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«El viernes, cinco de diciembre, último día de clase, a las nueve de la noche, tendrá lugar, como todos los años por estas navideñas fechas, el Recital Extraordinario de la Natividad del Señor. Presidirán la velada poética SS. MM. los Reyes de España, don Alfonso y doña Victoria Eugenia, quienes estarán acompañados del presidente de la Junta, general Primo de Rivera, y de miembros de la misma. Nuestro ilustre visitante, el exquisito poeta y refinado prosista Juan Ramón Jiménez, hará lectura de sus últimas composiciones, en las que se percibirá su proceso continuo hacia la desnudez o pureza poéticas. Asistirán además al susodicho y extraordinario recital las más excelsas personalidades del mundo de las letras y los números españoles. Tendremos con nosotros a don José Ortega y Gasset, el incansable luchador por la europeización cultural de España; al ilustrísimo señor catedrático don Miguel de Unamuno, la más fuerte personalidad de la generación del 98; a don Santiago Ramón y Cajal, el ilustre neurólogo de fama mundial; a don Gregorio Marañón, que junto a una ingente labor científica cultiva los estudios históricos; a don Eugenio d’Ors, célebre por su pseudónimo “Xenius”; al ingenioso escritor don Ramón Gómez de la Serna; a don Ramón Pérez de Ayala, nacido y educado en Oviedo; y al barón Leopoldo Babenberg, ilustre mecenas, inspirador de las últimas empresas culturales, amante de las artes y amigo de esta casa. Además del susodicho, exquisito poeta y refinado prosista, recitarán los ilustres profesores universitarios don Jorge Guillén y don Pedro Salinas, muy amigos entre sí; y los siguientes chicos jóvenes: Rafael Alberti, José Bergamín, Juan Chabás, José María Hinojosa, Dámaso Alonso y Vicente Aleixandre. Tras este recital tan fantástico, Federico, el mejor intérprete del alma de Andalucía, nos obsequiará con una lectura pública de sus últimos poemas y con un recital de su música.

»Calificación de la asistencia: “Sublime” (suspenso final si no se asiste y cartita a los padres que te crió).

»Firmado: la Dirección / el Sr. Iglesias, ordenanza y bedel por concurso público de méritos, P. A., a uno de diciembre de 1923.

»DIVERSIDAD, MINORÍAS, CULTURA Y ATLETISMO

Don Ovidio Buche, primer premio del último certamen de poesía de Socuéllamos y hermano de don Gerardo, el zapatero lector de enciclopedias, había sido invitado por éste para que leyera en la tertulia sus últimas poesías y borrara, en la medida de lo posible, el mal sabor de boca que habían dejado aquellos gamberros de la Residencia. Había leído con mucho sentimiento durante toda la tarde, y por fin atacaba los últimos versos del postrero poema:

—Cantar de la tierra mía, otro verso, que echa flores, otro verso, al Jesús de la agonía, otro verso, y es la fe de mis mayores, otro verso, oh, no eres tú mi cantar, otro verso, no puedo cantar ni quiero, otro verso, a ese Jesús del madero, otro verso, sino al que anduvo en la mar. Se acabó.

Don Ovidio Buche levantó la cabeza y su mirada se encontró con la de su hermano, que le miraba orgulloso y movido en medio de un silencio que empezó siendo estremecedor y terminó por ser simplemente incómodo. Transcurrieron varios minutos sin que ningún contertulio abriera la boca. El poeta don Ovidio los miraba desconcertado, pero no conseguía cruzar su mirada con otra que no fuera la de su orgulloso y movido hermano, ya que los demás habían fijado la vista en diferentes objetos del café.

—Bueno, ¿qué les parece? —tuvo que preguntar finalmente su hermano, don Gerardo Buche.

Primero, pertinaz, continuó unos instantes el silencio. Luego, hubo voces que se aclararon, ejem, ejem; y finalmente tomó la palabra Bernabé Hieza, quien con mucha cautela, con mucho tacto, preguntó:

—¿No le parece que su poesía está muy influida por la de Machado?

Don Ovidio cerró los ojos, esbozó una sonrisa y asintió suavemente, como si esperara la pregunta.

—Me lo han dicho muchas veces; y, en cierto modo, es lógico que la gente piense eso. Este último poema, por ejemplo, no es que esté influido, es que es clavado.

—Sí, vamos, eso quería decirle —aclaró Amadéus satisfecho de que don Ovidio se hubiera percatado de la similitud.

—Pues bien, ¿se querrán creer ustedes que este poema lo tenía yo en la cabeza, sentido como quien dice, tres años antes de que Machado lo sacara a la luz? Mi hermano Gerardo es testigo.

Don Gerardo Buche asentía solemne. Su hermano continuó:

—Yo no sé cómo ese hombre se entera de mi vida y de mis sentimientos, de verdad. No digo que copie mis creaciones telepáticamente; digo que desde que le conozco, viene revelando cosas muy mías y muy íntimas. Muchas de estas emociones las experimenté hace tiempo; son sentimientos de cuando era un chaval, pero igualmente personales. Le he escrito una carta pidiéndole explicaciones, pero ¿se creerán ustedes que me ha contestado? Ni por pienso. Escribí también a ese reportero, Paco Martínez Johnson, para hablarle del caso; y miren lo que le ha pasado. No quiero pensar mal, pero qué casualidad que Paco Martínez Johnson muera precisamente cuando recibe una carta mía.

—¡Hombre! Yo a Machado le conozco bien y puedo asegurarle que don Antonio será lo que usted quiera menos un asesino. Vamos que, en caso de duda, yo respondo por él si es necesario —se ofreció don Maximiliano con solicitud.

—Si yo no digo que sea un asesino; digo que qué casualidad que cuando Johnson va a descubrir el pastel, se lo cepillan.

—¡Ah!, pero ¿no ha sido un accidente? Pensé que le había pillado una motocicleta —confesó don Maximiliano Quintana.

—Se han oído tantas versiones diferentes que yo estoy como si no hubiera oído ninguna —se quejó don Andrés Bonato.

—Mi amigo Melchor Reyes, que trabaja en Gobernación, me ha dicho que, según la autopsia, se tiró bajo las ruedas del tranvía ahí, en la Glorieta de San Bernardo —dijo Amadéus muy circunspecto, dándose mucha importancia por tener un amigo en Gobernación.

—¡Qué lástima que un hombre tan inteligente haya tenido una muerte tan vulgar! —se quejó don Gerardo Buche.

—Inteligente le parecería a usted, Buche. A mí me parecía más bien un ave de garrapiña —dijo don Marcelino Valtueña, el amante de las autopistas.

—Querrá usted decir de rapiña —le corrigió Amadéus, pero don Marcelino no le hizo caso, aunque sí crispó el gesto. Siguió hablando:

—Un tío que se gana la vida criticando sin base real a todo quisque viviente es un animal carroñero. Yo no le veo a esas fábulas la inteligencia por ninguna parte.

—¿Fábulas, dice usted? Ya verá como la historia de estos años se escribe teniendo en cuenta los reportajes de Paco Martínez Johnson. Él fue el único que se atrevió a llamar a las cosas por su nombre y a tirar de la manta en este país de chollos y de enchufes —sostuvo Amadéus.

—A mí me parece que algunas veces exageraba un poco —apuntó el poeta Bernabé Hieza—. La manía que le había entrado con la pobre Residencia no era normal. Él encarnaba lo que intento expresar en mi poema «La rima, esa molesta redundancia», en donde critico todo lo que sea repetición a cualquier nivel.

En la tertulia rival, don Carlos Hernando pretendía que sus compañeros entraran en razón:

—Ya estamos escaldados; ahora debemos ser prácticos. Pasemos por alto rencillas cicateras tan viejas como estériles y miremos hacia adelante; fundemos un proyecto de futuro.

—¿Qué quiere usted decir con toda esa palabrería? —preguntó desconfiado el señor Iglesias.

—Quiero decir que por cuarenta duros podríamos traer a Juan Ramón Jiménez, o incluso a don José Ortega. Si cuarenta duros es mucho para una sola tertulia, y lo es, eso por descontado, unámonos a los de arriba; de ese modo tocaremos a menos. A eso llamo yo pasar por alto rencillas inútiles y mirar hacia delante.

Eleazar Pulido se mostró reacio a esa idea:

—¿Unirnos a esos ignorantes?

—Son ignorantes, pero también son muchos. Tantos, que reducirían a la mitad el precio de una gran figura. Pensémoslo.

—Yo no lo veo mal —se decidió el empleado de la Compañía de Ferrocarriles de Madrid a Zaragoza y Alicante, don Críspulo Pinar.

—¿Y nuestra identidad cultural? —insistió Eleazar.

—¿Qué identidad cultural ni qué ocho cuartos? Hay que renovarse a cualquier precio o morir, como dijo el poeta —sentenció don Obrero.

—Renovarse, sí. A cualquier precio, no. Morir, tal vez. A mí no se me caen los anillos por unirme a los de arriba, pero me niego a pagar un céntimo para que venga alguien relacionado con la Residencia —hizo saber Ventura Tunidor.

—¿Y eso por qué, si puede saberse? —inquirió, un poco molesto, don Carlos Hernando.

—Porque allá arriba son todos una pandilla de corruptos, si es que no son algo más, fíjese lo que le digo —repuso Tunidor.

—Óigame, Ventura, que yo trabajo allí arriba y no le voy a permitir que diga eso —le amonestó el señor Iglesias.

—Yo no digo nada; lo dicen los periódicos. Y no sólo hoy. Todos los días.

—Los periódicos no; solamente el periódico del Johnson ese —aclaró don Carlos Hernando.

El señor Iglesias se recostó ligeramente sobre la mesa acercándose a Ventura Tunidor, que estaba frente a él:

—¿Sabe usted por qué Paco Johnson, que en paz descanse, se metía con la Residencia? Se lo voy a decir yo, para que lo sepa: porque no admitimos a su hijo. No es porque la Residencia esté corrompida; es porque no admitimos a su hijo, mire usted por dónde. La Residencia sólo acepta a estudiantes de provincias, y así se lo dijo el director. Bueno, pues ¡no quiera ver usted cómo se puso!; que si ustedes esto, que si ustedes lo otro. Al día siguiente empezó con todos esos artículos y encuestas. ¡Decía unas cosas que no tenían ni pies ni cabeza! ¡Vamos, que decir que los chicos van por ahí metiendo pistolas por el trasero! No se puede decir eso en los periódicos.

—¡Pero si Paco Martínez Johnson no tenía hijos! —exclamó don Críspulo Pinar.

—No importa —repuso el bedel—. No se puede decir lo que él iba diciendo por ahí se tenga hijos o no. La gente no sabe nada y se lo cree todo. Luego, claro, me paran los vecinos por la calle y me dicen lo que usted: ¡anda, señor Iglesias, en menudo sitio te has metido! Pero, que yo sepa, no han cortado las partes a nadie. Y lo de la pistola en el pompis, pues menos pistola y menos pompis. En la Residencia, como en la mili, como en todos los sitios donde hay juventud, los veteranos hacen novatadas a los de primer año como se han hecho toda la vida, y nunca ha pasado nada. Resulta que la otra noche fueron a hacerle la novatada de rigor al chiquito ese del parche que estuvo el otro día en la tertulia de esos ignorantes, el sobrino de ese artífice genial del estilo que es Azorín. Como el condenado tiene muy malas pulgas, en vez de aceptarla, se puso hecho un basilisco. Pero de ahí a decir que le metió una pistola por salva sea la parte hay un abismo. En fin, para bien o para mal, ya no habrá más artículos de Johnson.

—Usted vio el accidente, ¿no, don Obrero? —preguntó don Críspulo.

—¡Me cago en la puñeta que si lo vi! A la misma distancia que está usted. Menudo cuerpo que se me puso. No le digo más que cómo me vería el barón, que me tuvo que ofrecer un brandy al punto de la mañana.

Aquí don Obrero hizo una pausa antes de relatar lo que había sucedido:

—Pues nada, que estábamos los dos ahí parados, en Fuencarral, casi en la plaza de Santa Bárbara, cuando, sin comerlo ni beberlo, uno que venía corriendo le empujó justo al paso del tranvía y adiós muy buenas. Partido en dos: las piernas por un lado y el cuerpo por otro. Imagínense.

Hubo un momento de silencio en el que todos vieron delante de sus ojos la carnicería descrita por don Obrero. El primero en recuperarse del horror fue don Carlos Hernando, que dijo:

—He oído que la Guardia Civil piensa que se trata de un asesinato y no de un accidente, y que están buscando a los gamberros esos que amenazaron a Ramón con la pistola y que van por ahí provocando a todo el mundo. Al parecer, hay muchos testigos que coinciden en que la persona que empujó a Martínez Johnson tenía un parche en el ojo.

—Lo que te digo: ¡Martiniano Martínez! —exclamó el señor Iglesias.

—¡Ande, don Carlos, que tiene usted más imaginación que imaginación! Allí no hubo más testigo que yo, y le puedo decir que ni la Guardia Civil me ha preguntado nada ni el tío que empujó al reportero ese tenía un parche, eso seguro —afirmó don Obrero.

—No sé, no sé. Yo le digo lo que he oído.

—Si uno hiciera caso de todo lo que oye o de todo lo que lee, se volvía loco, fíjese lo que le digo.

«Madrid, 18 de noviembre de 1923

»Queridos todos:

»Espero que os encontréis bien, a Dios gracias. Empieza a hacer frío en este Madrid, y yo he cogido un catarrillo sin importancia que me hace moquear. Por lo demás, todo igual. Tengo pensado comprar un billete para el día 23 de diciembre, si Dios quiere, como todos los años.

»No os podéis imaginar con quién coincidí la otra noche en una ocasión, de aquí, de Madrid. ¿No lo adivináis? Pues con el barón Leo Babenberg. Que chinchen la Justa y la Araceli. Es más alto que en las revistas y es muy serio. Estuvimos tomando el vermú con él y con un amigo suyo. Estuvimos hablando de todo un poco, y me preguntó de dónde era y también por los estudios. Le dije que los estudios iban fenomenales y que yo era de Fuentelmonge. ¿Os podéis creer que conoce Fuentelmonge? Me puse más contento que unas pascuas. Dijo que había pasado por allí una vez, y también que estaba muy interesado en la cría de cerdos, y que a ver si nos reuníamos un día para que le explicara los secretos de la crianza. ¿Os imagináis a vuestro Santitos hablando con el Babenberg? Cualquier día me veis en las revistas. Igual hasta salgo pronto porque hacernos, nos hicieron una foto. A su mujer no la conocí esa noche porque no estaba, pero como hemos acabado tan amigos, resulta que me ha invitado a cazar a su finca. ¡Lo que me he podido arrepentir de no haberme traído el traje de cazador de padre! Ahora, en cuanto termine esta carta, me voy a pasar por una mercería que hay cerca de la tía. Cuando vuelva de la cacería os contaré cómo ha ido todo.

»Besos y abrazos a todos de quien os quiere,

»Santitos.

»¡Hola otra vez! Pensaba haber echado al correo la carta, pero me la dejé en la mesa y luego me fui a la cacería. Pasamos el día en el campo con el Babenberg y su mujer, que es guapísima, mucho más guapa de lo que sale en las revistas. Había muchos invitados, muchos marqueses y condes y todo eso. El Rey no vino, pero dicen que suele ir mucho. No pude encontrar un traje de cazador y me tuve que poner el terno de los domingos, que se me llenó de cardos. ¡Lo que me pude arrepentir de no haberme traído el traje de padre! Cacé un ciervo de aquí te espero. Le metí un tiro que para qué, y estuvieron a punto de darme el premio principal, que se llama el pavo. Me llevó y me trajo un auto particular del barón, con su chófer y todo. Me he hecho muy amigo de él y de su mujer, y hemos quedado en volvernos a ver. Bueno, ya os contaré cuando vaya para navidades. Tengo ya billete para el 23, como todos los años. Ahora ya sí que me despido. Un abrazo para todos.»

No es que se arriesgaran; es que aquella mañana el Moreno estaba haciendo gestiones fuera de la Residencia. Luis Araquistáin aupó al Temario, y éste empezó a gritar:

«Compañeros residentes, creedme, es urgente que la opinión pública española conozca el tema de lo que está pasando aquí, la opresión de la que estamos siendo objeto, el permanente chantaje criminal al que la Dirección nos somete diariamente. Compañeros: estamos siendo dirigidos, manipulados por una banda criminal, por una mafia que no ha dudado ni dudará en asesinar si alguien pone en peligro el tema de sus intereses. La última víctima ya sabéis quién ha sido: el reportero Paco Martínez Johnson, que, haciendo caso omiso al tema-amenazas, nos había ofrecido su periódico. Allí estuve yo denunciando la corrupción que existe aquí. Allí estuvo el compañero Martini denunciando la ley del terror que nos han impuesto aquí. Al día siguiente Gervasio López Paradero le empujó justo cuando pasaba el tranvía de Hortaleza. Hemos podido agenciarnos las declaraciones oficiales de los testigos, y todos describen al del empujón como un tipo grande con poco pelo, unicejo y con fino bigotillo. Mirad a vuestro alrededor y decidme cuántos veis con esas características».

Gervasio, bravucón y descerebrado, le interrumpió poniéndose en pie:

—Temario, te voy a cortar los cojones y te los voy a meter en la boca para que te calles de una puta vez.

Pero una mirada del Cantos bastó para sentarle. El Temario sonrió satisfecho. La provocación había dado resultado.

—Tengo pruebas de que la Residencia ha dejado de ser aquel proyecto pedagógico revolucionario y de que se ha convertido en una herramienta de propaganda cultural y política en manos de un grupo que sólo persigue el tema-beneficios económicos, y en el que están todos pringados: desde el director hasta los López Paradero pasando, claro está, por Juancho, por Moreno y por gente aparentemente tan respetable como Ortega. Mientras la Residencia conserve su prestigio social, todos los productos que tengan que ver con ella se venderán como churros. Por eso hay que traer a Juancho el fino; por eso hay que dar la impresión de convivencia pacífica; por eso hay que eliminar a quien ponga en peligro El Proyecto.

—¿No te parece que exageras un poco, Temario? —le interpeló alguien, no se ha podido saber quién. Los residentes apoyaron a quienquiera que fuese con un murmullo de aprobación.

—No exagero ni un pelo. Os aseguro que tengo en mi poder actas de reuniones secretas que os pondrían los pelos de punta. Tenemos pensado publicarlas, ya veréis. Pero os diré más: a nosotros no debe importarnos el tema de que alguien gane dinero o no gane dinero; a nosotros lo que nos molesta es el tema de que nos metan a Juancho aquí durante un año, cambien las normas, recorten el presupuesto de becas, expulsen arbitrariamente a los más débiles y no duden en emplear la ley del terror para meternos en cintura, olvidando los acuerdos firmados. En este tema decimos basta. Que ganen todo el dinero que quieran, pero respetando los compromisos. La Residencia nació como proyecto pedagógico revolucionario y debemos unir nuestras fuerzas, para impedir que deje de serlo. Por eso creo que nuestra obligación es llamar la atención de la opinión pública y denunciar ante la sociedad española las aberraciones que se están cometiendo. Compañeros: es imprescindible que aprovechemos la visita de los Reyes y del Gobierno en el próximo Recital Extraordinario de la Natividad para manifestar pública y libremente nuestras quejas. Compañeros: no contribuyáis al engaño; quieren hacer creer que la Residencia es el limbo cultural de España, donde todos somos felices; pero no olvidéis que es mentira. Nosotros no somos felices aquí. Aquí la gente como el compañero Vacunin es golpeada brutalmente; aquí la gente como el compañero Ciruelo es expulsada arbitrariamente; aquí la gente como el compañero Martiniano es violada y humillada sistemáticamente; aquí la gente está dividida en dos grupos: los que tienen la sartén por el mango y los que estamos fritos. Compañeros: no seáis cobardes y manifestad vuestra ira el cinco de diciembre porque sólo unidos podremos vencer.

Muchos residentes esperaron que el Cantos o alguno del Sindicato le contestara algo; pero después de la salida de tono de Gervasio, ninguno levantó la vista del plato y siguieron desayunando como si tal cosa. Algunos residentes, los más observadores, se percataron de que la yugular del Cantos estaba a punto de reventar y salpicarles a todos de sangre. Pátric, Santos y Martini no se fijaron en eso; terminaron de desayunar mientras comentaban que el Temario estaba siendo manipulado por Homero Mur, y salieron a echarse un pito al banco de piedra que todavía se conserva en la entrada principal. Lo llamaban el banco del Duque porque había sido un regalo del duque de Alba a la Residencia.

Desde que eran amigos de Babenberg, como decía Santos, Patricio daba muestras de mayor optimismo y se comportaba con una suave insolencia que, en su caso, era síntoma de buen humor. Pensaba, sin duda, que era un genio incomprendido que acababa de encontrar la horma de su zapato, el mecenas de su vida, su extranjero azul y salvador. Si el barón Leopoldo Babenberg, amigo de todos los artistas e intelectuales europeos, se fijaba en él, ya podían oponerse ejércitos de Ramones y Juan Ramones, que él saldría triunfador y victorioso. Por eso, cuando el exquisito poeta y refinado prosista pasó frente a ellos en un momento de su paseo matutino, no dudó en levantarse el sombrero y saludarle en chunga diciéndole buenos días tenga don Juancho el Fino. El exquisito, sordo al mundo exterior, no le contestó, pasó de largo y ni siquiera quemó esa mínima cantidad de hidratos de carbono que se necesita para dibujar en la cara una mueca de desprecio. Patricio se encogió de hombros y encendió un pito, estiró las piernas, dio una calada larga y se llevó las manos a la nuca.

—¿Qué será eso que ha descubierto el Temario? —preguntó Santos. Martini lo tenía claro:

—El Temario es un fantasma. ¿Es que hace falta tanto misterio y tanta reunión secreta para saber que están todos en el ajo, desde Federico hasta Babenberg?

Patricio saltó, claro, con valor y chulería torera, arrimándose:

—¿En qué ajo están metidos, a ver?

Pero Martini no embistió, sino que miró para otro lado.

—¡Pues en el ajo, tío, en el ajo cultural!

—¡Menudo ajo estás tú hecho! —exclamó Pátric haciéndole un desplante—. El Temario exagera un poco con todas esas historias de asesinatos y crímenes. Los del Sindicato serán unos bestias, pero no van por ahí cargándose escritores. Ya lo dijo el Ruso: el Temario lo que quiere es machacar al Cantos. Todos sabemos que Ramón, Juancho, el Moreno y toda esa gentuza tienen los mismos intereses. ¡Pero que digas, igual que Homero Mur, que Babenberg está metido en el ajo tiene delito! Entérate, Martini: Babenberg es ahora mismo el único con poder y prestigio intelectual suficientes como para oponerse a todos esos intelectuales y artistas que tanto te repugnan. Con él se puede empezar un movimiento contra-vanguardista, una nueva era.

En ese momento volvió a pasar frente a ellos el exquisito poeta y refinado prosista. Patricio le citó desde el centro del ruedo:

—Juancho, estamos hablando de ti. Se oyen unas cosas muy feas de tu persona y de tu banda.

Y entonces Juan Ramón se acercó a ellos y sin mirarlos a la cara empezó a hablar en voz muy baja, suavemente. Y a los tres les dio la impresión de que había desaparecido su acento andaluz:

—Cordero, creo que anda por ahí babeando a todo el mundo para que le publiquen esa tontería que ha escrito. ¿Sabe que es usted el hazmerreír de todos los madrileños? Usted jamás va a publicar en España mientras yo viva. Me han dicho que va por los bares creyéndose un surrealista francés. ¡Un surrealista francés! Usted es un infeliz, Cordero, y es intolerable que se crea un genio. ¿Y su obra? ¿Dónde está su obra genial? ¿Es esa mierdecilla que ha escrito su obra genial? ¿O es ir sacando pistolas y ofendiendo a la gente su obra genial? ¿Es eso lo que le dice su amigo Babenberg? ¿Le dice que usted es genial porque va sacando pistolas a la gente? Me da igual; nos da igual a todos, Cordero. Aunque usted fuera un genio, no iba a publicar una línea en su vida. ¿Sabe por qué? Porque no me da a mí la real gana. Eso si fuera usted un genio, conque ¡figúrese siendo un mediocre como es en realidad! La lista de los que van a pasar en el primer cuarto de siglo, ¡entérese!, está ya cerrada, Cordero; y usted no ha sido incluido en ella. ¿Con qué obra quiere usted pasar a la historia? ¿Amenazando quiere usted pasar a la historia de la literatura? ¡Por favor! Y a ustedes, ¿no les da vergüenza ser las comparsas de un psicópata megalómano? Claro que ustedes solos, por su cuenta, no brillarían nada en esta casa y necesitan la luz temporal de este cortocircuito para lucir por unos segundos. No tienen ustedes dignidad. Han consagrado sus vidas a este mierda; giran ustedes alrededor de este pobrecito que no va a llegar nunca a nada.

Luis Araquistáin, que junto al Temario y a otros residentes presenció por casualidad la escena desde la puerta principal, dice que los tres saltaron a la vez sobre Juancho el Fino, que Juancho se esperaba cualquier reacción excepto ésa, y que, por eso, se quedó al principio como paralizado. Araquistáin dice que durante cinco o diez minutos le corrieron literalmente a sombrerazos por todo el recinto de la Residencia, arreándole de cuando en cuando alguna que otra patada en el culo sin malicia, con el interior del pie, para que corriera más deprisa. Dice que todos se reían; que algunos residentes se asomaron a las ventanas, pero que nadie hizo nada por impedirlo; que el Moreno, como se ha dicho, no estaba y que parece que los del Sindicato habían convocado una reunión urgente después del discurso del Temario. Araquistáin dice que salieron del cuarto del Cantos precisamente cuando oyeron los gritos del Temario, a quien le faltó tiempo para subirse al banco del Duque y gritar a los que se habían agolpado en la puerta principal y a los que estaban asomados a las ventanas que lo que Pátric, Santos y Martini estaban haciendo con Juancho el Fino era el comienzo de la revolución; que había que perder el miedo; que había que utilizar contra las pistolas del Sindicato los únicos temas que tenía la gente decente: los pedos y los sombreros; y que había, finalmente, que reventar como fuese, delante del Rey y de Primo de Rivera, el Recital Extraordinario del día siguiente. Lo último que le oyeron decir muchos residentes fue:

—¡Viva la Revolución de los pedos y los sombreros!

«Distinguido amigo:

»Le agradezco su interés por mi salud, pero no debe preocuparse: son los achaques que Cicerón olvidó mencionar en su alabanza de la vejez. Los médicos me hacen análisis y lo único que encuentran es viejitis aguda por todas partes. Nada serio. Quiero decir: nada anormal. Usted siga escribiendo. Contestar a sus cartas se ha convertido en mi único pasatiempo. Es como escribir las memorias que nunca redacté. Por la mañana, si luce el sol, doy un pequeño paseo por el jardín; en ocasiones me detengo y tomo alguna nota, si recuerdo algo que pueda interesarnos. El doctor Komprintz está furioso conmigo. Esta carta será breve debido no a mi salud, sino al asunto, del que no tengo muchas cosas que decir. Fíjese: después de todo el tiempo que ha transcurrido, a mí Santos me sigue dando náuseas. Dice usted que su primera idea fue escribir en primera persona la autobiografía apócrifa de Santos Bueno. Todavía está a tiempo de hacerlo. Le aseguro que se vendería como rosquillas. Ya se encargaría él de que así fuera. Si se decide, titule el libro Elogio de la mediocridad y dígamelo porque yo quiero participar en el proyecto.

»A lo largo de mi vida me he tropezado con infinidad de seres banales, veniales y mediocres. Pero nunca he encontrado a uno tan orgulloso de no ser nada ni nadie como Santos. Orgulloso sólo en apariencia, porque en el fondo estaba amargado y resentido por no haber podido destacar en ninguna faceta de la vida. Ocultaba esta incapacidad bajo la máscara del aura mediócritas. Claro, él no lo explicaría así, entre otras razones porque a él esta expresión, aura mediócritas, le sonaría a espiritismo. Santos se moría por el reconocimiento público y hubiera hecho cualquier cosa para que le aclamaran multitudes. En cierta ocasión se me sinceró (de vez en cuando le daba por allí, sobre todo si estaba borracho) y me contó una ensoñación que tenía desde pequeño: unos maleantes raptaban a la hija del guarnicionero, uno de su pueblo que por lo visto tenía una hija muy guapa. Los delincuentes pedían un rescate tan alto que sólo podía reunirse con los ahorros de todos los vecinos. Entonces aparecía él, que venía de Madrid en un caballo blanco; le ponían al día de lo sucedido, y él rastreaba los alrededores del pueblo hasta que daba con la hija del guarnicionero. Liquidaba a los raptores, liberaba a la cautiva y entraba triunfalmente en su Fuentelmonge natal con la guarnicionera a la grupa. ¡Hay que ser muy infeliz para disfrutar con estas imaginaciones!

»Su familia había hecho una verdadera fortuna con la cría de cerdos en ese pueblecito de Soria, Fuentelmonge, y él siempre encontraba metáforas porcinoculturales para explicar el mundo. Usted no puede imaginar de qué manera estaba obsesionado con los cerdos. En cierta ocasión me contó que había soñado que sus hermanas le cogían de los pies y de las manos, y que le tumbaban en un banco de madera que usaban para las matanzas; que aparecía su padre con un gran cuchillo, que su madre presenciaba indolente la escena mientras limpiaba el caldero, y que cuando su padre iba a matarle él se despertaba. Un sueño de psicópata, claramente. Consiguió la plaza en la Residencia gracias a su tío, que era practicante y que le ponía las inyecciones a Amador de los Ríos.

»Por cierto, ¿ha oído usted hablar de Marcelino Cárdenas Bueno, primo de Santos? Ahora no sé; entonces Marcelino despreciaba a Santos con toda su alma, pero tenía la desgracia de ser familia directa y la obligación de soportarle en Madrid, ya sabe usted cómo son estas cosas, especialmente entre la gente de pueblo: los parientes deben sentir amor u odio, pero no indiferencia. Marcelino era un buen tipo. Ahora vive en México o en Argentina, me parece. Adquirió cierta fama de dramaturgo durante los años inmediatamente anteriores a la guerra. Le aseguro que tenía calidad. Recuerdo especialmente una obra suya titulada Picadilly Tertulia, que tuvo mucho éxito en Madrid y que a mí me encantó. Luego, el 39 se lo tragó como a tantos otros. Su primo no debió de mover un dedo por él.

»En cuanto al comportamiento de Santos en la Residencia, creo que se llevaba bien con todos, desde el general Cantero hasta Cirilo Cometripas, lo cual para mí es síntoma de la más temible estulticia, Santos también hizo muchas gamberradas junto a Martiniano. Por supuesto, ninguna de ellas debe de considerarse tampoco atentado cultural, ni siquiera sana gamberrada, sino más bien acciones de un joven perturbado sexual. Eso es exactamente lo que era Santos, un obseso sexual, un sex addict, como se dice ahora. Santos me confesó que durante mucho tiempo estuvo obsesionado con las mujeres mayores y concretamente con su tía. ¿Sabe usted quién era su tía Carmen? Era la madre de Marcelino, la hermana de su madre.

»Desde muy temprano, Santos dio muestras de ser un niño prematuramente lujurioso y edípico. Cuando era pequeño colocaba una banqueta baja frente a su madre, la descalzaba y se pasaba horas sobándole los pies. Según me contó tomándoselo a broma, hasta que él no tuvo nueve o diez años, su madre no pudo bailar en las bodas con otro hombre que no fuera su padre porque si el niño Santos lo veía, empezaba a llorar y a revolcarse por el suelo, y no había modo de callarle.

»Cuando Santos llegó a Madrid, su tía Carmen ya no era la tía joven que había salido de Fuentelmonge hacía diez años; pero la infancia pesa mucho, y se enamoró de ella. Me dijo que lo había pasado muy mal: si iba con una prostituta, la prostituta era la tía Carmen; si compraba La Pasión, una revista pornográfica de la época, todas las mujeres le parecían la tía Carmen; cerraba los ojos, y la tía Carmen iba descalza a besarle los párpados y todo lo demás; los abría, y el mundo entero se parecía a la tía Carmen descalza, y entonces se metía en cualquier sitio para cerrarlos un rato; intentaba leer un libro con los ojos abiertos, y desde el blanco de la página le sonreía la tía Carmen, y tenía que cerrar el libro y los ojos también. No se podía estudiar un área de especialización si la mayor parte del tiempo se tenían los ojos cerrados. Resultado: suspendía todo. Lo único que hacía era masturbarse. Se masturbaba continuamente, como un mono, entre diez y quince veces diarias, creo. Una cosa monstruosa. Homero Mur, que fue su tutor en la Residencia, me dijo muchos años después que llegó a abrírsele la muñeca de tanto manipularse. Presumía de haberse hecho pasar por sacerdote para escuchar los pecados de las señoras. Les pedía detalles mientras, por supuesto, se masturbaba. Estaba enfermo y lleno de mierda.

»En fin, no quiero hablar más de él; cuestión de principios. Santos es para mí un tipo repugnante. Tengo muchos motivos para pensar así y él carecía de justificación para acabar haciendo lo que hizo y siendo lo que es. Lo que usted afirma de su padre es mentira. Su padre era un mendrugo; y aunque hubiera sido el monstruo que usted dice, ¿qué? Desde que lo pusiera de moda Kafka —al que usted menciona—, todo el mundo justifica su carácter, cuando no sus atrocidades, echándole la culpa al pobre progenitor. Kafka era un llorón. ¡A nadie nos ha hecho caso nuestro padre cuando éramos pequeños, y sólo a él se le ocurrió escribir un libro quejándose de ello! Por cierto, hablando de libros, ¿sería mucho pedir que me fuera enviando con sus cartas algunos capítulos del suyo?

»Mis mejores deseos. [Firma ilegible.]

»En Belle Terre, a 10 de marzo de 1987.»

3:00. Conticinio en la Residencia. Temario es despertado a hostias y sombrerazos en su propio cuarto.

3:10. Temario es amordazado e introducido en el maletero de un Paige-Jewett, que desciende silencioso por la calle Pinar.

3:22. Temario es sacado a hostias y sombrerazos del auto, y pateado en pleno barrizal del Campo Campana.

3:45. Temario es obligado a colocar su oreja a la altura de un culo. Oye, oye el tema, compañero, le dicen, escucha la revolución de los pedos. Risas. El del culo hace fuerza, pero no se oye un pedo, sino un disparo que le entra por un oído y le sale por el otro.