abajo, hasta encontrarme con ella, enrojecida y suave. Le daré unos lametazos para que se acostumbre a la temperatura y me la meteré poco a poco. Primero te chuparé el glande como un caramelo de fresa y te acariciaré los cojones, que ya estarán duritos y apretados. Entrarás y saldrás de mi boca al ritmo de tus caderas; se hará tan grande que me llegará hasta la garganta, y se hará tan gruesa que tendré que abrir la boca al máximo. Algunas veces sentiré que necesito aire y me la tendré que sacar para poder respirar. Como estará cubierta de saliva, no me será difícil masturbarte mientras tomo aire. Pero en cuanto me recupere preferiré volverla a succionar. A ti te excitará ese gesto tan masculino que es empuñar una polla y meterla en una boca a punto de reventar. Luego, haré expediciones a tus huevos. Los dibujaré con la punta de mi lengua, los llenaré de saliva y recorreré una línea imaginaria que irá del escroto al frenillo. Estarás a punto, y me la volveré a meter en la boca. Subiré y bajaré cada vez a más velocidad y te presionaré suavemente los cojones cuando el primer disparo de semen me toque el paladar. Entonces notaré que un líquido denso, caliente y un poco amargo me llena la boca y se desliza por mi garganta. Cuando hayas terminado, te succionaré y te exprimiré para beber hasta la última gota de tu esperma.
»Se puede usted imaginar, Dr. Moore, cómo intentaba yo desatarme, hecho una fiera. Pero era inútil porque estaba muy bien atado. Las sienes me reventaban. Entonces Carmen me desabotonó y se fue sentando sobre mí. Empezamos a movernos y, la verdad, no recuerdo mucho más: me corrí yo primero, claro, y luego, como un minuto eterno después, Carmen comenzó sus convulsiones. Durante ese minuto me dio la impresión de que no tenía polla. Hubo un momento en que la sensación se me hizo insoportable, y quise salirme sin pensar que la iba a dejar allí, a punto. Carmen lo notó, me agarró del cuello y me ordenó que no me fuera. Continué, pues, golpeando hacia arriba con mis caderas sin variar el ritmo, convencido de que se me había consumido la polla.
»—Qué lástima que no seas mujer y no puedas correrte como yo —me dijo ya al final, desatado yo y a punto de dormirnos. ¿Se da cuenta?
»Nos despertamos abrazados, con los cuerpos adheridos por el sudor; nos besamos enteros y noté que su piel estaba salada, no sé la mía, como si acabara de bañarse en el mar.
»Durante meses he adorado su cuerpo como si fuera la Hostia. He llegado a conocer cada defecto, cada vello, cada pliegue de su piel; he respirado el olor de su vientre, de sus axilas y de sus pedos. He probado todos sus flujos, secreciones y mucosas. Un día le supliqué que me dejara cortar pelo de su coño y me lo comí como si fuera el Cuerpo de Cristo. Me he tragado su saliva, he bebido su orina, he probado su mierda y siento que podría comerme a esa mujer entera, doctor Moore, porque la amo, amo su cuerpo, amo sus desechos y quisiera tenerla dentro de mí para siempre. No hay preguntas.
»Sagitario. Madrid.»
«Historias», La Pasión, 104 (abril de 1931), págs. 28-30.
Aquella noche soñó que estaba besando a María Luisa y que mientras lo hacía se tiraba un pedo, y ella se retiraba asqueada; él negaba que lo hubiera hecho, imploraba que le creyera; pero ella le decía que él, además de guarro, era un mentiroso, y le abandonaba. La pesadilla le turbó tanto que volvió a poner un telegrama a su casa posponiendo indefinidamente su regreso. Paseó en círculos por el cuarto y mantuvo largas conversaciones con María Luisa, que se aparecía a todas horas frente a él, a sus espaldas y a su lado. Perdió la noción del tiempo; y al cabo de una semana de no ver a nadie, ni siquiera a la empleada del servicio de habitaciones, decidió romper su compromiso con la Chari y pedirle a María Luisa matrimonio.
Antes de salir del hotel se tomó cinco copazos de coñac, que le infundieron el ánimo que necesitaba para presentarse en el palacete. El auto estaba allí. Llamó y, mientras esperaba, pensó que si María Luisa no se encontraba en casa en ese momento, eso significaba que no tenía que decírselo; y que si estaba entonces era que las estrellas y la luna se habían conjuntado para que sucediera lo inevitable y triunfara el amor. Le abrió la puerta el maldito alemán.
—¿Le espera la señora? —preguntó con mala intención, pero a Santos no le importó porque comprendió que María Luisa se encontraba en el interior.
—Por supuesto que me espera. No preguntes tanto y avísala, esclavo. Pero, antes, condúceme a la biblioteca, te lo ordeno.
Por el gesto que se dibujó en el rostro de Aquiles, Santos adivinó con euforia que había conseguido molestarle. Sin embargo, el mayordomo no le hizo pasar a la biblioteca, sino a una especie de gabinete, en el que a los pocos minutos apareció María Luisa. El estupor no se había borrado aún totalmente de su rostro.
—¡Santos, qué sorpresa! En fin, supongo que ya lo sabes, ¿no?, y que por eso has vuelto. Parece que van ganando los republicanos ¡Pero no has estado ni un día en tu pueblo! ¿Cuándo has vuelto?
—No, no he vuelto.
—¿Cómo?
—Que no he vuelto, que no me he ido, que llevo una semana encerrado en el Palace y que no puedo más. María Luisa, escúchame, tengo que hablar contigo.
—Te escucho, Santos, te escucho —le aseguró María Luisa extrañada—. ¿Quieres tomar algo?
—No, no; ya he tomado bastante; sólo quiero que me escuches. María Luisa: te amo; te he amado siempre, desde el día que te vi en la cacería y me sonreíste cuando lloré por el ciervo. Cuando te marchaste con Pátric creí que me daba algo. Conseguí olvidarme de ti en Fuentelmonge, pero cuando he vuelto a verte mis defensas se han venido abajo. Lo que yo había reprimido en mi alma todos estos años ha salido a flote, y no puedo luchar contra la naturaleza ni fingir por más tiempo. Te amo, María Luisa, te amo. Te amo y quiero casarme contigo; y, si me dices que no, me pego un tiro ahora mismo —se desahogó Santos por fin; y, acto seguido, desenfundó el Astra y se la puso en la sien.
María Luisa ignoró la automática; se quedó en silencio. Miraba a un punto indeterminado, más allá de las paredes de la estancia. Su gesto no expresaba ni frío ni calor. A continuación pareció volver en sí:
—Necesito una copa. ¿De verdad que no quieres nada? —volvió a preguntar.
—Lo único que quiero es una respuesta. ¿Te vas a casar conmigo o no? —insistió Santos con el arma en la cabeza.
—Santos, no seas payaso; guarda esa pistola y acompáñame a la biblioteca; necesito un brandy —le amonestó María Luisa, muy molesta, saliendo del gabinete. Santos guardó el Astra y la siguió. Una vez en la biblioteca, María Luisa, que deseaba un brandy, se sirvió con parsimonia un scotch, y se dejó caer en una butaca. Santos permanecía de pie. Su propio discurso le había enervado, y jadeaba. Tras unos instantes, en los que meditó muy cuidadosamente sus palabras, la baronesa comenzó a hablar:
—Santos: creo que aunque ahora te haga daño, a la larga me agradecerás que sea sincera. Yo no te amo. Te aprecio mucho, incluso te tengo cariño, pero no te amo. Y aunque te amara, nunca me casaría contigo. Cuando murió Leo decidí que no sería esposa de ningún otro hombre. Él ha sido el único a quien he amado de verdad en mi vida.
Aquellas palabras mataron a Santos, que comenzó a caminar de un lado a otro de la biblioteca con las manos en la cabeza, y los ojos muy abiertos, como si fueran demasiado pequeños para percibir las dimensiones de la realidad.
—El único, ¿eh? ¿Y Patricio? ¿Por qué te marchaste con él? No te creo, María Luisa, no te creo. Si no me quieres, ¿por qué me has mirado siempre como lo has hecho?, ¿por qué me has sonreído siempre de ese modo?, ¿por qué me aceptaste el broche?, ¿por qué te has acostado conmigo?
—¿Cómo dices? ¿Acostarme contigo? ¡Yo no me he acostado contigo en la vida, Santos! Y en cuanto a tu broche, no te preocupes, ahora mismo te lo devuelvo —le contestó María Luisa estupefacta, poniéndose en pie y dispuesta a dar por terminada la conversación con aquel loco. Se esperaba cualquier reacción, incluido el suicidio, excepto ésa. Santos intentó retenerla.
—¡Suéltame! —le gritó María Luisa; y Santos cayó a sus pies.
—No, no me devuelvas el broche. Quédatelo y perdóname. Te amo tanto, te amo tanto que no sé ni lo que digo —se excusó sin poder reprimir el llanto.
—Santos: detesto las escenitas de opereta. Levántate, deja de moquear y márchate de aquí con broche o sin él, por favor.
—No, eso no. No me eches como a Patricio —le suplicó Santos incorporándose e intentando recomponer su descompuesta compostura.
—Si no te marchas ahora mismo voy a pedir a Aquiles que te eche —le amenazó. Santos la miró. ¡Estaba tan bella enfadada, humillándole!
—Acuéstate conmigo y me voy —le propuso Santos.
—¡No me toques!
Pero él ya se había abalanzado sobre ella con la esperanza de que follando se acabaran los problemas. Encontró más resistencia de la que esperaba: su lengua no pudo entrar en la boca de María Luisa, que le golpeó, le arañó, le arrancó pelo y consiguió gritar pidiendo auxilio antes de que Santos le tapara la boca. Aquiles y parte del servicio acudieron al instante. Santos no pudo usar el Astra. Entre varios le inmovilizaron, le sacaron de la casa y en un oscuro callejón próximo a la plaza de Santa Bárbara, que a esas horas estaba ya atestada de público, le patearon hasta que perdió el sentido.
—En cuanto se ha proclamado oficialmente el triunfo de la República, ha empezado a lanzar gritos contra ella y ha mancillado una bandera —explicaron a todo aquel que se paró a preguntar las razones de semejante tunda. Muchos entonces parecían entenderlo y continuaban alegres camino de la Puerta del Sol, entonando el himno de Riego.
Cuando recuperó la consciencia, pudo arrastrarse a duras penas hasta un viejo portal. Le pareció que había gente. Le pareció que eran vagabundos. Le pareció que hablaban de él. ¡Hostia puta!, le pareció que decían ¿no es éste el cabronazo que nos quemó el campamento hace siete u ocho años? ¡Vaya memoria que tienes! ¿Tú no sabías que yo estudié tres años de sociología en la Sorbona?; se me desarrolló muchísimo la capacidad mnemotécnica o retentiva; te puedo jurar por mis muertos que es él, lo que pasa es que se ha dejado bigote; aunque no había mucha luz, me fijé en su cara, porque estaba seguro de que acabaría encontrándomelo; ¡vamos a matarle!, le pareció que proponían; y le pareció que le pateaban, pero también pudo ser su corazón, que latía con fuerza en las sienes; y es posible que las conversaciones fueran fruto de su desordenado pensamiento, que no alcanzaba a comprender muy bien lo sucedido. Tardó en ser dueño de sus pensamientos y sensaciones. Le dolían todos los huesos y notó su cara pegajosa. Intentó incorporarse y un pinchazo en el costado estuvo a punto de tumbarle de nuevo. Buscó respaldo, y allí se quedó, apoyado contra una pared, roto, hasta que se sintió con fuerzas para ponerse en pie. Lo hizo con esfuerzo y se tentó el vientre. El tacto del Astra le tranquilizó y le dio fuerzas para echarse a andar. No entendía por qué las calles estaban inundadas de gente. Sin duda estoy delirando, se dijo. Sólo así consiguió explicarse la existencia de aquellos energúmenos vociferantes, de cuerpos sebosos, que sonreían grotescamente mostrando dientes carcomidos por el sarro, las caries y los restos fermentados de comida. Buscó una fuente y se refrescó la cara. El agua sin embargo no disipó, como esperaba, la alucinación. Todo lo contrario; la multitud se le figuraba cada vez mayor; vio al chófer mestizo de Leo, que le insultó; y a Manuel, el secretario de La Moratilla, que le llamó señorito de mierda; se cruzó con aquel camarero del Rector’s Club que les dijo todo está pagado, pero no entendió muy bien qué le gritaba. Al llegar a la Gran Vía abandonó a la masa, que parecía encaminarse a Sol, y dirigió sus pasos a la Estación del Norte, dispuesto a pagar lo que fuera por un billete a Pozuel. Pero los empleados se negaron a atenderle porque aquel doce de abril, dijeron, era un día de fiesta para todos los trabajadores españoles.
Se alejó de la ventanilla sin entender lo que estaba sucediendo. ¿Sería posible que estuviera en el interior de una pesadilla? Se pellizcó, pero el escenario no desapareció. Bajó al andén y se sentó en un banco. Destartalado como un auto sin gasolina, con la mirada clavada en la punta de sus zapatos sucios, confuso como aquel boxeador fuera de combate, fue entendiendo poco a poco. Madrid. Doce de abril. Elecciones. Trabajadores. Fiesta. República. A continuación repasó en secuencias lo ocurrido en el palacete, las palabras de María Luisa y todo lo demás. A medida que las imágenes se sucedían delante de sus ojos y que todo cobraba sentido, el dolor fue disminuyendo en una proporción inversa a la de su vergüenza. La sintió subir ardiendo desde el escroto hasta el cerebelo. Tenía que pedir perdón.
Se echó a la calle de nuevo, y en la explanada de la estación cogió un taxi. A la plaza de Santa Bárbara, dijo. El taxista se hacía pasar por francés y era del tipo parlanchín. Durante toda la carrera, especialmente larga a causa de toda la gente que había ocupado la calle, no cesó de emitir máximas sobre la situación política y sobre lo nefasto que era el triunfo de los rojos. Santos ni siquiera le escuchaba. Al llegar comprobó que el auto de María Luisa no estaba frente a la puerta principal. Ni siquiera se apeó del taxi; estaba dispuesto a recorrer Madrid de arriba abajo en su busca; viajaría hasta La Moratilla si era preciso. Fue al Rector’s, al Casino, al Aeródromo, al Círculo, a todos los restaurantes y cabarets donde imaginó que podría estar. Persiguió febrilmente su rastro sin resultado. A qué grado de degeneración había llegado, en qué depravado se había convertido para haber sido capaz de hacer lo que había hecho. Por su parte, el taxista no paraba de insultar a los rojos que invadían la calzada; y a Santos le dolía cada vez más el costado.
—Pejseguí a una mujej es igual que pejseguí a un pájago, señoguito, ¿cómo va tú a pejseguí un pájago? —sentenció el taxista con un acento francés que de pronto le resultó insufrible. Tiró del Astra, se la puso en la yugular y gritó:
—¡O se te quita el acento o te lo quito de un tiro, gilipollas! Anda, cállate y llévame otra vez a la plaza de Santa Bárbara. Y como tardes más de diez minutos, te vuelo la cabeza. Si tienes que atropellar republicanos, los atropellas.
Riadas de personas circulaban a derecha e izquierda del auto detenido y golpeaban festivos la chapa del capó y las ventanillas. Santos montó la automática.
—¡Te he dicho que arranques o te vuelo la cabeza!
Había decidido esperarla en el palacio, de modo que, cuando estuvo frente a la puerta, su mano fue directa hacia el pomo con la esperanza de que la puerta hiciera lo que finalmente hizo: ceder y abrirse. Santos se preparó el Astra por si el mayordomo le aguardaba con otra sorpresita, y entró con sigilo. El interior estaba oscuro y el palacete parecía completamente vacío. Sólo se oía, provenientes del exterior, amortiguados, incesantes cánticos políticos. Ya iba a volverse Santos sobre sus pasos cuando oyó un murmullo tras una puerta en la que no había reparado hasta entonces, situada en un extremo del recibidor. La abrió con cuidado y ante él apareció un largo pasillo. Contuvo la respiración y aguzó el oído. Alguien escuchaba la radio en una de las estancias que se abrían a derecha e izquierda. Caminó con cautela, y, según se acercó al fondo, la voz de un locutor se hizo cada vez más nítida. Sigiloso, convertido en sombra, inspeccionó, uno a uno, en todos los cuartos. Así llegó al final del pasillo. A la derecha se abría la última pieza, de cuya puerta entornada salía nítidamente la voz del locutor anunciando la marcha del rey Alfonso XIII. Santos se asomó con el máximo sigilo y vio a Aquiles sentado de espaldas a la puerta, en camisa, a un palmo de la radio. Entonces tuvo la idea. Primero se aseguró de que en la estancia no había persona alguna, excepto el alemán; se situó bajo el umbral, a un metro escaso del mayordomo; empuñó el Astra con las dos manos; flexionó las piernas; aguantó el dolor del costado y le chistó. Aquiles se volvió sobresaltado.
—Mira. He entrado sin llamar. ¿Qué te parece? —le anunció con una jovialidad exagerada, notando la amplitud de su propia sonrisa. Las dos pupilas de Aquiles se movieron hacia el cañón de la automática, y así, bizco, se cayó muerto hacia atrás aquel cabrón con un agujero entre ceja y ceja que a Santos le pareció formidable.
Se olvidó del dolor en el costado. Liquidarse al mayordomo le proporcionó una euforia vesánica, y corrió por el palacete sin saber muy bien qué hacer ni adonde ir. Pensó quedarse a vivir allí para siempre o aprovechar que ya era un asesino para matar también a María Luisa, en vez de pedirle perdón. Atravesó el salón de baile donde hacía muchos años, la noche que murió Babenberg, se había celebrado aquella lejana fiesta de la primavera. Con todas las luces apagadas, el escenario que tantas veces había visto en las litografías de Mujer de Hoy no parecía tan grande. Los divanes vacíos, el ambigú desnudo, la tarima de los músicos desierta, todo tenía el aspecto triste de un circo abandonado. Recordó a las Women con los pechos al aire y al repeinado José Antonio, a quien conoció allí. Subió al piso de arriba; se quedó un instante en el umbral del cuarto de las orgías y se acordó de la vellosa Múlder. Buscó la alcoba de María Luisa, entró en ella y abrió cajones y cajones hasta que dio con su ropa interior. A dos manos se la echó por encima como si fuera el agua fresca de un limpio manantial. Luego, inspeccionó detenidamente todas sus bragas, las olió y pasó la lengua con deleite por la parte delantera. Cuando se cansó de jugar al fetichista, bajó de nuevo y rememoró sus bailes con Esperanza, y también la amargura que sintió cuando vio el beso de revista entre Pátric y María Luisa. Se dirigió a la biblioteca y por el camino se topó con una acogedora salita de mullida alfombra, algo recargada de óleos, en cuyo centro había una pequeña mesa. El maldito cenador, se dijo; y contempló la mesa bajo la cual María Luisa y Patricio debieron de rozarse los pies por vez primera. Y fue entonces, al figurarse el pie descalzo de María Luisa, cuando empezó a preguntarse qué sucedería si prendiera fuego a toda esa mierda, a la alfombra, a la mesita y a los óleos; y qué sucedería si en ese momento quemara no sólo ese coqueto cenador, sino todo el palacio de Santa Bárbara, con sus tapices, sus obras de arte y las bragas de María Luisa esparcidas por el suelo de su alcoba; qué sucedería si incendiaba el fondo de los daguerrotipos que tantas veces había contemplado boquiabierto, el origen de sus desdichas juveniles, la raíz de su infelicidad, la casa de la mujer más fabulosa del mundo; qué pasaría; qué pasaría, eh; qué pasaría. Y mientras gritaba esto, había acercado ya un mixto a las cortinas y éstas habían tomado ávidamente la llamita como si la hubieran esperado desde siempre. Con qué alegría bailó el fuego en aquella estancia. No se privó. Fue visitando habitación por habitación, prendiendo colchas, cortinas y muebles y sintiendo, según lo hacía, excitación —mucho mayor que la experimentada tras el asesinato—, consuelo y esperanza. Desaparecido el palacio de Santa Bárbara, volvería a empezar de nuevo esta vez con bastantes más posibilidades de ser feliz.
Cuando todo el edificio era ya un gran incendio, salió de allí y se alejó renqueante oyendo a lo lejos los primeros gritos de fuego, fuego. Mientras buscaba desesperadamente un taxi empezó a sentir frío, un frío desproporcionado, como si estuviera muerto. Se preguntó si le habrían inoculado un veneno durante la paliza, si María Luisa habría decidido exterminarle como seguramente había hecho junto a Pátric con el pobre barón. Por fin apareció un auto de alquiler. Lo paró, se montó y dijo:
—A Santander.
—No conoscó esa callé —repuso el taxista con acento francés.
—No es una calle, es una provincia, gilipollas.
—¡Hostiá, señoguitó! No puedo llevajlé a una provinsiá.
—Tengo dinero para pagarte la ida, la vuelta y el taxi entero —le espetó Santos tirándole a la cara un billete de quinientas pesetas.
—No, no, no, señoguitó, no, no, no.
No sabía por qué se acordaba entonces de Martini. ¿Le había dicho él que era muy fácil matar después de hacerlo una vez? ¿O había sido el Cantos? Ninguno de los dos. Lo estaba experimentando él mismo en carne propia. No le costó nada, pero nada, sacar el Astra de nuevo y pegarle al taxista afrancesado cinco tiros en la nuca, que le dejaron seco. Echó el cuerpo a la calle de un patadón y se marchó de allí, raudo y veloz, camino de Santander.
«Apenas puesto a la venta el número almanaque de LA NOVELA DE HOY, se han agotado los primeros 100.000 ejemplares. Era de esperar, teniendo en cuenta que el gran novelista PATRICIO CORDERO PEREDA ha escrito otra novela llena de belleza, interés, emoción y poesía, que se titula LAS POBRES HERMANAS ORTIZ: DE HONRADAS, NADA».
Mujer de Hoy (abril de 1931), pág. 45.
En el pueblo y en la familia se comentó durante muchos años aquella machada, que llegó a convertirse en leyenda. ¡Cuántas veces contó la Chari que abrió la puerta de una patada, que le vio aparecer en el umbral, todo sucio, descamisado y sin afeitar; y que le ordenó Chari, levántate y anda, coge tus cosas! La Chari dice que en ese momento se curó. Esperó a que se aviase, y cuando las monjitas que pululaban a su alrededor protestando por semejante atropello se pusieron muy pesadas, Santos agarró a la superiora del pescuezo, la alzó y le dijo algo al oído que la Chari no pudo oír. Cuando dejó de levitar, tenía mudada la color y se llevó espantada a todas sus hijas. ¿Qué le dijo usted, Santos, qué le dijo?, le preguntaron en el pueblo durante muchos años; pero él siempre mantuvo que no se acordaba. La Chari asegura que las únicas palabras que Santos articuló durante el viaje de Santander a Fuentelmonge en un taxi matrícula de Madrid fueron «prepara lo que tengas que preparar porque pasado mañana nos casamos por mis cojones». Esto era un miércoles. El viernes siguiente ya eran marido y mujer.
A Santos la boda le proporcionó una desconocida y reconfortante sensación de seguridad. La vida con la Chari no fue ese regreso en silencio tras la derrota en que se van convirtiendo los matrimonios con el tiempo. Ellos no podían volver desde el deseo hasta la piedad porque nunca llegaron al primero. Por eso tuvieron que trazar el camino inverso. Se casaron sin asco y sin lujuria, sólo por los cojones de Santos, y poco a poco, con fe, fueron haciendo el camino que otros cubren rápidamente antes de la primera noche. Ya que estaban casados, hicieron lo posible por desearse.
Por lo demás, Santos se fue adscribiendo a un vivir ordenado. Se levantaba temprano y daba un largo paseo hasta la Cañada Seca, hasta Torlengua o Cañamaque. Paseando por la veguilla nadie podía hacerle daño. Almorzaba, como se decía en Fuentelmonge al desayunar, huevos, torreznos y café. Se encerraba con el administrador hasta el mediodía. A las dos, la Chari le ponía la comida y él encendía la radio para oír las noticias; y después de comer se echaba un poco. A las cinco volvía al despacho para contestar la correspondencia. El matrimonio recibía a la hora de la merienda. Los habituales eran María Elena, la hermana de la Chari y Adrián. Después de haberse relacionado durante su juventud con personas que le sobrepasaban en ambición y capacidades, charlar a media tarde con un hombre como él, bueno, sencillo, sin especial inteligencia y sin aspiraciones desmesuradas en ningún campo, le sirvió a Santos de bálsamo tonificante y de inmejorable fondo para su capacidad mimética.
Si a la hora de la merienda no había visita, bajaba al casino a echar una partidita de subastado o iba a ver las obras de otra casa que se estaban construyendo cerca del río Nágima. Cenaban a las nueve y, antes de acostarse, bajaba una hora al bar, donde se encontraba con los hombres de su quinta que venían del campo reventados como toros. Al principio le costó entrar en aquellas reuniones, donde los hombres se tratan con la rudeza de la camaradería rural. Había que conocer sus claves, sus giros expresivos, y padecer los problemas del campo para no ser despreciado por marica o extranjero. A Santos le consideraban extranjero y señorito, pero a fuerza de echar con ellos parrafitos de macho y de convidarles a cerveza embotellada y a gaseosas El Laurel de Baco, le fueron admitiendo y considerando de los suyos. Le ayudó mucho la machada de la boda, que le obligaban a contar una y otra vez:
—¡Coño! Díganos lo que le dijo a la monja, Santos —le pedían, pero él aseguraba que no podía acordarse.
Cuando terminaron la nueva casa, que tenía chimenea, pasaba las tardes de invierno con la Chari frente al fuego, que le provocaba pensamientos que a él le parecían profundos. Una noche colocó la madera en forma de pira sobre una hoja de periódico arrugada, prendió un mixto y lo acercó al papel por varias partes. Apagó el fósforo agitando la muñeca y dejó la barrita de cera con la cabeza chamuscada sobre un cenicero. Durante dos horas miró hipnotizado las llamas, que bailaban espasmódicas. Al cabo de ese tiempo, se dio cuenta de que aquel fuego tan vivo había nacido de la cerilla prendida dos horas antes; se volvió a mirarla y le pareció que estaba muerta con la cabeza quemada. Sin embargo, las llamas de la chimenea, cada vez más vivas, eran en cierto modo el fuego del mixto muerto. No supo extraer una reflexión general, pero el rumor de sus propias cavilaciones no sonaba mal, le complacía, le adormecía y le dejaba satisfecho. Hubo un tiempo en que quiso ser de la piel del diablo o de la ley del viento; pero frente al fuego comprendió que era de natural sedentario y, en el buen sentido de la palabra, bueno. Empezó a pensar en tener un hijo.
Pasaron lentos los días y los años, y del manso discurrir en que se convirtió su vida sólo le extraían, de vez en cuando, las entrevistas, los nuevos libros y los relatos de Patricio Cordero, que con alguna frecuencia aparecían en las revistas que recibía su mujer, y que él, de cuando en cuando, hojeaba.
—TITA MIRANDA: Apenas puesto a la venta el número almanaque de LA NOVELA DE HOY, se han agotado los primeros 100.000 ejemplares. Era de esperar, teniendo en cuenta que el gran novelista PATRICIO CORDERO PEREDA ha escrito otra novela llena de belleza, interés, emoción y poesía, que se titula PEPITA, LA PERDIDA. ¿Cuándo comenzó a escribir?
»PATRICIO CORDERO: Escribo desde que tengo uso de razón. Pero me propuse escribir mi primera novela el año que llegué a la Residencia. Se llamaba Los Beatles y no ha tenido, creo, el reconocimiento que merece. Hasta entonces había escrito cuentos y poesías, pero fue en la Residencia donde decidí ponerme manos a la obra y terminar una novela.
»TM: Fue una decisión loable, si tiene usted en cuenta que lo que entonces se llevaba era precisamente escribir poesía y teatro.
»PC: Tiene razón. Escribir una novela era una tarea de ancianos; era como de Galdós o de Baroja, que para los jóvenes de entonces eran la encarnación de lo rancio, de lo autóctono, de lo putrefactamente español. Para estar a la altura de los tiempos había que ser joven, ligeramente extranjerizante y vagamente homosexual.
»TM: Pero usted decidió liarse la manta a la cabeza y escribir historias casi reales de doscientas o trescientas páginas, aunque semejante empresa estuviera pasada de moda. ¿Cómo fue capaz?
»PC: Me levantaba a las cinco de la mañana todos los días; me preparaba un café bien cargado y escribía hasta las nueve. Cuando llegué a la Residencia, mi propósito era no hacer ni un amigo; sólo escribir mi novela. Cuando llevaba un mes así, vi que era imposible o, por lo menos, que era imposible para mí estar solo, sin nadie. Tuve algunas aventuras; pero lo que yo quería era una relación estable. Hice varios amigos.
»TM: ¿Qué dijeron estos amigos cuando les enseñó su primera novela?
»PC: Creo que no la leyeron nunca. Y si lo han hecho posteriormente, no tengo constancia de que les haya gustado o disgustado. Los amigos no se imaginan cuánto pone uno de sí mismo en su primera novela.
»TM: ¿Cuánto? Díganoslo usted.
»PC: Todo.
»TM: En sus novelas, la mujer siempre es, de una u otra manera, protagonista. ¿Por qué ese interés en nosotras?
»PC: La mujer me fascina. La considero una criatura más interesante, en términos literarios, que el hombre; posee más pliegues psicológicos y, por lo tanto, tiene más rendimiento novelístico.
»TM: ¿Cuál cree usted que es el futuro de la mujer española en el siglo veinte?
»PC: Soy optimista. Creo que va para arriba. Hace tres años ni siquiera podían votar, y hoy, ya ve, ejercen su derecho igual que los hombres. Las mujeres accederán poco a poco a todos los puestos que hoy se consideran tradicionalmente masculinos. Probablemente, la sociedad, que es machista, se defenderá desprestigiando económicamente las posiciones que vayáis conquistando. Pero será un fenómeno pasajero.
»TM: Háblenos de su última novela.
»PC: ¿A cuál se refiere?
»TM: A Pepita, la perdida.
»PC: En Pepita, la perdida abordo precisamente esta problemática. Josefina Borátegui es una mujer de clase media que quiere estudiar para médica contra la opinión de su familia y de la sociedad. Se marcha a Madrid, pero su hermanastra pone en circulación la mentira de que es una perdida en Barcelona. No quisiera revelar el final del libro, pero puedo decir que ofrece una visión sin tapujos de nuestra sociedad, de la mujer de hoy y de la lucha entre la realidad, encarnada en la carrera de Medicina, y la falsedad hipócrita, encarnada por el falso rumor de la hermanastra.
»TM: ¿Es usted un escritor consagrado?
»PC: No creo.
»TM: ¿Cuándo se es un escritor consagrado?
»PC: Cuando en las historias de la literatura ponen un espacio en blanco tras el año de tu nacimiento.»
Mujer de Hoy (julio de 1935), pág. 23.
Estos sobresaltos, sin embargo, no eran nada comparados con los que día a día le deparaba la situación política. Ésta sí que empezó a amenazar seriamente el bienestar que con tanto esfuerzo había conquistado. Seguía en contacto con Lamanié, con Romanones y compañía, que le mantenían informado por carta y por teléfono del progresivo deterioro de la patria. Además, siempre los veía cuando iba a Madrid como representante de los agricultores y ganaderos sorianos, y le regalaba a cada uno un jamón de bellota.
Romanones debió de llamarle al principio de la primavera porque las voces de los niños en la calle se oían aquella tarde por primera vez después del oscuro y silencioso invierno. El último sol vespertino entraba abiertamente por las ventanas dibujando franjas luminosas sobre los libros de cuentas, que dificultaban su consulta y el cálculo de las operaciones. Estuvieron hablando media hora sobre las reformas económicas del Gobierno de Azaña, sobre la situación en Asturias y en Cataluña. Le notó preocupado y pesimista. Había que hacer algo, dijo Santos. Para eso te llamaba, repuso Romanones; tengo un plan, pero quiero consultarlo con vosotros, y no es cosa de hablar por el teléfono; ¿qué te parece la próxima semana? Le parecía.
Dicho y hecho. La siguiente semana estaba en Madrid almorzando con ellos en un reservado del Palace, donde Santos se alojaba siempre que bajaba a la capital. Se pasaron toda la comida echando pestes del Gobierno. Después del postre, mientras saboreaban una copa de brandy y encendían unos habanos que Lamanié acababa de traer de Cuba, Romanones, que se caracterizaba por tener soluciones fáciles para problemas difíciles, dijo que su plan era matar a Azaña y que muerto el perro se acababa la rabia. Había encontrado a alguien dispuesto a hacerlo por dinero. Por mucho dinero, para ser exactos, dijo. ¿Quién era ese tipo? Un amigo de José Antonio, un fanático.
—Por cierto, ¿dónde está José Antonio? —preguntó Urquijo.
—José Antonio no quiere ni oír hablar de nada que no tenga que ver con su partido. Está como un niño con zapatos nuevos, pero me ha dicho que ve con buenos ojos nuestra acción. Él ha sido el que me ha recomendado a este tipo que se llama Martiniano Martínez, ¿te suena, Santos? Él dice que te conoce. Estamos citados con él dentro de un par de horas en la cafetería del hotel.
La tertulia del Jute había cambiado mucho. Nadie hubiera imaginado que la fusión de las tertulias pudiera dar los excelentes resultados que finalmente dio. Habían pasado muchos años desde que el señor Iglesias, ahora muy anciano, subiera las escaleras acompañado de Tunidor para proponer la unión. Desde aquel día la mezcla explosiva había estado a punto de estallar en un centenar de ocasiones, pero al final siempre se había alcanzado un acuerdo. Con todo, la táctica de invitar a gente de nombre había resultado provechosa, y la tertulia contaba veinticinco tertulios, muchos de los cuales eran jóvenes promesas o nuevos valores, como decía don Carlos Hernando. Pero aunque las caras eran nuevas, habían conseguido mantener su idiosincrasia, la original división entre maximilianistas y carlistas. La última vez que estuvieron al borde de la guerra civil había sido hacía bien poco, a raíz del debate sobre si invitar o no de nuevo al exquisito poeta y refinado prosista Juan Ramón Jiménez. La facción maximilianista no estaba interesada en dejarse más dinero en el poeta puro. Los carlistas, en cambio, veían con buenos ojos la invitación y, tras numerosas reuniones, habían ganado la votación por escaso margen. Así pues, por sólo cuarenta duros, Juan Ramón Jiménez acudió al Jute por ducentésima vez.
El paso del tiempo había encanecido ligeramente la perilla del poeta puro, quien, por lo demás, seguía teniendo aspecto de hipnotizador con sus profundas cuencas oculares y la comisura de los labios derrotada, en gesto de amargura o pesar.
Quien sí había envejecido mucho, en cambio, era don José Moreno, que le presentó aquella tarde a todos los tertulianos, quienes, por otra parte, ya le conocían. Moreno había abandonado la jefatura de estudios de la Residencia por problemas de salud y había aceptado la oferta que le hizo don Carlos Hernando de asistir todos los días a su tertulia por unas perrillas que no le venían mal. Moreno había presentado tantas veces a Juan Ramón dentro y fuera del Jute, que no podía evitar un cierto tono de hastío, mortecino y sedante, que daba a su introducción aires de letanía:
—Ningún poeta se ha consagrado tanto a su arte como Juan Ramón Jiménez. Para él la poesía es un medio de buscar la salvación personal, lo que hace su obra difícil y, para algunos lectores, irritante por su autoanálisis tan completo y a veces tan hermético. A pesar de que su inveterada costumbre de corregir, suprimir y reordenar selectivamente su inmensa producción poética demuestra hasta qué punto le preocupa cómo ha de leerse su obra, en último término para él la comunicación es algo secundario. Hoy tenemos la oportunidad y el honor de poder escucharle. Muchas gracias, maestro.
Aunque era sabido que le molestaban mucho los ruidos, el de los aplausos no parecía hacerle el más mínimo daño. Juan Ramón agradeció las muestras de cariño, y leyó poesías durante una hora, algo molesto por los ronquidos del señor Iglesias, que estaba ya muy mayor y se pasó el recital durmiendo a pierna suelta. Tras la interesante lectura, se abrió un espacio para el diálogo. El primero en intervenir fue un nuevo valor de la facción carlista que se llamaba Almudeno Heras:
—Quisiera preguntarle si todo lo que hay en su poesía de claridad, de gusto por la palabra exacta y obsesión por la identidad entre palabra y cosa, de perístasis en suma, es así. Per ístam: ¿sabían ustedes que Cefeo es una constelación boreal próxima a la Osa Menor, y que, sin embargo, cefea es la comida que buscan los cerdos hozando en la tierra? ¡Fíjense ustedes!, una a, una simple a contiene la infinita diferencia que va de la tierra al cielo, de la estrella al cerdo, lo cual, si corremos los siglos hacia atrás, puede remontarnos a toda una serie de tradición poética en la vanguardia de cada siglo, que no distingue, que no observa, que no juzga oportuna ni pertinente la distinción entre poeta religioso y poeta no religioso; distinción que, en otro orden de cosas, nos llevaría muy lejos, y estoy pensando, per ístam, en fray Dominico de las Heras, pariente mío a la sazón, y en toda esa tradición de monjes saltarines como fray Román de la Campa y santa Jerónima de las Calles, que no tiene que ver con el deseo de cosificar la palabra; o, por mejor decir, de atrapar la ballena histórica, como vulgarmente se dice, en pos de una poesía de la cosa, que ya no tenga relación con la cosa, sino que sea la cosa en sí y para sí, reflexiva, autónoma, pandemónica, por decirlo de una manera que algunos tacharán de vanguardista. Pero no me importa que alguno de los aquí presentes piensen que la manera que tiene usted de escribir sea ésta o la otra, por simplificarlo un poco.
Se hizo un silencio un tanto incómodo, ya que muy pocas personas solían entender las preguntas-discurso del Almudeno.
—Níontiendo una palabra —confesó Jiménez.
—¿Cuál? —preguntó atento el Almudeno.
—El maestro quiere decir que no comprende el alcance de tu pregunta —le aclaró don Carlos Hernando. Pero Juan Ramón tampoco quería comprenderlo; por eso, antes de que el Almudeno abriera la boca, como si dijera ¡arriba España!, sentenció:
—La poessía eh eterna siempre y sanseacabó.
A continuación, todos esperaron pacientes el juego lúdico de Eleazar Pulido.
—Me van a permitir un pequeño juego lúdico con el maestro Juan Ramón Jiménez —pidió Eleazar Pulido como si fuera la primera vez—. Si la literatura, con mayúscula, es traducción, ¿qué es la poesía?
—La poessía eh la verssión orihiná díessa tradussión.
—¿Y si la literatura es forma?
—Entonsse la poessía eh essenssia.
—¿Y si técnica?
—Arte.
—¿Y si vida?
—Muerte.
—¿Y si muerte?
—Vía.
—¿Cómo?
—¡Vía!
—¡Ah!, vida. ¿Y si historia?
—Literatura.
—Y si agua.
—Sanjre.
—¿Y si dejan de decir mamarrachadas? —preguntó Amadéus, que ahora se hacía llamar por el apellido, Leguazal, y que desde sus posiciones futuristas había ido evolucionando hacia presupuestos más cercanos a la poesía política. Había perdido pelo y se había deshecho del anillo en el meñique, pero seguía fumando como un carretero. Amargado por la falta de reconocimiento, a Leguazal se le había ido avinagrando el carácter, y había ido adquiriendo modos de resentido. Además estaba harto de Juan Ramón Jiménez, de don José Moreno, de Carlos Hernando, y aquella tarde tenía ganas de pelea:
—Estamos en una crisis económica sin precedentes, con desigualdades sociales cada vez mayores, con disturbios en media España, y usted sigue con su cantinela de la poesía pura. ¿Por qué no se moja un poco, maestro? ¿Por qué no se compromete con su tiempo, maestro? ¿Por qué no se mancha, don Poeta Puro, con palabras como solidaridad o revolución proletaria?
—Pocque tó loh políticoh sson unoh sinverjüensa. Loh de deresha y loh díicquierda. Y ademah, níottán preparao. ¿Utté pondría ssuh ssapatoh en manoh de arjuien que no fuera ssapatero? ¿Y ssu pelo en lah de arjuien que no fuera maettro barbero? ¿Uttéh deharía ssu assuntoh legaleh ar cuidao de arjuien que no fuera abogao professionah? No, ¿verdá? Pué mire utté: ette paíh no tiene inconveniente en depossitá la reh pública en manoh de arjuien quíapenah tiene ettudioh, como sson los ssindicalittah y demáh hentussa anacquitta y populá.
—¡Habla usted como si el Rey, los curas y los militares fueran unos especialistas en Fenomenología del Espíritu! —le reprochó Ventura Tunidor—. ¿Qué propone usted? ¿Que les hagan un examen para dedicarse a la política?
—Efettivamente. Nada de elesiones. Un buen esamen en el que demuettren si tienen o no una sólida formación técnica y humaníttica.
—Y usted sería el examinador, ¿verdad? Usted se cree muy puro y muy perfecto, pero usted es tan humano, o más que los presentes. Su poesía es inservible, absolutamente inútil. El mundo sería igual, o mejor, si usted no hubiera escrito un solo verso —le gritó Leguazal.
—¡Por favor! ¡Una cosa es libertad y otra muy distinta libertinaje! —advirtió don Carlos Hernando—. Vamos a tener libertad de opinión, pero vamos a tenerla siempre dentro de unos límites, ¿eh? Y vamos a tener un poco de respeto por nuestro invitado —exigió don Carlos Hernando.
—Juan Ramón Jiménez no es invitado mío, sino suyo y de los carlistas, como todos los que han venido por aquí en los últimos tres años. He callado durante este tiempo porque soy afecto a los míos, pero después de cinco años de injusticia y abusos, ya no aguanto más. ¡Estoy hasta las pelotas de que sus amigos nos roben, Hernando! —estalló Leguazal.
A don Carlos Hernando le pareció que aquel infeliz iba demasiado lejos, que ya estaba bien y que no iba a morderse más la lengua:
—Por su boca habla el resentimiento, Amadéus; y no me extraña porque con una biografía como la suya es para estar amargado: tiene usted cincuenta y tantos años y no ha hecho nada en la vida excepto fumar con mucho boato por esa boquilla de nácar. Por eso me sorprende que, siendo como es un don nadie, se atreva a hablar con ese tono de infante terrible. Tenga usted un poco más de decencia, haga el favor.
—¡Y usted haga el favor de cerrar la boca! Porque si usted la abre, la abrimos todos; y si la abrimos todos, hasta las farolas se van a enterar de quién es usted y a quién sirve. Porque todos ustedes son unos delincuentes, y la dichosa Junta para el Apoyo de las Artes y las Letras es un sindicato del crimen que sólo busca el beneficio económico de sus miembros, aunque para ello tenga que matar a diestro y siniestro. ¡Tienen ustedes las manos manchadas de sangre!
—Y usted la camisa manchada de café. ¡Ande, Leguazal, que es usted el personaje más ridículo que he visto en mi vida! —respondió Moreno saliendo al quite. Don Maximiliano le cortó:
—No se comprometa, Moreno, no se comprometa, que es usted nuevo, como quien dice, y no sabe de la misa la media. Usted a lo suyo, a atusarse el fino bigotillo, a enderezarse el canotier y a lustrarse sus zapatos italianos de dos colores. Que no tiene usted inteligencia ni sensibilidad para más.
Moreno le miró furibundo:
—¿Me he metido yo con usted, don Maximiliano? No. He respetado que es usted un viejo chocho y le he dejado en paz.
Don Andrés Bonato salió en defensa de su leader:
—¿Quiere usted, Moreno, que hablemos de quién está chocho y quién no? Pues, venga, vamos a hablar de chochos —propuso agresivo.
—¡Hay que ver, don Andrés! A sus años y todavía con ganas de hablar de chochos. ¿Es que no le basta con mirarlos todas las semanas en La Pasión? —le preguntó don Carlos Hernando, dispuesto a ser maligno con todos hasta el final. Él también estaba harto de tertuliantes propios y ajenos. Don Andrés Bonato le miró al principio confundido y un poco mareado: él pensaba que nadie estaba al tanto de sus perversiones. Don Carlos Hernando, como si le leyera el pensamiento, le asestó otro golpe aprovechando su desconcierto:
—¿Se creía que no sabíamos que usted compra pornografía? Lo que no sabemos (y esto sí que es una pregunta con miga) es para qué. Nos extraña porque usted ya debe de tener el paranganillo muerto. Pero no se preocupe, no vaya a ningún médico, que eso es normal; se llama impotencia senil.
Casi se volvió loco don Andrés Bonato. Quiso agredirle, pero le sujetaron; lo que no pudieron, ni quisieron, fue taparle la boca:
—¡Tú sí que lo tienes anestesiado, polvoriento y sin estrenar, como los libros que publicas! ¡Ya quisieras tú tener la mitad de la sangre que yo tengo, maricón; que te gustan más los culitos de poeta que las pesetas! ¡Y mira que te gustan las pesetas! Yo no soy el único que compra La Pasión; pregúntaselo a Eleazar Pulido, vuestro poeta incomprendido, que se va a morir sin que le reconozca la crítica.
—¡A ti sí que no te va a reconocer ni la madre que te parió como te dé con el bastón! —le gritó Eleazar Pulido, levantando amenazador su muleta. Y la hubiera descargado sobre la cabeza de don Andrés si don Gerardo Buche, el anciano zapatero, lector de enciclopedias, no le hubiera detenido el brazo. Don Carlos salió en ayuda del poeta Pulido:
—Por lo menos, don Eleazar publica de vez en cuando; no como ese poeta vuestro, íntimo ficticio de Ortega, a quien, por cierto, don José no conoce de nada. Bernabé, se va a arruinar usted de pagarse los libros que publica.
—¡Independencia! Independencia se llama eso. Soy uno de los escritores más perseguidos de España, más vigilados por los servicios secretos de la República. ¿Sabe por qué? Porque me niego a bailar al ritmo que me tocan —se defendió Bernabé Hieza.
—En este país de genios, el que no se consuela es porque no quiere. ¿Independencia llama usted a sus ripios infectos? —preguntó don Carlos con cejas indolentes.
—¡Maricón, que eres un maricón! —seguía gritando Bonato, sujeto por los más jóvenes—. ¡Asesino! ¡Proxeneta!
En medio de este fragor, al que también contribuían los extraordinarios ronquidos del señor Iglesias, que continuaba fuera del mundo, el maestro Juan Ramón Jiménez había guardado todos sus poemas en una carpeta y se había escabullido silencioso sin que nadie lo advirtiera. Los contertulios más jóvenes contemplaban boquiabiertos la pelea de los ancianos. Por fin, Almudeno Heras se puso en pie, y dijo:
—Por favor, señores, ¿es que no les da vergüenza? ¡A su edad peleándose como chiquillos! Aprendan de la juventud.
—¡Me cago en la juventud! —exclamó Ventura Tunidor, que había perdido todas las esperanzas de que don Carlos Hernando publicara su Don Juan y la luna, y cuyo resentimiento contra la adolescencia había aumentado con el tiempo.
—No voy a caer en la provocación —aseguró Almudeno—. Sólo le pido, don Ventura, que recuerde, per ístam, los años en los que usted fue joven e ingenuo como tal vez lo soy yo ahora —dijo con los ojos entornados, convencido de que su discurso iba a mover los corazones.
—Almudeno, además de ser un necio y un cursi, es usted un inculto: per ístam no significa «por ejemplo», sino «en ayunas» —soltó Tunidor, que le tenía muchas ganas.
—¡Oh! Habló el oráculo, el intelectual, el amigo de todos los filósofos alemanes, vivos y muertos, a quienes escribe, relatando sus reflexiones, después de quitar el polvo a las estatuas del Museo de Antropología, Etnografía y Prehistoria de Madrid —ironizó, muy molesto por la corrección, el Almudeno—. ¿Quiénes son ustedes, atajo de ignorantes, para corregirme a mí, que soy perito industrial? ¿Quién me mandará a mí mezclarme con esta pandilla de ordenanzas de museo, zapateros, viejos parleros obsesionados con las autopistas y peluqueros cotillas?
Don Obrero, que no quería problemas tal y como estaban las cosas en España, no sufrió sin embargo que le llamara cotilla, y fue a soltarle un mamporro al Almudeno, pero don Marcelino Valtueña, que también había intentado mantenerse neutral, al oír los calificativos del Almudeno se adelantó a don Obrero y descargó sobre la cabeza del nuevo valor un soberbio garrotazo que le dejó sin sentido sobre la mesa.
Y ya no hubo más palabras. El Jute se convirtió en un campo de batalla en el que todos, incluido el público de paso, lucharon contra todos. Volaron las sillas y las vajillas, las fichas de dominó, los carajillos y los solisombras. Domingo, el camarero, y Luisito, el aprendiz, que al principio habían corrido a separarlos, recibieron tantas patadas y puñetazos que terminaron por entrar en liza. Luisito se ensañó con don Críspulo Pinar: habían sido muchos años de bromas cuarteleras y aprovechó la ocasión para vengarse. Los únicos que permanecían ajenos a todo eran el durmiente señor Iglesias y el inconsciente Almudeno, que finalmente abrió los ojos. Trastornado por el golpe, atónito en medio de la batalla y humillado todavía por la corrección de Tunidor, no reparó en lo que iba a hacer; se acercó al señor Iglesias con sed de mal y de una patada le voló la silla. El pobre bedel, gloria de los anuncios de tablón, se despertó en el vacío pensando que se hundía el mundo; y, en ese breve espacio que hay de una silla al suelo, se le paró el corazón al anciano señor Iglesias. Al verle derrumbado y roto en el suelo del Jute, la autoestima del Almudeno subió unas décimas y el joven valor se sintió más cómodo, mejor.
«¿DESAPARECERÁ LA NOVELA?, por Luis Araquistáin.
»Desde hace unas fechas se escucha otra vez el molesto zumbido de los que anuncian la muerte de la novela. Como las alas de las moscas, sus pertinaces palabras monocordes y constantes se dejan oír al comienzo de la primavera, que es la estación de las flores, de la Virgen y de la poesía. Y yo les digo: su diagnóstico, señores (que más bien es un acta de defunción), pone en evidencia sus deseos, no la verdad. Dicen estos sujetos que el género de la novela no es indispensable para que el hombre del siglo XX exprese sus ideales estéticos. Si pensamos que la poesía es la aristocracia, la dictadura de la cultura, y que, por el contrario, la novela representa la democracia y la libertad de la literatura, entenderemos mejor el aristocrático odio de Ortega y Gasset al género novelístico. Él nunca reconocerá abiertamente que lo detesta; su táctica consiste en intentar modificar su retórica. En esto trabaja patéticamente Ramón Gómez de la Serna. Y es en este punto donde han fracasado: no se han dado cuenta de que el género tiene unas raíces históricas intrínsecamente democráticas o, si se quiere, vulgares, de masa. La novela hunde su ser en el género epistolar, que es, como demostró en su tesis doctoral el anciano profesor don Antonio Fernández Igea, la democracia de la literatura. El intento de Ortega y sus secuaces es tan patético como el de esos otros locos que propugnan la eliminación de la letra hache argumentando que no suena. Ambas posturas, la del señor Ortega y la de esos locos, se saltan a la torera todas las razones históricas. Así como la letra hache es la cédula de identificación, la partida de nacimiento de muchas palabras, así la democracia o, si se quiere, la vulgaridad, es la esencia de la novela. ¿Cómo, si no es gracias a la hache, podríamos saber que esa palabra que está hoy tan de moda —huelga— viene de holgar y que, por lo tanto, tiene el mismo origen que follar? ¿Cómo, si no es por la vulgaridad, podríamos saber que lo que escribe Patricio Cordero son novelas?
Luis Araquistáin, «¿Desaparecerá la novela?», La Libertad, I-VII-1935, pág. 13.
Se había marchado a la puta Cataluña y había empezado a frecuentar un comité de la CNT que tenía la misión de sembrar el caos mediante la ultraviolencia. Eran quince: diez tíos y cinco tías, y vivían todos hacinados, y generalmente en pelotas, en un cuchitril de la calle del Obispo, donde habían declarado el final de la pareja como organización social y proclamado la comuna libertaria como alternativa. Se integró bastante bien en la célula y, como la convivencia hace mucho, se fue enamorando de una libertaria que se llamaba Dolors. Aquí hubo risas. No se vivía mal en aquella comuna, pero había algo que no soportaba: nadie limpiaba el retrete. En una de las asambleas que celebraban semanalmente propuso acordar un turno de limpieza, pero le contestaron que las ideas de turno y el concepto de orden, implícito en la idea de turno, así como el tema limpieza, eran falacias que la burguesía había creado para perpetuarse. Él se definió cercano a la utopía «retrete sin mierda», que ellos calificaron de ambición pequeño burguesa y estéril para la clase trabajadora por cuanto distraía al ser humano de los verdaderos problemas sociales. Después de una votación se decidió que el retrete siguiera sucio. Ahí fue cuando empezó a pensar en abandonarlos. Sin embargo, no tomó la decisión hasta más tarde, cuando se enteró de que su novia se acostaba con todos los de la comuna siguiendo un orden o turno implícito en la idea de orden. Se puso hecho un basilisco. Los camaradas le dijeron que era un revisionista y le intentaron calmar recordándole que la idea de propiedad era una mentira burguesa que limitaba a los hombres y los hacía infelices. Él dijo que lo que le hacía infeliz a él era que se pasaran por la piedra a su novia cuando él no estaba. No quiso discutir más. Puso en práctica lo aprendido sobre la ultraviolencia y el caos y se lió a hostias con todos. Se armó tal cristo que al final llegó la policía y los desarticuló. Él, sin embargo, logró escapar. Ya en Madrid había conocido al pobre José Antonio, de quien se había hecho muy amigo y con quien había fundado un partido del que no sabía si Santos había oído hablar, Juventudes Organizadas Nacionales y Sindicalistas, para acabar con los intelectuales ateos y con la oligarquía. Odiaba a los oligarcas tanto o más que a los intelectuales. Por eso, cuando terminó el relato de su vida, Martini le confesó a Santos:
—No sé qué cojones haces con Romanones y su gentuza.
—Lo mismo que tú.
—Yo no he acudido a él. Él ha venido a mí. Romanones se cree que me utiliza, y tal vez sea verdad que lo hace, pero no más de lo que yo le utilizo a él. Quiero matar a Azaña porque me parece nefasto para la patria. Romanones se cree que lo hago por dinero; no puede entender que quiero matarle desde unas profundas creencias políticas y que había pensado hacerlo mucho antes de conocerle a él. Si le dijera esto le parecería sospechoso porque Romanones y los que son como él no creen en nada que no sea su propio provecho. Sepárate de esa gente como de la mierda, Santos.
Pero Santos no le estaba escuchando. Sólo le contemplaba y le pareció que nunca le había visto tan guapetón como le veía entonces con su terno inglés y su pelo al agua. Se había quitado el parche y se había puesto un ojo de cristal. Con dos ojos parecía incluso más joven que cuando se conocieron.
—No, no es el ojo lo que me hace más joven, Santos. El secreto de la eterna juventud está en vivir al borde de la muerte —explicó Martini, y a Santos la frase le pareció altisonante porque él, por ejemplo, no vivía al borde de la muerte y tampoco se conservaba mal. Continuaron bebiendo mientras Santos daba cuenta sin entrar en muchos detalles del discurso de su vida. Para sorpresa de Santos, Martiniano le preguntó con malicia:
—¿Y de María Luisa no sabes nada?
Conocía lo suficiente a Martiniano como para saber que estaba al corriente de todo el cisco con ella. Santos quiso saber quién se lo había dicho, y Martini contestó que Pátric. ¿Ah, conque había visto a Pátric? Sí, le había visto, dijo; y a María Luisa también, añadió escuetamente.
—¡No jodas! ¿Han vuelto?
—Volvieron y han vuelto a romper. Patricio la dejó hace un par de años. ¿A que no sabes por quién? Por tu primo Marcelino: no te puedes ni imaginar lo mariconazos que están hechos. Creo que llegaron a vivir los tres juntos. Al final María Luisa se marchó de España, no sé adónde. ¿Sabes que los rojos quemaron el palacete de Santa Bárbara?
Santos se rasgó las vestiduras y, en fin, se dio a sí mismo una lección de fariseísmo diciendo que ese palacio estaba lleno de obras de arte y que no se podía quemar una cosa semejante por palacio que fuese y por nobles que fuesen los que habitaran en él; había cosas que, aunque nominalmente pertenecieran a una persona, eran patrimonio de toda la humanidad.
—Los instigan desde el Gobierno a que hagan eso —aseguró Martini.
Todavía charlaron un poco más, hasta que Santos dijo que tenía que marcharse, que su mujer había salido de cuentas y que quería poner una conferencia a ver cómo iba todo. Martiniano se maravilló de que Santos estuviera esperando un hijo:
—Por más que se viva acorde de la muerte, los amigos se encargan de hacerle a uno viejo, quiera o no —se quejó Martiniano.
Y luego los dos se dieron cuenta de que no tenían muchas más cosas de qué hablar. Estuvieron así, en silencio, como si se les hubiese quedado la mente en blanco; y, para salir del paso, Santos le propuso que se vieran al día siguiente por allí, que le invitaba a comer; y Martini, por decir algo, dijo que sí.
—Diles a Patricio y a mi primo que vengan, si quieren —se oyó decir Santos. Y en ese mismo instante se arrepintió. Había dicho eso para mostrar a todo el mundo que se había convertido en un desierto, que en su espíritu no había ya ni rastro de vegetación, que en el trono ahora estaba él y que él era inasequible a las pasiones del pasado. Todo esto quería demostrar al mundo, y por eso le molestó que Martini no lo entendiera y le mirara con complicidad cuando él ya no era cómplice de nadie, y le dijera que él se lo haría saber a Patricio, que no se preocupara. Santos le cogió del brazo:
—Oye, Martiniano, no me malinterpretes. Yo no estoy preocupado por nada ni por nadie. Había pensado que nos podíamos ver después de tanto tiempo, pero tampoco tengo demasiado interés. Si quieres decírselo, se lo dices; y si no, pues cenamos tú y yo y santas pascuas.
—Entiendo —dijo Martini con una sonrisa de complicidad. Santos le dejó por imposible y le acompañó hasta la puerta del Palace, donde tenía su automóvil, un convertible rojo, bello y veloz como su dueño, con el que Martini se perdió por la Castellana.
«Cuando se forman en la batalla las acorazadas filas de ambos ejércitos y suenan los cuernos con ronco clamor, ¿de qué servirán esos sabios, exhaustos por el estudio, cuya sangre aguada y fría apenas puede sostenerles el alma? Hacen falta entonces hombres gruesos y vigorosos, en los que haya un máximo de audacia y un mínimo de reflexión, a menos que se prefiera como tipo de soldado a Demóstenes, quien siguiendo el consejo de Arquíloco, apenas divisó al enemigo arrojó el escudo y huyó mostrándose tan cobarde soldado cuanto experto orador.
»Pero el talento, se dirá, es de grande importancia en las guerras. Convengo en ello en lo referente al caudillo, y aun éste debe tenerlo militar y no filosófico. Por lo demás, son los bribones, los alcahuetes, los criminales, los villanos, los estúpidos y los insolventes y, en fin, la hez del género humano quienes ejecutan hazañas tan ilustres, y no los luminares de la filosofía.
Erasmo de Rotterdam, Elogio de la locura, Madrid, Espasa Calpe, 1982, XXIII.
Andaba muy derramado, dijo. Había ganado y seguía ganando mucho dinero con la literatura, pero era consciente de que, después de Los Beatles, lo único que había escrito era basura que enloquecía a las mujeres. Dio una larga calada al cigarrillo y expulsó el humo sobre la cara de Santos, que todavía no se había recuperado: había entrado en el bar y se había sentado a su lado sin reconocerle. Martini le había tenido que decir Santos, ¿es que ya no te acuerdas de Patricio? Y él le había mirado incrédulo. Había engordado cuarenta o cincuenta kilos, estaba obeso, grasiento y deformado; había perdido mucho pelo y fumaba sin parar. De su juventud sólo conservaba su inveterada afición a hablar todo el tiempo de sí mismo.
En el panorama literario español había dos opciones: o te plegabas a las exigencias editoriales de Ortega y escribías relatos vanguardistas, imaginarios y humorísticos, o no publicabas. Si uno se empeñaba en escribir realismo, debía tener muy claro que ninguna editorial iba a publicar sus libros, a no ser que él mismo se los pagara, como hacía Baroja con el dinero de su cuñado. Él, que no era rico y que había rechazado las ideas de Ortega, se había visto abocado a escribir ese tipo de naturalismo comercial, con mucho sexo implícito a lo Felipe Trigo, que se vendía muy bien y que le había dado el favor del público y el menosprecio de los intelectuales. Pero él el aprecio o el menosprecio de los intelectuales se lo pasaba por el culo. Clarín había dicho que su tío, el gran Pereda, era un espíritu vulgar y que tenía la misma grandeza y profundidad que un gacetillero. Los intelectuales de la época rechazaron a Fielding cuando éste publicó Tom Jones, porque la única intención de aquel libro, dijeron, era socavar los cimientos de una moral que padres y educadores estaban obligados a inculcar en las mentes de la juventud. Cuando Hawthorne publicó La letra escarlata, muchos críticos ilustres ironizaron preguntándose si la inmundicia se había convertido para la novela en un requisito semejante al de la muerte para la tragedia. A Oscar Wilde le llamaron durante toda su vida inhumano, enfermizo y vicioso. A Lord Byron le censuraron su libertinaje tan vergonzoso. Según la crítica de la época, Balzac mostraba poca imaginación en sus ficciones y muchos estuvieron seguros de que nunca ocuparía un lugar importante en la literatura francesa. Byron, antes citado, pensaba que Shakespeare no era para tanto. Lope de Vega despreció el Quijote. Zola dijo que Las flores del mal, de Baudelaire, era un libro que pasaría a la historia como una simple curiosidad. Milton era escasamente tolerable para Coleridge y Voltaire despreciaba Hamlet. De modo que a él tampoco le preocupaba que sus contemporáneos cultos le consideraran una mierda. ¿Habían decidido que Patricio Cordero no iba a pasar a la historia de la literatura? Pues muy bien. A cambio, había ganado mucho dinero y se había tirado a más tíos y a más tías que todos los del noventa y ocho y los del novecentismo juntos. Eso era lo que les jodía en el fondo; que tuviera tanto éxito en la cama.
—Escribir en España es follar —dijo a modo de resumen, y esperó la reacción de su público tras esa frase tan brillante.
—No hables tanto, que se te va a quedar frío el bacalao —le recomendó Martini, quien, como Santos, asentía sin escuchar las palabras de Patricio mientras daba buena cuenta del bacalao al ajoarriero que el cocinero del Palace preparaba como Dios. Patricio comió algo de su plato, pero enseguida lo dejó, encendió otro cigarrillo y continuó su perorata. No debían creer ellos, Santos y Martini, que él estaba contento consigo o con la literatura que hacía. Dio una larga chupada. No. Expulsó largamente el humo sobre la cara de Santos, que esta vez hizo un ostensible gesto con la mano. Patricio no se dio por enterado. Acababa de conocer a gente interesante, como Sender o Max Aub, que hacían un realismo honesto, a pesar de que, la verdad, vendiesen poco. Había hablado con ellos y los tres coincidían en que había que fortalecer la lucha contra los vanguardistas. Patricio estaba considerando la posibilidad de fundar una editorial que publicara realismo, la única manera de combatir a Ortega. Para ello, él estaba dispuesto a cambiar radicalmente su modo de escribir. Pero no bastaba con eso. Necesitaba también socios capitalistas, una buena inversión de dinero. Y en este punto Patricio hizo una oportuna pausa y volvió a su plato. Nadie ocupó su lugar, de modo que permanecieron en silencio unos instantes. Los tres, con la vista fija en sus respectivos platos, buscaron en el bacalao algún tema de conversación común, pero entre el pez sólo encontraron pimiento rojo, y durante un ratito muy incómodo sólo se oyó el sonido de sus cubiertos. Santos encontró una pregunta dentro de su copa de rioja:
—¿Cómo no ha venido Marcelino?
—Lo olvidaba: me ha dicho que le disculpes; está liadísimo con el estreno. Sabes que va a estrenar su primera obra de teatro, ¿no? Muy buena; yo creo que va a tener mucho éxito. Se llama Picadilly Tertulia —contestó Patricio; y tal vez hubiera añadido algo más, pero se acercó una mujer muy maquillada, acompañada de su marido, que se excusó por interrumpirlos y que preguntó a Patricio si él era Patricio Cordero. Patricio dijo que sí, y entonces la mujer le tendió un libro que llevaba en la mano y le preguntó si sería tan amable de dedicárselo. Ella se llamaba Josefina y su marido, Ovidio. Mientras Patricio escribía una dedicatoria, ella dijo que la perdonara por su atrevimiento, pero que creía que el final de Los Beatles era demasiado triste y sugería algunos cambios, por ejemplo la posibilidad de que Pablo y Juan quedaran tan amigos, volviendo a ser los que hasta entonces habían sido. Por otra parte, a su juicio, Gloria, la protagonista de La Gloria, no debería cobrar la herencia por haber sido toda su vida una fresca y haber asesinado a su hermanastro, que sólo buscaba el bien de la sociedad estudiando para médico. En ese punto, su marido, el señor Ovidio, no estaba de acuerdo; él pensaba que el hermanastro sólo buscaba su propio bienestar social, igual que Teófilo, el protagonista de La tentación de la desdicha, el frutero que descuartiza a su mujer y escapa a América, ¿sí o no?, preguntó; pero Patricio no pudo contestar porque en lo que Ovidio y Josefina, ambos, sí estaban de acuerdo era en considerar Riquezas y pobrezas su mejor novela. A los dos les encantaba el final, cuando Ernesto Ibarra —que para Ovidio simbolizaba la generosidad traicionada, ¿sí o no?— se saca los ojos por amor, para poder seguir viviendo y tener hijos con su mujer, que había contraído la sífilis y la gonorrea, según mantuvo siempre, en un baño público de París años atrás. Patricio les dio las gracias e intercambió cortésmente con ellos alguna opinión literaria. Doña Josefina y don Ovidio se marcharon tan contentos con su ejemplar dedicado bajo el brazo.
—¡Qué pesados!, ¿no? —exclamó Santos cuando se fueron, pensando que una sátira contra aquel matrimonio tan ridículo podría unirlos. Sus expectativas, sin embargo, se vieron defraudadas.
—Para mí no son pesados, Santos, sino todo lo contrario. Es la gente que me lee y, como comprenderás, les tengo mucha ley y mucho respeto —contestó Patricio solemnemente. Santos iba a contestarle, pero alguien se acercó a la mesa. Esta vez no era un lector de Patricio, sino un camarero, que se inclinó sobre Santos y le dijo que tenía una conferencia. Santos se asustó, se levantó y se dirigió apresurado a la recepción. Patricio y Martini esperaron en silencio. Al cabo de unos instantes, le vieron regresar radiante y de color rojo:
—He tenido una hija —musitó, y se dejó caer en la silla, exhausto de alegría. Martini se levantó, se acercó a Santos, le obligó a levantarse y le dio un abrazo. Enhorabuena, chaval, le dijo, y pidió champán al camarero. Desde el otro extremo de la mesa Patricio también le felicitó. No sabía que estuvieras esperando, dijo; ni siquiera sabía que estuvieras casado, mintió; pero a Santos no le importó esa mentira porque en ese segundo en el que fue absolutamente feliz se sintió dispuesto a olvidar viejas rencillas, que, al lado del nacimiento de su hija, le resultaban imbecilidades. Se dio cuenta de que en realidad no le importaría volver a ser amigo de Pátric. Y miró a Martini y se dio cuenta de que también le quería. Brindaron con champán, y Santos habló de su hija durante mucho tiempo, y de la Chari y de lo que había hecho con su vida desde que se separaron. Habló de la sencillez y de la tranquilidad y alabó la vida familiar. Él era de pueblo; a él lo que le gustaba era estar rodeado de montes, de cabras, de fuentes y de ríos; dormirse con el ladrar lejano de algún perro en la noche, tapado hasta arriba y con la mujer al lado; cuidar su huerto, ser despertado por los pájaros, levantarse y verlo cubierto de flores en primavera; caminar con la fresca; sentir mil olores y oír el manso ruido de los árboles, y disfrutar de los días puros y alegres con buenos desayunos y costumbres fijas como la siesta o como pescar los fines de semana; y encontrar siempre a la vuelta a la mujer, a la hija y un chocolate bien caliente. Él nunca había tenido ansia de fama; y tampoco quería ni podía llevar a cabo grandes obras; sólo buscaba estar alejado de la política, del poder, de la violencia, de la envidia y de la avaricia. Su única aspiración era vivir en paz, aunque la República de los huevos se hubiera empeñado en hacerles la vida imposible. Brindaron y brindaron por la hija de Santos y por su elogio de la mediocridad. Y brindaron también —este brindis lo propuso Pátric con una cierta ironía que Santos no captó— para que la República de los huevos, como había dicho Santos, no truncara sus deseos de no ser nadie en la vida; ambición muy respetable, dijo, que también sería original si antes no la hubieran expresado Horacio o fray Luis. La República, la República, suspiró Martini. Y en este punto, la conversación, como era natural, se deslizó hacia la política.
—¿Os habéis dado cuenta de que el Gobierno de la República está formado por tipejos de tertulia, por los mismos anormales que llevaban la Residencia? Estamos llegando al límite. Yo siempre lo he dicho: la dialéctica está bien como primer instrumento de comunicación, pero cuando se ofende a la justicia o a la patria, no hay más dialéctica que la dialéctica de las hostias. Los intelectuales y los oligarcas son los menos adecuados para dirigir la patria. Hay que huir de ellos como de la mierda. España ahora mismo lo que necesita es acción, hombres vigorosos que actúen mucho y reflexionen poco. El intelectual y el oligarca burgués detestan la acción; son seres sin sangre y sin alma, especies en las que el entusiasmo ha sido mutado por la razón o por el dinero. ¿Quiénes realizan las hazañas en la historia? Los bribones, los criminales, los estúpidos, los insolventes, la hez del género humano, no las luminarias de la filosofía.
Brindaron y brindaron por la hija de Santos, por su elogio de la mediocridad y por el elogio de la acción y de la ultraviolencia que acababa de entonar Martini. Empezaban a morirse de risa, como en los viejos tiempos. Pidieron más champán, y Martini dijo que a él le apetecía tomarse una mousse au chocolat. A Patricio también. A Santos también. Brindaron por la mousse au chocolat. Tomó la palabra Patricio.
—Para mí el mal endémico de nuestra España se llama Ortega y Gasset. ¿Qué os parece si esta noche vamos a su casa, violamos a su esposa, a sus hijas y a él le damos por el culo?
Santos y Martini se reían. Martini dijo que por el culo él no le daba, pero que echarle una meada y una cagada, sí que se las echaría con gusto. Se rieron más.
—Acepto —dijo Pátric—. Yo, que soy el maricón, le doy por el culo, y vosotros le cagáis encima. Bueno, tú, Santos, puedes cepillarte a su mujer, si es que todavía te siguen gustando las mujeres maduras.
Santos se reía y no dejaba de pensar en su hija. Él no se podía creer que estuvieran hablando en serio. Patricio no sabía si Martini hablaba en serio, pero él, desde luego, sí. ¿Por qué no iba a estar él hablando en serio?, preguntó indignado Martini. Ya no tenían edad para ir haciendo gamberradas por ahí, opuso Santos. No se trataba de hacer una gamberrada, sino un acto de patriotismo, su última acción revolucionaria. ¿Se daba cuenta de lo que significaba desvirgar el culo de Ortega? Santos se reía y, debía reconocerlo, estaba a punto de decir que sí cuando se acercó una pareja de recién casados y le preguntaron a Patricio si él era Patricio Cordero. Patricio contestó que sí, y ellos le preguntaron si podía, por favor, firmarles el ejemplar de Riquezas y pobrezas que acababan de comprar. El camarero les sirvió en ese momento las mousses au chocolat y más champán. Santos aprovechó la interrupción para volver a hacerse fuerte. Mejor se iban de putas, ¿qué les parecía? Él invitaba. Santos, le dijeron, eres un aburrido. No se trata de follar ni de divertirse, sino de recordar los viejos tiempos ¿Y qué mejor modo de recordarlos que haciendo una pequeña fiesta con el incansable luchador por la europeización cultural de España? Verás qué risa, predijo Martini. Bebieron y bebieron champán. Finalmente vencieron la resistencia de Santos, que, a cada paso, recordaba que tenía una hija, y eso le daba nuevos bríos y notaba un destello de felicidad, que, como una bengala de S.O.S., iluminaba su existencia toda y la de sus amigos durante un breve pero intenso periodo de tiempo. Alguien se acercó a la mesa de nuevo. Santos pensó que eran camareros y levantó la cabeza para pedir otra botella. Pero no eran camareros, sino dos tipos famélicos y amarillentos que iban a pedirle otro autógrafo a Patricio. Uno de ellos, muy bajo, casi un enano, mostraba un labio partido, y el otro, algo más alto, lucía la cara de los hijos de puta: la nariz afilada y los ojos saltones. A Santos le extrañó ver con tanta claridad en la penumbra del restaurante cómo el enano extraía del interior de su gabardina no un ejemplar de algún libro de Patricio, sino un revólver, y cómo lo colocaba en la nuca de Martini, que les daba la espalda y sonreía, ajeno a lo que estaba sucediendo, deleitándose con su mousse au chocolat. Entonces Patricio, que lo había percibido todo con la misma luminosidad extraña, dio un grito y se abalanzó sobre el enano. Nadie supo decir si el disparo como un cañonazo se oyó antes o después de que los dos cayeran al suelo. Debió de ser antes porque Martini sintió la bala chamuscando su piel primero y percibió cómo quebraba el occipital y astillaba el hueso. Sus sesos estaban mucho más calientes que el proyectil porque notó su punta fría sesgando la masa gris como un cuchillo que abre una gelatina. Pensó, qué ganas de cagar me han entrado de repente, coño; y luego su cabeza se desplomó sobre la crema de chocolate. Lo que sucedió a partir de aquí ya no lo vio. La gente se puso en pie y comenzó a gritar; unos salieron despavoridos y otros se tiraron al suelo. Mientras Patricio machacaba a hostias al enano, su compañero, el hijo de puta, intentó huir, pero Santos salió tras él y le alcanzó sin dificultad frente a las Cortes. Entonces, aquel alfeñique sacó otro pistolón y se lo puso a Santos en el pecho.
—No seas gilipollas, que te mato —le dijo. Pero Santos tenía toda la sangre en la cabeza y no veía nada. Le desarmó de un manotazo, le derribó de otro y saltó sobre él mil veces, hasta hundirle el pecho. Y sólo entonces cayó en la cuenta de que podían haberles matado a Martini y volvió corriendo al restaurante. El enano parecía muerto. Su cara era un amasijo de huesos y carne sanguinolenta. Un poco más allá Patricio estaba sentado en el suelo, rodeado de personas silenciosas. Lloraba desconsolado y apretaba contra su pecho la cabeza ensangrentada de Martini muerto, que tenía el morrillo lleno de chocolat.
«La verdad es a menudo desagradable, pero eso no justifica nunca que se oculte o que sencillamente no se diga. Hay que decirla, y me duele como al primero: fue la República, en la que todos confiábamos —incluidos nosotros mismos—, la que, presionada por los comunistas, comenzó a expropiar arbitrariamente inmuebles y terrenos. Mientras tanto, los problemas realmente graves que tenía España quedaban sin solución. Poco a poco nos fuimos acostumbrando a convivir con las muertes, con los asesinatos, con la violencia gratuita y con los incendios de iglesias y conventos. El vandalismo, las explosiones de bombas y los ajustes de cuentas eran el pan nuestro de cada día. Pero ésos no eran problemas serios para el Gobierno de la República. Aquel Gobierno de intelectuales ineptos que nos llevó al desastre instigaba con su pasividad a cometer aquellas atrocidades. Bajo la justificación hipócrita de compartir la tierra entre los que la trabajaban se produjeron arbitrariedades de todo tipo, que no pusieron fin al hambre de los campesinos; los cuales, por cierto, sí tenían qué comer cuando nosotros los contratábamos. A un íntimo de mi cuñado le mataron y le descuartizaron porque se negó a persignarse delante de la bandera republicana. Al marido de una amiga de mi hermana Cárol, completamente apolítico, le apalearon unos obreros porque no se rió cuando uno de ellos simuló la cópula con una talla de la Virgen María. A partir del 14 de abril, se diga lo que se diga, no compartir las pretensiones de la clase obrera o no participar de ciertos actos vandálicos se consideraba delito. También era un crimen tener las manos delicadas: un retén de milicianos paró por la calle al suegro de un íntimo amigo de un compañero de mi hijo Néstor, que era profesor jubilado de piano, y le pidieron que les enseñara las manos. El pobre hombre se las mostró, y, como vieron que no tenía gruesos dedos ni callos, le fusilaron. Y podría contar cientos de casos semejantes a éste. ¿Cómo quedarse parados ante esto? ¡Había que decir stop!
»La amenaza de una reforma agraria injusta y gratuita fue el arma que esgrimió contra nosotros el Gobierno de la República mientras que, en un alarde de torpeza que la Historia juzgará, permitió que la economía española entrara en una crisis irreversible y que la peseta bajara a ritmo vertiginoso. No ha habido ni habrá en la Historia de España ni en la Historia Universal políticas tan pestíferas para el Estado de las naciones como las que llevaron a cabo estos filosofastros y aficionados a las letras metidos a administradores.
»Es falso que el mismísimo mes de abril de 1931 comenzáramos a evadir capitales. Lo que ocurrió fue que el Gobierno de la República, arbitrariamente, decidió que no se podía salir de España con más de cinco mil pesetas. Pregúntese a Romanones, a Fanjul, a Lamanié de Clairac, a March, que fue injustamente encarcelado, a Royo Villanova; pregúntese a los Urquijo Ibarra o a los Ventoso, y se verá que todos confiábamos en la República y que le dimos un amplio margen de tiempo para que mejorara las cosas. O por lo menos para que no las empeorara. Pero cuando vimos que la peseta bajaba en Europa, y bajaba cada día más; cuando vimos que los comunistas se apoderaban de la República, cuando vimos que se instigaba a los obreros contra nosotros, y se permitían las provocaciones anarquistas, cuyos sangrientos piquetes se apoderaban por la fuerza de los ayuntamientos para proclamar el comunismo libertario o quemaban iglesias y conventos con monjitas dentro, entonces muchos de los nuestros comenzaron a moverse en un intento desesperado por salvar a España del caos. ¡Había que decir stop!
»Urquijo y Zubiría, que siempre fueron muy impetuosos, se unieron a un grupo de aristócratas desesperados y a Sanjurjo, a quien llamábamos “El loco”. Como era de suponer, el intento fue abortado. Pero no adelantaré acontecimientos: de todo esto escribo en el tercer tomo de estas memorias. Allí describo mi participación y exacta responsabilidad en el Alzamiento Nacional, y analizo las circunstancias que nos obligaron a tomar aquella terrible decisión.»
Fidel Olivos, Stop a todo desastre, Salamanca, Mesa Española, 1977, págs. 1345-47.
Cuando la Chari renunció generosamente a llamarla Rosario, que era una ilusión que tenía desde pequeña, y aceptó a regañadientes la idea de llamar Martiniana a la hija que acababa de nacer, Santos la besó agradecido. Ella no había conocido nunca a su amigo, pero toda la familia de su marido aseguraba que en las cuatro o cinco horas que el Santos había estado en Fuentelmonge le habían visto llorar aquella muerte más que la de su propio padre. Santos había regresado al pueblo al día siguiente del asesinato para conocer a su hija y a las pocas horas se había marchado a Monóvar, donde enterraban a Martini. Fue una ceremonia brevísima a causa de la lluvia, que no paró de caer durante todo el día. Conocieron a la madre de Martini, una mujer de pelo blanco y ojos secos, y a su tío, el anciano maestro Azorín, que no quiso saludarles. Salieron para Madrid a media tarde en el auto de Patricio. Llovía a muerte. Tenían la esperanza de que amainara según se acercaban a Madrid, pero sucedió todo lo contrario. El temporal arreciaba y la lluvia golpeaba cada vez con más fuerza la carrocería del auto y hacía más notorio el silencio entre ambos. Cada uno iba ensimismado en sus propias cavilaciones. Santos sentía que se le había ido media vida; si la muerte de su padre le despabiló, la de Martini, se decía, iba a envejecerle mucho; sentía que con él desaparecía de su vida definitivamente la escasa frescura que ésta pudiera haber conservado.
A Patricio la muerte de Martini le afectó más que a Santos. Se pasó todo el viaje recordando viejos tiempos. Pensaba, por ejemplo, la última vez que vine por aquí fue precisamente a visitar a Martini, que estaba pasando el verano en Monóvar; o no montábamos juntos en auto desde los días en los que íbamos a La Moratilla con el chófer de Leo, ¿te acuerdas?
Hacía ya una hora que había anochecido cuando Patricio decidió que estaba reventado y que no podía seguir conduciendo con esa tormenta. No estaban lejos de aquella Venta Los Tomates, donde en cierta ocasión pasaron la noche con Martini, hacía diez o quince años, de modo que propuso cenar y echar una cabezadita allí. A Santos la idea le tocó la fibra sentimental y estuvo de acuerdo.
El lugar no había cambiado prácticamente desde entonces. Como aquella noche, el posadero tampoco podía ofrecerles camas libres, y Patricio le recordó que hacía quince años había sucedido exactamente lo mismo, y que en aquella ocasión él les había hecho unos camastros en la cuadra, donde durmieron a las mil maravillas. ¿Iban a dormir allí los señoritos?, se extrañó el ventero. Se encontraban tan agotados y llovía tanto que estaban dispuestos a tirarse donde fuera con tal de descansar unas horas. El posadero no tuvo inconveniente Pero antes querían comer. ¿Seguía haciendo aquella deliciosa matanza? Sí, señorito. Pues entonces tomarían algo de matanza y una botella de tinto de la casa.
Cenaron en silencio porque estaban cansados y porque tampoco tenían mucho que decirse; o igual sí, pero ninguno de los dos se sentía con ánimo para ponerse a discutir. Santos observó que Patricio comía con fiereza y gula; le repelió verle tan gordo, tan voraz y con los labios tan grasientos. Terminaron de cenar, pidieron, como aquella noche, una botella de aguardiente y se fueron al pajar. Se acomodaron lo mejor que pudieron y se sirvieron unos tragos sin decir ni una palabra. Fugazmente y por primera vez en mucho tiempo, Santos se sintió a gusto y en paz con Patricio. La muerte de Martini era el deshilachado cabo que les amarraba al muelle destartalado de su juventud. Bebieron y Santos empezó a ensalzar la amistad; se fueron inclinando hacia la nostalgia; hicieron proyectos en común para el resto de sus vidas y jugaron al juego de la verdad. Empezó a preguntar Santos, que lo primero que quería saber era si Patricio había dado por culo alguna vez a María Luisa. Patricio dijo que sí y le preguntó, a su vez, si su mujer tenía pelos en las tetas. A Santos le molestó la pregunta, y Patricio tuvo que recordarle la reglas: contestar a todo y no enfadarse. Santos finalmente admitió que sí.
—¿Es mi primo Marc realmente un hijo adoptado o aquello fue una mentira y en realidad es un hijo legítimo?
—¿Cómo dices?
—¿No te acuerdas que un día Marcelino nos contó que sus padres no eran sus padres, sino que le habían adoptado?
Patricio entornó los ojos y se rió maravillado por los recuerdos, obsesiones y fantasmas, dijo, que cada persona conservaba en la memoria.
—¿Es verdad o es mentira? —insistió Santos, despreciando las reflexiones filosóficas de Patricio.
—¿Cómo va a ser verdad eso? Lo que pasaba es que Marc era muy refinadito de joven y no soportaba tener una familia tan palurda. Por eso le dio por decir que era adoptado —repuso Pátric y, a continuación, preguntó:
—¿Has escrito tú alguna carta a La Pasión?
Entonces el que se rió fue Santos.
—Yo creo que las he escrito todas —reveló Santos, y los dos soltaron a la vez una sonora carcajada. Bebieron más orujo, y Santos hizo uso de su turno:
—¿Cómo murió Babenberg?
—A Babenberg nos lo cargamos María Luisa y yo.
La respuesta no fue un mazazo, como Santos esperaba, sino algo así como una violenta constatación, una brusca evidencia amortiguada por el tiempo. Por eso tuvo que hacer un esfuerzo artificial para lanzarse sobre su cuello gritándole que era una sabandija. Con dificultad, a causa de su gordura, Patricio logró aflojar las manos de Santos y decir gilipollas, suéltame, que es una broma. Entonces Santos recuperó inmediatamente la compostura y le pidió disculpas. Se pusieron en pie, se sacudieron los ternos de paja y volvieron a sus asientos como si nada hubiera pasado. Bebieron.
—Te toca preguntar —dijo Santos.
—Los que han matado a Martini no son sus antiguos correligionarios anarquistas, como dice la prensa. ¿Sabes a quién iba dirigida esa bala?
Santos le miró fijamente, pero no contestó. Aquel discurso sobre la falsedad de las noticias de la prensa le resultaba vagamente familiar. Patricio encendió un cigarro. No fumes aquí, a ver si vamos a salir ardiendo, le pidió Santos. No te preocupes, tendré cuidado, ¿tú ya no fumas? No, lo he dejado, dicen que es malo. Patricio sonrió escéptico y dio una larga chupada. Sabía hacerse esperar. A continuación, afirmó que estaba seguro de que la bala que había matado a Martini iba dirigida a él. Y volvió a dar otra chupada a su cigarro.
—¿Y se puede saber quién quiere matarte? —le interrogó Santos con indiferencia.
—Ortega.
Santos no supo si el escalofrío le recorrió de arriba abajo porque presintió la historia o porque vislumbró por vez primera la demencia de Patricio. Sea como fuere, se acurrucó bajo la manta dispuesto a escuchar lo que iba a contarle. Se oía caer la lluvia sobre el techo de la cuadra. Patricio sirvió dos tragos de aguardiente y, antes de apagar con extremado cuidado el cigarrillo, encendió otro y dio comienzo al relato de una historia fabulosa.
«Apenas puesto a la venta el número almanaque de LA NOVELA DE HOY, se han agotado los primeros 100.000 ejemplares. Era de esperar, teniendo en cuenta que el gran novelista PATRICIO CORDERO PEREDA ha escrito otra novela llena de belleza, interés, emoción y poesía, que titula EL PERSEGUIDO».
Mujer de Hoy (julio de 1936), pág. 45
Muchos años antes de que existiera el catedrático de Metafísica don José Ortega y Gasset, hubo en Madrid un joven aspirante a escritor al que llamaremos, propuso Patricio, Pepito Ortega. El narrador dio una larga calada al cigarrillo y soltó el humo sobre la cara de Santos. Pepito acababa de escribir por entonces una novela a lo Benito Pérez Galdós, titulada La desalmada. La novela no era muy buena. En realidad, lo único noble que tenía era la influencia del escritor canario. La trama en general resultaba inverosímil; y, aunque había algunos pasajes creíbles, eran precisamente aquellos que carecían de interés. En los demás, los personajes eran o tan planos que resultaba imposible saber si se trataba de hombres o de mujeres, o tan desmesurados en sus pasiones que resultaban cómicos. Ningún editor quiso publicar lo que, sin lugar a dudas, iba a ser un fracaso. Pepito, que era muy orgulloso, tardó en recuperarse de semejante humillación, pero al final se dio cuenta de que no tenía talento para escribir novelas o, por lo menos, para escribir novelas realistas. Sin embargo, Pepito, en vez de cambiar su ocupación, decidió cambiar la literatura, la literatura para la que no estaba dotado. Se trataba de acabar con el realismo, con Galdós, y poner de moda lo que él llamaba novela de vanguardia, es decir, novelas sin trama, novelas con personajes planos, novelas con personajes grotescos, novelas sin problemas humanos. Con otras palabras: Pepito iba a tratar de convertir sus incapacidades narrativas en tendencias novelísticas, para luego convertir La desalmada en estandarte de la nueva moda. El plan fue meditado cuidadosamente. Para que tuviera éxito era necesario que desapareciera momentáneamente Pepito Ortega, el joven aspirante a escritor, y que naciera don José Ortega y Gasset, el catedrático de Metafísica, el incansable luchador por la europeización cultural de España. Había, además, que dotar de prestigio social a esa figura. Una vez conseguido, convencería a la gente con artículos y libros de ensayo. Y empezó a escribirlos, uno detrás de otro, con prisa. Si Santos se fijaba, le advirtió Patricio, se daría cuenta de que ninguno de los ensayos de Ortega estaba terminado; él siempre prometía en sus introducciones próximas continuaciones que nunca se producían porque su intención no era crear un sistema de pensamiento, sino simplemente destruir el realismo galdosiano que él no sabía manejar. Si Santos leía cuidadosamente sus pestilentes trabajos, aseguró Pátric, observaría que Ortega nunca había hablado de aniquilar la novela, sino de acabar con el realismo, de deshumanizar la novela, de eliminar del género los personajes humanos y las pasiones. Cuando se le acababan los argumentos ponía punto y final al ensayo, aunque hubiese prometido cinco tomos más. Su maquiavélico proyecto también incluía la creación de una gran editorial, la Revista de Occidente, para que fuera absorbiendo todas las editoriales que publicaran realismo. Debía asimismo eliminar o aislar a todos aquellos escritores que lo cultivaran. El Proyecto requería también un discipulado fiel, que llevara a la práctica las teorías del maestro y cuya función consistiera únicamente en crear poco a poco un nuevo gusto literario, una nueva concepción de la novela sin trama y sin personajes, de la que Pepito Ortega era un maestro y con la que esperaba pasar a la historia de la literatura. La Residencia era donde se adoctrinaba a esa minoría selecta que iba a desbrozar el camino por el que entraría triunfalmente Ortega. Por eso había que evitar cualquier disturbio que perjudicara la imagen social de La Casa. Era imprescindible que la Residencia conservara impoluto su prestigio. De este modo, las minorías, cuyos cerebros se lavaban allí, serían seguidas por la masa social. Cuando el Vacunin puso en peligro el Proyecto, le dejaron paralítico. Cuando el Temario —¿se acordaba Santos de ellos?— prosiguió la obra del Vacunin, le mataron. Aquélla fue la primera vez que el Proyecto exigió el derramamiento de sangre, pero no la última. Luego vendrían Martínez Johnson, el barón, incluso Patricio mismo. Pero el narrador no quería adelantar acontecimientos. La maniobra dio sus frutos en los años veinte: olvidado Galdós, durante aquellos años el realismo se consideró el colmo de la vulgaridad. Fue por estas fechas cuando él publicó Los Beatles gracias a Leo. Que el barón le ayudara y le apoyara fue considerado por Pepito una declaración de guerra. No lo pensó dos veces: Pepito ordenó el asesinato del barón, el único que tenía cojones y dinero suficientes para derrotarle. Tras la muerte de Leo, Ortega empezó a publicar una ingente cantidad de artículos dirigidos contra Los Beatles. Logró hundir el libro y, con él, el intento de resucitar el realismo. Consiguió que sólo sobreviviera una derivación descolorida, rebajada y farsante: la que él, Patricio Cordero, se veía obligado a escribir para poder ganarse el jornal. Ortega veía con buenos ojos la existencia de esta basura pseudorrealista y comercial porque era la constatación de que el realismo agonizaba. Pero Patricio había empezado a sospechar que Ortega no estaba solo en esta empresa, que el asunto era más grande y que en él estaban implicados banqueros y políticos. Lo que había empezado siendo una simple ambición personal de Ortega acabó convirtiéndose en un gran proyecto empresarial que movía mucho, mucho dinero; una red de corrupción en la que todos estaban pringados en mayor o menor medida: Jiménez, Ramón, Jiménez Fraud, Moreno, Lorca.
Esto era lo que Patricio había pensado siempre, hasta que un día, hacía una semana, recibió un paquete anónimo que contenía el manuscrito autógrafo de La desalmada. ¿Quién era la única persona que podía haber conseguido esa joya? ¿Quién, además de él, estaba interesado en destruir a Ortega? El barón, efectivamente. Desde entonces no podía quitarse de la cabeza la idea de que Leo estaba vivo. Después de mucho pensar, Patricio había atado cabos y llegado a la siguiente conclusión. Cuando él publicó Los Beatles, Leo ya sabía que iban a intentar eliminarle; de modo que decidió simular su muerte y desaparecer. Desde el otro mundo podía dirigir con mayor comodidad la caída de Ortega. Patricio creía que, desde el día de su falso entierro, Leo se había consagrado a la destrucción de Ortega. Y lo estaba consiguiendo. Si Santos se daba cuenta, todos los jovencitos facturados por la Residencia, los que le habían seguido como si se tratara de un Mesías, ya habían comenzado a abandonarle bien por hastío, bien porque habían descubierto la jugada o simplemente porque se habían dado cuenta de que con sus ideas no se iba a ninguna parte. ¿Conocía Santos a María Zambrano? Había discutido con él. Y lo mismo había sucedido con muchos de los vanguardistas. Los que repitieron como papagayos todo lo que el incansable ordenó entonces, ahora le criticaban. Buñuel había filmado una película realista, y Lorca escribía poesía social. Ortega estaba siendo derrotado por su misma gente, y Patricio veía en ello la mano del barón. Patricio llegó a decir que no le extrañaría que buena parte del desorden político y de las amenazas de golpe de Estado que esos días circulaban por España hubieran sido provocadas por él con el único fin de cambiar el gusto literario hacia asuntos menos vanguardistas y más comprometidos. Una guerra es lo mejor para resucitar el realismo, y Leo lo sabe muy bien, sugirió Patricio. Fuera como fuera, de lo que sí estaba él seguro era de que los años treinta iban a ser muy diferentes a los años veinte. Patricio se sentía llamado a ser el cabecilla de la rebelión contra Ortega. Por eso Leo le había enviado La desalmada. Pero un pequeño error había propiciado que Ortega se enterase de que Patricio tenía el manuscrito en su poder, y había decidido retirarlos de la circulación al manuscrito y a él. Por eso estaba seguro de que habían querido matarle cuando dispararon contra Martini. Todo lo pasado, que antes no tenía un sentido especial, había ido adquiriendo, dijo, un significado oculto, pero claro; tal y como sucedía en las buenas novelas. Aún le oyó decir Santos que ése era el mejor momento para resucitar el realismo de Galdós y de dar al traste con todas las peregrinas ideas de Ortega. Él, Patricio, estaba harto de escribir basura, quería escribir algo de calidad y tenía muy buenas ideas en la cabeza.
Cuando acabó su relato estaba extenuado y sudoroso. A Santos le dio mucha lástima. Su viejo amigo había llegado al pozo sin fondo de la demencia no por el noble camino de la desesperación o el exceso de inteligencia, sino por un vil y vulgar sobrante de vanidad. Incapaz de aceptar el fracaso de su vida y de su literatura, su cerebro enfermo había generado un delirio paranoico que satisfacía sus ansias de reconocimiento. El precario equilibrio entre la realidad y la fantasía se había quebrado en favor de ésta. Débil como era en el fondo, había sido incapaz de aceptar su papel secundario. Imaginativo, había creado una realidad paralela en la que él era el protagonista del reparto. En lo más profundo de su corazón hubiera deseado que le mataran a él y a la vez permanecer vivo en otra parte para poder deleitarse con el dolor que su desaparición provocaba en el mundo. Patricio estaba loco, pero era un demente vulgar, un enloquecido. Santos prefirió guardar silencio.
—¿No dices nada? —se extrañó Patricio encendiendo otro cigarrillo.
—¿Qué quieres que diga? Me parece una narración fabulosa.
—Cree el ladrón que son todos de su condición. Te cuesta aceptar que estás excluido de la historia, Santos, eso es lo que te pasa y lo que te ha pasado siempre —le soltó Pátric sin venir a cuento, exasperado por su indiferencia. Santos no tuvo inconveniente en dejarle las cosas claras.
—Siempre has sido vanidosillo, Patricio; pero esta vez tu deseo de notoriedad lo tendría que ver un médico. Aunque fuera verdad lo que dices, aunque ejércitos de poetas y de autores teatrales te persiguieran para matarte, eso me importaría tres pepinos porque a quien han matado en realidad ha sido a Martini; y esto es un dato objetivo que ni siquiera tu salvaje paranoia puede interpretar. Me parece indecente que a tus años no puedas controlar tu vanidad. Respeta un poco al pobre Martini. En esta historia el protagonista es él, no tú, por desgracia.
Patricio se quedó en silencio. Santos creyó que por primera vez le había abatido. Acostumbrado a que siempre se le bailara el agua y se participara en sus fantasías, Patricio se había quedado tras sus palabras como un títere sin titiritero. Pero Patricio no decía nada porque estaba considerando la posibilidad de marcharse y de dejar allí a Santos, envidioso, impedido de ver más allá de sus narices, ciego para otras percepciones que no fueran las comunes, incapaz de reconocer virtudes ajenas, fariseo, vulgar, rijoso, amargado y resentido. ¿Había sido él realmente amigo de aquel ser mate que detestaba la brillantez ajena tanto como su mediocridad? Lo mejor que podía hacer era dejar que se pudriera. Patricio dio una larga calada a su cigarrillo y expulsó el humo sobre la cara de Santos, que lo apartó con la mano diciendo:
—Por favor, Patricio, me molesta el humo.
—Y a mí me molestas tú, me molesta tu mediocridad, tu envidia, tu veneno, tu vulgaridad, que lo contamina todo. Estás gordo, asqueroso; estás ciego para otra cosa que no sea tu propia mierda. ¡Abre los ojos, intenta ver un poco más allá de tu barriga sebosa!, (no sabes cómo te has puesto). ¡Hay gente diferente a ti, que también sufre!
Lo que más le indignó a Santos fue que el cabrón de Patricio le robara las palabras y le usurpara su intervención en esa escena. ¡Pero si hasta le llamaba gordo aquel monstruo de sebo y sudor! Santos tuvo deseos de meterle el Astra por la boca, de meterle todo el brazo por el esófago, de meterle el puño hasta el duodeno y dispararle un cargador de mil balas hasta sentir que reventaba por dentro; pero se fue a dormir.
Apenas pudieron pegar ojo. El suelo estaba mucho más duro que la noche de su juventud, y también hacía más frío. A la mañana siguiente se pusieron en pie muy temprano, con un horrible dolor de cabeza a causa del vino peleón y del orujo, y torturados por los picores. Se limpiaron como pudieron sin cruzar una palabra. Patricio, como estaba tan gordo, no alcanzaba a sacudirse unas pajas que tenía en la espalda; el picor le estaba atormentando tanto que creyó que perdería el juicio.
—Santos, hazme el favor, quítame allá estas pajas, que me muero de picor y yo no llego —le suplicó sin pensar lo que estaba diciendo. Santos había empleado gran parte de la noche en esbozar un discurso más o menos coherente, que fuera breve y al mismo tiempo incluyera las cuatro cosas que quería decirle a Patricio. Al oír esto, no dejó escapar la ocasión:
—¡Así has sido siempre para todo! ¡El primero, siempre el primero! ¡El más importante! Ése es tu problema, Patricio: creer que eres el fruto más dulce de la naturaleza cuando sólo eres un ingente montón de mierda. No eres un genio; eres repugnante. Siempre te has creído el centro del universo, pero no eres más que un cerdo cenagoso y sucio que sólo sabe contemplarse a sí mismo y revolcarse en su propia mierda mirando siempre hacia abajo, incapaz de mirar al cielo, incapaz de mirar al frente siquiera, incapaz de mirar a otros, incapaz de agradecer; atento solamente a sus cosas; a su comer, a su dormir y a su follar; atento a su propia porquería. Te crees que tu vida es importante porque has escrito cuatro libruchos para maljodidas, pero tu vida no vale nada.
Patricio, que se había quedado estupefacto y sin picores ante aquella reacción extemporánea, encendió con indolencia un rubio americano, dio una larga calada, expulsó el humo sobre el rostro de Santos y le dijo:
—¡Qué bello estás cuando te enfadas! ¿Me dejas que te la chupe?
«Estimado Dr. Moore:
»Me dirijo a usted para contarle mi experiencia. Si alguien me hubiera preguntado hace unos años si yo era homosexual, le habría contestado que no sin ninguna duda. Pero esto no tiene ningún valor porque también hubiera negado ser sadomasoquista y, por supuesto, hubiera negado ser un asesino. Sin embargo, ahora sé que pertenezco a las tres categorías. La vida es así; uno no acaba nunca de conocerse.
»P. y yo somos amigos desde hace muchos años. Él me ha enseñado todo lo que sé. No exagero si digo que, bueno o malo, soy lo que soy gracias a él. Nuestra amistad viene de muy lejos y ha tenido sus altibajos, como todo. Ha habido épocas en mi vida en las que P. me ha parecido un monstruo vanidoso y egoísta, un ser del que debía alejarme para siempre. En otros momentos, sin embargo, he sentido por él la misma veneración y respeto que por Nuestro Señor. Hemos tenido diferencias muy serias, pero no por eso he dejado nunca de quererle. Estoy hablando, por supuesto, en términos viriles. Aunque él sí había tenido relaciones sexuales con otros hombres (P. era artista, y ya se sabe que los artistas tienen más sensibilidad que el resto de los mortales), nunca nos planteamos ir más allá de la amistad porque a mí sólo me gustan las mujeres; y eso se lo he dejado siempre muy claro. En alguna ocasión tuve fantasías con él mientras me masturbaba, pero la cosa no pasó nunca de ahí. Además, quien esté libre de culpa que tire la primera piedra.
»La vida y otras muchas circunstancias nos fueron separando. Él se marchó de España. Yo me casé, tuve hijos y no volvimos a saber nada el uno del otro hasta que un día, estando mi mujer y mi hija en el pueblo, visitando a mis padres y a mis suegros, P. se presentó en mi casa. Al principio no le reconocí. Estaba muy gordo, prácticamente calvo y fumaba como un carretero. Me alegré de verle, por supuesto. Saqué unos whiskies y unos taquitos de jamón serrano y empezamos a charlar. Pasamos horas hablando de los viejos tiempos, bebiendo y comiendo jamón serrano. Estábamos ya un poco borrachos cuando él dijo que se tenía que marchar. Yo me encontraba muy a gusto, y se me hizo insoportable la idea de que se fuera. Así se lo dije. Entonces él se quedó callado un momento. A continuación me propuso, sin que hubiera sucedido nada que lo justificara, que sólo se quedaría si yo le permitía que me hiciera una mamada.
»—Tu puedes cerrar los ojos y pensar que te la está haciendo tu mujer —me sugirió. Reconozco que la proposición me excitó. Mi mujer siempre se ha negado a hacerme felaciones, y aquélla podía ser una buena oportunidad para experimentar la sensación prohibida. Me bajé los pantalones y le ofrecí mi polla completamente erecta, que él se apresuró a introducir en su boca. Pero no cerré los ojos para imaginar que me la chupaba mi esposa. Me sorprendió descubrir que, en el fondo, deseaba ver a mi amigo del alma mamándomela, subiendo y bajando, llenándola de saliva, comiéndome los huevos y pasándome la lengua de arriba abajo. Me gustó contemplar ese gesto tan masculino que es empuñar una polla y chuparla con la boca a punto de reventar. Cuando noté que me iba a correr, le sujeté la cabeza con las manos y empecé a embestirle. Imaginé que estábamos copulando, y le llené la boca de semen; él se echó hacia atrás, satisfecho, tragando como podía mi leche. Le vi mirarme desde abajo con el semen chorreándole por la barbilla y me pareció muy hermoso. Pero enseguida él lo estropeó todo: se puso en pie, se acercó a mí y me dio un beso. Ayudándose de su lengua, me pasó mi propio semen diluido en su saliva. Me retiré inmediatamente y estuve a punto de vomitar. Me dio tanto asco que tuve que apoyarme en la mesa para no caerme. Lo escupí todo y me bebí media botella de whisky para quitarme el sabor. Todo cambió después de esta cerdada, y empecé a arrepentirme de lo que había sucedido. Le miré con repugnancia. Le vi contemplarme con amor, y eso me repelió todavía más. Si hacía un instante le había visto hermoso, ahora me parecía horrendo. Si hacía un momento no soportaba la idea de que se marchara, ahora tenía la necesidad de que se fuera, de que se fuera para siempre; le había amado, lo reconozco, pero ahora sólo pensaba en matarle porque se apoderó de mí la certeza de que nunca sería feliz si él permanecía vivo en alguna parte del mundo. Y ahí fue cuando mis manos tropezaron con el cuchillo que había utilizado para cortar los taquitos de jamón.
»—Eres un cerdo cenagoso —le dije, y se lo clavé en la garganta sin pensar, en un acto reflejo. Me miró incrédulo con el cuchillo hundido hasta media hoja en el esófago, se levantó y caminó tambaleándose por toda la habitación, como si buscara una salida a su muerte segura. Me di cuenta de la barbaridad que acababa de cometer. Dr. Moore, para un ignorante como yo es muy difícil describir con palabras el infinito amor que se apoderó de mi corazón en ese momento. Corrí llorando a abrazarle y le desclavé el cuchillo como un imbécil, queriendo reparar lo que ya no tenía remedio. Un chorro de sangre roja, casi negra, surtió con fuerza. Y entonces tuve la idea. De todas las posibilidades, esta que relataré a continuación era la que más se acercaba a lo que en verdad hubiera querido, es decir, lo más parecido a devolverle la vida. Lo que hice le parecerá cruel, Dr. Moore; pero si lo piensa despacio, se dará cuenta de que sólo me movía el amor más puro y de que fue este inefable sentimiento el que me dio las fuerzas y el coraje necesarios para llevarlo a cabo. Le miré por última vez como a un hombre. Sus intentos por gritar eran inútiles: como el cuchillo le había roto la tráquea y rasgado las cuerdas vocales, sus espasmos sólo conseguían aumentar la hemorragia, y lo único que hacía era unas muecas horribles, pero sonido, ninguno. Su agonía fue terrible. No perdió la consciencia. En todo momento supo que se estaba desangrando y que iba a morir lentamente. A mis ojos, su dolor y su sufrimiento no hicieron sino añadirle belleza a su cuerpo y hermosura a su rostro. Dr. Moore, no se puede usted imaginar la cantidad de sangre que cabe en un hombre adulto. Salía como el chorro de La Cibeles y lo manchaba todo: las paredes, los muebles, mi cuerpo, mi cara, su cabello, su rostro. Corrí a por un caldero y aún pude recoger una cierta cantidad, que removí para que no se echara a perder, lo cual, dicho sea de paso, hubiera sido un sacrilegio. Para que la sangre no se estropee, además de removerla con un palo, hay que mezclarla con un poco de agua, una pizca de sal y una cebolla.
»Cuando estuve seguro de que estaba muerto, seccioné el esófago por la parte más próxima a la garganta e hice un nudo con el mismo para evitar la regurgitación del contenido estomacal. Volví a clavarle media hoja del cuchillo con el filo hacia abajo y tiré hacia el pecho abriéndolo en canal. El abdomen se desplegó como una sonrisa, y los intestinos salieron humeantes en borbotón. Los puse en una sábana y los eché al agua para limpiarlos antes de que se estropearan. Tuve cuidado de recoger su hígado en un delicado paño blanco y de separar en fuentes independientes riñones, corazón y pulmones. Le desnudé, le quemé el pelo de la cabeza y el vello del cuerpo. Limpié cuidadosamente su cavidad abdominal ya vacía. Le bajé a mi bodega, que es un sitio muy fresco y, con la ayuda de cuerdas y una polea, le colgué de los pies y le coloqué dos gruesos palos en el interior para que se quedara abierto. Le di otro corte desde la cabeza hasta el nacimiento de las nalgas para que salieran los tocinos, las mantecas y su algo de lomo. La manteca fresca hay que extraerla con la mano, derretirla en una cazuela de barro y dejarla enfriar. Sirve para el picadillo de las morcillas, para hacer sofritos e incluso para tapar los chorizos que se quieran conservar en grasa.
»Antes de descuartizarle, le dejé orearse veinticuatro horas, mientras hacía unas morcillas. Nunca imaginé que la sangre de P. llegara a ser para mí el alimento celestial que me sostuvo, nutrió y fortificó aquellos días.
»¡Dios mío, Dr. Moore, he leído lo que acabo de escribir y me he asustado! En ocasiones pienso que soy un monstruo. Pero, en fin, me he propuesto contarle todo.
»Para hacer las morcillas que he mencionado, tuve que lavar bien sus entrañas y mondongos: desurdir sus tripas tirando de ellas suavemente, ponerlas bajo un chorro de agua fría, del derecho y del revés, como si fueran calcetines, y soplarlas para comprobar que no existían perforaciones ni agujeros. Para que la morcilla de sangre salga buena hay que cortar la manteca en trozos muy pequeños y echarlos en un barreño con cebolla picada, sal, pimienta, clavillo y canela. Se amasa, mezclando bien las especias, y se echa la sangre poco a poco, removiéndola sin cesar con un cucharón de madera. Una vez hecha la masa, es importante freír una cucharada en la sartén para probar si está bien ligada y sazonada, añadiendo la sal o la especia que se necesite. Si está en su punto se llenan los intestinos, dejándolos un poco claros para que las morcillas no revienten cuando se cuezan a fuego vivo. Así lo hice, y no me dio para más el día. Aquella noche cené los riñones y el hígado troceado y frito con aceite, sal, cebolla cortada en juliana, pimentón, un poco de laurel y algo de vino blanco. El día había sido muy largo, muy emocionante, y yo tenía mucha hambre, así que cocí unas patatas, las puse en una fuente y eché por encima el hígado y los riñones con toda su salsa. Este plato tiene que servirse muy caliente, acompañado de un buen tinto. Aquí viene lo extraño: aunque estaba preparado para un acceso de culpa y arrepentimiento, éste nunca se produjo. Todo lo contrario: terminé de cenar y eructé.
»A la mañana siguiente continué el trabajo con un gozo que podría parecer impropio si se olvida que no me movía la gula, sino el amor. Saqué a mano las costillas, ideales para guisarlas con unas patatas o un arroz. Vinieron luego los solomillos, dos tiras de carne magra, breves y apuntadas, exquisitas y generosas para ser de un hombre, aunque fuera gordo como mi amigo. Saqué la columna vertebral y la descarnicé para los recortes destinados al chorizo. Troceé el hueso y lo salé junto a los tocinos, las costillas y la cabeza, que me costó manipular a causa de la expresión de estupor que conservaba. Conseguí finalmente trocear la careta, que, muy frita, viene muy bien de aperitivo. Guardé los sesos para tomármelos por la noche con un par de huevos en tortilla y le corté las orejas para hacer, ya más adelante, un cocidito. Separé los brazos y los eché en sal. Las manos, troceadas, las añadí a unos callos de estómago y lengua que me hice a media mañana. Los callos salen superiores si se les añade un poquito de lomo y algo de solomillo. Yo les puse además el corazón. Comerme este órgano fue lo más difícil: esta vez sí que tuve una digestión pesadísima a causa de la mala conciencia; decidí echarme la siesta porque es que no podía seguir.
»Por la tarde, con las fuerzas renovadas, le desprendí las piernas. En F., mi pueblo, lo primero que se hace con los jamones es sacarles la sangre de las arterias. Luego, en mi casa, mi padre los rociaba con una solución de cinco gramos de sal de nitro, los dejaba unas horas y luego los cubría totalmente con sal común. Así estaban dos días, al cabo de los cuales los sacudía bien con escobas que comprábamos para la ocasión. Luego había que prensarlos con tablas lisas y sacos de avena y lavarlos bien con agua y arpillera. Los dejábamos secar y los frotábamos con un adobo de pimiento molido y vinagre. Finalmente, los colgábamos en un sitio aireado y, cuando estaban secos, los embadurnábamos de aceite para protegerlos de las moscas. Se oreaban en la sierra. Después pasaban a la bodega, donde se quedaban de uno a tres años. Yo seguí el mismo proceso. Los dejé fuera hasta que, al cabo de un mes, llegaron mi mujer y mi hija. Mientras, hice los chorizos. Salchichones, morcones y butifarras no pude hacer, ya que, si bien P. estaba bastante gordo, no tenía lomo suficiente; y además toda la lengua se me había ido en los callos. Para los chorizos piqué carne magra de la mejor calidad —brazos, piernas y lomos— procurando que llevara algo de grasa. Preparé un adobo a base de sal, ajo (machacado hasta que se convirtió en masilla), pimentón dulce y pimentón picante. Unté con él la carne picada, la amasé en una vasija de barro y le añadí un poquito de agua. Dejé reposar el picadillo, tapado con un paño, y lo embutí a los dos días. Es importante no olvidarse de amasarlo diariamente. Igual que con la morcilla, antes de meter el picadillo del chorizo en la tripa, hay que freír un poquito para ver si es preciso añadir algún ingrediente. Si está en su punto se embute la carne. Lo ideal es poder curar los chorizos al humo de un fuego de roble durante quince días, teniendo cuidado de hacerlos girar para que la curación sea uniforme.
»Como mi mujer también sentía debilidad por P., quise darle la bienvenida con un buen cocido que reuniera en un solo plato lo mejor de mi amigo. Eché huesos del brazo, parte de la careta, las orejas y el pene. Y, por supuesto, lo que un cocido debe llevar siempre: buena gallina, carne de ternero, un hueso de jamón curado, berzas, repollo, patatas y garbanzos. En el agua donde cocí la carne pinché los chorizos más curados para hacer la sopa de fideos. Puse también una pelota de carne picada con su huevo duro, su ajo y algo de picante.
»Cuando llegó y vio el cocido, mi mujer se puso como loca. Le encanta este puchero tan nuestro. En casa siempre lo comemos con calma, repartiendo las sustancias y los diferentes productos por el plato. Ella siempre se pone al lado algo de lechuga. A mí, en cambio, me gusta tener a mano salsa de tomate y, si puedo, pimientos morrones asados. Dimos buena cuenta del cuerpo de mi amigo con ayuda de la verdura y de un par de patatas. ¡Si mi esposa hubiera sabido lo que se estaba comiendo! La carne de pene, por cierto, me decepcionó: es muy correosa y está llena de nervios. Mi mujer la confundió con morro, figúrese. El chorizo, en cambio, nos encantó.
»Al terminar me sentí lleno de P., contento y seguro. Había comido su cuerpo, el cuerpo de mi mejor amigo, y lo tenía dentro de mí. Además, por si fuera poco, en la bodega almacenaba provisiones suficientes para soportar el largo invierno de la Cuaresma. No hay preguntas.
»Leo. Madrid.
»OPINA EL DR. MOORE:
»Dice San Juan que “majoren hac dilectionem nemo habet ut animam suam ponat quis pro amicis suis”, es decir, que la mayor prueba de amistad que puede darse es la de morir por los que se ama. Tu amigo no sólo ha dado su vida por ti, sino que se ha dado a sí mismo como alimento, llegando de este modo a un extremo jamás alcanzado por amistades humanas. Sólo Jesucristo hizo algo semejante. De una manera extraordinaria, inimitable, has realizado la unión que la amistad reclama. Porque ¿es la amistad simplemente revestirse del amigo? No. Es nutrirse de él, es incorporarle, es participar de su sustancia, vivir de su vida y, en fin, convertirse en su cuerpo. ¿Cómo podemos conseguir esto? A través de la relación sexual con el amigo o mediante la ingestión del mismo, opción por la que te inclinaste sin despreciar las delicias de la primera. Tu amigo, repito, se ha dado a ti; y tú te lo has comido en un acto supremo de amor para no ser más que uno mismo, para ser consumado en la unidad, para transformarte en él.
»Las Sagradas Escrituras nos hablan de tres banquetes notables; encontramos el primero en el Génesis, cuando se dice que Dios dio a Adán los más deliciosos frutos de la tierra, y particularmente los del árbol de la vida. El segundo lo señala san Lucas cuando dice: “Os preparo el reino, como mi Padre me lo ha preparado a mí, a fin de que comáis y bebáis a mi mesa en mi reino”. El tercero está expresado en aquellas palabras de los tres evangelistas y de san Pablo: “Tomad y comed, Éste es Mi Cuerpo”. El festín que relatas, como tú mismo habrás percibido, guarda muchas semejanzas con este célebre banquete. Ahora que tú has comido su carne y has bebido su sangre, él permanece en ti, y tú en él.
»¿Te sientes culpable porque la sangre de tu amigo fue para ti un alimento celestial que además te sostuvo, nutrió y fortificó? No seas tonto. Echa un vistazo a los Padres de la Iglesia y verás que para santo Tomás la sangre de Cristo es una divina y deliciosa bebida que sacia y satisface su sed; para san Isidoro es una leche de indecible suavidad que hace las delicias de los hijos de Dios; para san Agustín, un tesoro abundante, de precio infinito, que nos enriquece y proporciona todo cuanto podemos legítimamente desear; y para san Jerónimo, un fuego celestial que derrite el hielo de nuestros corazones y nos inflama de un amor completamente divino. “Sanguis Domini nostri Jesu Christi custodiat animam meam in vitam aeternam”, dicen los hipócritas ministros de la Iglesia cuando alzan el cáliz. En la religión es donde mejor se percibe la huella embellecida y fosilizada de nuestros instintos animales: la antropofagia es una tendencia natural que el hombre ha experimentado siempre hacia sus seres queridos. Nuestras expresiones más castizas también son una buena muestra de ello: quiero comerte a besos, devórame, etc. El amor y la comida están muy próximos. Para los hombres en general y para los españoles en particular la expresión máxima del amor es comernos al ser amado, como enseña, por cierto, la Santa Madre Iglesia, que adora el sacrificio y el sufrimiento y recomienda ingerir periódicamente el cuerpo y la sangre humanas de su dios. Sin embargo, me dirás, la sociedad burguesa no ve con buenos ojos que un amigo se coma a otro amigo. Tienes razón, pero eso es una muestra más de la hipocresía de las derechas de este país. Pregunta a cualquier cura, y te dirá con fervor que la sangre de Cristo circula en la Hostia con toda la abundancia de su gloriosa vida; te dirá con cara de no haber matado nunca una mosca que la sangre es luz que ilumina, voz que alienta, vino que conforta, caldo que da brío, leche rebosante de inefables dulzuras, tesoro de méritos incalculables, rocío que fecunda la tierra de nuestra alma, remedio de nuestras enfermedades, fuente de gracias con que alcanzar la vida eterna, y qué sé yo cuántas barbaridades más. ¿No adoran los cristianos todos los domingos la sangre de Cristo en toda su plenitud; la sangre que se derramó en la circuncisión; la sangre que se derramó, gota a gota, en el Huerto de los Olivos; la que inundó la sala del pretorio, salpicó las manos y vestidos de los verdugos, corrió por las sendas de Jerusalén, a lo largo de la calle de la amargura, y enrojeció la cumbre del Gólgota; la que se coaguló en los látigos de la flagelación, la que se secó sobre sus cabellos, la que empapó sus vestidos y dejó huellas rojizas en la corona de espinas, la que roció el madero de la cruz; la sangre que, al comulgarse a sí propio, bebió el mismo Cristo la noche del Jueves Santo; la sangre que se derramó con tanta prodigalidad sobre el suelo de la pérfida ciudad? ¿No es ésa la misma sangre que está en el cáliz, unida a la persona del Verbo Eterno? ¡Entonces no te avergüences tú de haber hecho unas pocas morcillas de arroz con tu amigo, movido por el amoroso deseo de tener en tu cuerpo la misma sangre que él!
»Dices que hiciste unos callos y que echaste en ellos no sólo tripa, como es natural, sino diversas partes de casquería, entre ellas el corazón; y que eso sí te dio ciertos problemas de conciencia, y que digeriste mal. ¡Pues claro! Es normal. El corazón es el órgano esencial del cuerpo humano, el primero en nacer a la vida y el último en morir, decían los filósofos antiguos. Por eso mismo, que fueras capaz de comerlo me hace ver la sinceridad de tu amor, la pasión con la que amabas a tu amigo. Tu adoración era tal que tu cuerpo necesitaba la porción principal de su humanidad. De nuevo se impone la comparación con la Misa. El corazón de Jesús está real, verdadera y sustancialmente en el Santísimo Sacramento. Por virtud de las palabras de la consagración, Jesucristo está en la Eucaristía, presente y todo entero, según la expresión dogmática del Concilio de Trento, incluido su corazón: “Christum totum.”
»Voy a serte sincero: la única objeción que tengo en este asunto es el modo de cocinarlo. En mi pueblo se prepara lo que llamamos el caldillo, un estofado que se hace con las asaduras del animal: hígado, bofe, pajarilla, es decir, páncreas, riñones y corazón. Pero nosotros empleamos el corazón, sobre todo, para hacer longanizas; picamos en trozos gordos los livianos, las mollejas y el corazón y añadimos alguna grasa picada. Lo salamos todo en abundancia, echamos pimiento dulce, pimiento picante, orégano, unos cuantos ajos y un poquito de agua. Lo dejamos estar dos o tres días, teniendo cuidado de amasarla a diario y, al cabo de este tiempo, lo embutimos en tripa. En casa le damos dos ataduras cada veinticinco centímetros, y las curamos con un fuego de hojas de laurel.
»Y si comenzaba esta carta con una cita en latín, quiero terminarla con un refrán en romance de mi pueblo: Desde la cabeza hasta el rabo todo es rico en el marrano. Nada más, amigo Leo, recuerda solamente que el cerdo, como Cristo, es la Hostia.»
«Historias», La Pasión, 167 (julio de 1936), págs. 34-38.
«Distinguido amigo:
»He recibido finalmente su amable carta del día 15 de enero. Empezaba a pensar que se lo había tragado la tierra. Celebro, sin embargo, que su tardanza se haya debido exclusivamente a un período de fertilidad literaria, y espero que haya avanzado lo suficiente como para que pueda enviarme pronto el primer borrador.
»Es difícil definir a Patricio en una sola frase, como usted me pide. Pátric —así le llamaban— era esa especie de don Quijote con faldas que fue Madame Bovary; pero en hombre: un ser ahogado por el ambiente y contaminado por una literatura que había pasado de moda. El Patricio que yo conocí vivió fascinado por las biografías de escritores muertos y por las novelas de Benito Pérez Galdós en un mundo que sólo respetaba lo joven y lo nuevo. Y tampoco puedo explicarme cómo fue capaz de hacerse tan amigo de Santos. Será que, como dicen, los opuestos se atraen, aunque yo siempre he pensado que se repelen.
»Cuando murió Leo, estuvimos en Italia; me llevó a su casa y conocí a su familia. Su padre era entonces el embajador de España en Roma y vivía con su mujer y con cuatro de sus ocho hijos en un luminoso palacio del siglo XVI, ventilado y fresco. Recuerdo que estaba siempre inundado de claridad por la luz que entraba a través de sus muchas galerías y cristaleras. Todo tenía un sabor muy castizo: balaustradas de mármol, baldosines y aguas que le daban un aire andaluz. Había un cuidado jardín con una fuente central y hasta una alberca, en la que se refrescaban durante el verano. Patricio era huérfano de madre, y su padre se había vuelto a casar con una jovencita italiana que se llamaba Lorenza Giolito, que tendría la edad de su hermana Mónica, un poquito mayor que él. Sus hermanas Alejandra y Adriana completaban esa familia que vivía en la embajada, entre esculturas de Donatello, pinturas de Tiziano y tapices flamencos, con la misma naturalidad con la que los Bueno, me imagino yo, vivían entre los cerdos.
»Se pregunta usted lo mismo que me pregunté yo durante mucho tiempo: ¿qué vio Patricio en un tipo como Santos? Pátric siempre me habló mucho de él. Me dijo que Santos llegó a la Residencia siendo un ignorante y que eso fue lo primero que le atrajo. Hasta entonces todos sus amigos habían sido pedantes insoportables y personas de cultura enciclopédica. Santos era un palurdo que no había salido jamás de su pueblo y que no había leído un libro en su vida. Digamos que Patricio le desvirgó; le fue recomendando lecturas y autores. Patricio me dijo que le gustaba su frescura: si algo no entendía lo preguntaba abiertamente; si alguna obra maestra le aburría, lo confesaba. Poco a poco, claro, fue perdiendo esta ingenuidad, como ya sabe. Mi teoría es que Pátric pensó que Santos podía servirle de modelo para alguno de sus personajes y decidió frecuentarle, empaparse de su modo de hablar para luego plasmarlo en su obra, como hubiera hecho Zola. Lo que ocurrió es que al final terminó cogiéndole cariño.
»A Patricio la vocación de escritor le venía de familia. Era sobrino de José María Pereda y desde muy joven supo a qué quería dedicarse. Voy a contarle algo que no encontrará en las historias de la literatura ni en ningún testimonio de la época. ¿Usted sabe cómo se titulaba la primera novela de Patricio, publicada en 1924? Los Beatles. Créaselo: yo he tenido un ejemplar en mis manos. Uno de sus personajes, Juan León, tiene mucha semejanza con Santos Bueno. Desgraciadamente, éste es uno de los muchos ejemplares que desaparecieron en el incendio que le mencioné y que casi me cuesta la vida. Recuerdo perfectamente el día que la trajo a casa, debajo del brazo, para que la leyéramos. A Leo y a mí nos encantó; era una novela formidable, impropia de un muchacho de su edad, pero opuesta a lo que entonces estaba de moda. Leo enseguida se dio cuenta de que iba a tener dificultades para publicarla, como así fue, y le ofreció hacerlo en Lisboa, en la editorial de un conocido suyo. Leo y él se llevaron bien desde el primer día. Los dos eran iguales; de ese tipo de personas que confía ciegamente en la solidez de una amistad que nace entre dos sujetos que admiran el mismo libro. El caso fue que la editorial que finalmente publicó Los Beatles era muy pequeña y debió de imprimir muy pocos ejemplares. Además, aquella novela era el tipo de literatura que Pepe Ortega combatía. Bastaron un par de artículos en El Sol para que los libreros la retiraran de los pocos escaparates en los que la habían colocado. Patricio nunca le perdonó esto a Ortega. No se conocían mucho —sólo coincidieron en un par de ocasiones—, pero se detestaban a muerte. Yo creo que hay mucho de rencilla personal en esa especie de conjura contra Los Beatles. Ocurre lo mismo con los acontecimientos históricos, grandes o chicos. Los libros nos los resumen, dibujando relaciones de causa y efecto o de fatalidad; pero estoy convencida de que hasta la Revolución francesa tiene motivos personales. El caso fue que el libro pasó sin pena ni gloria, y que Patricio cayó en una depresión de ánimo seria y profunda. Santos desapareció en cuanto se olió que su amigo era un fracasado que no iba a llegar a novelista famoso, como él esperaba. Patricio, sin embargo, no hacía nada más que preguntar por él. Estaba tan obsesionado que una mañana me presenté en el despacho del profesor Homero Mur, el consejero de Santos, para saber dónde se encontraba. ¿Sabe usted que me encantó aquel hombre? Fue grosero y maleducado conmigo. Me llamaba Elbosch, ¿se imagina? Él adoraba a Santos y se negó a revelarme su paradero. Me dijo que Santos era un joven muy fabulador y que estaba enamorado de mí. Yo no podía creerlo. Poco a poco se fue relajando, y antes de marcharme le invité a cenar. Aceptó, para mi sorpresa. Durante la velada estuvo muy simpático, y hablamos de todo un poco. Me dijo que había querido ser cura y que había pasado muchos años en el seminario. Se había enamorado de una mujer y se había salido para casarse con ella, pero resultó que esta mujer le engañó y se casó con otro hombre. Don Homero reconocía que esa experiencia le había hecho desconfiado con el género humano y algo misógino. Fuimos amantes sólo aquella noche. Físicamente no fue gran cosa, pero tenía una conversación apasionante. Me pareció uno de esos hombres a los que se les va la fuerza por la boca. Era inexperto y torpe, por eso me extraña que fuera verdad lo que se comentaba por ahí: que en sus ratos libres escribía para una revista pornográfica que se llamaba La Pasión. Firmaba como Dr. Moore y daba consejos sexuales. Me extraña mucho, pero todo puede ser.
»En cuanto a Patricio, se fue calmando poco a poco, pero todo lo que escribió después de Los Beatles lo consideré entonces y lo considero ahora simple basura. Sin embargo, fueron precisamente esas novelitas comerciales las que le dieron fama y dinero. Ahí empezó a perder la cabeza y a comportarse como si fuera Cervantes redivivo. Adoptó extravagancias, excentricidades y un aire general de insolencia que cada vez me disgustaba más. Se hizo amigo de todos los señoritos, frecuentó los bajos fondos de Madrid y trabó amistad con gente del hampa; aprendió a bailar y cultivó su pasión por la ropa. Se esforzó por adquirir costumbres fijas: levantarse tarde, tomar el aperitivo, almorzar fuera de casa, dormir la siesta, leer su poquito todos los días, ascender los fines de semana el Cerro de los Ángeles y asistir todas las tardes a una tertulia donde jugaba a escandalizar y a ser sublime todo el tiempo. Su máxima ambición era convertirse en el perfecto cortesano, y logró ser el más crápula de sus amigos intelectuales y el más culto de sus amigos golfos; aprendió a tratar a los caballeros con extremada educación y distancia y a las damas con cortesía: a las cocineras como si fueran reinas y a las reinas como nodrizas. Construyó, en fin, una leve existencia fácil de llevar en privado y un personaje público ciertamente ingenioso, que pasaba por genial entre los incautos, pero que, a sus años, sin mucho mundo, no podía estar expuesto al mismo auditorio más de dos horas seguidas sin riesgo de calcinarse, sin agotar su repertorio de frasecitas y poses. Pero escribir, no escribía ni una línea de calidad. Su cuerpo, que era un reflejo de su alma, iba engordando y embotándose cada día más. Poco a poco, fuimos dejando de vernos hasta que la guerra terminó de separarnos.
»Con el tiempo me he dado cuenta de que todos los esfuerzos de las criaturas de ficción van encaminados a convertirse en seres de carne y hueso. Los escritores, en cambio, seres de carne y hueso, hacen todo lo posible para convertirse en criaturas de ficción algún día: en estatuas, en billetes de banco, en sellos o en temas de libros escolares. Patricio Cordero, aunque lo intentó y lo merecía, no ha llegado a la categoría capítulo; se ha quedado en una modesta entrada del Espasa, que le considera un primor de literatura femenina y comercial de antes de la guerra. Créame: Patricio fue un escritor de talento echado a perder por las circunstancias, empeñado en hacer una literatura que estaba pasada de moda. Es muy difícil triunfar en el mundo de las letras después de Cervantes. Los escritores posteriores a él estuvieron y están condenados a componer variaciones más o menos interesantes del Quijote, pero variaciones al fin y al cabo. En España además es particularmente complicado triunfar sin ser deportista o torero. La dificultad se multiplica por dos si uno es escritor, y por veinte si se tuvo la mala suerte de ser contemporáneo de Lorca. Ya se sabe que a los españoles los escritores y los cerdos sólo nos gustan después de muertos. Aplíquese el cuento, como se decía en mi época.
»Tras el carnaval de los años veinte vinieron los fuegos artificiales del 36 y el fin de fiesta, el invierno interminable, esa descomunal Cuaresma que afortunadamente ha terminado hace poco con la muerte del enano.
»De la guerra poco le puedo decir porque no la viví. Cuando se sublevó el ejército de Marruecos todos pensamos que iba a ser cosa de horas; unos porque estaban seguros de que el levantamiento sería sofocado inmediatamente; otros porque estaban convencidos de que las demás plazas militares se unirían a la iniciativa. Cuando a las cuarenta y ocho horas vi que el golpe no triunfaba ni fracasaba, supe que iba a haber una guerra y me vine a mi casa de Nueva York. Lo que sí puedo decirle es que parte de responsabilidad en la salvajada fascista la tuvieron los que luego serían sus víctimas: asesinos que se hacían llamar milicianos y que sin más ni más se erigieron en brigada popular y pasaron a cuchillo del 31 al 36 a todo aquel que tuviera manos de señorito. Una de estas brigadas de milicianos mató a Aquiles, mi mayordomo de toda la vida, y prendió fuego a mi palacete de Santa Bárbara. Abandoné aquel país de salvajes el 22 de agosto de 1936 y desde entonces no he vuelto a saber nada de nadie ni he querido preguntar. Miento: a los pocos años de terminar la guerra, Santos me llamó por teléfono. Era un pez gordo del régimen, no recuerdo qué. Le pregunté por Patricio sólo para enojarle, y el muy hipócrita me contestó que lo tenía muy dentro. ¡Que lo tenía muy dentro! Estoy segura de que le fusilaron; de que Santos pudo haberlo evitado y de que no lo hizo. Si habla con él pregúntele; ya verá como le dice que le condenaron a muerte, que él intentó mover todos los hilos a su alcance para que se le conmutara la pena, pero que lo hizo demasiado tarde, cuando ya no había solución, cuando ya le habían ejecutado. En realidad eso es lo que le hubiese gustado que sucediera.
»Mis mejores deseos. [Firma ilegible.] En Belle Terre, a 1 de abril de 1988.»