De clima templado; con sus 604 almas y 152 vecinos propensos a las hidropesías, las fiebres intermitentes, las pulmonías y los dolores de costado; situado al pie de una cuesta que lo resguardaba del viento del norte, en un terreno llano, fuerte y de buena calidad bañado por el río Nágima; comprendiendo una dehesa boyal, dos montes carrascales, así como una fuente de tres caños; y contando 190 casas, una iglesia parroquial de cura y capellán, un molino harinero, un horno de cocer pan, un hospital sin rentas y una escuela de instrucción primaria, Fuentelmonge, en la célebre provincia de Soria, esperaba con los brazos abiertos a su hijo pródigo y pajillero, que por primera vez en cinco años regresaba de morros al pueblo de marras. Fuentelmonge había sido siempre el último fin, su motor inmóvil, la última causa de todas sus consecuencias, el volver, volver, volver a tus brazos otra vez de todas sus acciones y duchas mañaneras. Fuentelmonge había sido siempre el descanso del guerrero, la calma tras la sostenida tempestad de permanecer en Madrid cuatro mesecitos, cuatro santos mesecitos. ¡Con qué alegría atravesaba él, sin tocarlos, estos santos meses mencionados, con sus trabajos, sus días y sus exámenes finales de las más variadas asignaturas, al encuentro de su pueblo natal, cargado de revistas ilustradas para su familia y vecinos! Aquella víspera de Navidad, sin embargo, se había buscado por todas partes y no se había encontrado en sus vísceras el cosquilleo ventral de las vísperas anteriores ni esas ansias por llegar a Fuentelmonge, que le hacían dormitar para que se acortara en la medida de lo posible el interminable viaje hasta Pozuel de Ariza, en la noble y baturra provincia de Zaragoza, la estación de ferrocarril más cercana. No temía, como otras veces lo había hecho entre vergonzoso y excitado, el encuentro con su padre en la estación; y no tenía, como otras veces había descubierto, dos boquetes practicados en las ijadas, que hacían inútil la entrada de aire mediante suspiros. Por primera vez en cuatro años de regresos navideños hubiera preferido quedarse en Madrid, frecuentando la mirada de María Luisa y ganándose con esfuerzo e ingenio todas las sonrisas que esbozara en estas señaladas fechas; hubiera preferido, la verdad, no emigrar a Fuentelmonge en medio de todo el cristo. ¿Se acordaría María Luisa de él? ¿Le tendría presente no de vez en cuando, sino a todas horas, como la recordaba él desde el día del ciervo? Se le abrían las carnes a Santos, y sus ojos empezarían a abrirse también aquellas navidades.
Sin dormitar, nunca había llegado tan pronto a Pozuel como aquella víspera. Nunca como entonces le había parecido tan bestia y tan maniático su padre, empeñado como todos los años en sacar los bultos por la ventanilla; y nunca tampoco le habían resultado tan rudimentarios la amistosa palmada de bienvenida en las collejas y su gerundio:
«Arreando».
Y el carro, con el padre y el hijo, tirado por dos mulillas cascabeleras, echó a andar. Parece que no hablaron mucho más durante el resto del trayecto o, si lo hicieron, se dice que fue sobre los tíos de Madrid o sobre las heladas de Fuentelmonge.
Las mujeres de su familia le esperaban alborotadas, y le llenaron de besos y salivilla. Luego vino lo de las vecinas: entraron varias que habían aguardado pacientemente el turno y le besuquearon clavándole en su mejilla virgen pelos y verrugas, mientras el resto comentaba que estaba muy mozo y muy guapetón y que si ellas le hubieran visto por la calle no le hubieran conocido. A algunas les faltó tiempo para preguntarle cómo era Babenberg, cómo era; y cuando Santos lo explicó, se rieron como viejas mulas lujuriosas, mostrando, las unas, amarillentas dentaduras melladas, y encías encarnadas como crestas de gallina las otras. Qué mozo está, pero qué mozo, gritaron. Algunas volvieron a agarrarle del pescuezo en un arrebato de no se sabía qué, y le plantaron diez besos babosos en la cara, hormigueándole en la comisura con sus bigotes de cerdas.
Solemne, la gorda de la tía Rosita fue la última que tomó asiento alrededor de las dos mesas cojas, unidas por un solo hule, donde a duras penas cabían todos. Esa noche era nochebuena y al día siguiente, Navidad; y la abuela había dicho, venga, venga, que se queda fría la sopa; pero eso no era cierto. Es más, hubo de transcurrir media hora para que alguien se atreviera finalmente a llevarse la primera cucharada a la boca. Como era tradicional, mientras la sopa se enfriaba, Santos hizo frente al turno de preguntas, que aquel año se centró, lógicamente, en su íntima amistad con el barón Leo Babenberg. La Justa y la Araceli, sus hermanas, fueron las más activas. Que cómo era el barón; que si era verdad que era muy alto, como había dicho en la carta; que cómo hablaba; que qué le dijo; que cómo era la baronesa; que si era verdad que era más guapa que en las revistas; que cómo era su villa alcarreña; que cómo que no había ido el Rey; y que cómo mató al ciervo. Los primos Manolín y Valentinín, entre tanto, se pellizcaban, se sacaban mocos, se reían, se descalzaban por debajo de la mesa y se lanzaban huesos de olivas con sus risas de conejos polutos. A continuación preguntaron por la familia. Que cómo estaban la tía Carmen y el tío Marcelino, que si había ido a comer alguna vez a su casa y que cómo estaba el primo Marcelinín por esos mundos. Al oír que se interesaban por Marc, Santos, que le seguía dando vueltas al modo de preguntarlo para que no sonara muy fuerte, decidió soltarlo como venía, y que fuera lo que Dios quisiera:
—No sé si es verdad o mentira, pero el primo Marcelinín me ha dicho que es adoptado —dijo, y contuvo la respiración esperando el estallido de la bomba que acababa de lanzar; pero la mayor parte de la familia pensó que eso era un título académico. La madre de Santos aprovechó para ponderar la inteligencia del sobrino. El tío Manolo corroboró sus palabras:
—¿Marcelinín? Marcelinín será lo que quiera ser: adoctado y adjunto a catedrático, si se pone. Ese crío es un fuera de serie desde que nació y cualquier día nos hace ministros a todos.
—¡Creo que además tiene una letra…! —exclamó la tía Rosita cerrando los ojos y mordiéndose el labio inferior—. Pero bonita, bonita, me ha dicho Carmen. Creo que escribe muy, pero que muy requetebién.
Santos tuvo la extravagante sensación de que su familia y él cenaban en habitaciones diferentes, y de que tendría que gritar si quería hacerse oír. Por eso hubiera preferido quedarse callado, cosa que no le permitieron, ya que, para terminar, tuvo que atender algunas dudas que tenía su familia sobre diferentes aspectos de la capital. Que si era verdad que habían abierto en Madrid un baile que no cerraba hasta las ocho de la mañana, que si las cosas estaban muy revueltas por Madrid, que qué se oía por allí, que si era verdad que Primo de Rivera era tan sencillote que se paseaba por la calle sin escolta, que si se lo había encontrado alguna vez por ahí, que si era verdad que la gente empezaba a protestar contra él. Que qué se decía por Madrid de lo que le había pasado al señor Venancio. Esta pregunta del tío Manolo les cerró la boca.
—¡Pero Manolo!, ¿no te das cuenta de que en Madrid no conoce nadie al Venancio? —tuvo que advertirle su propia hermana, la madre de Santos. ¡Hasta ella se daba cuenta de lo cretino que era!
—¿No os habéis enterado allí en Madrid que se le ha inundado toda la casa al señor Venancio? —preguntó incrédulo e irritado.
—No, no teníamos ni idea —repuso Santos con toda la naturalidad que fue capaz de simular. Santos no pedía lo imposible: sólo una familia con algo de interés, con un pasado oscuro; qué menos que tener un miembro maldito o por lo menos excéntrico, un abuelo maniático o un tío artista. Pátric tenía un tío que era un novelista inmortal; Martini, otro, neurasténico, que captaba todos los matices de la observación; y él, uno modorro que se llamaba tío Manolo.
A continuación los Bueno empezaron a sorber la sopa con gran estrépito. Tal vez lo habían hecho siempre así, pero Santos reparaba en ello después de haber visto a Babenberg ingerir líquidos como por arte de magia. Cuando la hubo terminado, su padre se frotó las manos, entrechocó los dientes y chasqueó la lengua varias veces para gustar bien su sabor. Todos le imitaron. Católica de primera división, su abuela había comido de pie sólo para martirizarse; cuando terminó, empezó a servir el conejo soltando las tajadas a media distancia y salpicando bastante. Mientras la abuela servía, su padre comía pan a pellizcos, metiendo el dedo entre la miga. Pellizcos también eran los que empezaron a darse sus primitos cuando ya no tuvieron huesecitos para tirar. Valentín se echó encima de Manolín, Manolín se derrumbó sobre Santos, Santos empujó a su padre, y a éste se le cayó el pan pellizcado. No le importó: recogió el coscurro, lo sopló y siguió comiéndoselo como un pajarraco.
—¿Os queréis estar quietos ya con los pellizcos y los huesecitos? ¿No veis que no cabemos en la mesa? —les amonestó Santos por fin. Todos los miembros de su familia le miraron como a un loco.
—¡Joder, cómo viene este crío de la capital, que parece un marqués! —exclamó su padre.
Los primitos continuaron con sus juegos y tiraron los cubiertos al suelo. Su madre los recogió por la parte cóncava y los depositó sobre la mesa. Santos sugirió que los cambiara, pero unánimemente le recomendaron que no fuera tan delicadito. El conejo abrasaba, y hubo que esperar otros cinco o diez minutos hasta que estuvo comestible. El tío Manolo succionaba cada trocito de carne hasta la congestión, luego lo masticaba, lo deglutía y volvía a succionar otro ruidosamente, degustando hasta la última gota de su sabor. Uno de los primitos soltó un pedo. La tía Rosita, que trataba de triturar un hueso con las muelas, interrumpió su actividad y le regañó suavemente, con simpatía. Su madre dijo, mientras masticaba, que era muy raro que el Rey no hubiera ido a una cacería organizada por el varón Vavenverg y, al pronunciar el apellido del barón, algunos trozos de conejo se escaparon de su boca. Su tía estuvo de acuerdo y lo expresó con sonidos guturales porque tenía toda la boca llena de huesos triturados. Santos la observó; su tía se había introducido el meñique en el oído y lo agitaba a una velocidad endemoniada.
De postre había cup de frutas, que su abuela se empeñaba en llamar kas de frutas. Los primitos seguían pellizcándose y su tía, por fin, decidió darles un bofetón. Los niños esquivaron la mano de la madre, que derribó, como fin de fiesta, el kas de frutas sobre los pantalones de Santos. A todos les pareció una anécdota divertida y adecuada para terminar la cena de nochebuena. Eso empezó a decir la tía, pero no pudo terminar la frase porque, inoportuno, un gas le subió a la boca y eructó sin hacer ni el ademán de cubrirse con la mano, sin disculparse y sin que nadie pareciera echar en falta ninguna de estas dos omisiones. Santos subió a su cuarto con la excusa de cambiarse y con la intención de no bajar nunca jamás.
Tras la cena, fregados los cacharros, mientras los hombres se echaban un puro, las mujeres de su casa se sentaron a mirar las ilustraciones y escuchar los pies de foto de Mujer de Hoy. Santos acababa de traerles los números atrasados, y la Justa los leía en voz alta a la luz del quinqué. Contemplaron al incansable luchador por la europeización de España; vieron a María Luisa Babenberg luciendo una preciosa blusa Chiffon y falda sultana siglo XX; vieron la residencia de un políglota español; vieron…
—Niña, ¿qué es lo que es un políglota?
—Un hombre primitivo, madre —explicó la Araceli.
—Diga que no, madre, que eso es un troglodita. Pregúntele al Santos —repuso la Justa.
Su madre le llamó a voces; pero él se estaba cambiando en mi cuarto, sintiendo en carne propia por primera vez las marranadas de la herencia; reconocía que los genes también le parecían a él una guarrería, que no quería ni pensar en eso de haber salido del coño materno y que sólo decir «carne de mi carne» le daba, como a Martini, un asco insufrible. Su madre no estaba muerta como la de Pátric, ni tenía una relación sadomasoquista e incestuosa con su hermano, como la de Martini; su madre sólo vivía para que su hijo conociese al Rey en persona; y en ese ambiente de refinamiento intelectual habían crecido él y sus hermanas. Así había salido, que lo único que hacía era matarse a pajas. Al oír la palabra paja, la tía Carmen, que rondaba la casa aquella fría noche de invierno y miraba por la ventana como un pobre de Dickens, golpeó el cristal con la palma de la mano. Santos chasqueó la lengua fastidiado y abrió de mala gana. Ante él apareció su tetuda tía jadeante, y Santos sintió en pleno rostro la calentura de su respiración agitada y mular. Iba a meterle mano, pero se contuvo. Un momento, se dijo; ese velo de vello que se oscurecía ligeramente bajo la nariz ¿había recubierto siempre el rostro de su tía Carmen, y el tonto de él no lo había visto nunca hasta entonces? Si así era, ¿cómo había podido estar tan ciego? ¿O era que la pelusa había crecido en cosa de meses? Fuera como fuese, sintió que no podría, que no podría en modo alguno; así pues, cerró de golpe la ventana, echó las cortinas y la dejó fuera de su vida para siempre. No fue solamente que le resultara de pronto insoportable la idea de ser herido en la mejilla y en el pene por el mostacho de su tía; había también razones de tipo, digamos, espiritual: la repentina y supersticiosa necesidad de ser fiel a María Luisa, la paranoica y culpable convicción de que nunca sería suya si derramaba por otra, y sobre todo el delirio de pureza y bondad que se sufre siempre en los primeros y maravillosos estadios del encoñamiento.
Hans había abierto una de las puertas traseras del Packard y los esperaba con la gorra bajo el brazo en la entrada principal del hotel Victoria, el lugar elegido para el exilio. Eran las diez de la noche.
—El buen día —les dijo a modo de saludo cuando los vio salir. Ni Pátric ni Martini contestaron: Pátric, para que los curiosos que se agolpaban alrededor de semejante auto, con las manos enlazadas a la espalda y las piernas ligeramente separadas, no pensaran que a él le abrumaban estos lujos; y Martini, porque iba enfurruñado: no le apetecía un pelo pasar la nochevieja en casa de los Babenberg. Había aceptado finalmente tras los intensos ruegos del intensivo Pátric.
Hans cerró la portezuela tras ellos, y durante el breve trayecto habló en su lengua imaginaria:
—Feliche Crisma a tuto the mondo over la terra.
—Igualmente, igualmente —le desearon. Martini le miraba la nuca con desconfianza; no acababa de creerse aquella historia de mestizaje que les soltó el día que fueron a La Moratilla, pero tuvo que quedarse con la duda porque enseguida llegaron al palacete de Santa Bárbara.
—Como un día me entere de que eres español, te corto los cojones —le susurró al salir, de modo que sólo pudiera entenderlo en el caso de que dominara el idioma.
—O nano Dios fue borneo estos días, mi hijito —le contestó el chófer con una amplia sonrisa. Pátric iba ajeno a todo esto; en el interior de su cabeza sólo se movían, como las chinas de unas maracas, dos preguntas: ¿habría leído el barón la novela? Y en caso afirmativo, ¿le habría gustado?
María Luisa y Leo los recibieron en la biblioteca con mucha cordialidad. María Luisa llevaba un vestido violeta con el escote redondo y compuesto por dos piezas que se sujetaban en el hombro. Sus ojos azules danzaban como ángeles, iluminaban la estancia y hacían interesante a cualquier mamarracho con sólo mirarle. Intercambiadas las primeras cortesías, el barón les ofreció de beber. Pátric pidió scotch, y Martini, dry-martini, lo cual hizo su poquito de gracia. Patricio se creyó en la obligación de llevar la iniciativa en la desagradecida tarea de romper el hielo, y, quizá con excesiva desenvoltura para sus pocos años, ensayó con un pedante y deslavazado discurso diferentes hipótesis que, a su juicio, explicarían el acento, digamos, extraño, dijo, de Hans, el chófer. Habló, con cierta coherencia al principio, de la mezcla de culturas; pero los nervios le traicionaron al final del parrafito, y se lió: que él se consideraba menos rico que el chófer, culturalmente hablando, claro; y que Estados Unidos era el país de la libertad; y, a la vez, el más poderoso de la tierra; que Hans, sin ir más lejos…
El barón le interrumpió con una sonrisa burlona: que no se precipitara en sus juicios. La sorna del barón le hizo pensar a Pátric que Los Beatles no le había gustado nada. Pero Leo no estaba hablando de la novela de Patricio, sino de Hans; y vino a decir que su chófer tenía la misma mezcla de razas y culturas que un bonito botijo con la coqueta inscripción «Rdo. de Calatayud». Hans, reveló el barón, se llamaba en realidad Anselmo y era de Tomelloso. Martini sonrió para sus adentros. Resultaba que un buen día Anselmo se había presentado en casa del barón, enterado de que éste buscaba un chófer. Babenberg había fingido creerse la extravagante historia de su vida, que el manchego le había relatado prolijamente con su horrible acento. Al barón le cayó simpático, y le contrató. Él era feliz creyendo que Babenberg se había tragado la historia.
—Aunque resulte paradójico, Anselmo, Hans, es el único en esta casa que no me engaña —concluyó el barón entre risas.
Patricio, que bastante tenía consigo mismo, no advirtió que María Luisa desviaba la vista y ensayó una nueva hipótesis ante el interés de los anfitriones y la indiferencia de Martini: dijo que había que ver la manía que teníamos los españoles con hacernos pasar por extranjeros; el español, dijo, se deslumbraba a menudo con lo de fuera y no se daba cuenta de que España era igual o incluso mejor que cualquier otro país. Sorbito de scotch. Así nos iba a los españoles. El barón fue asintiendo con el ceño fruncido a las palabras de Patricio, que se iba notando más y más sereno. Cuando terminó su argumentación, el barón le respondió que la superchería de Anselmo tenía otra explicación. Le hizo ver que no era una casualidad que todos los taxi-conductores de Madrid fueran extranjeros. Patricio entendió perfectamente por dónde iba y habló de la proverbial desconfianza del español hacia las innovaciones técnicas, así como de la simultánea, y no por ello menos proverbial, asociación que el mismo tipo de español hacía entre esta innovación técnica y la condición de extranjero.
—No exactamente, Patricio —volvió a corregir Babenberg—. Lo que sucede es que la mayoría de los taxi-conductores son de la zona de La Mancha. Se hacen pasar por extranjeros para fingir que no conocen la ciudad y poder dar vueltas y vueltas antes de llegar al destino. Con este truquito se sacan una o dos pesetas extra.
Pátric, tenso, nerviosito perdido, con las chinas moviéndose en el interior de su calabaza hueca, no cogía el paso ni atinaba con el tono. Babenberg enseguida comprendió que Patricio era una de esas personas cuya conversación sólo es fluida cuando trata de asuntos que les atañen personalmente. Determinó, en consecuencia, no prolongar su agonía:
—He leído su novela —anunció.
Patricio, que se servía en ese momento su segundo scotch, vertió un poquito fuera del vaso. Aparentar calma, se dijo. Hasta Martini prestó atención. Cuando Babenberg expresó con una vehemencia poco común que esa novela, Los Beatles, había que publicarla, a Pátric le hubiera gustado congelar la sensación de plenitud que le elevó sobre las cabezas de los presentes, para disfrutar de ella más adelante y con otra ropa más sport. Se hubiera tendido bocarriba, con los brazos extendidos en el suelo del salón, como hacen los deportistas cuando vencen en un partido decisivo y se tumban exhaustos, pero felices, en el terreno de juego. Su primer pensamiento fue para el tío José María. Luego recordó los hielos padecidos, los tormentos y las dudas y las horas dedicadas. Todo estaba pagado. Hay que ver lo imbéciles y lo baratos que somos los escritores, se dijo. ¡Y cómo quiso repentinamente, con un amor psicopático, a todos los presentes! A Martini, que simulaba indiferencia; a Babenberg, que le miraba sonriente; a María Luisa, que reía y reía. Se agotaba la sensación, y Pátric quiso prolongarla artificialmente:
—¿De veras que le ha gustado?
—Mucho. Entiendo que a Juan Ramón, si la ha leído, no le haya gustado nada. Él es un tipo muy refinado, muy exquisito, y estas novelas, que tienen, como el cocido, un sabor tan fuerte, le resultan indigeribles —explicó Babenberg. Y añadió con una carcajada:
—Especialmente después de haber sido corrido a sombrerazos.
—Juancho es un hijo de puta. Él y otros cuantos que son como él se dedican a promocionar a los cuatro maricones de los que están enamorados. A los demás no sólo les ignoran, sino que incluso les hacen la vida imposible. Es una cuestión de dinero y de culos; nada de problemas estéticos o exquisiteces. Dinero y culos, ése y no otro es el problema —Martini dixit frente a la mirada desaprobadora de Pátric y la divertida de Babenberg, que quiso halagar sus oídos:
—Tiene usted una mente conspirativa formidable, Martiniano. A mi amigo Tzara le encantaría conocerlo. Y a André Breton también.
Pero a Martini no le halagaban estos parecidos. Por su torcido gesto lo descubrió Babenberg, que inmediatamente cambió de tercio y de interlocutor:
—Me parece mentira que ésta sea su primera obra, Patricio. Tiene usted variedad de registros, contundencia y oficio de novelista experimentado. Es una novela sabrosa, variada, fuerte y original, que, sin embargo, no se olvida de su tradición: es muy española; ya le digo, ha escrito usted una novela como un cocido. Claro que no se trata del tipo de literatura que Ortega ha ordenado hacer en España…
—Leo, no seas injusto con Pepe —le recriminó María Luisa; y la interrupción irritó visiblemente a Babenberg, que, sin embargo, no contestó con un improperio:
—¡Amor mío, es así! Sepan ustedes que escribir novelas galdosianas es la segunda afición secreta de Ortega. La primera son las mujeres; las mujeres ajenas. ¿Han oído ustedes hablar de La desalmada? No, ¿verdad? Pues éste es el título de una novela que Ortega publicó cuando todavía no era Ortega. Es una obra muy, muy influida por Galdós, y muy mala también —aseguró Babenberg con una risotada.
—¡Leo!
—Amor mío: La desalmada es una novela deleznable, te pongas como te pongas. Pasó, por supuesto, sin pena ni gloria; y, claro, es una novela que Ortega oculta sistemáticamente. Me consta que acaba de terminar otro borrador. Esta vez se trata de una obra completamente distinta; y, la verdad, no es tan deleznable como la primera. Lo cortés no quita lo valiente: he de decir con justicia que su última novela es simplemente mala.
Aunque protestaba, María Luisa no podía ocultar que a ella también le divertía la irreverencia de su marido. Babenberg continuó hablando con una socarronería que incluso ablandaba el duro corazón de Martini.
—Esta segunda novela de Ortega es una novelita lírica, a la que ha llegado no por decisión estética, sino por incapacidad narrativa: Ortega no puede inventar una trama y es incapaz de contar una historia. ¿Qué puede hacer en estos casos una persona empeñada en pasar a la historia como novelista? Rellenar doscientas o trescientas páginas describiendo ambientes y penetrando psicológicamente en los escasos personajes que sea capaz de pergeñar. Pero Pepe es listo. Listo y poderoso. Ha puesto a sus jovencitos a escribir obras de este tipo: novelitas líricas o biografías de mucho ambientito y mucha greguería. ¿Con qué intención? Con la intención de dar prestigio a ese tipo de literatura desinfectada y antirrealista; con el propósito de crear gusto, de ponerlas de moda. ¿Para qué? Para que le preparen el camino; para que él pueda escribir y tener éxito con el único tipo de novela que puede redactar. Por eso no creo que quiera prologar ni publicar Los Beatles. Su novela, amigo Patricio, está en los antípodas de esas cosas líricas que escribe Jarnés. Ortega nunca la prologará, aunque sólo sea por envidia y resentimiento: a él, pese a lo que diga, ese tipo de novela realista y galdosiana, de pasiones humanas y poderoso engranaje, es el que, por su formación, le gustaría poder escribir. Pero como no sabe, ha dado la orden de que no se escriba ni se lea. En España no se lee a Galdós. Miren: yo soy extranjero, y no saben cuánto me sorprende que no haya una estatua de don Benito en cada esquina y un retrato suyo en cada escuela. ¡En Francia Balzac está por todas parles! Aquí no es que no haya estatuas o retratos, es que no se pueden encontrar sus novelas en las librerías. Esto para mí es incomprensible. Yo le prometo, Patricio, que Los Beatles va a publicarse; y que lo vamos a hacer aunque para ello tengamos que crear una nueva editorial en el extranjero. Llevo unos días pensando en mi amigo, el editor Paul Ollendorff, que podría publicarla en Lisboa.
A Patricio esta idea no le sedujo inmediatamente. Y a María Luisa tampoco:
—Cariño, ¿no te parece más razonable intentar primero publicarla en España con el beneplácito de Pepe? —terció.
—Se puede intentar, si quieren; pero ya adelanto que Ortega jamás prologará esa novela; y menos aún después de que les hayan expulsado a ustedes de la Residencia. Lo conozco muy bien.
—Tal vez si yo hablara con él… —se ofreció María Luisa.
—Desde luego, si hay alguien capaz de conseguirlo, eres tú —señaló Babenberg; y Patricio, entonces sí, creyó que aquellas palabras se habían formulado con cierto sarcasmo.
—Voy a hablar con Pepe —prometió María Luisa—. Le voy a pedir que lea la novela, y por supuesto voy a intentar ponerle de su parte. A ver qué pasa.
—Excelente —dijo Babenberg; y dio por terminado el capítulo titulado «La novela de Patricio».
—Ahora, si les parece, pasemos al cenador. ¿No tienen hambre? —les preguntó mientras les conducía a una acogedora salita de mullida alfombra, caldeada por las vivas llamas de una chimenea y cálidamente iluminada, donde les esperaba la pequeña mesa a la que iban a sentarse. El cenador estaba decorado con sencillez, el principal atributo de la elegancia: al fondo, un trinchante, y, repartidos por la pared, algunos óleos que el barón les mostró refiriéndose a cada uno de ellos con los dos apellidos de unos autores desconocidos para Pátric y para Martini, dijera el primero lo que dijera. Todas las obras tenían su historia; y Babenberg se demoró en cada una de ellas más de lo que Martini hubiera querido y menos de lo que Pátric hubiera deseado, porque, sin que nadie lo advirtiera, María Luisa se había colgado de su brazo con encantadora familiaridad. A Patricio no le hubiera importado que ella permaneciera allí toda la noche, pero eso no podía ser. Tomaron asiento sin mayores formalidades: María Luisa frente a Pátric, y Martini frente al barón.
Babenberg hizo servir el vino. Comenzaron con unos ahumados, para abrir boca. A Pátric le habría gustado seguir hablando de su novela, pero una voz interior (¿la del tío José María?) le aconsejó que buscara otro tema de conversación, por favor. Se decidió por el asunto que más le interesaba después de su novela: los escritores y sus vidas.
—¿Conoce usted bien a Breton? —preguntó Patricio Papanatas.
—Somos viejos amigos. Nos conocimos la primera vez que yo fui a París, poco antes de que estallara la guerra, en mayo de 1914. Yo entonces no disponía de mucha liquidez y estuve viviendo en el apartamento del pobre Apollinaire, que fue quien me lo presentó. Entonces Breton era casi un adolescente, muy serio y muy reflexivo. Se veía a la legua que tenía una inteligencia extraordinaria.
—Yo amaba las mujeres atroces de los barrios enormes, donde nacían cada día algunos seres nuevos. El hierro era su sangre; la llama su cerebro. Yo amaba al pueblo experto de las máquinas. El lujo y la belleza no son más que su espuma. Esa mujer era tan bella que me daba miedo —recitó Pátric, y echó un vistazo fugaz a María Luisa, que le miraba intensamente y sin sonreír.
—Eso no es Breton, eso es Apollinaire. Una traducción aceptable de 1909. ¿Es suya? —le preguntó Babenberg.
—No, no es mía —contestó Pátric, a quien el descubrimiento de aquellos ojos azules de María Luisa, fijos en él, le había producido una sensación de flojera en las piernas, de la que tardaría en recuperarse.
—¿Así que Breton es un tipo muy serio? —preguntó por preguntar.
—Muy serio. No se ríe nunca, ¿verdad, Leo? —repuso ella.
—Pero tiene un sentido del humor sublime —matizó el barón—. Es un hombre educadísimo y de una inteligencia realmente fuera de lo común.
—Me sorprende mucho oírles porque la imagen que yo tenía de André Breton era poco menos que la de un gamberro agitador —confesó Pátric, y se llevó a la boca un pedacito de salmón.
—Es un agitador, pero nunca un gamberro. André piensa mucho en la trascendencia de todas sus acciones. Claro que eso sólo lo sabemos sus amigos. Para la mayoría de la gente, André es un jovencito deseoso de hacerse notar. No saben que en realidad André detesta llamar la atención. Sus gamberradas, por más que le moleste hacerlas, son la única vía para conseguir lo que se propone —explicó Babenberg.
—¿Qué se propone?
—Algo muy fácil de expresar y probablemente imposible de conseguir: desenmascarar a los mentirosos.
—Revelar el engaño del mundo, como quería Lázaro de Tormes. Un objetivo con demasiada tradición realista como para que sea adoptado por el surrealismo, ¿no le parece? —opinó Pátric, que iba a ponerse en pie, con los brazos en alto para saludar a una enardecida afición imaginaria que celebraba estas sus palabras tan pedantes y adecuadas. Tuvo, sin embargo, que suspender esta autoovación porque notó que María Luisa rozaba con el pie la pernera de su pantalón y lo dejaba muy cerca del suyo. No estaban en contacto, y sin embargo sabía que la pierna de aquella mujer se encontraba entre las suyas, a escasos milímetros. ¿Había sido un roce involuntario? La miró buscando una respuesta; pero ella atendía a su plato. Retiró el pie, bebió vino y escuchó a Babenberg. La conversación se teñía por momentos de los tonos pedantuelos que tanto fastidiaban a Martini.
—Se sorprendería si le dijese las posibilidades surrealistas que le veo yo a don Benito Pérez Galdós —anunció el barón.
—¿Galdós surrealista? ¡Lo que faltaba!
—No digo surrealista; digo posibilidades surrealistas. ¿Recuerda usted un personaje de Fortunata y Jacinta que se llamaba Feijoo?
—Trasunto del propio Galdós, seguramente.
—Seguramente. ¿Recuerda usted la comparación que este personaje hace entre la realidad y los relojes? La realidad no es el movimiento de las agujas alrededor de la esfera, sino el mecanismo interior e invisible que lo provoca. Aunque sus caminos sean diferentes, la pretensión teórica del realismo galdosiano y del surrealismo es la misma: revelar la realidad.
—¿Acaso no es ésa la meta de todo arte? —preguntó Pátric con suficiencia. Y entonces el pie de María Luisa volvió a rozarle. Esta vez no se retiró. Lo sintió entre los suyos y la miró instintivamente; pero en ese momento María Luisa hacía una seña a la camarera para que sirviera un hojaldre de bacalao con pasas. Babenberg ya había parafraseado a Patricio:
—Tal vez lo que usted quiere preguntar es si acaso no debería ser ésa la meta de todo arte —sugirió Babenberg.
—No. Lo que quiero preguntar es si a lo largo de la historia no ha sido ésa la pretensión de todos los artistas —consiguió decir Patricio Se había apoderado de él otra vez la misma flojera muscular, y temió estar hablando con la lengua de trapo. Se atrevió a mover cautelosamente su pierna hacia el interior, hasta que su rodilla encontró la de María Luisa. Ella se apretó; y entonces él, seguro de sí, la atrapó. El corazón se le salía por la boca; y mientras simulaba escuchar a Babenberg se preguntaba qué estaba haciendo. La deseó con vesania; y como no se atrevió a saltar sobre los platos para abrirle las ropas y besarle el pecho, apretó la pierna de María Luisa con toda su alma, procurando que la pasión de su presión no se le dibujara en el rostro. A su izquierda el barón movía los labios: hablaba de los artistas que buscan la belleza y no la realidad. Él abrió mucho los ojos y entonces el barón, que debió de pensar que Patricio no entendía, aclaró:
—Hablo en estilo indirecto libre: ellos piensan que Los Beatles está contaminada de realidad. A mí el único arte que me estimula es el que se propone descubrirla, no cantarla.
Pero Pátric no había abierto los ojos tratando de comprender la frase de Babenberg, que ni siquiera había oído, sino porque las piernas de María Luisa le habían atrapado a su vez, también con fuerza. Con desesperación, pensó. Hubiera querido que le mirara; pero la baronesa no se dignó siquiera a echarle una ojeada. ¿Para qué? ¿Para comprobar que sudaba, que los ojos febriles le brillaban de excitación y que le resultaba imposible mantener la compostura, sostener la penetrante mirada del barón y seguirle la conversación sobre literatura? No, gracias. Prefería atrapar su muslo sin levantar la mirada, atraerlo hacia sí, notarlo duro y firme, y moldear los tensos gemelos del jovencito con la planta de su pie descalzo. Babenberg elevó súbitamente el tono de voz, y Pátric se sobresaltó:
—Miren ustedes: los hombres de mi generación, especialmente si han vivido en el centro de Europa, han presenciado un auténtico cataclismo. Para ustedes tal vez sea difícil de entender porque son muy jóvenes y porque España apenas ha sufrido la guerra. Pero para los centroeuropeos de mi generación, la guerra ha sido devastadora. Yo siempre fui, lo reconozco, de los que pensaron que aquello jamás sucedería; que las relaciones diplomáticas podrían crisparse más o menos, pero que a estas alturas de la civilización la vieja Europa no se entregaría jamás a una guerra medieval; pensaba que veinte siglos de cultura no podían haber transcurrido en vano. Pero me equivoqué. Nos equivocamos todos. Se equivocó Bolzano, se equivocó Kraus, se equivocó Carnap, se equivocaron Wittgenstein, Rilke, Kafka y Musil; se equivocó Freud. Todos, nos equivocamos todos. Veinte siglos de cultura occidental no sólo no impidieron que se matara a millones de hombres, antes bien, todos ellos fueron asesinados en el nombre de esa misma cultura occidental. He estado frente a un pelotón de fusilamiento, he perdido a gran parte de mi familia, y mi mejor amigo es un muñón de carne: por eso me río cuando alguien me habla de la belleza de las rosas o de las estrellas que hay en el cielo; por eso mis simpatías estarán siempre con aquellas personas que contribuyan a revelar esa gran mentira, ese fiasco sobre el que hemos vivido tanto tiempo y que se llama cultura occidental, es decir, hipocresía de banqueros y de nuevos ricos. Ése es el empeño que me une a Breton. Su propósito va más allá de lo literario porque Breton es, más que un literato, un revolucionario que utiliza las palabras entre otras muchas armas. Las pretensiones de Breton no consisten en cambiar la literatura o en crear un hito dentro de la historia del arte; su ambición no es construir una nueva metafísica, sino algo mucho más inmediato, palpable y, por ello, grandioso: liberar al hombre de la opresora cultura del santo Occidente; demostrar la fragilidad de sus pensamientos y de su moral; mostrar las arenas movedizas sobre las que han edificado sus viviendas. El escándalo es por eso un instrumento óptimo para denunciar las desigualdades sociales y la influencia embrutecedora de la religión y el militarismo. El escándalo es un arma eficaz para hacer aparecer los resortes secretos y odiosos del sistema que hay que derribar.
Babenberg calló repentinamente, como avergonzado de su propia vehemencia. Durante el discurso las caricias de María Luisa se habían ido atenuando hasta desaparecer. Sus piernas se fueron relajando y finalmente perdieron la tensión de los primeros instantes. Cuando indicó a la camarera que podía servir las colas de langosta al cabraIes, sus piernas permanecían junto a las de Patricio, pero en un laxo contacto. Por un momento sólo se oyó el ruido de la sirvienta procediendo y el entrechocar de la botella con el borde de las copas cuando alguien se sirvió vino.
Pátric se sintió obligado a decir algo. Y dijo esto:
—Supongo que le habrán echado muchas veces en cara la contradicción entre querer derribar el sistema y ser, como lo es usted, inmensamente rico.
Babenberg sonrió y llenó a todos la copa de vino.
—Lo primero: yo no soy inmensamente rico. Digamos que soy lo bastante rico como para no preocuparme por el dinero. Pero a lo que vamos: ser pobre no es una condición imprescindible para ser revolucionario; ni siquiera es necesario ser un trabajador. La revolución verdadera va más allá de una simple revolución económica, que se limitaría a sustituir ricos por pobres que tardarían muy poco en ser ricos a costa de otros pobres. La verdadera revolución es la revolución íntima, la revolución de las relaciones del hombre con el mundo. Veinte siglos de opresión cristiana, como diría Nietzsche, no han conseguido que el hombre deje de tener deseos y que ansíe satisfacerlos. Hay que proclamar la omnipotencia del deseo y la legitimidad de su cumplimiento. Hay que acceder a las profundidades del ser, al llamamiento de lo irracional, a la oscuridad, a todos los impulsos que vienen de nuestro yo profundo. En mi caso, la riqueza me ha permitido ser un verdadero revolucionario, puesto que satisfago todos mis deseos; eso es algo que escandaliza a los pobres de espíritu, a los cristianos. El día que no pueda hacerlo, el día que mis deseos no puedan ser, por cualquier motivo, órdenes para mí mismo, siempre podré suicidarme. El suicidio, como dice Crevel, es el acto revolucionario por antonomasia.
—¿Acto revolucionario el suicidio? Más bien parece una claudicación del deseo o miedo a no poder satisfacerlo.
Caído el fervor crural, Patricio entraba en la conversación precisamente cuando Babenberg quería salir de ella:
—Miedo, miedo… ¡Todo el mundo tiene miedo y todo el mundo está más o menos sifilítico! El suicidio es un modo de selección. Se suicidan quienes no tienen la cobardía de luchar contra esa intensa sensación que es la sensación de certeza. La gente no soporta la certeza.
María Luisa cortó la conversación:
—Cariño, el postre no es el mejor momento para hablar de suicidios y de cosas tristes.
Martini no aguantaba más; y si no hubiera sido por la mousse au chocolat que apareció en ese instante frente a sus ojos, sobre la bandeja de la camarera, hubiese protestado de mala manera. Le estaban dando la noche aquel par de pedantuelos. El uno, mercenario, cobarde, interesado, perdía el culo por publicar y era capaz de someterse a cualquier indignidad con tal de conseguirlo. El otro… El otro era un tipo de cuidado. Pero a él todo le daba igual: bajo su barbilla la camarera había servido el postre que más le gustaba, y a este dulce se consagró en cuerpo y alma mientras María Luisa se interesaba, empeñada en cambiar de tema, por los detalles de su expulsión.
—No hay mucho que contar —contestó Patricio. Después de los sombrerazos, que Martini repetiría si se le presentara de nuevo la ocasión, Juan Ramón Jiménez había dicho: o ellos o yo. Y don Alberto decidió que ellos; escribió una cartita a los padres, pensando que iban a pasar las navidades en casa, y los expulsó. Rompieron las cartas en pedazos y se fueron a vivir al hotel Victoria.
—Podemos hacer los exámenes finales, pero no podemos vivir en la Residencia.
El barón sonreía, y entre sonrisas les preguntó que cómo les había dado por hacerle eso al pobre Juan Ramón. Y entonces Martini emergió de su mousse au chocolat relamiéndose como un gato goloso:
—¿Y usted nos lo pregunta, barón? Pegar a un monstruo de las letras, a un literato poderoso y cabrón como Juancho tiene los mismos efectos que el Depurativo Richelet: purifica la mala sangre y da salud.
A Patricio empezaba a cargarle la actitud provocativa del tuerto Martini, e intentó amortiguar sus palabras con un relato educado de los hechos. Luego pasaron a la biblioteca, donde el barón hizo servir el café. Todavía turbado por los roces furtivos, Pátric buscó con la mirada la complicidad de María Luisa, una mirada de inteligencia, algo. Pero fue en vano; durante el resto de la velada, ella rehusó la cercanía física y rechazó el intercambio verbal con la misma delicadeza y discreción de sus caricias surales y subterráneas.
A las doce menos cinco Babenberg abrió con estrépito y gran derrame de espuma una botella de champán y llenó las copas. A medianoche, sobrecogidos como si fuese la primera vez, escucharon desgranarse las doce campanadas en el reloj del salón. Brindaron por Los Beatles; y Patricio sintió, como si de una cenicienta inversa se tratase, que por fin había sonado su hora.
—Llevo cuarenta años viviendo en Madrid, y ningún febrero ha hecho el frío que está haciendo este año —aseguró don Marcelino Valtueña.
—El frío conserva —le recordó don Maximiliano.
—¡Que si conserva! He leído en una revista científica, escrita en inglés, que en Estados Unidos están investigando la posibilidad de congelar cuerpos de personas con enfermedades terminales, antes de que mueran, y descongelarlos cuando se encuentre el modo de curarlos —informó Amadéus. A Gerardo Buche le recorrió un escalofrío:
—Qué impresión más grande que le congelen a uno y que le descongelen no ya un siglo después, sino sólo veinte o treinta años más tarde; uno se despierta creyendo que se ha echado una buena siesta y se encuentra a la mujer convertida en una anciana, a los hijos con el pelo blanco y a los nietos haciendo la mili. Yo, desde luego, sólo querría volverme a dormir otra vez, despertarme y volverlos a encontrar como los hubiese dejado.
—La muerte es tan natural como la vida —dijo Bernabé Hieza—. Éste es un tema que me ha obsesionado siempre en mi producción poética, como puede verse en mi epístola, Qué es de tu vida, Manuel; qué es de tu muerte, Raquel.
—Pues a mí, por más natural que sea, no deja de espantarme todo lo que tenga que ver con la muerte —confesó don Andrés Bonato, y se puso un poco intimista—: Por entristecerme, me entristece hasta permanecer en una habitación en la que he estado con otras personas cuando éstas ya se han ido. Miro las colillas de sus cigarros, me imagino que han muerto…
—¿Lo de los cigarros lo dice usted por mí? —preguntó, valentón, Amadéus, alerta ante cualquier indirecta sobre el tabaco—. ¡Eso es lo que le gustaría a usted, verme muerto!
—¡Qué cosas tiene, Amadéus! ¿Cómo voy a querer yo verle muerto? ¿No le estoy diciendo que todo lo que tiene que ver con la muerte me desazona? Yo veo los zapatos vacíos de un enemigo, su ropa quieta en una percha; me hago cuenta de que ha fallecido y me descompongo.
Y descompuestos se quedaron cuando vieron lo que vieron. Estupefactos también, camareros y clientes habituales contemplaron a Ventura Tunidor y al señor Iglesias, este último agitando un tenedor al que había enganchado un pañuelo blanco —inequívoca señal de paz—, levantándose de sus asientos y dirigiéndose con paso decidido hacia la tertulia rival.
—Venimos a parlamentar en son de paz; ¿podemos sentarnos? —preguntó solemne Ventura Tunidor cuando estuvo frente a las miradas hostiles de sus enemigos. Don Maximiliano Quintana les señaló con un gesto las sillas que podían ocupar. Hubo un silencio antes de que el señor Iglesias, designado portavoz por estar más acostumbrado que nadie a dirigirse mediante sus carteles a amplios auditorios, comenzara su discurso. Aunque se sentía abrumado por el peso de las miradas y mortificado por la imperiosa necesidad de humedecerse los labios, no quiso mostrarse débil pidiendo agua y dio comienzo a una breve declaración de intenciones que sonó así:
—Caballeros: convencidos de que los males de nuestra Patria provienen en su totalidad del orgullo estéril, de la prepotencia ciega y la muda cerrazón, nosotros no hemos querido caer en los mismos defectos y nos acercamos a vosotros con el ánimo sincero de poner fin a nuestra proverbial enemistad.
—¿A cambio de qué? —le interrumpió Amadeo Leguazal con impertinencia. Ventura Tunidor no se inmutó.
—El tiempo no pasa en balde, y hay que ser muy orgulloso o estar muy ciego para no darse cuenta de que nuestras tertulias son piezas de museo, llamas de una vela que se extingue, raras aves que desaparecerán cuando se mude el último pájaro. Consciente de esto, la tertulia de don Carlos Hernando, que hoy tengo el honor de representar, celebró una reunión a puerta cerrada el pasado quince de los corrientes donde se decidió proponeros el olvido de nuestras diferencias, la unión de nuestros esfuerzos, el aliento conjunto de nuestros miembros para conseguir que este prodigio de la comunicación humana que es la tertulia no desaparezca.
—¿Unirnos a vosotros? ¡Ni locos! —dijo Marcelino Valtueña con resolución. El señor Iglesias se dejó de pamplinas, se olvidó del discurso preparado y pasó a lo práctico.
—Nosotros tampoco tenemos muchas ganas de sentarnos a vuestro lado, pero hemos estado haciendo cuentas: si nos unimos y cada uno de nosotros pone mensualmente unas cinco pesetas, que no es tanto, podemos invitar a alguien de renombre una vez al mes. Eso atraería público y jóvenes decentes, que es lo que necesitamos.
—¿Por un duro? —preguntó Bernabé Hieza más interesado.
—Don Carlos conoce a casi todos los intelectuales españoles amén de a muchos extranjeros. Si él se lo pide, por unos cuantos duros cualquiera de ellos se quedaría con nosotros toda la tarde —aseguró el señor Iglesias.
—¿Toda la tarde por cuarenta duros? No está mal —sentenció Gerardo Buche.
—Eso mismo hemos pensado nosotros —repuso el señor Iglesias satisfecho de que sus argumentos estuvieran dando resultado.
—Supongo yo que han caído ustedes en la cuenta de que habría que negociar una serie de puntos tales como el lugar del café donde nos reuniríamos, quién sería el líder de la nueva tertulia, etcétera —aventuró don Maximiliano Quintana. El señor Iglesias esperaba esta intervención y respondió adecuadamente:
—Como muestra de buena voluntad, si ustedes acceden a trasladarse a nuestros asientos, don Carlos Hernando está dispuesto a cederle el liderazgo de la tertulia a usted y por consiguiente el nombre de la misma.
La generosidad de la propuesta los desarmó. Se miraron unos a otros, atónitos.
—¿Por qué no bajan y se sientan con nosotros a discutir tranquilamente todas las posibilidades? —propuso el señor Iglesias con una audacia que superó de nuevo la capacidad de reacción de las huestes de don Maximiliano. El veterano fundador preguntó:
—¿Alguien se opone a bajar y discutir la propuesta en la tertulia de don Carlos Hernando?
Y como nadie, ni siquiera don Marcelino Valtueña, alegó ningún impedimento, se pusieron en pie y en procesión se dirigieron hacia la tertulia rival ante la mirada maravillada de todo el café, que rompió en un sonoro aplauso. En el otro extremo del Jute don Carlos y los suyos, emocionados por la respuesta del respetable, sintiéndose protagonistas de un evento histórico, se levantaron de sus asientos para recibir con la mayor solemnidad a los que hasta ese momento habían sido encarnizados enemigos.
—Luisito, esto hay que celebrarlo: trae café con leche y mantecados para todos —le susurró don Críspulo Pinar al aprendiz.
Tras un primer intercambio de cumplidos cautelosos, don Maximiliano Quintana tomó la palabra como jefe supremo de su tertulia. Tras agradecer a los de don Carlos la bienvenida, dijo que no creía equivocarse si afirmaba que sus miembros estaban totalmente de acuerdo con la estrategia de pagar a una celebridad para que acudiera al Jute y atrajera público. Sus contertulios asistieron gravemente. Don Maximiliano añadió:
—El primer punto que deberíamos acordar es la persona que va a venir. ¿Han pensado ustedes en alguien?
—Yo había pensado en traer a un nuevo valor de la Residencia que se llama Federico García Lorca, un verdadero… —empezó a decir don Carlos Hernando. Amadéus le interrumpió con firmeza:
—Protesto. Me opongo a que venga nadie de la Residencia de Estudiantes.
—¿Qué tiene usted contra la Residencia? —le preguntó Carlos Hernando ofendido.
—No tengo nada, pero no me gusta lo que se oye por ahí —repuso Amadéus dignamente.
—Lo que usted oye por ahí son infundios, eso por descontado. El señor Iglesias se lo puede confirmar. Me consta que los gamberros que intentaron asesinar a Juan Ramón Jiménez han sido expulsados. Puede decirse que los cánceres de esa gran institución ya han sido destripados.
—Querrá usted decir extirpados —corrigió Amadéus.
—Sí, eso, extirpados —concedió don Carlos muy turbado—. No sé lo que digo. Las calumnias que se vierten contra el proyecto más ambicioso, moderno y europeizante que hemos tenido en la historia de España me hacen perder los estribos.
—¿Es verdad que los han metido en chirona sin juicio y sin nada? —quiso saber don Críspulo Pinar.
—¡Cómo los van a haber metido en la cárcel! Han sido sencillamente expulsados de la Residencia, sin más —aclaró el señor Iglesias.
—Pues yo he oído que al cabecilla le fusilaron el otro día en secreto al amanecer. Orden directa de Primo de Rivera. Parece ser que era sodomita —informó Marcelino Valtueña.
—Caballeros: pensé que tenían talante negociador. No estamos aquí para alimentar infundios que lo único que hacen es dañar la cultura y en última instancia la sociedad española en su conjunto, sino para decidir a qué personaje público traemos a nuestra tertulia —recordó don Carlos Hernando, intentando poner un poco de orden.
—¡Que sí tenemos talante negociador, hombre, que sí tenemos! Lo que sucede es que mis hombres son gente de humor y socarrona, y les gusta mezclar las burlas y las veras —explicó don Maximiliano.
—Pues sepan ustedes que a nosotros las burlas no nos hacen ninguna gracia.
Luisito apareció con la bandeja llena de cafés y mantecados.
—¡A ver, háganme un huequecito! —pidió el aprendiz—. ¿Y esto? ¿Quién ha pedido esto? —se preguntaron unos a otros.
—Don Críspulo —respondió Luisito.
—¿Será posible el niño, la manía que me ha cogido? Mata uno un perro y le llaman mataperros. Yo no he pedido nada; a mí que me registren.
—¡Los cafés y los mantecados los ha pedido don Críspulo, que lo he visto yo! —gritó Domingo, el jefe, desde la barra—. Don Críspulo: ¡a ver si me deja ya en paz al niño!
El empleado de la Compañía de Ferrocarriles de Madrid a Zaragoza y Alicante preguntó con cara de inocente:
—¿Me creen a mí capaz de hacer eso?
Y todos, unánimemente por primera vez en la historia de ambas tertulias, respondieron que sí.
Los únicos momentos agradables eran los que pasaba junto a los cerdos cuando iba a echarles de comer. En ocasiones le acompañaba en estas experiencias místicas un humilde muchacho que se llamaba Adrián y a quien Santos intentó llamar Adry los días que pasó allí. Adrián, como Mallarmé, había leído todos los libros; sólo que en su caso eran todos los que había en la biblioteca de la escuela, que no eran muchos. Siempre que Santos venía de Madrid, Adrián aprovechaba para ampliar sus conocimientos. Santos, ¿asigna Descartes la función principal a las ideas innatas?, le preguntaba atándose la alpargata; Santos, ¿para Spinoza, Dios es un ser absolutamente infinito o una sustancia constituida por una infinidad de atributos?, le interrogaba camino de las pocilgas; Santos, ¿eran firmes las ideas que Bayle profesaba sobre la autonomía de la verdad histórica?, le espetaba mientras daban de comer a los cerdos. Santos no le prestaba atención, y solía contestarle a todo que sí mientras sentía penetrar por su nariz el fortísimo hedor de la corte y oía gruñir a los cerdos barruntando la proximidad de la comida. Santos se quedaba extasiado al verlos hacinados, rebozados en barro y excrementos.
—¿Cómo puede gustarles tanto la mierda? —le preguntaba Santos al filósofo Adrián.
—Puede ser que sea porque son unos modorros y no sepan lo que es la mierda; o porque son espabilados hasta más no poder y tienen el instinto de convertirla en alimento. Además, Santos, tú que has estudiado debes saberlo: ¿no es convertir la mierda en alimento la máxima expresión de la inteligencia, según Francesco Toneti?
—Tú lo has dicho, Adry.
—Santos, perdona que te interrumpa con otro orden de cosas, pero es que te he pedido en innumerables ocasiones que no me denomines Adri.
Por lo demás, no vio Santos el día de regresar a Madrid hasta que finalmente llegó. Por encima se despidió de su familia siciliana, y en el compartimento del vagón no dejó de hablar ni un momento con María Luisa, la baronesa. Por eso le extrañó tanto cuando llegó a Madrid en medio de un diluvio que ella no estuviera esperándole bajo un paraguas en el andén, junto a Pátric y Martini, que, ajenos a sus cavilaciones, le abrazaron con sincera alegría, se pelearon por ayudarle con las maletas y le dieron cuenta atropelladamente de todo lo sucedido en su ausencia.
El lugar del exilio le pareció formidable. Le recordaron con malicia que lo habían elegido en parte porque tenía aparato de teléfono en cada cuarto, en parte por su inmejorable localización: ¡frente a la casa de su tía!, le gritaron riendo. Y él también se rió; cómo iban a saber sus amigos que la tía Carmen había salido de su vida para siempre.
—Por cierto, escribí a Marc para contárselo todo y darle nuestra nueva dirección. Esta misma mañana he recibido contestación suya.
—¿No ha venido para las navidades?
—No. Dice que estaba trabajando en una obra de teatro y que no quería perder la inspiración. Parece que está muy contento. Dice que habla inglés casi perfectamente y que ya se ha echado nuevos amigos —le explicó Patricio; y Santos creyó percibir en esas palabras reproches o celos.
—Pues su madre estará que trina con eso de que no haya venido. Yo le pregunté a la mía que si Marc era adoptado y me contestó que eso eran sandeces, que Marc era tan hijo de su padre y de su madre como tú y como yo —informó Santos. Patricio se rió:
—¿Le has dicho a tus padres lo de la expulsión?
—No, no; me hubieran arreado. ¿Y vosotros?
—Yo estuve hablando con mi padre por conferencia telefónica, y pareció entenderlo perfectamente —respondió Patricio con falsa naturalidad.
—¿Y tú, Martini?
—Mi familia tiene que acostumbrarse a que de mí ya sólo se tiene noticia por los periódicos —fanfarroneó el tuerto.
En el taxi el chófer les advirtió con acento extranjero que era francés, que no conocía muy bien la ciudad y que perdonaran si daba alguna vuelta innecesaria, sobre todo con una lluvia como aquella Pátric y Martini se miraron, pero no dijeron nada; Martini, porque se contuvo, y Patricio, porque tenía la boca ocupada con otro asunto: estaba dándole la noticia a Santos de que por fin iban a publicarle Los Beatles. Expresiones de alegría. Santos preguntó, y Pátric le relató, sin entrar en detalles, la velada en el palacete de Santa Bárbara. A Santos se le fue la cabeza, y sintió que le faltaban el aire y las palabras:
—¡No me digas que pasasteis la nochevieja con María Luisa!
—Con María Luisa y con Leo.
—Pero ¿cómo no me pusisteis un telegrama o un correo urgente? ¡Me hubiera vuelto de inmediato!
Ni Pátric ni Martini supieron qué alegar a este peregrino reproche. Santos por su parte quedó sumido en una especie de mutismo autista que parecía amplificar el triste ruido del limpiaparabrisas achicando el agua. Llegaron al Victoria. Santos quiso darse un baño caliente y echarse la siesta del carnero, a ver si se le pasaba el berrinche. Se levantó una hora después, más tranquilo; y aunque no tenía muchas ganas de gaitas, aceptó la invitación de Patricio, que convidaba a una cena en La Posada del Vacas.
Nada especial: unas sopitas y un pescadito se pidieron y mientras esperaban regaron con un par de chatitos el magro relato que hizo Santos de sus navidades. A continuación, éste se encontró con ánimo y fortaleza suficientes para preguntar cómo lo habían pasado ellos en casa de los Babenberg. Patricio esperaba la pregunta y tenía la respuesta:
—Babenberg tiene una conversación interesantísima. Es un hombre cultísimo, uno de los pocos humanistas que yo he conocido. Se nota que tiene dinero, pero no es uno de esos nuevos ricos que jamás han tenido tantos billetes. Su fortuna le viene de familia y la riqueza es para él un estado natural. Ser rico le ha permitido conocer a todo el mundo. También estuvimos hablando de los surrealistas franceses, ya sabes, Breton y compañía. Él los conoce, y nos estuvo explicando los motivos que les mueven. Está convencido de que lo que nosotros hacemos es la versión española del surrealismo. Por eso nos tiene tanta estima. Dijo que Los Beatles le había gustado mucho y que le había parecido muy sólida y sorprendente para ser mi primera novela. Me aseguró que la iba a publicar; pero me advirtió que iba a tener en contra a todos los escritores oficiales, que están tratando de crear un tipo de novela poética que no tiene nada que ver con la mía. Me dijo que Ortega quiere lanzarse como novelista y que utiliza a los jóvenes de la Revista de Occidente para que le abran camino.
El camarero apareció con las sopitas, y el momento fue aprovechado por Martini para decir, mirando a Patricio, algo que aceleró todos los pulsos excepto el suyo:
—O le cuentas todo o no le cuentas nada.
No permitió, sin embargo, que Patricio eligiera; antes de que éste abriera la boca o pudiese propinarle una patadita por debajo de la mesa, Martini dio comienzo a su historia:
—Nos recogió el chófer ese raro, que no le entiende ni la madre que le parió, y nada más entrar en la casa de Babenberg, Pátric empezó a soltar un rollo insoportable sobre la mezcla de culturas y de idiomas. Entonces Babenberg le dijo, no, no, si Hans se llama Anselmo y es de Tomelloso, si no tiene ninguna mezcla cultural. Este cabrón se puso como un tomate y empezó otra vez: claro, los españoles, ya se sabe, siempre queriéndonos hacer pasar por extranjeros. Y entonces va el barón y le dice: mire, lo que pasa es que los taxi-conductores se hacen pasar por extranjeros para simular que no conocen la ciudad y cobrar un poquito más en cada viaje. Este cabrón ya no sabía dónde meterse. No te he dicho nada, Pátric, pero yo estaba avergonzado.
—No fue para tanto —protestó Patricio, que aceptaba mal las burlas a su costa.
—Tú no te viste —contestó secamente Martini. Y prosiguió—: Al final, sí, el barón le dijo: me ha gustado mucho su novela; y entonces se tiraron siglos hablando de la puta novela y de las razones por las que el incansable no querrá publicarla.
—¿Y por qué no querrá publicarla? —preguntó Santos.
—Porque le hubiera gustado escribirla a él —repuso Martini.
—No sólo por eso —le enmendó Patricio visiblemente irritado por las simplificaciones del tuerto.
—No sólo por eso; pero sobre todo por eso. A mí tanto halago y tanto su novela es cojonuda, perdona que te diga, pero me escama mucho. Mira, Pátric: no te he dicho nada, pero me da que a ese barón no le ha gustado un pelo lo que has escrito. Lo que pasa es que el tío es listo y sabe cómo decir las cosas. Párate a pensar un poco: ¿qué dijo de tu libro? Que tenía un sabor muy fuerte, como el cocido. ¿A ti te parece eso un halago, Santos? ¡No me jodas! Y no es sólo eso: ¿recuerdas lo que dijo luego, cuando se puso sentimental y nos contó sus batallitas en la guerra, y nos quiso impresionar con todo el rollo ese del suicidio? ¿Te acuerdas? Dijo que lo único que le interesaba era el surrealismo francés ese porque desenmascaraba las mentiras de la vida occidental o no sé qué cojones. Bien. Ahora pregúntate: ¿desenmascara este cocido que has escrito las mentiras del mundo? No me parece a mí que los cocidos desenmascaren mucho.
Mientras Martini hablaba, Patricio se había tomado, sorbito a sorbito, toda la sopa. Aparentaba calma, sí, pero por dentro trinaba. Y, efectivamente, en cuanto le pusieron su segundo plato, una truchita con jamón serrano, muy rica, trinó por fuera:
—Martiniano, ¿no te das cuenta de que tu actitud provocativa e iconoclasta resulta empalagosa, por no decir indigesta? ¡No se puede ir por la vida de virgen inmaculada como vas tú! Todo el mundo es un hijo de puta menos yo, que soy cojonudo; y al que me diga lo contrario le pego cuatro tiros. Ese comportamiento tiene su gracia las cinco primeras veces. Yo me he reído mucho contigo, no te digo que no; pero luego, si sigues y sigues, cansa; y la sesquicentésima vez que lo haces repugna, huele a acetona. Aunque tú no puedas soportar esta idea, en el mundo, además de los hijos de puta que todos conocemos, hay gente honrada, buena, inteligente y refinada. El barón Leo Babenberg no tiene ninguna necesidad de poner en peligro su prestigio lanzando a jóvenes promesas. Si tiene tanto interés en Patricio Cordero, será, supongo, porque la novela le ha interesado. De verdad, ¿tan inconcebible te resulta este hecho? ¿Tan intolerable te parece la idea de que yo vaya a publicar una novela? ¿Tanta envidia tienes?
—Yo pensaba que mi tío era la vanidad personificada, pero veo que no. Te lo repito, por si quieres entenderlo cuando te quedes solo: lo que debes preguntarte no es qué grado de envidia te tengo, sino qué grado de surrealismo tiene el cocido. ¡Dijo que tu obra maestra era un cocido garbancero! ¿Es que no te das cuenta de que se estuvo riendo de ti delante de tus propias narices? Si hubieras estado un poquito más atento a sus palabras y menos ocupado en rozarte los pies con su mujer por debajo de la mesa, te habrías dado cuenta de que se estuvo contradiciendo continuamente.
Santos, que parecía un espectador de lawn-tennis, oyó la última parte de la intervención de Martini y sintió que su cabeza era el badajo de una campana que repicaba con alegría en la procesión del Corpus.
—¿Te estuviste rozando los pies con María Luisa? —logró preguntar con el hilo de su voz, que no le salía del cuerpo.
Patricio notó que sus músculos faciales se tensaban y tuvo que sonreír, no pudo evitarlo. A Santos esta satisfacción irreprimible del amigo le pareció indecente e insufrible. Patricio recurrió a la falsa modestia para expresar en pocas palabras y sin parecer muy vano que María Luisa Babenberg estaba loquita por él. Y concluyó con un hábil reproche:
—No sé por qué me ponéis esas caras. Hacéis que me sienta muy mal; y, francamente, no creo haber hecho nada indebido. ¿Hago mal en intentar publicar mi novela y en creer a quien me dice que le ha gustado? ¿Tengo yo la culpa de que una mujer hermosa me seduzca por debajo de la mesa? Más bien tendría que ser yo el que se quejara de mis malos amigos, que no se alegran con mis triunfos.
Martini no se mordió la lengua:
—Patricio: lo que me molesta de ti no son tus triunfos, perdona que te diga, sino tu facilidad para pensar una cosa u otra según te vaya en la feria. Me apena que te ciegues tan pronto, en cuanto se te toca un poquito la vanidad. En eso eres como mi tío.
Patricio dijo que ya había oído bastante, que estaba hasta los cojones de él y de su tío, y que no tenía por qué seguir aguantando a un resentido que se echaba sobre él como un coyote en cuanto conseguía levantar la cabeza. Y se levantó.
—Antes de marcharte, prométeme una cosa —le pidió Santos, que iba a lo suyo. Patricio alzó las cejas: escuchaba.
—Prométeme que si alguna vez te acuestas con María Luisa, me lo dirás.
Patricio le miró largamente. No sabía si ponerse a reír o a llorar. Si Martini era un cabrón, Santos —tenía razón Marcelino— era un paleto, un paleto salido.
—Santos, tú estás enfermo —le soltó por fin. Y dejó su trucha intacta.
Un taxi, conducido por un alemán que acababa de llegar a Madrid y que no se conocía muy bien la ciudad, por lo que pedía disculpas si daba algún rodeo innecesario, les condujo al Rector’s Club a través del diluvio universal.
—Tengo ganas de hacer algo gordo ahora que nos han expulsado y que Patricio se ha revelado como un nefasto moderado y esquirol —le confesó Martini cuando se hubieron instalado en una mesa del local. Habían pedido scotch y permanecido en silencio unos instantes, acariciando con el índice el borde del vaso, cada uno con la mente en sus cosas. Al oír las palabras de Martini, Santos volvió en sí:
—¿Algo gordo?
—Matar a Babenberg o quemar la Residencia, algo con clase y envergadura —sugirió el tuerto.
—Mira, compañero: me parece que exageras un poco con Babenberg. Si dice que le ha gustado la novela, será que le ha gustado. Tal vez no sea tan bueno como lo pinta Pátric, pero tampoco es el demonio que tú dices. Yo no sé por qué a todo el mundo le cae tan mal el pobre barón. Don Homero le tiene una tirria de aquí te espero. A mí, por ejemplo, me parece que el Moreno es mucho peor y que de él no decimos nada. Él es el que nos ha expulsado de la Residencia, y aquí estamos, tan tranquilos, cuando lo que teníamos que haber hecho es haberle roto la crisma.
—Pues venga, vamos a rompérsela —propuso inmediatamente Martini. Que le parecía bien, que valía, aceptó Santos; pero lo dijo sin ganas porque tenía la cabeza en otra parte:
—Hablando de otra cosa, Martini; ¿tú crees que Patricio y María Luisa van en serio?
Martini se inclinó sobre la mesa y le miró a los ojos. Por un momento a Santos le pareció que estaba frente a Homero Mur.
—Santos, olvídate de la mujer de Babenberg. Ya sé que te gusta, pero no tienes nada que hacer con ella. Por el momento Patricio sólo le ha tocado los pies; pero dentro de poco le va a tocar el resto. Se nota a la legua. Yo creo que hasta Babenberg lo sabe porque lo de la cena de nochevieja fue escandaloso. Y no seas ridículo, Santos; no pongas esa cara de amante traicionado porque tú no conoces de nada a esa mujer, perdona que te diga; la has visto una vez en tu vida y ni siquiera iba vestida de mujer, sino de cazador.
Santos pensó que tenía razón Pátric: algunas veces Martini se tomaba demasiado en serio su papel de rebelde y se merecía que le dieran una hostia en las collejas.
—Eso lo dirás tú. No tienes ni puta idea de lo que siento por esa mujer ni de mi relación con ella, así que no seas tan espabilado.
Iba a contestarle Martini, cuando alguien los interrumpió:
—¡Eh! ¿Y esas caras tan largas?
Alzaron la vista y vieron a María Catarata completamente empapada. Le hicieron sitio con desgana. Venía habladora y con deseos confesos de encontrarse con ellos. Llevaba días y días buscándolos por todas partes: en Madrid no se hablaba de otra cosa que no fuera la paliza infligida en el cuerpo de Juan Ramón Jiménez, a quien habían dejado medio muerto, y de su expulsión de la Residencia. Santos y Martini se sorprendieron de que unos sombrerazos se hubieran convertido en paliza infligida; y con mal disimulada paciencia contestaron a todas las preguntas de María Catarata. El interrogatorio duró dos rondas de scotch, al cabo de las cuales Martini no lo aguantó más, dijo que se marchaba y se largó. En un periquete, sin saber cómo ni por qué, Santos y su ebriedad se quedaron solos frente a la argentina.
—¿Qué te pasa a vos que tenés esa cara? —le preguntó. Santos estaba lo suficientemente borracho para contestar; pero María Catarata, cuyas percepciones discurrían paralelas a la realidad sin coincidir con ella en ningún punto, creyó que Santos necesitaba más alcohol, y pidió otra ronda para que cantara. Santos, que hubiera hablado de todos modos, se desahogó. Le dijo que estaba locamente enamorado de una mujer que se acostaba día y noche con Patricio; pero que, aunque esto le jorobaba, le jorobaba más haber encontrado a Patricio extrañamente cambiado después de las navidades. Él, Santos, acababa de llegar y le había notado muy lejano, como si nunca hubieran sido amigos.
—¡Figúrate! ¡Él y yo, que hemos pasado tantas alegrías y tantas penas, tanta salud y tanta enfermedad! —exclamó Santos sumergido plenamente en su característico y ebrio delirio sentimental. María Catarata entendía muy bien estas percepciones ultrasensoriales. Él, intentó explicarle, estaba recién llegado de su pueblo; y ésa era una sensación que acompañaba siempre al que regresaba. Se lo decía ella, que acababa prácticamente de venir de la Argentina. Y añadió:
—Además, ¿sabés?, Pátric es un tipo pragmático, camaleónico, demoníaco y mimético. Tan pronto puede ser Pigmalión como Cenicienta; Cenicienta como Tom Sawyer; Tom Sawyer como Rimbaud, Rimbaud como Benavente; Pátric es perro y dragón; dragón y hiena, hiena y león…
—León y cerdo, y ya está bien, por favor —pidió Santos, a quien las esdrújulas y enumeraciones de María Catarata habían terminado por marearle. Las ansias de vomitar le enmudecieron. María Catarata miró sus ojos mortecinos y no pensó que Santos estuviera a un paso de las arcadas, sino que su vida era prosaica y estaba falta de estímulos poéticos:
—Vamos a danzar bajo la lluvia —le propuso.
—¿Ahora? ¿Con la que está cayendo? —fue lo único que acertó a preguntar antes de que la argentina le arrastrara fuera.
Esto, dicho así, queda muy bonito; pero, en realidad, Santos se dejó hacer porque, superada la crisis digestiva, vio claramente que si lograba comportarse como un demente, pasaría, como premio, la noche acompañado, y se preguntó si María Catarata tendría pelos en las tetas.
Caía con tanta violencia el agua sobre el suelo, que tenían que gritar para poder oírse. Era infernal, si es que este adjetivo puede aplicarse a una situación acuática.
—¿No es maravilloso? —preguntó a voces María Catarata abriendo los brazos y mirando al cielo. Lo que son las percepciones: a Santos le parecía que no, que no era maravilloso; pero no dijo nada. Él, que como buen fuentelmongino era propenso a las pulmonías, iba a coger una bien gorda. Se lo dejó entrever. Pero María Catarata (Santos se daría cuenta más tarde) reaccionaba con violencia cuando la obstinada realidad pugnaba por entrar en su vida fabulosa:
—Sos un burgués. Seguro que jugás a la lotería. ¡Sentí la lluvia, sentila nomás! —gritaba María Catarata dando vueltas sobre sí misma con los brazos en cruz. Santos estaba parado frente a ella como un pasmarote, intentando hacer el duende sin resultado. Tenía las manos en los bolsillos del impermeable, los hombros encogidos y el cuello levantado; pero todo era inútil porque sentía cómo sus huesos iban absorbiendo lentamente toda la humedad del mundo. Y todo, por follar. Pues no folló, mira tú por dónde; y además, a la mañana siguiente el gilipollas no podía tenerse en pie de fiebre.
«Estimado Dr. Moore:
»Le escribo para hacerle partícipe de mi experiencia y también, de paso, algunas preguntas. Siempre he pensado que el pueblo hispanoamericano era inferior y nunca lo he considerado digno de atención; pero desde que conocí a Hechicera del Río Bravo, mi imagen estereotipada de este pueblo ha cambiado radicalmente. Yo he sido virgen toda mi vida, hasta que, como he mencionado anteriormente, conocí a Hechicera, que primero me conquistó y después me colonizó. Ella fue durante muchos años la novia de mi amigo Anselmo. Cuando él la dejó, ella se vino abajo, y no volvimos a verla en muchos meses, hasta hace unas semanas concretamente, que coincidimos por casualidad en un bar. La encontré mucho más guapa; le habían crecido las tetas y se le habían quitado todos los granos de la cara. Anselmo, a quien no le gusta recordar el pasado, nos dejó solos. Como yo prefiero las cosas claras, le dije que la encontraba más guapa, que le habían crecido las tetas y que se le habían quitado aquellos horrorosos granos de la cara. Ella me dijo lo mismo a mí (lo de las tetas, no), y con respecto a ella su opinión era que estaba flaquita, flaquita. Para demostrármelo se acarició el pecho por encima de la ropa.
»—Yo creo que tienes bastante carne para tocar —le dije, y ella, que estaba dispuesta a salirse con la suya, me cogió la mano, y se la llevó hasta su abdomen.
»—Vení, tocá —dijo—. Verás como no.
»Yo toqué su tripita, y después bajé hasta las piernas y metí la mano por debajo de la falda.
»Urinarias. Lo más eficaz, rápido, reservado y económico. Ambos sexos. Sin lavajes, inyecciones ni otras molestias, y sin que nadie se entere, sanará rápidamente de la blenorragia, gonorrea (gota militar), cistitis, prostatitis, leucorrea (flujos blancos en las señoras) y demás enfermedades de las vías urinarias en ambos sexos, por antiguas y rebeldes que sean, tomando durante unas semanas cuatro o cinco Cachets Moore por día. Calman los dolores al momento y evitan complicaciones y recaídas. Pida folletos gratis a Farmacia Collazo. Hortaleza, 2. Madrid. Precio 17 pesetas.
»Hechicera me dejaba hacer, riendo. De repente noté que todo se quedaba a oscuras. Al principio me asusté; pero luego me di cuenta de que simplemente había cerrado los ojos y de que eso que se movía dentro de mi boca era la lengua de Hechicera, que además me estaba haciendo una paja por debajo de la mesa.
»—He tenido que esperar a que Anselmo, tu amigo, me deje, para poder hacer lo que siempre he deseado —susurró—. Che, Víctor (yo me llamo Víctor, que no lo he dicho), vámonos de aquí; este lugar me agobia; y además quiero que metas esto.
»Fuera llovía a muerte, y por un instante Hechicera no supo qué hacer. Enseguida reaccionó y se dio cuenta de que debía caminar bajo la lluvia. La voluntad de un hombre es contraria a su erección; y la mía entonces era tan grande que podía colgarme el impermeable. Hechicera se quitó los zapatos, la falda, la blusa y la ropa interior; y se quedó en cueros bajo la lluvia, exhibiendo un cuerpo de ensueño. Estas cosas no te las crees hasta que te pasan. Ella debió de verme tan parado que se arrodilló y me desabotonó la bragueta. Aunque esto debe de ser corriente en la capital, yo, que soy tan de mi pueblo, al ver ese gesto tan masculino que es empuñar una polla y chuparla con la boca a punto de reventar, me excité muchísimo.
»—Jodéme, Víctor; jodéme aquí, ahora, bajo la lluvia —me pidió Hechicera en una pausa que hizo para tomar aire.
»Muchas veces había pensado con quién y de qué manera haría el primer acto de mi vida. Yo, que siempre he sido un gran pajillero, había imaginado un montón de aventuras, pero todas tenían lugar bajo techo y sobre una cama. Jamás imaginé que la primera vez fuera a ser de aquel modo, en plena acera de la calle Torrijos, lloviendo a mares como no había visto llover nunca en mi vida, como si Madrid se hubiera convertido de repente en una ciudad del Trópico. Con los pantalones por los tobillos me puse encima de Hechicera, cuyas piernas me enlazaron, y empecé a cabalgarla como suponía yo que debía de hacerse. Llevé mi boca al lugar donde sin duda debían de estar los pezones. Lo que somos los seres humanos: no quise reconocer que tenían pelos y preferí pensar que era un efecto del agua. Hechicera se dio cuenta de que yo era un potrillo virgen, y trató de dirigirme; pero fue inútil porque derramé a ciegas, sin saber cómo ni adonde. Mis espermatozoides se diluyeron en la lluvia tropical de Madrid, y a saber dónde fueron a parar. La pobre Hechicera se quedó con las ganas.
»Dr. Moore, ¿hay algún modo de curar la eyaculación precoz? ¿Es malo hacer el acto matrimonial en las calles? Y bajo la lluvia, ¿es mejor, peor o indiferente? ¿La sífilis pica? Capaz de haber cogido un pasmo, ¿verdad?
»Víctor (Piscis). Madrid.»
«Historias», La Pasión, 30 (febrero de 1924), págs. 23-25.
—Yo no soy especialista, pero no hace falta serlo para darse cuenta de que lo que usted tiene es un principio de pulmonía —opinó Homero Mur. Santos les había pedido a Pátric y Martini que fueran a buscarle; y ellos, olvidando momentáneamente sus diferencias, habían ido de incógnito a por él. Homero Mur no dudó en acercarse al hotel Victoria, reconoció a Santos como mejor supo e instruyó a sus amigos sobre las medicinas que debían comprarle. A Santos le dejó bien claro que tenía que guardar cama. Luego, en conversación más relajada, sentados a horcajadas con el respaldo de la silla por delante, le preguntaron por las cosas en la Residencia. Homero Mur les informó con palabras graves:
—Los supongo enterados de lo de Cristóbal Heado.
No. Ellos no estaban enterados de nada.
—No ha regresado después de las vacaciones de Navidad.
Le explicaron que el Temario había sido expulsado de la Residencia junto a ellos, y que era natural que no hubiera regresado.
—Es lo mismo que dice Pepe Moreno.
—Moreno normalmente miente; pero en este caso tiene razón —observó Patricio.
—En este caso también miente. Estoy convencido de que le han matado —aseguró Homero Mur.
Santos percibió esta frase en la lejanía, a causa de la fiebre. Pero Pátric y Martini la oyeron muy cerca. A Martini le atrajo la idea, y preguntó cómo le habían asesinado.
—En realidad no lo sé; ni siquiera sé dónde está el cadáver, pero tengo la certeza de que le han eliminado. Ustedes conocen a Cristóbal tan bien como yo, o mejor; saben que no es una persona fácil de amedrentar. ¿Realmente creen que, con lo tozudo que era, iba él a abandonar la Residencia así como así, sin volver a dar señales de vida, a causa de una simple expulsión? Ninguno de sus amigos sabe nada de él, hace tiempo que su familia no tiene noticias, y creo que incluso ha puesto ya una denuncia. Yo no tengo esperanzas de que la Guardia Civil encuentre nada.
—Que busquen en Albacete. Estoy seguro de que el Temario está en Albacete con el Vacunin —dijo Patricio riéndose maliciosamente
—No, no está. Los Republicanos han hecho averiguaciones. Vacunin no sabe nada de él. Les digo que Cristóbal Heado está muerto Y esto, con ser una tragedia, no es lo más grave. Lo más grave es que nunca se sabrá a ciencia cierta quién le ha matado; jamás encontraremos el cadáver. Lo malo es que los asesinos no serán castigados nunca. Y lo peor es que nos cruzamos con ellos todos los días; lo peor es que nos escupen en la cara su impunidad y su prepotencia; lo peor es que pasarán a la historia inmaculados, y nuestros nietos creerán que fueron prohombres, artistas e intelectuales; nadie sabrá que tienen la conciencia y las manos manchadas de sangre y traición. Eso es lo peor. Se lo dije a Santos antes de que los expulsaran, y se enfadó mucho conmigo. Quiero decírselo a ustedes aunque se enfaden también: tengan cuidado porque están ustedes jugando con fuego y con individuos poderosos y sin escrúpulos; gente a la que sus sueños, sus ilusiones y sus vidas no le importan un carajo, por más que les hagan creer lo contrario. Todo el dinero de Babenberg procede por una parte de la venta de armamento a los aliados (operación que ocultó a los alemanes), y por otra de la venta de munición a espaldas de aquéllos. Babenberg es un mercader que compra y vende con la misma pasión cañones y poetas, si es que éstos dan dinero. Babenberg les dijo a Ortega, a Juan Ramón Jiménez, a Moreno, a Jiménez Fraud, a Ramón Gómez de la Serna y a Carlos Hernando: tomen este dinero; hagan cuantas Residencias de Estudiantes quieran, pero a cambio multiplíquenme por diez esta cantidad en un plazo equis; yo aumento mi patrimonio y ustedes pasan a la historia, ¿qué les parece? Ellos dijeron trato hecho y se pusieron manos a la obra. Proyecto: la Generación Poética de los Años Veinte. Prohibido leer novelas; prohibido leer a Galdós; todo el mundo a leer poesía de tuberculosos; si usted quiere ser moderno y estar a la altura de los tiempos, lea literatura vanguardista; si no, está usted acabado y además es de derechas. Pero resulta que ustedes, sin saberlo, con sus bromitas y sobre todo con esa dichosa novela realista que ha escrito usted, Cordero, les están estropeando el negocio. Al parecer, por lo que he oído, su novela es muy buena; pero representa exactamente lo contrario de lo que quieren promocionar, y le tienen miedo; tienen miedo de que sea un éxito. Por eso no la van a publicar nunca. Pero es que, como sigan dando la lata, los van a dejar fuera de circulación, como han hecho con el pobre Cristóbal. Ustedes son los enemigos naturales del barón, y sin embargo él se está haciendo íntimo de ustedes; qué quieren que les diga, me huele mal.
Así habló Homero Mur. A continuación, buscó con la mirada su abrigo y su sombrero. Tenía que marcharse. Patricio, que los había colgado en el armario, se levantó a cogerlos. Le halagaba enormemente que Homero Mur considerara su novela un peligro para la estabilidad mundial y se maravilló de la clarividencia del profesor, cuyo análisis había coincidido con el relato de Babenberg. Sin embargo, la evidente voluntad que tenía el barón de publicar Los Beatles demostraba, creía él, que en ese punto Homero Mur se equivocaba: Babenberg estaba de su parte y no tenía nada que ver con Ortega.
—Se equivoca usted al pensar que Babenberg está detrás de las maniobras de Ortega. Si fuera así, no tendría ningún sentido que se empeñara, como se está empeñando, en publicarme la novela —le dijo abriéndole el abrigo para que don Homero se lo pusiera.
—Ya le digo: esa aparente contradicción es precisamente lo que me huele mal —respondió Homero Mur. Se abrochó, se acomodó el sombrero y antes de salir repitió el nombre de las medicinas que debían administrar a Santos:
—Y si no funcionan, le dan un par de copazos de ojén. Ustedes, si hay cualquier complicación, pónganse en contacto conmigo.
Cuando don Homero se hubo marchado, Patricio se burló de todas sus palabras diciendo que a él le hacía mucha gracia el tipo de razonamiento usado por el profesor, que, en el colmo de la desfachatez, utilizaba sus propias contradicciones como bases de su refutación. Seguro que Homero Mur tampoco estaba libre de culpa, aventuró Patricio. Si no, no se explicaba ese interés en mancillar por encima de todo el nombre de Babenberg.
—En la vida todos tenemos algo que ocultar —sentenció. En cuanto a los asesinatos, qué iba a decir él. El Moreno podía ser un chulo y un insolente; pero ¿se lo podían imaginar firmando una sentencia de muerte? De ningún modo. Ahora iba a resultar que la Residencia de Estudiantes era tan peligrosa como la ciudad de Chicago. Era más, a Patricio le daba risa la críptica actitud que había adoptado el Dr. Mur: muchachos, tengan cuidado porque Babenberg no tendrá piedad de ustedes; muchachos, no abran la puerta a nadie porque Babenberg entrará y se los comerá. En cuanto tuviera oportunidad le preguntaría al barón por Homero Mur. Ni Santos ni Martini le dieron réplica: Santos estaba aletargado y Martini miraba por la ventana con la vista desenfocada.
En los días sucesivos sólo María Catarata le visitó regularmente y con generosidad. Patricio aparecía fugazmente en los momentos más insospechados para decirle hola y adiós; y Martini se pasaba unos minutos todas las noches antes de acostarse y le ponía al corriente de los últimos acontecimientos. Le contó que había estado hablando con los Republicanos y que en la Residencia estaban seguros de que se habían cepillado al Temario. No era normal, le habían dicho, que si estaba vivo no hubiera dado aún señales de vida por muy expulsado que estuviera. A Martini se lo llevaban los demonios. Tenemos que hacer algo gordo, repetía. Santos le preguntaba si había visto a Pátric; pero a Pátric no se le veía el pelo desde la visita de Homero Mur. Olvídate de él, es un nefasto y está echado a perder, le recomendaba Martini.
Cuando se quedaba solo, Santos se acurrucaba en la cama y se tapaba con la manta la cabeza. Hay gente que dirá que la cama simboliza una crisálida y que Santos es un gusano; un gusano de seda que está a punto de convertirse en mariposa. Pero Santos, con la cabeza tapada, no hubiera estado de acuerdo. Para él, era el mundo exterior lo que cambiaba vertiginosamente. Él era un patético ejemplar de ser humano, rezagado y enfermo, que no estaba nunca a la altura de los días. El mundo era una indescifrable y gigantesca conversación de verduleras, una espesura de voces que ensordecía la claridad de las cosas, una opaca trama de nebulosas y numerosas palabras que absorbía todas las luces. ¿Cómo caminar con semejante niebla mañanera? Ésa era la cuestión. ¿Sensibles? ¿Intentando que nada nos influyese? ¿Simulando que nada nos afectaba? ¿Impasibles? ¿Elegantes? ¿Distantes? ¿Sarcásticos? ¿Adorables? ¿Hijos de puta? Claro, él nunca lo hubiera explicado con estas palabras. Que se callaran todos, por favor, hubiera dicho él; y que alguien, sólo uno, le señalara con el dedo índice dónde estaba todo: el cadáver del Temario, la monstruosa perversidad de Babenberg, el coito de Patricio y María Luisa, los besos del Temario al Vacunin paralítico, la dulce bonhomía del barón o la fidelidad de María Luisa a su marido. ¿Era mucho pedir ir a las cosas en silencio? Y luego, también, él quería que las cosas se quedaran quietas mientras las aprendía de memoria. Que el cadáver del Temario, si estaba muerto, no le abriera los ojos a última hora, como sucede en algunos sueños; y que el Temario, si era el Temario, fuera el Temario y no tuviera la cara del Vacunin; que la perversidad fuera monstruosa; y el coito, coito; y que si en vez de cadáver había besos, que los besos fueran besos; la bonhomía, dulce; y la fidelidad de María Luisa, a su marido. ¡Qué gusto de mundo mudo e inmóvil, por Dios! No saldría de la cama hasta que no se hubiera disipado la niebla, se hubiese dicho Santos, y se dijo, de hecho. Por eso, cuando María Catarata entró una tarde en el cuarto para hacerle compañía, se lo encontró tapado hasta arriba. Para sudar un poco, le explicó Santos, que es muy bueno.
Sentadita a los pies de su cama, María Catarata le hablaba sin parar de vagabundos. Para ella los vagabundos eran individuos de experiencias regias y con vidas más interesantes que las del resto de los humanos. Así como había gente que contaba anécdotas con toreros famosos, ella relataba sus encuentros con pobres de diferentes países, cuyo denominador común era, quién lo hubiera dicho, su vasta cultura: todos sabían tañer algún instrumento o hacer sonar la flauta dulce o la travesera. María Catarata no los llamaba vagabundos ni pobres ni pordioseros ni harapientos ni zarrapastrosos, sino clochards. Conoció en cierta ocasión a uno que tocaba la flauta dulce. Había estudiado Filosofía en la Sorbona, se había enamorado de una pordiosera y lo había abandonado todo para irse a vivir con ella bajo los puentes de París. Pero resultó que esta vagabunda era en realidad una burguesa que jugaba en secreto a la lotería. Un buen día le tocó, y entonces fue ella la que lo abandonó todo, incluido el pordiosero de la Sorbona, para empezar una nueva vida. María Catarata había estado viviendo con este clochard durante una semana, y a raíz de esta experiencia había adoptado la idea de que todos los pordioseros europeos hablaban francés.
«Todo lo que sé sobre Averroes lo aprendí con él», solía decir refiriéndose al clochard abandonado. Y Santos pensaba que cuánto futuro brillante había sido segado en el mundo por el inconformismo. María Catarata había conocido a otro pobre en Buenos Aires, hijo y nieto de clochards, que sabía tocar el violín, los dos tipos de flauta y el tambor.
«Se llamaba René, y no he vuelto a encontrar un tipo con una conversación tan interesante como la suya», decía de éste. María Catarata y René estuvieron viéndose lunes, miércoles y viernes durante dos largos años, hasta que a René le tocó la lotería y dejó de acudir a la cita. No volvió a verle nunca más.
Cuando se cansaba de hablar de vagabundos, sacaba de su bolso papeles garabateados y le leía poemas escritos la noche anterior. Una tarde, sin embargo, le trajo una novela corta.
—Escuchá; la armé anoche para vos.
«Años después de la muerte de Fernanda, volví a encontrármelo a Héctor en el café Comercial de Madrid.
»—Ni sé, viejo, el tiempo que hacía que no me caminaba por allá —le contaba yo a Claudio esta mañana, recordando el barrio.
»Tantas veces recorrida entonces, cuando lo de la gente —bowling y noches de drive-in—, encontré la calle Alcalá desconocida y como que había perdido aquella brujería, aquel duende, aquella magia que sólo tienen ciertas calles de Buenos Aires, aquel look demodé. Calle de music-hall y starlettes desconocidas, olvidó la hospitalidad mugrienta de sus cuadras. Ahora —entonces—, algún tiempo después de la muerte de Fernanda, quién sabe si por eso mismo, la calle Alcalá, la calle más puta de nuestra juventud, se ha gringuizado. Más limpita ahora, eso sí, no ha sabido conservar lo que todos hemos conservado de ella estos años tan cabrones; es como si algunas veces la autenticidad sólo tuviera acomodo y sitio entre el deshecho, la humedad y la mierda. Era lindo oler pis todo el tiempo, viejo. Ya no está la vitrina de aquella ferretería o tienda encantada en la que yo me quedaba hipnotizada con la visión de una pequeña foca de porcelana o una litografía de Zao-Wa-Ki.
»—A mí me hacía bien su olor de pis —me ha confesado Pierre esta mañana, mientras tendía el cobertor sobre su cama.
»Es por eso que Guevara, el viejo boxer-champion, el speaker deportivo que más sabía sobre horses, se cansó de tanto cambio y no se demoró más: se marchó al Uruguay para que lo metieran preso. Su vieja pulpería es ahora un snack frío y plástico. Anónimo. La pulpería del jockey Walter, te acordás, con el mejor aguardiente de durazno de todo Buenos Aires, es hoy una sala de fiestas on fashion en la que los limpios burguesitos idiotizados se americanizan convulsivamente con cualquier ritmo yanqui. Y Héctor, el viejo Héctor, compañero de borracheras siempre, que tantas veces vomitó junto a mí, ha cambiado. Lo encontré una noche, la primera que pasaba en Madrid desde lo de Fernanda. Había yo decidido pasear por Alcalá y recordar ni sé cuántos años de dicha y de desdicha. Vi la pared en la que tantas veces había vomitado Diego y el portal en el que tantas veces habíamos llorado juntos. Al pasar por lo de Guevara, que ahora se llama Fourteen, creo, lo vi…»
Santos cayó en un letargo semejante al sueño que María Catarata tomó por tal. Enfurecida, guardó sus cuartillas en el bolso y salió de la habitación con su amor propio de escritora lastimado. Pese a estos pequeños incidentes, terminaron por cogerse cariño; y una vez que Santos estuvo recuperado salían a pasear por el Retiro casi todas las tardes. Si se encontraban un pordiosero, ella se acercaba a él y le preguntaba su opinión acerca de diferentes asuntos. Primero empezaba a hacerlo en francés; pero cuando se daba cuenta de que los pobres no la entendían y que además les irritaba que ella hablara en esa lengua, cambiaba al español.
—¡Déjame en paz, hostias! —solían gritarle, y entonces María Catarata se alejaba espantada, y con gran desaliento decía:
—Esta ciudad es cada vez más hostil.
A Santos, que tenía ideas algo diferentes sobre los vagabundos, no le hacía ni puta gracia que María Catarata se pusiera a hablar con ellos cuando se los encontraba en el Retiro, alrededor de una botella de vino o calentándose en alguna fogata.
—Vos sos un pequeño burgués atorado en las convenciones sociales. Acabarás jugando a la lotería —se burlaba ella.
Una de aquellas tardes, paseando por el Retiro, María Catarata le comunicó su idea de cambiarle el nombre. Nunca más le volvería a llamar por el prosaico, burgués y grisáceo nombre de Santos, sino por otro más mágico, poético y macanudo; le llamaría Mogamour. Por su parte, Santos tenía que llamarla a ella Mágica. ¿Mágica? ¿Mogamour? A Santos eso le pareció una sandez, y comprendió el sufrimiento del pobre Adrián.
—¿Me puedes explicar por qué tenemos que cambiarnos los nombres en vez de usar los que ya tenemos, que es mucho más fácil y para eso los eligieron nuestros padres? —la interrogó Santos.
—Porque vos me cambiás el mundo, Mogamour. Cuando estoy con vos, me trasladás, qué sé yo, a una realidad maravillosa, a una dimensión desconocida. Con vos, entendés, el parque no es el parque; el paseo no es el paseo; la conversación no es más ya la conversación, ni el café es el café, ni María Catarata es María Catarata, sino la Mágica; y Santos no es Santos, sino Mogamour. ¿Entendés ahora por qué tengo que cambiar los nombres?, ¿por qué necesito cambiarlos? No puedo llamarte Santos si cuando estoy con vos, vos ya no sos el Santos que habla, qué sé yo, con el Patricio, con el Martiniano, vos ya no sos el Santos que tiene que estudiar, que pelear por un buen grado. No. Conmigo vos sos Mogamour y yo soy Mágica; y en nuestro mundo no hay tiempo, no hay clima, no hay reglas, no hay gente, Mogamour; sólo vos y yo. Si el parque Retiro es nuestro paraíso, ¿por qué carajo vamos a seguir llamándole parque Retiro, ah? ¿Por qué no llamarle, qué sé yo, tisavero? A partir de hoy, pasear con vos no será pasear, sino vulmatesear. La conversación será una dulmesaria; y el café, nuestro aldobegue. ¿Viste que las viejas palabras ya no sirven, Mogamour, que están secas y no pueden expresar todo lo que queremos decir? Mogamour: olvidemos el lenguaje caduco. Si nuestro mundo es diferente, ¡creemos nuestro propio lenguaje! —propuso, tal vez con cierta prolijidad verbal, María Catarata.
—Pero eso ¿no nos llevaría un montón de tiempo? —insinuó Santos con desánimo.
—¡Tenemos todo el tiempo del mundo, todo el tiempo de nuestro mundo! —contestó María Catarata febril, dando vueltas sobre sí misma con los brazos en cruz. Decidió poner manos a la obra:
—¿Vulmatesear por tisavero o aldobegue con dulmesaria? —le preguntó María Catarata entornando los ojos.
—¡Not te entendo mui vien! —contestó Santos con grandes aspavientos y a voz en grito, como si la claridad dependiera del volumen.
—¿Vulmatesear por tisavero o aldobegue con dulmesaria? —rió María Catarata.
—¡Yes, podríamoss hir ha tomarr un caffé!
—¿Aldobegue con dulmesaria?
—¡¡¡Oui, yes, aldobegue, caffé, caffé!!! —gritaba Santos reproduciendo el gesto internacional de empinar un porrón.
—No. Vulmatesear por tisavero —dijo María Catarata ya sin sonreír.
—¡¡¡Oui, oui, tisavero, tisavero, caffé!!!
—Aldobegue, Mogamour, aldobegue con dulmesaria —repitió María Catarata con impaciencia. Santos asentía con violencia, como un cabestro, y no se le borraba una sonrisa de modorro que se le había dibujado en la cara.
—¡Carajo, Santos, sos boludo o qué! Te estoy diciendo pasear, vulmatesear, o café, aldobegue, ¿no te acordás? —dijo María Catarata con viva irritación.
—Pues no, no me acuerdo; pero no te pongas así, no seas tonta; es un juego.
—¡Carajo un juego! La vida también es un juego y la jugás, ¿no es cierto?
María Catarata se dio media vuelta y se marchó enfurruñada, dejándole allí plantado, en medio de la calle. Santos regresó solo a su cuarto del Victoria, se tumbó bocarriba en la cama y se preguntó qué coño estaba haciendo él con un personaje como ése. Entonces fue cuando entendió aquello que dijo Pátric la noche que se reencontró con María Catarata: aquella mujer era el personaje de una novela.
Mientras tanto, María Catarata caminaba por el Retiro sintiéndose trágicamente incomprendida por el mundo real. Cuando sus ojos toparon a lo lejos con la inequívoca figura de un vagabundo lector, su cara se iluminó; y su vida, de repente, volvió a tener sentido. Se acercó a él y comprobó que el clochard hojeaba el número seguramente atrasado de una publicación periódica. Por un momento pensó que pudiera tratarse de una revista de pensamiento, y la idea la excitó. No se molestó en comprobar que lo que el pordiosero tenía en sus manos era un ejemplar de La Pasión, y que miraba ávidamente una daguerrohistoria titulada «Historia de las lenguas».
María Catarata se acercó a él y se sentó a su lado.
—Salut, Áa vous derange que je míasseye ici?
El pordiosero gruñó algo ininteligible sin dignarse levantar la vista.
—Est ce que vous lisez de la philosophie?
Esta vez el vagabundo ni siquiera gruñó. María Catarata sabía que los clochards eran siempre reacios al primer contacto porque la vida burguesa los había hecho desconfiados; pero ella sabía cómo tratarlos. En primer lugar, por si acaso era un problema de idioma, cambió al español:
—Quizás te preguntás qué hago aquí. La respuesta es: me gustaría conversar, saber tu nombre. El mío es María Catarata. Me encantaría que nos contáramos nuestras vidas, que vos me dijeras si sabés tocar las flautas. La gente como vos me gusta. Es muy interesante saber cómo se ve la vida cuando no se tiene dinero ni ropa. Me pregunto si no les gustaría a ustedes acceder a la cultura que se les canceló, y poder…
María Catarata no pudo seguir hablando. Al clochard no debía de gustarle nada eso de conversar, y tampoco debía de gustarle mucho lo de soplar la flauta; pero sí, en cambio, mirar las fantásticas daguerrohistorias de La Pasión, a juzgar por cómo tenía de dura su maloliente polla cuando se la sacó del pantalón para metérsela en la boca a María Catarata. Al principio ella forcejeó; pero cuando el pordiosero le puso el filo de un cuchillo jamonero en la yugular, comprendió que era mejor abandonarse. Así que cerró los ojos e invocó con todas sus fuerzas recuerdos de cuando era niña. Notó las embestidas del vagabundo, pero luego éstas se fueron difuminando y confundiendo con el vaivén del balancín que había en la casa de sus abuelos, a las afueras de Buenos Aires. Se concentró para volver a experimentar la excitación que sentía cuando llegaba el fin de semana y su padre la llevaba con ellos. Dos días en su casa eran dos días de libertad absoluta. Los abuelos se lo permitían todo; todo menos asomarse al pozo del jardín, y entonces notó la repugnante corrida del vagabundo dentro de su boca. Pensó que iba a ahogarse. Sintió que tragaba cien litros de semen y que otros tantos se salían afortunadamente por las comisuras, chorreando por las mejillas, bajando por el cuello y empapándole el vestido. Lo que más deseaba en aquel momento era vomitar; pero pensó que, si lo hacía, se ahogaría en su propia mierda. Cerró los ojos con más fuerza y se concentró para que el esperma del vagabundo se le asentara en el estómago. En la casa de sus abuelos había un pozo al que tenía terminantemente prohibido asomarse si no iba acompañada de algún adulto. En cierta ocasión, jugando con su hermana, desoyendo las advertencias de los mayores, se asomó tanto, tanto, tanto que se cayó dentro. Aquella sensación se grabó a fuego en las circunvoluciones de su cerebro. Durante horas sintió que caía y caía, y que nunca llegaba al fondo del pozo que había en la casa que sus abuelos tenían a las afueras de Buenos Aires. Gracias a eso, no supo a ciencia cierta cuántas veces aquella polla encostrada en mierda y áspera de postillas o cicatrices entró en su cuerpo y se corrió dentro entre golpes exteriores y torpes lametazos de clochard.
La primera sensación que se apoderó de él fue la del ridículo. Había hecho el canelo dando tanta importancia al contacto de un pie y unos testículos. Pero es que los testículos eran suyos y el marido de la dueña del pie estaba presente cuando se produjeron las caricias. Bah, tonterías. ¿Cómo debía comportarse a partir de entonces, según él? Con un poco más de entereza; se había derretido demasiado pronto. En lo sucesivo trataría a María Luisa con cordialidad, pero con extrema dureza. Ella no sabía quién era él y a qué extremos era capaz de llegar cuando decidía castigar a una mujer.
Perdón por el retraso, saludó ella. Pátric se levantó y le tendió la mano con una sonrisa de muchacho seguro de gustar. Ella le dio dos besos. De pie frente a él se sentía diminuta. Hubiera deseado abrazar ese cuerpo rotundo y formidable que imaginaba duro, caliente y generoso. Pero sólo le dio dos besos. La he buscado por todas partes, dijo Pátric. Lo dijo en un tono apasionado y a la vez irónico que le agradó. María Luisa fingió no oírlo, se sentó, le miró largamente y le dijo voy a pedirle a Pepe que le invite a su tertulia, pero quiero que, como primer paso, me prometa que no va a montar el espectáculo. Respondió por favor, María Luisa, me ofende usted pensando que soy tan imbécil como para reventar la tertulia de quien estoy convenciendo para que me prologue la novela. María Luisa rectificó, en realidad no lo digo por usted, dijo, sino por sus amigos, especialmente por ese Martini; le convendría alejarse de esos comportamientos iconoclastas y genialoides; ustedes no son los surrealistas franceses por más que se empeñe mi marido. Ya sé que no somos los surrealistas franceses, pero sí somos adultos, se lo aseguro, y sabemos que las cosas tienen un límite. Me alegra oírle decir eso, dijo María Luisa, y se puso en pie. ¿Eso es todo?, preguntó Patricio, a quien le hubiera gustado ocultar mejor su decepción. Sí, quería estar segura antes de hablar con Pepe. Patricio, que no se resignaba fácilmente, decidió dar un giro a la conversación; se acomodó en la silla y preguntó, ¿es su actual antipatía una compensación momentánea a su audacia de la otra noche o va a tratarme siempre de este modo? María Luisa le respondió tajantemente, la otra noche bebí más de la cuenta y mi comportamiento fue extremadamente vulgar; no volverá a ocurrir en el futuro. Patricio encontró un resquicio para ser picante, le propongo no cerrar ninguna puerta al futuro, por vulgar que sea. María Luisa sonrió con un leve gesto de fatiga, me encantaría intercambiar con usted un chispeante diálogo, lleno de picardías, sobreentendidos y cinismos a lo Oscar Wilde, pero es que Pepe me está esperando hace media hora; ¿qué le parece si lo dejamos para otra ocasión?; le llamaré con lo que sea. María Luisa le regaló una sonrisa de mujer segura de gustar, le dio otros dos besos sin esperar a que se levantara y allí le dejó, inmóvil, de piedra, con un palmo de narices y otro de penes.
«Distinguido amigo:
»Recibí su amable carta del día 1 de abril. Entiendo sus razones para no enviarme capítulos sueltos, por supuesto; pero no me resigno a esperar el final de nuestra correspondencia y de su obra. En fin, no quiero insistir.
»Sé que es difícil para una persona de su edad entender aquel mundo de cenáculos literarios, odios, venganzas, órdenes de no publicar y estrategias maquiavélicas por un puñado de versos libres, como usted dice. Debe tener en cuenta que en aquel entonces la literatura era el único acontecimiento social y que, por eso, estaba muy cerca del poder. Sólo en el Renacimiento vivió la humanidad algo semejante. No es que se matara por cuatro sonetos, entiéndame: el arte interesaba, claro; pero no nos engañemos, lo importante era la cantidad de dinero que movía y generaba un personaje como García Lorca, por ejemplo. Federico llegó a facturar mucho más de lo que gana hoy un tenista profesional. Esta cercanía entre la literatura, el dinero y el poder es lo que hoy prácticamente ha desaparecido. La Generación del 27 fue una buena idea de Pepe Ortega y de Leo, un negocio redondo. Hoy es impensable hacer algo semejante porque la gente no lee. ¿A quién le importa hoy día la literatura? Entonces era diferente: les hommes de lettres eran respetados por todas las clases sociales; y una persona podía presumir en una reunión por el solo hecho de ser historiador, por ejemplo. En mis tiempos la sociedad todavía adoraba a los humanistas y no a los sastres, como ahora. Para un padre resultaba vergonzoso que un hijo no se sintiera atraído por la Historia o la Filosofía. Eso era una desgracia que podía sucederle a cualquiera, desde luego, pero se consideraba una vergüenza. A ningún joven de mi generación se le ocurría preguntarse para qué servía la literatura, la historia, la filosofía o el arte. ¡Para que deje usted de ser un bestia, señor mío!, se le hubiera contestado, y nadie hubiera puesto más peros. Hoy, usted lo sabe mejor que yo, la mayoría de los jóvenes detesta las ciencias humanas y decide estudiar para picapleitos o para contable porque sabe que así tendrá el mundo a sus pies. Hace setenta años el mundo se inclinaba ante otro tipo de gente, eso es todo. Gente más interesante, desde luego.
»En cuanto a Pepe Ortega y Gasset, podría escribir páginas y páginas. Le conocí bien, como sabe, y puedo decirle que fue uno de esos tipos insolentes, odiosos, malignos e inteligentes que pasan a la historia solamente con el último adjetivo. Supongo que no quiere que hable de su talla intelectual; por eso sólo le diré una cosa con respecto a este asunto: con todos sus defectos, Ortega es nuestro único pensador, el único con categoría de tal, que ha producido la cultura española. Unamuno no pensaba; lo único que sabía hacer era hablar de sí mismo, quejarse y llorar, como los niños chicos. Hay que volver a leer a Ortega, hay que recuperarlo. Muchos de sus ensayos —yo diría que todos excepto aquellos en los que habla de literatura o de arte— están todavía vigentes, parecen escritos ayer mismo, y eso es una evidencia palpable de la calidad de un pensador. Haga la prueba; lea, por ejemplo, España invertebrada y quedará sorprendido por su claridad de ideas y su facilidad expositiva.
»En una de sus primeras cartas me dijo usted que los de su generación no habían visto jamás a Ortega de joven. Es cierto, ya se lo dije: él siempre pareció viejo. Tal vez sea por eso por lo que atrajo tanto a la juventud. Y no me refiero sólo a la juventud literaria. A él le gustaba mucho otro tipo de juventud, la femenina, especialmente si tenía título. Título nobiliario, se entiende. Créame: pese a su aspecto envejecido, tenía un éxito formidable con las mujeres, con las corcitas, como las llamaba él. Él pensaba que las mujeres eran corzas y que los hombres debían cazarlas. Lo tiene escrito en alguna parte. Aunque hoy serían motivo de crucifixión, estas ideas no eran muy escandalosas para la época. Todo el mundo pensaba —y yo lo sigo haciendo, se lo confieso— que para seducir a una mujer se necesitaba paciencia y atención con los detalles; lo mismo que para escribir un libro, usted debe de saberlo. Pepe sí me entendería. Pepe era un donjuán. Aquellas “marquesas intangibles” que le acompañaban a todas horas eran en realidad muy tangibles e incluso habían sido tocadas. Cuando estas mujeres de linda cabecita rubia —como las llamaba él— envejecieron, prefirió a sus hijas. Las madres entonces se convertían en generosas contribuyentes de sus revistas y proyectos pedagógicos creyendo que compraban su silencio. No sabían que él no hablaría jamás. Él era un caballero, ya le digo, el último donjuán. ¿Que cuántas alcobas nobles visitó? No sabría decirle con exactitud, pero todo el mundo sabía que en Madrid había pocos aristócratas que no fueran cornudos. De todos modos, visitar, lo que es visitar, no visitó muchas porque tenía una habitación permanentemente alquilada en el hotel Palace. Por supuesto también tenía amantes plebeyas. Él pensaba que era una suerte que sus alumnas, contertulias y criadas se acostaran con él. ¡Una suerte para ellas! Pepe era insufriblemente vanidoso. Pero eso es una característica de los intelectuales españoles. En España las cabareteras juegan a ser filósofos y los filósofos se comportan como cabareteras, saliendo todos los días en los papeles y en las revistas ilustradas. En cuanto a lo de su obsesión por la calvicie, creo que no. No sé quién le habrá dicho lo contrario, pero él estaba orgulloso de su cabeza. Por dentro y por fuera.
»Reciba, como siempre, mis mejores deseos. En Belle Terre, a 16 de abril de 1987. [Firma ilegible.]»
Se hizo la raya casi en la sien izquierda y se pasó los cuatro pelos, extraordinariamente largos, a la derecha, intentando que cubrieran la mayor superficie posible de su bola de billar. ¿Era él su alopecia? No. Su yo más íntimo había intentado trascender aquella circunstancia tan molesta con crecepelos de charlatán, con lociones británicas y con elixires milenarios, pero nada de eso había dado resultado. Con todo, las corcitas seguían viéndole atractivo. A su edad podía presumir no sólo de estar con una señora joven y estupenda, sino también de tener aventuras con mujeres de linda cabecita rubia, las hijas de sus viejas amantes. Se ajustó el nudo de la corbata y salió en dirección al Palace.
Ella llegó media hora tarde. Hola, corcita, le dijo. Ella logró reprimir un gesto de fastidio. Hubo un tiempo en el que le hacía gracia que la llamara corcita. Él se creía inteligente, y lo era. Él se creía admirado, y lo era. Él creía despertar pasión, y no era más que el Cristo muerto de una Piedad. El incansable se creía irresistible, pero era asqueroso. No se anduvo con rodeos el luchador y le propuso subir al nidito. María Luisa preguntó cariñosamente que qué prisa tenían y sugirió que se tomaran un cock-tail para ir perdiendo la cabeza, dijo textualmente a fin de que él, a quien le gustaba interpretar escenas donjuanescas, pudiera replicar que hacía mucho tiempo que había perdido la cabeza por ella. Lo dijo, claro, mientras le cogía la mano; y el incansable tuvo la sensación de ser irresistible. Ella también tuvo una sensación, pero algo más desagradable, al comprobar con repugnancia que el incansable tenía la palma sudada. Pidieron los cock-tails y hablaron de banalidades. Que si estaban muy ocupados, que si hubieran querido verse con más frecuencia, que si esto, que si lo otro. El incansable impregnaba todas sus frases de connotaciones sexuales, y a él eso le parecía brillante porque todos, hasta los más altos prohombres, estamos hechos del mismo barro innoble. Cuando María Luisa consideró que el incansable tenía baja la guardia a causa del alcohol y la creciente excitación sexual, le dijo que quería pedirle un favor. Cuál, preguntó el incansable. Luego te lo digo; ahora vamos, cual dos locos, a joder.
«De su culto a la mujer ha dejado testimonios en su obra. No recuerdo ninguna época de mi padre sin ese solaz que estimula su trabajo intelectual. Son mujeres generalmente bellas, inteligentes con las cuales le encantaba conversar, lo cual a mi madre jamás le molestó, porque sabía que aquella relación puramente intelectual no alteraba la vida familiar. Por eso le dejaba absoluta libertad […]. Mantuvo también una amistad de tipo intelectual con la señora Kochertaler, María Luisa Caturla, crítico de arte especializado en Zurbarán; con Carmen y Eduardo Yebes; con Leticia Dúrcal, de la cual solía decirme mi padre que era una cabeza con inteligencia masculina. Y con los Cuevas de Vera, sobre todo con ella, que era una señora de origen argentino. Y con Victoria Ocampo, con Belén Sansimena de Elizalde…»
Miguel Ortega, Ortega y Gasset, mi padre, Barcelona, Planeta, 1983, págs. 70 y 72.
«Patricio:
»Pepe está, dentro de lo que cabe, encantado de que usted asista regularmente a su tertulia. Recuerde lo pactado. Por cierto, ¿podría usted librarse de sus amigos? Sería todo más fácil.
»María Luisa.»
Presionó el botón del timbre y esperó frente a la puerta a que ésta se abriera. Sobre la mirilla, un corazón de Jesús; bajo la misma, un letrero con el nombre del inquilino: don José Ortega y Gasset, catedrático de Metafísica. Se abrió la puerta, y ante él apareció el incansable enfundado en una bata de paño gris y calzando unas zapatillas muy calentitas. Le invitó a pasar con un seco «adelante». Patricio, que era novelista, se fijó en todo y comprobó que el vestíbulo estaba decorado siguiendo la razón práctica y la estética: un precioso barómetro, Rdo. de Guadalupe, informaba de la temperatura y de la humedad relativa del aire; un bellísimo baldosín con la inscripción «Dios bendiga cada rincón de esta casa» conjuraba las pompas de Satanás; una original y cuca llave de madera con clavos servía para colgar los llaveros. Y además las paredes estaban forradas con un papel estampado que daba a toda la casa el aire señorial que tienen los palacios decorados con tapices. Haga el favor de darme el abrigo y tenga la bondad de pasar al salón, le dijo el incansable.
«Pero antes, déjeme decirle algo: sé perfectamente qué clase de sujeto está usted hecho. Le recibo en casa porque tiene una excelente mentora. Si la baronesa Babenberg no hubiera insistido del modo en que lo hizo, yo jamás, óigame, jamás le hubiera admitido aquí. Como amigo de la baronesa tiene usted todos mis respetos; como persona me parece usted un gamberro, un indeseable y un quinqui. Si después de la humillación a la que le estoy sometiendo no tiene usted el orgullo varonil de marcharse, sígame.»
Y Patricio le siguió. Recorrieron el pasillo decorado con láminas modernistas que representaban chinitos con sombrillas en diferentes posiciones y llegaron a una amplia sala en la que habría unas diez o quince personas. La vista de Patricio tropezó con la de María Luisa. Sus ojos le parecieron serenos, y sintió un plácido bienestar. El salón tenía un mueble-librería en el que una gran radio ocupaba el lugar central. Sobre ella había un don Quijote y un Sancho Panza tallados en madera. Las demás estanterías estaban ocupadas con los retratos de los hijos de Ortega, vestidos de marineros y monjitas el día de sus primeras comuniones. Vio también algunos libros. Señores: quiero presentarles a… ¿su nombre otra vez? ¡Ah, sí, eso, Patricio Cordero!, dijo el incansable; y, uno a uno, fue presentando a los tertulianos: Gaos, Rosa Chacel, Gil Basto, Fernando Vela, Zubiri, María Zambrano, Andrés García de la Barga, Valentín Andrés Pérez, Blas Cabrera, Benjamín Jarnés, Salinas y Espina.
Mientras atravesaba los interminables pasillos blancos del etéreo y melancólico hospital de Santa Gema, por los que pululaban apresuradas y siniestras monjitas de tocados delirantes, pensó que no soportaría ver su sanguinolento rostro deformado, los coágulos y los puses de María Catarata. Tomó aire frente a la puerta, la golpeó suavemente con los nudillos y, como nadie contestara al otro lado, la abrió con cautela y asomó la cabeza. Familia no había, afortunadamente. Cuando sus ojos se acostumbraron a la tenue penumbra del cuarto, Santos pudo distinguir a la Mágica entre los algodones, inflamada y tapadita hasta la barbilla. Dormía.
Se acercó sin hacer ruido hasta sus pies y contempló sin apenas respirar su piel violácea, sus ojos hinchados y sus labios, que fueron claveles reventones, blancos como azucenas y también a punto de reventar. María Catarata debió de percibir su presencia porque entornó los ojos. Santos sintió en pómulos y orejas su mirada mortecina y libia como una fogatita que se dejara extinguir. María Catarata ni siquiera sonrió al verle, volvió a cerrar los ojos de un modo tan irremediable y tan lento que Santos se sintió culpable de todo lo sucedido. En ese momento se abrió la puerta y en el umbral apareció el ángel exterminador en forma de monjita insolente y maleducada, que le expulsó de la habitación sin miramientos y con malas palabras. Está como muerta, hermana, le dijo Santos alarmado; y la monja le contestó que cómo quería él que estuviese ella después del pinchazo de morfina que le habían metido. Y usted quién es, le preguntó la hermana exterminadora. Santos: Un amigo. La monja (escandalizada): ¿Un amigo? Santos: Sí, ella y yo éramos como hermanos, hermana; yo…
«¡Hala, hala! A ver mujeres al cabaret», le dijo la muy tonta, y Santos, que no estaba para gilipolleces y que además tenía ya mucha práctica, le metió una patada tan fuerte en el culo que, al salir despedida, aquella liviana y malhumorada monjita se dejó atrás el aparatoso tocado insectil, que planeó algo, un poquito, antes de tomar tierra con un ruido hueco. No volvió a verla; y eso que no pasó un solo día desde entonces sin que Santos apareciera por el hospital de Santa Gema a esa misma hora, para evitar a la familia, y se sentara a los pies de María Catarata, que le miraba con esos luceros negros y apagados en que se habían convertido sus ojos y que le hacían sentirse tan miserable.
Una tarde que parecía menos adormecida que de costumbre, Santos se la jugó y le contó un cuento.
Él no podía consentir una cosa así, dijo, así que compró un caballo blanco, un traje negro, y recorrió el tisavero de cabo a rabo. Se dejó ver al trote, enfundado en cuero, con un antifaz para no ser reconocido y unas botas arrugadas a la altura del empeine. Ah, y una capa. Una capa negra también, que volaba a su espalda como una estela. De esta guisa voceó a los cuatro vientos la noticia: que tuvieran cuidadito, que el justiciero Mogamour buscaba a los clochards. Pero los clochards estaban escondidos y nadie sabía dónde. Algo preparaban, decía la imaginación popular. Él no hizo caso del peligro y siguió su búsqueda; y a su paso las mujeres le gritaban piropos tras las celosías, los hombres le obligaban a desmontar una y otra vez para abrazarle virilmente, y el pueblo de Madrid se preguntaba quién era aquel hermoso jinete que había venido para librarle de los clochards. Era él, el justiciero Mogamour.
Una noche, al pasar el Puente de los Franceses, un insoportable hedor estuvo a punto de hacerle perder el sentido y el equilibrio. Se agarró a las bridas y alcanzó rápidamente la otra orilla; remontó el río, y vadeándolo se aproximó al lugar de donde provenía tan nauseabunda pestilencia. Efectivamente, allí estaban los clochards, apiñados bajo el puente e iluminados con teas. Se acercó a ellos y preguntó quién había violentado a la Mágica. Que se creía él que se lo iban a decir así como así. Nadie contestó. Preguntó de nuevo y de nuevo obtuvo el silencio como respuesta; y como respuesta el justiciero Mogamour les arrebató una de las teas y prendió fuego al campamento. Muchos clochards, borrachos de alcohol, murieron carbonizados o intoxicados por la inhalación de humos. Algunos intentaron escapar por su propio pie, pero el justiciero Mogamour los siguió al trote, y de un tajo limpio les fue segando el cuello de raíz. No quiso distinguir a las mujeres y a los niños el justiciero Mogamour. No escuchó a su corazón el justiciero Mogamour. No sintió piedad por la muerte ajena el justiciero Mogamour. La afrenta de aquel clochard en el cuerpo de la Mágica no tenía perdón. Las cabezas fueron cayendo en las aguas ya tintas del Manzanares, hundiéndose un poco, pero saliendo enseguida a flote con el rostro bestial hacia el cielo y una mueca de incredulidad dibujada en el entrecejo. Algunos se hincaron de rodillas implorando piedad con los dedos enlazados. En estos casos el justiciero Mogamour les dejaba sin las muñecas que le ofrecían estos vagabundos, y luego, zas, ese tajo limpio y mencionado que les hacía perder la cabeza. Tras cortar la última, Santos levantó la suya y vio la mar de cabezas que, como pequeñas boyas, se perdían lentamente río abajo hacia eso, hacia la mar. Embriagado por la crueldad de sus acciones, no se percató el justiciero Mogamour de que dos ojos brillaban a su derecha intentando grabar su cara en la memoria.
—Te agradezco mucho el cuentito, Santos, pero, por favor, no vuelvas a hablarme del Retiro ni de pordioseros. Por mí, pueden irse todos, y Madrid con ellos, al puto carajo. Yo, en cuanto pueda moverme, me voy de esta asquerosa ciudad.
¡Cómo hubiera podido imaginar Santos que aquel anuncio iba a provocarle algún día el desagradable efecto badajo!
—¿Te vas a marchar de Madrid? —preguntó.
—En cuanto pueda moverme, ya te digo.
—No te vayas, Mágica, por favor —se oyó decir.
—No te pongás melodramático, Santos, que no es para tanto. Y ahora soy yo la que no quiero que nos cambiemos los nombres. Llámame María Catarata, haz el favor.
Santos creyó que si deslizaba, trémulo, el revés de su mano por la mejilla violeta de María Catarata, ese gesto expresaría mejor que mil palabras lo dispuesto que estaba él a cambiar el nombre de las cosas y a aprender cuantos idiomas fuera necesario para conseguir que se quedara en Madrid. Pero María Catarata le abrió los ojos:
—No se te ocurra tocarme, Santos. No es por vos, lo juro. Es sólo que ahora me da asco el tacto de los hombres.
No consideró oportuno marcharse en ese mismo instante para no parecer lastimado. Por la habitación rondó un poco más, herido de muerte, pero dando siempre muestras de alegría y buen humor. Se despidió con una frase cualquiera y abandonó el hospital con la desapacible sensación de no estar siendo atraído por el centro de la tierra. Así, ingrávido y grave, se metió en la cama con la cabeza en los pies.
«Grietas de los pechos, úlceras, llagas, erisipelas, quemaduras, cortaduras, sabañones. Curación rapidísima. Cicatrizante Arnao. Pídase en farmacias.»
O había perdido el sueño o la tierra se lo había tragado. Si no, no se explicaba que habiéndole esperado hasta las tantas y habiéndose levantado al punto de la mañana para pillarle no lo hubiera conseguido todavía. Lo dicho: o Patricio había perdido el sueño o la tierra se lo había tragado. No había tu tía.
—Atutía no habrá, pero tiene que haber otra explicación, mi querido Santos —le dijo Babenberg con sorna o bellaquería.
¿Babenberg? ¿Qué hacía Babenberg con Santos? ¿Y dónde? ¿Estaban solos? Un poco raro, ¿no? ¿Quién se había puesto en contacto con quién? Vayamos por partes. Santos había intentado dar con Pátric por todos los medios y no lo había conseguido. Incluso le había dejado notas que se amontonaron sin leer en su casillero. Desde hacía unas semanas Martini también se había hecho caro de ver, aunque si uno tenía paciencia y un buen libro para esperarle por la noche, acababa dando con él. Santos lo logró y le propuso que cenaran juntos al día siguiente porque, ay, qué coño, le dijo, no se te ve el pelo ni por recomendación. Pero ésta debía de ser una sensación recíproca, porque Martini, sentado ya en La Posada del Vacas, le espetó:
—¡Nos ha jodido en mayo que no me ves el pelo! ¡Estás todo el puto día con la argentina esa, así que ya me dirás!
Mientras cenaban, Martini le dijo que él también le había estado buscando para decirle que había conocido una célula anarquista que vivía en una comuna libertaria muy cerca de la plaza del Progreso, donde todas las noches celebraban asambleas de formación ideológica para discutir la doctrina de Bakunin. Santos tenía que acudir.
—Te voy a dejar unos cuantos libros suyos. Bakunin era un tío acojonante.
—Sí, señor, un tío grande —contestó Santos, que, la verdad, ignoraba que el Vacunin hubiera escrito libros tras quedarse paralítico. Martini, crecientemente entusiasmado, le explicó que lo que quería el anarquismo era acabar con esa hipócrita y opresora sociedad de banqueros. El anarquismo no quería cambiar a los ricos por los pobres. No. Quería una auténtica revolución; construir una nueva organización social sobre cimientos nuevos. Para alcanzar eso había que destruir primero, a sangre y fuego, los cimientos antiguos. Sólo la violencia (cuanto más cruel, más efectiva) podía garantizar el final de la corrupción y de la opresión de toda la humanidad. Bakunin, dijo Martini, iba muy bien con su modo de ser. Lo que él detestaba, mucho más que los intelectuales y los artistas burgueses, era estar parado; él necesitaba movimiento, y el anarquismo le venía al pelo.
Mientras saboreaba una deliciosa mousse au chocolat, Martini le confesó que cuando entró en la Residencia lo único que quería era que le expulsaran; pero que una vez conseguida la expulsión había pasado unos días sin saber qué hacer con ella. Se habían mudado al Victoria para estar juntos y para continuar con las risas, y resultaba que se veían menos que antes. Estaba pensando, le dijo a Santos, dejar el hotel y marcharse a vivir con la célula, en comuna, entre otras razones porque su familia se había enterado de todo y había dejado de pasarle dinero. Santos dejó de comer, levantó la cabeza, le dijo que el dinero no era un problema y le pidió que no se fuera.
—¿Y para qué cojones quieres que me quede, Santos? Juntos ya no hacemos nada.
Después de cenar siguieron el ritual y se fueron a tomar una copa al Rector’s. Y allí fue donde se encontraron con Babenberg, que salía del aseo y que los invitó a su mesa. A Martini no le hizo mucha gracia, pero Santos estuvo a punto de dar un salto mortal de alegría. Babenberg, María Luisa y él, cara a cara, sin las interferencias de Patricio. Pero eso era mucho imaginar. En el reservado de Babenberg no los esperaba ella, y Santos, cuando lo vio vacío, pensó que él era la aceituna sumergida en el dry-martini que el barón había abandonado sobre la mesa a causa de la micción.
—¿Y su esposa? —preguntó Santos sin norte.
—Mi esposa y Patricio se pasan el día trabajando juntos; ya sabe, están intentando conseguir el dichoso prologuito de Ortega. Mientras tanto, mírenme: tengo que divertirme solo como los cornudos.
—¿Se pasan el día trabajando juntos? —preguntó Santos como si no entendiera el significado de las palabras.
—Trabajando es un decir. Frecuentan la tertulia de Ortega, a ver si consiguen ablandarle el corazón.
—¡Qué hijo de la gran puta! ¿O sea que va todas las tardes a la tertulia del incansable a rogarle que le escriba un prologuito? —exclamó Martini con incredulidad.
—No sea injusto con su amigo, Martiniano. Patricio ha escrito una novela soberbia, y es perfectamente lógico, comprensible y legítimo que intente publicarla de cualquier modo. Le diré más: lo inmoral sería no hacerlo, no esforzarse en publicarla. La obligación de Patricio consiste en hacer que esa novela se conozca en España; acabar con el monopolio estético y cultural de Ortega. Ustedes se enfadan con su amigo porque va a su tertulia, pero a quien deberían detestar no es a la víctima, sino a su verdugo, a Ortega, que obliga a que los jóvenes como ustedes se humillen y pierdan la dignidad para conseguir algo que les pertenece. Este caso es aún más grave porque Ortega jamás va a prologar la novela de Patricio. A mí siempre me ha extrañado, y se lo he dicho, que nunca le hayan hecho nada a Ortega. ¡Ustedes, que han luchado tanto por acabar con el poder y la hipocresía burguesa!
Martini, el nuevo anarquista, que estaba un poco harto de escuchar una y otra vez la misma gaita elogiosa, le soltó una fresca:
—¡Qué risa me da que compare nuestras gamberradas con la revolución bolchevique, Babenberg! Reventar tertulias, se lo he dicho mil veces, es una simple gamberrada, una acción políticamente estéril. Sólo el fuego y la violencia proporcionan alguna garantía de renovación.
—Desde luego, pero ésos no son los únicos medios. El escándalo tiene las mismas consecuencias y la ventaja adicional de ser más limpio. Pero, de todos modos, sea así o no, por mucho que yo deteste a Ortega, jamás le desearé la muerte. Sí me gustaría, en cambio, que alguien le bajara los humos; que alguien lo dejara con el culo al aire, en ridículo, delante de todo Madrid; que alguien se atreviera a subir a su tertulia y a decirle en la cara que es un cerdo. Estoy convencido de que Madrid entero aplaudiría ese gesto, el primer paso para bajarlo del pedestal y rebajar su poder.
—¿Y por qué no lo haces tú?
—Porque si yo, el barón Leopold Klaus Babenberg, hiciera algo semejante, los periódicos dirían que me he vuelto loco, y Ortega saldría fortalecido de mi torpeza. Es necesario que eso lo haga gente joven, gente con la misma edad de los jóvenes que él patrocina. Por eso yo tenía tantas esperanzas puestas en ustedes. Pero ya es demasiado tarde. Ahora su amigo Patricio está intentando colocarle su novela; aunque, ya les digo, no hay demasiadas posibilidades de que acepte prologarla. Ortega está esperando la mínima excusa para deshacerse de él y de Los Beatles. De modo que habrá que dejarlo para las próximas generaciones. Sin embargo, me extraña que ustedes no supieran que Patricio se ha convertido en un asiduo de su tertulia. ¿Qué sucede? ¿Ya no se ven con él? ¿Es que se le está subiendo a nuestro amigo Patricio su futuro éxito a la cabeza?
—Hace mucho tiempo que no le vemos. Yo le he esperado hasta las tantas y al final me he tenido que ir a la cama sin verle. Otras veces me he levantado al punto de la mañana, y ya se había marchado. No duerme nada. O tiene insomnio o se lo ha tragado la tierra, no hay tu tía.
—Atutía no habrá, pero tiene que haber otra explicación —dijo Babenberg con sorna o bellaquería.
—¿Por ejemplo? —preguntó Santos gustándose, sintiéndose muy británico, no se sabe por qué.
—Por ejemplo que duerma con mi esposa todas las noches.
El barón aspiró el humo, y cesaron al punto las mil conversaciones del Rector’s; cesó la música, y los camareros cesaron de servir; cesó la vida en el cuerpo de Martini, que se quedó a la mitad de un parpadeo, inquietante, con un ojo cerrado y el parche tapándole el otro, y quedó detenido y mudo el mundo, incluido Babenberg y su bocanada de humo en los pulmones. Santos se dio cuenta de que él era el único ser humano móvil entre todas aquellas fantasmagóricas figuras de cera. Musitó una excusa y, horrorizado, salió de aquel club a toda carrera. Él, que hacía bien poco habría dado su vida por verlo todo detenido, huía ahora de una imagen que también se había detenido en su cerebro. En ella podía verse la cabeza dulcemente rendida de María Luisa descansando sobre el velludo pecho de su amigo Patricio. Vaya traición.
Y quiso Dios que a su regreso se encontrara precisamente con el mentado peludo en el vestíbulo del hotel.
—¡Jesús, Santos, qué blanco estás! ¡Pareces un muerto! —le saludó Pátric. Santos no contestó, pero el otro, que huía de los pasos angelicales como del mismo diablo, lo llenó todo con su voz, su simpatía sin igual y su desfachatez multiplicada: no nos vemos mucho el pelo, llegó a decir. En unas décimas de segundo Santos consideró la posibilidad de patearle el culo como a la monja; pero finalmente se decidió por la palabra, pese a estar convencido de que tenía todas las de perder. Buscó un reproche entre sus cosas y lo encontró:
—Es verdad que no nos vemos el pelo, pero eso es culpa tuya, que no apareces por aquí. Hace unos días te estuve buscando por todas partes porque había ocurrido una tragedia, y no pude dar contigo: María Catarata está medio muerta; un vagabundo del Retiro la forzó y le dio una paliza —le explicó Santos, y esperó que su amigo le agitara y le preguntara, ¿cómo está ella?, ¿cómo está?, y propusiera vayamos a verla, vayamos ahora mismo. Pero las pupilas de su amigo no se contrajeron ni se dilataron. Santos se asomó un poco más a los ojos azules de su amado amigo y vio que en el fondo de su mirada risueña sólo había un pedazo de tocino.
—¿No te importa?
—No es que no me importe, Santos, es que la conozco. Sé que es un personaje de novela, y seguro que está exagerando. Lo que quiere es que se la metas; así que fóllatela; yo tengo cosas mucho más importantes que hacer —le contestó Patricio mientras esperaban el ascensor.
Santos no quiso oír más. Ante el cielo tenía la justificación perfecta para matarle. Flexionó las piernas y se lanzó al vacío con los brazos en cruz; voló hacia el cuello de Patricio y lo atrapó con las dos manos como agarra el balón un guardameta. Sólo el conserje, ayudado por un ejército de botones, logró separarle de su repugnante amigo empleando para ello el mismo esfuerzo que hubiera necesitado para arrancarle un miembro inferior.
La vio entrar en el salón Ambassador y dirigirse hacia él hermosa como una gacela. Hola, corcita, te he echado mucho de menos, este mes sólo te he visto en la tertulia, y se me ha hecho interminable, saludó él; y ella le correspondió con otra sarta de originalidades sólo para no seguir oliendo la ocena del incansable: a mí también, amor mío, se me han hecho larguísimos estos treinta días, no sabía qué hacer para verte, pero tienes razón, por fin estamos otra vez en nuestro nidito. Deseo poseerte, dijo él. Hazme tuya, contestó ella, pero antes quisiera tomar un cock-tail para ir perdiendo la cabeza. Yo no lo necesito porque hace mucho tiempo que perdí la cabeza por ti, corcita. Eres un donjuán, Pepe. Venga, corcita, vamos a nuestro nidito. Sin prisas, mi vida, quiero saborear cada minuto que transcurre junto a ti; no sólo me das placer cuando me jodes, sino también cuando me hablas. María Luisa se sintió muy satisfecha de sus palabras, que sin duda habían sido convincentes porque el incansable la miraba embelesado. Pidieron cock-tails. María Luisa le relató sin desdeñar el recurso de la amplificación lo que había hecho y dejado de hacer durante sus días y sus noches. Él volvió a quejarse de que últimamente sólo la veía en la tertulia. Ella dijo, oye, Pepe, hablando de la tertulia, ¿te das cuenta de que ese chico, Patricio Cordero, no es tan gamberro como pensabas? No las tengo, repuso el incansable, todas conmigo, ya veremos por dónde sale; a continuación, usando mucha esdrújula y sustantivo abstracto vino a decir algo así como que Patricio Cordero le parecía un listillo. Todo eso son prejuicios, cariño; Patricio es un muchacho muy prometedor, y tu obligación es echarle una mano como siempre has hecho con la juventud, le recordó ella; y en ese momento alzó desde su regazo el manuscrito de Los Beatles, lo depositó sobre la mesa y añadió te he traído esto porque me gustaría que lo prologases. Ortega leyó el título y se puso tenso; María Luisa sin embargo fingió no haber percibido su reacción y dijo vamos a nuestro nidito. Pero entonces el que no quería ir al nidito era él, que le dijo oye, mira, no tengo tiempo para leer esto. No te estoy pidiendo que lo leas, cariño, sino que lo prologues. Al incansable le excitó el cinismo de su corcita, que quiso tranquilizarle: fíate de mí, es un novelón. Mira, corcita, tú no lo entiendes, no estoy solo en esto, nosotros somos un equipo, y personas de este equipo ya la han leído y me han dicho que es una novela muy, muy tradicional, que no cuadra con el tipo de literatura que estamos haciendo ahora; no puedo enfrentarme a mi gente patrocinando una novela decimonónica; ahora mismo estamos haciendo otro tipo de trabajo. Pepe, Pepito mío, prológala, suplicó María Luisa cogiendo su mano y llevándosela a su pecho. Así, por lo menos, no le pringaba de sudor. Prológala, y si no quieres hacerlo por él hazlo por nuestro amor; y ya está bien de discutir, yo he venido aquí a que me metas tu incansable pollón de filósofo español. Y no se hable más.
«Si […] la sabiduría no es sino guiarse por la razón y, por el contrario, la estulticia dejarse llevar por el arbitrio de las pasiones, Júpiter, para que la vida humana no fuese irremediablemente triste y severa, nos dio más inclinación a las pasiones que a la razón […]. Además relegó a la razón a un angosto rincón de la cabeza, mientras dejaba el resto del cuerpo al imperio de los desórdenes y de los tiranos violentísimos y contrarios: la ira que domina en el castillo de las entrañas y hasta en el corazón, fuente de la vida; y la concupiscencia, que ejerce dilatado imperio hasta lo más bajo del pubis.»
Erasmo de Rotterdam, Elogio de la locura, Madrid, Espasa Calpe, 1982, XVI.
«CONFIDENCIAL: Junta de Apoyo a la Juventud y a las Artes. Actas de la Sesión Extraordinaria 1/24. [Siglas sujetas a códigos establecidos.]
«1. La sesión se abrió a las 17:00 sin que se registrara ninguna ausencia.
»2. AJF tomó la palabra para agradecer la presencia de todos los miembros y recordó que la Junta estaba celebrando la presente sesión extraordinaria a petición de JOYG.
»3. JOYG tomó la palabra y explicó que el motivo de su convocatoria obedecía a una cuestión de orden. En la pasada sesión (ver acta 2/23), la Junta había decidido con el voto unánime de todos sus miembros no publicar la obra Los Beatles de Patricio Cordero. JOYG confesó que había votado con ligereza, sin haber leído la novela, legítimamente influido por las opiniones de otros miembros, que tenían su total confianza. JOYG reveló que había vuelto a encontrarse con la obra las pasadas navidades y que la había leído movido por la curiosidad. La novela le había fascinado. Puesto que los estatutos de la Junta sólo permitían la revocación de una decisión si aquélla era aprobada por la mayoría absoluta, JOYG dijo haberse visto obligado a importunar a los miembros para solicitar de ellos una reconsideración de la decisión tomada. RGDLS manifestó su satisfacción ante el cambio de actitud de JOYG y lo apoyó sin condiciones.
»Tomó la palabra JR, quien tras calificar de “acción irresponsable” la convocatoria de una sesión extraordinaria para reconsiderar la publicación de esa mierda, sugirió que se deberían revisar las circunstancias personales bajo las cuales, según la voz popular, RGDLS primero y JOYG después habían adoptado posiciones claramente contrarias a la estrategia. Adelantó que por su parte no tenía nada que reconsiderar, que la decisión ya había sido tomada, y añadió que Patricio Cordero era un indeseable y que no iba a publicar en España mientras él viviera. JOYG dijo que lamentaba la oposición de JR y añadió que tal vez lo que habría que reconsiderar fuera si continuaba siendo rentable para el Proyecto mantener a JR alojado durante tanto tiempo en la Residencia con todos los gastos pagados, sólo porque tuviera problemas en su matrimonio.
»JMV consideró que publicar a Cordero después de haberle expulsado de la Residencia sería perjudicial para ésta y en definitiva para el Proyecto. JOYG negó que la publicación de Los Beatles afectara en algo al Proyecto. En cuanto a que fuera perjudicial para la Residencia, JOYG le recordó a JMV sus propias palabras en la última sesión: él era el único responsable de lo que sucedía allí; los miembros de la Junta no tenían por qué sufrir las consecuencias derivadas de las decisiones que JMV había tomado unilateralmente, tales como expulsar a Cordero de ella. JOYG se preguntó si el jefe de estudios estaba cumpliendo con su obligación, o si se estaba distrayendo demasiado con proyectos tan poco constructivos como La Barraca.
»CH advirtió que si Los Beatles tenía éxito, sería muy difícil para ellos seguir manteniendo en público que la novela realista era una moda del siglo pasado. JOYG se comprometió a escribir un prólogo en el que tal contradicción quedara justificada y recordó que la obligación de CH era precisamente mantener vivo el espíritu del Proyecto entre el vulgo; ése era su trabajo, y a causa de él obtenía beneficios editoriales todos los años. Podía renunciar a esa tarea, pero debía tener claro que en ese caso se le cerraría el grifo del dinero. JOYG propuso votar sin perder más tiempo. AJF preguntó si todos estaban listos para la votación. LKB tomó la palabra, manifestó que había consultado el acta de la sesión anterior y mostró su extrañeza ante el hecho de que fuera precisamente JOYG, uno de los que con más decisión se había opuesto a la publicación de ese chico, quien solicitara tan vehementemente ahora publicarlo. JOYG repitió que había votado en aquella ocasión sin haber leído el libro e insistió en que después de hacerlo había descubierto que la novela tenía calidad; JOYG se había dicho a sí mismo que darlo a la luz era una cuestión de honestidad. LKB quiso saber desde cuándo tomaba JOYG decisiones basándose en la honestidad. Como JOYG no contestó, LKB hizo de nuevo uso de la palabra para que los miembros de la Junta tomaran conciencia del dinero que él había invertido en esa operación; les recordó a los presentes el compromiso que habían adquirido con él de proporcionarle en el plazo máximo de quince años una generación literaria con un Nobel y un mártir; él nunca había puesto objeciones a que la generación fuera poética, aunque siempre le había parecido una decisión arriesgada desde el punto de vista de los beneficios económicos; había aceptado, recordó, porque al fin y al cabo eran ellos los que entendían de literatura; sin embargo, llegados a ese punto, no tenía más remedio que intervenir; no había que ser un erudito para darse cuenta de que, si lo decidido era promocionar una vanguardia poética, era una chapuza ponerse a publicar una novela decimonónica, como decían ellos que era la obra de Cordero. LKB concluyó su intervención dejando claro que la Junta podía decidir democráticamente lo que quisiera, pero que la novela de Cordero no se iba a publicar con su dinero.
»AJF preguntó si había alguien que deseara añadir algo antes de la votación. JOYG comentó lo extraño que le resultaba que LKB por una parte se opusiera de ese modo tan tajante a la publicación de Cordero y que por otra le invitara a sus cacerías y a cenar en noche-vieja. LKB repuso que estaba haciendo lo que ellos no eran capaces de conseguir, es decir, desactivando con tacto una bomba de relojería. Aclarado este punto, LKB se mostró vivamente irritado por lo que consideró una intromisión intolerable en su vida privada del miembro JOYG, a quien preguntó si le había pedido él alguna vez explicaciones acerca de la mujer con quien se acostaba desde hacía cinco años todas las noches. JOYG no contestó.
»AJF anunció que se votaba a mano alzada la publicación de la novela Los Beatles de Patricio Cordero. A favor: dos. En contra: cuatro. La publicación fue rechazada.
»Transcrito fidedignamente en Madrid, a 4 de marzo de 1924.»
Estaban comentando la adaptación que Sánchez Almendralejo acababa de hacer del Don Juan, cuyo protagonista, según el incansable, siempre había tenido mala prensa. La excelencia de las personas y los personajes, dijo, guarda una relación proporcional con el rencor que provoca en el vulgo. Don Juan había sufrido el resentimiento de los malogrados. Para el incansable no había ningún hombre que en el fondo no envidiara a Don Juan. Las mujeres por su parte no se habían atrevido a defenderle porque ello hubiera equivalido a revelar el secreto profesional de la feminidad. Estas palabras provocaron cierto alboroto entre las damas presentes. Zambrano dijo que protestaba y que la figura de Don Juan sólo despertaba en ella repugnancia y compasión; creía ella que Don Juan era la frescura personificada. Fernando Vela opinaba que la joven pensadora simplificaba la misteriosa figura de Don Juan; él, Vela, estaba de acuerdo con él, Pepe, en que el rechazo a la figura de Don Juan por parte de la chusma revelaba el funcionamiento del alma resentida. El incansable tomó nota del apoyo que recibía de Vela y afirmó que el hombre inepto y fracasado rezumaba desestima de sí propio, generaba un mecanismo de defensa que consistía en cegarse para todo lo valioso que hubiera en torno. Al incansable le gustaron sus propias palabras y las repitió de varios modos. He aquí una cuidada selección: 1) El resentido desprestigia a los que sabe mejores que él porque sus presencias equivalen a una humillación constante. 2) El resentido espía al héroe y se complace en subrayar su abandono. 3) Si alguien renuncia a rebasar su propia vulgaridad, no se le piden explicaciones; se le exigen, en cambio, a quien se esfuerza por superarla. 4) Irrita más un hombre con pretensiones que una persona vulgar. 5) Pocas cosas odia tanto el plebeyo como al ambicioso.
Por un momento Patricio tuvo el delirio paranoico de que Ortega estaba hablando de él. Tal vez María Luisa pensó lo mismo porque aseguró que el hombre egregio también tenía sus abandonos y sus descuidos; recordó asimismo que omitir las miserias del héroe era tan mezquino como vocearlas. Patricio, que estaba algo alterado todavía y que quería intervenir como fuera, aprovechó su oportunidad y, para no comprometerse mucho, soltó un refrán; dicen que no hay hombre grande para su ayuda de cámara, dijo. El incansable se volvió hacia él y, displicente, le explicó, llamándole jovencito, que lo que ocurría era que España estaba plagada de ayudas de cámara, de rencorosos, de ruines, de miopes que se acercaban demasiado a las cosas excelsas y que sólo veían lo que había de pequeño en lo grande. El incansable puso un ejemplo muy didáctico: para ver bien una catedral, explicó, hemos de renunciar a ver los poros de sus sillares, alejarnos debidamente. Todos entendieron el símil o comparación. El señor Basto observó que no por diminutos los poros de los sillares dejaban de existir, que todo lo que se veía era real y que además los poros de los sillares anticipaban la ruina de la catedral. Esto último no lo oyó, o no quiso oírlo, el incansable. Para él, decir que sólo lo que se veía era lo real constituía una falacia nihilista para oídos plebeyos. La verdad de las cosas sólo se sorprendía desde un cierto punto de vista, y quien fuera incapaz de alcanzarlo no debía suplantar la realidad con su turbia visión. Y dijo más, dijo que las realidades más sustantivas eran atisbadas solamente por unos cuantos hombres, y que eso era lo que no se acababa de comprender en España, coño. Yo les diría, dijo, a la turba de ayudas de cámara que devasta España: si no soportáis la existencia de seres privilegiados, ahorcadlos en la plaza pública, pero no digáis que la verdadera realidad es la vuestra y que todos somos iguales; que todos seamos iguales es una pretensión intolerable; ahorcad a los mejores honestamente, instó, previa declaración, eso sí, de que los estranguláis por ser mejores que vosotros. Ahorcadlos. Ahorcadlos. La esposa del incansable le hizo saber a gritos desde la cocina que ella le estaba oyendo gritar a él, y que él debía recordar lo que le había dicho el médico. Todos se interesaron por su salud, pero el incansable despachó el tema diciendo que algunas veces se sentía muy fatigado, y que eso era todo. Enseguida volvió al tema que le interesaba. Lo que acontecía en España, aseguró, era que el hombre vulgar, sabiéndose vulgar, tenía la desfachatez de afirmar su derecho a la vulgaridad.
Zubiri dijo que él acababa de regresar de Estados Unidos. Nadie entendió la conexión, por lo que se vio obligado a añadir, con visible malestar, que allí había un refrán que decía que ser diferente era ser indecente. El incansable tomó nota del apoyo de Zubiri y advirtió que toda democracia conllevaba inevitablemente un proceso de vulgarización social y cultural. María Luisa le advirtió que sabía por dónde iba él y que ella rechazaba, se lo había dicho muchas veces, sus ideas sobre la minoría dirigente; sin ser una acérrima defensora de la democracia, dijo María Luisa textualmente, y puestos a elegir y a dirigir, consideraba más razonable que la minoría fuera dirigida por la mayoría, que a la inversa. Patricio creía que todo el mundo tenía sus derechos. Como usted sabe, jovencito, le replicó el fatigado incansable a Patricio, que no sabía qué decir ni dónde meterse, ese «todo el mundo» no es todo el mundo, sino sólo la masa. María Luisa, al quite, le recomendó al incansable que echara un vistazo a la historia, y que entonces se percataría de que los intentos de las minorías por dirigir a las mayorías habían derivado siempre hacia el absolutismo y el despotismo. Al incansable le molestó que una mujer de linda cabecita rubia le recomendara echar un vistazo a la historia cuando él se sabía de memoria la historia pasada, presente y futura. Y para demostrarlo predijo ante todos los presentes que Europa volvería a organizarse según era debido, en dos rangos: el de los hombres egregios y el de los hombres vulgares; y que todos los males de Europa se curarían con esta escisión porque el origen de todas las calamidades era el falso supuesto de la igualdad entre los hombres. Entonces Patricio lo intentó de nuevo e intervino para decirle al incansable que todo lo que él decía era verdad, pero que se preguntaba cómo podía distinguirse a un hombre egregio de otro que no lo fuera y que lo pareciese: ¿por la estatura?, ¿por su salud inquebrantable?, ¿por su facilidad de expresión?, ¿por el poderío de sus músculos? Patricio detectó algunas risas y una mirada severa de María Luisa. Llamaron al timbre de la puerta, pero el incansable no se levantó. Abre tú, mujer, le dijo a su esposa; y respondió a Patricio con crueldad: era la obra de arte joven, es decir, la que se oponía radicalmente al realismo del siglo XIX, el único poder social capaz de seleccionar a los mejores entre el montón informe de la muchedumbre.
El joven novelista Benjamín Jarnés asintió y dijo que la novela decimonónica era intrínsecamente lenta, y se quedó tan ancho. Entonces Patricio, ofendido como si le hubieran mentado a la madre, expuso, igual que si amenazara, sus ideas literarias y rabiosas:
—Cuanto más poderosa, cuanto más devastadora y formidable es una novela, más le cuesta ponerse en marcha. Es una máquina tan pesada que necesita su tiempo para llegar al pleno rendimiento. Ahora bien, cuando todos los engranajes están funcionando, cuando las bielas se ponen en movimiento, esta máquina es un monstruo y ya no se puede detener; arrasa con todo. Y con todos.
Un grito desgarrador rompió el profundo silencio en el que les había hundido la patética intervención de Patricio. Los presentes levantaron sus cabezas y se miraron. El incansable reconoció por el grito a su mujer y así lo dijo. Es mi mujer, dijo. Pero para entonces los tertuliantes ya habían oído el sonido de un cuerpo al desplomarse y unos chillidos animalescos que sólo podían provenir del mismo infierno. Pero no era el diablo quien gritaba, sino un hermoso cerdo ibérico que alguien había introducido en la sagrada casa del incansable y que corría enloquecido por los salones de la inteligencia española con un ajo metido en el culo. Si Patricio no hubiera perdido la perspectiva tan rápidamente, se hubiera reído mucho contemplando los esfuerzos de aquellos hombres tan egregios intentando capturar al puerco. María Luisa miró a Patricio con fastidio. El joven novelista se puso en pie e intentó echar una mano en la caza del gorrino. Maldito Santos y maldito Martini. Con semejante alboroto, nadie percibió la sonrisita de Ortega, que ya tenía una excusa excelente para cantarle a Patricio su bonita canción. Querido tararí, dos puntos, aparte.
«… la épica de los libros de texto y de las historias de la literatura ante la que estas memorias, que confundirán a muchos, serán leídas como novela. Denuncio aquí la tragedia de la HISTORIA contra la que intento luchar, consciente de que mi obra será despreciada como comedia. Pero un amor desmesurado a la verdad me obliga.»
Eligio Simientes Figo, Nunca nadie, Huelva, Tuniba, 1976, pág. 45.
En la penumbra de la biblioteca Patricio agitaba la carta de Ortega hecho un basilisco:
—¡Dile que yo no tengo nada que ver con el cerdo! —exigió.
Y María Luisa, que le daba la espalda, se volvió airada hecha una baronesa:
—¿Qué crees? ¿Que no he hablado con él? Te dije que tuvieras cuidado con tus amiguitos. Ahora, gracias a ellos Pepe tiene la excusa perfecta para mandarte a paseo.
Acto seguido, bajó la voz temiendo la aparición de Leo en cualquier momento y con un vehemente susurro le dijo como si le escupiera:
—No me acuses de no haber hecho lo suficiente. La culpa es de tus amigos y de su maldita manía de creerse surrealistas. Y si te refieres a otro asunto, la respuesta es sí, hemos roto; puedes estar tranquilo. No volveré a acostarme con él. ¿Te parece suficiente haber plantado por ti al más grande pensador que ha tenido España desde Feijoo?
Patricio sintió que su estatura menguaba, y María Luisa apareció ante él inmensa como una montaña. ¡Qué ridículo se sintió! Bajo, bajo como un pigmeo, quiso subirse a ella, abrazarla para parecer más alto, pero María Luisa había oído pasos y se retiró.
—¿Sucede algo? —preguntó alguien a sus espaldas.
Patricio dio un respingo. Otra imponente figura, esta vez la del barón, se recortaba en el umbral de entrada a la biblioteca. A Patricio le asustó la súbita aparición de Babenberg, su gesto disgustado, que él no conocía, y la mirada inquisidora, cruel y un punto despectiva que le clavó entre ceja y ceja.
—No sabía que estuviera aquí, Patricio —le dijo, y a Patricio aquella simple frase le sacudió como un insulto o una bofetada. Tuvo reflejos sin embargo el jovencito y le tendió la nota que colgaba de su mano:
—He venido a mostrarles esto.
Babenberg alcanzó la carta con las cejas arqueadas, nihilistas; extrajo unos lentes del bolsillo de su batín y leyó sin inmutarse la canción del incansable. Patricio se tensó todito, esperó en vano la hora del regocijo, el estallido del barón; pero no hubo nada. Cuando terminó de leer, Babenberg se quitó las gafas y las volvió a guardar con pulcritud:
—Bueno, ¿y qué esperaba usted después de lo de los cerdos? —preguntó con hiriente laconismo tendiéndole la carta con las yemas de los dedos. Y entonces la tensión que estalló fue la suya; y la compostura que se perdió también fue la suya.
—¿Cómo que qué esperaba? ¡No esperaba nada! ¡Como usted comprenderá, yo no soy responsable de lo que hagan esos dos imbéciles!
Babenberg y María Luisa callaron como si estuvieran dando tiempo a que alguien tomara al dictado aquellas palabras tan necias. Y el silencio subrayó la bellaquería de Patricio y su mezquindad.
—Cálmese, Patricio —le recomendó la baronesa.
—Desde el principio le dije que Pepe no prologaría jamás su novela. No sé por qué se hizo usted tantas ilusiones —le recordó el barón con una suave severidad que a Patricio le sonó brutal porque la comparaba con la cordialidad que hasta entonces había envuelto siempre todas sus palabras.
—Culpa mía —terció María Luisa. Pero Babenberg no la oyó:
—Después de los ruegos de mi mujer, lo único que ha estado esperando Pepe ha sido una buena excusa para negarse a escribir el prólogo. Y sus amigos, o esos dos imbéciles, como los ha llamado, se la han puesto en bandeja. No importa que usted estuviera o no en el ajo; Pepe no va a entrar en esas sutilezas. El hecho real es que usted no va a publicar jamás en España; vaya haciéndose a la idea. Y vaya pensando también que publicar en Lisboa no es tan malo como usted cree. Mi oferta, la oferta que le hice cuando lo conocí, convencido de que sucedería lo que acaba de suceder, sigue en pie: Patricio Cordero, Los Beatles, Lisboa, Paul Ollendorff, editor de libros, 1924. Usted tiene la última palabra. ¿Quiere o no quiere?
—Sí, quiero.
Patricio llevaba varias noches corrigiendo frenético galeradas a la tenue luz de una lámpara portátil, aislado del mundo exterior por un aura nebulosa producida por el consumo de rubios americanos y rubios americanos y venga rubios americanos. Cerré mi compartimento de primera y me quedé un instante de pie, fatigado, con la frente desmayada contra el cristal y las manos agarrando con fuerza los tiradores de las puertas correderas. Si alguien me hubiera sorprendido en ese intervalo de fugaz inmovilidad, que es muy parecido a ese otro que aprovechan los acróbatas para girar sobre sí mismos y cambiar de trapecio, no habría sabido decir si acababa de encerrarme o si me disponía a salir del tren como salí la primera vez que llegué a Madrid con aquella vieja maleta. Recuperé la compostura y quise acercarme a la ventana. Al dar el primer paso sentí un agudo pinchazo en el costado. Debía de tener alguna costilla rota. Me asomé a la ventanilla y vi que la muchedumbre se había apoderado del mismo andén en el que hacía diez años me habían esperado los tíos y el primo Pedrito. Podía recordar su mirada despectiva y su aspecto deportivo y elegante, que contrastaba violentamente con el desmesurado terno de pana marrón, arreglado por la abuela, en el que yo iba enfundado aquella calurosa mañana de agosto. Mientras la tía Pili y el tío Pedro se interesaban por la salud de toda la familia, el primo Pedrito caminaba delante, ligeramente inclinado hacia la izquierda para contrarrestar el peso de mi maleta, que gentilmente se había ofrecido a llevar. No sabía por qué me estaba acordando de todas esas tonterías cuando habían estado a punto de matarme. De improviso, alguien entró en mi compartimento, y sin pensar en el terrible dolor que iba a sentir, tiré del Astra y me giré dispuesto a vaciar el peine en la cabeza de quien fuera.
«No, por favor», me suplicó aterrada una mujer. Era rubia y delicada. Su cabello brillaba más que el oro bruñido a pleno sol. Sus cejas se arqueaban prodigiosamente, como dos ballestas, protegiendo sus ojos moros. Sus labios rojos como claveles tempranos acentuaban la palidez de lirio que tenía su piel.
Tras la lectura de aquel párrafo, Patricio presentó algunos síntomas de asfixia y salió al balcón. El aire frío le alivió. Todo estaba en silencio. Una brisa racheada movía con cierta majestuosidad las copas de los sauces. Con un cigarrillo levemente desmayado entre los labios y los ojos guiñados para evitar que el humo entrara en ellos, se agarró con las dos manos a la baranda del balcón. Bajo él, dormida, la plaza de Santa Ana. Se preguntó si los rasgos de su protagonista femenina, extraídos a partes iguales de un soneto gongorino y de la cara de María Catarata, y que por separado respetaban el canon de belleza, resultarían monstruosos fundidos en el mismo rostro. ¿Era horrible o muy erótico que unas cejas se arquearan prodigiosamente? ¿No era absurdo compararlas con ballestas? ¿Qué sensación le produciría a él una rubia de ojos negros? Tenía además otras preguntas relacionadas con el aspecto físico de sus personajes: ¿podía una mujer de nariz respingona tener dibujado el deseo en la comisura de los labios? Si adjudicaba a una joven frente amplia y largo cuello de cisne, ¿estaba creando un monstruo como el del doctor Frankenstein o una criatura de sublime belleza? ¿Eran compatibles los pómulos prominentes con los graciosos hoyetes en la barbilla? Definitivamente no tenía imaginación espacial; era incapaz de imaginar unos ojos almendrados, como solían ser los ojos en las novelas; no sabía cómo era un rostro de trazos finos o una mirada inteligente o una boca sensual. Buscó por la habitación su ejemplar de El sabor de la tierruca, escrito por el tío José María a los cincuenta años, y leyó:
«El personaje que estaba enfrente de él en la mesa era un mocetón hercúleo, de mucha y enmarañada greña, y sobre ella, tirado de cualquier modo, un sombrero negro de anchas alas. Estaba despechugado y dejaba ver un cuello robusto, unido al abovedado pecho por un istmo de pelos cerdosos, entre músculos como cables. No era fea su cara, pero tampoco atractiva, aunque risueña. Pecaba algo de sucia, y no eran sus ojos garzos todo lo grandes ni todo lo pulcros que fuera de desear».
Garzos. Ojos garzos. ¿Había empleado o emplearía alguna vez el adjetivo garzo? ¡Por Dios, si ni siquiera sabía lo que significaba! Él era un negado para la descripción de rasgos físicos, de maravillas naturales y paisajes en general. A él sólo se le ocurrían aventuras y enredos, historias trágicas y anécdotas divertidas, pero era incapaz de describir, por ejemplo, la majestuosa belleza de la basílica de Nuestra Señora de Montserrat o la sobrecogedora estampa de la montaña santanderina, algo en lo que su tío había sido un maestro reconocido. No sabía presentar a sus personajes con cuatro trazos magistrales, como solían hacer los maestros. ¿Y qué decir de los ambientes? En su novela los personajes entraban en los casinos o en las casas o en las catedrales, pero él jamás hacía una sola referencia a la intensidad de la luz ni a los olores. Lo veía venir: la novela Los Beatles, de Patricio Cordero, carece absolutamente de sensualidad, descripciones y matices expresivos. Se sumergió de nuevo en la novela de su tío, a quien estaba necesitando en esos momentos más que nunca.
«La cajiga aquella era un soberbio ejemplar de su especie: grueso, duro y sano como una peña el tronco, de retorcida veta, como la filástica de un cable: las ramas, horizontales, rígidas y potentes, con abundantes y entretejidos ramos; bien picadas y casi negras las espesas hojas; luego, otras ramas y más arriba, otras, y cuanto más altas, más cortas, hasta concluir en débil horquilla, que era la clave de aquella rumorosa y oscilante bóveda. Ordinariamente la cajiga (roble) es el personaje bravio de la selva montañesa, indómito y desaliñado».
Bravío, selva montañesa, indómito. Jamás podría escribir de ese modo que tanto admiraba. Pero ¿tenía un buen novelista que saber describir cualquier tipo de árbol? No pudo contestarse porque llamaron a la puerta. Mi tío, pensó. Entreabrió, y el rostro de Santos apareció frente a él.
—¿Qué quieres? —preguntó con la puerta entornada y su cuerpo impidiéndole la entrada.
—Hablar.
—¿Hablar? Vuestras acciones ya han hablado por sí solas —contestó Patricio e hizo ademán de cerrar la puerta. Santos lo impidió:
—Déjame pasar, por favor.
Silencio. Patricio se dio media vuelta y permitió que Santos entrara.
—¿Qué quieres? —volvió a preguntarle, encendiendo un cigarrillo.
—Explicarte.
—Yo no te he pedido explicaciones.
—Ya lo sé; pero yo quiero dártelas.
Otro silencio. Hubiera jurado Santos que Patricio se relajaba.
—Siéntate —le invitó Pátric; aunque la invitación pareció una orden.
—Prefiero quedarme de pie —declinó Santos vigilante, atento y dispuesto a no ceder un palmo de terreno. Sacó tabaco y ofreció.
—No, gracias. Estoy fumando.
Santos enrojeció; la equivocación había delatado su turbación y nerviosismo. Patricio se rió para sus adentros.
—No te rías para tus adentros. Claro que estoy turbado y nervioso. ¿Cómo quieres que esté? Tú eres mi mejor amigo…, o por lo menos lo has sido, lo único que tengo en Madrid, y estamos a punto de romper, si no hemos roto ya.
Santos se escuchó, y estas palabras le dieron aplomo para seguir:
—Cuando vine a Madrid yo era un palurdo que no sabía nada de nada, excepto de cerdos. Todo lo que sé ahora sobre la capital, todo lo capitalista y ciudadano que soy lo he aprendido de ti. Yo siempre te he admirado, Patricio. Para mí tú siempre has estado por encima de la mayoría de la gente; tú has sido siempre un modelo, una persona superior. Y eso no me pasaba sólo a mí. Mi primo Marcelino te adora, y tú lo sabes; cuando hemos conocido a alguien, ese alguien siempre se ha quedado impresionado con tu inteligencia, con tu facilidad de palabra, con tu ingenio y con tu gran cultura; ese alguien, quienquiera que fuese, ni siquiera se daba cuenta de que yo iba contigo; las personas que hemos conocido juntos nunca se acordaban de mí al día siguiente. Con las mujeres, tres cuartos de lo mismo. Ellas sólo tenían ojos para ti. Pero yo, te lo juro por mis muertos, nunca te he tenido envidia malsana; siempre me ha parecido justo que yo, que soy un ignorante, pase inadvertido a tu lado. Siempre he estado orgulloso de ti y orgulloso de que quisieras ser amigo de un paleto como yo. Este último año ha sido muy raro; hemos conocido a personas nuevas, y nuestra vida ha cambiado: Martini, Babenberg, María Luisa, la expulsión… Muchas cosas para un solo año. Me da vergüenza confesar esto, pero te lo voy a decir porque me he obligado a ser sincero hasta el final: a raíz de que Martini empezara a venir con nosotros, tú comenzaste a tratarme de un modo diferente; te burlabas más de mí; y me parece que hasta te avergonzabas un poco. Además, si recuerdas, desde que Martini entró en nuestras vidas, tú y yo no hemos vuelto a salir por ahí, solos, como hacíamos antes. De todas formas, esto no me molestó mucho, sobre todo porque Martini me parece un tipo fenomenal. Aunque he echado de menos nuestras borracheras particulares, me he divertido un montón cuando hemos ido los tres juntos por ahí haciendo el burro. Han sido otras cosas las que me han dolido de ti, si me permites que te las diga. Mira: aunque no te lo creas, yo he puesto en tu novela más ilusión y más esperanzas de lo que te imaginas. Cuando la terminaste yo fui el primero en alegrarme; no sabes lo orgulloso que me sentí de ti; por fin tenía un amigo novelista. Empezaste a cambiar según te fueron negando prólogos; se te notaba cada vez más resentido y amargado. ¡Y con razón! Empezamos a hacer el gamberro y a reventar tertulias. Cada vez que te negaban un prólogo te entraban más ganas de hacer el bestia. Tú no lo hacías de puro gamberro como Martini o para mondarte de risa como yo; tú lo hacías porque no te publicaban la novela. Si te hubieras visto… No pensabas en otra cosa que no fuera tu persona o tu novela; estabas obsesionado; el mundo entero desapareció para ti. Perdona que te lo diga, pero te convertiste en un cerdo: todo el día con la cabeza baja, atento sólo a tu comida y a tu propia mierda, incapaz de mirar hacia arriba. Cuando te dije que habían forzado a María Catarata, tú ni siquiera me oíste y te limitaste a decirme una burrada que me sacó de mis casillas. Imagínate: venía del hospital, de ver a María Catarata, que estaba la pobre inconsciente y con toda la cara inflamada, y a ti no se te ocurre otra cosa que recomendarme que me la folle. Pero, bueno, lo que más me jorobó no fue esto, sino que después de haber sido tú el que más ganas tenía de reventar la tertulia de Ortega, resulta que me entero por terceros de que llevas semanas y semanas acudiendo como un traidor a su casa. Reconozco que no lo pensé dos veces: me pareció tan injusto, tan egoísta por tu parte, que no me paré a meditar en las consecuencias que tendría meter un cerdo en la tertulia. Hice exactamente lo que tú mismo hubieras hecho hace dos o tres meses. Luego he estado pensando que a lo mejor me dejé llevar por el ímpetu inicial y que a lo peor te había jorobado la publicación. Vengo a pedir que me perdones. Te he explicado todo lo que ha pasado por mi cabeza. He sido sincero y ahora sólo quiero que hagamos las paces y que todo vuelva a ser como antes. Para mí sigues siendo lo único que tengo en Madrid.
Tras el parlamento de Santos, el más largo que Patricio le había oído desde que le conocía, hubo un largo silencio. Santos esperaba que Pátric le diera un abrazo, pero no lo hizo.
—¿Y Martini? —preguntó.
—Martini se ha marchado del hotel.
—¿O sea que él no participó en lo del cerdo?
—Lo del cerdo fue cosa mía.
—¿Y no te dejas nada en el tintero? ¿Algo que también te atormente, y que no hayas mencionado? —quiso saber el astuto Pátric.
—No creo. Si hay algo, será poco importante.
—Santos: tú siempre has sido un tipo noble, sano y limpio. Desde que te conozco, me he sentido fascinado por tu bondad natural, por tu sencillez, por ese modo tan fácil que tienes de entender el mundo y esa capacidad tuya, tan rara, de tomar como propias las empresas de otros, de alegrarte con los éxitos ajenos. Estas virtudes son para mí más importantes que escribir bien o haber leído muchos libros. Precisamente porque eres así, porque te fijas en los demás, sabes mejor que nadie cuánto he trabajado en Los Beatles; sabes que he puesto en esa novela los mejores años de mi vida. ¡Claro que me fui amargando según me negaban los prólogos! ¿Qué querías que hiciese? ¿Que diera saltos de alegría? La única satisfacción que puede tener un novelista es que le publiquen lo que ha estado escribiendo durante cuatro años. Por eso sentí una simpatía vertiginosa hacia Babenberg y María Luisa; porque después de cien negativas ellos fueron los únicos que se preocuparon por mi novela. ¿Cómo hubieras reaccionado tú si hubieras escrito una novela y María Luisa te propusiera conocer a Ortega y te asegurara prácticamente que el incansable luchador te iba a escribir un prólogo? ¿Te hubieras negado sólo porque hubieses cometido unas cuantas gamberradas juveniles? En absoluto. Tú no lo hubieras hecho. Nadie lo hubiese hecho. Por lo tanto, no me lo exijas a mí. Nos hemos divertido mucho los tres juntos; hemos salido, hemos bebido y, como tú dices, hemos hecho mucho el burro; Martini nos confesó que le había cortado la polla a su padre; tú nos contaste la historia de tu tía, y un día hablamos de reventar la tertulia de Ortega. Y seguramente lo hubiéramos hecho de no haber cambiado las circunstancias. El caso es que surgió la posibilidad de publicar si yo asistía a esa misma tertulia, y no lo pensé dos veces: asistí. Sólo los imbéciles son incapaces de cambiar y de olvidar las niñerías cuando suena la hora. No estamos hablando de grandes principios, sino de gamberradas infantiles. ¿Qué se me puede reprochar? ¿Que no os dijera nada? Pensé que era mejor no hacerlo, esperar a tener el prólogo o a tener publicado el libro y mostraros los resultados. Pero vosotros, bueno, tú, mejor dicho, contagiado por Martini, has hecho algo impropio de ti, un acto vil y mezquino, una putada rastrera y sucia, que además me ha jodido bien jodido. Te lo hubieras propuesto o no, has conseguido que Ortega no me prologue.
Santos sintió ganas de llorar.
—Entonces ¿no se publica? —logró preguntar venciendo la presión que sentía en la garganta.
—Publicarse, sí; pero en Lisboa, en una editorial que se llama Paul Ollendorff. Como comprenderás, no es lo mismo.
—Te pido perdón —suplicó Santos compungido—. Y te pido que seamos amigos otra vez.
Tardó Pátric en aceptar la mano de Santos, pero finalmente la estrechó e incluso llegó a fundirse con él en un abrazo viril. Bajaron al bar del Victoria a tomarse juntos un scotch después de tanto tiempo. Lo pidieron, se acodaron en la barra y se quedaron en blanco, sin saber qué decirse. Y como el silencio, según se prolongaba, resultaba más y más incómodo, Pátric volvió a interesarse por Martini. Santos le contó lo de los anarquistas, y su decisión de abandonar el Victoria para irse a vivir con ellos.
—Martini es carne de cañón —sentenció Pátric y, tras la frase lapidaria, volvió a apoderarse de ellos aquel insoportable y estruendoso mutismo. Santos se aclaró la voz antes de preguntar cómo le iba con María Luisa. Aunque no se había atrevido a precisar el momento exacto en que iba a producirse, Patricio esperaba esta pregunta, de modo que lo tenía todo preparado.
—No me va de ninguna manera porque no hay nada que tenga que ir de modo alguno —trabalenguó Patricio. Santos bebió un sorbito y diez segundos después le preguntó, no por nada, si él la quería.
—No más que a una hermana —repuso Patricio sosteniendo su mirada. Y con el toro por los cuernos, atacó—: ¿Qué me dices tú? ¿Estás tú enamorado de María Luisa?
Santos pudo aparentar tranquilidad, gracias a que tenía un vaso a mano, del que bebió largamente antes de contestar:
—Yo no. ¿Por qué?
«EN LA RECEPCIÓN DE LOS CUEVAS DE VERA MARÍA LUISA ELBOSCH, BARONESA DE BABENBERG, DESMIENTE LOS RUMORES SOBRE SU CRISIS MATRIMONIAL Y CONFIRMA QUE CELEBRARÁ COMO TODOS LOS AÑOS LA FIESTA DE LA PRIMAVERA.
»Con motivo de sus bodas de plata, el matrimonio Cuevas de Vera ofreció una recepción en su residencia madrileña, a la que acudió, además de destacadas personalidades de las finanzas y de la alta sociedad española, nuestro presidente del gobierno, el general Primo de Rivera, quien, con la llaneza y cordialidad que le caracterizan, tuvo palabras ingeniosas para todos los presentes. Le acompañaba en esta ocasión su hijo José Antonio, un joven serio, elegante y bien parecido con quien sostuvimos una breve entrevista. El joven José Antonio se autodefine como una persona espontánea y con bastante sentido del humor. Nos aseguró que en su vida la familia y los amigos tienen un gran valor. Para él, la madurez consiste, según nos dijo, en sentirse bien consigo mismo y con los demás. Licenciado en Abogacía, don José Antonio, que acaba de llegar de los Estados Unidos de América del Norte, se declaró muy interesado por los problemas de España. Para terminar, le hicimos la siguiente pregunta:
»—¿Qué cualidades aprecia usted en la juventud actual, y cuáles son los problemas a los que se enfrentan los jóvenes de hoy?
»—La juventud hoy es sincera y tiene ganas de hacer cosas —repuso con laconismo militar.
»Entre los presentes no podía faltar don José Ortega y Gasset, el incansable luchador por la europeización cultural de España, a quien vemos en la foto de abajo junto a doña Esperanza Gil de Zúñiga, marquesa de Campolugar, que vestía un precioso traje de brocado rojo y collar de perlas. Preguntado el insigne filósofo por los incidentes que tuvieron lugar en su casa hace escasos meses, el pensador y escritor español se mostró tajante:
»—Creo que dando publicidad a esos gamberros estamos comportándonos precisamente como ellos quieren que lo hagamos. Permítame, pues, que decline contestar, no por desinterés hacia sus lectores, sino porque no desearía hacerles el juego a esa gentuza.
»En la siguiente ilustración vemos a la señora Kochertaler, felizmente recuperada de sus cálculos en la vesícula, acompañada por el joven escultor navarro, Malcom Joyce, gran amigo del barón Leo Babenberg. Al preguntarle por el proyecto en el que estaba trabajando, el joven artista nos respondió:
»—Actualmente estoy atravesando un periodo de crisis creativa. Después de mi último trabajo, Jesús y sus olivos, me siento vacío, y, al mismo tiempo, saturado.
»Al poco de iniciarse la velada, apareció bellísima, como de costumbre, Josefina Catarla, crítico de arte especializado en Zurbarán que, según nos comentó, contraerá matrimonio próximamente. Tuvimos el honor de ver asimismo a los siempre sonrientes Carmen y Eduardo Yebes, a quienes les preguntamos si son ciertos los rumores de que están esperando descendencia.
»—Hemos escrito a la cigüeña, sí, pero todavía no sabemos si ha recibido o no la carta —nos contestaron con simpatía.
»La duquesa de Navalmoral, Leticia Dúrcal, a la que vemos en esta fotografía acompañada del incansable luchador por la europeización cultural de España, don José Ortega y Gasset, nos confirmó que pasará el próximo verano en San Sebastián (recordarán nuestros lectores la polémica suscitada por los rumores de que doña Leticia Dúrcal iba a cambiar su residencia veraniega al Levante).
»Los anfitriones estuvieron departiendo amigablemente durante toda la velada con Victoria Ocampo, marquesa de Monreal, y con su jovencísima hija, Belén Sansimena de Elizalde y Ocampo, que, como recordarán nuestros lectores, fue presentada en sociedad el año pasado. En la instantánea de abajo, posa acompañada de don José Ortega y Gasset.
»Sin duda, la comidilla de la noche fue la presunta crisis matrimonial que atraviesa, según algunas fuentes, el matrimonio Babenberg. Hace unos años por estas mismas fechas saltó el rumor de que el barón austríaco Leopold Klaus Babenberg y la española María Luisa Elbosch estaban atravesando un delicado momento. Se dijo que las múltiples ocupaciones del prohombre europeo, tan querido por el público español, le obligaban a pasar buena parte de la semana lejos de su esposa y que éste era el motivo de aquella crisis, ya que María Luisa se sentía sola y, según ha comentado en sus círculos más íntimos, le gustaría que su esposo pasara más tiempo con ella. Ahora, como si de una serpiente primaveral se tratara, vuelven a surgir este tipo de comentarios a raíz de la fiesta mencionada. En la recepción del matrimonio Cuevas de Vera, el barón y la baronesa aparecieron en todo momento sonrientes y relajados. Ante el resurgimiento de los comentarios sobre su presunta crisis matrimonial, nos pusimos en contacto con María Luisa, quien, con la simpatía y la llaneza que la caracterizan, nos dijo:
»—Cuando me hablaron de este tema, me eché las manos a la cabeza. No me explico de dónde pueden haber surgido estos comentarios. Ya sucedió lo mismo el año pasado, y dejé bien claro que mi marido está por encima de todo.
»En cuanto al rumor según el cual este año no iban a celebrar su tradicional fiesta de la primavera a causa de los mencionados problemas matrimoniales, María Luisa nos aseguró que se trataba de un infundio y que todo estaba listo para la tradicional recepción de primavera en su palacete de Santa Bárbara, a la que cada año acude la flor y nata de la cultura, la aristocracia, las finanzas, la política y el espectáculo. Entre las personalidades que han confirmado su presencia se encuentra, según nos confesó en exclusiva la baronesa, Su Majestad, el Rey don Alfonso XIII; nuestro presidente de gobierno, general Primo de Rivera; y su hijo, al que hacíamos referencia más arriba, el joven y serio José Antonio.
»María Luisa y Leo tienen sus peleíllas, como ella misma dice, pero esos pequeños enfados pasan pronto; y, como ha manifestado en numerosas ocasiones, María Luisa es primero esposa y luego baronesa. El barón, por el contrario, no quiso hacer ninguna declaración durante la fiesta ni posteriormente, lo cual respetamos, por supuesto.
»Todos atravesamos por momentos bajos, pero la realidad de los hechos termina imponiéndose; y, en este caso, de lo que no cabe ninguna duda es del profundo amor que María Luisa Elbosch siente por su marido.»
Mujer de Hoy (mayo de 1924), págs. 28-32.
Por su madre alquiló uno de los taxis más grandes y potentes, uno negro con franja roja, y se presentó en el palacete de Santa Bárbara. Cuando el auto se detuvo frente a la entrada principal, Aquiles abrió la portezuela. En cuanto puso el pie en la gravilla, Santos notó que la mirada del mayordomo le recorría de arriba abajo de un modo tan insolente y alemán que por un momento pensó que no se encontraba en el lugar correcto, que no vestía la ropa adecuada o que llevaba la bragueta abierta. Permaneció de pie frente a la puerta principal, oyendo la algarabía que llegaba desde el interior y esperando que, también del interior, saliera María Luisa a recibirle. Como ni ella ni nadie lo hizo, al cabo de unos minutos decidió entrar. El salón, que encontró sin dificultad, estaba tomado por una multitud de invitados que reían de pie, en pequeños corros que improvisaban mil conversaciones. Todo era música, vocerío, carcajadas y alegre despreocupación. Santos paseó entre aquellos cuerpos en busca de alguien conocido. Los hombres, de corbata negra, hablaban a un tiempo. Las mujeres, de melenita à la garçonne, con falditas a media pierna y talle bajo la cintura, reían y reían o coqueteaban con zapatos de tirillas y medio tacón, vestidos que disimulaban sus formas y largos collares que brillaban y hacían tilín, tilín bajo las luces artificiales. Miró al cielo y vio que del altísimo techo colgaba una lámpara de araña como una enorme joya.
En uno de los extremos del salón, sobre un fondo de cortinajes color corinto, un cuarteto atacaba los enloquecidos ritmos de charleston. De vez en cuando le cegaba una luminosa explosión de magnesio que ya no le sorprendía. Ventajas que tenía el codearse con gente famosa, se dijo. Le regocijó pensar que su familia contemplaría extasiada aquellas instantáneas en las revistas ilustradas. Al pie del cuarteto tres mujeres bailaban risueñas y despreocupadas al son de una trompeta con sordina y un contrabajo; agitaban sus abdómenes con los brazos levemente separados del tronco y las manos abiertas; se decían secretos al oído sin dejar de moverse y se reían mostrando sus bocas grandes. Volaban largos los flecos de sus vestidos Liberty, y sus collares de perlas como dientes. Parecían enfermeras locas observadas por enfermos divertidos y excitados; patéticos hombres con vaso en mano izquierda y mano derecha en bolsillo, que intentaban sin éxito bailar con la menos fea. Muchos de ellos ejecutaban los movimientos correctamente y lo hacían al compás; pero era inútil; ellas los ignoraban lesbianamente. Al final, como si se hubiesen subido a un tiovivo y hubieran tenido que bajarse en marcha incapaces de alcanzar un caballito, desistían con una sonrisa amarga y se perdían avergonzados y aturdidos mientras ellas continuaban girando.
—Son Elizabeth Múlder, Maruja Mallo y Leticia Blasco, las Women, como las llaman por aquí —oyó Santos que alguien decía a su espalda. Al volverse se encontró con un Babenberg de gesto serio y rostro embotado que al principio le dio miedo.
—¿Cómo está usted? —saludó Santos con una afectuosidad que contrastó con la mano blanda y desanimada que le estrechó el barón.
—Bien, bien —repuso sin cordialidad, mortecino.
—¿Cómo está su esposa?
El barón no le oyó o no quiso o no pudo contestar a su pregunta. Santos creyó percibir un cierto extravío en su mirada. Está borracho, pensó. En ese momento rugieron los hombres de vaso y bolsillo: una de las Women se había desabrochado el vestido y movía, alegre y acompasada, su pecho al aire. La música del cuarteto se animó aún más.
—Ésa es Maruja —musitó Babenberg. La tal Maruja ofrecía su pecho a los mirones y lo retiraba cuando éstos alargaban el brazo desvergonzadamente. Luego, sin dejar de bailar, se aproximó a sus compañeras, desnudas también de cintura para arriba, hasta que sus pezones se rozaron. Entonces se echaron a reír, se abrazaron, se besaron y exhibieron sin pudor sus bocas ocupadas por otras lenguas. A Santos le costaba mantener una de esas actitudes mundanas que no se extrañan de ningún comportamiento por extravagante que parezca.
—Esas tres son más zorras que las gallinas —dijo riendo a la vera de Santos, inconsciente de su hermosa paradoja y empalmado, un tipo corpulento de gafas ahumadas y fino bigotillo a lo Primo de Rivera. Babenberg tardó en reaccionar.
—¡Ah, Jaime! —exclamó tendiéndole la mano. Con una desidia insultante, Babenberg quiso presentarle al famoso patrono Jaime Oriol, y Santos comprobó horrorizado que el barón no recordaba su nombre. Me llamo Santos, barón; ah, sí, contestó Babenberg; y a la memoria de Santos acudieron sin razón aparente el nombre, el apellido y las palabras de Homero Mur. Tras un breve intercambio de cumplidos, Jaime Oriol se disculpó y se abrió paso en busca de un puesto de observación más cercano a las gallinas raposas. Un camarero se aproximó a ellos, y Santos alcanzó una copita de champán. El barón declinó.
—¿Dónde está Pátric? —preguntó Santos.
—En la gloria, supongo —le contestó el barón, con un gesto de extrema indolencia y, tal vez para quitárselo de encima, añadió—: Venga conmigo; quiero presentarle a un joven de su edad.
Salieron al jardín, y el barón buscó con la mirada al joven de su edad, pero Santos iba a lo suyo:
—¿Conoce usted a un profesor de la Residencia que se llama Homero Mur?
El barón contestó que sí.
—Es mi consejero —explicó Santos sin que nadie le hubiese pedido explicaciones. Babenberg esbozó una leve sonrisa desganada y musitó:
—Me parece un hombre inteligente, aunque algo tozudo y un tanto paternal. Dicen que estuvo en el seminario algún tiempo. Se le nota: aconseja demasiado.
Babenberg articuló estas dos frases con naturalidad y desmayo, sin prestar atención a sus propias palabras, buscando por encima de todas las cabezas al dichoso joven. Finalmente apareció. Tendría su edad pero aparentaba diez años más, a causa de su rictus severo y disgustado. Gastaba brillantina y se peinaba hacia atrás. Se llama José Antonio, dijo el barón después de informarle al otro de que Santos se llamaba Santos y antes de marcharse para atender, aseguró, a los demás invitados.
—Hacen ustedes buena pareja; espero que además hagan buenas migas —añadió mientras se alejaba.
—¿Desde cuándo conoce usted a Leo? —le interrogó José Antonio.
—Desde hace un año escaso —se oyó decir.
—Entonces no le conoce.
Qué curioso. Lo mismo le decía Homero Mur. Con una cruel y calculada frialdad, José Antonio le abrió los ojos:
—Leo es por nacimiento y educación un aristócrata, pero algunas veces se le nota demasiado que es extranjero, adicto a la morfina y sodomita. Demasiado decadente para mi gusto.
—¡Hombre! ¡Tanto como sodomita, no creo!
—Ante los hechos, nuestras creencias no proceden. Babenberg es desgraciadamente un invertido.
Eso sí que era grande. Babenberg maricón. El mundo funcionaba a su espalda; o él era tonto, que todo podía ser. Decidió cambiar de tema porque detestaba parecer ingenuo. Preguntó si conocía él al protagonista de la fiesta esperando que el repeinado le revelara la cara oculta de su amigo, su verdadera identidad. Pero no.
—¿Quién es el protagonista de la fiesta? —preguntó.
—Patricio Cordero, el autor de Los Beatles.
—¿El autor de los vítel? ¡Ah, no sabía nada! Pensaba que ésta era la fiesta de la primavera que los Babenberg celebran todos los años por estas fechas.
Mientras hablaban habían regresado del jardín al salón. Santos tomó al vuelo un scotch de las altas bandejas de un camarero. El cuarteto interpretaba sin descanso ritmos de moda, y varias parejas bailaban donde hacía unos instantes las Women habían celebrado su espectáculo. Pasaron frente a dos hombres que se besaban apasionadamente; Santos reconoció al acompañante del barón, al hombre que le acompañaba la noche que le conoció.
—¿Hay algo más ofensivo que los labios de un hombre en contacto con los de otro? Estos dos pervertidos son Malcom Joyce, el escultor navarro, que en realidad se llama Manuel Llopis y que acaba de romper con Leo, y el pensador nihilista Patrocinio Guita. Repugnante. ¿Y ve a aquella mujer que está hablando con Ortega y Gasset? Es Esperanza Gil de Zúñiga, marquesa de Campolugar. Es poetisa; eso dice. Yo diría, en cambio, que ha fornicado con todas las personas, hombres y mujeres, que se encuentran hoy aquí, exceptuándome a mí, claro, y no sé si a usted. Es célebre, dicen, porque suele pagar a sus amantes según el placer que le proporcionen. Repugnante, ¿no le parece?
—Los intelectuales y los artistas, ya se sabe —dijo Santos mirando intensamente a aquella marquesa cincuentona, ajada, distinguida y un punto basta, como le gustaban a él las marquesas y las mujeres en general.
—Sí y no. Aunque la mayoría de los intelectuales españoles son lacras sociales que es preciso depurar, estoy seguro de que existen algunos ejemplares saludables —proseguía el repeinado—. Lo que sucede es que resulta difícil encontrarlos en ambientes enfermos como éste, donde reina la diversidad y la dispersión, la mezcla de valores y la confusión.
Mientras el repeinado sermoneaba, Santos asentía sin prestarle atención. Tras contemplar a la marquesa de Campolugar, había estirado el pescuezo y oteaba la mar de cabezas en busca de una o, en el peor de los casos, de dos. ¿Dónde estaba María Luisa?
Hacía tiempo que el incansable no la perdía de vista. Ella se había limitado a saludarle y no había vuelto a dirigirle la palabra. Las marquesonas, en cambio, se peleaban por estar a su lado, y él se dejaba querer, aunque sus cinco sentidos seguían a la otra, que no se apartaba de Cordero. Había perdido. Por primera vez en su vida mordía el polvo. Podría consolarse pensando que le derrotaba un cuerpo joven y que María Luisa era una puta. Que le derrotara un cuerpo joven, lejos de consolarle, le desolaba por irrefutable y sobre todo porque era imposible de remediar. Viejo. Recordó aquella fiesta en la que María Luisa, a quien apenas conocía entonces, se colgó de su brazo y le dijo Pepe, no le suelto en toda la velada. Un par de horas después fornicaban fuera de sí en el interior de un armario empotrado. Puta. Se preguntaba quién habría estado aquella noche vigilándoles como él lo hacía ahora. ¿Leo? No, Leo no; Leo era un pobre maricón; aunque nunca podía saberse a ciencia cierta qué cojones era aquel hombre. Siempre le había considerado el cornudo más ridículo de la corte, y sin embargo el otro día, en la reunión de la Junta, le había soltado por primera vez un feroz sarcasmo que le había dejado sin respuesta. Así como en aquella lejana ocasión María Luisa celebró sus paradojas, así reía ahora la hermosa puta las mamarrachadas de aquel pavo real. Tendría un cuerpo perfecto, pero ¿qué finas ironías podían salir de aquella bocaza? Alguien en su interior ensayó una respuesta: María Luisa, la puta de ella, no enlazaba ese brazo atraída por los originales planteamientos metafísicos de su dueño o por sus glosas a Husserl, sino por una razón más primitiva, física y contundente; aquél era un brazo musculoso y duro que pertenecía al espeluznante tronco de un hombre joven y bello. Carnalmente él era una mierda; su ironía podía ser endemoniada, pero su abdomen era blanco, blando y suave como la tripita de un sapo. Sintió la desazonante injusticia de la naturaleza y la crueldad de los instintos naturales: por primera vez mordía el polvo. Él, el incansable luchador por la europeización cultural de España, estaba agotado.
—¡Para Mujer de Hoy! —oyó gritar a un reportero. Una explosión de magnesio ante sus ojos le sacó de sus lúgubres cavilaciones y le dejó ciego.
Al contrario que el filósofo, la fiesta atravesaba sus mejores momentos. Los presentes habían bebido alcohol suficiente para perder la compostura, y muchos de ellos ya lo habían hecho. Además continuaban llegando invitados. Los que lograban alcanzar el salón, se agitaban al son de la música jazz. Los que se quedaban fuera subían y bajaban por una escalera alfombrada en rojo, que nacía justo a la salida del baile y que conducía al segundo piso, donde se observaba un frenético, pero mudo, trasiego de hombres y mujeres.
La vigilancia de Santos terminó por dar sus frutos; cuando menos lo esperaba, divisó la cabellera rubia de María Luisa navegando por el extremo opuesto del salón. Abandonó al repeinado José Antonio en plena monserga y se zambulló en aquel magma humano con la intención de atravesarlo y alcanzarla, alcanzarla, alcanzarla. Este pensamiento metafísico y sutil machacaba las sienes de Santos mientras esquivaba cuerpos, interrumpía conversaciones y apartaba obstáculos. Cuando creía estar cerca de la otra orilla, se detenía, levantaba la cabeza y descubría con desazón que apenas había avanzado en aquel mar de poderosa resaca. Así, hasta que finalmente alcanzó el lugar donde creyó haberla visto. Entonces emergió, miró a todos lados y notó que alguien se le echaba encima:
—¡Nefasto!
Cuando Santos, sin aliento, pudo separarse del bestia que le estaba dando semejante abrazo, exclamó:
—¡Martini! ¿Qué estás haciendo aquí?
El tuerto, que llevaba ya varios cock-tails a juzgar por su amplia sonrisa y su ojo brillante, le contó que Patricio había localizado su célula y que le había invitado a la fiesta de presentación. Él no se había podido negar, aunque continuaba muy enfadado. Santos le preguntó que qué tal le iba con los anarquistas, y Martini contestó que de puta madre, que pronto iba a suceder algo gordo, que ya vería.
—¿Has visto a Patricio? —quiso saber Santos.
—Sí, está por ahí, hecho una estrella.
—¿Y a María Luisa?
—También. Va con él del brazo a todas partes. Sigues encoñado con esa tía, ¿eh? Malo. Ven, te quiero presentar a unas chicas con las que me estoy timando y que me quieren llevar a no sé dónde.
Y Martini le presentó a las Women; que, de cerca, la verdad, le resultaron decepcionantes. Maruja Mallo, la que primero se había descubierto las tetas durante el baile, era la más bajita y la más generosa de carnes. Tenía unos grandes ojos negros, una mirada desvergonzada, una naricilla chata y una tensión en la comisura de los labios que le proporcionaba cierto aire lascivo. Lo de la lascivia lo pensó Santos. Elizabeth Múlder unía a su gesto dulce un gracioso bigotillo. Leticia Blasco era, con mucho, la más alta y, con mucho, la más fea de las tres, pero era difícil comprobarlo porque la pobre tenía toda la cara cubierta de granos y espinillas. A ellas se había sumado una hermosa joven de bonitas piernas que se llamaba María Zambrano.
—Venga, vamos arriba a soltarnos —propuso Múlder—. ¿Se viene usted con nosotros?
Y Santos dijo que sí sin saber a ciencia cierta adonde ni a qué. Salieron del salón y subieron por la escalera hacia el segundo piso. Dos reporteros con pesadas máquinas de daguerrotipos iniciaron el ascenso antes que ellos, pero un par de fornidos individuos, ataviados con trajes impecables, les impidieron discretamente el paso. Santos seguía mirando en todas direcciones. Se cruzó con el barón, rodeado de mujeres, y con el repeinado, que, en compañía de otros jóvenes de pelo semejante, le confesó a gritos que empezaba a divertirse.
Al final de la escalera, un largo corredor se extendía de derecha a izquierda. De alguna de sus puertas salían de vez en cuando felices grupos de invitados y parejas abrazadas. Con Isabel Múlder a la cabeza, se dirigieron hacia un cuarto que estaba cerrado con llave; llave que Múlder tenía. Entraron en una sala decorada en tonos rojos, cuyo techo era un gran espejo. Los chicos miraban hacia arriba impresionados y las chicas les miraban a ellos divertidas.
—Es para verse mientras se hace el amor. Esto es un cuarto de orgía —explicó Leticia. Isabel Múlder se había sentado en uno de los divanes que se repartían por la estancia y manipulaba una cajita de plata que contenía un polvo blanco. Les explicaron que era cocaína, palabra que Santos asoció con hospitales. Una a una, las chicas inhalaron a través de un tubito plateado, a juego con la cajita, una pequeña porción de polvo blanco. Santos y Martini se fijaron muy bien en cómo se hacía y las imitaron. Tras unos instantes de silencio, atentos todos a los efectos de la medicina, se apoderó de Santos una furiosa necesidad de escapar sin pérdida de tiempo, a mata caballo, fuera como fuera, a toda costa, inmediatamente, cayera quien cayera y cochite hervite. Me he vuelto loco, pensó; y cuando Múlder se lamentó de que se les hubiera olvidado la botella de scotch para enjuagarse, saltó como un resorte y dijo yo voy. Y se marchó.
Una vez fuera del cuarto de las orgías, sintió una ingravidez muy agradable; le pareció que se había deslizado de la habitación levitando y se creyó capaz de bastantes hazañas. Al bajar las escaleras, un leve pinchazo le hirió en el bajo vientre, y se dio cuenta de que tenía ganas de hacer pis. Camino de los urinarios se encontró con Babenberg, pálido como un cadáver y misterioso como una aparición.
—¿Se divierte? —le preguntó el barón.
—Mucho. ¿Y usted?
—Menos. De hecho, me voy ahora mismo a La Moratilla; necesito aire puro. ¿Se viene conmigo?
Se hubiera ido. Oportunidad como ésa para hacerse íntimo del barón y presumir no iba a presentársele otra vez en la vida. Sin embargo, le dio miedo su mirada y recordó el diagnóstico del repeinado: sodomita y adicto a la morfina.
—¿Cómo dice? —preguntó el barón.
—No, nada, que prefiero quedarme.
Y Babenberg desapareció.
Después de orinar, deambuló por el salón, envalentonado a causa de la medicina, decidido a dar con María Luisa, a confesarle lo que sentía y a abrirle su corazón. Tanto empeño puso en la búsqueda que la encontró. En un discreto rincón, Patricio y ella se fundían en un beso de revista. Sus cabezas giraban alrededor del eje de sus lenguas; como si estuvieran atornillándose, pensó Santos. La succión de la lengua ajena dibujaba un hoyuelo en las mejillas del que chupaba. Durante el beso hubo un instante en que separaron sus bocas, y Santos pudo ver la lengua de ella saliendo de la boca de Patricio, que recorría con las manos su espalda desnuda mientras ella apretaba el culito de Patricio contra sí. No quiso ver más; sintió lo mismo que cuando su madre bailaba con otros hombres en las bodas y en las verbenas: que nada le pertenecía, que todas sus posesiones habían sido expropiadas. No fue un golpe bajo, sino uno muy alto, en la frente, y se figuró que despertaba de un sueño en el que él era muy tonto. Se dio la vuelta con la esperanza de poder alcanzar al barón e irse con él a La Moratilla, pero su mirada, trazando una línea recta, se encontró limpiamente, sin tropezar con ninguno de los cuerpos que bailaban por el salón, con los ojos de la marquesa de Campolugar, que le miraban fijamente desde un rincón.
—¿Me permite bailar con usted? —oyó decir Santos, y se preguntó si habría sido él quien se había acercado a ella, y quien había preguntado eso. La marquesa le miró de arriba abajo y contestó:
—Será un placer.
Bailaron charleston, fox-trot, tango, swing y, por fin, un bolero muy agarrado. Santos abrazó sin pagar por ello, por primera vez en su vida, el cuerpo de una cincuentona. Ella acercó su boca a su oído y le preguntó que quién era. Santos dijo que él era Santos Bueno y le preguntó, por preguntar, que quién era ella. Ella se llamaba Esperanza. Santos dijo que él era muy amigo del autor. De qué autor, preguntó ella. Del autor de Los Beatles, la novela cuya publicación estaban celebrando. Ella no sabía nada de eso. Santos dijo que él también era amigo de María Luisa. De María Luisa, preguntó ella. Sí, de María Luisa, respondió él. Esperanza quiso saber si se había acostado con ella. Santos pidió que le repitiera la pregunta. Que si se había acostado con ella. No, no, respondió. Santos tuvo la impresión de estar besando el cuello de Esperanza y de que ella se estremecía a causa de este beso mencionado anteriormente.
—¿Te gustaría joder con una vieja? —oyó que le preguntaba ella; y, muchos años después, cada vez que recordaba esta escena, se reía solo pensando que la respuesta apropiada hubiera sido, por ejemplo, tú no eres ninguna vieja, cariño mío, más bien pareces una princesa; vayamos raudos a hacer el amor, o algo así. Sin embargo, en cuanto oyó la pregunta, contestó:
—¿Joder con una vieja? ¡Dios! No sabes cuánto lo deseo.
«Estimado Dr. Moore:
»A mí siempre me han gustado las tías mayores. Ya en el colegio me sentía atraído por la maestra y por las madres de mis amigos. Siendo un adolescente, lo que he hecho mucho ha sido comprar su revista en busca de cartas como la que salió el año pasado, de una señora de Tenerife que hacía el acto con su sobrino. Durante toda mi vida he querido acostarme con una mujer madura. El tiempo corría en contra mía porque cuanto más viejo me hacía más viejas eran las mujeres que me gustaban. Me llegué a preguntar si yo tendría un límite de edad, si me gustarían a los cincuenta las mujeres de ochenta. Siempre pensé que tenía que darme prisa en conseguir mi meta porque así, de primeras, hacer el acto con una anciana no me llamaba la atención.
»Conseguí acostarme por fin con una cincuentona la semana pasada, y la verdad es que me decepcionó. Era una señora rica, se llamaba Eugenia y nos conocimos en un baile. La saqué a bailar, y no nos separamos en toda la noche. Nos fuimos a un hotel. En cuanto entramos en la habitación, la tomé por detrás, me froté contra ella y cogí sus tetas con mis manos. Eugenia movió su culo contra mí, inclinó la cabeza hacía atrás para encontrarse con mi boca, que llenó con su lengua endurecida. Yo se la mordí como un gato. Había imaginado tantas veces situaciones semejantes que el solo hecho de estar viviendo una de ellas me produjo más excitación de la que yo podía soportar. No sabía si descubrirla y comerme sus pezones o tirarme a sus pies y, una vez descalza, chupar sus dedos uno a uno. Finalmente, me decidí por besar y besar su boca y acariciar sus mejillas como un imbécil.
»—¿Necesitas aire, amor mío? —me preguntó alarmada.
»—No, no. Es sólo que estoy muy cachondo y no sé qué hacer —le expliqué yo.
»Eugenia sonrió comprensiva y empezó a desabotonarme la bragueta; y yo, que vi ese gesto tan masculino, imaginado mil veces, que es empuñar una polla y chuparla con la boca a punto de reventar, empecé a preguntarme si no estaría dentro de una de mis fantasías. Me dio vértigo pensar esta gilipollez, y me corrí como si me estuviera haciendo pis. Igual.
»—Ya verás ahora cómo te encuentras más tranquilo —me aseguró. Y es que las tías mayores tienen mucha experiencia, y eso me gusta una barbaridad.
»Más relajado, le arranqué los botones de la blusa y la descubrí. Claro que no era el firme pecho de las chicas de La Pasión, con su pequeño pezón que mira al frente en medio de una corona rosada perfectamente dibujada. El de Eugenia tenía grandes pezones que apuntaban ya hacia el suelo; eran enormes ubres vencidas por la ley de la gravedad, en las que no obstante hundí la cara como si fuera un pastel. No eran tetas duras, como había imaginado en tantas y tantas pajas, sino muy blandas; pero la verdad es que no me importó: Eugenia me las ofreció, y yo mamé, y ella se rió. Luego empezó a besarme el cuello y me quitó la corbata, me desabotonó la camisa y paseó su lengua por mi pecho. Así estuvimos otro tanto. Terminamos de desnudarnos sobre la cama.
»Empecé a recorrer el rostro de la cincuentona con la punta de la lengua y de repente me pareció que estaba besando un melocotón. El caso era que, después de correrme, notaba que el cuerpo de Eugenia no despertaba en mí la lujuria que había imaginado siempre. Quería marcharme de allí; en realidad, eso era lo que más deseaba.
»—No tienes por qué seguir, si no quieres —me advirtió.
»No sé, me excitó que fuera tan espabilada y que me hubiera leído el pensamiento. No sé qué fue. Me acordé de mi madre y de mis tías y me zambullí en ella sabiendo ya que no iba a encontrar las redondeces y las simetrías de La Pasión. Besé sus patas de gallo y su algo de bozo mientras sentía que sus brazos me recorrían la espalda. La obligué a levantar el tronco y paseé la lengua entre los anillos de Saturno que protegían su tripa; noté al tacto el abultamiento del vientre y su culo blando; me imaginé sus muslos transparentes, recorridos por estrías como cicatrices y venas varicosas. Volví a su boca, acaricié sus pantorrillas y noté intermitentes pinchazos de pelos olvidados que hirieron mis dedos como las espinas de un rosal. Bajé hasta el pubis, me froté contra su vello y abrí de un lengüetazo su vulva seca.
»—Hijo mío, déjalo, no tienes por qué seguir. Las viejas tardamos mucho en mojarnos —me explicó, pero no hice caso y hundí mi boca en lo más profundo de su ser. Tuve que emplearme a fondo, es cierto; buscar la humedad detrás de cada pliegue, mordisquear y adentrarme con mi lengua entre las esponjas, para vencer la inercia. Y poco a poco el flujo de la marea fue llenando todas las cavidades de un agua alegre y olorosa, como la que corre por las acequias vacías de mi pueblo cuando se abre la presa del canal. Aquel cuerpo sobado se desperezó entonces como si hubiera dormido de más. Eugenia me aseguró la cabeza sujetándomela por la nuca en el momento de soltar sus gemidos; nunca he oído a nadie gritar de ese modo ni agitarse como lo hizo ella. Aquí viene mi primera pregunta: ¿Cómo se corren las tías? ¿Qué sienten? Mi segunda pregunta es: ¿Cómo es posible que después de tantos años deseando hacer lo que hice me decepcionara de ese modo la experiencia?
»Capricornio. Lugo.
»OPINA EL DR. MOORE:
»Querido amigo Capricornio:
»Nunca he sentido un orgasmo femenino, pero puedo decirte sin temor a equivocarme que las mujeres lo sienten dentro de la vagina en forma de espiral hacia dentro, y que hay un momento en que les da la impresión de que la descarga ha entrado en el sistema circulatorio y que se expande por todo el cuerpo llegando hasta el capilar más recóndito. Sin embargo, no es así: el orgasmo se les propaga, digamos, de un modo más bestial, en forma de ondas sonoras, cuyo epicentro es el clítoris, donde sienten los latidos de placer como las explosiones de los fuegos artificiales.
»En cuanto a tu segunda pregunta, te diré que en tus largos años de masturbaciones sólo imaginaste el dulzor que, por analogía con las frutas, desprenden los cuerpos maduros. Y tenías razón, lo desprenden. Pero nunca reparaste en lo que de amargo, también por analogía con las frutas, pueden tener para un tacto joven su roce con una piel de más de cincuenta años. Intuyo que el curso de tu vida es una línea secante al plano de tu masturbación y que después de haber vivido ese fugaz y rarísimo punto de intersección entre ambos, resuelto en eyaculación asistida, digamos, pasarán siglos antes de que tu vida y tus fantasías vuelvan a coincidir. Alégrate: has vivido momentos que muy pocos mortales experimentan en su vida. Todas las experiencias son buenas. Te morías por acostarte con una mujer mayor y lo has conseguido. Quiero decirte también, amigo Capricornio, que no debes considerarte un héroe por haberla besado. Era lo menos que podías hacer después de su felación, que también debió de costarle lo suyo. Ten en cuenta que ingerir semen no es un plato muy apetecible; más bien es un trago amargo que deja muy mal sabor de boca. Ahora descansa en paz.»
«Historias», La Pasión, 33 (mayo de 1924), págs. 28-30.
Cuando abrió los ojos legañosos a eso de las seis de la tarde, Esperanza ya no estaba. Le había dejado un billete de veinticinco en el pecho y se había esfumado. Se incorporó trabajosamente, y le vino el ansia de vomitar. Tenía la boca pastosa, como la de un toro de lidia a media corrida, y el estómago encharcado. Le dolían por dentro los globos oculares, pero el timbre sordo que le perforaba de sien a sien no era la resaca, sino el teléfono ese, que sonaba por primera vez en la habitación y en su vida.
—¿Quién es? —preguntó a voz en grito, acercando demasiado la boca al aparato. Era María Catarata, muy recuperada, que llamaba para despedirse. Se marchaba a la Argentina para siempre. Santos logró con mucho esfuerzo articular a esas horas y con aquel terrible malestar palabras que transmitieran sentimientos.
—Por cierto, ¿qué ha sucedido? —quiso saber ella al final de la conversación. Y Santos por un momento pensó que le estaba preguntando por Esperanza, pero en un destello doloroso de lucidez comprendió que no era posible.
—Qué ha pasado con quién —balbuceó.
—¿Con quién va a ser? Con ese Babenberg. ¿Es que vos todavía no lo sabés? ¿No sabés que se ha matado?
Oyó la pregunta a lo lejos, sin consistencia y gaseosa; y notó que se solidificaba y que rebotaba en las seis paredes de la habitación y que entraba como metralla o como cálculos de riñón en su cabeza dolorida. Se dejó caer hacia atrás como muerto. Y durmió, durmió y durmió; y en sueños pudo ver al barón muerto, bocarriba; y esa imagen inmensa, que a duras penas podría contener un solo cerebro, ocupó violentamente su cabeza desalojando al instalarse en ella un volumen equivalente de recuerdos. Al despertar se sintió vacío y simultáneamente notó que le crecía un bulto en el esófago. Se avió con la esperanza de que su sueño hubiese modificado el curso de los acontecimientos.
Después de llamar insistentemente, pero con muy pocas esperanzas de que le abriera, a la habitación vacía de Pátric, bajó a todo correr las escaleras del Victoria y sin aliento se metió en un taxi, dispuesto a presentarse en el palacete de Santa Bárbara. Como el conductor era francés, acababa de llegar a Madrid y no se conocía bien la ciudad, dio alguna vuelta innecesaria antes de llegar a su destino. En la plaza de Santa Bárbara había una actividad inusual: decenas de autos se encontraban estacionados frente al palacete. Hacía unas horas que Santos había salido con Esperanza por esa puerta en la que ahora se agolpaban reporteros y curiosos a la espera de noticias. ¿Podía un hombre con todas sus cosas y todo su peso dejar de vivir de la noche a la mañana? ¿No sería, más bien, que habían transcurrido varios siglos desde aquella noche en que salió con la marquesa del palacete de Santa Bárbara? ¿Cómo, si no, se explicaba que no quedara frente a la fachada nada, ni rastro de las joyas, automóviles y perfumes? ¿Acaso aquella gravilla que ahora él pisaba tratando de llegar hasta la entrada le había recibido a él la noche anterior con augurios o con premoniciones?
Se abrió paso entre los cuerpos y alcanzó finalmente la puerta entre las protestas de los que aguardaban desde hacía horas. ¿Adónde vas, caradura?, le increpaban; llevamos aquí toda la mañana esperando. Apártense, apártense, soy amigo de la familia, gritaba Santos. Los dos forzudos que la noche anterior guardaban el acceso al piso superior cerraban esa mañana el paso al interior del palacete.
—Anoche estuve aquí. Soy amigo de la familia, déjenme pasar —les pidió Santos con gravedad e impaciencia.
Los forzudos se miraron, le pidieron el nombre, y uno de ellos desapareció, seguramente para anunciárselo a la baronesa. Pero quien apareció tras él no fue María Luisa, sino el maldito mayordomo, que volvió a mirarle con idéntico desprecio y que hizo una indicación casi imperceptible. Los forzudos se miraron otra vez, luego miraron a Santos, le cogieron y le alzaron sobre las cabezas de los reporteros. A la de una, a la de dos y a la de tres, gritó burlona la turba de periodistas. Y a la de tres, los forzudos le lanzaron al vacío entre la algarabía de la muchedumbre, que le gritaba llama a la baronesa y que te salve, amigo de la familia; llámala y que te salve. En el aire Santos se abandonó y pensó lo que piensa todo el mundo en circunstancias semejantes: que eso no podía estar sucediéndole a él.
Cuando abrió los ojos, vio el cielo y se asustó. Pero inmediatamente comprendió que estaba tumbado bocarriba.
—¿Se encuentra bien, amigo? —le interrogó una voz. Santos intentó incorporarse, pero desistió porque le dolían terriblemente los oídos, la nariz y la cabeza.
—¿Estoy muerto? —preguntó con entereza.
—Casi —contestó la voz sin rostro. Santos se interesó por lo que suele importar en estos casos: el lugar donde se encontraba y el suceso que le tenía postrado.
—¿Qué me ha ocurrido?
El rostro de la voz entró en su campo visual y le explicó que llevaba dos o tres minutos inconsciente. Había caído de bruces sobre el empedrado amortiguando la caída con la frente y las narices. Estaba tumbado bocarriba en un banco de piedra de la plaza de Santa Bárbara.
—¿Estoy deformado?
—Tendría que limpiarse la sangre para que pudiéramos comprobarlo. Déjeme que le ayude y que le invite a un café.
«SE DESPEÑA UN AUTO
»En el km 171 de la carretera comarcal de segunda que une los puntos de Guadalajara y la localidad de Horche, un auto Packard de ocho cilindros en línea, matrícula M-256, se encontró de frente a gran velocidad con una camioneta Mercedes Benz DKV, matrícula GU-9. A consecuencia de ello, el auto, conducido por el popular noble austriaco Leopold Klaus Babenberg, se despeñó por la ladera del monte conocido como Alto del Barbero, muriendo su conductor en el acto y resultando milagrosamente ileso el conductor de la furgoneta, el paisano Javier Azpeitia. Dada la celebridad del accidentado, trataremos de ampliar esta noticia en números sucesivos.»
El Sol, 23-V-1924, pág. 5
—Anoche estuve en el café de los Babenberg tomando unas instantáneas para Mujer de Hoy, y me quedé con su cara. Le he reconocido inmediatamente. Usted estaba en la fiesta, ¿sí? —le preguntó el reportero.
Santos se había lavado la cara y se había sentado frente a él en un café de la calle Santa Teresa. Sentía el corazón en la punta de la nariz y un palpitante dolor en el interior de las fosas nasales. Asintió.
—¿Notó usted algún comportamiento extraño en el barón?
Santos negó y temió que la nariz se le cayera en el movimiento.
—¿Le pareció especialmente triste o inusualmente eufórico?
Negativo. Notaba que su nariz se inflamaba por momentos.
—¿Le dijo algo que le llamara la atención?
Nada. Con la nariz como un tomate sí que no iba a poder festejar a María Luisa ahora que se había quedado viuda. Ni que decir tiene que enseguida se arrepintió de este pensamiento.
—¿Y en su esposa? ¿Notó usted algún comportamiento extraño en la baronesa?
Santos se esforzó por ver más allá de sus narices, le miró y le dijo:
—Si espera que le revele algo que usted no sepa, está perdiendo el tiempo. Por no saber, no sé ni cómo se ha matado.
El reportero le tendió un ejemplar de El Sol.
—Aquí tiene usted la noticia oficial.
Santos leyó el suceso con pavor.
—¡Dios mío! ¿Sabe usted que me pidió que le acompañara, y que estuve a punto de hacerlo?
El reportero extrajo una libreta del interior de la americana y tomó nota.
—Me pregunto si hubiera hecho lo mismo de haber aceptado usted —musitó enigmáticamente. Santos le miró sin entender.
—Si hubiera hecho ¿qué?
El reportero le devolvió la mirada con simpatía.
—Como le acabo de decir, lo que ha leído usted en ese periódico es la noticia oficial. Todas las redacciones del mundo han recibido el mismo cable: el barón se ha estrellado con su auto. Oficialmente eso es lo que ha sucedido, ¿sí? Cuando dentro de setenta años alguien escriba una biografía del barón, tendrá que decir y dirá que se mató en un accidente automovilístico, ¿sí?
Santos le miraba guiñando el entrecejo sin comprender, y ese gesto —terminó por darse cuenta— le producía un fortísimo dolor en el tabique nasal. El reportero prosiguió:
—Sin embargo, Leo Babenberg no se ha matado en un accidente automovilístico. Leo Babenberg se ha pegado un tiro. Los periódicos han recibido redactada la noticia oficial. ¿Por qué? No lo sé. Tal vez a la viuda le parece indecoroso que el marido se le suicide, tal vez bla, bla, bla…
Como el boxeador que, fuera de combate, ha bajado ya la guardia y se tambalea —un traspiés, otro— trazando la diagonal del cuadrilátero, esperando la campana, y aún encaja con el consentimiento del árbitro y sin sentirlo ya, claro, el directo que le tumba, así oyó Santos, sin oírlo ya, claro, que Babenberg se había volado la cabeza. Tumbado bocarriba en la lona, esperó a que le contaran hasta diez y vio pasar frente a él escenas seleccionadas de su vida, como dicen que les sucede a los que han estado a punto de morir. Una de estas secuencias fue la del beso a tornillo de Pátric a María Luisa, lo cual era razonable. Lo que no supo es por qué se acordaba de dos detalles a los que hasta entonces no había dado importancia.
—¿Sabe usted qué celebraban ayer los Babenberg? —preguntó Santos al reportero, que hubo de interrumpir un discurso sobre los periodistas como generadores de realidad.
—¿Cómo dice?
—¿Que si sabe usted qué estábamos celebrando ayer en casa de los Babenberg?
—La llegada de la primavera, ¿sí?
—Pues no. La publicación de una novela que se titula Los Beatles; y que ha escrito mi amigo Patricio Cordero. ¿Le suena?
¡Hum! No, no le sonaba; qué extraño.
El reportero, como Esperanza, como el repeinado José Antonio, como el resto de los invitados seguramente, jamás habían oído hablar de aquella novela. El barón había muerto y Patricio Cordero, por así decirlo, no existía.
Se notaba la categoría del muerto. Los que habían acudido a darle el último adiós, como decían los periódicos, esperaban el cortejo en la entrada principal del cementerio civil agrupados en pequeños corros. Vio a Esperanza, pero no quiso acercarse a saludarla; reconoció al repeinado y se cruzó con las Women llorosas. A cada paso uno se tropezaba con caras conocidas y en general con gente de porte. Estaban asimismo los de siempre: entre los componentes de un corro divisó a Juancho, a don Alberto y a Ortega. Sobre todos ellos, mortales que acudían a un entierro, hubo aquella tarde un cielo gris perla, y aproximándose por el sur, movidos por una ligera brisa, nubarrones negros como pajarracos de mal agüero. Las conversaciones cesaron bruscamente cuando apareció, macabra y majestuosa, la carroza mortuoria tirada por caballos blancos que entrechocaban acompasadamente sus cascos contra el empedrado. Santos trató de imaginarse el cuerpo de Babenberg exánime y tal vez destrozado por el accidente o la bala, bocarriba, con los brazos sobre el pecho y un sudario blanco dibujándole el contorno de la cabeza. Al cadáver le seguía un cortejo de coches de caballos y automóviles. Tenía que haberlo imaginado: de un enorme Packard negro se apeó Patricio y a continuación, ayudada gentilmente por él, María Luisa. Vestía de luto riguroso y ocultaba su rostro tras unas enormes gafas ahumadas. Patricio le pasó su brazo derecho y protector por los hombros y con su mano izquierda tomó las de ella. Santos sintió en su pecho toda la congoja de una usurpación imaginaria y necesitó rápido un pensamiento de equivalente brutalidad, pero inverso, que, como una válvula, liberara la presión. Al pobre Pátric alguien le está engañando a base de bien, se dijo Santos; y la idea de que fuera así le alivió el esófago momentáneamente y le satisfizo.
Varios hombres, que habían salido de los autos y de los coches, cargaron el féretro. El silencio amplificaba monstruosamente el sonido de cada paso, el rumor de cada roce y el contacto del barón muerto contra las paredes del ataúd, camino de la tumba.
Nadie dijo nada. Sólo las poleas chirriaron algo al bajar la caja. Luego, el sonido brutal de la primera tierra sobre la caoba y más silencio, arena sobre arena; y Patricio sosteniendo el cuerpo desmayado de María Luisa, que sólo gimió cuando los enterradores deslizaron la losa y sepultaron para siempre, con un golpe que retumbó en todo el cementerio y en las tripas de Santos, al barón Leopold Klaus Babenberg.
Con un pie muy cerca de la tumba la viuda fue recibiendo, uno a uno, el pésame de los presentes. Santos decidió esperar y ser el último, pero cuando vio que alrededor de veinte o veinticinco personas habían decidido lo mismo, se acercó a María Luisa. Al verle, Pátric alzó las cejas como si ese gesto fuera un saludo. Algo era algo, porque María Luisa, con la mirada baja y perdida, gesto de fatiga y ausencia, se dejó coger la mano y decir, la acompaño en el sentimiento, María Luisa; ayer intenté acercarme a su casa, pero el mayordomo y sus empleados me dieron una paliza de muy señor mío, mire cómo me han dejado la nariz…
—Santos —le interrumpió Patricio; y con un par de gestitos (cerrar de ojos y levísimo golpe lateral de cuello) le indicó que la dejara en paz.
—Está muy cansada —explicó.
—Pátric, también quiero hablar contigo. Es algo sumamente importante —le replicó Santos y notó que María Luisa elevaba los ojos.
—Santos, por favor, no creo que sea ni el momento ni la ocasión.
No pudo Santos justificar su impaciencia porque el allegado que le sucedía ya se había interpuesto entre él y la pareja y abrazaba a María Luisa con mucho sentimiento. Por eso tuvo que esperar un poco más, aguardar a que todos se fueran y aprovechar que la parejita abandonaba a solas el cementerio civil para agarrar del brazo a Pátric cuando éste tenía ya un pie en el estribo. María Luisa desde el interior del auto le preguntó qué sucedía y le pidió que se diera prisa.
—¡Joder, Santos! ¿Qué quieres?
—Patricio, escúchame, por favor. La fiesta del otro día no fue en honor de Los Beatles. Ninguno de los que fueron te conocía ni conocía tu novela. Ni los periódicos la mencionan ni las revistas ilustradas dirán nada. Era la fiesta de la primavera que todos los años se ha celebrado allí. Patricio, todo esto me huele muy mal. Deja a esa mujer y vente conmigo.
—¡Suéltame el brazo, coño! Lo que te pasa es que estás celoso. Déjame en paz.
—No estoy celoso, Pátric; yo también me acosté el día de la fiesta con una mujer mayor que yo.
Pero Patricio no le oyó; se había liberado de su amigo y se iba a montar en el auto cuando Santos volvió a sujetarle:
—¿Adónde vas? ¿Es que no me has oído? Esa mujer te está engañando.
Patricio deshizo el ademán de subirse al Packard, se acercó muchísimo a la cara de Santos, como si fuera a darle un beso en la boca. Pero no se lo dio.
—Santos, por favor, vete a tu pueblo, conságrate a los cerdos, come matanza, cásate con una buena chica, ten dos hijos, haz lo que te dé la gana, pero déjanos en paz —le susurró a media voz; se metió en el auto y dio un portazo. El Packard enorme y negro desapareció, poquito a poquito, carretera de Vicálvaro.
—Vengo a despedirme. Me marcho a mi pueblo; lo dejo todo.
Homero Mur levantó la cabeza y le miró por encima de los lentes.
—¿Tanto le ha afectado la muerte de Babenberg?
—Me ha impresionado un montón, pero no me voy por eso; me marcho porque me he quedado sin amigos en el Victoria: Martini se acaba de marchar a una comuna…
—… Y Patricio está con la viuda… —terminó Homero Mur.
—Sí. Y supongo que no volverá por el hotel. —Hablaba Santos con un tono arisco y desabrido que le sorprendió incluso a él mismo.
—Esa mujer es mala gente y está engañando a Patricio. No sé lo que pretende, pero le está engañado a base de bien. Le dijo que iba a dar una fiesta para celebrar la publicación de su novela, pero resulta que la recepción del otro día no fue en su honor; era la que dan todos los años al comienzo de la primavera. He intentado abrirle los ojos, pero ha sido inútil; Patricio se piensa que todo fue por él. En fin, ya es mayorcito para saber con quién va y con quién no va. Siento decirle, don Homero, que estaba usted muy equivocado. El pobre Leo, como ve, no era tan peligroso como usted lo pintaba; la peligrosa es ella. Ni usted ni nosotros nos dimos cuenta de eso.
—Tiene usted razón, Santos. Veo que comienza a analizar la realidad —repuso Homero con ironía, y añadió—: Por su boca, de todos modos, habla el despecho. Mucho me temo que le ciega la lujuria, o el amor, como quiera llamarlo. La pasión, a fin de cuentas. Mire usted: de todos los personajes de esta historia, María Luisa es el más inofensivo.
—Yo le creería, don Homero; pero es que es superior a mí. Sus historias me parecen fabulosas.
—Por eso no salimos nunca ni de tontos ni de pobres. Nos pasamos toda la vida tomando las narraciones fabulosas por historias y, cuando por fin conseguimos entrever la historia verdadera, ésta nos suena tan fantasiosa que no nos la creemos.
—¿Cómo me voy a creer sus historias cuando los hechos le quitan la razón? Según usted, Babenberg quería destruirnos, y Patricio nunca iba a publicar su novela. Pues ¡toma ya! Resulta que el destruido es precisamente Babenberg, y que además se ha matado después de publicar Los Beatles, para que luego diga usted.
—¿Conque ha publicado Los Beatles? ¡Qué interesante! ¿Dónde? ¿Lo sabe usted? —preguntó Homero Mur con sorna.
—En una editorial de Lisboa.
—Ya veo. ¿Y podría usted conseguirme un ejemplar? Porque yo, por más que lo he intentado, no he dado con ninguno. Como yo, supongo que habrá mucha gente.
—Don Homero, por Dios: si el barón, q.e.p.d., sólo quería destruirnos porque le estábamos jorobando el negocio, ¿por qué se hizo nuestro amigo en vez de darnos una somanta de palos?, ¿por qué publicó a Patricio en vez de quemar el manuscrito?
—El amor, la lujuria, la pasión, llámelo como quiera.
—Sandeces, don Homero, perdóneme que le diga.
—Desde que empezaron a ir con Babenberg he pensado mucho en ustedes; he intentado mantenerme informado por varias vías y he analizado todo el material que me llegaba. Un buen día, sin embargo, me di cuenta de que en todos mis razonamientos había dejado siempre al margen el factor humano. Terrible error, porque lo pequeño —los pisotones, los gestos, las manías— siempre mueve lo grande, las grandes ideas, las grandes revoluciones, los grandes hombres. En cierto modo tiene usted razón: yo estaba equivocado. La lujuria, ese pequeño cosquilleo, ha movido en esta historia más montañas que el dinero. Ahora comprendo lo que nunca entendí muy bien: por qué el barón se los intentaba camelar cuando ustedes lo único que estaban haciendo era fastidiarle el negocio. ¿Quiere saber por qué, o no? —le desafió Homero Mur. Santos hubiera tenido que marcharse en ese momento, pero otro pequeño cosquilleo, la curiosidad, le hizo permanecer en el despacho y preguntar:
—¿Por qué?
—Por la pasión. La sociedad anónima formada por Babenberg y Ortega se vino abajo cuando Ortega cometió el error de acostarse con María Luisa.
—Y si yo le dijera que el barón era homosexual y adicto a la morfina, ¿qué me contestaría usted? —preguntó Santos con aire interesante.
—Que no se crea usted tan interesante por saber eso; que eso es un secreto a voces o, mejor dicho, un falso secreto a voces, rumores interesados; Babenberg prefería ser maricón que cornudo. Leo Babenberg detestaba hacer el ridículo; por eso se construyó esa fama de sodomita redomado y vicioso, de enfermo decadente que debía tomar morfina constantemente para soportar los terribles dolores que le producía la sífilis. Pero era mentira; a Babenberg le gustaban las mujeres y estaba muy enamorado de la suya. En esta historia el verdadero motor es el amor, la pasión, la lujuria, llámelo como quiera, no el dinero. Cuando Ortega empezó a acostarse con su mujer, Babenberg tomó la decisión de machacarle, aunque eso significara arruinar su inversión literaria. El barón estaba considerando las diferentes posibilidades que tenía de acabar con el insigne pensador cuando apareció en escena un grupito de jóvenes iconoclastas, destructores de tertulias, que contenía en su interior un miembro que había escrito una excelente novela realista, titulada Los Beatles. Esta novela, además de ser lo suficientemente buena como para crear afición, encarnaba exactamente lo contrario de lo que propugnaba Ortega. Le vinieron ustedes al pelo. Por eso se hizo tan amigo suyo, porque el dinero ya no le importaba nada. Con una mano continuaría financiando el proyecto y con la otra publicaría Los Beatles. Era un plan maquiavélico: quería publicarla con un prólogo de Ortega que la bendijese. La novela, estaba seguro, cautivaría al público; y la empresa del propio Ortega se tambalearía. Cuando El Proyecto empezara a fallar, Babenberg retiraría su dinero y vería sufrir, consumirse y agonizar al viejo que le había puesto los cuernos. La pregunta era: ¿cómo conseguir que Ortega prologara algo que iba contra él mismo, contra sus ideas, contra sus intereses? La respuesta está en el sexo. María Luisa fue quien le sacó a Ortega la promesa de escribir un prólogo; el filósofo estaba loco por ella. Pero de nuevo la lujuria, la pasión, el amor, llámelo como quiera, hizo aparición en la historia: Patricio cometió el terrible error de acostarse con María Luisa. Inmediatamente se granjeó el odio no sólo de Ortega, sino también y sobre todo de Babenberg. Y ahí volvieron a cambiar los planes: a Babenberg no le urgía tanto la destrucción del viejo Ortega cuanto la del jovencito y vanidoso Patricio. Para lograrlo, lo primero era conseguir que Ortega se echara atrás y no escribiera el prólogo prometido. El filósofo sospechaba que a María Luisa le gustaba Patricio, pero no tenía constancia de que se hubieran visto íntimamente. La gamberrada del cerdo le dio, sin embargo, la excusa perfecta para no escribirlo. Estoy seguro de que Babenberg les animó a ustedes a llevarla a cabo, ¿me equivoco? A continuación, como si estuviera haciéndole un gran favor, Babenberg le ofreció publicar Los Beatles; pero, claro, después de lo que había sucedido, tenía que publicarla una editorial no española, etcétera, etcétera. Resultado final: Patricio tiene su novela en una editorial pequeña e inofensiva, con poca tirada y deficiente distribución, para que no dañe el proyecto de Ortega. Como usted mismo ha percibido, se ha utilizado la fiesta que los Babenberg celebran todos los años para hacer creer al pobre Patricio que todo el mundo le conoce y que España entera está pendiente de su obra; pero, en realidad, ninguno de los presentes sabía quién era él y qué cosa Los Beatles. Ahora, sin ser consciente de ello, Ortega va a representar a la perfección el papel que Babenberg ha escrito para él; me apuesto veinte duros a que en menos de un mes aparece una crítica devastadora contra Patricio, sólo por si algún lector avisado ha conseguido dar con un ejemplar de su novela. Cuando eso suceda, Babenberg ya no estará a su lado para, digamos, ayudarle, entre comillas. Patricio acabará amargado, y María Luisa le abandonará, eso seguro. A Babenberg le gustaría estar vivo para ver la lenta agonía de su amigo, Santos. Y no estoy yo tan seguro de que no lo esté: morirse poco antes de que este espectáculo termine me parece un fallo demasiado grande, una torpeza impropia de él. Además, todavía tiene que ajustar cuentas con Ortega. Y si no, al tiempo.
Desde que Homero Mur dejó de hablar hasta que Santos tomó la palabra transcurrió un largo intervalo durante el cual éste intentó sin éxito inmediato volver a enfocar la vista, que se había perdido a través del ventanal del despacho, más allá del horizonte. Así, sin ver nada claro, ciego, le contestó:
—Don Homero, si no fuera porque le conozco, pensaría que se ha vuelto modorro. Usted siempre me ha dado consejos; ahora yo quiero darle uno: salga de este despacho porque está usted perdiendo la cabeza. No sé cómo se le pueden ocurrir a usted todas esas extravagancias. Yo me voy porque como me quede un minuto más en Madrid, el que se va a volver tarumba voy a ser yo. No aguanto más esta ciudad. Aquí todo es oscuro y confuso; aquí cualquier persona, aunque no tenga nada que ver contigo, puede hacerte daño. No sé si he enfermado o qué me pasa, pero estoy obsesionado por irme de aquí, por esconderme de todos. Fuentelmonge me parece el único lugar seguro. ¡No sabe usted el ansia que tengo de volver a la casa de mis padres y sentirme protegido por su vulgaridad y por su santa ignorancia! Me voy…
Santos se puso en pie.
—Pensándolo bien, tal vez lo mejor que usted puede hacer es marcharse —le repuso Homero sinceramente, sin rencor, levantándose también y sintiendo algo de lástima por aquel muchacho tan débil. Se estrecharon la mano.
—Cuídese, Santos; y, si viene por Madrid de nuevo, no dude en llamarme.
Salió confundido del despacho y cerró la puerta con un cuidado extravagante. Y en ese momento, un instante antes de soltar el pomo, Santos se pareció al muchacho que cinco años antes había abierto esa misma puerta y se había maravillado de que en ese despacho pudiera haber tanta luz. Pero no era el mismo.
Se despidió de sus tíos asegurándoles que se marchaba al pueblo a estudiar los exámenes finales; y, tras sentir en carne propia el bigote de su tía, bajó las escaleras preguntándose si existieron realmente aquellos días en los que se mataba a pajas por ella. Llegó a la estación con unas horas de adelanto; localizó su compartimento de primera, cerró la puerta y se quedó un instante de pie, fatigado, con la frente desmayada contra el cristal y las manos agarrando con una fuerza inútil los tiradores de las puertas correderas. Si alguien le hubiera sorprendido en ese intervalo de fugaz inmovilidad, que es muy parecido a ese otro que aprovechan los acróbatas para girar sobre sí mismos y cambiar de trapecio, no habría sabido decir si acababa de encerrarse o si se disponía a salir del tren como salió la primera vez que llegó a Madrid con aquella vieja maleta. Se sentó y contempló el andén desierto por la ventanilla con la mirada fija en un adoquín de granito. De repente, las puertas de su compartimento se abrieron violentamente.
—¡Joder, Nefasto, por fin te encuentro! He pasado por el Victoria, y me han dicho que te acababas de marchar a tu pueblo. He venido a toda hostia. Menos mal que te he pillado.
Santos sonreía beatíficamente, sin ganas, como un obispo. Martini intentaba recuperar el resuello. Que si de verdad se marchaba a su pueblo. Que sí. ¿Y eso? Ya me dirás qué coño hago yo en Madrid: tú estás hecho un guerrillero y sólo apareces por sorpresa, y Patricio se ha marchado con María Luisa…
—¡Ah, conque lo sabes!
—Lo sabe todo el mundo.
Martini miró la hora y le preguntó que cuándo salía el tren. Fallaba todavía media hora. Entonces Martini se sentó y le dijo:
—Voy a contarte algo.
En otros tiempos este tono de máxima confidencialidad que el tuerto imprimió a su frase le hubiera hecho incorporar el tronco y colocar la oreja en la boca del amigo con un cosquilleo de excitación en el vientre. Pero Santos siguió repantigado en el asiento. Su único movimiento fue juntar las manos y llevarse los índices al labio inferior. Un gesto muy clerical (ya se ha dicho que sonreía como un obispo).
—¿Te acuerdas de que el día de la fiesta me dejaste encerrado con aquellas tías? Bueno, pues me deshice de ellas y me perdí por los pasillos y habitaciones del palacete. Es un palacio acojonante que habría que expropiar a la voz de ya. Resulta que en un saloncito, por ahí, dentro del palacio, sorprendí a Patricio y a María Luisa. Estaban cuchicheando. Me escondí para escuchar de qué hablaban porque pensé que se estarían diciendo guarrerías. Pero ¿sabes lo que oí? Oí que Patricio le decía a María Luisa: ya me lo he liquidado.
Martini le escrutó, pero Santos no se movió un ápice.
—¿No te lo crees? —le preguntó Martini con aire ofendido.
—¡Claro! Yo creo a todo el mundo, Martini. Ése es mi problema. Algunas veces me pregunto si suceden las cosas.
—¿Cómo dices?
—Nada, nada; pensamientos que yo tengo. Martini, ahora dame un abrazo y déjame solo, por favor.
Martini se levantó sin voluntad, se dejó abrazar por su amigo y él a su vez también rodeó el tórax de aquel tipo tan frío, tan serio, tan descreído y arisco que no tenía nada que ver con el Santos de toda la vida.
—Cuídate, Martini; que te vaya todo muy bien, y no me hagas mucho el loco.