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¿Y si después de todo no era un genio? Las famosas vidas ajenas presentaban siempre centenares de marcas. En la suya, sin embargo, nunca lograba encontrar ninguna. Su infancia no fue difícil ni estuvo marcada por la miseria o por el sino de la fatalidad; todo lo contrario: primogénito, varón, niño de buena familia, padres leídos y tío inmortal. ¡Y tío inmortal! Bueno, ¿y qué? Nada de eso incapacitaba para la genialidad, que él supiera. Proust no descendía de mineros precisamente, sino más bien de una familia que había comido buena carne en todas sus generaciones, aunque eso le hubiera lucido bien poco al joven Marcel, que se había pasado en cama media vida. Pasarse en cama media vida, ¿veía él? ¡Ahí estaba la marca! En cuanto indagaba un poco en la vida de los grandes escritores, enseguida encontraba los signos de la genialidad, las cruces de tiza con que la naturaleza había querido marcarlos desde su nacimiento para que no tuvieran dudas en los momentos de tribulación. Pasarse en cama media vida era un síntoma inequívoco de genialidad. ¿Qué marcas tenía él para escapar de su propio Huerto de Getsemaní? ¿Qué sucedería si decidiera no levantarse mañana y no quitarse el camisón hasta haber culminado varios tomos de una obra maestra? En primer lugar, no estaría a las ocho en la Puerta del Sol, donde se había citado con Marc. En segundo lugar, al no verle aparecer, Marc decidiría ir solo a esperar a Santos, que llegaba sobre las nueve a la Estación del Norte. Dónde está Pátric, preguntaría Santos. No lo sé, respondería Marc; habíamos quedado a las ocho en la Puerta del Sol, y me ha dado plantón. Entonces regresarían corriendo a la Residencia; subirían asustados a su cuarto; y, al encontrarle en la cama, le preguntarían si estaba enfermo. No, contestaría él; es que no pienso levantarme hasta que no termine esta maldita novela. Sus amigos se quedarían de una pieza, pero después, en tercer lugar, le sacarían a sombrerazos de la cama. Qué ocurrencia, exclamarían; no salir de la cama precisamente el día que Santos volvía de vacaciones, y cuando a Marc le quedaban tan sólo veinticuatro horas para marcharse a Londres. Con esa clase de amigos era muy difícil ser un genio: jamás le iban a permitir que guardara cama si no padecía una enfermedad, una buena enfermedad. Proust había sufrido una: la tuberculosis. ¿Veía él? ¡Otra marca! ¡Qué fácil sería todo si él tuviera tuberculosis! O cualquier otra señal. Sade era rico y perverso; Baudelaire tenía una frente sobrenatural; Galdós era canario; Poe, alcohólico; y Cervantes, manco. Siempre se olvidaba este detalle, cuando para él era evidente la relación entre ser manco y escribir el Quijote. Una tara física como ésa tenía que proporcionar todo el resentimiento que se necesitaba para culminar una obra de arte. ¿Sería él capaz de cortarse un brazo para, de ese modo, poder escribir una novela que cambiara el rumbo de la literatura occidental? Él creía que sí; pero en la vida, antes de hacer algo irreversible, había que pensar muy bien los pros y los contras.

A lo que iba: ¿tenía él alguna marca física que le señalara como genio entre los hombres mediocres; o, por lo menos, una hermana que, como la de Dickens, estuviera dispuesta a contestarle el correo o a pasarle los manuscritos con buena letra, sin una mirada de reproche? No. Tal vez su estatura podría considerarse, si no una señal, al menos un indicio: era, con mucho, el más alto de la Residencia; pero la longitud del cuerpo no acababa de convencerle como signo de genialidad. De hecho, los grandes genios venían siendo más bien bajos: Napoleón, Mark Twain, Goethe, Hugo, Leopardi, Goya, que, por si fuera poco, también era sordo, igual que Beethoven. No; definitivamente la altura sólo servía para alcanzar libros en el último anaquel de una estantería, y para ser divisado por los amigos en la verbena de San Antonio.

¿Terminaría alguna vez su novela? Y terminada, ¿la publicaría? Se preguntó cómo sería la vida de un novelista devorado por su público. Podía imaginarlo: le preguntarían cómo era posible que a su edad hubiera escrito una novela tan sólida. Él tenía una respuesta para esa pregunta. Contestaría que había escrito una novela tan sólida porque había tenido la paciencia de quedarse mucho tiempo sentadito en su cuarto. Diría más. Diría que lo que diferenciaba a un novelista de un poeta ultraísta era el tiempo que uno y otro permanecían delante de su escritorio. Los poetas ultraístas más exigentes se quedaban en casa durante meses para escribir un buen poema. Muy bien, lo aceptaba. Pero es que una mala novela necesitaba, al menos, dos años de plena dedicación, aunque normalmente se consumían quince. Que no atribuyera el reportero, añadiría, a la mera casualidad que casi todos los artistas de su generación fueran poetas. A esas edades se tenían tantos novios y novias, tantos amigos, tantas ganas de divertirse, de beber, de irse de putas, que muy pocos estaban dispuestos a quedarse quince años en casa para escribir una novela. Una poesía ultraísta era otra cosa. Se podía componer en una mañana o después de una merienda-cena. Luego el ultraísta tomaba una ducha tonificante y podía salir con la novia o con los amigos a tomar un cock-tail. Los novelistas como él habían tenido que decir muchas veces que no, y más de una chica les había dejado por imposibles y aburridos. Algunos reporteros, sin embargo, querrían hacerle seguramente preguntas de tipo más frívolo, de esas que proporcionan al gran público una estampa inédita de Patricio Cordero Pereda, el hombre. Muy bien, adelante. ¿Cuál era su principal virtud? La creatividad. ¿Su principal defecto? Todos los que se derivaban de ella, especialmente la vanidad. ¿Cuál era su animal favorito? Detestaba a los animales. ¿Su comida favorita? Los pajaritos fritos, especialmente si habían sido cruelmente capturados en Madrid mediante cepos, a despecho del Movimiento Pro Gorrión Madrileño. Cualidad que prefería en la mujer. Su capacidad para adoptar comportamientos masculinos. Cualidad que prefería en los hombres. Su capacidad para adoptar comportamientos femeninos. ¿Qué era lo que más temía? La mediocridad ajena. ¿Y lo que más detestaba? La propia mediocridad. ¿Era él un mediocre? Algunas noches, ésa era la verdad, pensaba que sí; y entonces levantaba los ojos al cielo y pedía una señal, una marca de genialidad. Eran éstas, como la presente, largas noches de mano en la mejilla y frases deleznables que tiraban de espaldas: Bruno salió de la posada, y ¿qué encontró fuera? Fuera no encontró nada.

En fin, siempre estoy a tiempo de ser un mal escritor, denominarme novelista singular, como Unamuno, y llegar a figura señera de las letras españolas, pensaba a veces, metido en la cama, para consolarse y poder conciliar el sueño. A punto estaba precisamente de quedarse dormido aquella noche, agotado de buscarse marcas por todo el cuerpo, cuando un rayo iluminó la estancia y le cegó momentáneamente. Tardó en abrir los ojos. Cuando finalmente logró ver con claridad, descubrió sin sorpresa que frente a él, a los pies de la cama, se erguía, con la majestuosa y divina presencia de otras veces, la imponente figura del inmortal tío José María.

—Como ves, no te he abandonado —le anunció—. ¿Qué tengo que hacer para que no dudes de tu talento, que te viene de familia? No corrijas más esa novela, ponle un título, aunque sea en inglés, como se lleva ahora; y preséntasela a don Carlos Remando, el hijo de mi impresor, que ahora está a cargo de la editorial que lleva su nombre. Él te la publicará porque la década de los veinte va a ser muy buena para la juventud en España. Aunque habrá división de opiniones entre los críticos, ten por seguro que vas a cosechar un rotundo éxito de público; al fin y al cabo eso es lo que importa y lo que da dinero. Ya verás: su título resonará durante siglos. Te lo tengo dicho: cuando flaquees, recuerda el discurso de la hormiga, que tanta polvareda levantó el día de mi entierro, pero que tanto me emocionó a mí en el cielo. Venga, repítelo conmigo.

Patricio se incorporó en la cama; y, junto a su tío, comenzó a recitar aquellas palabras, que todavía conservaban la virtud de ponerle la piel de gallina:

—Oh tú, que los trabajos abominas, vil chicharra, piensa en los frutos de tu canto y dime, odioso hemíptero, qué gloria esperas alcanzar, qué altas cumbres, qué inmemorial destino. Mírame, oh tú, regalado homóptero, y figúrate que cada grano que transporto es un vergel donde la fama germinará indómita y bestial como la verdura que nace orillica el Éufrates y el fiero Tigris.

Y tras declamar, ¡plas!, el tío José María desapareció.

«Distinguido amigo:

»He recibido su amable carta del pasado día 1 de mayo, y aunque tengo ya muchos años, y el doctor —un metomentodo que hasta revisa mi correspondencia— me ha recomendado que no le escriba, lo haré. Será un placer para mí recordar todo aquello y contestar a sus preguntas. Lo único que le pediría es que me interrogara sobre cuestiones concretas, porque eso me ahorrará a mí la selección de material, y me fatigaré menos. Le aseguro que hablando de unas cosas me acordaré de otras; y acabaré contándole episodios de los que usted no tiene noticia. En cuanto a lo de los documentos, mucho me temo que va a resultar más difícil: la mayor parte de ellos quedó hecha ceniza, como otras muchas cosas, en el incendio que destruyó mi casa. Le confesaré que algunas noches sueño que todavía existe y que regreso a ella; porque, no se crea, a mis años todavía tengo la ilusión de volver algún día a Madrid, esa ciudad cuyo aroma tengo grabado en la memoria. Recuerdo el olor y los escaparates. Sí, señor; los mostradores de las calles Fernando VI y Barquillo, el barrio donde yo vivía y adonde me gustaría volver antes de morirme. Ya ve usted, nos pasamos media vida huyendo de nuestro origen, saliendo de la casa paterna, alejándonos del barrio, de la ciudad, del país donde nacimos, y luego nos pasamos la otra media intentando regresar. ¡Pero es tan difícil regresar! No sólo por los impedimentos físicos, que en mi caso, como se imaginará, son muchos y muy serios, sino también, sobre todo, porque los lugares de la juventud sólo existen en el recuerdo. En el mío, Madrid, años veinte, a las diez de la mañana, es una pescadería estrecha con el mostrador inclinado hacia la calle, que da gloria verlo con sus merluzas, sus pescadillas, su salmón fresco y su atún, sus sardinas, sus gallos, lenguados, truchas y calamares, todo cubierto de hielo picado, fresquísimo todo; y también una frutería que huele a manzana y una carnicería con chorizos de Cantimpalo y salchichones y jamones de pata negra que cuelgan del techo y no dejan ver la cara del tendero, pero sí su delantal a listas verdes y negras. Aquéllos fueron años de abundancia. La economía iba muy bien, y eso se traducía en entusiasmo, jamones, alegría y juventud, mucha juventud. La juventud era un valor en alza aquellos años. Primero lo fue en el arte y luego, a consecuencia de ello, desgraciadamente, en la política. Digo desgraciadamente porque el culto a la juventud deriva siempre hacia el fascismo. Pero antes de que el fascismo se comiera nuestras vidas, en Madrid se respiraba un aire de sana despreocupación, ya le digo, pura energía, vida que corría por todos los resquicios de aquella ciudad manchega y babilónica. ¿Prefiere que hablemos antes del Madrid manchego o del babilónico? Usted es joven y supongo que querrá oír primero lo más interesante: ¿sabe usted lo que era La Parisina? El casino más famoso de la ciudad. Las croupieres llevaban el pecho descubierto para distraer la mirada de los jugadores, y poder, así, hacer trampas. Pocos sitios eran tan populares como La Parisina, aunque por entonces también hacían furor en Madrid los bailes del Fortín. Tal vez el Fortín fuera un poco posterior. Sea como sea, el Fortín se llamaba Alcalá Fourteen porque estaba, lógicamente, en el número catorce de esa calle; pero los madrileños enseguida lo castellanizaron. ¡Para que luego digan que los estadounidenses homogeneizan todo cuanto tocan!

»El cabaret era también uno de los espectáculos favoritos de los madrileños. La estrella de la época se llamaba Teresita del Monte, y su éxito más sonado, una revista musical que llevaba el título de El Príncipe Carnaval. Me acuerdo de aquella rumba; decía algo así como: “El Príncipe Carnaval, / ¡Carnaval! / No es ningún Carcamal, / ¡Carcamal! / Yo le quiero, tararí, / ¡tararí! / Su alegría sin igual, / ¡sin igual!”.

»¡Dios mío! ¿No le parece fantástico que me acuerde de esta letra? No es Góngora, pero durante unos años nos hizo disfrutar tanto como él. ¡Ah, las noches exclusivas de Madrid! Todavía las recuerdo. Entonces la ciudad atravesaba una de esas buenas rachas que suele tener cada diez lustros, más o menos, y que hacen de ella por unos años la capital más cosmopolita de Europa. ¡Cuánta alegría había por las calles y cuánta despreocupación! Parecía que todos los que vivíamos allí éramos jóvenes, ricos y felices. Los solteros salían de farra casi todas las noches al Casino de Madrid. Había costumbres fijas y lugares de paso obligado. Si uno iba a comer al Aero-Club, debía tomar el aperitivo en La Gran Peña y picar antes unas cebolletas rellenas en el Centro Asturiano. El café se tomaba en el Círculo de Bellas Artes; y la primera copa, en el Centro de Hijos de Madrid, donde bebíamos Santacatalinas, un combinado de la casa que en realidad era el último grito en cock-tails. Se iba también al Liceo de América, un lugar tranquilo, perfecto para antes de cenar, donde hacían los mejores dry-martinis.

»Luego estaba el pueblo diurno y manchego, el Madrid de las tertulias, en las que igual se podía hablar de Husserl que jugar una partida de tute, si es que no se hacían las dos cosas a un tiempo. Había tertulias en todas partes. Cada café albergaba simultáneamente dos o tres, en las que se criticaba a todo el mundo y donde se hablaba de enfermedades, ese tema de conversación tan español, ¿verdad? Las había literarias, deportivas, taurinas; y las había más pedantes o más familiares; más accesibles, o inaccesibles como la de Pepe Ortega, que recibía en casa. ¡Ah, Pepe Ortega! Tenemos que hablar de él. Pese a lo que digan los libros, no crea usted que en aquellos años todo el mundo leía a Pepe, a Juan Ramón, o que todos adoraban a Lorca; o que Unamuno era conocido por todos los españoles. Entonces la gente era como ahora. ¿Conoce hoy todo el mundo a García Hortelano a Claudio Rodríguez, a Cela, a Juan Marsé o a ese chico joven, Eduardo Mendoza? No. Pues entonces, lo mismo. La gente leía a Álvaro Insúa, autores de novelas que el público, la masa, como decía Pepe, devoraba. Paquito Ayala las llama ahora —lo he leído en sus memorias— novelas pornográficas. Supongo que se refiere al hecho de que podían vender hasta 100.000 ejemplares en una semana. A mí me encantaban.

»No sé si es esto lo que quiere. Si no, dígamelo con total libertad. Con la misma confianza, le digo que, por mi parte, interrumpiré las cartas al menor síntoma de fatiga.

»Mis mejores deseos. [Firma ilegible.] En Belle Terre, 1 de julio de 1986.»

El rápido procedente de Barcelona, con destino a Madrid y parada en todas las estaciones de su recorrido, hizo entrada en vía uno. Patricio y Marcelino esperaban en el andén con los brazos caídos, y le vieron aparecer envuelto en una nube de humo. Marc reconoció a su primo de inmediato: traía medio cuerpo fuera de la ventanilla, y agitaba el brazo con ostensible alegría. Hasta ellos llegaron las voces de Santos, que gritaba sus nombres, y decía aquí, aquí. Patricio miró de reojo a Marc. Sonríe, que no es para tanto, musitó antes de levantar la mano para devolverle el saludo a Santos. Y Marc estiró los labios en un patético remedo de sonrisa. Cuando la locomotora estaba a punto de detenerse, se colocaron a la altura del recién llegado, que juraba y maldecía la incomodidad del viaje, y acompañaron al tren hasta que se detuvo. En ese momento, Santos comenzó a sacar por la ventanilla, uno a uno, seis o siete bultos ante la desesperación de su primo Marc.

—Querido, parece que vienes de África —le reprochó antes incluso de darle un abrazo. Santos no le oyó o no quiso contestar, se volvió a Pátric y le gritó:

—¡Qué ganas tenía de verte, compañero! Ven a mis brazos.

Pátric se rió, y se fue hacia él. Luego, entre los tres, cogieron maletas y cajas de cartón atadas con cuerdas, y se encaminaron hacia la Glorieta de San Antonio, donde alquilaron un autotaxi.

—¿Qué se dice por aquí de lo que ha pasado? —preguntó Santos una vez dentro del auto. Ni Marcelino ni Patricio entendieron.

—¿A qué te refieres?

—¿A qué me voy a referir? ¡Al golpe de Estado de Primo de Rivera! —exclamó Santos asombrado.

—¡Ah! No sé. Nada. No se dice nada. A mí, querido, como sabes, la política me trae sin cuidado —repuso Marcelino.

—Pero ¿han cerrado los bares? —quiso saber Santos.

—¿Que si han cerrado los bares? ¡En Madrid no se cierran los bares ni aunque haya una guerra! —le contestó Patricio.

—¡Ah, bueno!, porque ¡menudas ganas de juerga que traigo, compañeros! —les hizo saber Santos.

—Nosotros, sin embargo, estamos ya un poco ahítos de tanta frivolidad —le respondió su primo con mala intención.

—¿Ahítos?

—Cansados, hartos, saturados.

—¡Ah! ¡Haítos! Pues a jorobarse tocan, no hay haítos que valgan, porque esta noche os pienso invitar a una cena y a unas putas como Dios.

—La cena te la aceptaría, querido, pero mamá quiere que esta noche vengáis Pátric y tú a cenar a casa. En cuanto a las prostitutas que mencionas, declino, si no te importa —dijo Marc con un mohín de disgusto.

—¡Ay, qué coño, Marcelino! ¿Se puede saber qué bicho te ha picado? —le preguntó Santos, molesto por las impertinencias de su primo. Patricio salió al quite:

—Marc está nervioso porque mañana se va a Londres.

—¡Anda, la pera! ¡Haberlo dicho antes! ¿Pero no te marchabas el mes que viene?

El primo Marc pareció suavizar el gesto. Primero esbozó una tenue sonrisa. Luego se tomó su tiempo. Conservaba esa manía, que tanto disgustaba a Santos, de dejar que transcurriera una eternidad entre la pregunta que le hacían y su respuesta, como si necesitara todo ese tiempo para meditar la contestación. Después de varios siglos, cuando creyó que ya había despertado expectación hasta en el taxi-conductor, dijo con falsa modestia:

—Mi padre se ha empeñado en conseguirme matrícula para Oxford, cuyas clases comienzan inmediatamente.

—¡Oxford! ¡Ésa es la universidad buena!, ¿no? ¡La que tú querías!

Marc asintió.

—Pues esta noche, después de la cena, parranda. ¡No me jorobes, Marcelino, que mañana te vas!

—Estás eufórico —le hizo notar Pátric.

—Es que tenía muchas ganas de veros. ¿Os podéis creer que me he acordado como nunca de Madrid y de la Residencia?

—Espera a que lleguemos. Ya verás entonces de quién te vas a acordar —le anunció Patricio.

—¿Ha pasado algo? —preguntó Santos alarmado.

—No te voy a adelantar nada. Tienes que leer tú mismo el cartel que ha escrito el señor Iglesias.

—¡Ay qué coño con el señor Iglesias! ¡Se pasa la vida escribiendo carteles! Por cierto, hablando de escribir, compañero, ¿cómo va esa obra artística?

—Prácticamente terminada —repuso Pátric sin ocultar su satisfacción y exhibiendo una formidable sonrisa.

—¡Cojonudo! Pues a terminarla y a publicarla como Dios —le animó Santos; y, dirigiéndose a Marc, añadió:

—Te digo yo que éste llega lejos, mucho más lejos que su tío José María. Y mira que su tío era grande… Si no, al tiempo. ¿Y tú, Marcelino? ¿Cómo van esas obras de teatro?

Marc volvió a relajar sus facciones y permitió también que transcurrieran lustros antes de contestar con la voz un poco engolada:

—Estoy a punto de terminar una, y también un libro de poemas; pero con todos los preparativos del viaje ando un poco desconcentrado. Espero encontrar en Oxford la inspiración que me falta aquí, en Madrid. Creo que vivir en otra ciudad y en otro idioma me va a proporcionar una visión más objetiva; un modo muy diferente de sentir la…

Santos ya no le escuchaba. Atravesaban en ese momento la plaza del Progreso, que a esas horas de la mañana bullía con el trajín de los coches de reparto, el paso de algún tranvía y el caminar frenético de los que se habían dormido. Las calles eran un batiburrillo de voces que pregonaban olorosas mercancías y de relinchos como risas. Los jamelgos se inquietaban al paso del taxi, que hacía sonar el ronco quejido de su bocina; entonces los animales bufaban y golpeaban los adoquines con sus cascos produciendo un sonido hueco. Las primeras criadas habían bajado a hacer la compra, y se encontraban, y formaban corrillos delante de las pescaderías con esos mostradores inclinados hacia la calle, que daba gloria verlos con sus merluzas, sus pescadillas, su salmón fresco y su atún, sus sardinas, sus gallos, lenguados, truchas y calamares, todo cubierto de hielo picado, fresquísimo todo; o esperaban la vez en el interior de una de esas carnicerías de cuyo techo colgaban chorizos de Cantimpalo y salchichones y jamones de pata negra, que no dejaban ver la cara del tendero, pero sí su delantal a listas verdes y negras. Algunos niños, de camino a la escuela, se paraban a contemplar aterrados una tienda de escaparate surrealista en el que coincidían las fajas para tallas anormales, las piernas ortopédicas y los bragueros con un gran surtido de artículos de oficina.

Santos miraba todo ello con la frente apoyada en la ventanilla trasera, y se sobresaltó cuando Pátric le gritó al taxi-conductor:

—¡Pero hombre! ¿Se puede saber qué hace usted en la plaza del Progreso? ¡Si le he dicho a la Residencia de Estudiantes, en la calle Pinar!

—Pejdonemé el señoguitó, pego ej que soy fransé y no conoscó pejfectamente la siudá.

—Si no se conoce la ciudad, no trabaje de taxi-conductor, coño. Ande, baje por Atocha hasta Recoletos, y desde allí, recto, hacia el hipódromo; ¿sabe dónde están los Altos del Hipódromo?

—Poj detrá de la callé Seganó.

—Eso es. Cuando llegue allí, yo le indico.

Subieron la cuesta de la calle Pinar muy despacio, haciendo sonar la bocina para que los residentes se apartaran. En la explanada, frente a la puerta principal, había varios autos con el portaequipajes levantado. Podían verse, como todos los años, familias enteras que habían venido a despedir a algún ovejo, y residentes que se encontraban después del verano y que se daban un abrazo si eran muy amigos o que se tocaban ligeramente el ala del sombrero si eran enemigos. Nada más apearse, en un primer vistazo a su alrededor, Santos reconoció al Cantos y a los hermanos López Paradero.

—¡Eh, Santos! —le gritó una voz a su espalda. Santos se volvió, y vio al Poli. Se dieron un abrazo.

—¿Cómo ha ido el verano? —le preguntó Santos.

—Estudiando. ¿Y tú?

—En el pueblo. Ayudando a la familia con los cerdos. ¿Y los demás? ¿Han venido ya de vacaciones?

—Casi todos. Sebastián Casero acaba de llegar, y el Amancio viene ahora; voy corriendo a esperarle, que se me hace tarde. Me alegro de verte otra vez. Esta noche nos ponemos juntos en una mesa. Ya te has enterado, ¿no?

—¿De qué?

El Poli miró a Pátric como preguntando ¿no se lo has dicho? Patricio negó con la cabeza.

—En la puerta, en la puerta, mira en la puerta —le indicó el Poli riendo, mientras se alejaba. Santos se volvió intrigado a Pátric, pero su amigo no estaba dispuesto a adelantarle nada.

—En la puerta, en la puerta —le señaló; de modo que, mientras el taxi-conductor bajaba todos los bultos, Santos se acercó a la entrada principal, dejó las maletas en el suelo y leyó la obra maestra del señor Iglesias, un cartel que había sido colocado bien a la vista y que decía así:

«El viernes, quince de septiembre, a las nueve de la noche, tendrá lugar una cena de homenaje y bienvenida al exquisito poeta y refinado prosista Juan Ramón Jiménez, quien se alojará entre nosotros durante el próximo curso. Asistirán a la suso mencionada cena: el ilustrísimo señor catedrático don Miguel de Unamuno, la más fuerte personalidad de la generación del 98; don José Ortega y Gasset, el incansable luchador por la europeización cultural de España; don Santiago Ramón y Cajal, el ilustre neurólogo de fama mundial; don Gregorio Marañón, que junto a una ingente labor científica cultiva los estudios históricos; don Eugenio d’Ors, célebre por su pseudónimo “Xenius”; el ingenioso escritor don Ramón Gómez de la Serna; y don Ramón Pérez de Ayala, nacido y educado en Oviedo. Tras los postres, Federico, el mejor intérprete del alma de Andalucía, nos obsequiará con una lectura pública de sus últimos poemas y con un recital de su música. Calificación de la asistencia: “recomendable para la convivencia pacífica entre los españoles” (sube un punto la nota final, hecha la media de todas las asignaturas). Firmado: la Dirección / el Sr. Iglesias, ordenanza y bedel por concurso público de méritos, P. A., a 1 de septiembre de 1923.

»DIVERSIDAD, MINORÍAS, CULTURA Y ATLETISMO

—¡Ay, qué coño! —exclamó Santos—. ¿Otro año más el plomazo ese durmiendo aquí?

—Los Republicanos están que se ofrecen a Satanás, fuera de sí. Quieren hacer huelgas, manifestaciones, declaraciones públicas. Andan por ahí pidiendo firmas contra la visita —le explicó Patricio, que, junto a Marc, se había acercado a la puerta principal.

—¿Qué vais a hacer vosotros? —quiso saber Marc.

—Yo, nada, desde luego —dijo Pátric.

—Me refiero a la cena de esta noche. ¿Le digo a mamá que venís a cenar u os vais a quedar a esto?

—Yo prescindo del punto extra hecha la media de todas las asignaturas —anunció Patricio con decisión.

—La verdad es que a mí el punto ese me iba a venir de periquete; pero si tengo que elegir entre los poetas y mi tía, prefiero a mi tía cien mil veces —aseguró Santos volviendo a coger sus maletas. Pátric y Marcelino cargaron las cajas de cartón y cuerda, atravesaron el vestíbulo y subieron tras él por la angosta escalera. Aunque el cuarto de Santos estaba en el primer piso, tardaron bastante en llegar a causa del denso tráfico de residentes que subían y bajaban a esas horas de la mañana. Muchos de ellos saludaban a Santos y se paraban a echar un parrafito con él sobre el verano. Qué tal, qué tal. Muy bien, ¿y tú? Muy bien, ¿ya te has enterado? Ya me he enterado. ¡Joder, ese tío es la monda! ¿La monda?, ¡ese tío es un pesado! Bueno, a ver si nos vemos; a ver.

Cuando finalmente alcanzaron la habitación, Santos abrió la puerta y se quedó contemplando el interior desde el umbral. Estaba exactamente como la había dejado cuando se marchó a su pueblo hacía casi tres meses. ¡Tres meses! Qué barbaridad, cómo se pasaba el tiempo. Parecía que era ayer cuando salió ilusionado, con todo el verano por delante, dispuesto a…

—Santos, ¿te importaría entrar para que pudiéramos dejar estas cajitas tan pesadas en el suelo? —preguntó Marc dos octavas por encima de su tono natural, sin resuello a causa del esfuerzo y de la ira. Santos interrumpió sus meditaciones, reparó en sus amigos portadores y se apresuró a entrar. Patricio y Marcelino depositaron aliviados las cajas en el piso.

—Antes de que se me olvide —dijo Santos acordándose de repente—. Os he traído un regalo de Fuentelmonge.

Buscó con la vista la caja de los presentes, la abrió y extrajo de ella dos botellas que Patricio agradeció con más sentimiento que Marcelino.

—¿Qué es esto? —preguntó su primo, mirando el contenido al trasluz.

—Alcohol puro —respondió Santos con un extraño orgullo.

—Para las heridas de los labradores, supongo —aventuró Marc con leve ironía.

—¡Qué coño para las heridas! ¡Para beber! ¡Es aguardiente de cañamón! A tus padres les he traído algo de matanza. ¿Se la das tú o se la llevo yo esta noche?

—Llévasela tú, llévasela tú —contestó Marc con otro mohín de asco—. No me apetece nada ir cargado de morcillas por Madrid.

—No, morcillas no he traído. Tenía miedo de que se me echaran a perder durante el viaje. Les he traído unos chorizos, algo de lomo y…

—Me da igual, Santos —le confesó Marc con cruel sinceridad. Santos se encogió de hombros y cambió de tema:

—Bueno, compañeros: yo o me baño o me muero —dijo. A Marc no le hubiera importado mucho que su primo falleciera, pero estuvo de acuerdo con Pátric en esperarle abajo, mientras se daba una ducha tranquilo.

—¿No crees que eres un poco despreciativo con él? —le recriminó Patricio mientras regresaban al vestíbulo.

—Es que no le soporto, Pátric: me ataca los nervios. ¡Es tan palurdo! Parece mentira que lleve cinco años viviendo en Madrid. Sigue con las mismas costumbres de aldeano: lleva cajas en vez de equipaje, a la ducha le llama baño, y la máxima expresión de su amor es un chorizo.

—Sé un poco más transigente; Santos es bueno. ¡Ya quisiera yo que me hiciera una matanza! —exclamó Pátric.

—Por mí, te la puedes quedar toda.

Al llegar a la planta baja se encontraron de frente con don José Moreno, el jefe de estudios, que se detuvo frente a ellos. Con un gracioso toque en la visera se echó hacia atrás el canotier, que llevaba levemente ladeado, separó ligeramente las piernas y se puso en jarras.

—¡Hola! ¿Qué veo? ¿Un nuevo residente?

Marc se rió:

—Nunca se acuerda de mí, don José: soy el primo de Santos. Alguna vez he venido por aquí, y nos han presentado.

Moreno entornó sus finos ojillos para hacer memoria.

—Marcelino. Se llama usted Marcelino, ¿verdad? Perdóneme, pero es que los primeros días de curso son terribles. En cuanto veo una cara no habitual me digo: alerta, alerta, residente despistado. En fin, ¿ha venido ya su primo?

—Sí. Ha subido un momento a la habitación. Estamos esperándole.

—Muy bien, muy bien. ¿Y van a venir esta noche a la cena-homenaje?

—Mucho me temo que no nos va a ser posible.

—¿Y eso? —Moreno adoptó súbitamente una actitud severa. Volviéndose a Patricio, dijo—: Le recuerdo que sube un punto la nota final.

—Lo sé, lo sé —quiso disculparse Patricio—. Pero aquí, la madre de Marcelino nos ha invitado a cenar precisamente esta noche que ha llegado su sobrino…

Moreno miró a Marc como si él fuera la causa de los pecados del mundo. ¿Le observó con curiosidad o con desprecio? Eso no podía saberse porque el jefe de estudios arqueaba del mismo modo las cejas para expresar su deseo de saber y su desdén.

—Su actitud no sólo desacredita a esta Casa, sino que ataca la libertad y el europeísmo en momentos en los que necesitamos el apoyo de todos los residentes. Me parece una falta de respeto y consideración para con sus compañeros, una ingratitud para con sus maestros, un desprecio para con la Residencia, un insulto a la cultura y una irresponsable agresión a la convivencia pacífica. A la madre de usted, con todos los respetos, pueden verla todos los días del año.

—Y a Juan Ramón Jiménez, según tengo entendido, también, ¿no?

Moreno no se dignó contestar la ironía de Patricio; cerró las piernas, bajó los brazos, se enderezó el canotier, se fue, y no hubo nada.

—Gilipollas —musitó Pátric.

El comedor era grande y señorial. De día, la luz entraba generosa a través de los ventanales y se reflejaba en el lustroso suelo de madera. Por la noche el salón se iluminaba con la enorme lámpara de araña que colgaba del techo. Las mesas, de dos, cuatro, seis y ocho personas, repartidas por toda la planta, estaban cubiertas con manteles de hilo blanco, porcelanas y plata de ley. Aunque la asistencia sólo subía un punto, el refectorio se llenó; tal era el cariño que todos los residentes sin excepción sentían por el exquisito poeta y refinado prosista Juan Ramón Jiménez. La primera vez que le alojaron habían calificado la cena y el recital de «oportunidad histórica» —es decir, la ausencia bajaba dos puntos la nota final—. Hubo entonces tantas protestas, que esta vez habían pensado que era mejor considerarla tan sólo «recomendable para la convivencia pacífica».

En su mesa de siempre, al fondo del salón, en el punto más alejado de la presidencia, los residentes Republicanos comían con asco manifiesto un revuelto de acelgas y gambas. En un momento de la cena, Luis Araquistáin le guiñó un ojo a Kletto, y éste sacó el tema como si se le hubiera ocurrido en ese momento.

—Temario: me han dicho que el Cantos y su gente tienen automáticas.

—¡Vaya novedad! ¿Me puedes decir quién no tiene pistolas aquí? —preguntó el Temario sin levantar los ojos del plato, masticando el amasijo de vegetales sin manifestar gusto ni disgusto.

—Nosotros. Nosotros somos los únicos que no tenemos pistolas; pero si tú quisieras, Temario, yo podría conseguir armas; conozco a un tipo que nos haría un buen precio —propuso Luis Araquistáin.

El Temario dejó de comer, levantó la cabeza y le fulminó con la mirada:

—Te lo he dicho mil veces, Luis: mientras yo sea el presidente de los Republicanos, jamás tendremos armas. ¿Está claro? Si no os gusta el tema, os hacéis del Sindicato.

—Eso lo piensas ahora, Temario. Espera a que te pongan una pistola en la oreja, verás como cambias de opinión —le aseguró Gregorio Fresno.

—A mí no me van a poner una pistola en la oreja en la puta vida.

—Bueno, a lo mejor a ti no; pero ¿has pensado en los demás?

—A los demás tampoco.

—Porque lo digas tú. Mira, Temario, yo me niego a llevar a cabo el plan sabiendo que cualquiera de ellos me puede vaciar un cargador.

—Pero ¿tú eres imbécil? ¿Tú crees que te van a disparar en plena Residencia de Estudiantes, delante de Unamuno y Ortega? Tú lees muchas fábulas, me parece a mí. Y además, ¿qué crees?, ¿que si te quisieran pasar por la piedra no lo iban a hacer porque tuvieras una pistolita debajo del terno? ¿O es que piensas hablar pegando tiros?

—Te digo que, desarmado, yo no hago nada.

El Temario fue expeditivo:

—No te preocupes. Si eres un burgués cobarde y maricón, yo lo haré.

Muy cerca de la mesa de los Republicanos estaba la de la Oposición, que no era, como se suele creer, una asociación política, sino un grupo maldecidor, alegre y estudioso, que preparaba desde hacía años la oposición a notarías. Los de la Oposición estaban muy bien organizados: estudiaban desde las doce de la mañana hasta las ocho de la tarde sin parar. Si alguno se desconcentraba, los demás tenían que recriminarle su molicie y ayudarle a seguir memorizando. Por la noche siempre tenían una celebración, una cena-homenaje, el pago de una apuesta, un cumpleaños, una victoria del Atlétic Madrileño que festejar o la inauguración de algún restaurante.

—Dicen que el Cantos y don José Moreno han llegado a un acuerdo —anunció el Guanchi.

—No sólo han llegado a un acuerdo, sino que me parece que están saliendo —respondió sin inmutarse el Amancio.

—¿Qué me dices? ¿Saliendo? ¿Pero no estaba don José tan quedado con el Migue?

—Han roto este verano. Al Migue, por más que lo intente, no le gustan los tíos. Además, él tenía una novia en Belchite, creo. Lo que pasa es que le han metido tantas palizas que el pobre se come lo que se tenga que comer. Lo cierto es que don José sí estaba muy quedado con él, dicen; por eso es tan extraño que le haya olvidado tan pronto.

—No es tan raro. El Cantos será un hijo de puta y todo lo que tú quieras, pero está muy bueno —se rió el Siscu.

—Estará muy bueno, no te digo que no; pero que le gusten los tíos es una novedad —dijo el Poli.

—No te creas. Al Cantos le gusta todo y no le gusta nada. Realmente, a él lo único que le va de verdad, de verdad, es el dinero —sentenció el Amancio—. ¿No es verdad, Ciruelo?

Pero el Ciruelo no escuchaba; contemplaba sin mover un músculo su revuelto de acelgas y gambas.

—¡Ciruelo, qué te pasa, que estás alelado! —le gritaron.

—¿A vosotros no os inquietan los vegetales? —musitó—. Siempre tan silenciosos, tan dóciles y sin embargo tan nutritivos, como si tramaran algo.

En el otro extremo del salón, cerca de la presidencia, estaba la mesa de los Ultraístas, el grupo predilecto de la Dirección, una pandilla de muchachos con aptitudes artísticas, destinados a constituir en un plazo de cuatro o cinco años una generación vanguardista. Aunque entre ellos se trataban con camaradería, los Ultras eran grandes hipócritas y no formaban, como aprendices de intelectuales y artistas que eran, un grupo unido, sino que había entre ellos envidias, celos y rivalidades.

—¿Sabes lo que me ha dicho don José Moreno, Federico? Que en cuanto Patricio se ha enterado de que ibas a leer tú esta noche, se ha ido a cenar a casa de su tía.

—No soporta que tú seas un genio y él no.

—Federico, debes de estar histérico: tener que someterte al juicio de tanto varón ilustre como habrá hoy escuchándote en el Salón de Té.

—Mañana seguro que tienes una reseña en El Sol.

—¡Huy, eso seguro, Federico!

—Yo, de verdad, no podría ponerme a leer mis poesías delante de Juan Ramón Jiménez. Claro que las tuyas son diferentes. Lo tuyo sí que es buena poesía.

—Federico, ¿cómo puedes captar tan bien el alma de Andalucía?

—Don José Ortega me dijo que estaba leyendo muy cuidadosamente tus poemas para escribir un ensayo de los suyos sobre el arte nuevo ultraísta.

—¡Qué suerte! ¡Desde luego, Federico…! Quéjate. No me digas que no es maravilloso que don José Ortega estudie tu poesía.

—¿Por qué no nos deleitas esta noche con tu Perlimplín? La he leído y me ha parecido una obra maestra, llena de magia, ingenuidad y fascinación por ese mundo maravilloso que es el mundo de la infancia.

—Lo que tienes que hacer, Federico, es tocar algo al piano. ¡Tocas tan bien!

—Eso, eso, Federico; tócanos unas habaneras y unos pasodobles con tu innato talento artístico, tu gracia y tu salero singular.

—¡Y que no se te olviden las imitaciones! ¡Hay que ver qué gracia que tiene el jodío para imitar a célebres personalidades!

—Oye, Federico, ¿has probado estas acelgas? ¡Están deliciosas!

Un poco más allá, cerca de los Ultras, en la mesa del Sindicato, el Cantos comía en silencio, sin placer ni repugnancia. Le acompañaban los hermanos López Paradero; Fidel, el Olivitas; Buñuel; Pedrito Rico; Alburquerque y los Saharauis, que se frotaban las manos por el gran número de ovejos que entraba ese año.

—Son veinticinco, a duro cada uno, ciento veinticinco pesetas al mes —multiplicó Alburquerque.

—Cantos: tendríamos que subir la cuota. Con eso ya no tenemos ni para pipas —se quejó Eduardo López Paradero.

—La avaricia rompe el saco, Edu; métete eso en la cabezota. Un duro está bien —se limitó a decir el Cantos. Y añadió—: Esta noche hay que tener los ojos muy abiertos. Estoy seguro de que el Temario va a intentar montarla. Si no, no tiene ningún sentido que se haya quedado.

—A lo mejor es que necesita un punto en la nota final sugirió Pedrito Rico.

—El Temario se pasa por los cojones los puntos de la Residencia —repuso el Cantos—. Se ha quedado aquí para montarla, ya lo veréis.

—Ahora no va a montar nada. Si tiene pensado hacer algo, lo hará después, en el recital de Federico —aseguró Alburquerque.

—Pues te pones cerquita de él; y si hace algo, le machacas —ordenó el Cantos.

—¿Eso te ha dicho don José? —preguntó risueño el Olivitas.

—Don José no tiene que decirme nada. Yo sé perfectamente lo que tengo que hacer —cortó seco el Cantos—. Anda, come y calla.

Además de estas mesas, había otras ocupadas por profesores, residentes sin grupo fijo o por ovejos, que era como se llamaba a los novatos. La mesa de los profesores se conocía como la Mesa del Cuadrado, porque en ella se sentaba siempre el catedrático de Matemática Teórica, don Expósito Cuadrado. Aquella noche compartían mesa con él los profesores Blas Cabrera, Negrín, Cosme Pelayo, Vizcaíno Cifuentes, Homero Mur y un ovejo despistado que, en el colmo de la desfachatez, se había sentado con todos ellos. Los presentes habían reparado en él mucho antes a causa de un parche que, como a los piratas de Emilio Salgari, le tapaba el ojo izquierdo.

Frente a los residentes, a lo largo de una mesa rectangular, estaba la presidencia, la flor y la nata de la intelectualidad española. En un extremo se encontraba don Alberto Jiménez, el director de la Residencia, hombre de gesto serio y adusto, pero de trato agradable aunque distante. Don Alberto Jiménez era un trabajador incansable, y se decía de él que no dormía, que velaba toda la noche por el buen funcionamiento de La Casa. Aunque era el director, más bien parecía el cerebro gris, porque don José Moreno, el jefe de estudios, le había arrebatado con su consentimiento las pompas y las vanidades, aunque no el trabajo que acarreaba el cargo de director. Moreno tenía ánimo y presencia para ello: era de cuerpo atlético, alto y delgado; tenía los ojos pequeños, pero muy vivos, rapaces; fina nariz y fino bigotillo sobre una boca de labios delicados que acostumbraban a sonreír siempre. Moreno era dueño de una estampa chulesca que provocaba adhesión o rechazo inmediatos, pero nunca indiferencia. Había residentes que imitaban su forma de vestir y caminar. A otros les repugnaba su aspecto pulcro y elegante, su acento andaluz y el suave cinismo que destilaban todas sus cosas. Aquel primer día de curso vestía un traje de lino crudo, un canotier, como se ha dicho, que colgaba graciosamente del respaldo de su silla, y zapatos italianos de dos colores. Hablaba animadamente con el incansable luchador por la europeización cultural de España; con el ilustre neurólogo de fama mundial; con la más fuerte personalidad de la generación del 98; con el ovetense; con el ingenioso escritor; con el ingente científico e historiador; y, un poquito más allá, con el célebre Xenius. En el otro extremo de la mesa, tan silencioso y reconcentrado como don Alberto Jiménez, escondido tras un bigote y una barba, agazapado en el fondo de unas negras cuencas oculares, estaba Juan Ramón Jiménez, que, más que poeta, parecía un hipnotizador. Algunos decían que su aspecto era siniestro, pero sería más acertado decir que en su cara representábase diáfanamente el cenaoscuras que estaba hecho.

A los postres, don Alberto Jiménez tomó la palabra para darles las gracias por su presencia. Les recordó que el proyecto pedagógico, moderno y europeizante en el que estaban embarcados tenía muchos enemigos. Enemigos poderosos que trabajaban sin prisa, pero sin pausa, para hundirlo. Recordó las enormes dificultades económicas por las que atravesaban. Recordó que sobrevivían sin apenas subvención oficial, gracias a la generosidad de quienes confiaban en La Casa. Advirtió que los peligros de zozobrar eran en aquel momento mayores que en cualquier otro en la historia de la Residencia. Confesó que la posibilidad de tener que abandonar el barco en medio de la mar océana no era desgraciadamente una hipótesis lejana; los enemigos de La Casa sabían que ésta atravesaba un momento crítico, y estaban dispuestos a realizar un último esfuerzo para hundir el más audaz intento de renovación pedagógica y espiritual que había conocido ese país. Les pidió que se mantuviesen alerta y que hicieran oídos sordos a la campaña de mentiras y difamación orquestada por los sectores más siniestros de la sociedad española y por la prensa más reaccionaria. Les exhortó a cerrar filas y a defender como un solo hombre el buen nombre de la Residencia. Luego dijo que, en medio del temporal, era un honor y una tabla de salvación recibir a una figura de la talla de Juan Ramón Jiménez, quien públicamente había expresado cientos de veces su apoyo al Proyecto. Quiero brindar, dijo el director para concluir, por su buena disposición (la de los residentes) para hacer agradable la vida de quien un año más nos la está dando. Ojo al juego de palabras.

Dos años atrás, la última vez que Juan Ramón Jiménez se había alojado gratis en la Residencia, ésta debía de estar atravesando también un momento de crisis, porque el director acababa de repetir el mismo discurso de entonces. Aquella vez, cuando don Alberto concluyó con esa bonita frase, Vacunin, el anterior presidente de los Republicanos, gritó que Juancho, el fino, no les daba la vida, sino la lata. Primero los Republicanos y después los demás residentes, excepto los Ultras y los del Sindicato, empezaron a patear el suelo y a gritar que se fuera, que se fuera. Fue una explosión espontánea y memorable. Don Alberto y don José Moreno tuvieron que llevarse en volandas a Juan Ramón Jiménez, que presentaba síntomas de asfixia, y convencerle para que se quedara, diciéndole que los residentes habían sido manipulados y que la mayoría de ellos se sentía honrada con su presencia allí. Le prometieron el oro y el moro, y al final se quedó. Al día siguiente el Vacunin fue invitado a que tomara un esquife y a que abandonara el buque insignia de la Residencia porque su actitud decadente no casaba con la flotilla de proyectos pedagógicos, modernos y europeizantes dirigidos por ella. El Vacunin declinó la invitación, y entonces no hubo más remedio que tirarle por la borda. Luego, tuvieron que admitirle porque casi todos los residentes estaban de su parte y habían amenazado con amotinarse. Pero cuando volvió a la tripulación ya estaba paralítico a causa de la tunda que unos desconocidos le habían metido en el Campo Campana. Todos sabían que los desconocidos eran del Sindicato, pero la Dirección y la Guardia Civil mantuvieron siempre que habían sido los tiburones.

Esta vez, sin embargo, después de que el director pronunciara la célebre frase, todos habían aplaudido a una seña de Moreno. Juan Ramón Jiménez se levantó a saludar y dio las gracias por el recibimiento tan cálido del que había sido objeto; dijo que era un honor para él poder vivir desde dentro la gran renovación cultural, artística y científica que estaba llevando a cabo La Casa, y que brindaba por ella. Brindaron todos excepto los Republicanos, que se mantuvieron sentados en señal de protesta. Después algunos grupos se demoraron en la sobremesa, mientras que otros se disolvieron con rapidez para ocupar un buen sitio en el Salón de Té, donde iba a celebrarse el recital. Poco a poco, los asistentes se fueron acomodando frente a una pequeña tarima sobre la cual había un piano. Una vez que la sala estuvo llena, tras unos instantes de espera, el Moreno subió a las tablas, pasó lista y dijo que quería presentar a un poeta de incontenible vitalidad que, sin embargo, parecía obsesionado por la idea de la muerte, una muerte rodeada de angustia, de violencia y de crueldad. Podría decirse, dijo, que su poesía era la celebración de un rito de culto a la muerte; y que en cada uno de sus versos latía el malestar y la frustración; y que en toda su creación la vida y la muerte se retorcían enlazadas. Además, lo popular y lo culto, la vida y las canciones del pueblo, vivificaban su arte sabio y exigente. En una palabra: él había sido capaz de reflejar como nadie el secreto del alma de Andalucía. Moreno tenía el honor de presentar ante todos ellos a Federico García Lorca, y pedía un aplauso, por favor. Se aplaudió, como estaba mandado.

Los tíos de Santos vivían en el número once de la plaza del Ángel, un lujoso edificio con ascensor, agua corriente y gas en cada piso, situado frente al Victoria, el hotel de los toreros. Les abrió la puerta Marc, a quien siguieron a través del larguísimo y oscuro pasillo en el que se iban abriendo a derecha e izquierda las puertas de las demás estancias. Sentados en el saloncito les esperaban la tía Carmen y el tío Marcelino. Éste se puso en pie al verlos entrar.

—¡Hola, Santitos, hijo! Otra vez de vuelta, ¿eh? —le saludó, tendiéndole una mano blanda. Santos notó a su tío más apagado que hacía tres meses: esos minúsculos y brillantes ojos, que, junto a su bigotillo recto y blanco, casi albino y transparente, le daban aspecto de ratón inteligente, habían perdido fulgor. Intercambiaron un par de frases sobre la familia y otras dos sobre el verano mientras Patricio presentaba sus respetos a la tía Carmen. Luego, Santos se acercó a besarla, y le hizo entrega solemne de unos cuantos chorizos, lomos y salchichones. Mientras el tío Marcelino les preparaba un dry-martini para abrir el apetito, la tía Carmen se interesó por la familia:

—¿Cómo están tus padres y tus hermanas?

—Pues allí andan, con los cerdos, que dan mucha faena.

—¿Cómo es que no coge tu padre cuatro o cinco mozos?

—Eso le digo, pero ya sabe usted cómo es mi padre: los mozos cuestan perras.

—Perras, perras… ¡Tu padre tiene más perras de las que puede gastar! —exclamó la tía Carmen, y Santos se rió.

El inminente viaje de Marc a Londres ocupó gran parte de la cena. El tío Marcelino era practicante, y su máxima ambición era que su hijo estudiara medicina y que se especializara en histología, pero Marc pensaba que ésa era una especialidad muy poco creativa. La palabra «creatividad» le sacaba de quicio al tío Marcelino, que, en tono sarcástico y sin dejar de mirar a su creativo hijo, se expresó en los siguientes términos:

—Afortunadamente, la creatividad no existe en las disciplinas serias. Los literatos creativos debéis tener en cuenta que, lamentablemente, el tejido epitelial se llamará siempre así, y no puede ser utilizado metafóricamente para expresar tejido adiposo, aunque tengáis una enorme capacidad creadora. Por más desbordante que sea vuestra imaginación, los tejidos tienen células, protoplasmas, parénquimas y otros muchos elementos, cuyos nombres se deben aprender de memoria. Si no lo hacéis o los denomináis de otros modos más imaginativos, seréis suspendidos. Ni la histología ni nada que da dinero es poesía.

Patricio se rió:

—Tiene usted toda la razón, don Marcelino. Lo que sucede es que sus puntos de vista, que yo comparto totalmente, no sintonizan con los tiempos que corren.

—¡A mis años, hijo mío, como te puedes imaginar, me importa bien poco! Ya sé que allá arriba, en la Residencia, les animan a ustedes a ser poetas.

—¡Y no sabe usted hasta qué punto! En estos momentos, por cierto, se está celebrando un recital de poesía en homenaje a Juan Ramón, cuya asistencia ha sido calificada como recomendable para la convivencia pacífica.

—¿Cómo es eso de la calificación?, ¿cómo es eso? —preguntó don Marcelino, asombrado.

—La Dirección clasifica los actos según su importancia. Éste lo han juzgado recomendable para la convivencia pacífica, lo cual significa que todos los que asisten tienen un punto más en la nota final.

Ahí empezó todo: mientras el tío Marcelino se mostraba incrédulo y se rasgaba las vestiduras por la hipocresía y el fariseísmo innatos a esa versión intelectual del protestantismo que era el krausismo español, Santos se había sorprendido con los ojos clavados en el pecho de la tía Carmen. La encontraba atractiva por primera vez en su vida, y eso le confundió. No era que la tía Carmen fuera guapa o fuera fea, era que nunca la había mirado con esos ojos libidinosos que ahora se habían quedado obstinadamente fijos en la casi imperceptible protuberancia de sus pezones.

Después de cenar pasaron al salón, y mientras esperaban el café, Santos se puso a hojear, para serenarse, el último número de Mujer de Hoy. La tía Carmen coleccionaba aquella revista ilustrada y enviaba los números atrasados a Fuentelmonge para que su familia se pusiera al día. En sus páginas había contemplado él, antes de pisar Madrid por primera vez, a Sus Majestades acompañados del presidente del Consejo de Ministros así como del incansable luchador por la europeización cultural de España, y se había embelesado ante las litografías de las muchas fiestas benéficas que María Luisa Elbosch ofrecía anualmente al todo Madrid en su palacete de Santa Bárbara.

Pero la tía Carmen se sentó a su lado y quiso que pasaran juntos las páginas de aquel número, que ella aún no había visto. Mientras Pátric y Marc escuchaban al tío Marcelino disertar sobre la conveniencia del golpe de Estado que acababa de dar Primo de Rivera, Santos y la tía Carmen contemplaban a María Luisa Elbosch de Babenberg, que, junto al mencionado e incansable luchador por la europeización cultural de España, lucía un vestido firmado por Liberty Charpe, de talle bajo y escote cuadrado, con bullones y largos flecos muy divertidos; a la derecha, su marido, el barón Leopold Klaus Babenberg, con un atuendo informal de calle para caballero, compuesto de terno y trinchera de Monsúriz. Los botines de fieltro eran una creación de Inchausti a medida. En otra litografía posaba el ilustre Patronato de la Residencia de Estudiantes junto al incansable y antedicho luchador, que también aparecía en una recepción ofrecida por Josefina Caturla, condesa de Montealegre, a los intelectuales españoles.

—El Ortega y Gasset está en todos los sitios —exclamó Santos, algo acalorado por la proximidad de su tía.

—¿Quién es Ortega y Gasset? ¿Este carcamal que sale en todas las fotos al lado de la Babenberg?

—Éste, éste, el de la cabeza grande.

—Pues dicen que es su querido, ya ves tú. Yo no sé lo que verá esta chica tan mona en un viejales como ése.

—Pues usted se da un aire a la Babenberg —le hizo saber el galán de Santos, que, después de decir eso, sintió una gran flojera.

—¡Qué cosas tienes! —repuso la tía Carmen, que no pudo evitar pavonearse—. De todos modos, no me parezco en los gustos, hijo mío, porque yo, puesta a echarme un querido, me lo echaba de tus años y no de los suyos.

Y en ese momento la mirada de Santos tropezó con el escote de su tía, levemente descompuesto por un descuido tonto que le permitió ver efímero, durante el breve tiempo de una inspiración, el nacimiento brutal y pecosillo de su busto y sentir el inmenso ritmo pausado de su respiración maternal. No sabe todavía cómo reprimió aquel violento deseo de besar su canalillo transpirante y abrirse paso entre las dos enormes y apretadas tetas de su tía. ¿Acaso ella no había tenido pechos antes? ¡Pues claro que sí! Entonces, ¿por qué reparaba en ellos ahora y no la primera vez que llegó a Madrid o cuando ella regresó al pueblo, después de casarse, hacía ya muchos años? ¡Cualquiera sabía! ¿Y por qué no los besaba? ¿Por qué no acercaba su morrillo al busto de la tía Carmen?

Santos no se atrevió a levantar la cabeza. Se quedó mudo y notó calor, y advirtió también que se le venían todos los síntomas encima. Su tía sí le miró a él, y le vio tan encarnado que no pudo reprimir una carcajada diáfana y voluptuosa. Intentó amortiguarla con el pañuelo de seda blanca que escondía en el pecho; se echó hacia atrás, y, al hacerlo, el zapato, que estaba desprendido del talón, cayó al suelo. Santos, que, como ya se ha dicho, presentaba todos los síntomas, vio el pie descalzo de su tía y se desmayó.

Federico era moreno, de ojos oscuros y piel aceitunada. No muy alto, tenía las espaldas caídas, el culo gordo y las piernas quizá un poco cortas respecto al tronco. Había escuchado de pie, frente al piano, la definición de su carácter y de su poesía, y sonreía, complacido, al aplauso general. Para empezar tocó dos canciones de cuna y una sonata, compuestas por él; a continuación leyó cinco piezas inspiradas en el romancero popular, cantó tres murgas, entonó dos habaneras y leyó completo el libreto de una función para títeres que acababa de terminar, utilizando una voz distinta para cada uno de los veinte personajes que aparecían. Tras el intermedio, imitó a Primo de Rivera y al rey Alfonso XIII; jugó a las adivinanzas; recordó anécdotas sucedidas en los cuatro años que llevaba viviendo en la Residencia de Estudiantes, intercalando entre ellas los célebres pasodobles En er mundo, Suspiros de España, España cañí, El gato montés e Islas Canarias; recitó su último poema, Romance sonámbulo, inspirado en una tragedia rural; y se disfrazó de enemigo de la Residencia y de Benito Pérez Galdós. Para terminar, como otros años, se tumbó en el escenario y simuló estar muerto durante unos minutos. Fue en ese momento, aprovechando el silencio de la muerte y el aburrimiento de los presentes, cuando el Temario se subió a su silla y empezó a gritar:

—¡Juanito Giménez, la mayoría de nosotros queremos que te vayas! Óyelo de una vez: no queremos que te quedes. Tu presencia altera nuestro ritmo de vida. ¡Aquí sólo cuentas con la simpatía de los cuatro escritorzuelos y poetuchos que quieren publicar; los demás queremos que te vayas, queremos que te largues, óyelo de una vez!

Pero Juan Ramón Jiménez no oía porque los Ultras habían empezado a aplaudir, siguiendo el ejemplo de don José Moreno, para ensordecer con su estruendo las palabras del Temario. El director le hizo salir rápidamente del Salón de Té; les siguió la plana mayor de los ilustres invitados, y Moreno corrió tras ellos para que nadie pudiera decir que no había hecho nada cuando vio que Alburquerque callaba al Temario de una patada en el pecho, y que no había impedido que el Cantos le pusiera un pie en el cuello y le dijera al oído con amor infinito:

—Cristóbal Heado, alias Temario, escúchame bien porque no voy a volver a repetírtelo: no seas tonto y no te comprometas. Deja que el tipo este, Giménez o como se llame, viva aquí o haga lo que le salga de los cojones. Ni a ti ni a mí nos importa un carajo. Es una cuestión de dinero, de mucho dinero, y hay gente gorda metida por medio. Me han dicho que te pegue un tiro si sigues jugando al rebelde, así de claro. Hemos sido muy amigos, y tú sabes, Cristóbal, que me jodería que te cagas el matarte.

Dicho lo cual, le machacó la boca de tres taconazos.

Después de cenar aún les dio tiempo a pasarse por la última sesión de El Príncipe Carnaval, una revista musical que hacía furor entonces y que tenía un estribillo tan pegadizo que Santos no pudo dejar de cantarlo en toda la noche: «El Príncipe Carnaval, ¡Carnaval!, no es ningún carcamal, ¡carcamal! Yo lo quiero para mí, ¡tararí! Su cuerpo lleno de sal. ¡Entra y sal!».

—Tu mecanismo de autocensura sólo funciona por saturación —le recriminó Marcelino mientras se dirigían al Fortín, un baile con chicas-taxi, para que Santos, que estaba, según dijo, un poco bravo, tocara alguna cinturita. No perdió nuestro amigo mucho tiempo en seleccionar: se acercó a la primera que vio y le preguntó que si bailaba.

—No, que estoy sudada —le contestó—. Pero una limonada sí que me tomaría, sí.

Y tuvo que invitarla. Marc y Pátric se rieron mucho; pero a Santos le supo mal el desparpajo de la bailarina y quiso marcharse. Se pasaron por La Parisina, un casino muy popular cuyas croupieres eran hermosas mujeronas alemanas que tenían los pechos descubiertos para distraer, se decía, la mirada de los jugadores y, de ese modo, hacer trampas. Estuvieron jugándose los cuartos hasta entrada la madrugada, hasta que se dieron cuenta de que tenían una mala noche. Entonces decidieron tomarse tranquilamente unas copas en Chicote, pero antes se pasaron por las races de autos ilegales que Teuco Salas, el hijo del embajador argentino, organizaba viernes y sábados, a partir de las tres, al final de la Castellana. Aquel acontecimiento congregaba a toda la juventud de Madrid. Allí se habían encontrado Pátric y Marc cuando sólo se conocían de vista, y se habían hecho amigos; y allí había conocido Patricio a María Catarata, una novia que tuvo hacía algunos años.

Terminaron, como se ha dicho, en Chicote. El club tenía una larga planta rectangular que al fondo se abría en un gran salón, tenuemente iluminado, donde giraban lentas las aspas de los ventiladores y donde la vista tropezaba siempre con conocidos rostros de toreros, cantantes y actrices, y con mujeres de aspecto distinguido, acompañantes de señoritos que habían venido de La Mancha para cerrar un trato de mulas.

Como era la última noche, Marc se puso sentimental y rememoró el día en el que Pátric y él intimaron, hacía ya seis años por lo menos, en las races ilegales del Teuco. Se conocían, pero no mucho, de la tertulia del Bellas Artes, a la que ambos solían acudir. Una tarde Marc leyó en público su primera obra de teatro, Entelequia azul, y Patricio le dijo que le había encantado. Luego, volvieron a encontrarse por casualidad en las carreras del Teuco, un poquito borrachos ya. Bebieron más, hablaron y se dieron cuenta de que estaban hechos el uno para el otro, dijo Marc poniéndose, según observó Pátric, demasiado melodramático.

—Pues si mi primo no te hubiera conocido, yo las hubiera pasado canutas cuando llegué a la Residencia. Así que brindo por ser primo de mi primo Marcelino —proclamó Santos levantando su vaso. Patricio le imitó; no así Marc, quien prefirió mirarle fijamente.

—Tú y yo no somos primos, Santos; no llevamos la misma sangre; ya va siendo hora de que lo sepas —le soltó Marcelino de repente. Santos se rió y le preguntó que cómo era eso. Pero su primo no contestó inmediatamente, ni mucho menos. A Santos se le congeló la risa, y empezó a resultarle insoportable la manía de su primo. Marc se había quedado con los codos apoyados en la mesa y la mirada clavada en el fondo de su vaso, como si le hubiese parecido ver a alguien conocido dentro de su combinado. Finalmente, levantó la mirada y dijo con voz trémula que sus padres no habían tenido hijos. Hubo un silencio, porque al principio ni Santos ni Patricio entendieron lo que quería decir. Si sus padres no habían tenido hijos, entonces él no existía, dedujo Santos. Eso debía de ser terrible, mucho peor que estar deprimido, bromeó Patricio. A Marc no le gustó que trivializaran el asunto y dijo que él sí existía, que Carmen y Marcelino no podían tener hijos y que le habían adoptado. ¿Estaba diciendo el primo Marc que él no era quien había sido durante dieciocho años? Marc asintió, y la vida de Santos se desplomó como un castillo de naipes. Anda, Santos, no exageres, le dijeron. No era que su universo se hubiera construido alrededor del hecho de que Marc fuera su primo, eso era un naipe más; pero si lo quitaba todo lo demás se venía abajo. Ni Pátric ni Marcelino tomaron muy en serio esta tragedia interior de Santos. Pátric preguntó por qué Carmen y Marcelino no podían tener hijos, pero Marc no quiso contestar. ¿No era para ponerse enfermo la actitud de su primo?, pensó Santos. Pátric insistió y entonces Marc puso cara de circunstancias, dio un largo trago de combinado y a continuación una prolongada calada al cigarrillo rubio. Santos se revolvió en su silla. Marcelino es impotente, dijo Marc, y, acto seguido, expulsó el humo. Dijo también que había oído quejarse de ello a Carmen miles de veces. Bajó la mirada y permaneció con su cara de circunstancias. Santos, en cambio, abrió los ojos, las orejas, los orificios de la nariz, los esfínteres y todos los poros de su cuerpo para absorber cada palabra de su primo. Marc bebió prolongadamente del combinado y aseguró que Carmen era una mujer desesperada; dijo textualmente que Carmen vivía en el filo del abismo, del abismo de la locura; y les confesó que por primera vez ella se había dado cuenta de que podía morir virgen tras veinticinco años de matrimonio. Él, Marc, la había visto probarlo todo. ¿Qué?, preguntó Santos. Todo, contestó Marc (cara de circunstancias, larga calada al cigarrillo, prolongado trago de combinado). Se hizo un silencio, un silencio que a Santos le hubiera gustado romper con el sonido de una estaca golpeando la cabeza de su primo. ¿Qué cojones era «todo»? Pero Marc no quiso contestar. Aún bebieron unas copas más hasta que Marcelino anunció que él se tenía que marchar a Oxford dentro de unas horas y que le gustaría descabezar un sueñecito. Caminaron borrachos, cogidos de los brazos, entonando canciones regionales. La noche olía deliciosamente, y algunas personas de bien les insultaron a su paso. Se despidieron de Marcelino en el portal de su casa con una cierta solemnidad, garantizando ambas partes fortaleza de memoria y cartas corroboradoras. Vendrás en navidades, ¿no? Por supuesto. Bueno, Marc, aprende mucho inglés. Venga, dame un abrazo, Marcelino; cuídate mucho. Y tú también, cuídate mucho. Abrazos sostenidos. Marcelino se quedó un instante en la puerta, contemplando cómo atravesaban la plaza de Santa Ana, muerto de celos y con lágrimas en los ojos. Pero antes de desaparecer del todo, Santos y Patricio se volvieron y le gritaron adiós.

Bajaron abrazados por la calle del Prado; y, al pasar por las Cortes, Santos se empeñó en tomar el arranque, como él llamaba a la copa de antes de irse a casa. Patricio le llevó al Rector’s Club, un nuevo local, selecto y refinado, en los bajos del Palace, donde se escuchaba una música muy moderna, llamada jazz, hasta entrada la mañana, en un ambiente distinguido y a media luz.

Pidieron scotch, y Santos se empeñó en jugar al juego de la verdad, sólo para poder preguntarle si lo que Marc les había contado era verdad o mentira.

—Tengo los mismos datos que tú, Santos. Yo creo que es verdad. ¿Por qué otra razón iba a hacer una narración tan fabulosa? Es muy triste, pero debe de ser verdad.

—Pátric, ¿tú eres marica? —le preguntó Santos a bocajarro.

—No.

—¿Y mi primo? ¿Mi primo es marica?

—Supongo que sí, pero ¿tan importante es eso para ti?

—¡Ay, qué coño! ¿Cómo no va a ser importante? ¡El caso es que lo sabía, lo sabía! —exclamó Santos, y apuró el whisky de un trago. Pidió otro y, sin respetar el turno, preguntó de nuevo:

—¿Te ha pedido Marc alguna vez que le des por culo?

—Me parece que me toca preguntar —le advirtió Pátric.

—Contéstame sólo a ésta, y luego preguntas tú dos veces: ¿te ha pedido Marc alguna vez que le des por culo? —suplicó Santos.

—Sí.

—¡Me cago en la madre que le parió! ¿Y tú qué hiciste?

—Es mi turno, Santos —volvió a recordarle Pátric.

—Luego preguntas tú todas las que quieras, pero dime lo que hiciste, por tus muertos.

Patricio se hizo de rogar. Fumó, bebió, volvió a fumar, y finalmente dijo:

—¿Qué podía hacer? Marc es mi amigo, entiéndelo.

—¡No me jorobes, Patricio, no me jorobes que le diste por culo! —exclamó Santos abrumado, pero la explosiva carcajada de Patricio disolvió todas sus dudas. Santos se relajó, y le dijo que ya podía preguntar, que era su turno.

—¿Cuántas veces has cruzado tú un puente horrible? —le interrogó Patricio, y a Santos le sorprendió semejante pregunta.

—No sé, Pátric. Muchas, supongo.

—Seguro que esos puentes horribles, pese a serlo, unían los puntos imaginarios A y B, ¿verdad? Cruzaste esos puentes y los volverás a cruzar tantas veces como necesites trasladarte del punto A al punto B. ¿Has pensado alguna vez que por cada puente horrible que tú cruzaste hubo un ingeniero que dedicó su tiempo a diseñarlo? ¿Has pensado que lo diseñó horrible, y que sin embargo se lo construyeron, y que le pagaron por ello? ¿Y sabes por qué? Porque el punto A y el punto B necesitaban imperiosamente ser unidos por un puente.

Patricio hizo un gesto con las manos como diciendo ahí lo tienes, y se quedó en silencio, dejando a Santos con la incómoda sensación de que su amigo no había dicho nada, de que había llegado exactamente al lugar del que había partido. Como no sabía qué decir, pidió otros dos whiskies.

—Pátric, estás muy borracho. ¿Con qué fin me cuentas esta historia de los puentes?

—Porque aunque las novelas no unan puntos, creo que puede encontrarse alguna similitud entre el oficio de ingeniero y el de novelista: ambos sufrimos trabajando en nuestras obras. A partir de aquí, sin embargo, todo es diferente. ¿En cuánto tiempo se dibujan los planos de un puente? ¿En un mes? ¿En un año? Yo he necesitado tres para hacer algo que todavía no estoy seguro de que sea aceptable. Y como mi novela no une dos puntos, todos mis esfuerzos caerán en saco roto si no encuentro alguien que me la publique, tarea que me puede llevar tantos años como he empleado en escribirla. Y cuando la publique, de nada me habrá servido lo anterior si no consigo que sea un éxito.

—Pátric, tienes que meterte en la cabeza que para tener éxito tienes que tener padrinos. Quien tiene un amigo, tiene un tesoro, dice el poeta.

—Más me valdría tener talento.

—Talento tienes.

—Eso dice mi tío.

Santos le miró sin entender.

—¿No te he dicho nunca que mi tío, el inmortal Pereda, se me aparece todas las noches un poquito? Es acojonante. Ven, vámonos a dormir, y por el camino te lo cuento.

Y abrazado a Santos, de vuelta a la Residencia, mientras clareaba el cielo a sus espaldas, por Vallecas, Patricio le confió la historia de las apariciones y predicciones del tío José María:

—Resulta que don Galo, mi maestro en la escuela primaria, nos leía en voz alta historias mitológicas, fábulas de Esopo y leyendas de Bécquer, y luego nos pedía que escribiéramos un discurso, simulando ser uno de los protagonistas. Por ejemplo, si nos leía la fábula de la zorra y las uvas, nos mandaba que hiciéramos un discurso como si fuéramos las uvas. El caso es que mis ejercicios siempre tenían mucho éxito, y ninguno de mis compañeros podía escribir nada semejante. Mi tío José María, que era ya entonces un novelista de fama mundial, me había insistido desde muy pequeño en la importancia de redactar bien y de dominar la técnica de la descripción, usando gran variedad de adjetivos sencillos, pero exactos. Por eso era normal que mis discursos le gustaran sobre todo a él, a quien se los enseñaba después del colegio. El tío José María me los hacía repetir una y otra vez, diciéndome que tenía madera de escritor. De todos los discursos, el que más le impresionó fue el que puse en boca de la hormiga dirigiéndose a la cigarra. Escucha. Oh tú, que los trabajos abominas, vil chicharra, piensa en los frutos de tu canto y dime, odioso hemíptero, qué gloria esperas alcanzar, qué altas cumbres, qué inmemorial destino. Mírame, oh tú, regalado homóptero, y figúrate que cada grano que transporto es un vergel donde la fama germinará indómita y bestial como la verdura que nace orillica el Eufrates y el fiero Tigris.

—Sí es bonito, sí.

—Me lo hizo leer varias veces, mientras él lo escuchaba con los ojos llenos de lágrimas. Dos meses más tarde volví a leer la pieza, pero el tío José María no pudo escucharla porque estaba muerto.

—También es mala pata. ¡Menuda impresión para un chaval!, ¿no?

—No, no es que yo fuera a leérsela y que él estuviera muerto. Es que la leí en público el día de su entierro. España entera de luto me oyó por la radio recitar el discurso de la hormiga a la cigarra. Parece ser que hubo gente humilde y sin estudios, muy aficionada a los libros de mi tío, que pensó que yo llamaba chicharra a mi tío, y protestó en los periódicos. Me han dicho que Ortega y Gasset se reía, el gilipollas, a mandíbula batiente. Desde entonces, mi tío se me ha ido apareciendo periódicamente para darme ánimos o para sugerirme soluciones, siempre muy acertadas, en párrafos de cierta complicación.

Y así, llegaron a la Residencia a las siete de la mañana. Con los ojos como antorchas se cruzaron con Juan Ramón Jiménez, que a esas horas paseaba por el jardín de las adelfas en busca de inspiración. Buenos días, le saludaron, y él respondió con una inclinación de cabeza. Se metieron en sus cuartos; y al poco rato, cuando Santos estaba a punto de quedarse dormido, se abrió la puerta, y la tía Carmen entró en su habitación bailando para él la rumba de El Príncipe Carnaval. Llevaba un vestido muy fresquito y tenía el cabello recogido. No, recogido no, suelto. Suelto y húmedo, porque acababa de tomar un baño. Estaba desnuda. No, no estaba desnuda. Tenía un camisón y una toquilla sobre los hombros, pero había olvidado abrocharse los botones del pecho. No, no, no. Llevaba un vestido Liberty Charpe de talle bajo y escote cuadrado, con bullones y largos flecos muy divertidos. Movía el tronco con los brazos en cruz, y las dos tetas temblaban como flanes. Santos notó todos los síntomas. La tía Carmen se fue acercando con paso rumboso hacia la cama, donde él permanecía tapado hasta la barbilla.

—Santos, cariño, no me has dado las buenas noches —musitó, y se inclinó sobre él para darle un besito. Él notó el mullido pecho de su tía y sus pezones, que casi habían coincidido con los suyos; le estremeció el calor de su cuerpo y la humedad de su cabello, que le refrescaba las mejillas. La tía Carmen le metió toda la lengua en la boca. No, no; cómo le iba a meter la tía Carmen toda la lengua en la boca. La tía Carmen le dio dos besos castos, aunque, eso sí, muy cerquita de los labios. No, no, no, tampoco. Cuando llegó a su cama, la tía Carmen le preguntó si le había despertado, y él dijo que no.

—Entonces, hazme un favor —le pidió ella—. Sácame el pañuelo blanco del pecho, que yo me acabo de pintar las uñas y todavía las tengo frescas.

Él metió con cuidado las yemas de los dedos entre los calientes pechos de su tía, pero no encontró nada.

—Santos, mete la mano entera y busca porque tiene que estar por ahí —le dijo; y él hundió primero una y luego las dos, y buscó por todas partes, pero no encontró sino unos pezones, que pellizcó suavemente.

—¿Lo has encontrado? —le preguntó su tía, creyendo que se trataba de una señal. Él dijo que no.

—Pues sigue buscando y no pares hasta encontrarlo.

—Tía, déjeme primero que le toque los pies —le suplicó—. Luego le busco el pañuelo.

La tía Carmen sonrió, colocó los pies descalzos sobre la almohada, y se subió levemente el vestido hasta dejar medio muslo al descubierto. Santos se volvió loco: acopló las piernas de su tía entre las suyas, se frotó contra sus muslos y sobó fuera de sí aquellos pies tan blancos y sus firmes pantorrillas, mientras oía su risa cristalina.

—Desahógate, hijo mío —le dijo.

No, no, no. Mejor lo del pañuelo.

—Sigue buscando y no pares hasta encontrarlo —le ordenó ella; y él buscó y buscó y buscó el pañuelo, pero no encontró nada; y entonces su tía, extrañada de que no estuviera allí, empezó a pensar que a lo mejor lo tenía él, el demonio de Santitos, el ladrón, el canalla, el bandido, más que bandido; y empezó a cantar otra vez El Príncipe Carnaval, haciendo caracolillos con las manos y aproximándolas al embozo de su cama, que fue bajando poco a poco hasta dejar todos los síntomas de Santos al descubierto. Los tomó con sus manos de largos dedos y uñas esmaltadas; manos ajadas por la lejía y el jabón Lagarto.

El Príncipe Carnaval,

¡Carnaval!

No es ningún Carcamal,

¡Carcamal!

Yo lo quiero para mí,

¡Tararí!

Su cuerpo lleno de sal

¡Entra y sal!

¡Entra y sal!

¡Entra y sal!

Ya lo daba todo por perdido cuando sintió el alivio. Dijo: me he hecho pis, seguro. Pero era ella, que, por arte de magia, había sacado, como una paloma, su pañuelo blanco. Y después del truco, ¡plas!, la tía Carmen desapareció.

«EL REPRESENTANTE DE LOS RESIDENTES RECONOCE EL DESCONTENTO DE LOS INTERNOS CON LA GESTIÓN DE JIMÉNEZ FRAUD Y ACUSA A LA DIRECCIÓN: “ELLOS SON LOS RESPONSABLES DEL TEMA DE MI AGRESIÓN.”

»En una entrevista exclusiva de Paco Martínez Johnson para La Libertad, Cristóbal Heado asegura que los internos no van contra Juan Ramón Jiménez sino contra el comportamiento reaccionario y dictatorial de la Dirección.

»Reuma, gota, enfermedades de la piel, úlceras, eczemas de las piernas, enfermedades de los órganos de la circulación, varices, flebitis, enfermedades del corazón, arteriosclerosis, manifestaciones sifilíticas. La amenaza está ahí, permanente, le acecha a usted al menor desfallecimiento: es un crimen olvidarlo. El medio de evitar el peligro es, no obstante, sencillísimo, y será precisa una cura de DEPURATIVO RICHELET, que pone al organismo en un perfecto estado de defensa contra el enemigo, siempre al acecho, y que equivale a un seguro contra la muerte. Testimonios de millares de enfermos curados, que han deseado dar a conocer los resultados inesperados que habían obtenido; estímulos fervorosos, recibidos de todas partes del mundo; y recomendaciones que emanan de notabilidades médicas, maravilladas por las curas realizadas, nos dispensan de insistir.

»Cristóbal Heado es el nuevo representante de los internos de la Residencia de Estudiantes, después de que el pasado año Alonso Vacas fuera apaleado por unos desconocidos y tuviera que abandonar la Residencia (ver La Libertad, 2-XII-22). En la cara de Cristóbal Heado todavía permanecen las señales de la injusta agresión que sufrió el pasado día quince de septiembre, cuando intentaba protestar por la invitación que la Residencia ha cursado al refinado poeta y exquisito prosista Juan Ramón Jiménez para que se aloje en ella durante este curso. Este reportero le preguntó en varias ocasiones a lo largo de la siguiente entrevista por la identidad de los agresores. Cristóbal Heado fue rotundo en su respuesta: Me agredió la Dirección de la Residencia, dijo.

»PACO MARTÍNEZ JOHNSON: ¿Cuál es el origen del problema?

»CRISTÓBAL HEADO: El problema es que la Dirección de esa bendita casa ha vuelto a hacer otra de las suyas, otro ejercicio de prepotencia y arbitrariedad al tomar la decisión absolutamente unilateral de invitar por segundo año consecutivo a Juan Ramón Jiménez, cuyas visitas ya provocaron incidentes con anterioridad.

»PMJ: ¿De modo que no es la primera vez que se aloja en ella?

»CH: No, no; es la cuarta o la quinta vez, por no decir la sexta.

»PMJ: Ha dicho usted que sus visitas provocan incidentes. ¿Qué clase de incidentes?

»CH: El año pasado la mayoría de los residentes nos oponíamos a que se quedara. Aquella lucha se saldó con el paralís del compañero Vacunin, que fue mi predecesor en este cargo, y sirvió para que la Dirección se sentara a negociar con un comité residencial. En aquellas reuniones se acordó un tema: que la Dirección consultaría cualquier decisión con el comité residencial y que tendrían en cuenta nuestras reivindicaciones. Y mire usted: dos meses después de estos acuerdos, la Dirección decide unilateralmente invitarle otra vez sin consultar nuestros posicionamientos y encogiéndose de hombros frente a la abierta oposición y el manifiesto malestar de la inmensa mayoría de los residentes. Hemos sido nosotros los que, en una lección de generosidad y responsabilidad, hemos apaciguado los ánimos: antes de que empezara el curso no nos hemos cansado de pedir a la Dirección que se sentara a negociar sin posturas previas ni condiciones, pero ella, en línea con sus comportamientos soberbios, altaneros y prepotentes, ni siquiera se ha dignado contestarnos.

»PMJ: ¿Qué ocurrirá si la Dirección continúa haciendo oídos sordos a sus reivindicaciones?

»CH: Si el tema no cambia, habrá huelgas y manifestaciones. Se lo hemos advertido, pero la Dirección no ha querido saber nada del tema. El compañero Vacunin entró en la Residencia caminando y salió de ella impedido, en silla de ruedas, a causa de la paliza que le dieron. Le j… bien por defender los intereses de la mayoría, y sería inmoral que le olvidáramos.

»PMJ: ¿Se da cuenta de que su actitud puede ser incomprendida por el público, dada la fama y el prestigio mundial de ese refinado poeta y exquisito prosista que es Juan Ramón Jiménez?

»CH: Somos conscientes de ese peligro, y por eso le agradezco la pregunta. Nosotros no estamos poniendo en cuestión el tema de si es buen poeta o si es mal poeta, si nos gusta o nos disgusta; en realidad no se está hablando de ese tema. Nos hubiera indignado igual que la Dirección hubiese invitado a Roberto Quincoces, a Uzcudun o a Einstein. No protestamos contra Jiménez, como quieren creer algunos, sino contra un procedimiento absolutamente ilegal y antidemocrático, llevado a cabo por la Dirección de la Residencia. Ése es el tema. Por supuesto, el comportamiento reaccionario y dictatorial de la Dirección nos molesta doblemente si el invitado es quien es.

»PMJ: ¿A qué se refiere?

»CH: Me refiero a que sus visitas alteran completamente nuestras costumbres. Estamos obligados a comer acelgas durante todo el año por la sencilla razón de que son su comida favorita y porque la Dirección quiere que él se sienta como en casa. El cocido se ha desterrado de los menús porque a Jiménez le parece vulgar; ha ordenado prohibirlo porque dice que es el origen de todos los males de España. Ése es su granito de arena en esta empresa de regeneración civil que es la Residencia. Vamos hacia la europeización de España a través de la supresión de los garbanzos. Y por si fuera poco, se prohíbe radicalmente el uso del desodorante axilar porque Jiménez, que tiene un olfato finísimo, detesta ese producto.

»PMJ: ¿Podría explicar a nuestros lectores qué es el desodorante axilar?

»CH: Es un producto perfumado que se aplica en las axilas y que sirve para eliminar el olor fuerte de los hombres.

»PMJ: ¿Alguna otra restricción?

»CH: Se nos prohíbe llegar a la Residencia más tarde de las diez, que es cuando él se acuesta, con la amenaza de no poder entrar hasta las siete, que es cuando él se levanta. Como tiene un oído privilegiado y cualquier ruido, por mínimo que sea, le atormenta, se prohíbe la celebración de tertulias en las habitaciones durante sus horas de creación y sueño. Pero tal vez el tema-becas sea el tema más importante: las han reducido a la mitad porque Jiménez ha exigido un cuarto muy especial y muy poético. ¡Ha exigido un cuarto rodeado de espejos y peceras! ¡Rodeado de espejos y peceras! ¿Sabe usted lo que debe de costar un cuarto forrado de espejos y peceras? Me pregunto en qué país vivimos. ¿Es esto democracia? ¿Es esto europeísmo? ¿Es esto modernización de España?

»PMJ: Tiene usted el labio partido. ¿Qué le ha pasado?

»CH: Cuando protesté por todo esto, la Dirección contrató a unos matones que me dieron una paliza.

»Use Petróleo Gal. Suprime la caspa, vigoriza el pelo. ¡Y verá por fin el peine limpio, sin pelos enredados! Use Petróleo Gal para que no se le caiga el pelo. Frasco: 2,50 ptas. Timbre aparte.

»Según las investigaciones de este reportero, la Residencia de Estudiantes recibe una de las subvenciones más altas de este país. Sin embargo, gran parte de estos fondos no sólo no es empleada, como cabría pensar, en la creación de becas que permitan a los más humildes tener acceso educativo; antes bien: se usa para invitar a los amigos de la Dirección y para construirles habitaciones especiales que luego hay que destruir porque nadie quiere utilizar. ¿Quién va a querer vivir en un cuarto con peceras y espejos cuando se marche Juan Ramón Jiménez? Luego, a los estudiantes se les cobra la desorbitada cifra de veinte pesetas diarias; y si alguien protesta por esta flagrante injusticia, le dan una paliza.

»¿Asma? ¿Catarros? ¿Bronquitis crónica? Gotas helenianas Batllés. Farmacias. Droguerías.»

La Libertad, 30-IX-1923, pág. 15.

«Juan Ramón, el delicado poeta que mejor oye el silencio, hace tiempo que está desolado.

»No logra encontrar una casa en que reine el silencio. Siempre hay ruido en la calle o en la vecindad y siente que no se interrumpen los ruidos, y el poeta es como un palo de telégrafo lleno de ruido […].

»—¿Pero por qué no se muda usted a las afueras?

»—No es eso tampoco lo que quiero… Yo quiero estar dentro de la ciudad, entre sus gentes, y, sin embargo, gozar del silencio.

»[…] Yo, que conozco todas estas delicadezas confusas del poeta, le hablé con cuidado extremando mi cortesía.

»Juan Ramón entonces se me confesó.

»—Sí, oigo hasta el agua que va por las cañerías del agua; la oigo atropellarse […].

»—Si yo le hablase como un doctor poético, le diría que bebiese silencio; pero como tengo que encontrarle una solución práctica, le voy a recomendar que cubra de espejos su habitación… Los espejos todo lo recogen, menos el ruido… En los espejos se reflejan las cosas, los gestos, hasta el fondo de los ojos, pero la palabra no se ve… Somos hasta mudos frente a los espejos; y yo, que una vez monologué frente a un espejo, sentí que hablaba como un sordomudo y hubo un momento en que me hablé por muecas y señas… Además, para completar esta astringencia de los espejos, le recomiendo que tenga una pecera sobre su mesa o colgada del techo… No hay nada también que deje más sorda una habitación que la pecera cerrada, en que se mueve una vida silenciosa y sorda que no sólo está dentro de la bomba del cristal, sino dentro del agua… Ese efecto, esa suposición de esa vida como en un elemento metido en el corazón de otro elemento influye mucho en el ambiente…

»Juan Ramón me contestó que lo haría aunque escondería su mesa entre biombos para no verse en los espejos demacradores.»

Ramón Gómez de la Serna, El doctor inverosímil. Novela, Buenos Aires, Losada, 3.ª ed., 1961 (1.ª ed. 1914), págs. 115-118.

La Dirección no asignaba un consejero a cada residente, eso hubiera sido coartar la libertad individual. Cada uno elegía el suyo, aunque no tuviera relación con el área de especialización. A la hora de decidirse, muchos sólo tenían en cuenta el físico o la forma de vestir; muy pocos basaban su decisión en criterios científicos. Don José Moreno era el preferido de los residentes, y Homero Mur, el que menos tutorandos dirigía, ya que en la Residencia era considerado un positivista autoritario de ideas reaccionarias, contrario a la imaginación y consumidor de café. Santos le había elegido como tutor el primer año por su nombre sonoro, Homero Mur, y porque era joven. Por el momento estaba muy contento con él; no le parecía autoritario ni reaccionario ni contrario a la imaginación. Y en cuanto a lo de consumir café, Santos sólo tenía una queja: como el café debía de desvelarlo, Homero Mur siempre le citaba en su despacho a la voluptuosa hora de la siesta, cuando Santos tenía cosas mucho más importantes que hacer. Por eso aquella tarde llamó a su puerta con una cierta impaciencia.

—Adelante, adelante —respondió don Homero desde dentro. Santos entró. El despacho era muy luminoso gracias a una enorme cristalera del tamaño de una pared, y en él reinaba el desorden más absoluto. Por todas partes se amontonaban papeles, libros, que no en todos los casos eran de medicina, carpetas, muestras de tejidos, bustos célebres, maquetas del cuerpo humano, frascos de todos los colores, mapas y grabados. Pese al caos, la habitación tenía un aire acogedor. En su interior podía percibirse el aroma del café que don Homero tomaba constantemente y el perfume del tabaco que fumaba en pipa. Qué tal el verano. Muy bien, gracias, ¿y el suyo? Muy bien también, gracias.

—Da gusto entrar en un lugar de la Residencia que huele a tabaco.

—Ya sabe que a mí me gusta que las cosas huelan, no como a ese loco de Jiménez. Ahora que han esterilizado La Casa y que viven ustedes en un pabellón tan aséptico, yo me refugio aquí, en este reducto oloroso que tanto molesta a muchos de mis colegas.

—No sabía.

—A Blas Cabrera, por ejemplo, le pone malo entrar aquí. No me importa; yo también me pongo enfermo cuando almuerzo en el inodoro comedor de La Casa: me siento como en un sanatorio de tuberculosos.

Santos escuchó con una sonrisa las palabras de don Homero, y después se sorprendió de ellas; eso dijo. Al margen de olores, Santos pensaba que todos los profesores apoyaban como un solo hombre la visita de Juan Ramón; que, en este punto, no había fisuras en el cuerpo docente de la Residencia.

—No sé de dónde se ha sacado usted esa idea. Bajo su apariencia de armonía, de modelo intelectual y de investigación, la Residencia es una empresa como otra cualquiera, con sus rencillas personales, con sus venganzas cicateras; con su jefe, que es un tirano, y con sus subordinados, que son unos holgazanes. En cuanto a lo de Jiménez, a mí, que esté él o que no esté, me da igual; pero creo que no puede obligarse a jóvenes de quince o veinte años a que guarden silencio a partir de las nueve de la noche. En fin, supongo que habrá dinero de por medio, como siempre. Aunque también hay a quienes les parece útil que venga otra vez y quien suspira con esa poesía para tuberculosos que escribe, y que, por lo tanto, se siente sinceramente honrado con su presencia. ¿Le sucede algo, Santos?

—No, no, nada, ¿por qué?

—No sé, le noto inquieto. En fin, a lo que vamos: le he mandado llamar para recordarle que este año es el último; que debe poner fin a su anarquía académica; y debe usted elegir área de especialización.

Homero Mur le miraba por encima de su expediente con los lentes en la punta de la nariz. La Residencia tenía, como las universidades británicas y modernas, un plan de estudios muy flexible que permitía al estudiante matricularse en todo género de asignaturas hasta que decidía su área de especialización, más o menos hacia el segundo año. A partir de ese momento, para licenciarse, debía cursar un grupo predeterminado de asignaturas relacionadas con su área. En teoría, el método era un cúmulo de ventajas. En la práctica, producía víctimas como Santos, quien después de cinco años matriculándose en las más variadas materias, aún no había descubierto su vocación, se ahogaba en un mar de confusión y vagaba por el plan de estudios como un alma en pena.

—Desde que llegó a la Residencia ha seguido usted cursos de Medicina, Educación Física, Matemática, Percusión, Ciencias Naturales, Historia de las Religiones, Agricultura, Filología Hispánica, Derecho y Arquitectura —recitó Homero Mur frente a un Santos avergonzado que se miraba la punta de los zapatos. Homero Mur se permitió alguna ironía:

—Le resta matricularse en Música, Tauromaquia, Arqueología y Filosofía, para convertirse en el primer residente que lo ha cursado todo.

Aunque Homero Mur le miraba fijamente y con gesto severo, Santos sabía que el enfado de su tutor era una pose, y que, en el fondo, le apreciaba y le tenía cariño. Lo que Santos temía y lo que le avergonzaba era su propia incompetencia.

—Santos, serénese. Este año se va a ver usted negro para completar los cursos. Últimamente no he tenido mucho tiempo, y le he prestado poca atención. Si me hubiera preocupado un poco más, tal vez usted no se encontraría en esta lamentable situación.

Santos no le oyó.

—¿En qué áreas he seguido más cursos? —quiso saber. Homero Mur examinó con detalle el expediente y concluyó:

—Yo diría que… Botánica… ¡No!, perdón, Derecho. Ha cursado usted muchísimas asignaturas de Derecho. ¿Está usted interesado en el Derecho?

—No, pero ya está decidido: voy a ser abogado. Ya verá lo contento que se pone mi padre cuando se lo diga —atajó Santos expeditivo. Quería marcharse.

Homero Mur le manifestó sus inquietudes: el área de especialización no podía elegirse como se elegía una corbata. Había que pensar que ésa iba a ser la ocupación de toda la vida, etcétera, etcétera, etcétera. Pero Santos gastaba en esto de los estudios un maduro y saludable cinismo que doblegó a su tutor:

—Yo no tengo vocaciones, don Homero. Mi meta es la tranquilidad. No creo que ejerza de abogado en mi vida. Los cerdos dan mucho dinero y, como sabe, mi familia los tiene a porrones. Lo que ellos quieren es que yo me saque una carrera; lo de menos es cuál. Así que ya está decidido.

Homero Mur porfió:

—Santos, vamos a ver: ¿no hay nada por lo que sienta especial predilección, algo que le excite?

¡Ay, qué coño! ¡Pues claro que había cosas que le excitaban!, pero cómo iba a decirle a don Homero, mire, don Homero, a mí lo que más me excita son las cartas, las estampas y las daguerrohistorias de La Pasión, ¿conoce esa revista? A mí me vuelve loco; llevo tres meses sin ella, y no puedo más. Lo primero que he hecho hoy ha sido comprar el último número, y lo que más deseo en este momento es encerrarme en mi cuarto con él.

—¿Le sucede algo, Santos?

—No, no, nada, ¿por qué?

—No sé, le noto inquieto. ¿De verdad que no quiere hacerme partícipe de alguna experiencia o hacerme alguna consulta?

—No. Lo único es que tengo una cita ahora…

—¡Ah! No sabía… En fin, en ese caso no quiero entretenerle más. Le repito: medite, no se apresure y, haga lo que haga, haga siempre lo que más desee, y hágalo con entusiasmo y pasión.

Y así lo hizo: salió del despacho con una sonrisa de cardenal y, en cuanto cerró la puerta de don Homero, corrió a su cuarto y se lanzó sobre la cama. Bajo la almohada esperaba fiel su vocación, su refugio, su consuelo, La Pasión. Se sumergió en sus páginas: contempló mujeres de ojos cerrados que se parecían a la tía Carmen, y mujeres de labios entreabiertos que le recordaban a la tía Carmen; mujeres de cabeza desmayada como Cristos crucificados, idénticas a la tía Carmen; y mujeres sin rostro, pero con vulvas como la llaga de la Santa Lanzada, que ocupaban toda la página, con sus pliegues dilatados por la penetración de un miembro hinchado, en el que asimismo se dibujaba el contorno de las venas llenas de sangre; había mujeres que ofrecían su pecho como masa de pan o pellejo de vino; que lo sujetaban como si fuera demasiado pesado para poderlo llevar sin ortopedia; mujeres con pollas como estacas en la boca (la comisura de los labios de estas mujeres había adquirido el punto de máxima elasticidad, pero sus ojos permanecían cerrados); mujeres que abrían sus ingles al máximo y exhibían un coño como una almendra a punto de germinar o como un ombligo anudado hacia afuera; mujeres que se agarraban a erecciones como a clavos ardiendo, formando con la mano un puño que tenía algo de masculino; mujeres con la boca abierta, pero con los ojos cerrados, esperando que sobre sus lenguas cayeran gotas de lluvia que nunca acertaban entre los labios y terminaban resbalando por sus mejillas como lágrimas de cocodrilo. Y había también hombres, hombres que no tenían una cara, hombres que tenían una polla brillante y rosada como un cerdo recién nacido, hombres ridículos como la sota de bastos, hombres asidos a sus erecciones con el mismo gesto de fatalidad que presentan los heridos de lanza. Y algunos de estos hombres, era el colmo, también se daban un aire a la tía Carmen.

«Estimado Dr. Moore:

»Me dirijo a usted para hacerle partícipe de mi experiencia y, de paso, algunas consultas. Soy una mujer de cincuenta años, casada y con hijos, pero, eso sí, tengo un sobrino. La gente cree normalmente que las mujeres de mi edad ya no tienen vida sexual, pero no hay nada más lejos de la realidad. A mis cincuenta años estoy viviendo una segunda juventud, y tengo las mismas ganas que tenía a los quince, sólo que la sociedad me reprime y no permite la satisfacción de mis deseos. Son los hombres, nuestros maridos, y no las mujeres, los que van para abajo a esta edad. Con mi marido concretamente ya no puedo contar para nada. Pero como he dicho anteriormente, no sólo tengo un marido, sino también un sobrino que está haciendo el campamento aquí, en Santa Cruz de Tenerife. Se llama Elpidio. Resulta que un día le dieron pase pernocta, y se presentó en mi casa sin avisar. Mi marido, que es tratante de calzado y viaja mucho, estaba fuera.

»—No vas a poder ver al tío Teodosio —le dije.

»—No importa —me contestó el muy ladrón.

»Le ofrecí dos copitas de jerez, y, mientras bebía, empezó a mirarme el pecho y todo lo demás de un modo que me hizo estremecer, como dicen ahora los jóvenes. Se conoce que no le habían puesto suficiente bromuro aquella mañana en el cuartel. Muchos hombres deberían saber que una mujer puede ponerse como una perra si se la mira adecuadamente. Yo no decía nada porque las condiciones sociales y la represión sexual que padecemos las mujeres me impedían declarar abiertamente mis deseos. Cenamos una tortilla francesa y nos fuimos a la cama. Me acosté completamente desnuda, como suelo hacerlo, y a los dos minutos me quedé dormida. Al cabo de un rato, algo me despertó. Se puede usted imaginar mi sorpresa al notar que mi sobrino se había metido en mi cama y me había penetrado. Yo me hice la dormida debido a que la sociedad, como he dicho, no permite a las mujeres el desarrollo de su sexualidad. Me cabalgó como un salvaje, pero yo simulé todo el tiempo que dormitaba, aunque tuve varios orgasmos. A la mañana siguiente me comporté como si no me hubiera enterado de nada. El pobre estaba colorado como un tomate. Por la noche, cuando creyó que estaba dormida, volvió a venir a mi cuarto. Yo simulé tener un sueño inquieto y me moví mucho, hasta que mi boca estuvo a la altura de sus partes. Durante un instante Elpidio no supo qué hacer, pero enseguida reaccionó y me las introdujo en ella sin pensárselo dos veces. Yo mantuve en todo momento los ojos cerrados e incluso llegué a simular algún ronquido. Desde entonces, viene todos los fines de semana que su tío Teodosio está fuera. ¡No sabe nada el muy ladrón! Mi pregunta es: ¿debo despertar cuando me cabalgue? ¿Qué va a pensar de su tía Matilde? ¿Es posible conciliar el sueño durante la penetración anal?

»Libra. Tenerife.

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»OPINA EL DR. MOORE:

»La carta de nuestra amiga Libra, de Tenerife, plantea a mi juicio varios problemas. En primer lugar, derriba un mito milenario: cuál es la edad límite de las mujeres para el amor. En un siglo que acaba de nacer hace veintitrés años, el siglo XX, asistimos a una glorificación exagerada de la juventud. Incluso nuestra amiga, que reivindica el disfrute sexual para las mujeres de su edad, niega el de su marido y cae en el tópico de la potencia juvenil. La juventud es hoy para todos nosotros un valor metafísico y no una simple característica de los tejidos humanos. No siempre ha sido de este modo. En otras épocas de la civilización occidental, la juventud era considerada una enfermedad que se curaba con el tiempo. Los lacedemonios ingresaban a sus jóvenes en una especie de residencia juvenil en cuanto daban muestras de adolecer de este mal. Allí estaban encerrados hasta los treinta años. La juventud no es el paraíso de la sexualidad. Ahí tenemos a nuestra amiga tinerfeña con más deseo que nunca, como ella misma dice. Se ha de tener en cuenta, para entender cabalmente el fenómeno, que a esta edad muchas mujeres se han liberado de la carga de los hijos y han perdido las convicciones religiosas que las inhibieron durante su juventud. Si a esto unimos un marido impotente, el resultado es el perfil dibujado por la carta que hoy nos ocupa. Sin embargo, las presiones sociales siguen siendo fuertes e impiden de una u otra manera el disfrute sexual de la mujer, obligándola, por ejemplo, a hacerse la dormida mientras copula. En cuanto a tus preguntas, déjame contestarte primero a la que planteas en último lugar. Te diré que la penetración anal obliga a una tensión muscular tal, que hace imposible conciliar el sueño. Mi consejo y así contesto a tus primeras cuestiones es que te desinhibas y dejes de simular. Abre los ojos, querida amiga, y muéstrale a tu legionario que estás muy despierta. Él nunca pensará que su tía Matilde es una cualquiera.»

«Historias», La Pasión, 25 (septiembre de 1923), págs. 23-25.

El Jute era un viejo café que estaba en la esquina de la Ronda de Vallecas que luego fue de Menéndez Pelayo y la calle del Doctor Castelo. Tenía un piso de dos niveles, unidos por cinco escalones, y una clientela variopinta pero fiel. Por la mañana había un continuo trasiego de oficinistas y funcionarios que consumían en la barra el primer café o, más entrado el día, una caña y un pincho de tortilla. Hasta las diez no había servicio de mesas; pero a partir de esa hora comenzaban a acudir los jubilados del barrio a desayunar, y a eso de la una se echaban un dominó y un chatito con aceitunas. Por la tarde se reunían las tertulias. Hubo un tiempo en el que el Jute albergó hasta siete simultáneamente. Poco a poco, sin embargo, habían ido desapareciendo por óbitos, escindiéndose por luchas fratricidas o fundiéndose entre ellas y engendrando otras que a su vez se habían consumido lentamente hasta su extinción. De aquellas siete tertulias de los tiempos gloriosos sólo quedaban dos, enemigas a muerte: la de don Maximiliano Quintana y la de don Carlos Hernando, que se reunían a la misma hora en los extremos opuestos del café. La tertulia de don Maximiliano Quintana se celebraba al fondo del local, y la de don Carlos Hernando, muy cerca de la entrada. Ambas sentían por la otra un desprecio que tenía más de apego a una tradición de enemistad que de desestima real: se odiaban desde que se habían convertido en las dos últimas supervivientes del Jute; no se perdonaban ofensas que los camareros consideraban imaginarias; y se alegraban de las muertes y de las deserciones que se producían en las filas rivales. En realidad, las dos tertulias eran idénticas; las dos hablaban de lo mismo; y en las dos se oía siempre la misma variedad de opiniones, chistes y burlas. Sin embargo, ninguno de los miembros hubiera estado de acuerdo con estas palabras, porque cada uno de ellos pensaba que la tertulia a la que pertenecía tenía notables diferencias de contenido y forma con respecto a la otra. Los camareros con frecuencia bromeaban sobre esto, y solían decir que si algún día, Dios no lo quisiera, alguno de los vejetes perdía la vista y se equivocaba de tertulia, no advertiría la diferencia, porque ni siquiera las voces distaban mucho las unas de las otras.

La tertulia de don Maximiliano Quintana tenía seis miembros fijos. El tertuliano fundador y líder indiscutible, don Maximiliano Quintana, era un médico veterinario retirado, hombre de gran cultura, barbas y sentido común. Junto a él se sentaba don Andrés Bonato, un tertulio a quien le gustaba mucho hablar de enfermedades y que hacía siempre preguntas muy difíciles de contestar, cuestiones de mucha miga. A continuación tenía su asiento Bernabé Hieza, el poeta del grupo. Durante mucho tiempo se creyó que Bernabé Hieza vivía de las rentas, como si fuera el personaje principal de una novela del siglo XIX, pero nada estaba más alejado de la realidad. Bernabé Hieza era maestro de primaria en el Colegio Altamira, y por aquel entonces acababa de salir su poemario, que había estado cinco años en rama. Sus contertulios le habían prometido dedicar un día a la presentación del mismo; pero cuando llegaba la hora de la verdad, empezaban a hablar de cualquier asunto y ninguno recordaba el compromiso. Bernabé Hieza se peinaba como Ortega y Gasset: con la raya en la sien derecha, llevando los cuatro pelos que tenía en ese lado hasta la parte izquierda para cubrir como podía su reluciente bola de billar. Él aseguraba ser íntimo del incansable luchador por la europeización cultural de España, y nadie sabía si era verdad o mentira. A su derecha solía colocarse el ingeniero jubilado de caminos, canales y puertos don Marcelino Valtueña, que sentía verdadera fascinación por el desarrollo de las comunicaciones terrestres. Su tema favorito eran las autopistas, concretamente las autopistas extranjeras. Gerardo Buche, a su lado, tenía un próspero negocio de zapatería en el centro de Madrid y una gran memoria; se preciaba de ser un buen lector de enciclopedias, y era quien normalmente contestaba las enrevesadas preguntas de don Andrés Bonato. Por último, estaba el futurista Amadeo Leguazal, Amadéus, que a sus cuarenta y tantos años era el más joven del grupo, el benjamín de esta tertulia, a la que acudía después de pasarse por otra, más literaria, que se celebraba en el café de Bellas Artes. Amadéus era un tipo muy atildado; se peinaba hacia atrás con el pelo al agua, llevaba un anillo en el meñique, fumaba cigarrillos en boquilla de nácar y echaba el humo con mucha ceremonia.

La otra tertulia giraba en torno a don Carlos Hernando, el dueño de la prestigiosa editorial, fundada por su padre, que llevaba el apellido de la familia. A su derecha se sentaba don Eleazar Pulido, el poeta oficial del grupo, que a sus cincuenta y cinco años no acababa de ser reconocido por la crítica, pese a haber escrito ya veintitantos poemarios, uno detrás de otro y todos ellos publicados por Hernando. Eleazar Pulido presumía de hablar alemán y de mantener correspondencia con intelectuales germanos y austríacos. El bromista don Críspulo Pinar, empleado de la Compañía de Ferrocarriles de Madrid a Zaragoza y Alicante, era otro tertuliante. Hablaba poco; a él lo que más le gustaba era gastarle bromas cuarteleras a Luisito, un aprendiz de camarero que acababa de entrar a trabajar en el Jute. Todas las tardes acudía a la tertulia de don Carlos Hernando el ínclito señor Iglesias, que tenía a gala haber ganado la plaza de conserje de la Residencia de Estudiantes en concurso público de méritos. Se le daba muy bien la redacción de anuncios de tablón, y esa habilidad había sido en su día muy tenida en cuenta por el tribunal que otorgó la plaza. Su última obra, el anuncio que informaba de la visita de Juan Ramón Jiménez y del recital de Federico, acababa de ser quemada por los salvajes Republicanos. Don Obrero era otro miembro fiel de esta tertulia. Se dedicaba a cortar el pelo y a afeitar a domicilio a la gente fina. Como iba de casa en casa, siempre estaba al tanto de los secretos y de los chismes de la gente bien y adinerada. Por último estaba Tunidor, Ventura Tunidor, el único de los miembros de la tertulia de don Carlos Hernando que se dedicaba a escribir novelas. Su sueño era que Hernando le publicara Don Juan y la luna, una novela histórica sobre la corte de Juan II de Castilla que desde hacía diez años escribía por las tardes, después de trabajar por las mañanas como jefe de Archivos en el Museo de Antropología, Etnografía y Prehistoria de Madrid.

Aquel día los contertulios de don Maximiliano Quintana tampoco parecían dispuestos a dejar que Bernabé Hieza hablara de su libro, enfrascados como estaban en determinar los campos en los que la mujer podía destacar. Bernabé Hieza dijo que él, sin ir más lejos, tenía en su libro, que acababa de salir después de estar cerca de cinco años en rama, un poema que trataba de esa problemática, concretamente Mater, Emma, Extra. Iba a repartir ejemplares, pero en ese momento llegó don Andrés Bonato, que pidió disculpas por su tardanza y explicó que venía del hospital, de ver al suegro de la hermana de la mujer de un amigo de su cuñado, que tenía hematomatosis en fase terminal y que le había contado una historia que le había dejado impresionado. Resultaba que este hombre tenía un amigo con metataxis, al que los médicos habían desahuciado. Estaba una noche el amigo tomando el fresco cuando vio una luz muy rara en el cielo, muy destellante. Él se quedó quieto, sintiendo una paz muy grande. Total: que la luz se fue como había venido. De esto hacía cinco años, y el hombre, por lo visto, seguía ahí, mejor que nunca; los médicos no se lo explicaban. Le habían mirado y, por lo visto, se había recuperado de la metataxis y además le habían desaparecido unos cálculos que tenía en la vesícula. Él, que estaba convencido de que en esa luz voladora había seres inteligentes, se había hecho completamente vegetariano y se había afiliado al Movimiento Pro Gorrión Madrileño. Bernabé Hieza dijo que el tema de la vida inteligente en otros mundos era apasionante y que él, sin ir más lejos, tenía un poema sobre la problemática, concretamente «No volveré a llamarte Fiero Marte»… Iba a repartir ejemplares de su libro cuando tomó la palabra Amadeo Leguazal. Antes de hablar, sin embargo, dio una larga chupada al cigarrillo y soltó el humo con mucha ceremonia, atufando a todos los presentes, que empezaron a toser. Algunos de ellos le pidieron que echara el humo para otro lado, pero Amadéus los miró con desprecio y altanería.

—Son ustedes de una intransigencia feroz —se quejó.

—¡Qué intransigencia ni qué ocho cuartos! ¿Es que no ve que nos atufa? No se me apetece respirar humo —dijo Buche.

—¿Y el humo de los autos? ¿No les atufa el humo de la incipiente industria automovilística? ¿Y el de los infiernillos? ¿Y qué me dicen de los hornos de cocer pan y de las fogatas que hacen los niños en ciertos descampados de la periferia madrileña? Eso no les molesta, claro. Son ustedes la lacra de Occidente, representan la explotación del hombre por el hombre; son ustedes la escoria, el excremento, el detritus reaccionario que atasca el progreso de nuestra sociedad. Mientras que estas actitudes inquisitoriales no cambien, España seguirá anclada en la Edad Media —aseguró Amadéus a los presentes, que bajaron la cabeza amedrentados y culpables, vencidos por la contundencia del argumento. Y añadió:

—Me parece mentira que humanistas y creadores como ustedes estén más pendientes de los humitos y de la salud que de su propia obra, aunque para culminarla, como dijo Kirdpatrick, haya que autodestruirse y autodestruir a los demás. Son ustedes de una burguesía atroz.

Hieza aprovechó para leer un poema en desagravio de Leguazal. Era el soneto CXXXVIII, que trataba de esta problemática, «Si tarda la abutarda, fuma el puma…». Pero no pudo repartir ejemplares de su libro porque todos los miembros de su tertulia se volvieron hacia la entrada del Jute para mirar con gesto burlón al señor Iglesias y a don Obrero, el peluquero, miembros de la tertulia rival, que en ese momento hacían su aparición.

—Miren a esos dos —dijo don Marcelino—. Se creen la flor innata de la intelectualidad.

Nadie, sin embargo, advirtió el error del amante de las autopistas.

—El señor Iglesias es la flor —dijo don Andrés Bonato.

—Y don Obrero, la nata —añadió Amadéus. Y todos rompieron en una carcajada que no pasó inadvertida a nuestros nuevos personajes.

—Ya están soltando veneno esos quiero y no puedo —sentenció el señor Iglesias, incorporándose a su tertulia. El señor Iglesias venía ya caliente porque unos gamberros habían prendido fuego al anuncio que había escrito para convocar la cena-homenaje al exquisito poeta y refinado prosista Juan Ramón Jiménez. Que nadie se creyera que un anuncio se hacía así como así. De eso, nada. El señor Iglesias consultaba libros y enciclopedias antes de cada trabajo. ¿De dónde se creían que había salido eso de «el que junto a una ingente labor científica cultiva los estudios históricos»? ¿De la nada? Pues no señor: después de leer todo lo que había escrito don Gregorio Marañón, amén de noticias de periódico y reportajes sobre él, había acuñado esa frase que él creía que resumía a la perfección la personalidad del sabio. La escritura de carteles era además una faena sin fin. Acababa un trabajo y tenía que empezar otro. Sin ir más lejos, para dentro de un mes debía estar listo un anuncio para una conferencia de Ortega y otro para una lección sobre el carácter de la madre española que iba a impartir don Miguel de Unamuno. El de Ortega lo tenía casi listo, pero el de Unamuno lo estaba componiendo. Después de la tertulia, iba todas las tardes a la Biblioteca Nacional a leer todo lo que encontrara en el fichero de materias bajo el título «España. Madres» y, por supuesto, todo lo que hubiera escrito don Miguel. Para Eleazar Pulido eso era menudo trabajito, pero sin embargo merecía la pena porque el asunto era de lo más interesante. Don Críspulo Pinar, por su parte, le había susurrado a Luisito que le trajera un café cortado y un vaso de agua. El empleado de la Compañía de Ferrocarriles de Madrid a Zaragoza y Alicante preguntó si era verdad que las cosas en la Residencia estaban que ardían. Pasaba lo de siempre, repuso el señor Iglesias: que la Dirección había invitado al exquisito poeta y refinado prosista Juan Ramón Jiménez, y que los chicos no querían que viviera allí porque estaba ya muy mayor y le molestaba todo; para la Residencia, sin embargo, la visita era muy buena propaganda. Don Obrero intervino para decir que don Alberto Jiménez, el director, le había confesado que la Casa estaba dispuesta a cambiar todas sus normas con tal de que Don Juan Ramón estuviera a gusto, que era cuestión de vida o muerte. Al señor Iglesias le parecía que la mayoría de los residentes quería que el exquisito poeta se quedase, pero que había cuatro o cinco gamberros que armaban mucho jaleo. Entonces Eleazar Pulido leyó un poema que anticipaba en cierto modo los conflictos de la Residencia: «Caos». Mientras lo leía, llegó Luisito con el café y el agua de don Críspulo.

—Pero ¡por Dios, qué barbaridad me has traído aquí, niño! —exclamó el factor a grandes voces. Luisito se sonrojó:

—Un cortado y un vaso de agua, ¿no era eso lo que me había pedido? —respondió con un hilo de voz.

—¿Me quieres decir cómo te voy a pedir yo un cortado y un vaso de agua? ¿Tengo yo cara de altúrico?

—No, no señor.

—¡Pues entonces! Anda, trae que me lo tome ya que lo has traído. Capaz eres de cobrármelo y todo. Venga, trae.

Cuando Luisito se fue, don Críspulo celebró su broma ante la sonrisa helada de los tertulianos.

—Le digo a usted que una mujer a partir del primer hijo pierde interés por la cama —pontificaba Amadéus en la tertulia rival.

—Y yo le digo a usted que no; que una mujer a los cincuenta puede vivir perfectamente una segunda juventud —arguyó don Andrés Bonato.

—Si de lo que se trata aquí es de irse al catre con una juventud, Bonato, yo prefiero irme con una primera juventud de quince años antes que con una segunda de cincuenta —sostuvo Amadeo Leguazal. Esta intervención gustó mucho.

—Usted es joven, Amadéus, y no estará de acuerdo conmigo si le digo que a mi juicio asistimos a una glorificación exagerada de la juventud —indicó don Andrés.

—Efectivamente, no estoy de acuerdo.

—Todos queremos ser jóvenes —terció don Marcelino Valtueña, el amante de las autopistas.

—No todos y no siempre. Yo les puedo decir que los pandemonios, por ejemplo, encerraban a los jóvenes en una cárcel hasta que cumplían veinte años porque consideraban que hasta esa edad adolecían de una enfermedad; de ahí viene la palabra adolescente, de adolecer —manifestó don Andrés Bonato.

—¿Quiénes ha dicho usted que hacían eso? —quiso saber don Gerardo Buche, el zapatero lector de enciclopedias, que no recordaba haber leído esa información sub ninguna verba, según dijo.

—Eso lo hacían los pandemonios, una tribu de Egipto. ¿Saben ustedes quiénes componían el gobierno de esta tribu? Ancianos y mujeres maduras.

—Vamos, que usted preferiría irse al catre con una vieja que con una de quince ¿no? —le azuzó Amadéus.

—Yo no he dicho eso. He dicho que asistimos a una glorificación exagerada de la juventud y que las mujeres a los cincuenta años pueden sentir los mismos deseos que a los quince; pero que las condiciones sociales y la represión social que padecen les impiden declarar abiertamente estos deseos.

—No me consta —hizo saber secamente don Maximiliano Quintana, el fundador.

—Yo trato el enigma del deseo femenino en mi silva «Te he dicho cien mil veces que me toques» —intervino oportunamente Bernabé Hieza.

—¡Hay que ver qué pesado es usted con sus poemitas! —le espetó Amadéus con una agresividad inexplicable entre miembros de la misma tertulia. Debía de ser que los nervios estaban a flor de piel a causa de la crisis que atravesaba no solamente la tertulia de don Maximiliano Quintana, sino también la de don Carlos Hernando. Esta última había gozado en el pasado de mayor prestigio, y en ocasiones había acudido a ella alguna cara conocida a petición de don Carlos; pero hacía tiempo que los ilustres visitantes habían dejado de aceptar las invitaciones de una y otra.

—Toda tertulia necesita un monstruo —sentenció el señor Iglesias en el extremo opuesto del café—. Hay que conseguir que venga algún personaje conocido del campo de los números o de las letras para que extienda la fama de nuestra tertulia por todos los confines de la ciudad y por toda la geografía española. Aquí todos somos íntimos de algún monstruo, pero últimamente no conseguimos que aparezca ninguno.

—¿Por qué no se lo decimos a don Juan Ramón Jiménez? —propuso don Obrero.

—Don Juan Ramón no es un nuevo valor y hay que pagarle, ¿eh? Él ya no hace estas cosas gratis —advirtió don Carlos Hernando.

—¿Y cuánto pide? —quiso saber Eleazar Pulido, el poeta.

—No creo que venga por menos de cuarenta duros la hora.

—¡Pero eso es un atropello, máxime siendo él un poeta puro como es! —exclamó escandalizado Eleazar.

—Puros o contaminados, los poetas, amigo Eleazar, necesitan garbanzos como todo hijo de vecino. Y si no, que se lo pregunten a usted, que me está echando una barriguita de arte mayor —comentó Ventura Tunidor, el jefe de Archivos del Museo de Antropología, Etnografía y Prehistoria de Madrid.

—No me pinche, Tunidor, que no tengo ganas de discutir. Además estamos hablando de otro asunto. Señores: yo puedo escribir a Einstein, en alemán, claro está, y pedirle que venga —propuso Eleazar Pulido.

—¿Y quién es ése, si puede saberse? —preguntó el señor Iglesias, a quien le molestaba mucho no conocer nombres propios.

—Un científico alemán —respondió el poeta.

—¿Insigne? —quiso saber el bedel de la Residencia.

—¡Por favor! ¡Insignísimo! —repuso indignado Eleazar Pulido.

—Entonces cobrará mucho dinero por venir —aventuró don Obrero, el peluquero.

—Todo es intentarlo —sentenció Eleazar.

—¿Y qué microbio ha descubierto? —preguntó don Obrero. Eleazar Pulido se aclaró la voz:

—Microbio, lo que se dice microbio, no ha descubierto ninguno. Einstein es el Copérnico del siglo XX.

El nombre propio «Copérnico» le sonaba muchísimo al señor Iglesias, que preguntó:

—¿Y querrá venir aquí el Copérnico del siglo XX?

—Habrá que intentarlo. El no ya lo tenemos —volvió a sentenciar el poeta.

—¿Y si no ha descubierto microbios, qué ha descubierto? —quiso saber, suspicaz, don Obrero, que no concebía la existencia de científicos sin microbios.

—Que el tiempo no es lineal —explicó de improviso Tunidor; pero aquello más que a explicación sonó a insulto. Don Obrero se volvió hacia él rápido como una nutria:

—¡Ah!, ¿no? Pues ya me dirá cómo es entonces —replicó contrariado el peluquero.

Del tiempo precisamente se hablaba en la tertulia rival:

—¡Vaya tiempecito! Dicen que hasta se ha desbordado el Manzanares —dijo don Marcelino Valtueña, el amigo de las autopistas, refiriéndose a la lluvia torrencial que caía sobre Madrid desde hacía una semana.

Gerardo Buche, el zapatero lector de enciclopedias, tenía información más precisa:

—Desde Aceca hasta cerca de Toledo, toda la vega del río está inundada.

—Parece mentira: hace sólo un mes que estábamos con traje de lino y canotier donde estamos ahora con ternos de lana e impermeables. ¿Se han parado a pensar que el asunto tiene mandanga? —dijo don Andrés Bonato, el de las preguntas con miga.

—El tiempo pasa como un pájaro —le intentó explicar por vía de comparación senequista el poeta Bernabé Hieza. Amadéus, que se sentía ingenioso aquella tarde, dijo:

—El tiempo pasará como un pájaro, y pájaros nos quedaremos nosotros como siga este tiempo.

Bernabé Hieza se volvió hacia él con el rostro iluminado y le propuso un trato:

—Le compro esa frase.

Pero Amadéus, estupefacto, no entendió a la primera lo que Bernabé quería decir.

—Sí, hombre: usted me pone un precio en pesetas; yo se las doy y me quedo con la frase. Usted no puede volverla a utilizar, y yo hago con ella lo que me dé la real gana.

—Sé perfectamente lo que es comprar, Bernabé; pero me sorprende una petición tan peregrina.

—No tiene nada de peregrina. Verá usted: llevo una semana trabajando en un poema de verso libre sobre este tiempecito que nos ha tocado vivir, y me ha dado usted la clave conceptista para cerrarlo.

—Pues no se hable más. Todo sea por amor al arte. ¿Cuánto me da por la frase, ha dicho?

En la tertulia de don Carlos Hernando se seguía dando vueltas a lo de llevar a un personaje de renombre.

—¿Y usted, don Obrero, que afeita a todo el mundo, no puede traer a nadie? —quiso saber Tunidor.

—Puedo decírselo a don José Ortega.

—Don José está muy ocupado —atajó don Carlos—. ¿Por qué no invitamos a un nuevo valor de la Residencia? Podríamos traer a uno de esos poetas jóvenes ultraístas. Eso podría incluso merecer una columnita en El Sol o un anuncio del acto, que atraería a mucha gente.

—¿Usted cree? —se extrañó Eleazar Pulido.

—Seguro. Imagínense cómo iban a rabiar don Maximiliano y compañía.

—Eso sí. Iban a rabiar de lo lindo —aseguró el señor Iglesias con malicia.

—¿Y a quién conoce usted que quisiera venir? —preguntó Obrero.

—Conocí el otro día a un nuevo valor chileno, un poeta muy prometedor, Vicente Güidobro o algo así, que estaría encantado de poder venir, ¿qué les parece?

—Si dice usted que así salimos en El Sol… —concedió el peluquero no muy convencido.

—Eso por descontado.

—¡Poetas, poetas, siempre poetas, coño! —protestó, y con razón, Ventura Tunidor—. ¿No podríamos traer a un novelista?

—¡Por supuesto que sí! —exclamó don Carlos—. Conozco a un nuevo valor que se llama Benjamín Jarnés, discípulo de don José Ortega, que podría venir con Vicente. A don José Ortega le encantaría este detalle por nuestra parte; y eso serviría para que, en un futuro, considerara la posibilidad de regresar a nuestra tertulia pese a sus innumerables ocupaciones.

—¿Usted cree que eso le gustaría a don José? —quiso asegurarse el factor don Críspulo Pinar.

—Eso por descontado.

—Pues entonces por mí no hay inconveniente —aceptó don Críspulo.

Los demás se encogieron de hombros.

En la tertulia de Maximiliano Quintana, del tiempo se había pasado a la velocidad, y don Andrés Bonato, con la penetración que le caracterizaba, había formulado una pregunta que tenía su miga:

—¿Qué es más rápido, un auto o una motocicleta?

Para Gerardo Buche estaba claro que un auto era el doble de rápido que una moto. Un auto podía ser más seguro, don Andrés Bonato no decía que no, pero tenía sus dudas de que fuera más rápido. Una moto tenía menos peso específico, menos chasis, y en consecuencia tenía que ser más veloz. El resto de los contertulios no sabía qué pensar. A primera vista, se diría que don Andrés Bonato tenía razón y que una moto, al ser más ligera, tenía por fuerza que ser más rápida. Sin embargo, todos ellos habían visto la enorme velocidad que podían alcanzar los Fórmula. Don Marcelino Valtueña, el ingeniero jubilado de caminos, canales y puertos, dijo que, para él, en una carretera comarcal española una motocicleta era más veloz, pero que en una autopista extranjera un auto le tomaría la delantera sin ninguna duda. Y añadió para información de los presentes:

—Están haciendo una autopista en Inglaterra que tiene lo menos dos carriles o tres para cada dirección. Doscientos kilómetros de autopista, nada menos. Ahí es nada. A ver cuándo tenemos nosotros doscientos kilómetros de autopista con dos carriles en cada dirección y señalización solar.

—¿Señalización solar? —preguntó Bernabé Hieza, sorprendido de los adelantos técnicos.

—Solar, sí. De suelo. Creo que señalan el suelo con líneas florecientes.

—¿Líneas florecientes? —volvió a preguntar Hieza.

—¡Brillantes, hijo, brillantes en la noche! —contestó molesto don Marcelino.

—No se ponga así, don Marcelino; lo pregunto porque en el libro que, como saben, acabo de publicar tengo un poema de sabor futurista que se titula precisamente así, «La línea floreciente».

La librería Hernando era una tienducha estrecha y oscura que estaba en la calle Arenal. Al abrir la puerta, ésta golpeaba una campanilla que avisaba al dependiente. Al principio don Carlos no le conoció; pero en cuanto Patricio le dijo de quién era y a qué venía, el librero le tomó del brazo y le hizo pasar a la trastienda, donde tenía una pequeña y confortable estancia, un cuarto atestado de libros, con una mesa camilla en el centro. En un rincón una estufa caldeaba el habitáculo y mantenía caliente un cazo con café. Don Carlos le invitó a sentarse y le ofreció una taza.

—¡Conque el sobrino de don José María sigue los pasos de su tío! Muy bien hecho, muy bien hecho. A ver, veamos esa novela —propuso don Carlos alcanzando el paquete que Patricio había depositado sobre la mesa. El viejo librero abrió con cuidado el envoltorio y, en una sucesión de gestos muy pulcros, depositó el manuscrito en la mesa, se puso unos anteojos, tomó la novela otra vez entre sus manos y leyó por fin el título.

—Vaya, veo que sigue usted la moda de los jóvenes valores de usar palabras en inglés. Muy bien, me parece muy bien. Hay que innovar. ¿Qué significa Beatles?

—La novela es la historia de un grupo de amigos. Un día deciden que deben ponerse un nombre y eligen ése; pero si no le gusta, lo cambio. En realidad ese detalle no tiene importancia.

—Sí tiene importancia, no diga que no: es el título de su novela, ¿cómo no va a tener importancia? Mi padre me contaba que cuando su tío escribió Sotileza nadie quería publicarla con ese título. Y, mire, luego fue un éxito universal. Pero en fin, sigamos —propuso don Carlos, que empezó a pasar páginas como si no encontrara algo.

—¿Busca algo, don Carlos?

—Sí, el prólogo, que se le habrá traspapelado.

—¿El prólogo? ¿Qué prólogo?

Don Carlos dejó de pasar hojas, se le quedó mirando por encima de los anteojos y con suma delicadeza depositó el manuscrito sobre la mesa; se acomodó en su silla, bebió un sorbo de café y le explicó:

—Claro, usted no tiene por qué saber esto; pero es costumbre que, cuando un nuevo valor aparece en la escena literaria, sea presentado por alguna figura consagrada. Los jóvenes de ahora piensan que ésa es una costumbre decimonónica, pero yo no participo de esta opinión. Se trata de un uso muy literario que debemos conservar los escritores y los editores. Es algo voluntario, eso por descontado; pero, atiéndame, está feo no hacerlo. Si yo le publico esta novela sin prólogo y no tengo ningún inconveniente en hacerlo porque a su tío le debo esto y más le garantizo que la Guardia Civil no va a venir a detenernos; pero nos estamos, usted y yo, granjeando tontamente la enemistad de quienes, al fin y al cabo, son nuestros colegas.

—Yo voy bastante a la tertulia del Bellas Artes, y por allí para de vez en cuando don Alberto Insúa. Podría pedírselo a él, que me aprecia mucho.

Don Carlos Hernando torció el gesto:

—¿La tertulia del Bellas Artes? ¿Alberto Insúa? Mala cosa. No, mire, consiga usted un prólogo, no sé, de Juan Ramón Jiménez, que le tiene usted en la Residencia; de Ramón Gómez de la Serna o de Ortega y Gasset, que sube mucho por allí. Ellos lo harán encantados. Cuando le hayan escrito el prólogo, me trae la obra otra vez, y le garantizo la publicación, eso por descontado; aunque sólo sea en atención a su tío, porque bla, bla, bla.

Con la mirada puesta en el más allá, Patricio escuchó a don Carlos evocar al gran Pereda, y por primera vez en su vida, fugazmente, puso en duda las apariciones y predicciones del tío José María. Don Carlos siguió hablando:

—Cuando se murió, lo sentí mucho. Escuché todo el entierro por la radio y, fíjese, me acuerdo de oírle a usted recitar una poesía muy hermosa.

—No fue una poesía, fue un discurso. «El discurso de la hormiga», se llamaba —corrigió un Patricio sombrío y desolado que empaquetaba su manuscrito y se ponía en pie.

Don Carlos le acompañó hasta la puerta.

—En fin, Patricio, levante esa cabeza y no se me desanime, que no es para tanto. Si decide pedirle un prólogo a Juan Ramón Jiménez, dígale de mi parte que no se demore mucho. Si todo va bien, que irá, nos veremos pronto, tal vez la próxima semana.

Adiós muy buenas.

Patricio se marchó a la Residencia anonadado, preguntándose si las apariciones del tío José María no habrían sido sino simples alucinaciones. De una cosa sí estaba seguro: fueran fenómenos normales o paranormales, el tío José María jamás había mencionado nada de prólogos ni cosa semejante. Desanimado y sombrío, caminó sin rumbo fijo por calles y callejuelas, sintiéndose protagonista de una historia cuyo personaje principal era un genio incomprendido que después de muchos avatares triunfaba en el mundo entero y cambiaba el rumbo de la literatura universal. Aquella tarde, sin embargo, Patricio Cordero no iba a cambiar el curso de la historia, a juzgar por la taberna de mala muerte en la que le dio por entrar. Al menos, se dijo, estaba en la calle Cervantes, justo enfrente de la casa en la que vivió el insigne manco, y eso igual hasta era una señal. Se sentó en una mesa esquinada y pidió una botella de tintorro para empezar. Pero no hicieron sus labios nada más que humedecerse con aquel caldo infecto, cuando la taberna entera se iluminó con un rayo, y la imponente figura del tío José María apareció frente a él.

—Pronto te derrumbas, jovencito —le reprochó con una severidad que Patricio no conocía—. Para llegar a lo sublime debemos atravesar las amargas tierras del trabajo, no hay otro camino. La genialidad es una consecuencia del esfuerzo, no existe como estado de gracia independiente en el que se encuentran ciertos seres privilegiados. El estado de gracia no tiene vías de acceso desde el exterior, sólo podemos acceder a él por el largo túnel del trabajo. Lo demás son espejismos de adolescencia. Nuestra vida es corta y no debemos malgastarla, óyelo bien, oh tú, que los trabajos abominas, vil chicharra, piensa en los frutos de tu canto y dime, odioso hemíptero, qué gloria esperas alcanzar, qué altas cumbres, qué inmemorial destino. Mírame, oh tú, regalado homóptero, y figúrate que cada grano que transporto es un vergel donde la fama germinará indómita y bestial como la verdura que nace orillica el Éufrates y el fiero Tigris.

—¡Tú nunca me dijiste que fuera a necesitar un prólogo! —le recriminó Patricio temiéndose que su tío, ¡plas!, desapareciera tras el discurso.

—¿Es eso lo que me echas en cara? ¿De esa insignificante justificación te vales para hacer el crápula? ¡Ah, no! Conmigo no te vale eso, jovencito. Jamás te mencioné nada del prólogo porque en mis tiempos no se llevaba. Ahora parece que está de moda. Muy bien. Pues, venga, consigue un prólogo y publica la dichosa novela. Más fácil, imposible: pídeselo a Juan Ramón Jiménez, como te ha dicho Hernando. Él me conoció y me estimaba. Dile que vas de mi parte. Y ahora levántate y sal de aquí antes de que me enfade de verdad.

Y entonces sí, dicho eso, ¡plas!, el tío José María desapareció.

«Cuando yo llegué a la Residencia, acababan prácticamente de construirla. Éramos la primera generación de residentes. Entonces todo era muy aburrido y todos los internos muy estudiosos; cada uno iba a lo suyo y no se metía con nadie. Excepto Luis Buñuel, su amigo Patricio y yo. Nos dedicábamos a gastar bromas a todo el mundo, pero bromas muy inocentes: poníamos cajones del revés para que se cayera todo al abrirlos, hacíamos la petaca en la cama o soltábamos un murciélago en la habitación de Jiménez Fraud. Teníamos la caradura de llamarnos Sindicato de las Artes o algo así. Luego se metió Federico, que fue quien puso el nombre, ése de Hermanos de la Orden de Toledo porque íbamos mucho a Toledo a emborracharnos. Entonces Federico se hizo muy amigo de uno al que llamábamos el Cantos porque tenía los puños muy duros. Federico le metió en la Orden y las cosas cambiaron radicalmente. El Cantos empezó a hacer bromas salvajes. Cogía a los novatos, les ponía una venda en los ojos y les daba vueltas hasta que se mareaban; les sentaba en el alféizar de una ventana del primer piso, les decía que estaban en el tercero y les empujaba. Un día casi se muere uno. A otros les subía en la azotea y les ataba los testículos a una cuerda que en el otro cabo tenía un pedrusco. Les decía que la cuerda no llegaba hasta el suelo y que se iban a quedar sin partes. Y entonces tiraban el pedrusco por la ventana. El Cantos era un verdadero salvaje.

»Luego, por el Cantos, entraron el Olivitas, los hermanos López Paradero, Pedro Fereno, Guillermo Cortarena y Benito Sumidero, unos muchachos de piel muy morena a quienes llamaban los Saharauis. La cosa se desvirtuó mucho. Empezaron a llamarse El Sindicato, así, a secas; llevaban pistolas, y pedían dinero a cambio de inmunidad. Todos los antiguos nos salimos. Se salió mucha gente.»

Sebastián Casero, El último vistazo. Memorias, Madrid, Las Monedas de Judas, 1989, pág. 80.

Martiniano Martínez, sobrino no del gran Pereda, sino de ese otro gran maestro del habla española, de ese artífice genial de un estilo que refleja la diversidad y profundidad del alma española, de ese escritor sensible a los más imperceptibles matices de la observación que es Azorín, reposa su espalda poderosa, brillante, cubierta de una película grasa en el tabique blanco, desinfectado, aséptico. Hace tanta fuerza que a punto está de sentir el fatal estallido de los tímpanos. Nada. Silencio. Ella no quiere salir, deslizarse, surgir. Está congestionado y siente en las sienes el vigoroso latir de la sangre. Recupera el resuello y lo intenta de nuevo. Toma aire y aprieta con fuerza. Tiene las manos con las palmas hacia abajo. En los muslos. Esta vez está seguro de que sus globos oculares saldrán despedidos, disparados, como sale alegre el pus en el momento de reventar un grano, una espinilla, un quiste. Qué come en la Residencia. En Monóvar, piensa, no tiene estos problemas. Alimentos británicos, exactos, protestantes. Se caga en su tío. En su madre joven, viuda, alegre. Otro intento. Nada. Silencio. Brilla. Transpira. Suda. Qué hace allí, si él no quiere estudiar. Ni ser culto. Ni leer. Ni escribir. Ni pensar. Sólo quiere irse a su pueblo y ayudar a su madre en la zapatería. Se conocía. Se iba a poner nervioso. Y mataría poetas, cultos, demás. Hace un último intento. Se concentra. Toma aire. Sabe que va a sentir cómo se abren las junturas del cráneo. Pero seguirá haciendo fuerza. Uno. Dos. Y tres. Hace un esfuerzo sobrenatural. Se le abren las junturas del cráneo. Se le revientan todos los órganos internos. La yugular estallará, piensa. La vena empezará a escupir sangre como una tubería agujereada. Siente la dilatación del esfínter y sale la hez. Tiene espinas, cabezas de alfiler, raspas de pescado que le desgarran el recto, derecho, lineal. Cree sentir placer. Pero sabe que ésa es la sensación previa a la pérdida del conocimiento. Sigue haciendo fuerza. Tiene los ojos llenos de lágrimas. Por un momento piensa que no defeca hez, sino una castaña silvestre, un animal que ha vivido en su vientre todo el tiempo, un erizo, un cocodrilo con la boca abierta, un caballito de mar disecado, una nécora, una rata viva de las que pueblan el subsuelo de la ciudad, una tenia o solitaria. Se asusta. Su esfínter se contrae en un movimiento reflejo y secciona la hez. El excremento se desploma con un sonido lácteo. El agua del retrete le salpica las nalgas desnudas, regordetas, blancas. Está a punto de ponerse en pie sin limpiarse. De salir. Y matar al director. Modernos retretes de asiento. Oh tiempos y costumbres; qué se ha hecho de los retretes de pie. Quisiera levantarse, pero no puede. Han entrado de improviso los hermanos López Paradero. Cada uno de ellos le pone una mano en cada hombro.

—¿Martiniano Martínez? —pregunta el cejijunto, alopécico y grandullón Gervasio. Martiniano no contesta, calla. Otorga.

—Perdona que hayamos entrado sin llamar, pero como estabas cagando no hemos querido que te levantaras a abrir —explica Gervasio, pedagógico, claro. Son miembros del Sindicato. Sindicalistas. Le pregunta si quiere afiliarse, apuntarse, escribir su nombre. Martiniano pregunta el precio. Un duro al mes, contestan, dicen. Las ventajas, pregunta, inquiere.

—¿Las ventajas? Pues las ventajas son que perteneces al Sindicato.

Y luego, como si se acordara en ese momento, Gervasio, pedagógico, claro, añade:

—El Sindicato te defiende de las novatadas.

—Si lo único que ofrece el Sindicato es defenderme de las novatadas por un duro al mes, no me interesa, gracias —dice Martiniano. Los hermanos López Paradero se miran. Los novatos suelen pagar sin rechistar, sin hablar, sin reivindicar la propiedad de sus bocas. Los hermanos López Paradero no están acostumbrados a las preguntas.

—Las novatadas que hacen aquí son diferentes —le advierten pedagógicos, claros.

—Estoy muy estreñido y tengo un cabreo de la hostia. Por favor, dejadme en paz. Os he dicho que no me interesa afiliarme al Sindicato, ahora abandonad mi water-closet de una puta vez.

Los hermanos López Paradero se miran de nuevo. Se encogen de hombros. Se marchan, salen.

—Te arrepentirás —dice Gervasio antes de salir, pedagógico, claro. Es una amenaza. Cierran la puerta. Martiniano se levanta. Como el rayo. Martiniano se limpia. Como el gato. Martiniano lo prepara todo. Como el zorro. Ellos volverán pronto. Como los hijos. Como los hijos de puta.

Juan Ramón Jiménez no tenía abierta permanentemente su puerta a los residentes. Sólo recibía los sábados, después de la siesta. Patricio había sido citado a las cinco, y a las cinco en punto llamaba a la puerta. El poeta le invitó a pasar. El cuarto de Jiménez era de una sobriedad espartana; en seguida se veía que todo estaba dispuesto con orden y mantenido con limpieza. No había espejos ni peceras, como se decía. Era más bien como el cuarto de un niño muerto, aunque se percibía también el olor agrio y la rancia pulcritud amanerada y revenida que tienen las viviendas de los curas. La cama, como si nunca hubiese sido utilizada, tenía la colcha impecablemente colocada sobre ella. En la mesa de noche había un verdó, cuyo vaso estaba tapado con una hijuela, y un libro abierto. La mesa de trabajo, flanqueada por biombos, estaba frente a una pared y junto a la ventana, de modo que la luz le entrara por la izquierda. Sobre ella, unas cuartillas, una pluma y el manuscrito de Los Beatles, que el poeta tomaba ahora entre sus manos, mientras invitaba a Patricio a que se sentara. No hubo preámbulos.

—He leío ssu novela. Ettá plena d’assierto prometedoreh; pero huhgada com’un tó, he de dessil-le que é una obra demassiao inmadura, lo cua no é un defetto, ssino que é normá. Tenga utté en cuenta que para eccribí una novela é nessessario musha edá y ehperienssia y bla, bla, bla, ¿eh? —dijo Jiménez.

Pátric tuvo la sensación de que el cuarto, y con él ellos dos, se ponía del revés, como si la habitación estuviera dentro de una clepsidra que alguien hubiese invertido en el momento menos oportuno, coño. La alucinación duró un instante, de donde dedujo con resignación que aquella tarde ni siquiera se le iba a conceder el privilegio de la lipotimia.

Jiménez continuaba hablando sobre la incapacidad del jénero novela para expresar la experiencia sublime. La novela le llevaba indefectiblemente a uno hacia las ajuas podridas del naturalismo, de la zafiedad, de la jrosería. Tenía la novela de Patricio unas pájinas repujnantes (pronunciado: repunnantes), absolutamente pornojráficas, que no veía él, la verdad, lo que podían aportar.

—Penmítame que ssea ssuavemente ssínico —pidió el poeta—. La novela, hoy por hoy, ssarvo que vuerva ssu cabessa hassia lo inefable y sse haja lírica hatta en ssu lujareh má recónditoh, está llamá a desaparessé, sse lo dijo sho, que ssoy conssehero de loh editoreh y de la revittah máh importanteh. Hoy por hoy, una novela realitta a lo don Benito Jarbanssero é impenssable. ¿Quién lee hoy por hoy ar pobre don Pío? Cuatro viehoh y toah la shashah. No, essa novela humana, de arrabá, que paresse eccrita por mamíferoh y pa mamíferoh, indessente, má atenta a lo misserable que a lo intanhible, a la vía má arrastrá qu’al arte verdaderamente ssublime, essa novela, hoy por hoy, no tiene salía comerssial, sse lo dijo sho.

—Entonces, ¿no le ha gustado nada, nada?

—Cossah ssuertah, Patrissio. Poh ssierto, en cuanto ar título, Los vile…

—Perdón —interrumpió Patricio—, los bítels, se pronuncia los bítels.

—Bueno, como utté ssabe, Ssenobia, mi epposa, é norteamericana, y sho he vivió larja temporada ashí, en América del Ette. Loh norteamericanoh no pronunssian la letra té, utté lo sabe.

—Estoy seguro de que usted tiene razón y de que en América del Este no se pronuncia la letra té. En el título de mi novela la té, desde luego, sí que se pronuncia. Mi novela se titula Los bítels.

A Jiménez le molestó notablemente esta actitud de Pátric.

—E utté un hovenssito mu orjuyoso, me paresse a mí. Claro que ya me lo había ahvertío don Hosé Moreno Visha.

Entonces comprendió. Si el Moreno había hablado con él, su novela y toda su persona física estaban quemadas con bastante antelación. Pensó coger el manuscrito y marcharse, pero logró contenerse. Prudencia.

—Tiene usted toda la razón, maestro, perdóneme. Es mi primera novela y me pierden las ganas de publicarla. Tenía tantas ilusiones puestas en ella… —dijo, y notó que a Jiménez se le ablandaba el gesto. Continuó:

—Estaría muy interesado en que usted me hiciera una crítica más detallada para saber exactamente los errores que he cometido.

Jiménez se revolvió en su silla algo incómodo por la repentina actitud de Patricio y su petición tan humilde.

—Una crítica detallá no va a sé possible pho rassoneh de tiempo —se excusó—. Ademáh no he tomao notah durante la lettura. En he neráh, sí puedo dessil-le que no tiene en primé lujá ninjuna hustificassión titulá la novela en injléh. Lo sejundo: la ponnojrafía. Me paresse indessente. Pero sha le he disho ante que la novela, tal y como sse entiende hoy por hoy, oblija al eccritó a adottá esa attitude jrosera y vurjare. Y, luejo, pa qué voy a dessil-le otra cossa, su novela, má que una novela paresse un ahverssario.

¿Un adversario? ¿Qué era eso de un adversario? Jiménez se quedó ahí, mirándole desde las negras cuencas de sus ojos, ligeramente inquieto; y Pátric tuvo en ese momento la certeza de que el maestro no se había leído su novela. Decidió comprobarlo.

—Maestro: no quiero cansarle más, pero dígame por último qué piensa del pasaje central de mi novela, sobre el que tuve muchas dudas; me refiero, ya sabe, al momento en el que Juan León mata a su padre, le corta en pedazos y hace un caldo con los huesos del fémur que todos los familiares elogian después del funeral, mientras el sacerdote que lo ha oficiado viola a su hija de seis años —preguntó. Jiménez volvió a removerse en su silla, descompuesto.

—¿Qué quiere que le dija? —preguntó—. No me párese adecuao. En esse passahe esttaba pensando al hablá de la jrossería y de la vurjaridá de su novela.

—Tiene usted razón, maestro. El pasaje es ciertamente grosero y fue un acierto por mi parte no incluirlo en la novela. No sé dónde lo ha podido leer usted —le espetó Patricio poniéndose en pie y cogiendo su novela. El poeta se puso también de pie y, hecho un basilisco, le dijo:

—¡Sha está bien de pamplinah! He intentao sé considerao con utté, pero no paresse apressial-lo. No he leído su novela, ni piensso hacel-lo, pocque su novela é un ladrisho, sseñó mío, una mierrda. Y ahora, hájame er favó de marcharsse.

Patricio se encaminó hacia la puerta que el poeta le abría. Sonriente, le dio las gracias al salir.

Santos, que esperaba fuera, le vio salir casi corriendo hacia su cuarto. Le siguió y entró con él. Allí, a solas, Santos le vio desinflarse y palidecer a punto de llorar.

—¿Cómo puede ser alguien tan hijo de puta? ¿Cómo puede alguien jugar de este modo con el trabajo de un chico joven como yo? ¿Cómo puede alguien tomarse a broma el esfuerzo de tantos años, las horas empleadas y los hielos padecidos? ¡Poeta tenía que ser! ¡Plaga de nuestro tiempo!

—¿Pero qué te ha dicho?

—¡Nada! No me ha dicho nada. No se la ha leído ni piensa hacerlo.

—¡Será cerdo!

—No me extraña que quieran echarle. ¡A gorrazos habría que sacarle de aquí!

—Lo más importante es no preocuparse. Lo pasado, pasado está. Ya verás como quien ríe el último, ríe mejor.

—¿Y qué hago yo ahora? ¿A quién acudo? ¿Cómo no me voy a derrumbar? ¿Cómo no me voy a meter treinta botellas de tintorro peleón entre pecho y espalda para olvidar este sinsabor? ¡Si éstas son las amargas tierras del trabajo que he de atravesar para publicar mi novela, te digo desde ahora que no pienso humillarme tanto!

—Nada de tintorro. Esta noche corre el whisky. Ahora mismo tu amigo Santos te va a pagar la mejor puta de Madrid como Dios.

—No, Santos, que no estoy de humor.

—¡Ay, qué coño! ¡Pátric, ponte en pie! ¡Te he dicho que te pago la mejor puta de Madrid y te la pago por tus muertos! —repitió Santos con firmeza; y como su amigo no reaccionaba, le cogió del brazo y a rastras le sacó de la Residencia.

—Compañero, lo que no puedes hacer es ponerte a llorar. Si ese cerdo te ha dicho que no, ya encontraremos a alguien que te diga que sí. Mientras tanto, nosotros de parranda.

Bajaron la calle Pinar y en la Castellana pararon un taxi, conducido por un extranjero, que les llevó sin perderse demasiado, pero dando un pequeño rodeo innecesario, a un chalecito de Sainz de Baranda que se llamaba Brotes de Olivo porque todas las niñas eran de Jaén. Les abrió la puerta una mujer de unos cincuenta años, elegante de aspecto y abundante de carne. Les dio la bienvenida con una voz de terciopelo que en otras circunstancias les hubiera dado mucha risa, y los condujo a un saloncito muy cuco.

—¿Qué quieren tomar los señoritos mientras esperan a las niñas?

Scotch, scotch, respondieron; y la mujer les sirvió dos vasos generosos. Voy a avisarlas, dijo, y les dejó solos. Patricio continuó su cantinela:

—¿A quién se la doy yo ahora para que me la prologue? —preguntó al aire después de dar el primer sorbo.

—Ya se verá, hombre, ya se verá. Lo más importante ahora es no perder la tranquilidad. Mira, Pátric, yo no entiendo mucho de estas cosas, ya lo sabes; pero me da toda la impresión de que en esto, como en todo, lo difícil es empezar. Tú lo que quieres es escribir una novela, ¡pumba!, publicarla y que sea un quijote como Dios; pero eso no es así en ninguna profesión. Poco a poco. Yo que tú, me ponía ya a estudiar la oposición otra vez y dejaba que las cosas siguieran su curso natural. Ya verás como un buen día conoces a alguien, sale el tema de la novela, tú le dices, oye, pues yo he escrito tal, y él te dice, ah, pues yo te la prologo. Y ahí la tienes.

—¿Tú crees?

—¡Como Dios, hombre, como Dios! Tú tienes talento, y eso al final se acaba notando.

—¿Sí? ¿Tú crees que tengo talento?

—¡Pues claro, hombre! Tú vas para Séneca.

—Yo no estoy tan seguro.

—¡Que sí, hombre, sí! Eso se ve. Se ve en la forma de ser; se ve en la cultura. Yo no creo que haya en la Residencia nadie, pero nadie, que haya leído ni la mitad de los libros que tú has leído.

—Los libros no dan talento, Santos.

—¡Hombre que no lo dan! ¡Eso lo dirás tú! Los libros dan pero que muchísimo talento. Y luego, además, eres ocurrente y tienes mucha gracia. Y tienes mucha paciencia, porque, vamos, ¡quedarse todo el verano escribiendo una novela tiene mandanga!

—Algunas veces me digo que debería de haberme dedicado a escribir poesía, que es lo que se lleva ahora. Mira a Federico: es el genio de la Residencia.

—Eso también es verdad. ¿Y nunca te ha dado por ahí?

—¿Por escribir poesía? No, nunca.

—Pues todo es ponerse, ¿eh?

Al cabo de un rato, la matrona regresó al saloncito:

—Las niñas ya están listas, señoritos. ¿Por qué no se ponen otro poquito de whisky mientras las miran? —preguntó, y se sentó junto a Santos; cogió la botella, se inclinó sobre él para servirle, y apoyó una mano sobre su muslo, muy cerca de la ingle. Durante el breve chorrito, Santos tuvo frente a sus ojos los enormes pechos de la mujerona y a punto estuvo de hacer lo que no había hecho con su tía: abrazarla y sumergirse entre sus tetas.

—¿Te gusta mi pecho, hijo? —preguntó divertida la matrona, advirtiendo sus intenciones.

—Mucho.

—Parece mentira que a mis años lo tenga tan firme, ¿verdad?

—Yo soy como Judas, que vendió a Cristo por una quijada de burro: si no toco lo que oigo, no lo creo —dijo Santos con picardía, pero equivocando personajes y mitos bíblicos. Y hubiera confundido a la madre que le parió a causa de la creciente brama que se apoderaba de él y que disminuía poco a poco sus facultades mentales. Miró a Pátric para ver si éste celebraba su ocurrencia; pero Pátric iba a lo suyo, ajeno incluso a cinco chicas bulliciosas que acababan de entrar en el salón.

—¡Aquí están mis niñas, alegres y calentitas como bollos de panadería! —voceó la matrona—. Aquella de allí es Inmaculada, que tiene exceso de vello, pero es simple, cristalina y sana como un arroyo. No me ha cogido un catarro en la vida. Esta que viene aquí a mi lado es la más seria, se llama Milagros, es dominanta y hombruna, hace unas disciplinas de primera y pone unas irrigaciones que son un primor. ¡Alegra esa cara, Milagritos, mira qué señoritos tan guapos que han venido! Miren esa de ahí: Adoración de los Magos se llama; jovencita y complaciente, muy tontita ella, muy pasiva, se deja hacer el griego fenomenalmente. La que se ha sentado a su derecha, señorito, es Natividad, que, como ve, es muy madura y está totalmente desengañada del mundo; es putita igual que podía haber sido monja; le importa todo tres pepinos, ¿verdad, tesoro? ¡Es anarquista la tía por los cuatro costados! Hacer, hace el servicio completo. Ascensión, al lado de su amigo, es internacional y ha vivido en París; hace francés y amor; también es la más cara. Están todas como locas queriéndose ir con uno de los dos, así que ustedes me dirán.

—Patricio, elige tú. Te he dicho que te pago la mejor puta de Madrid, y te la pago. Y si quieres dos, pues dos.

Patricio, que no tenía ganas de gaitas, decidió aprovechar la invitación y vengarse del mundo en carne de puta:

—¿Quién de vosotras se deja dar por el culo?

—Se dice griego, señorito. En mi casa se permite todo menos las malas palabras —le amonestó la matrona.

—Pues griego, ¿cuál de vosotras hace el griego?

—Servidora —dijo Adoración de los Magos poniéndose en pie; y con un ademán le indicó que la siguiera. Patricio caminó tras ella; subieron al piso de arriba y entraron en una alcoba. Adoración de los Magos cerró la puerta y se colgó de su cuello:

—¡Qué bien que me hayas elegido a mí, cariño! Siempre vienen viejos babosos y estoy hasta el moño de que me toquen con sus manos blandas. Tú, sin embargo, eres tan guapo y tan fuerte… ¿Qué quieres que te haga, cielo? Pídeme lo que tú quieras…

—Mira, Adoración, conmigo no tienes que fingir nada. No quiero ni que te desnudes. Quítate las bragas y ponme el culo —le dijo Pátric desabrochándose los pantalones.

—No me importa que me trates mal, pero una miaja de buena educación tampoco te cuesta tanto, cielo —le reprochó Adoración dándose la vuelta con dignidad y subiéndose las faldas de mala gana.

—¡Ponme el culo y cállate! —le gritó Patricio. Y en ese momento, como si fueran protagonistas de una escena bíblica, quedaron momentáneamente cegados por la formidable luminosidad de un rayo sobrenatural. Cuando Patricio recuperó la visión, frente a él no estaba el culo de Adoración de los Magos, sino la imponente figura del tío José María, que avanzó hacia él con gesto amenazador. Patricio se subió inmediatamente los pantalones y retrocedió hasta un rincón del cuarto.

—¡Qué vergüenza! No me apena ya tu debilidad, tu falta de carácter ni tu incapacidad para sobreponerte a los reveses de la vida. Me apena tu crueldad, tu injusticia, tu vileza. ¡Qué digo apenarme! ¡Me solivianta, me indigna, me subleva y me endemonia! Sabandija miserable, ¿qué buscas? ¿Hacer pagar a esta pobre desdichada el precio de tu flaqueza? ¿Vengarte de Hernando y Juan Ramón Jiménez en el maltrecho cuerpo de esta descarriada? ¡Me das lástima! ¡Levántate, cúbrete las partes, que me da asco verlas, y márchate de aquí!

—Para ti es muy fácil desde el cielo o desde donde estés juzgar mis miserias, ¿verdad? —consiguió decir Patricio; y oírse le dio fuerzas para expresar algo que llevaba muy dentro—: ¿Y yo? ¿De mí no te preocupas? Esta puta te rompe el corazón, pero yo te dejo indiferente. Siempre te he hecho caso, ¿y qué he conseguido? Nada. No he conseguido nada. Escribe una novela, me dijiste; y escribí una novela. Dásela a don Carlos Hernando; y se la di a don Carlos Hernando. No te preocupes por el prólogo, pídeselo a Juan Ramón; y se lo pedí a Juan Ramón; y Juan Ramón me ha dado por culo. ¡Me ha dado por culo! Pero eso a ti no te importa. A ti te da igual que den por culo a tu sobrino. Lo que te rompe el corazón es que tu sobrino dé por culo a una puta; entonces sí, entonces el inmortal José María de Pereda se aparece como un don Quijote para deshacer el entuerto. Que su sobrino haya perdido los mejores años de su vida escribiendo una novela día y noche, eso no le importa al hidalgo montañés. ¿Pues sabes lo que te digo? ¡Que te den por el culo a ti también!

Y dicho esto, ¡plas!, Patricio desapareció escaleras abajo.

Cuando su amigo abandonó el salón, siguiendo a Adoración de los Magos, Santos se había quedado pensativo y confuso. Había visto desfilar delante de él mujeres hermosas, lo reconocía. Tal vez un poco frías, de mirada perdida, pero muy hermosas. Sus cuerpos estaban duros, sus pechos y sus traseros eran firmes, sus pieles eran blancas y tersas. Sólo tenía que decir ésa, quiero ésa, y la elegida haría realidad cualquier fantasía. Y sin embargo, no experimentaba ningún síntoma al verlas delante de él, jóvenes y accesibles. Había bastado por el contrario la rápida visión del pecho de la matrona y su rozamiento casual, para que sintiera al instante el gran síntoma de su vida. Se imaginaba el calor de sus carnes, que no tendrían la firmeza del músculo juvenil, pero que resultaban a sus ojos más hospitalarias y familiares.

—¡Cariño, que es para hoy! —le instó la matrona.

—Mire, le voy a decir la verdad: sus niñas son guapísimas y las tiene usted muy bien criadas, pero a mí me gusta usted.

La matrona no pudo ocultar cuánto le halagaban las palabras de Santos. Se compuso el vestido y el pelo con un ademán coqueto.

—Pues si yo soy la que más te gusta, no se hable más. ¡Niñas, ya habéis oído, vacaciones!

Y las chicas abandonaron el salón como antes habían entrado en él, alegres y cabalgadoras, sin un gesto de disgusto.

—Escúchame, cariño —le dijo la matrona cuando se quedaron solos—. El amor no puedo hacerlo porque no estoy preparada, pero hago un manual que es para chuparse los dedos y que además resulta más económico porque te lo puedo hacer aquí mismo, y así te ahorras las sábanas. ¿Qué te parece, cielo?

Santos aceptó sin dudarlo y la matrona empezó a acariciarle el cabello. Él cerró los ojos y se dejó caer hacia atrás.

—¡Qué cosa más bonita has hecho, cariño: preferirme más a mí que a mis niñas, que están en la flor de la vida! ¿Es que te recuerdo a tu madre?

—¿Cómo me va usted a recordar a mi madre, coño? —gritó Santos, incorporándose muy enfadado.

—Hijo, no te pongas así. Tu madre debe de ser muy hermosa, porque tú eres muy guapetón y muy salado. Anda, tontito, échate otra vez y dime, ¿cómo se llama tu madre, cielo?

—Concepción —repuso Santos de mala gana, venciéndose hacia atrás de nuevo.

—Yo me llamo Magdalena, pero ¿quieres llamarme Conchita mientras te alivio?

—¡Que no, coño! Quiero llamarte Carmen —propuso Santos.

—¿Carmen? ¡Muchísimo mejor, cariño, dónde va a parar! Pero dime, cielo, ¿quién es Carmen? ¿Tu tía?

Y entonces Santos con los ojos cerrados la vio sonreír y vio sus tetas. Que si le gustaban, le preguntaba la tía Carmen cogiéndoselas con ambas manos, apretándoselas suavemente y subiéndoselas hasta alcanzarse con la lengua los pezones. Santos asentía. Y que si le gustaría sobárselas, le volvía a preguntar desabotonándose del todo. Siempre lo había sabido. Siempre había sabido ella que a él le volvían loco sus pechos. Mírame, cariño, que estoy descubierta, le pedía. Y se descubría, y él veía por fin lo que tantas veces había imaginado mientras se hacía pajas: las tetas de la tía Carmen con los pezones erectos y sin pelos. Ven, ven a sobármelas, tontito, le decía ella acariciándose; pero cuando él se incorporaba y se arrodillaba frente a ella, la tía Carmen le sujetaba las muñecas y le decía, prométeme que sólo me vas a sobar las tetas, aunque yo te pida otra cosa. Él asentía otra vez a eso y asentiría cien mil veces a cien mil propuestas diferentes. Deja de asentir como un pasmarote. Di: prometo que sólo voy a sobarte el pecho aunque me pidas otra cosa. Prometo que sólo te sobaré el pecho aunque me pidas otra cosa. Y entonces la tía Carmen ponía fin a la resistencia, y él se abalanzaba sobre sus pechos, los acariciaba, los apretaba, los amasaba, metía su nariz entre ellos, chupaba los pezones, durísimos, los llenaba de saliva y pasaba la lengua por el canalillo. La tía gemía un poquito, alzaba el cuello, se mordía los labios, cerraba los ojos y le acariciaba la cabellera.

—Jódeme —le decía; y al oír eso, a Santos le estallaban los tímpanos y las sienes. Comenzaba a acariciar las piernas de su tía camino de sus muslos, olvidándose de su promesa y olvidándose de todo. Oye, le decía ella dulcemente, cumple tu palabra, haz el favor; me has prometido que sólo ibas a tocarme el pecho; ten paciencia, cariño, ya habrá tiempo de hacer más cosas. Esta frase le excitaba tanto a Santos que subía hasta la boca de su tía Carmen y querría él entero meterse dentro de su tía Carmen; pero eso no era posible, y le daba un beso profundo, profundo, buscando con su lengua dura la dura lengua de su tía Carmen. Y entonces. Y entonces. Y entonces. Y entonces Santos abrió los ojos y vio la luz.

Serían las tres de la madrugada cuando el Cantos, el Olivitas y los Saharauis irrumpieron en su habitación. Los Saharauis se echaron encima de él y le sujetaron de manos y pies. Lentamente se acercó el Cantos, le agarró del pelo y le dijo:

—Te vamos a hacer una broma. Es la costumbre con los ovejos asquerosos como tú.

Los Saharauis le pusieron en pie, le metieron un trapo en la boca, y el Cantos le colocó veinte puñetazos en el estómago y otros tantos en los pulmones.

—Basta ya, Cantos —le dijo el Olivitas. El Cantos le miró simulando extrañeza.

—¿Qué pasa? ¿Te gusta? ¿Te gusta este mierda?

—Me vuelve loca su parche —respondió el Olivitas, y los dos se rieron. Los Saharauis también se rieron—. Quitadle ese trapo de la boca —pidió. Los Saharauis obedecieron y el Olivitas le acarició el cabello.

—Voy a ponerme grasa y te la voy a meter, ¿eh? —le anunció amorosamente.

—Preferiría comértela —consiguió decir Martiniano con su voz más sensual.

—¿Habéis oído? Quiere comérmela —dijo el Olivitas desabrochándose—. Muy bien; yo, encantado.

A una seña suya, los Saharauis obligaron a Martiniano a ponerse de rodillas. El Olivitas se la metió en la boca y empezó a embestirle. Martini dudó hasta el último momento si sería capaz de hacerlo, pero descubrió que a todo se acostumbraba el ser humano. Mientras tanto, el Cantos había empezado a registrarlo todo en busca de dinero.

—¿Dónde tienes la pasta, mariconazo? —rugió; y al comprobar que Martiniano no podía contestarle porque tenía la boca ocupada, gritó:

—¡Joder, cubano! Te la tiene que chupar precisamente ahora, coño.

A continuación, volviéndose a los Saharauis, les ordenó que le ayudaran a buscar el dinero. El Olivitas, al que jamás le habían hecho una mamada como la que le estaba haciendo Martiniano, consintió que le soltaran y le sujetó la cabeza con ambas manos. Cuando Martiniano notó que el Olivitas empezaba a subir, le dijo:

—Ahora quiero meterte un dedo mientras me follas, ¿te pongo un poco de grasa?

El Olivitas asintió y Martini le agarró las nalgas con ambas manos, se las pellizcó, le untó y empezó a meterle el dedo corazón por el culo, poco a poco, con ternura. El Olivitas se estremeció:

—¡Qué grande lo tienes, cariño! Me estás haciendo daño —dijo suavemente y llevó su mano hacia atrás para mostrarle a Martini el ritmo de la penetración. Cuando su mano tropezó no con un amoroso y caliente dedo, sino con un objeto frío y metálico, comprendió que lo que el tuerto le estaba metiendo era el cañón de una automática. Pero no pudo quejarse. Martiniano, que en ese momento tenía la polla del Olivitas en la boca, cerró los ojos y apretó los dientes con toda su alma, dando un brutal golpe de nuca hacia atrás.

Fue tan estremecedor e inesperado el alarido del Olivitas que el Cantos y los Saharauis creyeron al principio que no habían oído nada. Luego levantaron la cabeza y vieron que Martiniano escupía al suelo un pedazo de carne que todos reconocieron con un escalofrío. El Olivitas chillaba y sangraba como un cerdo, e intentaba cortar la hemorragia con ambas manos. Y Martini sonreía con los labios rojos, como pintados, mirando la escena con inocencia y empuñando la pistola que le había metido en el culo.

«Desde hace un siglo padece Europa una perniciosa propaganda en desprestigio de la fuerza. Sus raíces, hondas y sutiles, provienen de aquellas bases de la cultura moderna que tienen un valor más circunstancial, limitado y digno de superación. Ello es que se ha conseguido imponer a la opinión pública europea una idea falsa sobre lo que es la fuerza de las armas. Se la ha presentado como cosa infrahumana y torpe residuo de la animalidad persistente en el hombre. Se ha hecho de la fuerza lo contrapuesto al espíritu, o, cuando más, una manifestación espiritual de carácter inferior.

»El buen Heriberto Spencer, en expresión tan vulgar como sincera de su nación y de su época, opuso al espíritu guerrero el espíritu industrial, y afirmó que era éste un absoluto progreso en comparación con aquél. Fórmula tal halagaba sobremanera los instintos de la burguesía imperante, pero nosotros debiéramos someterla a una severa revisión. Nada es, en efecto, más remoto de la verdad. La ética industrial, es decir, el conjunto de sentimientos, normas, estimaciones y principios que rigen, inspiran y nutren la actividad industrial, es moral y vitalmente inferior a la ética del guerrero. Gobierna a la industria el principio de la utilidad, en tanto que los ejércitos nacen del entusiasmo. En la colectividad industrial se asocian los hombres mediante contratos, esto es, compromisos parciales, externos, mecánicos, al paso que en la colectividad guerrera quedan los hombres integralmente solidarizados por el honor y la fidelidad, dos normas sublimes. Dirige el espíritu industrial un cauteloso afán de evitar el riesgo, mientras el guerrero brota de un genial apetito de peligro. En fin, aquello que ambos tienen de común, la disciplina, ha sido primero inventado por el espíritu guerrero y merced a su pedagogía injertado en el hombre.

»Sería injusto comparar las formas presentes de la vida industrial, que en nuestra época ha alcanzado su plenitud, con las organizaciones militares contemporáneas, que representan una decadencia del espíritu guerrero. Precisamente lo que hace antipáticos y menos estimables a los ejércitos actuales es que son manejados y organizados por el espíritu industrial. En cierto modo, el militar es el guerrero deformado por el industrialismo.

»Medítese un poco sobre la cantidad de fervores, de altísimas virtudes, de genialidad, de vital energía que es preciso acumular para poner en pie un buen ejército. ¿Cómo negarse a ver en ello una de las creaciones más maravillosas de la espiritualidad humana? La fuerza de las armas no es fuerza bruta, sino fuerza espiritual. Ésta es la verdad palmaria, aunque los intereses de uno y otro propagandista les impidan reconocerlo.»

José Ortega y Gasset, España invertebrada, Madrid, Revista de Occidente, 15.ª ed., 1967 (1.ª ed. 1921), págs. 46-48.

A la mañana siguiente el comedor era un hervidero de rumores, conjeturas y expectación. El Temario se subió a una mesa y empezó a gritar:

—Compañeros, traigo noticias frescas. Como todos sabéis, hace unos días, La Libertad me hizo una interview en la que denuncié el tema de la situación de extrema dictadura que estamos viviendo. Paco Martínez Johnson y la gente del periódico me mostraron en todo momento su apoyo. La Dirección está dando señales de vida a nuestras acciones de protesta. Ayer por la noche el compañero Martiniano Martínez fue agredido brutalmente por el Sindicato. El compañero Martiniano supo defenderse, le cortó los dos cojones y el rabo al Olivitas, y le paseó por la Residencia como un pincho moruno, con una pistola metida en el culo. La violencia sólo engendra violencia y la sangre es mala venga de donde venga, pero después de tanta opresión como estamos sufriendo, uno no puede reprimir un grito de euforia cuando se entera de que el Olivitas se ha quedado sin pelotas. Pero, compañeros, hay que tener cuidado: vienen a por nosotros. Mañana puedo ser yo o cualquiera de vosotros. Hay que unirse, unirse como un solo hombre. Sólo así podremos conseguir que Juan Ramón Jiménez se vaya; sólo así podremos conseguir que no vuelvan a agredirnos. Repito: la lucha que se avecina va a ser muy dura. Solidaridad, compañeros; hemos de tener solidaridad, porque unidos jamás seremos vencidos. El compañero Martiniano está retenido en casa del director, y no debemos permitir que sea entregado a la Guardia Civil. Desde aquí quiero gritar: compañero Martini, estamos contigo y exigimos tu libertad: ¡Bien metida, Martiniano, esa pistola por el ano!

«Martínez, usted sabe que el idearium de esta casa es: Diversidad, Minorías, Cultura y Atletismo. Su brutalidad no casa con ninguno de estos cuatro principios, y desde luego no me explico cómo es posible que sea usted familia de ese artífice genial del estilo que es su tío, con lo callado que parece. En fin. Supongo que sabrá que podríamos no sólo expulsarle, sino incluso denunciarle y llevarle a juicio. No se puede responder de ese modo a una inocente novatada entre compañeros. Sin embargo, hay muchos motivos por los que preferimos tomar las cosas con calma. El primero es la consideración que nos merece su tío. Él ha confiado en esta institución, y no queremos decepcionarle. El segundo es el respeto que sentimos por nuestro invitado, el exquisito poeta Juan Ramón Jiménez. Si damos la impresión de que estamos peleándonos todo el tiempo, la España negra se echará sobre nosotros para despedazarnos. Usted es nuevo y no sabe la cantidad de enemigos que tiene La Casa. Este asunto es muy manipulable, como usted sabe, y puede decirse, qué sé yo, que hay una guerra civil entre residentes por el asunto de la dichosa visita, cuando lo único que ha sucedido, ¿verdad?, es que le han hecho una novatada y usted ha respondido desmesuradamente. No queremos que nuestro invitado se sienta incómodo. Y por último, nosotros no queremos expulsarle ni tampoco ponerle una denuncia, porque ninguna de estas medidas es satisfactoria desde el punto de vista pedagógico. Preferimos hablar con usted, que usted reconozca la brutalidad y la desmesura de su respuesta a una simple novatada, que visite a Fidel en el hospital y que todo quede olvidado. Olvidado por ambas partes. Si por casualidad algún reportero le pregunta algo, nosotros diremos que no ha sucedido nada y usted hará lo mismo. Ante todo, que nuestro ilustre visitante no se sienta incómodo. ¿Está usted de acuerdo?»

«EL SOBRINO DE AZORÍN DENUNCIA TORTURAS EN LA RESIDENCIA DE ESTUDIANTES Y DECLARA: “ME ARREPIENTO DE LO QUE HICE”.

»En entrevista exclusiva de Paco Martínez Johnson para La Libertad, Martiniano Martínez, sobrino del gran maestro del habla española, de ese artífice genial de un estilo que refleja la diversidad y la profundidad del alma española, de ese escritor sensible a los más imperceptibles matices de la observación que es el maestro Azorín, se declara arrepentido de su agresión y explica los motivos que le empujaron a cometerla.

»Lo importante para cada uno es mantener la sangre en su estado normal de pureza y viscosidad, activar la circulación de manera que se facilite la eliminación de los residuos, de los elementos morbosos que se acumulan en el organismo y en las articulaciones. El medio de conseguirlo es, no obstante, sencillísimo, y será preciso una cura de DEPURATIVO RICHELET, que pone al organismo en un perfecto estado de defensa contra el enemigo, siempre al acecho, y que equivale a un seguro contra la muerte. Testimonios de millares de enfermos curados, que han deseado dar a conocer los resultados inesperados que habían obtenido; estímulos fervorosos, recibidos de todas partes del mundo; y recomendaciones que emanan de notabilidades médicas, maravilladas por las curas realizadas, nos dispensan de insistir.

»El escándalo continúa. El pasado mes (ver La Libertad, 30-IX), el representante de los residentes, Cristóbal Heado, denunció públicamente la corrupción generalizada de la Residencia de Estudiantes de la calle Pinar. Ayer mismamente este reportero tenía conocimiento de un hecho escalofriante. Un residente, conocido como Fidel el Olivitas, había sido ingresado de urgencia. Según el parte médico, presentaba sección total de las partes pudendas. Este reportero localizó al presunto autor de la agresión: Martiniano Martínez, sobrino del gran maestro del habla española, de ese artífice genial de un estilo que refleja la diversidad y la profundidad del alma española, de ese escritor sensible a los más imperceptibles matices de la observación que es el maestro Azorín, y consiguió hacerle una breve interview, en la que denuncia la terrible presión y el estado de permanente tortura psicológica al que estaba siendo sometido. Martiniano es un joven tímido, apocado, que no mira nunca a los ojos, tal vez a causa de un parche que le tapa el ojo izquierdo.

»PACO MARTÍNEZ JOHNSON: ¿Qué le pasó en el ojo?

»MARTINIANO MARTÍNEZ: Me lo saltó mi tío un año que saqué malas notas, pero no quiero hablar de eso.

»PMJ: ¿Qué clase de barbarie se está viviendo en la Residencia de Estudiantes para que un ser humano seccione las partes pudendas de otro ser humano?

»MM: Arriba estamos viviendo una pesadilla, no se lo puede ni imaginar, una verdadera guerra civil entre residentes a causa de la dichosa visita de Juan Ramón Jiménez. Me arrepiento de haber hecho lo que hice, pero después de varios años de sufrir torturas, abusos, así como vejaciones físicas y morales, alentadas desde la Dirección; después de haber vivido durante los diez años que llevo en la Residencia bajo una presión constante, amenazado de muerte todos los días, extorsionado y vejado hasta unos límites que no puedo describir ahora porque me emociono, no tuve más remedio que seccionarlas. Eso es lo triste, que no tuve opción.

PMJ: ¿Dice usted que lleva diez años en la Residencia? Pensé que éste era su primer año.

MM: No, no. Llevo ya una temporada.

PMJ: ¿Cómo sucedieron los hechos?

MM: ¿De verdad quiere que se lo cuente detalladamente?

PMJ: Nuestros lectores querrán saberlo; y usted, al fin y al cabo, lleva la narración detallada en la sangre.

MM: Como quiera. Todo sucedió muy deprisa…»

La Libertad, 22-X-1923, pág. 12.