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«El sábado, cinco de noviembre, a las siete de la tarde, la más fuerte personalidad de la generación del 98, don Miguel de Unamuno, dictará una lección magistral que llevará el título de Madre española e inmortalidad del Yo, en la que profundizará más, si cabe, en los clásicos temas unamunianos de la muerte y la inmortalidad tras aquélla. En esta ocasión los relacionará muy filosóficamente con la idea de su madre, recientemente fallecida. Asistirán a la susodicha y magistral lección: nuestro ilustre invitado, el exquisito poeta y refinado prosista Juan Ramón Jiménez; don José Ortega y Gasset, el incansable luchador por la europeización cultural de España; don Santiago Ramón y Cajal, el ilustre neurólogo de fama mundial; don Gregorio Marañón, que junto a una ingente labor científica cultiva los estudios históricos; don Eugenio d’Ors, célebre por su pseudónimo “Xenius”; el ingenioso escritor don Ramón Gómez de la Serna; y don Ramón Pérez de Ayala, nacido y educado en Oviedo. Tras la lección magistral y mencionada, Federico, el mejor intérprete del alma de Andalucía, nos obsequiará con una lectura pública de sus últimos poemas y con un recital de su música.

»Calificación de la asistencia:

»Trascendente para alcanzar la madurez política (sube tres puntos la nota final, hecha la media de todas las asignaturas).

»Firmado: la Dirección / el Sr. Iglesias, ordenanza y bedel por concurso público de méritos, P. A., a uno de noviembre de 1923.

»DIVERSIDAD, MINORÍAS, CULTURA Y ATLETISMO

«De repente, el tío deja de gemir y husmea el ambiente. Huele mal. Todos nos hemos dado cuenta. Le saca la pistola de la boca y le pide a R… que se baje los pantalones. Efectivamente, R… había defecado involuntariamente. Yo los cogí a los dos, que se intentaron resistir, y los puse de patitas en la calle. Si cuento esto no es por afán de protagonismo o por un innoble sentimiento de venganza, sino porque quiero que prevalezca la verdad sobre cualquier otra consideración.»

Carlos Bonifaz, Los días previos. Memorias, Barcelona, Altarriba Editores, 1989, pág. 678.

Pensó qué sería mejor: si hacerse el inocente y confesar con las manos en la espalda que se había enamorado de ella, o esperar a que se diera la vuelta para cogerla por detrás, pegarse bien a su culo y con una mano en cada teta besarle el cuello y musitarle al oído la deseo, tía Carmen, la deseo como hacía Paolo, el joven protagonista de ¡Diferencia de edad!, con Janis, una mujer madura, en una de las últimas daguerrohistorias de La Pasión. Sin duda esto era lo más efectivo. Su tía podía resistirse como Betty, la inmadura de ¡Que te folle un pez!; entonces él podía decirle lo que Giorgo le suelta a Mireille, su profesora de francés en ¡Historias de las lenguas!, después de confesar que no ha hecho los deberes y antes de hacerle un cunninlingus para compensar su vaguería: «Condéname o absuélveme, yo me tragaré sin protestar todo lo que salga de tus labios». Vaya frase. Si subía a casa de su tía, le apagaba la radio y le decía, mire, tía, me pasa esto, entonces a lo mejor su tía Carmen reaccionaba como Elvira, la mercera de Tela marinera, que vendió su modesto negocio y se marchó a Filipinas con el chico de los recados después de que éste la forzara en la trastienda.

La evocación de sus héroes de ficción, de sus trabajos y sus días, infundió en su espíritu, de natural poco emprendedor, el coraje necesario para cruzar la calle y entrar en el portal de su tía, frente al cual llevaba ya media horita entre la indecisión y la lujuria. Y hubiera entrado de no haber sido porque justo cuando él mudado, si no en Cid Campeador, sí en falcón del conde Arnaldos la caza iba a cazar, ella, vestida con un elegante traje chaqueta de tonos perlinos, abandonó el nido como una paloma gris. Y Santos, que, vuelto ya en muchacho, sintió alivio donde debió sentir pesar, caminó tras ella observando la misma e imprecisa distancia que guardaban los detectives en las novelas de la época; una distancia prudencial.

La vio llegar a Santa Ana y torcer a la izquierda. ¿Adónde iría? Tomó el Callejón del Gato en dirección a Carretas, y Santos creyó tener una revelación. ¿Y si su tía, igual que la señora Moss de ¡Secretos de mujer!, aprovechaba la ausencia de su marido y la estancia de su hijo en Londres para convertirse por las tardes en puta esquinera de la calle Carretas? Podría ser pero, si lo era, o su esquina no estaba en Carretas o se había cogido unos días de permiso, porque la tía Carmen había bajado esa calle sin detenerse y había llegado a Sol. ¿Y no podría tener su esquina en Montera? No: había girado a la izquierda y se dirigía hacia Arenal. O hacia Mayor. En Mayor había algún que otro burdel; si se pensaba bien, era razonable que la tía Carmen no trabajara por su cuenta, sino al amparo de una casa respetable, con una clientela ya hecha. En ese caso todo sería mucho más fácil para él porque entraría en la casa respetable, pediría un vasodilatador y esperaría tranquilamente a que las chicas se presentaran. Cuando su tía entrara descalza en el salón, sorpresa; él repetiría las palabras de Giorgio, y juntos entrarían en un cuarto a cantar El Príncipe Carnaval. Pero la tía no tomó Mayor, sino Arenal; y en Arenal, tenía que reconocerlo, no había muchas casas respetables de las que a él le interesaban. Aún estaba a tiempo de subir hacia Callao, lo cual sería formidable. Rezó para que así fuera, pero Dios no le atendió, y lo que hizo la tía Carmen fue entrar en una mercería. A comprarse unas medias negras, concluyó Santos por necesidad o desesperación; pero acto seguido se recriminó contrito sus palabras: debo ser realista, se dijo, y considerar seriamente la posibilidad de que mi tía no sea puta, que haya venido a esta mercería simplemente a comprar unas inocentes cenefas o el tapetito de un vasar y que ahora, hecho el recado, se vuelva a casa como buena esposa y madre amante. Algo desanimado, Santos aguardó su salida. Y ella salió; pero en vez de deshacer lo andado, qué alegría, siguió Arenal hacia abajo, camino del monte. Podría ser que tuviera un amante con el que se encontraba periódicamente en un piso alquilado o en la habitación de algún hotel, en cuyo caso tenía sentido que caminara, como lo estaba haciendo, hacia la plaza de Oriente. De ese modo las cosas también se facilitarían mucho porque él sólo tendría que chantajearla sutilmente para poder tocarle los pies. Se preguntó cómo sería el amante de su tía. ¿Maduro como el tío Marcelino? ¿Jovencito como él mismo? Seguramente maduro. Seguramente jovencito. Cuando una mujer como su tía Carmen decidía cometer una locura, la cometía bien cometida, de modo que seguramente era jovencito. O maduro. Ella había dicho que prefería a los jovencitos. Nunca se sabía.

En estas cavilaciones iba sumergido cuando sucedió. Por todo lo imaginado, por todo lo deseado, por todo lo transcrito más arriba fue por lo que Santos se quedó turulato cuando vio que su tía no se introducía en una casa decente ni en un pisito alquilado ni en el vestíbulo de un hotel, sino que subía grácilmente dos peldaños, se persignaba y entraba con alegría feligresa en la iglesia de San Ginés.

«… En cierta ocasión un loco le pidió un favor a Ramón. No recuerdo ahora de qué se trataba: un enchufe, una recomendación o algo así. Ramón, que para todo eso era muy recto, le dijo que no tenía por costumbre recomendar por recomendar. Ni corto ni perezoso, aquel tipo sacó un Astra y apuntó a Ramón.

»—O me enchufa o le mato —le dijo.

»Todavía resuenan en mí las benevolentes y dignas palabras del maestro:

»—Muy desesperado ha de encontrarse, hermano, para cometer esta tropelía. Ande, guarde la pistola y dígame qué necesita y cómo puedo ayudarle.

»El tipo soltó la pistola y se derrumbó deshecho en lágrimas. Parece ser que era un gacetillero sin trabajo, y que tenía a toda su familia enferma. Un paria, por decirlo así. Ramón lo colocó en El Sol, donde trabajó muchos años. Y lo que es la ingratitud de la gente sin estudios: este gacetillero, que tendría que haberle estado agradecido toda la vida, fue diciendo por ahí que Ramón se había comportado como un cobarde. Hoy todavía se pueden leer estas memorias fascistas en alguna parte.»

Julio Puertas, Mi vida con Ramón, Madrid, Hacal, 1986, pág. 32.

«CONFIDENCIAL. Junta de Apoyo a la Juventud y las Artes. Actas de la Sesión Ordinaria 2/23. [Siglas sujetas a códigos establecidos.]

»1. La sesión se abrió a las 17:00 sin que se registrara ninguna ausencia.

»2. AJF tomó la palabra para anunciar que la Junta cumplía diez años el día de la fecha y felicitó a sus miembros. Recordó que el empeño de la Junta había sido durante estos años educar, en el más breve plazo posible, a una minoría directora que tomara con pulso firme el timón de un mundo enfermo de anarquía moral, impaciente por tener normas con que regir su vida y ansioso de ser guiado con arreglo a una escala de valores morales. A continuación, tras hacer un balance de la última década, concluyó que el resultado no podía ser más satisfactorio. Por una parte, la Junta estaba consiguiendo acercar la cultura al pueblo sin necesidad de rebajar aquélla, y estaba formando unos ciudadanos siglo veinte que se iban convenciendo de que los folletines de Benito Pérez Galdós constituían lo más truculento que se había escrito en este país, y que eran cada vez más capaces de emocionarse con la poesía, con el arte por el arte, con el arte puro. Por otro lado, los esfuerzos de la Junta habían dado su fruto, y podía decirse que el Proyecto Generación era ya una realidad con ese grupo de artistas jóvenes que vivía en La Casa. Su actividad no había hecho hasta el momento de la fecha sino comenzar, y ya estaba situado en la vanguardia del arte europeo. AJF subrayó que nada de esto hubiera sido posible sin el trabajo de todos y cada uno de los miembros de la Junta. Tras una moderada ovación, JOYG quiso añadir que el esfuerzo que estaban realizando por regenerar la cultura y el gusto artístico de la masa española era el primer paso para conseguir una vertebración social a otros niveles. La Junta, según sus palabras, estaba enseñando a apreciar lo egregio, preparando a la sociedad española para que recibiera a una generación de políticos, artistas y científicos aristocráticos, a una minoría refinada que, sin ese esfuerzo suyo, no sería aceptada a causa del rechazo que sentía la masa hacia todo lo que le recordara su mediocridad. LKB rogó a los miembros que aceleraran el procedimiento y pidió un balance semestral de la estrategia. JMV aseguró que se iban cumpliendo las previsiones. Según él, los últimos rastreos demostraban una caída en la venta de novela y una creciente demanda de género poético y ensayístico. JOYG y Federico eran los más comprados. Las publicaciones de La Casa, así como las de Revista de Occidente, subían. JOYG preguntó si se había rastreado Revista de Occidente en sí. JMV contestó que en el apartado revistas se necesitaba urgentemente un ajuste de la estrategia en vistas a recuperar posiciones. Lo que más se compraba era una revista pornográfica llamada La Pasión. LKB preguntó de quién era. Nadie lo sabía. Se encargó a JMV que creara una comisión que investigara este punto y esbozara un proyecto de anulación o compra.

»3. JOYG apuntó la necesidad de detener inmediatamente el deterioro público que estaba sufriendo La Casa, si no querían que el Proyecto Generación y la estrategia se vinieran abajo, y la urgencia de analizar los incidentes que se habían producido en la Residencia. Expresó finalmente su preocupación por la imagen de caos que La Casa estaba proyectando. LKB preguntó qué era lo que estaba sucediendo exactamente. JMV informó de los disturbios. Al mencionar el asunto de las ventosidades, RGDLS preguntó si se había capturado al culpable. JMV dijo que éste no había podido ser sorprendido in fraganti, pero que las ventosidades llevaban la firma de Cristóbal Heado. Todos los incidentes eran causados por la minoría de siempre, manipulada por él. JOYG dijo que para solucionar el asunto de Heado sólo había dos opciones: a) Se marchaba JR de La Casa, b) Se silenciaba radicalmente a Cristóbal Heado. Según su opinión, sería un error táctico de consecuencias fatales que JR se marchara, puesto que eso equivaldría a reconocer la injusticia cometida. Se mostró convencido de que la solución pasaba por callar a Heado. AJF dijo que hacía unos años habían decidido exactamente lo mismo en el caso de Alonso y que no habían conseguido nada. JOYG se sorprendió y dijo que, a no ser que nadie le hubiera informado, Alonso nunca había sido silenciado; todo lo más, intimidado, que era muy diferente. JOYG propuso votar un castigo ejemplar. AJF anunció que se votaba a mano alzada la aplicación a Cristóbal Heado de un castigo ejemplar. A favor: siete. En contra ninguno. La propuesta fue aceptada. Por su parte, CH manifestó su preocupación por la imagen de horror y violencia física que el episodio del muchacho Fidel, llamado Olivitas, había transmitido a la masa española. RGDLS dijo que la novatada era la tortura de la adolescencia, el pellizco del resentimiento, y que JMV debería ser más duro con los veteranos para evitar casos como el presente. CH propuso expulsar a los veteranos de la novatada, dar propaganda a la expulsión y purificar de ese modo la imagen de la Residencia. Ése sería un modo efectivo de regenerar la fama de La Casa. JOYG estuvo de acuerdo. JMV, sin embargo, se opuso radicalmente a eso, y recordó que él era el responsable del funcionamiento interno de La Casa. A él le parecía que a la larga la expulsión de esos veteranos sería perjudicial. CH propuso votar la propuesta, pero JMV pidió ser escuchado antes de la votación. En primer lugar, se quejó de que a los presentes sólo les preocupaba si La Casa desempeñaba o no a la perfección el papel para el que había sido diseñada, sin atender a nada más. En segundo lugar, preguntó si alguien tenía idea de lo que era utilizar en favor de la estrategia un hotel de quinientos señoritos. JOYG le recordó que ése era su trabajo. JMV replicó que eso era precisamente lo que estaba tratando de decir. Él no se interfería en el trabajo de los demás, de modo que exigía idéntico trato para con él. JOYG señaló que, en cierto modo, su incompetencia dificultaba el trabajo del resto. JMV protestó; consideró injusto que se juzgara un trabajo de diez años por los acontecimientos de los últimos meses; e hizo ver a los miembros que, para conseguir que La Casa pareciera una balsa de aceite, era necesario un sistema de cloacas muy sofisticado que triturara cualquier elemento que turbara la superficie. Tal sistema, creado por él, había funcionado perfectamente durante diez años. Los últimos acontecimientos no eran sino anécdotas, si se comparaban con la efectividad que durante una década habían demostrado tener esos desagües. JMV concluyó diciendo que, si esos veteranos eran expulsados, la avería en el mecanismo se tornaría irreparable, y que él se vería obligado a dimitir. Por último, se preguntó si el reportero de La Libertad, Paco Martínez Johnson, que todas las noches se dedicaba a difundir calumnias sobre La Casa, no tendría gran parte de la responsabilidad del deterioro de La Casa. Ése era el punto que necesitaba ser resuelto urgentemente. Se comprometió a solucionarlo si la Junta así se lo encomendaba, siempre y cuando ésta votara contra la expulsión de los veteranos. Tras unos instantes de reflexión, AJF anunció que se votaba a mano alzada la expulsión de los veteranos que habían llevado a cabo la novatada a Martiniano Martínez. A favor: ninguno. En contra: seis. Abstenciones: una. La propuesta fue rechazada. A continuación AJF anunció que se votaba a mano alzada encomendar a JMV la solución del problema Martínez Johnson. A favor: siete. En contra: ninguno. La propuesta fue aceptada.

»4. En el apartado de ruegos y preguntas, JMV anunció que se estaba considerando la posibilidad de celebrar un macrorrecital a nivel internacional con la presencia de las grandes figuras europeas. Los miembros aplaudieron la idea. JR dijo que había conocido a dos personas nuevas que le gustaría que estuvieran en el grupo de minoría. Mencionó a Dámaso Alonso y a Rafael Alberti. JOYG conocía a Rafael Alberti. JR añadió que Dámaso Alonso era también un gran poeta, además de un joven erudito. Los miembros aplaudieron la sugerencia. CH se quejó de estar desterrado en tertulias de ancianos y pidió un traslado que le permitiera estar más en contacto con los jóvenes valores. JOYG le recordó que la Junta tenía que estar presente en todos los sectores de opinión, y le animó en su tarea, a la que calificó de amarga y, por ello, más heroica. RGDLS dijo que tenía en su poder una novela que le parecía interesante y cuya publicación recomendaba. Se preguntó el autor. RGDLS dijo que Patricio Cordero. JOYG preguntó si alguien le conocía. JMV dijo que era un residente. JOYG preguntó si era un miembro de la minoría. JMV dijo que no, que en su día perteneció, pero que había roto con ella. JOYG dijo que eso era peligroso y preguntó si alguien conocía la obra. JR dijo que la había hojeado y que desaconsejaba su publicación. RGDLS insistió en que alguien la leyera. A él le parecía que, aunque no seguía el canon al pie de la letra, su publicación no afectaba a la estrategia. JOYG dijo que la estrategia de cambio de gusto no permitía ningún descuido en el campo de las publicaciones. LKB manifestó que lo más coherente era no publicar ninguna novela que se desviara de la norma; pero recordó a los miembros que eran ellos los que entendían de literatura. RGDLS sugirió que sería muy positivo conseguir una cierta variedad y propuso votar. Antes de hacerlo, JOYG manifestó su sorpresa ante el interés de RGDLS y preguntó si tenía que dar cuenta de algo que hubiera sucedido. RGDLS no contestó. AJF anunció que se votaba a mano alzada la publicación de la novela escrita por Patricio Cordero. A favor: uno. En contra: cinco. Abstenciones: una. La propuesta fue rechazada.

»5. La sesión se levantó a las 18:04.

»Transcrito fidedignamente en Madrid,

a 4 de noviembre de 1923.»

«Sería curioso y científicamente fecundo hacer una historia de las preferencias manifestadas por los reyes españoles en la elección de las personas. Ella mostraría la increíble y continuada perversión de valoraciones que los ha llevado casi indefectiblemente a preferir los hombres tontos a los inteligentes, los envilecidos a los irreprochables. Ahora bien, el error habitual, inveterado, en la elección de personas, la preferencia reiterada de lo ruin a lo selecto es el síntoma más evidente de que no se quiere en verdad hacer nada, emprender nada, crear nada que perviva luego por sí mismo. Cuando se tiene el corazón lleno de un alto empeño se acaba siempre por buscar los hombres más capaces de ejecutarlo […]. Si ahora tornamos los ojos a la realidad española, fácilmente descubriremos en ella un atroz paisaje saturado de indocilidad y sobremanera exento de ejemplaridad. Por una extraña y trágica perversión del instinto encargado de las valoraciones, el pueblo español, desde hace siglos, detesta todo hombre ejemplar, o, cuando menos, está ciego para sus cualidades excelentes. Cuando se deja conmover por alguien, se trata, casi invariablemente, de algún personaje ruin e inferior que se pone al servicio de los instintos multitudinarios.

»El dato que mejor define la peculiaridad de una raza es el perfil de los modelos que elige […]. Después de haber mirado y remirado largamente los diagnósticos que suelen hacerse de la mortal enfermedad padecida por nuestro pueblo, me parece hallar el más cercano a la verdad en la aristofobia u odio a los mejores […].»

José Ortega y Gasset, España invertebrada, Madrid, Revista de Occidente, 15.ª ed., 1967 (1.ª ed. 1921), págs. 69, 134-135.

Después de lo de Ramón, Pátric se había enfadado mucho con Martiniano y estuvo sin hablarle varias semanas; pero esta ira de hombre desesperado fue dejando paso poco a poco a un descreimiento cínico muy dandy y muy de escritor maldito en el que no cabía un enfurruñamiento semejante. Acabó aceptando las disculpas del tuerto. Fue por entonces cuando Patricio empezó a adquirir cierta pose de escritor incomprendido y a beber más de la cuenta. Sus intentos por encontrar un prologador fueron vanos. Tras el episodio del Pombo lo dio todo por perdido. Aunque al principio Ramón intentó ocultar el incidente, éste acabó sabiéndose y a Patricio le colgaron el sambenito de gamberro. Algunos escritores ni siquiera se dignaban contestarle cuando él les escribía pidiéndoles una cita. En estos casos, Patricio, que no tenía nada que perder, se presentaba en sus domicilios sin avisar y les cantaba las cuarenta, les soltaba cuatro frescas desde el rellano. Así, se fue resignando poco a poco a su suerte y a su creciente fama de joven problemático. Muchas tardes recorría Madrid y hacía honor a su fama reventando conferencias y tertulias, ayudado siempre por Santos y Martiniano, que se mondaban de risa y se lo pasaban bomba. Cada día iban a un café diferente y se sentaban muy formalitos entre los tertulianos. En cuanto alguien abría la boca, dijera lo que dijera, blanco o negro, saltaban los tres y decían no estamos de acuerdo. A la quinta vez los echaban a patadas. También iban a las conferencias que se celebraban en el Ateneo, y en el turno de preguntas interrogaban a los conferenciantes sobre el modo en que se aseaban las partes o hacían de vientre. Les divertía también escandalizar al público madrileño que asistía los domingos a las misas de una. Esperaban a que el cura levantara la oblata para gritar ¡me cago en Dios, me cago en Cristo, me cago en su puta madre y en la Hostia Puta! Vergonzoso e inmoral. El sacrilegio retumbaba como un demonio exorcizado en las paredes del templo, y alguna ancianita perdía el conocimiento. Los católicos más jóvenes y más fuertes, los más auténticos, aquellos a quienes realmente les fascinaba la muerte, la sangre y la ingestión de carne humana, querían sacrificarlos allí mismo como corderos de Dios.

Su sueño, sin embargo, era reventar la tertulia más sagrada de Madrid, la tertulia de Ortega y Gasset, misión complicada y peliaguda porque el incansable recibía en su propia casa. No obstante, trazaron planes, y entre tanto se divertían haciendo la vida imposible a las tertulias más modestas y accesibles. En cierta ocasión, Amadéus Leguazal, un poeta futurista que Patricio conocía de la tertulia del Bellas Artes, le pidió a éste que acudiera con algunos amigos a otra tertulia, de la que él era miembro, que tenía lugar en un viejo café llamado Jute. Cuando Pátric se lo contó a Santos y a Martini, éste no tuvo dudas: iba a demostrarles que en las tertulias todo era boato y palabrería.

—Esos de ahí arriba son de culo veo, culo quiero —sentenció Obrero, el peluquero—. Han visto que nosotros traemos sangre nueva, y ahí los tienen ustedes, trayendo gente joven.

—Pues como sean igual de impertinentes que los que vinieron aquí, van listos —aventuró don Críspulo Pinar, el empleado de la Compañía de Ferrocarriles de Madrid a Zaragoza y Alicante, que acababa de pedir un suizo a Luisito.

—Si no me equivoco, uno de ellos es Martiniano Martínez, el sobrino de Azorín, que está hecho buena pieza —observó el señor Iglesias.

—Y el otro, el sobrino de José María Pereda, más tontaina aún que su tío —sentenció don Carlos Hernando.

—Un suizo, ¿verdad, don Críspulo? Aquí lo tiene —le sirvió Luisito.

—¡Sí, hombre, a buenas horas! ¡Ahora te lo comes tú! —exclamó molesto don Críspulo.

—¡Pero si me lo acaba de pedir!

—¿Conque te lo acabo de pedir? ¡Te lo he pedido hace cinco horas! ¡Anda, trae para acá! Pero la próxima vez te lo comes tú.

En la otra tertulia, aprovechando la visita de aquellos residentes, Bernabé Hieza había sido invitado por fin a que presentara su libro de poesías.

—Lo que modestamente se ha tratado de expresar con este poemario que ahora ve la luz es la doble vertiente que para quien les habla tiene la palabra «palabra». Para un servidor, señores, la poiesis, como la llamaban los griegos, la poesía, como la conocemos hoy, es enseñanza; de ahí el título que modestamente he propuesto. Enseñanza, claro está, en su doble vertiente. La poesía enseña, muestra, exhibe, muestra, enseña, muestra el sentimiento interino, el sentimiento que fluye por dentro. Pero la poesía también enseña, es decir, aprende. Esto está expresado con certeza en el soneto «De seriedad», que en realidad es una declaración de principios contra toda esa poesía de jovencitos que se nos viene encima y que está pagada por el gobierno de todos los españoles, subvencionada con mi dinero, señores, con mi dinero.

—¿Entonces su poiesis es una puya a cierta poiesis? ¿Es consciente de que esto levantará ampollas? —preguntó Amadéus, fumando con su habitual sofisticación y soltando por tercera o cuarta vez el humo sobre Martini, que ya lo había apartado ostensiblemente con la mano.

—Efectivamente, Enseñanza se ofrece modestamente como antídoto, que decía aquél, a la poesía de hoy, que me parece intolerable; poesía que, como digo en «De seriedad», es «basura para vender en estores», donde hay una referencia, que efectivamente me va a costar la amistad de más de uno y más de dos, una referencia, digo, sardónica, cruel, incluso despiadada, diría yo, a esa costumbre que nos ha invadido ahora con esto del inglés de escribir palabras en esta lengua, contra la que, dicho sea de paso, no tengo nada. Lo que hago en este verso (página 35, primer verso, segundo terceto) es españolizar la palabra inglesa store, que significa almacén, y a la vez tildar de adocenado el arte de estos modernos mercaderes del sentimiento, cuyas obras son, como digo, basura para vender en almacenes, en estores, palabra que coloco en situación de privilegio, rimando en consonante con «señores». No sé si he sido tal vez demasiado conceptista.

Tomó la palabra Martini:

—Tal vez lo haya sido, pero no se lo reprocho. En rigor, no es posible hoy día (o recomendable, como dicen los ingleses por boca de su adalid) la exigencia moral, la significación ideológica de actos y palabras. Este cuestionamiento o, más bien, esta imposición social es el abecé de todo credo y un factor sustancial de la política como tal. Se dirá: la política como tal, hoy día, señor mío, no existe; pero al insinuarlo se pasa por alto otro tipo de exigencias menos evidentes quizá, que no obstante condicionan de igual modo actos, palabras y yo diría que incluso silencios. La política y yo diría que las artes y las ciencias nacen no CON, sino DE esta contradicción. ¿Qué piensa, amigo?

—Como dice Jovellanos, las contradicciones son siempre antiguos errores de educación, visiones tarareicas. Para mí, se deben establecer (o eliminar, como diría el otro) de una vez por todas los cimientos sobre los que construir esa exigencia moral de la que habla usted. Hay que recuperar la significación ideológica de actos y palabras a través de la educación. Hay que digerir, como dice Bergson, poco a poco, la arena de nuestro propio deseo y dejarse de medias tintas —contestó divertido Patricio.

A lo cual replicó Santos:

—Usted por una parte dice que hay que dejarse de medias tintas y vacas flacas pero por otra parte duda de que las artes y las ciencias sean claras como el sol.

—No, yo digo que hay que dejarse de medias tintas y dotar de contenido. Nunca aceptaría una propuesta, pongamos artística, si ésta no descansara sobre lo que Bacon llamaba acciones primarias —se defendió Martini.

—Y que yo llamaría mejor acciones trascendentes. Y volveríamos al punto inicial. Si se pretende edificar sobre acciones trascendentes, no podemos levantar una ideología de más de dos pisos. Esto me parece esencial —dijo Patricio.

—Lo único esencial, me parece a mí, son las dimensiones de pigmentación sobreabundantes; ¿estamos o no de acuerdo? (Santos).

—Sí, siempre y cuando por moral usted no entienda concordancia con una ideología, sino concordancia ideológica de carácter genérico (Martini).

—Por supuesto. Entonces, si lo único evidente es la dimensión de maniobra en el terreno moral, no podemos argumentar sobre supuestas bases éticas (Pátric).

Todos los presentes asentían, pero sólo don Andrés Bonato, que tenía que marcharse y no quería irse sin hablar, fue capaz de intervenir:

—El tema que están tratando me resulta de extrema importancia y gravedad. Abundando en su idea yo diría: ¡No queramos construir castillos en el aire, por favor, no pidamos la luna!

Tendido el puente, el resto de tertulios acudió en tropel a la conversación:

—La luna hay que pedirla siempre. Luego, la vida se encargará de dárnosla o de no dárnosla —puntualizó Bernabé Hieza. A lo que don Gerardo Buche replicó:

—Usted sabe que en el caso concreto de la luna, nadie se la va a dar. De modo que, si usted sabe positivamente que nunca la va a conseguir, señor mío, ¡no la pida!

—Me alegro de que saquen el tema de la luna porque, como no se le oculta a nadie, yo soy futurista. Cuando estuve en el Reino Unido, donde pasé una temporada dedicado exclusivamente a leer, cayó en mis manos una revista de astronomía científica. Y qué dirán que encuentro. ¡Un artículo titulado «Walking on the Moon»! ¿Qué dirán ustedes que mantenía el autor? Que en menos de cincuenta años la humanidad estará científicamente preparada para llegar a la luna. ¿No es formidable? ¿Quién será el afortunado que pise por primera vez el más rancio entre los rancios objetos poéticos? —dijo Amadeo Leguazal, echando el humo en la cara de Martini.

—Si eso sucede alguna vez, yo quisiera estar muerto —dijo Bernabé Hieza—. Alegrarse de que el hombre llegue a la luna de los Hölderlin, de los Goethe y de los Bécquer es como alegrarse de que dinamiten el Partenón griego para construir pistas del fútbol ese. No, yo no quiero estar vivo para contemplar semejante crimen.

—¿Civilización o barbarie? ¿Naturaleza o industria? ¿Progreso o inmovilismo? ¿Me voy o me quedo? Mejor me voy, y perdónenme que no desarrolle estas cuestiones que tienen tanta miga, pero es que tengo que acompañar al médico a mi hija, que tiene anemia, y no quería irme sin decir esto. Supongo que mañana estarán por aquí a esta misma hora, de modo que ya tendremos tiempo para discutir éstas y otras cuestiones —dijo don Andrés Bonato levantándose. Estrechó las manos de Patricio, Santos y Martiniano, y se marchó. Don Andrés Bonato se cruzó al salir con Pascual, que, protegido con su casco, entró, se puso en el medio del café y anunció:

—Atención, por favor, estamos intentando organizar una guerra civil entre españoles, pero nos falta gente. Por favor, todos los interesados en participar en esta conflagración fratricida, que le den su nombre a un guardia. Puede ser una cosa muy divertida si la organizamos bien. Por favor, un poco de colaboración. Adiós.

La intervención de Pascual produjo gran hilaridad entre los presentes. Tomó la palabra Patricio:

—Vaya locos tan graciosos tienen ustedes por aquí. Me pregunto si es el progreso de nuestra civilización lo que les vuelve dementes como a tantos otros; y estoy pensando en los Hölderlin, a los que usted ha citado, y en los Álvarez Quintero, a los que cito yo. ¿Han o no constituido una renuncia ociosa, valga la paradoja y redundancia, si es que, Dios mediante, pueden existir simultáneamente paradojas y redundancias, como dijeron los Bécquer, otros locos, o si, por el contrario, hemos transmitido de padres a hijos la idea de que no?

—La locura es un tema apasionante. Un abismo. ¿Quién está loco? ¿Quién está cuerdo? ¿No es la locura la violación de las reglas impuestas por quien llegó primero? ¿No es la locura, en ocasiones, un exceso de lucidez? —preguntó Amadeo Leguazal, echando sobre Martini bocanadas y bocanadas de humo. Hubo un silencio.

—Como ve, caballero, nos ha dejado a todos pensativos. Sus cuestiones nos tocan lo más íntimo de nosotros mismos: ¡nos tocan los cojones! —exclamó Martini y acercando su boca a un palmo de la cara de Amadéus, soltó una larguísima pedorreta que puso perdido de saliva todo el engolado rostro de Amadéus.

—Pero…, pero…, ¿es que está usted loco? Pero…, pero…, pero ¿han visto, señores, lo que acaba de hacerme esta bestia? ¡Es usted un loco peligroso! ¿Me oye? ¡Un loco de atar! —gritó el futurista.

—¿Te molesta? Pues el humo también me molesta a mí. Y ahora nos vamos. Como otro día me vuelvas a fumar en la cara, te doy de hostias, ya lo sabes.

Y se marcharon de allí, dejándolos a todos como piedras para regocijo de la tertulia rival, cuyos miembros contemplaron alborozados la salida de Pátric, Santos y Martini.

«Tan pronto como se veía rodeado de gente, necesitaba marcharse. Él sentía repugnancia por las muchedumbres. Esto es porque había trasladado su tertulia del café Progreso a su propia casa. Quería evitar a los curiosos que se arremolinaban alrededor de los tertulianos titulares. Cuando la fundó, eran cuatro cuartos, pero cuando empezó a salir en las revistas ilustradas, acompañado de la Babenberg, fue produciéndose en ella el hecho de la aglomeración, del “lleno”. Lo que nunca había sido un problema empezó a serlo casi de continuo: encontrar sitio. Su tertulia llegó a estar en sus peores momentos “llena de gente”, por decirlo así. Se veía a la muchedumbre, a la masa como tal, posesionada de todas las sillas y mesas del café. Y, aunque, para decirte verdad, no le molestaban mucho las masas si éstas venían a escucharle a él, llegó un momento en que la situación se hizo insostenible: desde todos los puntos de España se fletaban carromatos que llegaban a Madrid cargados de intelectuales de provincias y madres que querían asistir, aunque sólo fuera una vez en la vida, a la tertulia. Él, que era vanidoso, pero no tanto, decidió trasladarla a su casa al día siguiente de que el café fuera tomado literalmente por la Peña talabricense de Poesía Futurista.»

Ulises U. Uxkey, Ortega y la libertad, tesis doctoral defendida en la University of Missouri, 1964.

Babenberg detestaba madrugar. Aquiles no despertaba al señor hasta las diez de la mañana, aunque se estuviera hundiendo el mundo. A esa hora el valet entreabría ligeramente las contraventanas, y Babenberg sentía la claridad con los párpados cerrados. Qué placer el de parecer muerto, pero no estarlo, pensaba mientras sentía consumirse las últimas brasas de pereza.

Babenberg salió de la cama, se refrescó ligeramente en un aguamanil, se enfundó en su batín y se dirigió a la habitación de Joyce, que a esas horas desayunaba ya entre los periódicos de la mañana. Joyce y él habían dormido separados desde la primera noche que lo hicieron bajo el mismo techo. Ambos consideraban una atrocidad injustificada esa pérdida de intimidad e higiene que las parejas suelen confundir con el amor. Babenberg se acercó a él y le besó.

—¿Cómo fue todo anoche? —le preguntó Joyce.

—Para serle sincero, le diré que las reuniones de la Junta, aunque parecen muy tediosas, me divierten mucho más que las tertulias de su casa. Allí hay que ser un poco pedante para divertirse. Yo ya no voy —contestó Babenberg mientras untaba con delicadeza una pizca de mantequilla en un pedacito de pan. Añadió—: Es una lástima. Con su inteligencia, Pepe podría ser un hombre formidable si no fuese por esas ansias de parecer aristócrata, que le pierden.

Joyce contempló la soñolienta beldad de Babenberg, le acarició la mejilla y le dijo:

—Me gusta cuando está sin afeitar.

—Pues disfrute de mi tacto porque Obrero está al llegar de un momento a otro —le contestó Babenberg sujetándole las manos por las muñecas y besándole a continuación los nudillos. Luego, como si se acordara de repente, preguntó—: Joyce, ¿llegó usted a conocer a un chico de la Residencia que se llamaba Patricio Cordero, Pátric Cordero o algo así?

Joyce hizo memoria y negó. En ese momento Aquiles llamó a la puerta. Esperó el consentimiento y la entornó.

—Obrero ist hier —dijo lacónicamente y volvió a cerrar. Al oírlo, Babenberg se puso en pie inmediatamente y se miró al espejo para atusarse el pelo y componerse el batín.

—No sé cómo puede gustarle ese hombre —se maravilló Joyce con un mohín de disgusto. Babenberg se volvió, sonrió y le dio un beso en la frente.

—Zoofilia —repuso, y salió al encuentro de su barbero.

Obrero acudía todas las mañanas al palacete de Babenberg en la plaza de Santa Bárbara. Le arreglaba el pelo una vez por semana, le rasuraba a diario y le ponía al corriente de lo que sucedía en Madrid. La rusticidad de Obrero le producía a Babenberg un bienestar inexplicable que era en realidad lo que pagaba, aunque el barbero creyera otra cosa. De hecho, a Babenberg no le gustaba cómo le dejaba el pelo y pasaba miedo cuando Obrero manejaba el verduguillo. Le parecía imposible que tuviera agilidad manual con aquellos dedos, gordos como penes, que parecían pintados por Picasso.

Obrero le esperaba sentado en la biblioteca. Su rostro, que habitualmente parecía desprendido de una roca, desprendía aquella mañana una luminosidad extraña y noble. A Babenberg le pareció mármol blanco y lustroso la piedra pómez de su cutis mañanero.

—Don Obrero, ¿se encuentra usted bien? —preguntó Babenberg.

—Sí, no se preocupe, don Leo. Es nada más el tranvía, que ha enganchado a un individuo ahí, en frente de su casa, y traigo un susto que para qué.

Era sensible; el barbero era sensible. Babenberg llamó a Aquiles y le pidió que le pusiera a don Obrero un brandy. Le dio cuartelillo.

—¿Cómo ha sido eso? —preguntó.

—Espantoso. Estaba a mi lado, ahí, mismamente en la esquina. Iba a cruzar la calle cuando alguien ha pasado corriendo y le ha empujado sin querer y con tan mala sombra que en ese momento pasaba el tranvía. Le ha enganchado y le ha partido en dos. Las piernas se han quedado enfrente del Café Español y el tronco se lo ha llevado Hortaleza para arriba. No sé cuándo habrá parado, yo no me he querido quedar.

Aquiles entró con el brandy.

—Tenga, tómese esto —le dijo Babenberg. Obrero alcanzó la copa y se la bebió de un trago. Qué bestia. Se puso otra e hizo una serie de consideraciones muy interesantes sobre la fugacidad de la vida y la proximidad de la muerte:

—No somos nadie. Te levantas una mañana, te piensas que es un día como otro cualquiera, vas por la calle tranquilamente y sin comerlo ni beberlo se te cae un tiesto en la cabeza o te pilla un tranvía y adiós muy buenas. No hay derecho; pero, en fin, así es la vida: o la tomas o la dejas. Nada podemos contra el sino, creo. El sino es el sino. Si está escrito que te pille un tranvía en la Conchinchina, te pilla un tranvía en la Conchinchina, aunque tú vivas en Getafe y te encierres en el sótano de tu casa bajo siete llaves.

Y con un golpe seco de muñeca, don Obrero se metió entre pecho y espalda la segunda copa de brandy.

—Parece que me quiero sentir mejor. Ha sido un atropello de padre y muy señor mío, con perdón. Me lo ha partido en dos. Mire: si hasta me ha salpicado. ¡Me cachin la puñeta! —exclamó, señalándose unas manchas de sangre que tenía en el pantalón.

—Vaya. Ya lo veo. ¿Quiere usted lavarse?

—¿Lavarme? No, hombre, no. Me tomo otra copa de este brandy, que está superior, y a lo nuestro, barón, que la vida sigue. El muerto al hoyo y el vivo al bollo —dijo don Obrero sirviéndose otra copa que ingirió con el mismo movimiento. Se pusieron en pie y se dirigieron al cuarto de baño, donde Babenberg tenía un sillón de barbero y su propio semanario: le parecía una atrocidad que varias personas se afeitaran con la misma navaja.

El barón consideró que lo más apropiado sería simular una confidencia, de modo que empezó diciéndole que había adquirido unas parcelitas en los Altos del Hipódromo. Obrero estuvo de acuerdo en que era una buena zona. Entonces Babenberg dijo que lo único malo era que estaba cerca de la Residencia de Estudiantes, que parecía haberse convertido de la noche a la mañana en un lugar peligroso. Obrero mordió el anzuelo mientras calentaba el agua.

—¡Ni que lo diga! Hay una cuadrilla que vive para allá arriba que ni son señoritos ni son nada de nada, más que gamberros; van por la calle dando voces, borrachos, metiéndose con todo bicho viviente. Vamos, que está todo el mundo aterrorizado. Yo no sé cómo no hace nada la Guardia Civil.

Obrero vertió el agua tibia del escalfador en la bacía, le ajustó el gargantil y le humedeció la barba con la palma de la mano. A Babenberg le excitaba que las rudas manos de Obrero le acariciaran delicadamente la cara. Pensó en Joyce, que un momento antes le hacía lo mismo con la mano seca. Se preguntó qué sucedería si en ese momento besara las manos del barbero, o si se metiera en la boca uno de aquellos dedos gruesos. Ajeno a las tentaciones de Babenberg, Obrero siguió pegándole a la hebra:

—¿Sabe usted lo que hicieron el otro día en una tertulia?

Babenberg mintió y dijo que no, que no sabía nada. Cualquier cosa con tal de seguir escuchándole.

—Pues se liaron a tiros nada menos. ¿Conoce usted a Ramón Gómez de la Serna? Tuvo que tirarse al suelo porque si no, le acribillan allí mismo. Luego, entre él y otros más los sacaron de allí.

Babenberg, que poseía un nutrido corpus de topicazos para repartir entre el pueblo, dijo:

—No sé dónde vamos a llegar.

—Ni que lo diga.

—Entonces se podrán ver las marcas de las balas en la pared —aventuró Babenberg con malicia.

—¡Huy que si se ven! ¡Y se tocan! Ayer estuve yo viéndolas, precisamente. Lo menos doce o trece había —aseguró Obrero mientras pasaba la navaja por el asentador.

—¿Y la Guardia Civil?

—No me pregunte. Deben de tener amigos, ya me entiende, gente importante.

Mientras Obrero afeitaba, Babenberg no movía ni un músculo en parte por terror, en parte por no ponérselo más difícil con movimientos faciales imprevistos. Pocas cosas le horrorizaban más que una marca visible en el rostro. Por eso el afeitado siempre se llevaba a cabo en un impresionante silencio. Babenberg esperó a que Obrero terminara para preguntarle qué sabía de un tal Patricio Cordero.

—¿Cordero? Es uno de ellos. Gente importante. Su padre es embajador —informó Obrero limpiando concienzudamente el verduguillo con el navajero.

—¿Sabe usted dónde?

—No me pregunte. Este Cordero va con otro chaval, un tal Martiniano Martínez, sobrino de don Azorín. Parece que son un par de borrachos que se pasan el día metidos ahí, en el Palace, en el sitio ese donde toca una orquesta de negros. Ya sabe usted qué clase de gente son: señoritos aburridos y podridos de dinero, que no tienen otra manera de divertirse.

—Ya me figuro.

Obrero se ofreció para descargarle un poco por detrás, que tenía mucho pelo, dijo; pero Babenberg estaba muy ocupado aquella mañana, de modo que lo dejaron para otro día. Obrero limpió el semanario cuidadosamente y enjuagó bacía y escalfador con pulcritud de sacerdote.

—Muchísimas gracias por la copa, don Leo. Me ha arreglado el cuerpo totalmente —le hizo saber Obrero antes de marchar, y añadió—: ¿Cómo se encuentra su señora?

—Muy bien, gracias. ¿Y la suya? —correspondió el barón.

—Allí está, tirando.

—Preséntela mis respetos —le pidió educadamente Babenberg.

—Y a la suya, los míos.

Cuando el barbero salió, Babenberg regresó a la alcoba de Joyce, que estaba tomando un baño.

—¿Estás ahí, cariño? —preguntó desde el interior, pero Babenberg no contestó.

«Creo que mi testimonio ayudará a clarificar aquellos tiempos tan confusos […]. También ponían en circulación falsedades. Corrieron el rumor de que un hermano de Rafael Alberti, el poeta, era guardia civil y que lo habían visto repartir leña como un loco en las manifestaciones de obreros. Decían que el padre de Jorge Guillén era banderillero y que Cernuda tenía a todos sus hermanos en sillas de ruedas. También dijeron que Ortega tenía una banda, pero luego resultó que esto era cierto.»

Sebastián Casero, Los olvidados, Teruel, Editorial Cascabeles, 1971, pág. 328

«EL REPORTERO PACO MARTÍNEZ JOHNSON FALLECE AL SER ARROLLADO POR LAS RUEDAS DE UN TRANVÍA.

»El popular reportero y habitual colaborador de La Libertad Paco Martínez Johnson falleció ayer por la mañana a causa de las heridas producidas al ser arrollado por el tranvía número 8 en la confluencia de las calles Fernando VI y Barquillo. Según testigos presenciales, su cuerpo fue arrastrado al menos cien metros y seccionado en varias partes antes de que el vehículo pudiera detenerse, circunstancia ésta que hizo particularmente difícil la identificación del cadáver. En la tarde de hoy se celebrará una misa de cuerpo presente en la parroquia de San Ginés. La Libertad al completo se une al dolor de la familia y ruega a sus lectores una oración por su eterno descanso.

»El hombre no muere, ¡se mata! La sangre pura es salud. La sangre viciada es muerte. Todos los descuidados, todos los imprudentes que olvidan este precepto esencial se matan ellos mismos yendo en línea recta al suicidio. El medio de evitar el peligro, es, no obstante, sencillísimo, y será preciso una cura de DEPURATIVO RICHELET, que pone al organismo en un perfecto estado de defensa contra el enemigo, siempre al acecho, y que equivale a un seguro contra la muerte. Testimonios de millares de enfermos curados, que han deseado dar a conocer los resultados inesperados que habían obtenido; estímulos fervorosos, recibidos de todas partes del mundo; y recomendaciones que emanan de notabilidades médicas, maravilladas por las curas realizadas, nos dispensan de insistir.»

La Libertad, 7-XII-1923, pág. 1.

«Si algo he pretendido con las páginas que siguen es descubrir la verdad oculta de un hombre […], don Miguel, el cual siempre fue de una sobriedad espartana que nos admiraba y nos irritaba a partes iguales. Siempre me he preguntado cómo podía mantener a su numerosa familia con el sueldo de catedrático. Se ha dicho que Unamuno era, sobre todo al final de su vida, un viejo avaro. No es cierto. Don Miguel tenía muchos defectos, pero ni la avaricia ni la codicia se contaban entre ellos. Tal vez se lo impedía su vanidad, quizá el mayor de sus pecados. Pero era una vanidad alegre, sincera, abierta, no como la vanidad vergonzante que tienen algunos, que de puro llevarla escondida termina por emperrarse y entonces se convierte en vanidad maligna. Don Miguel —he de decirlo— difícilmente admitía que se le llevara la contraria. Nunca se ha dicho esto, pero es verdad: Unamuno no sabía discutir, no le gustaba. Él era catedrático y estaba acostumbrado a que se le escuchara sin rechistar. No soportaba que nadie cuestionara sus palabras, que las pusiera en duda, que las tomara como un punto de vista más y no como verdad absoluta. No era que no tuviera sentido del humor —de eso le acusaban algunos—, sino simplemente que no le gustaba que cuestionasen su autoridad. Por supuesto, ni hablar de hacerle bromas. No soportaba las bromas; le irritaban hasta transformarle el carácter y reaccionaba con una agresividad sorprendente. Yo le vi con mis propios ojos abofetear en cierta ocasión a un tipo. Bien es cierto que la broma que le gastaron allí fue de muy mal gusto. Pero será mejor que relate el episodio. Sucedió en la Residencia de Estudiantes, donde Unamuno había ido a dar una conferencia sobre el carácter de la madre española. En aquel tiempo yo estaba instalado en Madrid, me había casado y acababa de nacer mi hija Clara. Me enteré de la conferencia por el periódico, y aunque ya entonces algunos bromistas empezaban a anunciar actos culturales que nunca se celebraban, decidí arriesgarme y fui a saludar a mi antiguo maestro, a quien hacía unas semanas que se le había muerto la madre, por cierto.

»La conferencia, todo hay que decirlo, fue aburridísima, letal. A Unamuno le traían al fresco todas esas teorías modernas sobre los límites de atención humana. Él jamás se había preocupado de ser ameno; de algún modo consideraba que su propia presencia despertaba ya la atención. Su charla duró hora y media, y al final la mayor parte de los asistentes estaba cabeceando porque Unamuno sería Unamuno, pero hora y media sobre la madre española también era hora y media sobre la madre española. Al final de la charla, se abrió un turno de preguntas, que despertó a los asistentes. ¿Usted qué piensa, don Miguel, de tal cosa? ¿Qué opina usted, don Miguel, de tal otra? Y así, todos; ya se sabe cómo son estas cosas. Todo transcurría por su cauce hasta que levantó la mano un muchacho, que tenía me acuerdo perfectamente un parche en el ojo, y le hizo, literalmente, esta pregunta:

»“Maestro, ¿es verdad eso que dicen de que su madre, q.e.p.d., sólo experimentaba placer cuando, después de hacer mucha fuerza, por fin conseguía expulsar el chorizo de caca entero, como una seda, sin que el esfínter lo cortara con una contracción refleja?”.

»Yo creo que todos sentimos lo mismo: una especie de vahído, como si no nos cupiera en la cabeza que esto pudiera suceder. Don Miguel se levantó y se fue hacia él. Nadie le detuvo, no sé por qué; bueno, sí sé por qué: porque era don Miguel de Unamuno y a ver quién era el guapo que le cortaba el paso. Se dirigió hacia el tipo de la pregunta y le arreó un bofetón de aquí te espero. Acto seguido se marchó sin decir esta boca es mía. Rompió definitivamente con la Residencia.»

Eligio Herrador Simientes, Unamuno de una vez, Salamanca, Junta de Comunidades de Castilla y León, 1987, págs. 32 y 148.

Un buen día Martini apareció en la entrada principal de la Residencia con un convertible rojo que despertó la admiración de todos los residentes; enseguida rodearon el auto y, siguiendo una costumbre muy española, lo contemplaron con las manos enlazadas en la espalda y las piernas ligeramente separadas. Santos y Patricio no daban crédito:

—¿Te has comprado un auto? —le preguntaron incrédulos.

—¿Cómo cojones me voy a comprar yo un auto? ¡Lo he robado para el fin de semana! Venga, dejad de hacer preguntas imbéciles, coged un par de calzoncillos, y al coche, que nos vamos de excursión.

Dicho y hecho. Entre risas y expresiones como «¡Este Martini está zumbado!» o «¡Tú no estás bien del aparato nervioso!», se montaron de un brinco, y Martini puso el convertible a toda velocidad dirección a Alicante. Por el camino cantaron, le preguntaron una y otra vez a Martini de dónde había sacado el auto, cantaron más y bebieron a morro de una botella de gaseosa. Se detuvieron en varias ocasiones para estirar las piernas, almorzar, y cuando se hizo demasiado oscuro para seguir conduciendo, decidieron hacer noche en la primera posada que tuviera luz. Se llamaba Venta Los Tomates y era una antigua cuadra aparejada con unos cuantos bancos para que sirviera de comedor. Pidieron al ventero que les sacara de cenar, y, aunque éste aseguró no tener mucho a esas horas, puso sobre la mesa jamones, lomos, restos de matanza, dijo, y un par de botellas de vino. En cuanto el paladar de Santos entró en contacto con el primer taquito de jamón serrano acompañado de un pan de miga blanca, crujiente y esponjoso, sintió la necesidad de filosofar:

—Los cerdos son unos bichos formidables. ¿Os dais cuenta de que convierten la mierda en manjares como éstos? A mí me gustan y me dan asco a la vez, no sé cómo explicarlo. ¿Habéis visto alguna vez una matanza? A ti te gustaría, Martini. Los cerdos chillan como si fueran personas.

Porcófobos y porcófagos. En esos dos grupos podían ser divididos todos los pueblos. Esto lo dijo Pátric, que aprovechó para dar una breve charla sobre el puerco y la civilización occidental. Santos, por su parte, había entornado los ojos porque el tocinillo del jamón le había trasladado a su infancia entre pocilgas. Con un hilo de voz trémula, evocó su niñez; llevó a los ojos de sus amigos el gran día, la mañana en la que le despertaban desde la corte los chillidos de los gorrinos que durante el año había visto nacer, cebarse y reproducirse. Se levantaba a toda prisa para verlos morir con el estómago vacío y el corazón lleno de pena. Su tío Manolo, su madre, su tía y sus hermanas cogían al cerdo de las manos, de los jamones, de las orejas y del rabo, y lo llevaban hasta un gran banco de madera, donde lo tumbaban sobre el lado derecho entre chillidos que se oían en todo el pueblo. Entonces su padre clavaba en la garganta del guarro media hoja de un enorme cuchillo que enseguida llevaba con un gran corte hacia las manos. Los gritos se apagaban poco a poco, y la sangre empezaba a brotar con fuerza y a caer densamente en un caldero que su abuela removía para que no se coagulase. Sus hermanas y él chamuscaban la piel y la limpiaban antes de que su padre lo abriera en canal y salieran humeantes los intestinos y las vísceras calientes. ¡Qué maravilla de animal! Parecía mentira que comiendo sobras cocidas con hojas de col, berza, harina y maíz pudiera dar semejantes chorizos, jamones tan hermosos y esos lomos de increíble finura. Aunque el cerdo ibérico carecía del porte imponente del toro de lidia, aunque Dios le hubiera dado una figura más cómica, era innegable que ambos animales tenían esa melancólica belleza de las criaturas que nacen para el sacrificio, vino a decir Santos con otras palabras menos pulidas. Eran los de la matanza días de hartazgo porque había que consumir cuanto antes el hígado, las tripas y demás partes perecederas. Santos podía ver a su familia, dijo todavía con los ojos entornados, comiendo con pan de hogaza la sangre frita y el hígado encebollado. En ese momento abrió los ojos y, como vio que sus amigos asentían y que, aprovechando que él no probaba bocado, daban a dos carrillos buena cuenta del cerdo, dejó de elogiarlo, se sirvió un buen vaso de vino y empezó a comer. No volvió a oírse una mosca hasta que las viandas no hubieron desaparecido de la mesa. El ventero se maravilló entre risotadas de la buena gana que tenían los señoritos y les convidó a un traguito de orujo para que hicieran bien la digestión.

—¿Tiene usted donde podamos pasar la noche? —se le ocurrió preguntar a Patricio.

—Camas mayormente no me quedan, pero si los señoritos siguen por esta carretera, se encontrarán con la venta del Emiliano, que seguro que tiene sitio. Hay un trecho, pero en auto se hace rápido —les indicó el ventero.

—¿No tendrá usted unas mantas y un par de botellas de este orujo? Con eso y con que nos deje dormir aquí, en el suelo, nos conformamos, ¿verdad? —propuso Pátric. A Santos y Martini no les disgustó la idea.

—¿Cómo van a dormir los señoritos en el suelo? Si acaso, duerman en la cuadra, que tener, no tiene plumas; pero sí una paja muy buena, y se duerme de mil amores.

Los chicos aceptaron: cogieron mantas y botellas, se acomodaron entre los fardos, hicieron circular la primera ronda de orujo y empezaron a hablar de mujeres. Patricio cometió la indiscreción de decir que a Santos le gustaban las viejas y de contar el episodio del Brotes de Olivo exagerando un poco todos los detalles, como novelista que era. Martini se rió tanto, que tuvo que sujetarse el parche para que no se le moviera de sitio. Santos también se rió con el cuento de Patricio y se defendió sin mucha convicción diciendo que no era que le gustaran las viejas, sino las maduras. La madurez estaba muy bien para las tertulias, dijo Pátric, pero no para la cama. ¡Joder!, exclamó Martini, lo que más asco le daba a él, más asco aún que las tertulias, eran los defectos de la piel, los pelos y las verrugas, sobre todo en las tetas, y las mujeres de cincuenta años debían de tener un montón. Santos, que en ese preciso instante estaba bebiendo a gollete, no pudo reprimir la risa, y el orujo salió de su boca como un surtidor. Las mujeres de cincuenta no son como pensáis, pudo decir finalmente. Cómo son, cómo son, le preguntaron; y entonces Santos recuperó la compostura, se puso serio y dijo que quería contarles algo. Patricio maldijo su suerte por no poderse echar un cigarrito, rodeado de paja como estaba. Se hizo un silencio. Santos no sabía por dónde empezar; se revolvió y por fin dijo que estaba enamorado de su tía Carmen. A Pátric casi le da un ataque. Pero ahí Santos no se rió, sino que, con una cierta vehemencia, les aseguró que había intentado reprimir sus deseos, controlarse y olvidarla; pero reconoció que estaba atrapado. Los deseos de follar con ella le atormentaban todas las noches; desde hacía varios meses no pensaba en otra mujer que no fuera su tía. ¿Lo sabe Marc?, le preguntó Pátric. No, y júrame que no se lo vas a decir nunca, le pidió Santos. Te lo juro. ¿Quién es Marc?, quiso saber Martini. El hijo de mi tía. Tu primo carnal. Sí y no, pero, bueno, eso es otra historia, repuso Santos, quitándose de encima la curiosidad de Martini. Patricio le recomendó que hablara sin tapujos con la tía Carmen; y entonces Santos contó lo que le había sucedido el día que decidió sincerarse con ella. Pátric y Martini escucharon tensos el relato hasta el momento en el que la tía Carmen sube grácilmente los peldaños de San Ginés.

—¿Y tú qué hiciste? —le preguntó Pátric, que no se resignaba a que la historia terminara en ese punto. Santos dudó un instante. ¡Había que joderse, coño! ¡Para una vez que era el centro de atención, resultaba que no tenía nada que contar! Decidió convertir en realidad lo que pensó hacer y no hizo, la fábula que imaginó aquella tarde, poco después, encerrado en su cuarto de la Residencia:

—Entré en la iglesia; me escondí detrás de la pila bautismal y empecé a mirarla, a ver lo que hacía. Me di cuenta de que quería confesarse. Estaba esperando un cura. A mí enseguida se me ocurrió la idea: aproveché el momento en que fue a encenderle una lamparilla a San Ginés para colarme en el confesionario como Dios. Saqué la estola y esperé. Estaba tan nervioso que pensé que me iba a dar algo. Al poco rato alguien llamó al ventanuco lateral.

—Tu tía —se anticipó Martini, totalmente metido en la historia.

—Exacto. Ave María Purísima, me dice, hace tanto tiempo que no confieso, y me acuso de los siguientes pecados: tal, tal, tal, tal, y de cometer actos impuros, me suelta. ¿Actos impuros, hija mía?, pregunto yo; ¿qué clase de actos impuros? Ten en cuenta, hija mía, que para que Dios te perdone, tienes que confesarlo todo con detalle. Noté que se quedaba así, un poco como diciendo, vaya cura más espabilado; pero enseguida empezó a hablar y a decir que todos sus actos impuros los cometía cuando se miraba al espejo desnuda; que empezaba a mirarse, a mirarse y a mirarse; a tocarse el pelo, a acariciarse el cuello, a sobarse el pecho; y que luego entrelazaba sus largos dedos entre el pelo de su coño. Pero eso no son actos muy impuros, le digo yo, para tirarle de la lengua. Al principio, me dice, me pasaba la yemas de los dedos; pero desde hace unos días, padre, he empezado a meterme plátanos.

Martini dio un largo trago de orujo y le pasó la botella a Pátric. Que continuara, le pidió; y Santos lo hizo, pero no antes de aclararse la garganta con un traguito.

—Le pregunté que si se imaginaba alguna historia mientras cometía todos esos pecados impuros, y ¿sabéis lo que me contestó la tía? Preparaos: que se avergonzaba, pero que como necesitaba expulsar todo el mal fuera de ella, no tenía más remedio que confesar que se imaginaba a cuatro patas haciendo el acto con su sobrino, el cual le estimulaba el ano con las yemas de los dedos de la mano derecha a la vez que intentaba abarcar sus dos enormes tetas con la mano izquierda. Ella movía las caderas de arriba abajo y la cabeza hacia los lados gritando fuera de sí, sintiendo dentro de ella el pene erecto del sobrino, que la cabalgaba como un caballo salvaje y le vaciaba toda su leche en el interior. Os podéis imaginar cómo estaba yo.

—¡Hostia! ¿Dijo eso? —se maravilló Martini.

—Como lo oyes —aseguró Santos.

—Pues entonces no sé a qué esperas para presentarte en su casa —le replicó Martini. Pero Santos no le oyó; miraba de reojo a Pátric, en cuyo rostro había creído percibir una sonrisa de suficiencia y escepticismo que le molestó.

—¿No te lo crees? —le preguntó ingenuamente; pero Pátric, que era un zorro, haciéndose el ofendido contestó que sí.

—¿Y sucedió algo más? —preguntó con las cejas arqueadas.

—Nada más: le absorbí los pecados y me la casqué.

—¿Cómo? ¿Qué hiciste con sus pecados? —preguntó Patricio a punto de morirse.

—Absorberlos.

Pátric y Martini se doblaron de risa. Más orujo. Se dice absolverlos, le corrigieron. Bueno, bueno, tampoco es para tanto, se exculpó Santos un poco colorado; y para cambiar de tema, brindó por la amistad tan maravillosa que tenían; y a continuación, sin poderlo remediar, se puso sentimental: que qué iba a ser de ellos dentro de diez o quince años, dijo que se preguntaba; y entonces Pátric puso la nota de color y contestó sin pensárselo dos veces:

—Dentro de veinte años espero ser un escritor devorado por el público. Si no, reviento.

—¿Casado y con hijos? —preguntó Santos, y Patricio le miró un poco irritado por la vulgaridad y la cursilería de su amigo. Contestó:

—Balzac decía que él nunca se había ocupado de la vida, que a él la vida le había ocupado; que de repente un día se encontró durmiendo con una mujer que dijo ser su esposa y con un montón de críos que le llamaban padre.

—A mí eso no me parece bien —dijo Santos—. Yo creo que para escribir no hace falta jorobar a tu familia y a tus amigos. Eso son excusas que se buscan los malos padres.

—No quiero ofender, pero eso también lo dicen mucho los malos escritores —añadió Martini.

—Nadie está hablando aquí de maltratar a la familia y a los amigos —protestó Pátric, que no quería ser un mal escritor—. Digo solamente que escribir exige dedicación absoluta, y que absoluta significa absoluta. ¿Vosotros podéis imaginaros a Dostoievski comprando abrigos a sus hijos?

—Perfectamente —repuso Santos—. Puedo imaginármelo comprando abrigos para sus hijos, para su mujer, para su suegra y para él. Con el frío que hace en Rusia, ¿cómo no me lo voy a poder imaginar? Los escritores y sus familias necesitan abrigarse como todo el mundo.

Y añadió que él también se imaginaba a sí mismo comprando abrigos a su mujer y a sus hijos, un chico y una chica, dentro de diez años. Para él, el matrimonio y la descendencia eran muy importantes, ya que un hombre no podía considerarse adulto hasta que no tuviera hijos. Patricio jugó a ser un tipo pasado de rosca:

—No hace falta tener hijos para ser adulto. Basta con que te vayas quedando sin amigos según te haces mayor. Cuando has llegado a los cuarenta y no te queda un puto amigo, entonces eres un adulto. Hasta esa edad puedes seguir pensando que eres un joven solitario.

Martini asistía a la conversación silencioso.

—¿Y tú que vas a ser de mayor? —le preguntó Pátric con un punto de sorna.

—Ni lo sé, ni me importa. Vosotros dos sois muy raros, perdonad que os diga. Yo no pierdo el tiempo pensando en cómo voy a ser dentro de diez, veinte o treinta años. A mí lo que me preocupa es lo que vamos a hacer ahora que nos hemos ventilado las dos botellas de orujo: ¿pedir otra o meternos en las mantas?

Pidieron a gritos otra.

Las palabras de Santos elogiando el matrimonio y la reproducción resonaban todavía en los oídos de Patricio y le habían puesto las orejas rojas; de modo que cuando el posadero les trajo la botella, el joven escritor se aclaró la voz con un sorbito y dijo:

—Es difícil encontrar una mujer que guste una noche. Cuánto más ardua será la tarea de encontrar una mujer que nos guste toda la vida. Que existan además tantos matrimonios, sobre todo entre personas feas, constituye para mí un motivo de sospecha. Hay casados tan feos y tan cabrones, que me pregunto por los motivos que habrá podido tener otro ser humano para contraerse con él. Lujuria, no; y amor, tampoco; sólo la imperceptible y poderosa obligación (social o natural, me es indiferente) de reproducirse y fundar una familia. Odio la familia. Y odio la herencia genética. ¡No digo ya la herencia de bienes! Un ser humano, sin haber hecho nada para merecerlo, puede nacer con la belleza de la madre o con la dulce melancolía del bisabuelo paterno. Otro, sin embargo, puede salir clavado a su horrible abuela y nacer en el seno de una familia que vive debajo de un puente. Entiendo que a este último le entren ganas de matar a ese otro que se parece a su bella madre y que ha tenido la puta suerte de nacer en un palacio.

—Tienes razón. A mí los genes también me parecen nefastos y una guarrería. Sólo decir «carne de mi carne» me da asco. Cuando pienso que he salido del coño de mi madre, me dan ganas de matarla.

Santos se escandalizó:

—¡Qué bestia eres, Martini! ¿Cómo puedes hablar así de tu propia madre? Una madre es la única persona en el mundo que te va a querer no por cómo eres o por lo que seas, como los amigos y las novias, sino siempre, hagas lo que hagas.

Martini se enjugó unas lágrimas imaginarias, se sonó unos mocos inexistentes y con gesto compungido y cómico reconoció que había empezado a emocionarse con las palabras de Santos. Ajeno a la pantomima de Martini, Patricio, que se había gustado mucho en su primera intervención, disertó sobre la maternidad en Occidente:

—La maternidad es la manifestación más flagrante del egoísmo humano. Preguntémonos qué es el egoísmo. Un inmoderado amor por nosotros mismos que nos hace ordenar los actos a nuestro bien propio sin cuidarnos del bien ajeno. Ahí lo tenéis. Cuando dos individuos deciden reproducirse, sólo tienen en cuenta sus deseos, sus necesidades o sus deberes con la especie o la religión. Me diréis que si el dolor de la madre al parir, que si los desvelos durante la crianza, que si los sufrimientos durante la juventud, que si esto, que si lo otro. Eso no es generosidad. Eso es el precio que hay que pagar por satisfacer el deseo o por calmar la necesidad; eso es una prolongación del deber o incluso un comportamiento instintivo, pero nunca generosidad. La generosidad de los reproductores en este asunto pasaría por preguntar a los hijos que no existen si les gustaría tener unos padres como ellos y vivir en un mundo como éste. Pero esto, evidentemente, no puede hacerse. Por eso creo que la reproducción humana es intrínsecamente egoísta, porque no permite, en sí, la posibilidad de ser generoso. Hay montones de hijos cuyos padres son tan cabrones, o tan tacaños, o tan ignorantes, o sencillamente tan pobres que si les hubieran preguntado a sus hijos antes de nacer si querían hacerlo, hubieran dicho que no.

Santos y Martini le aplaudieron. Había estado realmente brillante, y para celebrarlo Martini pasó la botella y preguntó a bocajarro:

—¿Os parece bien haber salido de la polla de vuestro padre?

—A mí me parece un misterio maravilloso —confesó Santos, que cuando estaba borracho se ponía, como puede verse, muy sentimental.

—Te voy a contar yo a ti un misterio maravilloso que no he contado nunca a nadie —dijo Martiniano. Santos y Patricio humedecieron sus labios en el alcohol y prestaron atención.

—Cuando se murió mi padre, hubo un momento en que me quedé solo con él, de cuerpo presente. Le vi allí, muerto, y no sé por qué, pero le bajé la bragueta y se la toqué. Nunca me he creído mucho eso de que hemos salido de la polla. Bueno, sí me lo he creído, pero nunca he estado de acuerdo. El caso es que se la toqué. No os podéis imaginar lo fría que está la polla de un muerto; la tienen helada y como si fuera de corcho. Abrí una navajilla y se la corté. No pensaba hacerlo, pero lo hice. Así que mi padre está enterrado sin polla.

¿Qué hacer cuando alguien confiesa algo semejante? Pues reírse, ¿qué puede hacer uno sino reírse? ¿Y creerlo? Eso ya depende de cada cual. Patricio se interesó por lo que había hecho con la polla de su padre; que si la conservaba en formol. Y entonces Santos, por un momento, tuvo la seguridad de que Martiniano se echaría mano al bolsillo interior de la chaqueta y sacaría un bote de cristal transparente con el pene incorrupto de su padre en el interior. Estuvo seguro de que iba a hacerlo y tensó todos los músculos de su cuerpo para soportarlo. Pero Martini no lo hizo, sino que se extrañó de que le creyeran capaz de algo semejante.

—¿Guardar la polla de mi padre en formol? ¿Tú te crees que soy un monstruo? No me acuerdo de lo que hice con ella; se la eché a unos cerdos, creo; y se la comieron. Los cerdos se lo comen todo, hasta la polla de un muerto, ¿verdad, Santos? Los cerdos son la hostia.

Y dicho esto, se fue dejando caer poco a poco hacia atrás; y, al borde del coma etílico, se quedó dormido antes de que transcurriera el primer minuto. Santos y Patricio se miraron, se encogieron de hombros y le imitaron.

Hasta las dos de la tarde del día siguiente no se despertaron. Lo hicieron con dolor de cabeza y el cuerpo lleno de picores y de pajas. Además el tiempo se había estropeado y llovía. Así pues, mientras se rascaban espasmódicamente, decidieron que lo mejor era regresar, darse un baño, echarse una siestecita y cenar tranquilamente en cualquier lugar, tonificados y limpitos de polvo y paja.

«Advirtamos, por ejemplo, lo que acontece en las conversaciones españolas […]. Siempre que en Francia o Alemania he asistido a una reunión donde se hallase alguna persona de egregia inteligencia, he notado que las demás se esforzaban en elevarse hasta el nivel de aquélla. Había un tácito y previo reconocimiento de que la persona mejor dotada tenía un juicio más certero y dominante sobre las cosas. En cambio, siempre he advenido con pavor que en las tertulias españolas —y me refiero a las clases superiores, sobre todo a la alta burguesía, que ha dado siempre el tono a nuestra vida nacional— acontecía lo contrario. Cuando por azar tomaba parte en ellas un hombre inteligente, yo veía que acababa por no saber dónde meterse, como avergonzado de sí mismo. Aquellas damas y aquellos varones burgueses asentaban con tal firmeza e indubitabilidad sus continuas necedades, se hallaban tan sólidamente instalados en sus inexpugnables ignorancias, que la menor palabra aguda, precisa o siquiera elegante sonaba a algo absurdo y hasta descortés. Y es que la burguesía española no admite la posibilidad de que existan modos de pensar superiores a los suyos ni que haya hombres de rango intelectual y moral más alto que el que ellos dan a su estólida existencia.»

José Ortega y Gasset, España invertebrada, Madrid, Revista de Occidente, 15.ª ed., 1967 (1.ª ed. 1921), págs. 69, 134-135.

La primera vez que Santos vio a Babenberg no fue ese mismo fin de semana, sino el siguiente, el 11 de noviembre de 1923, en el Rector’s Club del hotel Palace. Verle, lo que se dice verle, ya le había visto muchas veces en las litografías de las revistas ilustradas. Le había contemplado llegando a Madrid; saludando simpáticamente junto a su esposa María Luisa a los reporteros gráficos; descansando en La Moratilla, su villa alcarreña; practicando en compañía de Su Majestad el deporte del lawntennis y acompañando a un grupo de célebres intelectuales madrileños (de izquierda a derecha y de arriba abajo: don Juan Ramón Jiménez, exquisito poeta y refinado prosista; don José, director de la Residencia de Estudiantes; Moreno, pintor y poeta; Babenberg; don Ramón Gómez de la Serna, ingenioso escritor, y Federico García, mejor intérprete del alma andaluza). Sin embargo, en persona, aquélla fue la primera vez que le vio.

Habían ido al Rector’s Club, que aquella noche, como todos los miércoles, tenía mucha animación. Además, amenizaba la velada la Washington Band, un cuarteto que atraía siempre mucho público. Santos, Pátric y Martini llevaban ya en el cuerpo un número considerable de cock-tails, y el primero estaba otra vez a un paso de elogiar esa amistad tan bonita que tenían. Fue al pedir la cuenta cuando el camarero les dijo aquellas palabras que, a la postre, habrían de cambiar sus vidas:

—Todo está pagado, señoritos. El barón Babenberg les pide que acepten su invitación y les ruega que pasen por su mesa a tomar el último cock-tail antes de marcharse.

Los tres dirigieron sus miradas al lugar que había señalado el camarero con un casi imperceptible giro de cuello. Babenberg, sentado en una mesa del interior, les hizo una leve inclinación de cabeza. Ahí estaba, en carne y hueso, el rostro que tantas veces había visto estampado Santos en el papel brillante de las revistas ilustradas; sintió una sacudida y pensó en su madre, en sus hermanas y en la cara que pondrían en cuanto se enteraran. Venga, vamos, bebida gratis, dijo Martini; Patricio intentó recomponerse y logró contestar al camarero, que todavía esperaba la respuesta, que sí, que estaban encantados.

Babenberg se puso en pie cuando los vio llegar y les presentó a su acompañante, el escultor navarro Malcom Joyce. Patricio, representando a la perfección el papel de hermano mayor, declaró que era un honor inmenso para los tres sentarse en su mesa, pero que no se explicaban aún de qué podría él conocerlos. Babenberg no respondió a eso inmediatamente: era él quien se sentía honrado de que ellos hubiesen aceptado; pidió permiso para convidarlos y llamó al camarero con un leve movimiento de la mano. Babenberg tenía una figura erguida y un rostro afilado pero solemne, algo inexpresivo; era de labios poco móviles y mirar inescrutable. Aunque cuando les invitó debía de rondar ya los cuarenta y cinco, su cabello aún era abundante y su flequillo conservaba todavía una graciosa y rebelde caída juvenil perfectamente estudiada. Sus cejas, que parecían permanentemente arqueadas, le proporcionaban un cierto aire de displicencia que contrastaba con sus maneras cálidas y amistosas. Santos no se perdió ninguno de sus movimientos: de qué modo presentó a su acompañante, cómo tomó asiento, con qué palabras se dirigió al camarero, qué pidió de beber y la manera que tenía el tío de alcanzar el cock-tail: ¡ay, qué coño, si parecía que no tocaba la copa! Pensó que si su madre y sus hermanas hubieran sabido que en aquel momento él, Santitos, estaba a cincuenta centímetros de Babenberg, se habrían muerto de gusto. Santos volvió en sí.

—De modo que son ustedes los tres mosqueteros que tienen a Madrid en jaque —exclamó Babenberg.

—¿Ah, sí? ¿Tenemos a Madrid en jaque? —exclamó Patricio interrogativamente, haciéndose el tontito.

—¡Por favor! No hay tertulia que no los tema. Todo el mundo habla de lo que ustedes le hicieron a Ramón —aseguró Joyce.

—Madrid debe de estar más aburrido que de costumbre si no se habla de otra cosa —sentenció Martini.

—La noche de Madrid nunca ha sido la de París, pero ahora no está mal de diversiones —concedió Joyce—. Y además están contribuyendo a animarla. Me han dicho que Ortega trasnocha, bueno, más bien que no pega ojo pensando en ustedes.

—¡Ya nos gustaría reventar su tertulia, ya! —confesó Santos—. Lo que pasa es que es imposible porque la celebra en su casa.

—Eso no es un inconveniente. Yo puedo darles su dirección —sugirió Babenberg divertido.

—¿Tiene usted un interés especial en que lo hagamos? —preguntó Martini con una cierta insolencia.

—No, por Dios; interés, ninguno. Es sólo que me divierte la idea y que me recuerdan ustedes a unos amigos míos que tengo en París. Ellos también odian todas las tertulias.

—Nosotros no odiamos todas las tertulias, pero nos divierte intimidar a los intelectuales, esa lacra social que se cree llamada a dirigir los destinos de España. Usted no sabe lo claro que se ven las cosas cuando se le pone a un intelectual una pistola en la boca —disertó Patricio.

—No sé si se da cuenta usted de lo interesante que son sus propias palabras —observó el barón, y Pátric se hinchó tanto que tuvo que sujetarse a la mesa para no salir volando.

—Les aseguro que Leo los admira a ustedes mucho —corroboró Joyce.

—Y si se lo hiciéramos a usted, ¿nos seguiría admirando? —preguntó Martini provocador.

—¡Martini: eres más burro que un arado! —le recriminó Santos sufriendo por el precario equilibrio de la escena, temiendo que el encantamiento desapareciera de un momento a otro y que el barón se convirtiera en rana o que simplemente se largara.

—Tranquilízate, Santos. Estoy haciéndole una pregunta al señor. Quiero saber cuánto se nos admira. Dígame, barón, con todos los respetos: si yo le metiera ahora mismo una pistola en el culo, ¿me admiraría?

Babenberg miró seriamente al único ojo del tuerto; esbozó media sonrisa y le contestó:

—Yo soy un personaje muy popular, ya lo sabe; y tengo que cuidar mi imagen. Si ahora mismo, con ese fotógrafo ahí, espiándonos, usted me metiera una pistola en el culo, pediría a mis hombres que lo machacaran, y mañana usted aparecería muerto en su habitación de la Residencia. Después, en mi fuero interno, sí, tal vez lo siguiera admirando tanto o más que antes; pero no creo que a usted le sirviera de nada.

La sincera respuesta del barón los dejó momentáneamente silenciosos. Babenberg sostuvo la tensión hasta que no pudo más, y entonces soltó una carcajada a coro con Joyce. Los chicos, especialmente Santos y Patricio, estaban atónitos.

—Compruebo con agrado que mi respuesta los ha impresionado, lo cual, no sé si lo entienden, es para mí motivo de orgullo: acabo de vencer al terror de Madrid. Martini, perdone mi brusquedad; pero su provocación me ha estimulado formidablemente: en décimas de segundo he buscado en mi cabeza una respuesta brutal, y parece que la he encontrado. En confianza, y para que no me tenga aprensión, le diré que soy incapaz de matar una mosca y que me aterroriza la violencia física. Me gustan ustedes mucho. ¿Por qué no vienen este fin de semana a mi finca de Guadalajara? Estaba pensando organizar una montería. ¿Son cazadores?

Los chicos se miraron. No, no eran…

—Martiniano: aunque lo conozco poco, tengo la intuición de que la caza le fascinaría. ¿Por qué no me permiten que les envíe un auto el sábado? A mi esposa, María Luisa, le encantaría que vinieran. ¿Eh?, ¿qué dicen?

¿Era verdad lo que estaban oyendo sus oídos? ¿El barón Leo Babenberg les estaba invitando a La Moratilla, su villa alcarreña, y les iba a presentar a su esposa María Luisa? ¡Oh, Dios mío, cuando lo contara en su pueblo no lo iban a creer!

—¿Vendrán?

—Yo sí, desde luego —aseguró Santos.

—Encantado —respondió Pátric, y en ese preciso instante una potente luz le cegó. Por un momento pensó que era el tío José María, que se aparecía allí, delante de todos, a darle una charla; pero no. Era el fogonazo de una cámara de fotografías.

—¡Para Mujer de Hoy! —anunció un reportero menudo frente a ellos antes de abrirse paso hacia la salida.

—Les he dicho que nos estaba espiando —comentó Babenberg con gesto disgustado.

Ésa es la única foto que se conserva de los tres. Martini viste terno de paño oscuro con forro de casimir, camisa de seda natural Peter Hosemate y una divertida corbata de Gean Genet. Pátric tiene un aire desenvuelto con su traje de algodón tono pastel y camisa negro azabache, sobre la que resalta una corbata de estampados en crudo; los zapatos y el sombrero que tiene en el regazo son hechos a medida, en piel, por Inchausti. Santos viste más clásico, con terno beige, camisa de popelina y corbata de lazo en tonos verdes. Tras ellos sólo se perciben difusamente los rostros de Joyce y Babenberg. Joyce sale con los ojos cerrados; y Babenberg, con una extraña sonrisa que no le favorece nada.

«¡Ah! Se me olvidaba. También quisiera mencionar otra cosa que hacían. La cosa que hacían era anunciar en El Sol falsos actos culturales. Anunciaban por ejemplo: “El Dr. Alberto Einstein hablará hoy a las cinco de la tarde en la Residencia de Estudiantes sobre su teoría de la relatividad. Entrada gratuita”. La Residencia se llenaba, lógicamente. Había que ver al Moreno disculpándose en frente de doscientas o trescientas personas, si no más. Ha sido una confusión, no sabemos quién ha podido hacer esto, se excusaba. La gente le insultaba y maldecía la Residencia. Como le ocurrió a Pedrito con el lobo, después de cinco o seis actos falsos, los madrileños dejaron de acudir a las convocatorias de la Residencia. ¡No iban ni siquiera a las auténticas, por si acaso! Me parece que no se me olvida nada más.»

Sebastián Casero, Los olvidados, Teruel, Editorial Cascabeles, 1971, pág. 535.

Las nubes desgarraban el cielo al despuntar el sol. El viento soplaba con fuerza, agitando violentamente las chaparras y las encinas, cuyo epiléptico vaivén tenía algo de monstruoso. A lo lejos, una hilera de automóviles, todavía con los faros encendidos, se acercaba con gran estruendo por el caminucho al viejo cortijo de La Moratilla. Cerraba la fila una camioneta en la que iban subidos, de pie, los secretarios y el resto de subalternos. Patricio, Santos y Martini viajaban dormidos en la caravana, en el interior del Packard Single Eight que Babenberg había puesto a su disposición, y que conducía un tipo llamado Hans, de acento irreconocible.

—¿De dónde eres? —le habían preguntado al principio del viaje.

—Fue nachido di Alemaña, mi crríe at la Frans por mío patre italiano y mi matre inglis. Mucho poblem para minha lingua, muitto, becauso me se pega toíto lo que oigo —había respondido y no había querido hablar más. Cerrada la ventanilla de discreción, los chicos habían ido cayendo poco a poco, uno a uno; y, dormidos, habían llegado a La Moratilla.

Cuando los autos alcanzaron la explanada que había frente a la puerta principal, el ruido de los motores fue cesando. Se oyó el sonido de las puertas al abrirse y al cerrarse; y entonces las voces, los gritos y los saludos sustituyeron al rugir de los automóviles. Por la puerta comenzaron a entrar hombres y mujeres con ropas que recorrían todas las tonalidades del verde. Babenberg, que vestía con naturalidad y elegancia unos atavíos de montero que en otro adulto hubieran resultado ridículos, daba la bienvenida a los recién llegados en compañía de su esposa. María Luisa, como se dice siempre, era mucho más guapa al natural que en las revistas ilustradas, y desde luego mucho más que la tía Carmen. Su pálida piel, sus ojos claros, sus dientes blancos, sus labios rojos, su pecho en el que se detuvieron los ojos de Santos y de Patricio, pero no los de Martini, su mano de largos dedos, que les tendía, y hasta aquellos lóbulos minúsculos y carnosos que asomaban graciosamente bajo el pelito corto, desprendían hacia el mundo una luz de mediodía que hacía parecer diáfanas todas las cosas. Pero había algo en esa cálida sonrisa de ojos rasgados que atenuaba la claridad o, quién sabe, igual hasta la hacía más cegadora; y era ese velo de lejanía con el que los acostumbrados al lujo y a las riquezas han aprendido, coquetos, a adornar todas sus cosas.

—Me alegro de que hayan podido venir. Tenía muchas ganas de conocerlos —les dijo antes de volverse hacia otros invitados.

Babenberg los invitó a pasar y les recomendó que comieran algo:

—La mañana va a ser larga. Dentro tienen café, huevos, tocino, dulces, mermeladas y zumos. Cuando se desayunen, vengan conmigo; tienen que elegir una escopeta. La escopeta es muy importante en esto de la caza —bromeó el barón.

El salón se llenó de cazadores en un abrir y cerrar de ojos. Había hombres y mujeres de todas las edades; se notaba que eran ricos porque los jóvenes tenían en sus ojos y en todas sus cosas la gravedad de los mayores; y éstos, un aire juvenil y despreocupado que parecían haber robado a sus hijos. Todos parecían frescos, como recién salidos de una ducha tonificante. Muchos de ellos, sin embargo, habían estado jugando al póquer hasta dos horas antes. Se apretaban las manos, se abrazaban, rompían en grandes carcajadas y sostenían en corro conversaciones banales o cinegéticas.

—Yo a Julio Sánchez de Benito, como cazador, le tengo el máximo respeto —aseguraba un hombre corpulento de rostro moreno y poblado bigote, que emitía todas sus frases con gran convicción y que repetía dos veces las palabras o las frases que juzgaba dignas de memoria o difíciles de entender—. El máximo respeto. Don Julio, en una montería de diez mil pesetas, tiene los huevos, porque hay que llamarlo así, los huevos de no disparar si el bicho no es de pavo. ¡Y eso, en una montería de diez mil pesetas, que se dice pronto! ¡De diez mil pesetas! Y yo ante eso, señores, me quito el sombrero. ¡Eso es un cazador! ¡Un cazador!

—¡Ah; pues yo no! —confesó una señora entradita en años, que conservaba peinado y maneras juveniles pese a tener voz de cazallera—. Yo disparo aunque sea un vareto, no te digo. Para eso he pagado. Y mucho.

—Mi querida marquesa de Hinojosa, eso es contraproducente hasta para su propio bolsillo —sentenció otro.

—¡Ya está usted con sus adivinanzas! —replicó la marquesa.

—No es ninguna adivinanza, señora; se trata de educar al cazador. Hay que hacerle comprender que el respeto a los varetos redunda en su beneficio año tras año. Para qué tirar a un bicho, debe preguntarse el cazador en el momento sublime, que no podré exhibir en ningún lugar. Hoy por hoy, para que una finca tenga buena caza, ésta debe ser cuidada; y el único modo de conseguirlo es no matándola.

—Ciriaco tiene razón —corroboró otro—. Cuando cogimos nuestra finca, hace ya diez o quince años, no tenía más de quinientos venados; y hoy tiene ya más de dos mil. Claro, eso cuesta el sacrificio de no cazarla en años.

Fuera de la casa esperaban los rehaleros, los secretarios, los carniceros y los portadores. Se calentaban alrededor de una hoguera, y desayunaban chorizo en aceite y un queso muy fuerte que cortaban con ayuda de una navajilla y el dedo pulgar.

—¿A cuánto salimos, maestro? —preguntó uno.

—Dieciséis duros los secretarios. Diez duros los demás —contestó el montero mayor, un hombre alto y espigado, con aspecto muy juicioso.

—¿Será posible? —protestó un secretario joven—. ¿Qué menos que veinte, coño?

—Es lo que hay —le contestó el montero mayor, volviéndose hacia él, desafiante.

—No seas protestón, Paquita —le amonestó uno más viejo que se llamaba Quirino—. ¿Quién te ha tocado?

—El conde de Peñaprieta.

—Ése no sabe lo que hace. No sabe por dónde entra el venado, ni si es grande, ni si es chico. Si le pones uno grande y acierta, es capaz de darte mil duros —aseguró el Quirino.

Dentro, las conversaciones se habían apagado y los cazadores, cada vez más impacientes, habían empezado a salir. Pátric, Santos y Martini, con sus escopetas colgadas al hombro, seguían como cachorros silenciosos a Babenberg y a su esposa. Manuel, el secretario del barón, se acercó a él y se puso a sus órdenes. Cuando todos estuvieron fuera, el montero mayor gritó que se iba a cazar la zona de la mohedilla, y que cada puesto daba derecho a matar cinco venados y todos los jabalíes que se quisiera. Oídas las condiciones, cada cual buscó su grupo; cada grupo, su secretario; y todos se fueron echando al monte.

Manuel comenzó a caminar seguido de Babenberg, María Luisa y los chicos. Durante un buen trecho lo hicieron en silencio bajo un sol que cada vez apretaba más. Si no hubiera sido porque de vez en cuando oían disparos, habrían pensado que no había venados en la mohedilla. Excepto un par de varetas, ninguno de los seis vio nada durante dos horas de caminata. Pátric, Santos y Martini empezaban a aburrirse y a decepcionarse con la experiencia cinegética.

—La caza está muy sabia. Habrá que esperar a la suelta de las rehalas —había dictaminado Manuel sin aspavientos, pero con la seguridad de quien conocía el campo. Poco antes del mediodía hicieron un alto para tomar un bocado y echar unos cigarrillos. Sentados en el suelo, con el chorizo y el vino, se animó la charla, como era natural, y en un momento de la misma el barón dijo:

—Se preguntarán ustedes por qué los invito y los trato con tanta confianza. Los conozco porque, como les dije, empiezan a ser ustedes conocidos por todo el mundo; y los invito porque, aunque les parezca exagerado, siento por ustedes una gran simpatía personal e intelectual. No piensen que los estoy adulando o que exagero. Su comportamiento en las tertulias, esas preguntas impertinentes, esos gestos inesperados, aquello que me han dicho que hicieron ustedes en la tertulia de Ramón, todo eso me parece genial. Me atrae lo que sus actos tienen de turbador.

Vaya tío más pedante y más nefasto, pensó Martini, que no se mordió la lengua:

—Son simples gamberradas, y nosotros las hacemos por divertirnos y porque estamos hasta los cojones de tanta tertulia.

A Santos y a Pátric les pareció fuera de lugar el tono insolente que venía empleando el tuerto con el barón. Babenberg, sin embargo, no se inmutó. Babenberg no se inmutaba nunca.

—Eso piensa usted —le repuso a Martini—. En mi opinión, sus acciones tienen más transcendencia de lo que cree. Mire: yo tengo unos amigos en París que hacen exactamente lo mismo. Ellos son quizás un poco mayores que ustedes, y tal vez están más organizados. Tienen reuniones, deciden las acciones futuras y analizan las que han llevado a cabo. Se ven todas las semanas para planificar los escándalos. Los piensan mucho y no los hacen de cualquier manera. En su caso ellos tienen muy claro que no se trata de actos intrascendentes. ¿Han oído ustedes hablar de los surrealistas?

A Patricio le sonaba el nombre de Breton. Sólo Martini volvió a ser meridianamente claro:

—¿Qué es eso de pensar, hablar, reunirse y analizar? Me tiro pedos en la cara de Giménez y pongo pistolas en la boca de Ramón porque son unos hijos de puta y porque no quieren publicar la novela de mi amigo. Yo no le veo la trascendencia a eso por ningún sitio.

María Luisa sonrió a Martini con simpatía, pero no le contestó. Babenberg, por su parte, se olvidó un instante de él, se volvió a Patricio y le preguntó:

—Por cierto, ahora que su amigo la menciona, ¿sería posible que usted me dejara leer esa famosa y maldita novela que circula de mano en mano por Madrid?

Su novela ¿famosa? Su novela ¿maldita? Su novela ¿circulaba? Su novela ¿de mano en mano? Su novela ¿por Madrid? Patricio estuvo a punto de hacer varios disparos al aire; y si se hubieran podido congelar sensaciones, él hubiese congelado aquélla. Debió de contestar que sí, claro, que estaría encantado de que él la leyera. Igual hasta se hincó de hinojos; nunca lo supo ni recordó que se pusieran en pie y que continuaran charlando, mientras caminaban a buen paso, sobre asuntos que no interesan a esta historia o sobre otros que ya conocemos, porque Patricio Cordero no tuvo ya oídos para nada que no fuera su propio pensamiento.

Santos tampoco estaba allí: contemplaba hipnotizado la belleza serena y equilibrada de María Luisa; frecuentaba su hospitalaria mirada, que invitaba a la visita o a instalarse definitivamente en ella; y se preguntaba qué hacía él enamorado de su basta y tetuda tía habiendo en el mundo una mujer como María Luisa: delicada, discreta, elegante y esterilizada. Se pasó la mañana intentando llamar infructuosamente su atención. Lo consiguió cuando menos lo esperaba, entrado el mediodía; y fue a causa de un episodio que a él le pareció vergonzoso. A las doce, como estaba previsto, soltaron los perros, que primeramente hicieron una pasada de este a oeste. La finca comenzó a hervir de vida; la jauría ladraba a lo lejos, y se barruntaba el huir de los venados. Los cazadores a esa hora ya se habían situado en los laterales y al final de la loma. Los bichos se presentían. De repente Manuel se puso tenso, y la yugular se le abultó.

—Quietos —dijo; y tras unos breves segundos en los que sus cinco sentidos interpretaron señales que para los demás mortales eran inexistentes, añadió—: Va a entrar por la derecha.

—¿Quién le tira? —preguntó Babenberg. Martini no despegó los labios, pero se echó la escopeta a la cara justo en el momento en el que por la derecha entró un venado excepcional.

—Es bicho de pavo. El más grande de la finca, seguro —susurró Manuel tenso. El venado, extraordinario, se volvió hacia ellos, pero no los vio. Martini apuntó.

—No le mire a los ojos —le advirtió María Luisa. Santos sintió que se le aceleraba el pulso. Patricio, en cambio, observaba la escena con una cierta objetividad.

—Dispare justo donde le nacen las manos —le indicó Manuel en voz muy baja.

María Luisa se volvió hacia Santos, que contemplaba los ojos lacrimosos del bicho y se dejaba llevar por la imaginación. Efectivamente, había clavado su mirada en aquellos ojos casi humanos y había percibido en su costado la respiración agitada tras la carrera, que surgía rítmica y condensada del hocico. Sentía en sus mejillas la tibieza del cervatillo, esa que iba a evaporarse de un disparo. Sugestionado por esta prosopopeya interior, Santos supo que no iba a soportar que Martini le matara. ¡Ay, qué coño, a que me pongo a llorar como un modorro!, pensó.

—No le mates, Martini —se oyó decir para sorpresa de todos, incluso de sí mismo. Pero Martini no le hizo caso; no fue que la detonación sonara al mismo tiempo que las palabras de Santos, no; fue que el tuerto no le hizo caso. Sonó el disparo, y aunque Santos no quiso mirar, oyó el grito de Martini, que se volvió hacia sus compañeros y exclamó:

—¡Qué cabrón, parecía un tío! Le he dejado seco.

Santos, avergonzado por este comportamiento tan poco viril, buscó con la mirada a María Luisa y se tropezó con ella, que le había estado observando largamente. La baronesa le regaló entonces una amplia sonrisa que ensanchó su pecho de alegría y consuelo y le dio motivos suficientes para fantasear.

Al término de la jornada, poco después de que los últimos cazadores alcanzaran la casa, fueron llegando los portadores con las piezas. De cada una colgaba un cartón con el nombre del dueño. Al poco rato apareció la pareja de la Guardia Civil, que tenía obligación de asistir a la medida y de comprobar que no se habían matado hembras ni varetos. El pavo no se lo llevó Martini, sino el conde de Peñaprieta. Y luego, en medio de un sobrecogedor silencio, se procedió a una vieja costumbre cinegética casi perdida: el venado no podía ser hecho cuartos sino por la mano de un noble que con la cabeza al aire, hincado de rodillas y provisto de un cuchillo destinado a ello, debía cortar con determinado ritual ciertos miembros del animal. Los tiempos cambian, y lo que hizo Babenberg fue un recuerdo simbólico y aproximado de aquella costumbre. Todos, cazadores y ayudantes, se asombraron del espectáculo a pesar de haberlo visto cientos de veces. A continuación los carniceros se encargaron de trocear realmente las reses ante la mirada hipnotizada de Santos, que se quedó solo contemplando el trabajo.

Tras la representación de Babenberg, los invitados se fueron despidiendo de él y de su esposa y fueron abandonando La Moratilla en sus respectivos autos. Hans, el chófer que había traído a Santos, Pátric y Martini, los esperaba en el interior del Packard, en una evidente demostración de impaciencia. Se acercaron rápidamente a despedirse de los anfitriones, que agradecieron sus presencias y esperaban verlos pronto de nuevo. Aún tuvo que soportar Santos una última burla de Martini a causa de su sensiblera reacción frente al ciervo. Sin embargo, a Santos le pareció que María Luisa le miraba con admiración y que le sonreía de un modo que significaba «Santos, cariño, cómo he podido vivir todos estos años sin tenerte a mi lado».

El auto de los chicos partió finalmente mientras los carniceros cargaban la carne descuartizada en camiones con barras de hielo. Sobre el suelo quedaron las tripas de los venados, que los perros olfateaban excitados. Cuando partió el último camión, la finca quedó en silencio tras la matanza. Sólo la silueta de Babenberg, recortada en el crepúsculo, perturbaba la línea más o menos recta del horizonte.

«Estimado Dr. Moore:

»Le escribo para contarle una experiencia que tuve a los trece años, y que creo que me ha marcado para el resto de mi vida. Me gustan los comercios desde chico. No el comercio, sino los comercios: las carnicerías, las papelerías, los estancos, las tiendas de ultramarinos y, últimamente, las mercerías. Todo comenzó el día del cumpleaños de mi tía. Ella ha sido para mí como una madre, y quería hacerle un buen regalo. Pensé que un par de medias negras le gustaría mucho. Me acerqué a una mercería que hay cerca de su casa y entré. La dueña, que estaba subida a una escalera poniendo el género en el último estante, me recibió con una sonrisa desde lo alto, con las faldas remangadas hasta medio muslo para no pisárselas.

»—Ahora mismo estoy ahí, cielo. Sujétame la escalera, haz el favor.

»Cuando llegó al suelo, me sonrió muy cerca de la boca. Estaba sofocada y los mechones de pelo le caían por la cara. Su blusa estaba a medio abrochar, olía a sudor, y pude ver sin problemas el canalillo de sus tetas. Me preguntó qué deseaba, y yo le dije que estaba buscando unas medias negras para mi tía, que celebraba su cumpleaños y que era como una madre para mí. La mercera me preguntó si sabía qué talla gastaba. Yo le dije que no.

»—Pues ya me dirás, guapo, lo que hacemos.

»—Mire —le contesté yo—, la única pista que puedo darle es ésta: cuando ella me baña, se me pone tiesa; y me he fijado en que estando los dos de pie, mi punta llega a su ingle. ¿Le sirve esto de algo?

»—Puede valer. Vamos a ver hasta qué parte de mi pierna llega tu punta; si también llega hasta mi ingle, pues entonces es la misma talla. Pero, antes, voy a echar el cierre, no sea que venga alguna y se piense lo que no es —explicó.

»Me desabrochó la bragueta, me sacó la polla y no tuvo que tocármela mucho porque enseguida se me puso durísima. Ella se desprendió la falda, se quitó las bragas y dejó al descubierto una generosa mata de pelo.

»—A ver —dijo poniéndose frente a mí. La punta de mi capullo caliente rozó su vientre, y me estremecí. Mientras ella estudiaba las medidas, le desabotoné la camisa, le quité la combinación, y ante mí apareció un par de tetas generosas y sin pelos.

»—Las tengo un poco caídas de dar de mamar a mis hijos y de hacer pajas cubanas —dijo distraída. Y a continuación sus piernas se fueron flexionando de modo que mi capullo empezó a deslizarse en el interior de su coño ardiente.

»—¿Tú qué años tienes? —me preguntó.

»—Voy a cumplir veinte ahora, en julio.

»—¿Y dices que tu tía te baña?

»—Sí señora, desde que era un crío. Con una esponja y un barreño. Ya le he dicho que mi tía es como una madre para mí. Y usted me recuerda a las dos —le expliqué yo abrazándola por la cintura y tragándome todo lo que me cupo de una teta. Entonces ella pareció darse cuenta de lo que estaba sucediendo.

»—No, no, no —dijo la mercera—. Estamos haciendo esto para averiguar la talla de tu tía; no seas fresco, niño.

»Y me empujó hacia atrás; se vistió, me despachó indignada las medias negras y me puso de patitas en la calle. Cuando volvió a echar el cierre, conmigo fuera, me corrí.

»Desde entonces adoro las mercerías. Cuando digo que las adoro es que las adoro. Ahora sólo puedo correrme en mercerías pequeñas, rodeado de señoras parlanchinas. Todos los días voy a una de estas tiendas, pido la vez y espero a que me llegue. Siento en mi cuerpo la presión de los muslos y de los traseros de las amas de casa. Me voy calentando más y más, y al final termino cascándomela a través de un agujero que me he hecho en el bolsillo del pantalón. Me gusta hacérmela mientras les huelo el sudor y oigo sus picardías. Gracias a Dios, siempre me viene cuando me llega la vez, lo cual, de verdad Dr. Moore, no tiene precio. En ese instante pido lo primero que se me ocurre, una cremallera, una faja, un juego de botones, un automático, unas inocentes cenefas o el tapetito de un vasar, intentando aparentar que no me sucede nada. Yo creo que ellas se dan cuenta. ¿Usted qué cree? ¿Qué me dice de mi comportamiento? ¿Es normal? ¿Es malo? ¿Es peligroso? Algunas noches me pregunto si soy un vicioso, y que dónde me estoy metiendo.

»Géminis. Segovia.»

«Historias», La Pasión, 27 (noviembre de 1923), págs. 24-25.

—Se está usted metiendo en la boca del lobo.

Con estas palabras le recibió don Homero Mur. Nada más entrar, Santos había detectado algo extraño, como si hubiera desaparecido el fondo irónico y burlón que don Homero solía proporcionar a todas sus reprimendas.

—¿Sabe por qué le he llamado? —le preguntó Homero Mur.

—Me lo imagino.

—A ver, ¿qué se imagina?

—Que quiere hablar conmigo porque voy a suspenderlo todo.

—Que va usted a suspenderlo todo lo sé yo desde que empezó el curso. Ésa es una batalla que, le seré sincero, hace tiempo que di por perdida. Le llamo por algo más serio y más peligroso. Quiero hablarle de Babenberg, a quien tengo entendido que frecuenta usted mucho últimamente.

Santos dijo sí, sí; pero lo dijo como si no quisiera dar importancia a un hecho que en realidad para él era formidable. A don Homero le traían al fresco estas sutilezas psicológicas:

—Usted tiene todo el derecho a decirme que me vaya a freír espárragos; pero luego no diga que nadie se lo advirtió. Yo sí le voy a decir algo: aunque parezca que el barón ese quiere hacerse muy amigo suyo…

—No sólo mío. También de Patricio Cordero y de Martiniano Martínez. Está muy interesado en la novela de Patricio y también dice que somos unos subrealistas franceses. Su mujer…

—Mire, Santos, sólo quiero decirle que abra bien los ojos y que tenga mucho cuidado con esa gente. Me consta que ese Babenberg no es trigo limpio. Utiliza a la gente en su beneficio, no tiene escrúpulos y es capaz de cualquier cosa, escúcheme bien, de cualquier cosa, con tal de conseguir sus propósitos.

Las palabras de don Homero le resultaban a Santos desproporcionadas y sin sentido, absurdas, casi grotescas.

—Don Homero, ¿qué está diciendo, por Dios? ¿Qué beneficio puede sacar todo un señor barón de unos pobretes como nosotros?

—Mire, Santos: Jiménez, Moreno, Ortega, Babenberg, todos están metidos en la misma empresa; y ustedes con sus bromitas y sus pedos, sin saberlo, les están echando a perder el negocio. No lo van a permitir.

En el fondo, aquella paranoia conspirativa le halagaba: medio mundo movilizado a causa de Santos Bueno y sus amigos. ¡Una lástima, la verdad, que aquellos argumentos fueran tan endebles! El pobre don Homero no salía de su despacho y no se enteraba de la misa la media. Santos se lo insinuó, y Homero Mur le miró con lástima:

—Es usted muy joven y es normal que me diga eso; pero no hace falta estar todo el día fuera para saber lo que pasa. Mírese: usted no para en la Residencia y, sin embargo, no se entera de nada. Para saber lo que sucede en nuestra vida es necesario tener fuentes de información, claro; pero es aún más importante mantener los ojos bien abiertos, no creerse nada de lo que se nos dice, nada de lo que parece razonable o natural a primera vista, y sobre todo pensar, analizar todos los datos minuciosamente. Es muy cansado, pero es el único modo de que no nos engañen.

—¿De que no nos engañe quién, don Homero? Babenberg detesta a Jiménez y a Ortega. Les odia.

—¿Es eso lo que les ha dicho?

—No hace falta que lo diga: se ve a la legua.

—No se fíe de las cosas que se ven a la legua, Santos. Se ve a la legua que Babenberg es el heredero de una gran fortuna prusiana, pero en realidad no es noble y tampoco es prusiano; en realidad es un judío de origen polaco, cuyo dinero procede de la venta de armas a los aliados y a los alemanes, sin distinción; negocio, por cierto, que esconde bajo la tapadera del depurativo ese, Richelet. Se ve a la legua que Babenberg es un mecenas; pero en realidad es un comerciante que ha encargado a Ortega la creación de una generación literaria rentable a medio plazo, que dé dinero, lo único que le interesa.

Santos quiso saber de dónde había sacado él todo eso.

—Tratando de estar informado y analizando los hechos, Santos. Usted también puede hacerlo; no tiene nada de particular.

Pero a Santos le parecía que sí. Aquél no era su don Homero Mur. Desprovistas sus vehementes palabras del tono zumbón con que solía hacerlas sonar, Homero Mur resultaba humano, demasiado humano; y, por primera vez en cinco años, Santos puso en duda la infalibilidad de su tutor. Salió del despacho turbado; y antes de subir al cuarto y de contárselo todo a Patricio y a Martini, quiso despejarse y pasear entre los chopos y los álamos con la mente en blanco. El sol había iniciado su descenso, y se aproximaban nubes de tormenta. Cirros incandescentes y estratos que mostraban su cuerpo gris y sus bordes rosados destacaban sobre un cielo todavía nítido, de un azul claro, autoritario y sin discusión. Por qué no eran así las cosas, Dios suyo.

«Distinguido amigo:

»Perdone que haya dejado pasar tanto tiempo sin escribirle, pero algunos contratiempos y problemas de salud me han tenido en cama. El Dr. Kompritz ha aprovechado la ocasión para echarme en cara mi empeño en mantener esta correspondencia con usted que, según dice, quema inútilmente unas energías que no tengo. Lo que tengo son muchos años y muchos recuerdos; y, aunque el Dr. Kompritz no lo crea, me siento mucho mejor desde que puedo ponerlos por escrito. Tendría que haber compuesto un libro de memorias, como han hecho todos mis contemporáneos, para enturbiar aún más el agua, para dificultar en la medida de mis posibilidades la visión del fondo, el recuerdo de los hechos. Creo haber leído todos los diarios y memorias que mis amigos y conocidos de entonces han ido publicando. Cada libro ha sido una sorpresa mayor y una confusión más grande. ¡Si parecía que habíamos vivido vidas diferentes en mundos distintos y épocas lejanas unas de las otras! Muchos de estos libros relatan sucesos que yo presencié y en los que tuve un cierto protagonismo. Pues bien, tras la lectura de ese centenar de testimonios adoradores, ni yo sé a ciencia cierta qué ocurrió. Antes de leer todas esas fabulosas narraciones que se ofrecen como historia, mi memoria era agua cristalina, y yo podía recordar con claridad el fondo y distinguir cada persona, cada suceso, cada palabra y cada cosa. Tras cerrar el último libro de memorias, mi recuerdo se había convertido en el fondo turbio de una poza donde acaban de jugar los niños. Haga la prueba, lea El último vistazo o Los olvidados de Sebastián Casero; Unamuno de una vez o Nunca nadie de Eligio Simientes; La biografía de Cirilo “El Cometripas” de Amancio Gonotórregui; Vida en claro de José Moreno Villa; Caminos y puentes de ingeniero de Gervasio López Paradero; Los días previstos de Carlos Bonifaz; Mi vida secreta de Salvador Dalí; Mi último suspiro de Luis Buñuel; Mi vida con Ramón de Julio Puertas; Stop a todo desastre de Bartolomé Sastre-Labanda; Ortega, mi padre, de Miguel Ortega; léalos todos y se dará cuenta de lo que estoy tratando de decirle.

»Eso precisamente es lo que me sucede con Martiniano, de quien me pide que hable cuando leo los relatos que otros han escrito de él. Mire, yo no le conocí a fondo, pero para mí Martiniano era carne de cañón. Lo supe desde la primera vez que le vi. ¿Que cómo era? Aunque tenía un parche, que años después cambió por un ojo de cristal, era guapo. Muy alto. A mí me recordaba a Soutine, pintado por Modigliani. Había llegado a la Residencia obligado por su tío, Azorín, al que odiaba por todo y en especial porque había sido él quien le había saltado el ojo de una paliza. Azorín era el hermano de su madre y se había hecho cargo de la familia tras la muerte de su padre. Martiniano había querido aprender un oficio, pero su tío le había obligado a continuar estudiando porque le parecía una vergüenza tener un sobrino obrero. Él contaba que por cada suspenso su tío le rompía un palo de escoba en los lomos, y que con este aliciente había ido sacando los cursos. No era necesaria una larga conversación con Martiniano para darse cuenta de que era un espíritu negativo: estaba en contra de todo, lo detestaba todo y le resultaba repugnante todo. Según me dijo no recuerdo quién, había cosas que le daban más asco que otras, como por ejemplo los defectos de la piel. Pero lo que Martini aborrecía sobre todas las cosas eran las tertulias. Iba diciendo por ahí que su máxima ambición a corto plazo era reventar todas las tertulias de Madrid, ser expulsado de la Residencia de Estudiantes y matar a su tío. Ramón Gómez de la Serna había escrito por entonces una biografía de Azorín, y todos teníamos a éste por un anciano tímido y tranquilo. Lógicamente, nos preguntábamos si sería verdad lo que contaba Martiniano de él. ¿Cómo era posible que un tipo tan tímido como Azorín tuviera semejante sobrino?

»Por supuesto, hubo quien, como hoy usted, le consideró entonces una versión española del surrealismo francés. Yo difiero totalmente de esta opinión; el pobre Martiniano no era más que un gamberro; no recuerdo haber escuchado jamás de sus labios una reflexión teórica que explicara lo que usted se empeña en llamar “atentados culturales” y que no eran, créame, nada más que gamberradas, algunas de ellas muy ingeniosas, pero gamberradas al fin y al cabo, de un joven inquieto, nervioso y con gracia. Martini vino a ocupar el hueco que había dejado Marc cuando se marchó a Inglaterra. Ya hablaré de esto en otra ocasión.

»Me pide usted que le cuente alguna anécdota. Pensé que no iba a recordar ninguna, pero ha venido a mi memoria cierta ocasión en que habíamos ido a escuchar una conferencia de Unamuno al Ateneo de Madrid. Unamuno era ya entonces una vaca sagrada de la intelectualidad española, un individuo que estaba por encima del bien y del mal. No era como Juan Ramón Jiménez, que tenía sus intereses editoriales, que era capaz de hacer esas pequeñas mezquindades que ya le he contado, y que tenía su cuadrilla y sus enemigos. No. Don Miguel era de una sobriedad espartana. Él era catedrático de griego en Salamanca y con el sueldo de funcionario mantenía a su familia. Don Miguel tenía muchos defectos, pero la avaricia y la codicia no estaban entre ellos; su monstruosa megalomanía no se lo permitía. El caso fue que Martiniano estaba allí, y cuando se abrió el turno de preguntas levantó la mano y le preguntó que qué sentía cuando defecaba. Describió el proceso en voz alta con todo lujo de detalles. No le miento. Don Miguel ni siquiera contestó. Luego, a la salida, la gente le insultaba por la calle y le tiraba piedras. Él no hizo eso para destruir la hipócrita cultura burguesa, sino para divertirse; la trascendencia a estas barbaridades se la añadían otros. Ya le digo, para mí Martiniano siempre fue un muchacho huero. Mi experiencia me dice que aquellos que durante la etapa escolar o los años universitarios han sido más evidentemente geniales suelen quedarse en nada cuando pasan a la edad adulta; como si se hubieran agotado para siempre en los fuegos artificiales de la adolescencia.

»Mis mejores deseos. [Firma ilegible.] En Belle Terre, a 2 de febrero de 1987.»