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«El viernes, cinco de octubre, a las ocho de la noche, tendrá lugar una conferencia magistral impartida por el ilustrísimo señor catedrático de Metafísica, don José Ortega y Gasset, el incansable luchador por la europeización cultural de España; a la que seguirá una recepción en su honor en la que se servirá un mosto de la tierra. La conferencia lleva el título de “Diálogo sobre el arte nuevo”, y en ella el incansable don José expondrá sus conocidas ideas sobre el objeto artístico que para él sólo es arte en la medida en que no es verosímil y, por lo tanto, no puede ser interpretado por todos. Asistirán a la magistral y susodicha conferencia: nuestro ilustre invitado, el exquisito poeta y refinado prosista Juan Ramón Jiménez; el ilustrísimo señor catedrático don Miguel de Unamuno, la más fuerte personalidad de la generación del 98; don Santiago Ramón y Cajal, el ilustre neurólogo de fama mundial; don Gregorio Marañón, que junto a una ingente labor científica cultiva los estudios históricos; don Eugenio d’Ors, célebre por su pseudónimo “Xenius”; el ingenioso escritor don Ramón Gómez de la Serna; y don Ramón Pérez de Ayala, nacido y educado en Oviedo. Tras la recepción, en la que se habrá servido el arriba mencionado mosto de la tierra, Federico, el mejor intérprete del alma de Andalucía, nos obsequiará con una lectura pública de sus últimos poemas y con un recital de su música.

»Calificación de la asistencia: Recomendable históricamente para el normal desarrollo del individuo en una sociedad democrática (sube dos puntos la nota final, hecha la media de todas las asignaturas).

»Firmado: la Dirección / el Sr. Iglesias, ordenanza y bedel por concurso público de méritos, P. A., a 1 de octubre de 1923.

»DIVERSIDAD, MINORÍAS, CULTURA Y ATLETISMO

—Leer no es fácil; se necesita mucha humildad. Si uno lo piensa bien, se dará cuenta de que leer es cosa de mujeres —aseguró Ventura Tunidor, e inmediatamente fue abucheado porque entre los Ultraístas que habían acudido a la tertulia después de haber leído el anuncio publicado en El Sol, había muchos jovencitos con bigote de alférez que pensaban de sí mismos que eran buenos aficionados a la lectura. Uno de éstos, el que parecía más machito, le preguntó que si podía saberse por qué.

—Porque el libro antes de ser leído está fuera del lector; y, una vez leído, está dentro, es decir, ha penetrado en él. Porque la lectura siempre modifica al lector; porque el lector nunca modifica el libro. Porque si yo leo Los años climatéricos después de que usted lo lea, leo el mismo libro; pero si usted habla conmigo antes y después de mi lectura, no habla con el mismo hombre —explicó sin amedrentarse el jefe de Archivos del Museo de Antropología.

—¿Y acaso es usted tan ingenuo como para creer que Los años climatéricos será en 1995 el mismo libro que leemos hoy? Don Ventura: dentro de setenta años tal vez no quede un solo ejemplar de Los años climatéricos sobre la faz de la tierra —le contestó un jovencito de aspecto apocado que tenía, sin embargo, un modo de hablar decidido.

—No me importa lo que usted diga, Garfias; yo pienso que el libro es el catalizador, no el lector. De todos modos, para calmar a estos escritores frustrados e impotentes, una especie que abunda entre los aficionados a la lectura, se está inventando un nuevo género que consiste en hacer creer a estos medio hombres que durante la lectura también se puede penetrar. Este espejismo copulativo se consigue leyendo ladrillos. Quien consigue terminar un libro como el del tuberculoso ese o ese otro del inglés ese que no me acuerdo de cómo se llama, o las Soledades de Góngora, que ahora resulta que son una obra maestra, lo hace efectivamente con la sensación de haber penetrado en ellos. Pero esta literatura que hoy defiende la gente joven es literatura de sodomitas activos. A mí estos híbridos llamados lectores-macho me recuerdan a los padres de familia que se enfadan si no son ellos los que guían la berlina —dijo, sarcástico, Tunidor. El machito con bigote de alférez quiso agredirle, pero sus correligionarios consiguieron detenerle.

—¡El placer intelectual es también estético! —le gritó fuera de sí, intentando desasirse. Ventura Tunidor, que estaba, merced a su trabajo, habituado a las civilizaciones salvajes, no perdió la calma y le respondió:

—El placer que nace de la interpretación de textos oscuros es un placer que tiene muy poco que ver con la emoción literaria.

Muchos jóvenes le acusaron de identificar placer artístico y claridad. A lo cual repuso:

—La oscuridad suele encubrir incompetencia. Un arte que necesite consumidores activos me parece fraudulento, como me lo parecería un restaurante que obligara a cocinar a sus clientes. A mí esa literatura me recuerda a los cuentos infantiles con los que el niño va desarrollando sus aptitudes. Basta ya de exigir lectores activos. Quien debe ser activo es el escritor y su obra.

—Vemos que usted separa tajantemente el papel del lector y el papel del escritor, pero nosotros pensamos que el lector es tan creador como el autor —proclamó con acento chileno otro de los jovencitos, el que se llamaba Vicente Güidobro o algo así.

—Eso de que el lector es también escritor es una excusa que se buscan los perezosos y los malos escritores. Traspasar la responsabilidad del escritor al lector es un truco indecente, y se corre el riesgo de eximir al primero de unos deberes que son ineludibles.

Los Ultraístas protestaron ostensiblemente y gritaron lemas en pareado que venían a decir que la lectura era tan creativa como la escritura. Tunidor se enfrentó a todos ellos:

—¡Por supuesto que la lectura es creativa! ¿Quién no se ha acostado con los ojos ardiendo después de cerrar La Regenta, y se ha dormido pensando en algún modo de advertir a Ana Ozores que tenga cuidado con Mesía? Ustedes seguramente no porque no leen. Ahora bien, de ahí a pensar que la novela la escribe el lector… ¡Vamos, por favor, no me jodan, que llevo un porrón de años escribiendo una novela histórica sobre la corte de Juan II! ¿Me van a decir ahora que no la estoy escribiendo yo?

Los gritos contra Tunidor aumentaron.

—¿Qué follón tienen armado hoy los currutacos de ahí abajo? —preguntó Buche en la tertulia rival.

—Pues que como no pueden traer a Ortega, han invitado a sus cachorrillos para que den un poco de color a su tertulia. Luego, don Carlos Hernando habla con El Sol para que le pongan una columnita, y la tertulia se les llena de público. Así cualquiera —explicó Maximiliano con desprecio.

—Nosotros a lo nuestro; nosotros a lo nuestro. A ver si se van a pensar que les tenemos envidia —recomendó don Andrés Bonato.

—Pues si piensan que les tenemos envidia, están en lo cierto. Señores, ¿no creen que deberíamos ser más humildes y aceptar que nuestra tertulia está en vías de extinción? ¿Qué gente nueva se aproxima a nosotros y garantiza la continuidad de nuestra obra? —preguntó Amadéus. El silencio que siguió a sus palabras y las miradas bajas de los tertulianos le demostraron que había puesto el dedo en la llaga. Don Marcelino Valtueña, el amante de las autopistas, se defendió:

—Esos de ahí abajo son un atajo de tramposos, traidores, chupaculos e ignorantes.

—Serán todo lo que usted quiera, don Marcelino, pero hoy tienen la tertulia llena de gente joven. Alguno de esos jóvenes continuará viniendo, se convertirá en tertulio fijo y será un seguro contra la muerte, un garante de su continuidad.

Los contertulios de don Maximiliano reconocían con su pertinaz silencio que Amadéus estaba en lo cierto. Oyeron con mayor claridad los gritos provenientes de la tertulia rival, que bullía como en los mejores tiempos, en plena discusión teórica:

—Nosotros pensamos que la meta del arte antiguo ha sido siempre imitar a la naturaleza. Cuanto más real pareciera un cuadro, tanto mejor era. Todavía hoy, si un pintor dibuja un retrato y el retrato se parece mucho al modelo, el vulgo dice oh, qué bueno es este pintor, como si la única función del arte fuera ésa, parecerse, imitar modelos naturales. Nosotros gritamos: ¡mentira! El arte no debe imitar modelos naturales, sino que debe ser independiente de la realidad. El arte nuevo no imita, sino que crea su propia naturaleza y su propia realidad: composiciones de colores, de figuras, poesías surrealistas, sin sentido. Nuestro arte no se parece a nada conocido. Nosotros no dibujamos bodegones ni retratos clavados al modelo ni novelas que parecen tan reales que hacen llorar. El arte viejo no es arte, sino vida. El arte que nosotros propugnamos se abstrae de la realidad, es arte puro —dijo Vicentito exaltado, con la yugular inflamada y un ligero rubor en las mejillas, como si acabara de masturbarse.

—El arte es abstracto siempre, jovencito —dijo Tunidor tranquilamente—. Incluso Dostoievski es un novelista abstracto, fíjese lo que le digo. Usted no puede expresar el desorden del mundo escribiendo una novela desordenada, ni reflejar lo incomprensible de la vida humana con una novela que no se entienda. El arte debe abstraerse siempre de la realidad y expresar el desorden con orden y lo incomprensible del mundo con una novela que no sea muy difícil de leer. Dese cuenta de que si utilizáramos los fines como medios, la lectura de muchas novelas tendría que durar años, algunas incluso siglos. Pero esa sensación de que ha transcurrido mucho tiempo desde que abrieron el libro sólo la tienen ustedes, a quienes no les gusta leer.

—No nos gusta leer esa literatura para jubilados que leen ustedes. Ustedes no disfrutan con el arte si éste no expresa o analiza la realidad. A nosotros nos parece que ustedes se toman muy en serio eso de la obra de arte. Nosotros creemos que el arte es un juego sin importancia, en el que lo importante es participar y divertirse. Estamos hartos de todas esas novelas del siglo pasado que se tomaban tan en serio a sí mismas y que tenían pretensiones tan intolerables como analizar la realidad, cuando no cambiarla. La realidad no existe, señores. Y si existe, es demasiado compleja como para analizarla. ¡No digamos ya para cambiarla!

—Estoy completamente de acuerdo con usted en que los nuevos artistas como ustedes no pueden hacerlo; pero la culpa no es de la realidad, sino de ustedes, señores míos, que son incapaces.

—¡Está usted off-side, Tunidor; es usted un old fashioned! —le acusaron algunos.

—¿Orsai? ¿Orfachón? ¿Qué es eso? —preguntó don Críspulo Pinar.

—¡Inglés! —le gritaron burlones. Entonces terció el señor Iglesias:

—Un momento, un momento. La discusión iba muy bien hasta que ustedes han usado el inglés. A mí me parece que eso de mezclar el idioma de Cervantes con el inglés, por muy lengua de Shakespeare que sea, no puede traer nada bueno.

—¡Hombre, por Dios! Las lenguas siempre se han contaminado unas a otras. No me parece que haya que poner el grito en el cielo por un fenómeno que es más viejo que Matusalén —argumentó el ultraísta llamado Garfias.

—Un buen argumento sería este que acaba de esgrimir si yo me estuviera sorprendiendo del fenómeno, señor mío. Pero da la casualidad de que no me sorprendo, mire usted por dónde. Sé perfectamente que el fenómeno ha existido, existe y existirá siempre, así como los huesos han perdido, pierden y perderán siempre calcio a medida que transcurre el tiempo. Y con conocimiento de causa digo: eso de mezclar idiomas empobrece hoy la lengua, la empobreció ayer y la empobrecerá mañana, igual que la pérdida de calcio empobreció, empobrece y empobrecerá los huesos, por muy normal que sea este fenómeno. La normalidad, señor mío, no habilita como virtud un defecto —dijo el señor Iglesias, sorprendido de su propia fluidez.

En la tertulia rival continuaban en silencio, escuchando sin querer y sin remedio las disquisiciones teóricas de los de abajo. El primero en reaccionar a las terribles palabras del refinado Amadeo Leguazal fue el poeta Bernabé Hieza:

—Yo estoy completamente de acuerdo con usted, Amadéus, pero me pregunto a quién podríamos traer nosotros. Tengo entendido que las grandes figuras cobran lo menos cuarenta o cincuenta duros la hora de tertulia o conferencia.

Amadéus asintió: era cierto; pero él tenía una idea.

—Como ustedes saben, yo, además de pertenecer a esta tertulia, soy miembro de otra en el Bellas Artes, a la que acuden muchas jóvenes promesas de la literatura. Si les parece, podría sugerir a algunas de ellas que vinieran por aquí a exponer sus puntos de vista sobre la literatura.

—¿Usted conoce a algún chico de esos que viven en la Residencia de Estudiantes? —preguntó don Maximiliano Quintana.

—Alguno viene por la tertulia del Bellas Artes, sí señor.

—Ésos son los tertuliantes que hoy atraen al público. ¿Por qué no intenta convencer a alguno de ellos? —preguntó el líder, don Marcelino.

—No es mala idea. De paso, nos podrían contar lo que se cuece por allá arriba, que debe de ser algo serio, según los periódicos —propuso don Andrés Bonato.

En la tertulia de don Carlos Hernando la discusión había llegado a tales extremos que los jóvenes artistas habían zanjado la cuestión mirando sus relojes de pulsera y alegando que tenían otra tertulia y que debían marcharse ya.

—Esperamos verlos pronto por aquí —les dijo don Carlos Hernando, poniéndose en pie. Sus contertulios le imitaron.

—Hable con Ortega; él manda —respondió Vicentito con evidente disgusto. Cuando el último de ellos salió por la puerta del Jute, don Carlos Hernando le afeó a Ventura Tunidor su intransigencia y su mala educación. Al fin y al cabo, aquellos jóvenes artistas habían sido invitados por ellos.

—Tunidor: ha tirado usted por tierra todos nuestros planes, porque no creo que estos nuevos valores regresen por aquí. Además, a don José Ortega no le va a gustar nada que hayamos tratado así a la juventud.

—Me importa tres pepinos, fíjese lo que le digo. Estoy hasta el gorro de esta glorificación exagerada y absurda de la juventud que padecemos. Hoy día no importa la calidad de la obra de arte. Lo único que interesa es la edad de su autor y lo irreverente que pueda ser para con sus mayores. Estoy en total desacuerdo con esta política.

—Usted siempre contracorriente, coño. A la juventud hay que ayudarla, para que tengan la vida un poco menos jodida de lo que la hemos tenido nosotros. Ésta debe ser la obligación de todas las generaciones. Lo demás es venganza —sostuvo don Carlos Hernando.

—Yo abundo en la idea de Tunidor —dijo Eleazar—. He leído en una revista especializada que, según las investigaciones de una universidad estadounidense, los lacedemonios consideraban la adolescencia una enfermedad tan molesta como la rubeola. En cuanto cumplían los catorce, los lacedemonios eran separados de la comunidad e introducidos en un inmenso corral hasta los treinta. Se les trataba como a enfermos. De hecho, la palabra adolescencia viene de adolecer.

Le encantó al señor Iglesias esta etimología. Ventura Tunidor, al verse apoyado, se hizo fuerte:

—A la juventud hay que ponérselo difícil para que se robustezca. Si la acostumbramos a que piense que todo lo que hace está bien, nos saldrá una juventud de mimados y maricones. No tenemos nada más que mirar a nuestro alrededor: ¡está todo lleno de maricas, coño!

Don Obrero, que tenía ganas de hablar y no veía el momento de meter baza, vio su oportunidad:

—¡Ni que lo diga! Ayer mañana estuve afeitando al barón Babenberg. ¡Miren ustedes que es educado y atento! Pues nada, todo lo que tiene de buena persona lo tiene de maricón. Ahora está con este chico joven, Joice, el esculpidor. Duerme con él y todo, eh, no se vayan ustedes a creer. Ayer mañana, cuando yo llegué, salía él de su alcoba. Se conoce que desayunan juntos como si fueran mismamente marido y mujer.

—¡Y con esa esposa tan bella que tiene! —se lamentó Eleazar—. ¡Dios da pan a quien no tiene dientes! Ahí tiene usted a la señora María Luisa viviendo, como dicen las malas lenguas, en la otra ala del palacio. Y ahí le tiene usted a don José Ortega y Gasset durmiendo, como dicen otras lenguas peores, todas las noches con ella.

—No participo de esa opinión —dijo don Carlos Hernando. El señor Iglesias también cerró filas:

—Yo no creo que un incansable luchador por la europeización cultural de España como don José ni que una dama tan respetable, como la baronesa María Luisa Babenberg, cometan adulterio.

—Usted crea lo que quiera, señor Iglesias; pero yo voy un día sí otro no al palacete del barón y los veo con estos ojos —le aseguró don Obrero.

—De todos modos, esa situación no es tan anormal hoy día —dijo Eleazar—. Según una reciente encuesta publicada en los Estados Unidos, tres de cada cinco mujeres mayores de cincuenta años mantienen relaciones esporádicas fuera del matrimonio, y cuatro de cada cinco lo desean con todas sus fuerzas.

—Ahora lo entiendo todo. Ya me dirán ustedes qué sucede si además de estos datos tan escalofriantes se tiene un marido maricón —corroboró don Críspulo Pinar, el ferroviario.

En la tertulia de don Maximiliano todos habían observado con alivio y satisfacción la espantada de los jóvenes artistas.

—A esos currutacos no hay quien los soporte ni un instante —sentenció don Maximiliano Quintana. Al oírle, don Andrés Bonato recordó que tenía una pregunta de las suyas, con mucha miga:

—¿Cuánto dura un instante? —preguntó; pero nadie le supo contestar a ciencia cierta, ni siquiera don Gerardo Buche, el lector de enciclopedias.

—Aproximadamente —insistió.

—Don Andrés, no creo que eso sea tan importante —observó don Maximiliano.

—¡No lo será para usted! A mí me pone muy nervioso leer, por ejemplo, durante un instante Elpidio no supo qué hacer, y no poder precisar durante cuánto tiempo estuvo Elpidio indeciso. El tempo en la narración lo es todo, amigo Maximiliano, y es precisamente en este punto donde los autores pecan de más imprecisión y elasticidad.

—¿Puede usted repetir el ejemplo que ha puesto? —pidió Gerardo Buche.

—Durante un instante Elpidio no supo qué hacer.

—¿De dónde ha sacado usted el nombre de Elpidio, si puede saberse? —preguntó Buche.

—¿El nombre de Elpidio? No sé, es el primero que se me ha apetecido decir. Es un nombre como otro cualquiera.

—Que sea el primero que le ha apetecido decir, pase. Pero que Elpidio sea un nombre como otro cualquiera no se lo admito de ninguna de las maneras. Usted lo ha leído en alguna parte; no me lo niegue —le dijo Buche, malicioso.

—¡Si yo no le digo que no! Lo que le digo es que es el primero que se me ha apetecido decir. Pero a lo que vamos: haciendo una media con todos los escritores que han empleado alguna vez esta expresión, yo tengo la teoría de que un instante es aproximadamente un segundo, como mucho dos. ¿Qué les parece? No me contesten ahora, piénsenlo, piénsenlo, que yo me tengo que marchar al médico con mi señora, que tiene culebrillas. Ya me contarán —dijo don Andrés; se puso en pie, cogió su abrigo y salió.

—¿Alguien sabe lo que son las culebrillas? —preguntó zumbón don Gerardo Buche; pero nadie pudo contestar ni reírse porque en ese momento entró en el Jute Pascual, un pobre loco, muy popular en el café y en todo el vecindario, que llevaba siempre un casco de motorista. Pascual recorría el barrio, tienda por tienda, anunciando cada día un acto cultural diferente. Aquel día, desde la puerta del Jute gritó:

—¡Queremos anunciarles que tenemos hoy un entierro, en el que será enterrado, si Dios quiere, el señor Ortega y Gasset, muerto en acto de servicio! Todo el que quiera venir a enterrarle, puede. Adiós.

Dicho lo cual, se marchó por donde había venido. El anuncio provocó algunas risas entre clientes y camareros; pero otros, como el señor Iglesias, se escandalizaron:

—¡Tendrían que hacer algo con ese pobre! ¡Miren que si llega a estar esta tarde con nosotros ese incansable luchador por la europeización cultural de España que es don José Ortega y escucha esto! ¡Qué bochorno! —se quejó; y después de cabecear en señal de desaprobación, añadió:

—Ayer dio, por cierto, una magistral conferencia, a la que no falló ni un residente.

—Por cierto, leí su cartel, señor Iglesias —le dijo don Carlos Hernando, cambiando de tema.

—¿Y qué le pareció?

—Muy bueno.

—¿Le gustó aquello de que don José expondrá sus conocidas ideas sobre el objeto artístico que para él sólo es arte en la medida en que no es verosímil y por lo tanto no puede ser interpretado por todos?

—Me pareció sencillamente genial, y a don José me consta que también le gustó mucho.

—¡No me diga! —exclamó el señor Iglesias, henchido de vanidad.

—Como lo oye. Dicen que está pensando incluir sus palabras en las solapas de su último libro —le confió, cómplice, don Carlos Hernando en un susurro. El señor Iglesias no podía dar crédito a lo que oía; alzó los ojos y se dijo que, si eso llegaba a suceder, podía morir tranquilo, seguro de haber alcanzado la cumbre de su buena fortuna. Luego volvió en sí con el alma henchida; y en un acceso de generosidad y altruismo prometió solemnemente a los presentes invitarlos a un café con leche.

«Estimado Dr. Moore:

»Me dirijo a usted para hacerle partícipe de mi experiencia y alguna pregunta. Hasta los quince años viví como un adolescente más o menos normal. Yo era hijo único y tenía muchos problemas generacionales con mis padres. Las discusiones entre mi padre, mi madre y yo eran frecuentes. Además, mis padres también discutían mucho entre ellos por mi causa. Nuestras vidas, sin embargo, dieron un cambio radical cuando cumplí los dieciséis años.

»Me acuerdo de que era una tarde de julio muy calurosa y de que mi padre estaba de viaje. Él antes era tratante de calzado y viajaba mucho. Yo estaba tumbado en mi cama, reposando la comida, cuando mi madre entró en mi habitación y me dijo que quería hablar conmigo. Se sentó a los pies de mi cama y después de muchos rodeos me dijo que yo era adoptado. Lo encajé bastante bien. Luego ella me dijo que mi padre era impotente, y que llevaba años sin hacer el acto, y que no podía más. No lo encajé mal esto tampoco. A continuación me dijo que había decidido confesarme toda la verdad, porque deseaba que se la metiera hasta los huevos. No quito ni pongo rey: así me lo dijo. Se desnudó y allí mismo follamos, sin que yo pudiera hacer nada para impedirlo. Reconozco que fue para chuparse los dedos. Aunque a mí siempre me había atraído mi padre, mi madre, que es diez años menor que él, se conserva muy bien, y penetrarla no supone ningún castigo para nadie. Estuvimos haciendo el acto hasta que mi padre regresó de su viaje varios días después. Desde entonces fuimos perdiendo interés por todo lo que no fuera el acto y aprovechábamos cualquier momento para realizarlo. Durante varios meses vivimos como los cerdos: esperando sólo el momento de la comida y de la fornicación. Nos dimos cuenta de que sólo vivíamos para eso.

»Una noche teníamos tantas ansias del acto que mi madre le puso una infusión adormidera doble a mi padre, y follamos mientras él roncaba a nuestro lado. Disfrutamos tanto y nos volvimos tan locos que le tiramos de la cama y se despertó. Él siempre cuenta entre risas lo que vieron sus ojos: su mujer a cuatro patas estaba siendo penetrada por su hijo, quien con las yemas de los dedos de la mano derecha le estimulaba el ano a la vez que, con la mano izquierda, intentaba abarcar sus dos enormes tetas. Su mujer movía las caderas de arriba abajo y la cabeza hacia los lados, gritando a todo gritar, sintiendo, al parecer, el duro pene de su hijo dentro de ella. Mi padre siempre dice que yo galopaba a mi madre como un caballo salvaje. Él dice que se quedó contemplando la escena hasta que, a lo tonto, a lo tonto, se empalmó de aquí te espero. Se puso más contento que unas pascuas; se quitó el camisón y se nos unió metiéndosela por la boca a mi madre, que recibió encantada y ansiosa el pene erecto de su marido con ese gesto tan masculino que es empuñar una polla y chuparla con la boca a punto de reventar. Aquello sí que era una familia unida, comentó mi padre, y los tres reímos de buena gana. Aguantamos y aguantamos, y al final nos corrimos a la vez: una cosa, como he dicho, para chuparse los dedos. Mi madre dice que fue un detallazo que su marido le llenara la boca de semen a la vez que su hijo hacía lo mismo en su coño. También tengo que confesar que yo aproveché para penetrar a mi padre, como había deseado desde niño. Total que, entre unas cosas y otras, estuvimos liados toda la noche. El final de la historia se la puede usted imaginar: por el día cada uno de nosotros cumple sus obligaciones, y por la noche somos muy felices los tres. Mi padre ha cambiado de trabajo y ya no viaja tanto.

»Desde entonces no hemos vuelto a tener ningún problema entre nosotros. Se acabaron los choques generacionales y los enfados conyugales. La otra noche, mientras yo se la metía por el culo a mi madre y mi padre por el coño, éste (mi padre, quiero decir) preguntó:

»Piluca, mi amor, ¿se puede saber por qué le dijiste al niño esa tontería de que es adoptado y de que yo soy impotente?

»Mi madre, a la que le cuesta un montón hablar cuando se está muriendo de gusto, logró exclamar:

»¡Ay, qué coño! ¿Tú crees que si no me hubiera inventado todo eso estaríamos ahora tan unidos?

»Mi padre y yo nos echamos a reír. ¿A usted no le hace gracia? ¿Qué le parece que mi madre me haya mentido? ¿Puedo seguir confiando en ella? ¿Cuál es la mejor postura para la doble penetración? ¿Piensa que la familia es el pilar fundamental de la sociedad?

»Virgo. Madrid.

»Urinarias. Lo más eficaz, rápido, reservado y económico. Ambos sexos. Sin lavajes, inyecciones ni otras molestias, y sin que nadie se entere, sanará rápidamente de la blenorragia, gonorrea (gota militar), cistitis, prostatitis, leucorrea (flujos blancos en las señoras) y demás enfermedades de las vías urinarias en ambos sexos, por antiguas y rebeldes que sean, tomando durante unas semanas cuatro o cinco Cachets Moore por día. Calman los dolores al momento y evitan complicaciones y recaídas. Pida folletos gratis a Farmacia Collazo. Hortaleza, 2. Madrid. Precio 17 pesetas.»

»OPINA EL DR. MOORE:

»La carta de nuestro amigo Virgo de Madrid ejemplifica de modo singular algo que he venido repitiendo en estas páginas desde el primer número de La Pasión: la doble penetración no tiene por qué ser dolorosa para la mujer. Hay que ejecutarla adecuadamente, eso sí. He recibido cientos de cartas de nuestros lectores preguntando por la mejor postura para proceder a un coito doble. Aprovecho, pues, la carta de nuestro amigo Virgo de Madrid para repetirlo una vez más: quien vaya a penetrar vaginalmente, por favor, que se ponga en decúbito supino; la mujer, que monte a horcajadas; y quien vaya a penetrar analmente, que se sitúe tras la mujer, de pie, con las piernas ligeramente flexionadas. Repito: tras la mujer. Ésta, con uno de los penes ya en su vagina, se dejará caer hacia delante provocando una elevación de la pelvis y, consiguientemente, del ano, por donde se introducirá el segundo de los penes en juego. Por favor, que sólo se mueva el que penetra analmente, ya que su vaivén provocará el placer del resto; esto es así. De lo contrario, podrían producirse lesiones, lo he dicho mil veces. Aclarado este punto, pues, continúo con el comentario de la interesante carta de nuestro amigo Virgo de Madrid. La otra consideración que podría hacerse de esta epístola es el mito del incesto. Se han descubierto tribus primitivas en la selva más occidental de Brasil para las que el incesto no es delito; todo lo contrario: la cópula materna, paterna y fraterna constituye el rito de iniciación que marca el paso de la niñez a la adolescencia. En muchos pueblos es lícito el comercio sexual entre padres e hijos. Brancroft, en su libro Las razas indígenas de los estados de la costa del Pacífico de América del Norte, 1885, tomo I, 22, atestigua la existencia de tales relaciones entre los kaviatos del Estrecho de Behring, los kadiakos de cerca de Alaska y los tinnehs, en el interior de la América del Norte británica. Letourneau ha reunido numerosos hechos idénticos entre los indios chippewas, los cucús de Chile, los caribes y los karens de la Indochina. Y me dejo en el tintero los relatos de los antiguos griegos y romanos acerca de los partos, los persas, los escitas, los hunos, etc. El tabú del incesto es, por lo tanto, una costumbre social, como lo es también la prohibición en Occidente de eructar en la mesa o de escupir en el suelo. La carta de nuestro amigo Virgo de Madrid nos demuestra que algunas veces el amor en familia puede ser más satisfactorio que el que buscamos más allá de los vínculos familiares, por presión social. Es más, la cópula con el padre, la madre, etc. puede ser el remedio ideal para eso que llamamos hoy problemas generacionales. Una cosa sí es cierta, y es que, desde que hemos entrado en el dichoso siglo XX, la desintegración de los valores familiares va cada vez a más. Si la familia desaparece, este desastre traerá como consecuencia la desintegración del individuo. No te quepa duda, querido amigo Virgo de Madrid, de que la familia es el pilar fundamental de nuestra sociedad y de nuestra civilización. Por eso, yo veo con buenos ojos vuestra iniciativa, que contribuye, como tú mismo dices, a crear un ambiente de felicidad dentro del núcleo familiar. Podemos estar bien seguros de que el vuestro perdurará a través de los años. Yo, desde estas páginas, así lo deseo. En cuanto a las mentiras de tu madre, no les des más importancia de la que tienen: confía en ella. Una madre sabe mejor que ninguna otra mujer lo que te conviene.»

«Historias», La Pasión, 26 (octubre de 1923), págs. 27-31.

Se encontraron por primera vez en el Patria Querida de pura casualidad. Santos y Pátric habían estado fumando en silencio. Santos ya no sabía qué hacer. Le había vuelto a decir venga, Pátric, anímate, que ya verás como el que ríe el último ríe mejor; y le había invitado a cenar a La Posada del Vacas. Patricio había dado una calada profunda a su cigarrillo y soltado el aire largamente. Todo eso le olía muy mal, había dicho; desde su pelea con el Cantos y su salida del Sindicato, no habían dejado de perseguirle y de joderle; primero habían sido los suspensos; luego el intento de expulsión; y a continuación eso; y todo porque no les bailaba el agua y porque escribía otro tipo de literatura, porque amaba su ritmo y su independencia. Venga, dúchate, y nos vamos a cenar a La Posada del Vacas, había insistido Santos. Finalmente, sin voluntad, Patricio le había hecho caso y se había metido en la ducha. Mientras sentía el agua resbalando por su cuerpo, había pensado qué pasaría si, de los dos, el genio fuera Federico; y también se había preguntado qué sucedería si diera rienda suelta a su sed de venganza, a su necesidad de reparar, como si de un himen se tratara, la vanidad maltrecha. Se había preguntado qué ocurriría si él fuera más joven, si no estuviera tan quemado y se uniera al ovejo ese, al tuerto que le había cortado los cojones al Olivitas; qué pasaría si él le metiera a Jiménez una pistola por el culo. Había sonreído, y el agua se había deslizado por sus pómulos como un caudal de abundantes lágrimas. Al salir de la ducha fue cuando le había propuesto a Santos cenar en el Patria Querida, en vez de en La Posada del Vacas, sin saber que era el cumpleaños del Poli y que allí se iban a encontrar con la Oposición y con el tuerto.

A las pocas semanas de curso, Martiniano se había convertido ya en un residente muy popular. Excepto el grupo de los Ultras, todos los demás, incluido el Sindicato, se habían disputado su amistad. Los Republicanos habían querido hacer de él un héroe, un leader político, y le habían pedido que participara en las actividades del grupo. Martiniano se había negado. Mira, Temario, dicen que le había contestado cuando éste le ofreció la vicepresidencia contra la opinión del Kletto, tú quieres cambiar la Residencia, pero yo lo que quiero es destruirla; el ambiente aquí es nefasto, y, además, no soy republicano. El Cantos, que era muy astuto, se había dado cuenta de que era más práctico ser amigo que enemigo de un mochales como Martiniano, de modo que una noche se había acercado a su cuarto como si no hubiera ocurrido nada o para olvidar lo sucedido. Pero Martiniano no le había dejado ni entrar. Mira, chaval, le oyeron decir, tú eres un hijo de puta y además te huele el aliento, así que no me hables tan cerca; como me molestes otra vez o alguno de tus amiguitos se pase por aquí, prepárate para chupar mi pistola, que todavía sabe a mierda. Unos sostienen que el Cantos no había contestado; y otros, que le había amenazado con reventarle a hostias. El caso era que no lo había hecho y que no le había vuelto a molestar. Dicen que lo que sucedió en el restaurante del Palace muchos años después fue cosa del Cantos, que no olvidó nunca aquella humillación.

De los muchos que le habían cortejado a partir del incidente con el Olivitas, Martiniano sólo se había divertido con los alegres despreocupados miembros de la Oposición. Las veces que le habían invitado a cenar, lo había pasado tan bien comiendo, bebiendo y haciendo bromas inocentes de casi todo, que había empezado a frecuentarlos. Ellos no hablaban de la Residencia ni de sus estudios ni de política, sólo se reían y se burlaban unos de otros sin parar. El día del cumpleaños del Poli le habían dicho que se fuera con ellos, que el Poli se pagaba una cena en el Patria Querida; y allí estaba Martiniano con la Oposición en pleno cuando Santos y Patricio aparecieron en el restaurante.

Les invitaron a que compartieran su mesa, y aceptaron. Patricio enseguida advirtió la presencia del ovejo tuerto, y se sentó junto a él. Pidieron varias raciones de lacón para picar, fabada para dar y tomar, y unas cuantas botellas de ribeiro. El Ciruelo, sin embargo, prefirió pedir aparte:

—Si no os importa, nosotros vamos a pedir un revuelto de gambas y ajetes, porque las alubias, como sabéis, nos parecen riñoncitos se excusó.

A todos les pareció fenomenal. El Ciruelo, que en realidad se llamaba Cirilo Otería, era un tipo taciturno, de cuerpo desabrido y raquítico, que padecía de anemia y que tenía que tomar Hipofosfitos Salud antes de cada comida. El Ciruelo tenía un problema de nervios que se manifestaba sobre todo en su relación con la comida. Todos los residentes sabían que debían tratarle con naturalidad, sin sorprenderse de sus reacciones ante los diferentes platos. Era uno de los pocos becarios que tenía la Residencia; pero a él no le gustaba hablar del asunto, porque en aquel universo de señoritos ricos obtener ayuda económica no se consideraba sportivo, y se ocultaba por temor a las burlas. Además, al Sindicato no le gustaban los becarios porque eran pobres y no podía sacarles los cuartos. De hecho, cuando el Cantos se enteró de que el Ciruelo era un becario, le metió en el cuarto de baño y tapió la entrada con ladrillos y cemento. Durante los dos o tres primeros días, nadie le echó en falta porque era nuevo; sólo al cabo de una semana, Moreno entró a su habitación y se dio cuenta de lo que había sucedido. Tiraron la pared y se lo encontraron medio muerto, sentadito en el retrete. Una semana sin comer y sin Hipofosfitos Salud era demasiado para cualquiera, pero sobre todo para aquel alfeñique. Debió de pasar tanto miedo y tanta desesperación, debió de hablar tanto consigo mismo cuando estuvo encerrado, que el desdoblamiento se consumó irreversiblemente y desde entonces hablaba siempre en un triste plural que ni era de modestia ni mayestático.

Sebastián Casero empezó con sus típicas bromas, diciendo que deberían fundar la ALFALFA, Amigos de Litrosuccionar Fabada y Litrosuccionar Fabada. El Guanchi dijo que lo que tendrían que fundar era el ALIAS, Asociación Local de Investidos por un Alias de Sebastián Casero. A Sebastián Casero, además de gustarle mucho las siglas, se le daban muy bien los motes. Casi todos los de la Residencia los había puesto él: el Cantos, los Saharauis, el Ciruelo, Lorca, Juancho el Fino… Mientras comentaban estas curiosidades, Patricio se presentó al ovejo tuerto y le dijo que le parecía muy bien lo que le había hecho al Olivitas. Martini le miró con toda la desconfianza con que podía mirar teniendo un solo ojo. Salía con la Oposición porque sus miembros no hablaban todo el tiempo de la Residencia, de modo que no iba a continuar esa conversación. Sonrió, hizo una leve inclinación de cabeza y prestó oído a lo que decía el Amancio, presidente, según Sebastián Casero, del SEMEN, Sociedad Española de Masturbación y Eyaculaciones Nocturnas:

—La doble penetración no tiene por qué ser dolorosa para la mujer.

—¿Por qué lo sabes: porque eres mujer o porque la has practicado muchas veces? —le preguntó Sebastián Casero con sorna.

—Por ninguna de las dos cosas; pero lo sé. —Y añadió—: Lo que pasa es que hay que ejecutarla adecuadamente.

—¡Ah! ¿Sí? Y ¿cómo se ejecuta adecuadamente, si puede saberse? —preguntaron todos, divertidos, simulando, sin embargo, que estaban boquiabiertos.

—El que la mete normalmente tiene que ponerse bocarriba, para que la mujer se monte a horcajadas. El que lo hace analmente se tiene que poner detrás de la mujer —explicó el Amancio muy serio.

Santos, que sonreía con suficiencia, le preguntó maliciosamente:

—Compañero, ¿has leído por casualidad la última historia de La Pasión, la carta de un chico que se acuesta con su padre y con su madre?

El Amancio se puso colorado y lo negó; pero Santos continuó sonriendo. El Pequeño se interesó por esa historia:

—¿Un tío que se acuesta con su padre y con su madre?

—No son su padre y su madre —corrigió el Ruso, que también había leído la revista.

—Sí lo son —afirmó Santos—. Al principio su madre le dice que es adoptado, pero al final todo es una mentira para podérselo llevar al catre.

—¿Pero de verdad que os creéis esas fabulosas narraciones? —quiso saber Patricio.

—¿Fabulosas narraciones? Ni pensarlo. Esas cartas son historias verdaderas, testimonios reales; se nota a la legua. Hay gente que hace cosas muy raras y que se siente mejor si se lo cuenta a alguien. Esas cartas no pueden ser inventadas, es imposible —aseguró el Pequeño.

—Tienes razón —concedió el Poli—. El mes pasado vino una carta de una tía de cincuenta años que se lo hacía con su sobrino, que estaba haciendo la mili en Canarias. ¿La leísteis?

Algunos asintieron y otros no.

—Pues yo creo que conozco a la tía en cuestión —aventuró el Poli. Hubo un murmullo de admiración, y Santos le pidió que se explicara.

—Es una vecina de mi hermana, que vive en Tenerife. La he conocido este verano. Un día nos la tropezamos en la calle, salió la conversación, y ella le comentó a mi hermana que su sobrino estaba haciendo la mili.

—¿Y tú te crees que ésa es la única tía que tiene un sobrino haciendo la mili en Canarias? —le preguntó Sebastián Casero.

—No sólo es eso. Otro día oí que le comentaba a mi hermana que ella, con su marido, nada de nada, porque el marido no podía. Decía lo mismo que en la carta.

—¿Y cómo es? —se interesó Santos.

—Es guapa, mayor, un poco gordita.

A Santos le dio un vértigo, y por un momento temió que la tía Carmen se presentase allí, desnuda, en medio de todos sus amigos. Se comió un pedazo de lacón para acallar su apetito y cambió de tema:

—¿Sabéis que Juancho se ha negado a escribir un prólogo para la novela de Pátric?

Pero los de la Oposición ni siquiera sabían que Pátric hubiera escrito una novela.

—¿Cómo se titula? —le preguntó Sebastián Casero.

Los Beatles.

—¿Y qué significa eso? —quiso saber el Pequeño.

—Así, en abstracto, no significa nada. Hay que leerla para saberlo.

—¿Y por qué no te la quieren publicar? ¿Por el título, que es muy raro?

—No es que no me la quieran publicar; lo que no quiere Juancho es prologármela.

—Pues publícala sin prólogo; qué más te da.

—Sin prólogo no se la publican a nadie.

—Pues Federico publica sin prólogos, que lo he visto yo —dijo el Amando.

—Porque Federico publica poesía, burro —le respondieron.

—¡Ah! ¿La poesía sí se puede publicar sin prólogo? —preguntó el Siscu. Y le dijeron que sí.

—¿Y por qué no publicas poesía? —sugirió el Pequeño. Le dijeron que porque Pátric era prosista, burro.

—¿Y por qué no te haces poeta? —le propuso el Amancio. Y en este punto todos estuvieron de acuerdo, y se lo hicieron saber a Patricio con expresión grave. Si lo que quería era publicar sin prólogo, no debía ser tonto y sí debía, en cambio, hacer una poesía como todo el mundo.

—Y si no quieres hacerte poeta, que te la prologue alguien de tu tertulia. ¿No ibas tú a la del Bellas Artes? —le sugirió el Pequeño.

—Tiene que prologármela alguien conocido.

—¡Joder! Pues tú me has dicho que por allí va Alberto Insúa. ¡Más conocido que él…!

—Tienen que ser conocidos, pero otro tipo de conocidos; gente como Ortega, Juancho, Unamuno…

—¡Ah, ya veo! Conocidos y aburridos —concluyó Sebastián Casero. La trascendencia de la cuestión les dejó momentáneamente sin habla, y durante unos instantes sólo se oyó el ruido que hacían los comensales al devorar sus fabes. Comían todos menos el Ciruelo. El Amancio, al ver que no probaba bocado, le preguntó:

—¿No comes esto tampoco?

—No podemos. No soportamos el filamento negro que hay dentro del cuerpo de las gambas.

—Es su médula espinal —intentó explicarle el Amancio.

—Lo sabemos, lo sabemos. Por eso mismo no lo soportamos. Podemos sentir cómo nuestros dientes cortan los microscópicos filamentos que la componen.

«En arte, como en moral, no depende el deber de nuestro arbitrio; hay que aceptar el imperativo de trabajo que la época nos impone. Esta docilidad a la orden del tiempo es la única probabilidad de acertar que el individuo tiene. Aun así, tal vez no consiga nada; pero es mucho más seguro su fracaso si se obstina en componer una ópera wagneriana más o una novela naturalista.»

José Ortega y Gasset, «La deshumanización del arte», El Sol, 5-VI-1927, pág. 14.

Después de la cena se produjeron las primeras deserciones. El Pequeño y el Siscu se fueron a dormir. Patricio propuso tomar una copa en el Rector’s Club, que, según dijo, estaba de moda entre los intelectuales de mundo y los artistas. A todos les pareció bien, incluso a Martiniano, aunque él, dijo, se ponía a cien con los intelectuales y con los artistas. Patricio se quedó con la frase, y más tarde, una vez que se acomodaron en una mesa, pidieron scotch y encendieron rubios americanos, le preguntó qué había querido decir. ¿Le excitaban los intelectuales y los artistas?

—Mucho. Me excitan tanto que me sacan de mis casillas y me dan ganas de matarlos.

Los de la Oposición celebraron la ocurrencia. Estaría bien ir de mesa en mesa preguntando ¿es usted intelectual o artista? Sí. ¡Pam! Una bala en la boca. Patricio le tiró de la lengua: dijo que sólo en un país como España alguien podía estar en contra de los intelectuales y los artistas, especies en vías de extinción que en Francia, por ejemplo, se veneraban.

—¿Los intelectuales y los artistas en vías de extinción? ¡Mira a tu alrededor, por Dios! ¡Si son como cerdos, que les engorda hasta su propia mierda! No terminas con ellos ni aunque los extermines.

Santos comprendió inmediatamente el símil de los cerdos y prestó atención a las palabras del tuerto Martiniano:

—Son todos unos farsantes y son muy peligrosos para la sociedad. Nefastos. Pasan por desinteresados y racionales, pero para los intelectuales y los artistas no existe nada fuera de ellos mismos. Mirad cómo posan, mirad qué posturas. La cabeza apoyada en la mano para que veamos que su inteligencia pesa lo suyo; el dedo índice señalando a su propia sien, por donde debe entrar la bala; y el resto de los dedos sujetando la barbilla y tapando la boca. Mirad a vuestro alrededor: todos asienten a sus interlocutores, pero ninguno de ellos está escuchando. Son mezquinos y cicateros; parecen sensibles, pero son hienas.

—¿Debemos deducir que has tenido una mala experiencia con algún intelectual o artista? —preguntó Patricio con sorna.

—Más de una y todas malas.

—¿Y qué te ha pasado, si puede saberse? —preguntó el Ciruelo.

—¿Veis este ojo? —preguntó Martiniano señalándose el parche.

—La verdad es que no —intervino Sebastián Casero intentando hacer un chiste sin conseguirlo.

—No lo ves porque no lo tengo. Me lo saltó de una hostia ese maestro del habla española, ese artífice genial de un estilo que refleja la diversidad y profundidad del alma española, ese escritor sensible a los más imperceptibles matices de la observación que es mi tío Azorín.

Nadie quiso ensayar una broma; pero en sus rostros y actitudes se veía con claridad una cierta reserva, un manifiesto escepticismo o un abierto cachondeo ante las palabras de Martiniano, que no se lo pensó: ante sus miradas atónitas y las de muchos clientes, se quitó la chaqueta, el chaleco y el lazo; se desabotonó la camisa, y les mostró la espalda, unos hombros marcados por enormes cicatrices que bajaban casi hasta la cintura.

—Son latigazos. Me los daba mi tío cuando sacaba malas notas o me portaba mal. Luego venía llorando, se ponía de rodillas delante de mí y me pedía que le perdonara.

Otro intervalo de silencio. Martini se vistió.

—Si eso es verdad, lo que sucede es que tu tío padece neurastenia, pero no que todos los artistas e intelectuales sean como él —le hizo ver Patricio, pedagógico y sereno, como si hubiera visto cientos de espaldas cruzadas por los latigazos de un maestro del idioma.

—No, claro que no son todos como mi tío. Los hay peores, como Unamuno, que alguna vez ha venido a casa; o como el Moreno o el Juancho ese. Por cierto, si de verdad queréis echarle de la Residencia, lo que tenéis que hacer es darle una paliza, no hay otra solución; yo ya se lo he dicho al Temario.

Pero al Amancio y al Poli les daba lo mismo, dijeron; por ellos, Juan Ramón Jiménez podía quedarse toda la vida o marcharse al día siguiente. Al Ciruelo también le daba igual.

—Lo de Juan Ramón Jiménez es un asunto personal entre el Cantos y el Temario —aseguró el Guanchi. El Ruso, que antes de empezar a estudiar la oposición había sido secretario de los Republicanos durante mucho tiempo, lo corroboró:

—El Cantos siempre ha estado muy quedado con el Temario y yo creo que lo sigue estando; pero el Temario sólo vive o vivía, por lo menos para el Vacunin. Cuando el Cantos se enteró de que el Temario y el Vacunin querían casarse, ordenó a los Saharauis que le dieran una paliza al Vacunin, y entonces fue cuando le dejaron paralítico. El Temario todavía quería casarse con él; pero el Vacunin dijo que no quería ser una carga para nadie y se marchó a Albacete. El Temario lo ha pasado muy mal, y todo lo que ha ocurrido después viene de ahí.

—¿Será posible que en cuanto escarbas con la uña resulta que todo lo que ha pasado en el mundo ha sido por motivos personales? —se maravilló Santos.

—Hasta la Revolución Francesa es fruto de envidias privadas, ambiciones individuales, mezquindades inconfesables y mierda con nombre y apellidos —sentenció Patricio.

—Totalmente de acuerdo —dijo el Ciruelo—. Concretamente, en la Residencia la mierda se llama Jerónimo Cantero, alias el Cantos.

Del Cantos se contaban muchas leyendas. Se decía, por ejemplo, que había llegado a la Residencia con las manos manchadas de sangre y que por eso le había traído el Moreno, porque necesitaba un tipo duro como él entre los residentes para meter a los díscolos en cintura. Pero el Cantos y el Moreno no hablaban jamás. Nunca nadie los había visto juntos, y, sin embargo, todos sabían que el Cantos trabajaba para el jefe de estudios. Era mayor que el resto; alto y fuerte, tenía un mirar de hielo que contrastaba con las miradas soñadoras de los señoritos residentes. Los novatos siempre se fijaban en él cuando llegaban. Luego, la máquina de propaganda del Sindicato se encargaba de construir la leyenda.

Patricio volvió al tema principal y dijo que él, al contrario que el Amancio y compañía, sí quería echar a Juancho de la Residencia, y reconocía que, como era de esperar, su deseo tenía motivaciones exclusivamente personales. Martiniano repitió su apología de la violencia:

—¿Tú crees que te va a hacer un prólogo, o lo que tenga que hacerte, por tu cara bonita, sin que le des una mano de hostias? Ahí tienes la prueba: lo has intentado por las buenas y te ha dado por culo. Yo no digo que la dialéctica no esté bien como primer instrumento de comunicación; lo que digo es que, llegado a un límite, sólo existe la dialéctica de los puños y de las pistolas. A mí me parece que se gasta mucha saliva.

—No estoy de acuerdo. La violencia sólo engendra violencia —dijo Santos sacando pecho. Martiniano se volvió hacia él, y Santos tuvo la incómoda sensación de que el tuerto podía ver a través del parche.

—¿Esa frase es tuya o la has leído en alguna revista? —le preguntó Martiniano, burlón.

—Es mía —contestó Santos todavía con el pecho sacado.

—Pues es una gilipollez, perdona que te diga. Una cosa es tener o no tener razón y otra cosa muy diferente es cómo conseguir que la gente haga las cosas. A la gente la puedes convencer de que haga algo teniendo razón y sin tenerla. Si utilizas razones para convencer a un tío, eso no demuestra que estés en lo cierto, sino que tienes facilidad de palabra. También puedes convencerle con un par de hostias. Eso tampoco significa que tengas razón, pero no te la quita en absoluto; significa que tienes más músculos que vocabulario. ¿Qué pasa entonces? Pues que un día alguien que hablaba de puta madre, pero tenía menos fuerza que el pedo de un marica, dijo: no, no, es mucho más digno emplear la palabra que la fuerza (quería decir: cuidado, con mi piquito de oro puedo vencer a todo el mundo, pero con los puños no). Pero yo, que tengo más fuerza que palabras, digo: ¡Y una polla con cebolla! Usar la fuerza es tan digno o tan indigno como usar las palabras. Si tú tienes un piquito de oro, yo tengo unos puños de acero, a ver quién puede más.

—Si todos pensáramos como tú, Martiniano, esto sería la ley de la selva —arguyó Santos.

—¡Ojalá tuviéramos las leyes de la selva! Allí las cosas están muy claritas y todos saben cuál es su lugar. No hay trampa ni cartón. No hay traiciones. Todo el mundo sabe que el tigre se come al ciervo, pero que el mono no come culebras, sino plátanos, y que el león es el rey de la selva no por su fina inteligencia ni por su creatividad, sino por su instinto práctico y su zarpazo. Aquí no; aquí, desgraciadamente, un escritor, un poeta, un intelectual puede llegar, si no a rey, por lo menos a presidente de república. Y si no, ya lo veréis.

Y luego estaba el placer, añadió Martiniano. El placer de ver derrumbarse ante nosotros, frente al cañón de una pistola, a toda una montaña de arrogancia, orgullo y desdén por los demás.

—Yo lo hice una vez con mi tío y casi me corro. Claro, luego él me saltó el ojo, pero os juro por Dios que mereció la pena.

«El espíritu romano, para organizar un pueblo, lo primero que hace es fundar un Estado. No concibe la existencia y la actuación de los individuos sino como miembros sumisos de ese Estado, de la civitas. El espíritu germano tiene un estilo contrapuesto. El pueblo consiste para él en unos cuantos hombres enérgicos que con el vigor de su puño y la amplitud de su ánimo saben imponerse a los demás y, haciéndose seguir de ellos, conquistar territorios, hacerse señores de tierras […]. Si a un “señor” germano se le hubiera preguntado con qué derecho poseía la tierra, su respuesta íntima habría sido estupefaciente para un romano o para un demócrata moderno. “Mi derecho a esta tierra”, habría dicho, “consiste en que yo la gané en batalla y en que estoy dispuesto a dar todas las que sean necesarias para no perderla.”

»El romano y el demócrata, encerrados en un sentido de la vida, y, por tanto, del derecho distinto del germánico, no entenderían estas palabras y supondrían que aquel hombre era un bruto negador del derecho. Y, sin embargo, el señor bárbaro las pronunciaba con la misma fe y devoción jurídicas con que el latino podía citar un senadoconsulto o el demócrata un artículo del Código civil.

José Ortega y Gasset, España invertebrada, Madrid, Revista de Occidente, 15.ª ed., 1967 (1.ª ed. 1921), págs. 145-146.

Cuando apuraban la quinta ronda de scotch, el Poli, que ya deliraba, preguntó con la lengua de trapo si había huevos para ir a la Residencia y jugar al Ojete Majete, aprovechando que la fabada estaba haciendo efecto. Los de la Oposición se miraron entre ellos y se echaron a reír. Se oyeron voces sensatas, como la del Ruso y la del Amancio, que recordaron cómo estaban las cosas en La Casa y quién se alojaba en ella. Pidieron otra ronda, al cabo de la cual el Poli convirtió la pregunta en aseveración. No había huevos para ir a la Residencia y jugar al Ojete Majete. Esta vez el Ruso y el Amancio también se miraron y también se echaron a reír. Patricio, Santos y Martiniano esperaban que alguien les explicara en qué consistía el dichoso Ojete Majete. Camino de la Residencia, el Ruso les advirtió que este juego se basaba en la duración de los pedos, y que no contabilizaba el número que pudieran tirarse los participantes, como luego fueron contando algunos por ahí. En cada pedo había que poner una peseta, y había que soltarlo por el agujero de la Gas Station, una enorme caja de galletas que el Poli guardaba debajo de su cama. Si la expulsión era potente, el pedo tumbaba la llama de una vela que había sido adherida al suelo de la caja, a la misma altura que el orificio. Años después, muchos fueron diciendo que bastaba con que la ventosidad fuera potente; pero esto no es cierto: debía ser sobre todo prolongada. Así, la llama permanecía desplazada el tiempo necesario para prender la mecha de un petardo que había sido colocado horizontalmente en una de las paredes laterales de la Gas Station, unos centímetros más allá, a la misma altura que la vela. La victoria quedaba sellada con una explosión, y el ganador se llevaba el bote.

Los miembros de la Oposición habían desarrollado con el tiempo procedimientos carminativos muy sofisticados. El Guanchi respiraba muy deprisa, el Poli hacía flexiones, el Ruso contraía frenéticamente el estómago, Sebastián Casero se golpeaba el esófago mientras tomaba aire por la nariz muy lentamente, el Ciruelo mojaba su pecho con ojén y los demás bebían agua conteniendo la respiración, que según decían era el mejor modo de criar gases. Patricio, Santos y Martini los miraban divertidos y dejaban que la fabada hiciera poco a poco su trabajo.

Contemplar a los demás poniendo en práctica sus métodos para expeler flatulencias daba mucha risa. Que no se pudiera hacer el más mínimo ruido por la noche y que el delicado poeta durmiera dos habitaciones más allá hacía que las ganas de reír fueran insoportables. Intentaban reprimir las carcajadas mordiendo sábanas y hundiendo el rostro en la almohada del Poli. Durante varias rondas nadie pudo tumbar la llama. El bote tenía ya veinticinco pesetas, y los infructuosos intentos habían convertido la atmósfera de la habitación en una masa gaseosa irrespirable. Una neblina atenuaba la luz y proporcionaba a la escena una iluminación onírica. A esta sensación de estar sufriendo un delirio contribuía mucho el ojén Quirico Valtueña que el Guanchi había traído de su cuarto.

De repente, cuando nadie lo esperaba, el Ruso concibió un pedo sobrenatural que inflamó la llama y prendió no sólo el cordel, sino la colcha del Amancio. Algunos todavía tuvieron tiempo de sofocar el fuego antes de ocultar la cara entre las manos o de morder algún objeto para morir silenciosamente de risa. Los gases putrefactos de aquellos vientres, las carcajadas mal reprimidas y el sonido atronador del Ruso debieron de hacer efecto en la hipersensible naturaleza de Jiménez, al que hacía tiempo que habían olvidado porque a esas alturas se reían ya abiertamente. Preocupados por apagar el pequeño incendio de la colcha, no debieron de darse cuenta de que la mecha del petardo se había encendido; o sí se dieron cuenta, pero a todos se les olvidó apagarla; o tal vez fue la atmósfera cargada la que calentó el explosivo. El caso fue que le llegó el turno al Ciruelo. Él no quería, pero le obligaron. Con su risa contagiosa y una mano en el estómago intentando calmar el dolor provocado por la hilaridad, se bajó los pantalones y enfiló el agujero. Pero antes de que expulsara el aire, se abrió la puerta y el Moreno apareció en el umbral, envuelto en su elegante batín de seda. Aunque tuvo que apoyarse en el marco para no caer desvanecido por la inhalación de aire viciado, logró que la sonrisa no se borrara de su rostro.

—Se te ha caído el pelo, Ciruelo —le anunció cuando se hubo sobrepuesto. Y en ese momento estalló el petardo.

«Es necesario revisar la biografía de Cirilo Otería, llamado en su juventud el Ciruelo, para entender muchos de sus comportamientos. El apodo tan popular con el que se le conoció más tarde, durante la defensa de Madrid, define sus comportamientos, pero no los explica. Éste no es un libro exculpatorio, sino explicativo […].

»Durante el verano, don José y los del Sindicato se iban por los pueblos españoles a buscar jovencitos. Años después, cuando esto llegó a oídos de la Institución Libre de Enseñanza, tuvieron que inventarse lo de La Barraca y simular que iban a llevar el teatro clásico por los pueblos de España. En uno de estos viajes, en el que hicieron a Belchite, don José se enamoró de un muchacho desmirriado y pobre que se llamaba Cirilo Otería. Cuando a Moreno le gustaba alguno, paseaba con él, le hablaba de la Residencia y le ofrecía una beca. Eso fue lo que hizo con Cirilo. Pero Cirilo era diferente, y Moreno se enamoró perdidamente de él. Hablaron de casarse y todo. En cierta ocasión, Moreno estuvo a punto de expulsar nada menos que al General Cantero, que entonces era su lugarteniente y le llamaban Cantos, sólo porque éste le hizo a Cirilo la broma del retrete a la que me he referido más arriba. Sin embargo, Cirilo tenía una novia en Belchite, que se llamaba Sagrario y que era en realidad con quien él quería casarse. Así se lo dijo un día al Moreno, que lo pasó muy mal. De hecho, no le olvidó hasta que muchos años después, en uno de aquellos veranos con La Barraca, conoció en Orihuela a Miguelito Hernández. Y entonces sí: dio rienda suelta a su despecho y le expulsó. Aprovechó la célebre velada de las ventosidades para hacerlo. Nadie dio la cara por Cirilo; nadie intentó que la Dirección reconsiderase su decisión; a nadie le importó un pimiento que le expulsaran. No se le volvió a ver nunca más, pero su expulsión trajo consigo catástrofe tras catástrofe; como si el destino, que había permanecido impasible mientras el poderoso machacaba al débil, hubiera querido descargar toda su furia contenida tras la aniquilación de éste. Por eso, muchos años después, Cirilo no paró hasta cobrarse todo lo que le habían hecho.»

Amancio Gonotórregui Llumas, La biografía de Cirilo «El Cometripas», Bilbao, Diputación Provincial, 1976, págs. 15 y 58.

«Los únicos pedos que se soportan son los propios. Los demás son execrables y huelen mal vengan de donde vengan. Pero hemos de reconocer, compañeros, que los últimos pedos que se han tirado en esta casa no eran tan malolientes como cabría esperar. Los pedos del compañero Ciruelo y los que se tira ese otro compañero por el que muchos de nosotros, digámoslo, sentimos simpatía y solidaridad son bocanadas de aire puro y fresco en medio del ambiente cerrado, represivo y asfixiante de esta santa casa. Hemos llegado a un punto en que nos creemos incapaces de sujetar por más tiempo la justa ira de los residentes. Los pedos de la semana pasada fueron solamente el principio de lo que se avecina. No son amenazas, es el cauce natural de unos acontecimientos provocados desde la Dirección, que, por cierto, se ha apresurado a contestar con el único lenguaje que entiende, el lenguaje de la fuerza. ¿Y cuál creéis que ha sido su respuesta? Acertáis: la expulsión fulminante del compañero Ciruelo, que gozaba de una beca y que se ha quedado en la puta calle sin un puto céntimo. Voy a pasar esta caja de resistencia, para que deis lo que podáis al compañero, y una hoja para que firméis exigiendo su inmediata readmisión. Creemos que después de derrochar flexibilidad y comprensión ha llegado la hora de ponerse duros y de gritar: ¡queremos negociar, pero a partir de ahora cualquier tema pasará por la entrada del compañero Ciruelo y salida de Juancho el Fino! Y si el tema-firmas no da resultado, pasaremos a acciones de protesta más contundentes. Por eso los residentes veremos con buenos ojos cualquier acción que presione a la dirección para que se siente a negociar. En cuanto al otro compañero, a ese que ha elegido la abnegada lucha en solitario, el tema-anonimato, quiero lanzarle desde aquí un grito de aliento y de solidaridad. ¡Compañero, queremos seguir oyéndote y oliéndote! ¡Salud y anarquía!»

Todos sabían de quién hablaba el Temario, pero nadie conocía su identidad. A partir de la expulsión del Ciruelo, alguien había comenzado a aprovechar los paseos de Juan Ramón por el jardín de las adelfas, un pequeño patio entre el segundo y el tercer pabellón, para soltar cada vez desde una ventana diferente unos cuantos pedos formidables que el eco del patio amplificaba. El poeta había elevado una queja a la Dirección e inútilmente se había intentado capturar al culpable. El Sindicato se había ofrecido para montar guardia en todos los pisos mientras el poeta paseaba, pero para entonces el misterioso residente ya había cambiado su táctica. Durante las comidas, en los recitales de Federico e incluso en plena conferencia de Unamuno, había soltado unos pedos insonoros, pero de una intensidad prodigiosa, que habían obligado a desalojar la sala entre risas y gritos de indignación.

«¡Algún día te engancharemos y te haremos pagar todas tus monstruosidades!», había amenazado al aire, a voz en grito, un desconocido Moreno sin sonrisa, mientras los presentes salían atropelladamente del Salón de Té.

Para la mayoría de los residentes, aquel tipo, cualquiera que fuera su identidad, era un héroe; para los Republicanos, un leader; para los Ultras, un gamberro; y para todos, un enigma que querían resolver aunque tuvieran que dar para ello todo el oro del mundo. Había quien aseguraba haber visto a un hombre con la cara monstruosamente deformada corriendo por los pasillos del primer piso; otros no tenían reparos en usurpar la autoría de los pedos. Se pensó en el ovejo tuerto; se pensó en Sebastián Casero; decían que Juan Ramón sospechaba de Patricio, y corría incluso el rumor de que era el Temario. Cuando se lo preguntaban, él se reía y decía que no, aunque sin convicción, como si le gustara que la gente pensase lo contrario.

«La enseñanza más grande que debo al campo casi diría que mi salvación es la fe en el trabajo individual […]. En el campo se acrecentó mi amor por el aislamiento […]. En la playa conocí el dolor del trabajo […]. No sabré recordar todas las cosas del mar que han contribuido a la formación de mi carácter […]. A los tres meses [de estar en Alemania] hablaba y comprendía las lecciones de la universidad […]. No me gustaban las juergas en mis años de adolescencia […]. El amor de la soledad comienza en mí desde muy niño […]. Siempre me he enamorado de locas, tontas y brutas […]; me gusta la lozanía, me gusta la piel tersa, me gusta la ropa bien cortada y la figura bien trazada […]. Me caracterizo por mi apego a la verdad, aunque duela.»

Bocados extraídos de José Moreno Villa, Vida en claro, México, FCE, 1981.

«UN INOCENTE JUEGO PROVOCA LA EXPULSIÓN FULMINANTE DE UN BECARIO EN LA RESIDENCIA DE ESTUDIANTES.

»Cirilo Otería López, hasta ayer uno de los pocos becarios que tenía la Residencia de Estudiantes, cuyo dinero público es empleado en mejorar los cuartos de los amigos del director, fue expulsado en la mañana de ayer por haber participado junto a otros veinticinco residentes, todos ellos de pago, en un inocente juego que al parecer molestó al exquisito poeta y refinado prosista Juan Ramón Jiménez, amigo del director, que se aloja gratuitamente durante un año en una habitación que ha sido remodelada especialmente para él. El resto de los residentes ha pedido públicamente ser expulsado junto a su compañero, pero la Dirección ha corrido sobre el asunto un tupido velo de silencio. En una entrevista exclusiva de Paco Martínez Johnson para La Libertad, Cirilo Otería López cuenta su vida en la Residencia y aporta claves, hasta ahora desconocidas, que nos ayudan a entender mejor lo que sucede en los Altos del Hipódromo.

»Todo artrítico, es decir, todo enfermo afligido de esa enfadosa diátesis, definida por un eminente profesor como amortiguamiento de la nutrición, lleva en sí un germen latente, una predisposición morbosa a contraer todo tipo de enfermedades. El medio de evitar el peligro, es, no obstante, sencillísimo, y será preciso una cura de DEPURATIVO RICHELET, que pone al organismo en un perfecto estado de defensa contra el enemigo, siempre al acecho, y que equivale a un seguro contra la muerte. Testimonios de millares de enfermos curados, que han deseado dar a conocer los resultados inesperados que habían obtenido; estímulos fervorosos recibidos de todas partes del mundo; y recomendaciones que emanan de notabilidades médicas, maravilladas por las curas realizadas, nos dispensan de insistir.

»Aunque este reportero quisiera ofrecer al público un asunto diferente cada día, se ve obligado a seguir el conocido lema del mundo de la prensa: la noticia manda. Y la noticia que manda hoy es la misma de ayer, de antes de ayer, de hace un mes y de hace dos: la Residencia de Pinar. La corrupción allá arriba es tan grande que los pabellones empiezan a oler mal. Cirilo Otería es, en parte, responsable de ello. Pero sólo en parte.

»PACO MARTÍNEZ JOHNSON: Usted ha sido expulsado de la Residencia por participar en un inocente juego. ¿Podría describirnos en qué consiste y decirnos el número de residentes que le acompañaba cuando irrumpió en la habitación el jefe de estudios?

»CIRILO OTERÍA: Es un juego que se llama Hecha Pedazos, sin hache…»

La Libertad, 15-XI-1923, pág. 13.

Una amistad que se ha forjado con unos pedos ha de terminar necesariamente por un quítame allá estas pajas, pensaba Patricio. Y es que los pedos les unieron mucho. Tras la noche del Ojete Majete, Patricio, Santos y Martiniano fueron los únicos que se reunieron con el Moreno y con el director para pedirles que reconsideraran la expulsión del Ciruelo. Es falso que les acompañara el Amancio. Ninguno de los de la Oposición quiso comprometerse, y esto decepcionó un poco a Martiniano, que despreciaba a los cobardes y a los medias tintas. En la reunión el Moreno les vino a decir entre mucho giro culto y palabra protestante que se callaran, que la Residencia necesitaba un culpable y que no se metieran donde no los llamaban. Luego vinieron esos pedos criminales que atufaban a centenares de inocentes.

—Bueno, Martini, ¿eres tú o no eres tú? —le preguntaba Santos, y aunque Martiniano mantenía y mantuvo durante muchos años que no, Santos y Patricio siempre estuvieron convencidos de lo contrario.

Salían de farra casi todos los días. Llamaban al Casino de Madrid, del que se habían hecho socios, para que viniera a recogerlos un auto; y paseaban en él por la arboleda de la Moncloa y por el Retiro. Tomaban el aperitivo en La Gran Peña a la hora en que se llenaba de señoritos recién levantados, acompañados de la novia y de los futuros suegros. Si decidían almorzar en el Aero-Club, cuyo restaurante era frecuentado por jóvenes oficiales de derechas, extranjeros y sujetos ociosos, repeinados hacia atrás, se pasaban antes a picar unas cebolletas rellenas por el Centro Asturiano. Después de comer, tras vencer la resistencia de Martini, tomaban café en el Círculo de Bellas Artes, donde se reunía la tertulia de Patricio, compuesta por mucho pseudofamoso y mucho tipo con apariencia externa de genio, pero sin uno solo de sus productos. Martini se ponía a cien escuchando a aquellos glosadores de lo obvio, amantes del vacío hipnotizados por las esdrújulas. Estaba seguro de que sentándose en una mesa del Bellas Artes y empezando a decir gilipolleces con largas palabras de tres sílabas o más, nombrando periódicamente a algún escritor célebre y el título de algún libro sagrado, podrían, si quisieran, fundar en cinco minutos la academia de necios más famosa del café. Patricio le preguntó por qué aborrecía tanto las tertulias. Martiniano le contestó que llevaba dieciocho años chupándose las cinco diarias que su tío celebraba en casa; pero que, aun siendo ésa una razón de peso, había más. Según Martiniano, la gente era una mierda y se lo creía todo. Había mucho papanatismo, dijo. Las tertulias para él eran un ejemplo claro. ¿Qué estaba de moda? ¿Ser un intelectual? ¿Ser un culto? ¿Ser poeta? Pues, venga, todos intelectuales, todos cultos, todos poetas. Ya lo había dicho: él no soportaba a los intelectuales y los cultos le aburrían. De los poetas, mejor no hablar. Menuda gentuza. Patricio en cambio pensaba que las tertulias eran un fenómeno que nacía espontáneamente a causa de la necesidad que tenía la gente de comunicarse y de compartir experiencias unos con otros. De la necesidad de lucirse unos ante otros, consideraba Martiniano. Santos escuchaba en silencio estas discusiones, tan diferentes de las charlas que tenían Patricio y el primo Marc, siempre de acuerdo en todo, y sentía una creciente simpatía por el tuerto Martiniano.

Al atardecer tomaban la primera copa en el Centro de Hijos de Madrid, donde a eso de las ocho recalaban los padres de familia reventados y alternaban un poquito con los amiguetes antes de subirse a cenar. El Centro no estaba de moda, pero el dueño, Alberto el Pirulo, movía sin saberlo el último grito en cócteles, el wee-cock-tail. Sin embargo no había que llamarlo así; había que decir: «Ponme un Santacatalina», y entonces Pirulo hacía una mezcla que le había enseñado su abuelo. Si paraban por el Centro, decía Santos, tenían que aceptar la realidad; y la realidad era que iban a caer, por lo menos, siete u ocho Santacatalinas. Luego, se dirigían al Liceo de América, un lugar tranquilo, perfecto para antes de cenar. La colonia latinoamericana en Madrid, cuerpo diplomático mayormente, paraba mucho por el Liceo. Allí se encontraban muchas veces con un chileno muy joven, que escribía poesía y empezaba a tener cierta fama. Era muy feo y tenía un nombre un poco raro que trataba siempre de ocultar: Neftalí Ricardo Reyes Basoalto. Solía acudir también un amigo de Neftalí, al que llamaba Vicentito, pese a que era más viejo que él. Vicentito era también chileno y poeta, aunque mucho más suntuoso que Neftalí. Se creía un ser extraordinario y siempre estaba intentando tener un comportamiento característico. Todo lo que uno hiciera o dijera lo había dicho o hecho él mucho antes. Mientras tomaban uno o dos dry-martinis antes de cenar, hablaban de casi todo, y Neftalí expresaba sin pudor reflexiones peregrinas como, por ejemplo, que era una injusticia que no existiera una palabra para designar el sillón de barbero; si alguien quería nombrarlo, argumentaba, tenía que decir sillón de barbero; esto le parecía a Neftalí una carencia del idioma. Cenaban en Bustingorri y terminaban en el Rector’s Club, cada vez más de moda.

Una noche, mientras saboreaban el segundo dry-martini, Neftalí les dijo que María Catarata, aquella novia que Patricio había tenido hacía mucho tiempo, estaba en Madrid y los esperaba, había dicho, en las races ilegales del Teuco. Así pues, tras la cena, se acercaron al final de la Castellana. Por el camino, Patricio explicó que María Catarata había propuesto como escenario del reencuentro el lugar donde se habían conocido porque su antigua novia, además de estar afiliada al Movimiento Pro Gorrión Madrileño, de aborrecer la lotería, de ser vegetariana y de sentir las vibraciones ultrasensoriales, creía en la reencarnación de las almas y sobre todo en la circularidad del tiempo. María Catarata, aseguró Patricio, era el personaje de una novela. Todos rieron el chiste, excepto Santos, que no lo entendió.

La línea de meta estaba abarrotada de jóvenes entre los que enseguida distinguieron al Teuco, que daba órdenes de aquí para allá como un loco, intentando poner un poco de orden.

—¡Che, mirá quién está allá! —gritó alguien a sus espaldas. Al volverse vieron a María Catarata corriendo hacia Patricio. Saltó sobre él con tanta ilusión que estuvo a punto de derribarle. Pátric y ella intercambiaron parabienes como si no hubiera más personas en el universo, lo cual estaba muy lejos de ser verdad, a juzgar por los empujones y pisotones que Neftalí, Vicentito, Santos y Martini estaban recibiendo. A Santos le pareció que María Catarata estaba guapísima. Le habían crecido las tetas y se le habían quitado todos los granos de la cara. Sólo tras una larga media hora, se percató ella de que con Patricio habían acudido cinco personas y recordó que ella misma lo había hecho acompañada de dos amigas, Remedios y Margarita. Fue en las presentaciones cuando María Catarata reconoció a Santos:

—¡Che, Santos, estás tan cambiado que no pude imaginar que fueras vos! —le dijo María Catarata apretándose contra él. Santos creyó notar sus pezones erectos; pero cuando se separó, comprobó decepcionado que se trataba de unos preciosos botones dorados.

Aquella noche fueron a La Parisina, y luego Neftalí propuso acabar en su embajada. Terminaron, como era de esperar, escuchando las poesías de Vicentito, haciendo planteos controversiales sobre arte y hablando de vagabundos, el tema favorito de María Catarata. Antes de que se quedaran dormidos, soportaron una tabarra de Patricio acerca de su novela, y Neftalí intentó concientisarlos con los problemas de Latinoamérica.

Si parrandas como ésta ocupaban las noches de Patricio, las mañanas se le iban al joven novelista en la búsqueda de un prologador para Los Beatles. Había bajado otra vez hasta la librería de don Carlos, y éste le había mirado silencioso y desconfiado por encima de los lentes cuando Patricio le contó la reacción del exquisito Juan Ramón.

—No será usted responsable de todo lo que está sucediendo allá arriba, ¿verdad? —le interrogó con suspicacia.

No bastó que contestara que no; no bastó que le suplicara en nombre de su tío que hiciera una excepción y le publicara la novela sin prólogo. Aquel viejo, bajo su apariencia quebradiza, tenía la firme voluntad de no hacerlo.

—Siga buscando, amigo Patricio —le recomendó—. Pruebe con Baroja, o con Unamuno, o con Valle, o con Ramón, o con Ortega. Fíjese si tiene para elegir. Y ahora, si no le importa, perdóneme, pero tengo muchas cosas que hacer.

Y no es que no buscara. Buscó. Escribió varias copias de Los Beatles y las envió con una amable carta de presentación en la que solicitaba el prólogo de rigor. Y no es que no le contestaran. Le contestaron. Pero todos lo hicieron con la misma canción.

«Distinguido tararí:

»Acabo de leer con cierta tachunda su novela titulada tachín. Creo que bajo un título tararí, hay una trama tachunda que hace de su novela una obra tachín.

»Contra mi voluntad y muy a mi pesar, me resulta imposible prologarla en este momento por tal y tal compromiso. Espero, no obstante, seguir en contacto con usted. Le saluda atentamente, Fulanito.

»En tal sitio, a tantos del mes tal de 1923.»

Algunos han recurrido a su cara de mono y otros a su cuerpo, sesquipedal y rechoncho, para explicar esa afición suya a las tertulias. Han llegado a decir que se encontraba muy cómodo semioculto tras la mesa de un café, disimulada su figura entre los cuerpos de otros tertulianos. De hecho, en las fotos que se conservan de él sólo se ve su cara regordeta, que, si no era de mono, era de niño sabihondo. En algunas instantáneas también asoman los dedos cortos y morcillones de sus manos delicadas.

Llegaba al café repeinado pulcramente, muy formal. A las tertulias siempre acudía de traje y corbata, muy elegante, creía él; sin embargo, el cuello de sus camisas y los nudos de sus corbatas le daban el aire, entre patético y artificial, que tienen los niños en las fotos de la primera comunión. Ramón no tenía mesura ni zonas intermedias en su carácter; no estaba, por lo tanto, dotado ni para la perfidia ni para el erotismo ni para la ironía: sus comportamientos eran de una candidez dolorosa o de una maldad demoníaca; sus relatos más subidos de tono, por ejemplo, eran exasperantemente platónicos o vulgarmente rijosos; y sus comentarios sobre otras personas eran desvergonzados panegíricos o insultos barriobajeros. Y por si todo esto fuera poco, Ramón no sufría pasar inadvertido, con lo que su personalidad se completaba al adquirir ésta la propiedad más característica de los niños, esto es, la pesadez. Ramón además era laísta y se ufanaba de haber creado las famositas greguerías.

—¿A que no me cuenta usted el argumento de La Regenta y la hace una interpretación? —preguntó Ramón aquella tarde, mirando al resto de los tertuliantes con un gesto infantil de complicidad. Y es que todo en Ramón era así, muy aniñado. Sorprendido, don Nicanor comenzó a decir que la novela era un retrato de la sociedad decimonónica de provincias, donde las convenciones sociales…

—Basta —ordenó Ramón levantando su pequeña mano—. Julito, haz el favor de interpretarle a este señor La Regenta.

—No se burle usted de mí, Ramón —pidió Julito Puertas, un chico joven y espigado que tenía bigote a lo Galdós y unos lentes redondos, de esos que habían puesto de moda los bolcheviques soviéticos.

—Por Dios, Julito, qué cosas tiene usted; yo no me burlo, todo lo contrario. Para mí, usted, más que un profesor universitario, es un intérprete, un director de orquesta literaria, un ventrílocuo de las novelas. Por favor, interprete la vetusta Regenta para don Nica, hágala hablar.

Julito Puertas, que en el fondo era buena gente, accedió. La verdad era que nunca sabía si Ramón se burlaba de él o si realmente estaba interesado en el trabajo de revisión crítica de la literatura que estaba llevando a cabo. Julito interpretó:

—Ana Ozores es una metáfora femenina de los avances técnicos que no encuentran salida en la sociedad española del momento actual; Ana encarna las ansias de cambio, de progreso económico, de europeización cultural y de secularización social. Ana Ozores nunca está contenta con ella misma, como España, como la clase trabajadora; ella tiene un ansia inconcreta que nadie ha sabido canalizar (su anciano marido representa los modos de producción feudales, impotentes, que no pueden satisfacer las necesidades de una España moderna y joven, llena de vida como Ana Ozores). La Iglesia, representada claramente por Fermín de Pas (esto nadie me lo puede negar), intenta mantener silenciosa esa fuerza revolucionaria que está naciendo en Ana, en España. En vista de que eso es imposible, intenta canalizarla para su propio interés, como siempre ha hecho la Iglesia; intenta transformar la energía revolucionaria en energía religiosa, lo cual no es muy difícil. Pero hete aquí que aparece Mesía, que rima con su clase, la burguesía. Él sabe perfectamente cómo seducir a Ana, a España. Las muy tontas se dejan engañar. La burguesía acaba históricamente con la aristocracia cuando Mesía mata al marido de Ana. Mesía, la burguesía, y esto es una profecía, no tiene ningún inconveniente en abandonar a su presa cuando ha extraído de ella lo que quería. Alas exhorta a la clase trabajadora mediante esta tragedia a que se cuide de sus explotadores.

—¿Qué le parece, don Nica?

—Formidable.

—Julito es mi lector microscópico; y no le llamo así porque sea diminuto precisamente ni porque tenga esos lentes de aumento, sino porque ve la verdadera composición de las obras de arte. Le llevo siempre conmigo para que lea las novelas antes que yo, para que vea si están infectadas. Si a través de mi lector microscópico veo que la novela puede hacerme mal o, lo que es peor, puede aburrirme, no la leo.

Todos los tertulios celebraron la ocurrencia de Ramón. ¡Qué ingenio que tenía el tío!

—Y ahora, Manolo Abril, nuestro lechero de la literatura, nuestro soldado de la cultura, nuestro reportero de la sensibilidad, danos el parte de guerra de la situación cultural en España. ¿Cuáles son las novedades esta semana?

—Lo más destacado esta semana, don Ramón, es la elogiosa crítica que ha aparecido en El Sol a su libro El secreto del Acueducto. Va firmada por Ballestero de Martos.

—Seguro que esa crítica se le ha ocurrido a Pepe —dijo Ramón riéndose—. ¿Y qué dice, qué dice?

—Básicamente, compara su libro con la obra de Marcelo Proust. Alaba la desarticulación de su prosa, la ausencia de argumento y la creación de personajes planos, sin interioridad psicológica. Considera que usted es el único autor español valiente, que se atreve a prescindir de la acción como elemento principal de la novela. En sus obras no pasa nada, y esto es considerado un rasgo de modernidad, un rasgo fundacional. Usted huye del hombre débil y minusválido. Usted se dirige a una casta específica de hombre: el que no se interesa por la trama, sino por la obra de arte.

—Gracias, Manolo, eres la mesilla de noche del tertuliano. Ballestero de Martos me clava en esa crítica, y creo que la voy a dar un diez —dijo Ramón con mal disimulada satisfacción—. El realismo ha muerto con Galdós, afortunadamente, y ahora lo que la gente quiere leer es arte puro, poesía, alimento del alma, novela poética, humorismo y metáfora. Yo quise inaugurar una nueva manera de hacer novelas con mi Doctor inverosímil, demostrar que la novela no necesita continuidad argumental ni continuidad de acción, como escribió Guillermo de Torre en esa pestilente revista llamada Cosmópolis. Sólo Cipriano Rivas Cherif y Pepe entendieron lo que yo quería hacer. Señores: la trama no es un elemento necesario en la novela, lo diré una y otra vez; las tramas son para los débiles mentales, son las muletas del lector paralítico; las barandillas de la prosa verdadera. Yo digo: basta de tramas, basta de argumentos, basta de historias. Mis novelas son arte, arte puro, como los toros, a los que uno no va porque exista la posibilidad de que corneen al torero, sino a pesar de ella. Estoy harto de esas novelas que huelen a sangre, sudor y lágrimas. ¡Vivan las novelas desinfectadas!

—¡Vivan!

«[…] lo cual me llevó a escribir estas memorias, con otras palabras: en lo que a mí respecta tengo la total certeza de que había que clarificar unos tiempos que permanecen hoy día en el Reino de la Tiniebla. Había […] de todo en la Residencia de Estudiantes […]. A la Residencia se llegaba por un caminucho ascendente que en su varga alcanzaba lo más alto del cerro. El sendero se abría paso entre los álamos. En la cima, el viento agitaba sus copas con una violencia de novela gótica, sorprendente en un lugar que estaba a media hora de la Puerta del Sol. En la cumbre del cerro se levantaban silenciosos los famosos tres pabellones […]. Fui representante de residentes durante diez años. Guardo muchas anécdotas de aquel tiempo; unas divertidas; menos divertidas otras. En cierta ocasión tuve que acompañar a su llorado director, don José Jiménez Freud [sic], y al jefe de estudios, el no menos llorado pintor y poeta don José Moreno Villa […], nada menos que al cuartelillo de la Guardia Civil que había a escasos metros de la Residencia. “¡Qué estampa más subrealista [sic] ver a aquellos dos grandes poetas en un escenario tan prosaico como aquél!”, me comentaría al día siguiente el malogrado poeta andaluz, el tan llorado Lorca. Era el cuartel de la Guardia Civil un viejo edificio […]. Fue el caso que habiéndose recibido en el cuartelillo una denuncia del párroco de la iglesia del Perpetuo Socorro, iglesia esta con una hermosa fachada neoplateresca que […]. Desde hacía varias semanas un gamberro se pasaba toda la misa de doce soltando sonoras ventosidades. Sospechando el comandante del cuartelillo que el susodicho desaprensivo tenía vinculanza con la Residencia, nos mandó llamar a mí, como representante de residentes, al director y al jefe de estudios. En lo que a mí respecta, fui acompañado de estas dos grandes personalidades del mundo de las bellas artes y las letras. El pobre sacerdote sabía, como todo Madrid, que por entonces estaba ocurriendo lo mismo en la Residencia. Sospechaban de la misma persona que de vez en cuando iba a Los Jerónimos y gritaba cierto sacrilegio (Me c… en D…) justo en el momento de alzar la oblata […]. Al final le cogieron […]. Se llamaba Cirilo Otería, […] un muchacho […] con mala […] suerte.”

Gervasio López Paradero, Caminos y puentes de ingeniero, Cuenca, Caja de Ahorros Provincial, 1952, págs. 65 y ss.

Desde la esquina más oscura del café Pombo, Patricio y Martini, que sorprendentemente había insistido en acompañarle, le vieron llegar y ocupar su asiento en el centro de los tertulios. Dispuesto a hincarse de rodillas, Patricio se puso en pie.

—Espérame aquí —le pidió a Martini, temeroso de que al tuerto se le fuera la lengua, y se dirigió hacia la tertulia de Ramón. En ese momento el ingenioso escritor levantó la cabeza y vio aproximarse a un joven alto y fuerte que, con un paquete bajo el brazo, esquivaba las mesas, se ponía frente a él y le empezaba hablar:

—Don Ramón, siento molestarle, pero necesito que me haga un favor, un mero formalismo. Mi nombre es Patricio Cordero Pereda, y vengo de parte de don Carlos Hernando. He escrito una novela y resulta que, hace unos meses, cuando se la di a don Carlos para que me la publicara, me dijo que no podía hacerlo si usted no la prologaba. ¿Sería tan amable de escribirme unas líneas? Ni siquiera tiene que leer el manuscrito si no quiere.

La última frase incomodó a Ramón, que había escuchado sonriente el discurso de Patricio.

—¿Por quién me toma usted? ¿Cómo voy a prologar una novela sin leerla?

—Entiéndame, don Ramón; no quiero ofenderle, pero tampoco quiero darle trabajo.

—¡Trabajo, trabajo! El trabajo no me asusta, caballero. Yo soy el jornalero de la literatura, el pollino de las letras. Los jóvenes de ahora están poco acostumbrados al trabajo, ¿no le parece, don Nica?

—Muy poco acostumbrados, muy poco —concedió don Nicanor, moviendo la cabeza resignado.

Patricio, por su parte, creyó prudente guardar silencio y humillar la cabeza. Al principio, la táctica de muchacho virgen pareció funcionar.

—¡A ver! ¿Me muestra su novela?

Patricio le tendió el paquete y Ramón lo desenvolvió sin demasiado cuidado.

—Los Be. A. Tles —leyó Ramón.

—Los bítels —corrigió educadamente Patricio. Error. Se dio cuenta enseguida. Ramón levantó la cabeza y con gesto muy serio le advirtió:

—Leo y entiendo perfectamente la lengua de Shakespeare y, si no me equivoco, esta palabra no pertenece a su vocabulario.

Patricio lo reconoció.

—Entonces, ¿por qué he de pronunciarla como si perteneciera? ¿Me lo puede decir?

Pátric se resignó. Había novelas que provocaban una adhesión irracional desde el comienzo de su lectura, pero la suya parecía provocar un rechazo visceral incluso antes de la misma. ¿Qué cojones le pasaba a la gente con su título? ¿Por qué se sentían todos obligados a corregir su pronunciación? ¿Sería para demostrar que sabían hablar inglés? ¡Por Dios, que se olvidaran del título de la novela y que la leyeran! Eso era lo único que pedía.

—El título no es importante —concedió Pátric—. Yo lo puse con la intención de que se pronunciara bítels, pero no es importante.

—Si no es importante, ¿para qué lo pone? —preguntó Ramón severo; y añadió—: En la mayoría de las primeras novelas, el título es lo único importante.

Silencio.

Ramón hojeó con desgana el manuscrito, se detuvo aquí y allá, y en cada parada leyó fragmentos con las cejas arqueadas, el gesto displicente y resoplando sin pudor en señal de desaprobación. Repitió la operación cuatro o cinco veces.

—¿De qué va esto, si puede saberse? —preguntó por fin.

—Es la historia de un grupo de amigos que con el tiempo dejan de ser amigos.

—Se pelean.

—No, no se pelean. Simplemente dejan de ser amigos porque así es la vida. Cuando se hacen adultos, cada uno se va por su lado y entonces…

—¿Tú la leerías, Donaciano? —preguntó de improviso Ramón a uno de los tertuliantes, un hombre ya mayor que contemplaba la escena con una sonrisa beatífica.

—Ni pensarlo —repuso.

La cara de Patricio debió de ser un poema porque Ramón soltó una carcajada y aclaró:

—No se preocupe, amigo, no se preocupe por Donaciano; no es nada personal. Donaciano no lee: le da miedo. Dile por qué, Donaciano.

Con tono de infinita paciencia, como si hubiera repetido la misma contestación un millón de veces, Donaciano respondió:

—Porque los libros hacen lo que quieren con nosotros. La gente cree que lee lo que quiere y que opina lo que a su señora mente le da la real gana, pero no es así. Las novelas, las poesías, los periódicos, las revistas, todos los libros están llenos de trampas para obligarnos a sentir y a pensar lo que ellos quieren que sintamos y pensemos. Yo me quedo al margen.

Ramón se reía como un conejo mientras le escuchaba. Patricio sonreía y se sentía cada vez más relajado.

—En fin, en fin. Ahí tiene usted al fugitivo de las letras, al perseguido de la literatura —dijo Ramón, y sin solución de continuidad añadió—: Amigo, lo he decidido: no se la voy a prologar. Su novela me huele mal desde el mismo título. He leído algunos párrafos sueltos y no me gustan.

—Don Ramón, por favor… —suplicó Patricio.

—Jovencito, he dicho que no y es que no. No me sea usted la María Magdalena de los escritores jóvenes. Hágame el favor de mantener la dignidad.

—¡Qué gilipollas eres, Ramón Gómez de la Serna! ¡Mantener la dignidad! ¡Vamos a ver si la mantienes tú! —dijo en ese momento una voz a la espalda de Patricio. Y el ingenioso prosista no se hubiera asustado tanto, si no hubiera sentido en el paladar la baja temperatura que, lógicamente, tenía la automática de Martini.

«Distinguido amigo:

»He recibido su amable carta del 20 de julio. Celebro que mis recuerdos le sirvan de algo. Me alegra asimismo que Madrid atraviese ahora, como dice, un período de sana despreocupación y alegría, semejante al que yo viví entonces. Disfrútelo si es usted joven y no tiene familia, porque el próximo no llegará hasta dentro de sesenta años. Y hablando de jóvenes, dice usted que, viendo las fotografías que se conservan de nosotros, se sorprende de lo que digo sobre la juventud en aquellos años. Le confesaré que sus palabras me han hecho reír, sobre todo cuando se refiere a los alumnos de Pepe en esas instantáneas en que aparece dando clase en la universidad. Hoy he mirado detenidamente mis fotos, y tiene usted razón: Pepe ha pasado a la posteridad con cara de anciano, con aires de viejo perpetuo; es cierto que no se conserva ningún testimonio gráfico de su juventud. En cuanto a sus alumnos, es cierto también que todos aparentan estar muy cerca de los cuarenta. Aquellos jovencitos y jovencitas de dieciocho años que éramos nosotros entonces parecen viejos prematuros. Más los chicos, con su terno, su bombín y su bigote, que las chicas. Los hombres, en cuanto notaban pelillos bajo la nariz, se dejaban bigote.

»Créame pese a que las instantáneas demuestren lo contrario. Los años de mi juventud fueron como los de todo el mundo: frescos, alegres y despreocupados. Sí es cierto que había pocos jóvenes y que los cuatro que había tenían desde edad temprana ansias de edad provecta; pero creo que es precisamente esa escasez la que explica el rango metafísico que la juventud alcanzó entre nosotros. La juventud y todo lo que ella trae consigo de inexperiencia, frescura, ingenuidad y violencia se alzaron a la categoría de valores estéticos. ¿Me pregunta usted por la Residencia de Estudiantes? Pues bien, la Residencia era el templo de la juventud, la quintaesencia de lo que acabo de describir.

»La mayoría de las respuestas a sus preguntas sobre el funcionamiento interno de la Residencia la encontrará usted en cualquiera de los muchos libros que se han escrito sobre ella. Déjeme, sin embargo, decirle algo que no hallará en esas obras: sólo Ortega y cuatro más pensaban que la Residencia de Estudiantes era una institución esencial para el futuro de España. Para los madrileños adultos no era más que un colegio en el que, de vez en cuando, alguien daba una buena conferencia. La fama y aureola mítica de La Casa son producto del recuerdo y de los tiempos posteriores. El cerebro era su director, don Alberto Jiménez, hombre de gesto serio y adusto, pero de trato agradable aunque distante; un trabajador incansable e insomne que vivía exclusivamente para La Casa. Y si don Alberto era el cerebro de la Residencia, don José Moreno Villa era su alma, aunque sería más acertado decir que era su cuerpo, porque Moreno tenía una planta impresionante: era guapetón y distinguido, y había chicos que imitaban su forma de vestir y caminar. También había otros que le detestaban por las mismas razones. En la Residencia se podía encontrar todo tipo de gustos y todo tipo de gentes. ¿Sabía usted que el General Cirilo Otería, el famoso Cometripas, del que han contado todas esas atrocidades, se alojó en la Residencia y coincidió en ella durante unos años con su víctima más célebre, el General Cantero?

»Entre los profesores había investigadores tan prestigiosos como el matemático don Expósito Cuadrado; en el laboratorio de Fisiología General estaban el famoso profesor Juan Negrín, que años después sería presidente de la República, y Homero Mur. Tenemos que hablar del profesor Homero Mur en otra ocasión porque su personalidad da para una carta entera. ¿Qué digo para una carta? ¡Para un centenar! Recuerdo también a Luis Caladre, a José María García Valdecasas y a Rodríguez Delgado, que tenía una pata de palo. Todos ellos celebraban, cómo no, tertulias en el sótano de la Residencia.

»El culto a la juventud era tal, que allá por el año veintitantos Juan Ramón Jiménez regresó de Estados Unidos, donde pasaba largas temporadas con su esposa Zenobia, y se alojó en la Residencia. Bueno, pues los residentes, muchos de los cuales no sabían siquiera quién era, levantaron una queja formal por conducto administrativo, exigiendo que los dieciocho años fuera el límite para ser admitido en La Casa. La queja fue desestimada, lógicamente. Ramón Gómez de la Serna también vivía de cuando en cuando en la paradisíaca Residencia. De todos los escritores que luego pasarían a la historia, Ramón era el más conocido. Era adorable; un verdadero showman: simpático, ingenioso, atento y muy divertido. Escribía en los periódicos, hablaba en la radio y, si hubiera habido televisión, hubiera hecho un programa. La gente se mondaba con él. ¡Además tenía una cara tan graciosa…, así, como de mono o de niño mimado y regordete! Lo único que no me gustaba de Ramón era precisamente aquello por lo que ha pasado a la historia, por sus famositas greguerías, que me resultan redichas y repipis, y que además se las copió a Jules Renard. Ramón era muy buen articulista. Su ingenio tenía la medida de una cuartilla, dos a lo sumo. Ése era su género; cuando pasaba de ahí, lo estropeaba todo. Sus novelas, por ejemplo, son insoportables. Eche un vistazo a El doctor inverosímil, que tanto éxito tuvo, y lo verá. ¡Esa novela fue el modelo literario de aquella época! En ese libro Ramón, que era también un vanidoso de mucho cuidado, habla por boca de todos los personajes, y lógicamente todos ellos se expresan del mismo modo. ¡Si hasta son laístas como él!

»Lo dicho: para asuntos técnicos y administrativos, así como arquitectónicos o históricos, consulte cualquiera de los libros que tratan de la Residencia. Espero que lo que yo recuerdo de ella le resulte útil.

»Mis mejores deseos. [Firma ilegible.] En Belle Terre, a 5 de agosto de 1986.»