—Señor…

El rostro angelical de la azafata me sonríe. ¿Por qué me sonríe? ¿Dónde estoy?

Me he quedado dormido. Tras un momento de vacilación, me doy cuenta de que estoy en un avión blanco como un quirófano, de que las nubes que desfilan por la ventanilla no proceden del más allá. Ahora lo recuerdo todo: Émilie ha fallecido. Murió el lunes en el hospital de Aix-en-Provence. Fabrice Scamaroni me lo dijo hace una semana.

—Haga el favor de enderezar el respaldo de su asiento, señor. No tardaremos en aterrizar.

Las palabras enguatadas de la azafata resuenan sordamente en mi cabeza. ¿Qué asiento? Mi vecino, un adolescente vestido con chándal del equipo argelino de fútbol, me señala el botón adecuado y me ayuda a ajustar el respaldo de mi asiento.

—Gracias —le digo.

—De nada, tito. ¿Vive usted en Marsella?

—No.

—Mi primo me espera en el aeropuerto. Si quiere, lo podemos dejar en alguna parte.

—Eres muy amable, pero no es necesario. A mí también me esperan.

Contemplo su nuca rapada de acuerdo con los imperativos de una moda desquiciada, y la mata de pelo aislada al borde de la frente y embadurnada de gel para mantenerse tiesa.

—¿Le da miedo el avión? —me pregunta.

—No especialmente.

—Mi padre no puede ver aterrizar un avión sin taparse los ojos con las manos.

—¿Hasta ese punto?

—Se ve que no lo conoce. Vivimos en un noveno piso, en la ciudad Jean de la Fontaine, de Gambetta. ¿Sabe usted dónde es, en Orán? Esas torres gigantescas que dan la espalda al mar. Pues ocho de cada diez veces, mi padre prefiere evitar tomar el ascensor. Y eso que es mayor. Tiene cincuenta y ocho años y está operado de próstata.

—Tampoco es tan viejo, con cincuenta y ocho años.

—Ya lo sé, pero para nosotros esto es así. Aquí no decimos papá, sino el viejo… ¿Y usted qué edad tiene, tito?

—Hace tanto que nací que se me ha olvidado la edad que tengo.

El avión se adentra en las nubes; lo sacuden unas breves turbulencias y apunta con el morro hacia abajo. Mi joven vecino me da unas palmadas en el revés de la mano con que agarro el brazo del asiento.

—No pasa nada, tito. Sólo que salimos de la autopista por un momento y tiramos por un atajo. Los aviones son el medio de transporte más seguro.

Me vuelvo hacia la ventanilla, miro las nubes algodonadas convertirse en avalancha, luego en bruma, afinarse, volver con refuerzos, extenderse otra vez antes de raerse; reaparece el azul del cielo, rasgado por hebrosas estelas. ¿Qué se me habrá perdido aquí arriba? La voz de mi tío cubre el zumbido de los motores: «Si quieres convertir tu vida en eslabón de eternidad y permanecer lúcido hasta en el corazón del delirio, ama. Ama con todas tus fuerzas, ama como si no supieras hacer otra cosa, ama hasta encelar a príncipes y dioses… pues sólo en el amor la fealdad embellece». Fueron las últimas palabras de mi tío. Me las dijo en su lecho de muerte, en Río Salado. Hoy todavía, más de medio siglo después, su voz de moribundo resuena en mí como una profecía: «Quien deje pasar de largo la más bella historia de su vida no tendrá otra edad que la de sus pesares y no habrá suspiro en el mundo capaz de mecerle el alma». ¿Será por conjurar o por enfrentar esa verdad por lo que me aventuro tan lejos de mi territorio predilecto? El avión se inclina de lado dando un bandazo y veo de repente, surgida de la nada, la tierra de Francia. El corazón me da un vuelco, una mano invisible me presiona la garganta. Me siento tan emocionado que noto cómo mis dedos atraviesan la funda del brazo del asiento. Las montañas rocosas no tardan en devolverme los reflejos del día. Eternos e inflexibles centinelas, velan sobre la orilla, en absoluto impresionadas por el tormentoso mar que se estrella tumultuosamente a sus pies. ¡Y, al final de la curva, Marsella!, cual vestal dorándose al sol. Expandida por sus colinas, radiante de luz, con el ombligo al aire y las caderas a los cuatro vientos, se hace la adormilada, falsamente desatenta a los rumores de las olas y a los procedentes de tierra adentro. Marsella la legendaria, tierra de titanes convalecientes, caladero de dioses sin Olimpo, cruce providencial de horizontes perdidos, múltiple porque inagotable en su generosidad; Marsella, mi último campo de batalla, donde tuve que entregar las armas, vencido por mi ineptitud para asumir retos, para merecerme la felicidad. Aquí, en esta ciudad en la que el milagro es cosa de mentalidad, en la que el sol se luce alumbrando las conciencias siempre que se presten a abrirse un poco, es donde me percaté del daño que había hecho y que nunca me perdoné. Hace más de cuarenta y cinco años que vine por aquí en pos de la sombra de mi destino, para zurcir algunos de sus desgarrones, empalmar sus fracturas, arreglar sus fisuras; para reconciliarme con mi suerte, que me guardaba rencor por no haberla pillado al vuelo, por haber dudado de ella, optado por la prudencia mientras ella me enseñaba sus tripas; para mendigar una difícil absolución en nombre de lo que Dios pone por encima de todas las hazañas y de todos los infortunios: el Amor. Aparecí por aquí, despavorido, inseguro pero sincero, para solicitar una redención, en primer lugar la mía, luego la de los demás, a los que nunca he dejado de querer a pesar del odio que nos dividió, de la grisura que veló nuestros veranos. Todavía recuerdo aquel puerto de luces oscilantes que se disponía a acoger el paquebote procedente de Orán, de la noche que anegaba sus muelles, de las sombras en las pasarelas; veo con nitidez el rostro del aduanero de retorcidos bigotes pidiéndome que vaciara los bolsillos y levantara las manos como un sospechoso, al policía que no apreció el exceso de celo de su colega, al taxista que me llevó al hotel mientras renegaba de mi brutal manera de cerrar la portezuela, al recepcionista que me tuvo media noche esperando para comprobar si aún quedaba una habitación libre en el barrio ya que mi reserva no había sido confirmada. Fue una terrible noche de marzo de 1964, en que soplaba un mistral capaz de arrancar los cuernos a un búfalo y el cielo estaba cobrizo de tanta descarga eléctrica. La habitación no tenía calefacción. Por mucho que me acurrucara bajo las mantas en busca de algún calor, estaba helado. Un viento racheado hacía chirriar la ventana. Mi cartera de cuero se hallaba sobre una mesilla de noche mal alumbrada por una lámpara anémica. En su interior había una carta firmada por André Sosa:

Querido Jonas, tal como me pediste, he dado con Émilie. He tardado lo mío, pero me alegro de haber conseguido localizarla. Por ti. Trabaja de secretaria en el despacho de un abogado, en Marsella. He intentado hablar con ella por teléfono; ¡se negó a hablar conmigo! Vaya uno a saber por qué. Nunca hemos sido tan amigos, al menos no tanto como para guardarnos rencor por algún agravio. Puede que me tomara por otro. La guerra ha puesto patas arriba tantas referencias que uno acaba preguntándose si no nos ha hecho pasar por una alucinación colectiva. Pero bueno, dejemos que el tiempo cumpla con su parte de duelo. Las heridas son demasiado recientes para exigir de los supervivientes un mínimo de contención. Aquí tienes la dirección de Émilie: calle Frères-Julien, 143, cerca de la Canebière. Muy fácil de encontrar. El edificio está justo enfrente de la cervecería Le Palmier. Es un local muy conocido, actualmente algo así como el cuartel general de los pieds-noirs. ¿Te das cuenta? Ahora ya sólo nos llaman pieds-noirs. Como si nos hubiéramos pasado la vida caminando sobre alquitrán… Llámame cuando estés en Marsella. Estaré encantado de darte patadas en el culo hasta sacarte por las orejas lo que llevas en las tripas. Un muy fuerte abrazo. Dédé.

La calle Frères-Julien se encontraba a cinco manzanas de mi hotel. El taxista me tuvo media hora larga dando vueltas hasta soltarme ante la cervecería La Palmera. No tenía más remedio que buscarse la vida. La plaza estaba atestada de gente. Tras las tormentas de la víspera, Marsella recobraba su sol como si la cosa no fuera con ella. La luz del día iluminaba el rostro de la gente. Encajonado entre dos edificios recientes, el 143 era un viejo inmueble de color verde apagado, con destartaladas ventanas de postigos cerrados. Unas macetas intentaban aliviar la banalidad de los balcones, a la sombra de unos toldos deformes. Sin duda, el 143 de la calle Frères-Julien me dejó una extraña impresión. Como si fuera refractario a la luz del día, hostil al regocijo callejero. Me imaginaba mal a Émilie riendo a carcajadas tras unas ventanas tan aflictivas.

Me senté a una mesa, junto a la cristalera de la cervecería, para poder observar las entradas y salidas del edificio de enfrente. Era un domingo radiante. La lluvia había limpiado las aceras y el suelo humeaba. A mi alrededor, algunos ociosos arreglaban el mundo con una copa de tinto en la mano; todos tenían acento de los arrabales de Argel y la cara aún tostada por el sol de la orilla sur; reduplicaban las erres con el mismo deleite que se redondea la sémola del cuscús. Por muchas vueltas que dieran a los asuntos del mundo, regresaban indefectiblemente a Argelia. No tenían otra palabra en la boca.

—¿Sabes en qué estoy pensando, Juan? En la tortilla que me dejé en el fuego mientras hacía las maletas a la carrera. Me pregunto si no ardería la casa al largarme de esa manera.

—¿Lo dices en serio, Roger?

—Y qué remedio. No paras de darme el latazo con todas las porquerías que te dejaste allá. ¿No puedes hablar de otra cosa?

—¿De qué otra cosa, Roger? Argelia es toda mi vida.

—Entonces, ¿qué esperas para palmarla y dejarme tranquilo? Porque, fíjate por dónde, me apetece pensar en otra cosa.

En la barra, tres borrachos encogidos y con boina brindaban por las barrabasadas cometidas en Bab-el-Oued. Pretendían ser discretos pero se las arreglaban para que los oyeran desde la calle. A mi lado, dos hermanos gemelos estiraban su voz pastosa sobre una mesa atestada de botellas de cerveza y de ceniceros llenos. Con su tez ahumada y su boca salivosa, recordaban a los pescadores del puerto de Argel, con su ajada camiseta de marinero, su colilla apagada en la boca y su pinta apergaminada de chulos reformados.

—Ya te dije que era una aprovechada, hermanito. Nada que ver con nuestras chicas de allá, que saben respetar a los hombres y nunca te dejan en la estacada. Además, no sé qué le encuentras a ese iceberg. Me dan ganas de estornudar con sólo imaginarte abrazándola. Además, ni siquiera es capaz de cocinar con una buena salsa…

Bebí tres o cuatro tazas de café sin perder de vista el 143. Luego almorcé. Y Émilie sin aparecer. Los borrachos se habían ido, los gemelos, también. El barullo se fue apagando y volvió a crecer con la llegada de un grupo de amiguetes achispados. El camarero rompió dos vasos, volcó una jarra de agua sobre un cliente que aprovechó para decir todo lo que pensaba de la cervecería, de los pieds-noirs, de Marsella, de Francia, de Europa, de los árabes, de los judíos, de los portugueses y de su propia familia, una «pandilla de egoístas y de hipócritas» que ni siquiera había sido capaz de encontrarle una mujer, y eso que pronto iba a cumplir los cuarenta. Dejaron que se desahogara a gusto antes de rogarle que se largara.

La luz del día fue a menos, la noche se disponía a ocupar la ciudad.

Empezaban a dolerme todos los huesos de tanto esperar en mi sitio cuando por fin apareció ella. Salía del edificio, con la cabeza descubierta y el cabello recogido en un moño. Llevaba un impermeable de cuello ancho y botas que le llegaban hasta las rodillas. Con las manos en los bolsillos y su paso ligero, parecía una colegiala saliendo a divertirse con sus compañeras.

Solté todas las monedas que llevaba conmigo en la cestita del pan que el camarero había olvidado llevarse y salí corriendo tras ella.

De repente, tuve miedo. ¿Tenía derecho a entrometerme en su vida sin previo aviso? ¿Me habría perdonado?

Para dominar la disonancia de esas preguntas, me oí gritar:

—¡Émilie!

Se detuvo bruscamente, como si se hubiera topado con un muro invisible. Debió de reconocer mi voz porque se le contrajeron los hombros y se le tensó la nuca bajo el moño. No se volvió. Tras tender un momento el oído, prosiguió su camino.

—¡Émilie!

Esta vez pivotó sobre sus pies a tal velocidad que estuvo a punto de caerse. Sus ojos espejearon en su rostro lívido; se recompuso de inmediato, y se tragó las lágrimas. Le sonreí, con cara de tonto, falto de ideas. ¿Qué iba a decirle? ¿Por dónde debía empezar? Estaba tan impaciente por verla que no me había preparado nada.

Émilie me miró preguntándose si era de carne y hueso.

—Soy yo.

—¿Sí?…

Su rostro era un trozo de bronce, un espejo ciego. No podía creer que me acogiese con tal insensibilidad.

—Te he estado buscando por todas partes.

—¿Por qué?

La pregunta me pilló desprevenido. Me quedé sin recursos. ¿Cómo podía dejar de captar lo que saltaba a la vista? Mi entusiasmo acusó el golpe, se tambaleó como un boxeador sonado en medio del cuadrilátero. Me sentía consternado, frenado en seco.

Me oí farfullar:

—¿Cómo que por qué?… Sólo estoy aquí por ti.

—Ya nos lo dijimos todo en Orán.

De su rostro sólo se movían los labios.

—En Orán, las cosas eran distintas.

—Da lo mismo que sea en Orán o en Marsella.

—Sabes muy bien que no es verdad, Émilie. La guerra se acabó, pero la vida sigue.

—Puede que para ti.

Me puse a sudar la gota gorda.

—Creía sinceramente que…

—¡Te equivocabas! —me interrumpió.

¡Esa frialdad! Me helaba las ideas, las palabras, el alma.

Me encañonaba con la mirada, a punto de disparar.

—Émilie… Dime qué tengo que hacer, pero, te lo ruego, no me mires así; lo daría todo por…

—¡Como mucho se da lo que se tiene! Y tú no lo tienes todo… Además, no serviría de nada. La historia no se repite. Y a mí me ha quitado mucho más de lo que me podrá devolver.

—Lo siento.

—Eso no son más que palabras. Creo habértelo dicho ya.

Mi pena era tan grande que invadía todo mi ser, sin dejar espacio para la ira ni el despecho.

Inesperadamente, la negrura de su mirada se atenuó y su expresión se relajó. Se me quedó mirando un largo rato, como si estuviese remontándose al más remoto pasado para recordarme. Luego se me acercó. Olí su perfume. Me cogió el rostro con la palma de las manos, tal como antaño hacía mi madre antes de besarme en la frente. Émilie no me besó. Ni en la frente ni en las mejillas. Se limitó a contemplarme. Su aliento revoloteaba alrededor del mío. Quería que mantuviera sus manos sobre mí hasta el día del Juicio Final.

—No es culpa de nadie, Younes. No me debes nada. El mundo es así, eso es todo. Y ya no me tienta.

Me dio la espalda y siguió caminando.

Me quedé plantado en la acera, totalmente sobrecogido, y la vi salir de mi vida como un alma gemela que abandonara mi cuerpo, demasiado estrecho para ella.

Fue la última vez que la vi.

Aquella misma noche tomé el barco para regresar a mi país, y nunca hasta el día de hoy he vuelto a poner los pies en Francia.

Le escribí cartas, y tarjetas para las festividades. No me contestó ni una sola vez. Pensé que había podido cambiar de dirección, ir a otra parte, lo más lejos posible del recuerdo, y que quizá fuera mejor así. Es cierto que la eché mucho de menos; pensaba en lo que habríamos podido hacer juntos, en las heridas que habríamos cauterizado, en las desgracias que se habrían curado por sí solas, en los viejos demonios que habríamos conjurado. Émilie no quiso salvar nada, ni pasar página, ni superar pena alguna. Los escasos momentos que me concedió en aquella soleada calle bastaron para darme cuenta de que hay puertas que, cuando se cierran tras un dolor, lo convierten en un abismo inasequible hasta para la luz divina. Sufrí mucho por Émilie; sufrí su pena, su renuncia, su elección de vivir recluida en su drama. Luego, intenté olvidarla, esperando de ese modo templar el mal que llevábamos dentro. Tenía que rendirme a la evidencia, admitir lo que mi corazón se negaba a arrostrar. La vida es un tren que no se detiene en ninguna estación. O lo tomas en marcha o lo miras pasar desde el andén, y no hay peor tragedia que una estación fantasma. ¿He sido feliz después de aquello? Creo que sí; he tenido alegrías, momentos inolvidables; hasta he amado y soñado como un mocoso deslumbrado. Sin embargo, siempre he sentido que faltaba una pieza en mi rompecabezas, que algo no acababa de encajar, que una ausencia me mutilaba; en resumen, que no hacía sino gravitar en la periferia de la felicidad.

El avión aterriza lentamente sobre la pista entre rugidos de reactores. Mi joven vecino me señala algo más allá de la fachada vidriada del aeropuerto en el que otros aviones aguardan, como gigantescos pájaros del paraíso, el momento de despegar, con el morro metido en el interior. Un altavoz nos informa de la temperatura externa, de la hora local, nos agradece que hayamos elegido la compañía Air Algérie antes de aconsejarnos que permanezcamos sentados, con el cinturón puesto, hasta que el aparato se detenga por completo.

El joven me ayuda a llevar mi bolsa y me la devuelve delante de las ventanillas de la policía de aduanas. Una vez cumplidas las formalidades, me señala la salida y se disculpa por tener que dejarme apañármelas solo ya que debe recuperar sus maletas.

La puerta corredera de vidrio blanco se abre al vestíbulo exterior. Hay gente esperando tras una línea amarilla, impaciente por reconocer un rostro familiar entre el flujo permanente de pasajeros. Una niña se suelta de la mano de un pariente y corre a echarse en brazos de una abuela con chilaba. Un marido intercepta a su joven esposa; se besan en las mejillas, pero su mirada es tórrida.

Un cincuentón permanece algo rezagado, con una cartulina grande entre las manos sobre la que se puede leer: «Río Salado». Durante un segundo creo ver un fantasma. Es igual que Simon, achaparrado y tripudo, paticorto y zambo, con la frente despoblada. Y esos ojos, ¡Dios mío!, que se me quedan mirando, que me adivinan. ¿Cómo habrá podido identificarme entre toda esa gente, si nunca nos hemos visto? Me sonríe levemente, se adelanta y me tiende una mano regordeta y velluda en los nudillos, idéntica a la de su padre.

—¿Michel?

—Así es, señor Jonas. Encantado de conocerlo. ¿Ha tenido un buen viaje?

—Me quedé dormido.

—¿Tiene usted maleta?

—Sólo esta bolsa.

—Muy bien. Mi coche está en el parking —dice, al tiempo que me invita a seguirlo y se hace cargo de mi bulto.

Las calzadas se ramifican vertiginosamente delante de nosotros. Michel conduce rápido, con la mirada fija. No me atrevo a mirarlo de frente, así que me limito a hacerlo a hurtadillas. Es increíble lo que se parece a Simon, mi amigo, su padre. El corazón se me encoge alrededor de una fugaz evocación. Debo respirar hondamente para evacuar la toxina que se acaba de activar en mi pecho, me concentro en la carretera que desfila veloz, en el rutilante deslizarse de los automóviles, en los paneles indicadores que sobrevuelan nuestras cabezas: «Salon-de-Provence», todo recto; «Marsella», próxima salida a la derecha; «Vitrolles», primer enlace a la izquierda…

—Supongo que tendrá algo de hambre, señor Jonas. Conozco un sitio agradable…

—No es necesario. Nos dieron de comer en el avión.

—Le he reservado una habitación en el hotel «4 Dauphins», cerca del paseo Mirabeau. Está usted de suerte, vamos a tener sol toda la semana.

—No pienso quedarme más de un par de días.

—Aquí lo esperan con muchísimas ganas. No creo que basten dos días.

—Tengo que regresar a Río. Tengo que casar a un nieto. Me hubiese gustado unirme a vosotros antes, asistir a los funerales, pero conseguir un visado en Argel es tarea poco menos que imposible. Tuve que recurrir a un conocido bien relacionado.

De pronto el coche se adentra en una fortaleza de vidrio surgida de la nada.

—Es la estación Aix-TGV —me explica Michel.

—No veo la ciudad.

—Es una estación externa. Sólo lleva cinco o seis años operativa. La ciudad está a quince minutos de aquí. ¿Conoce usted Aix, señor Jonas?

—No. En realidad sólo he viajado una vez a Francia. A Marsella, en marzo de 1964. Llegué de noche y me fui a la noche siguiente.

—¿O sea que fue una visita relámpago?

—En cierto sentido.

—¿Expulsión?

—Rechazo.

Michel se volvió hacia mí con el entrecejo fruncido.

—Es una larga historia —le dije para cambiar de tema.

Atravesamos una zona comercial saturada de grandes superficies, de tiendas y de aparcamientos atestados de vehículos. Inmensos rótulos luminosos intentaban eclipsar las vallas publicitarias mientras una marea humana invadía los concesionarios y las tiendas. Un atasco tapona un ramal de conexión, alargando la cola en cientos de metros.

—Sociedad de consumo —dijo Michel—. La gente se pasa cada vez más el fin de semana en los supermercados. Es tremendo, ¿verdad? Mi mujer y yo venimos un sábado de cada dos. Si nos perdemos uno, no nos quedamos a gusto y nos peleamos por cualquier tontería.

—Cada época genera sus propias drogas.

—Muy cierto, señor Jonas. Cada época genera sus propias drogas.

Llegamos a Aix-en-Provence con unos veinte minutos de retraso debido a un accidente a la altura del puente del Arco. Hace bueno, y la gente se ha tirado a la calle y ha tomado el centro. Las aceras rebosan de transeúntes, el ambiente es festivo. La Rotonda luce sus surtidores de agua en el centro de una glorieta, con los leones de piedra haciendo guardia en derredor. Un japonés fotografía a su compañera, extraviado en el carrusel de coches. Un tiovivo en miniatura agrupa a una retahíla de niños en torno a unos cuantos juegos; unos chavales atados con elásticos se lanzan desde el aire ante la mirada estresada de sus padres. Las soleadas terrazas están abarrotadas; no queda una mesa libre; los camareros van y vienen sin cesar, con sus bandejas en equilibrio sobre la palma de una mano. Michel deja pasar un minibús ecológico repleto de turistas y sube lentamente por el paseo Mirabeau, que deja un poco más arriba, a la altura de una fuente secular, para tomar la calle del 4 de Septiembre. Mi hotel se encuentra cerca de un chorro de agua regado por cuatro delfines pasmados. Una joven rubia nos atiende en la recepción, me hace rellenar y firmar un formulario antes de orientarme hacia una habitación abuhardillada del piso tercero. Un botones nos acompaña a Michel y a mí, deja mi bolsa sobre una mesa, abre la ventana, comprueba que todo está en orden y se eclipsa deseándome una buena estancia.

—Lo dejo descansar —me dice Michel—. Pasaré a buscarlo dentro de un par de horas.

—Me gustaría ir al cementerio.

—Está previsto para mañana. Hoy lo esperan en mi casa.

—Tengo que ir al cementerio ahora, que aún es de día. Lo deseo de verdad.

—De acuerdo. Llamo a nuestros amigos para pedirles que aplacen una hora la cita.

—Gracias. No necesito refrescarme, y menos aún descansar. Salgamos ahora, si no ve inconveniente.

—Tengo un asunto que resolver antes. No tardaré mucho, una hora corta, ¿de acuerdo?

—Muy bien. Estaré abajo, en la recepción.

Michel saca su móvil y se va, cerrando la puerta tras él.

Vuelve a buscarme media hora después, me pilla de pie en la escalinata del hotel, esperándolo. Subo a su lado. Me pregunta si he descansado; le contesto que me he tumbado un rato y que estoy como nuevo. Bajamos por el paseo Mirabeau, completamente alborozado a la sombra de sus plátanos.

—¿Qué se celebra hoy? —pregunto.

—La vida, señor Jonas. Aix celebra a diario la vida.

—¿Siempre está así de animada esta ciudad?

—Muy a menudo.

—Tiene mucha suerte de vivir aquí.

—Por nada en el mundo viviría en otra parte. Aix es una ciudad magnífica. Mi madre decía que su sol casi la compensaba del de Río Salado.

El cementerio Saint-Pierre, en el que descansa, entre otras glorias y mártires, Paul Cézanne, está desierto. En la entrada me acoge un Memorial Nacional, de piedra de Rognes, dedicado a los franceses de Argelia y a los repatriados de ultramar. «La auténtica tumba de los muertos es el corazón de los vivos», lleva grabado. Calles asfaltadas cuadriculan parcelas de césped veladas por capillas seculares. Fotos sobre las tumbas recuerdan a los que ya no están; una madre, un esposo, un hermano ido demasiado pronto. Las tumbas están floreadas; el centelleo marmóreo de su revestimiento suaviza las reverberaciones del día y rellena el silencio con una quietud campestre. Michel me guía por calles bien trazadas, haciendo crujir la grava bajo sus pies; la pena lo ha vuelto a embargar. Se detiene ante una tumba de granito antracita moteado de blanco, adornada con un montón de coronas de flores resplandecientes. El epitafio reza así:

«Émilie Benyamin, nacida Cazenave. 1931-2008».

Sin más.

—Supongo que querrá quedarse solo un momento.

—Por favor.

—Voy a caminar un poco.

—Gracias.

Michel ladea la cabeza con el labio inferior metido dentro de la boca. Su pena es enorme. Se aleja, la barbilla hundida en el cuello, las manos unidas a la espalda. Cuando desaparece detrás de una hilera de capillas de piedra de Cassis, me acuclillo ante la tumba de Émilie, junto los dedos a la altura de mis labios y recito un versículo coránico. No es que esto sea muy sunita, pero lo hago de todos modos. A ojos de imanes y papas, somos Unos y Otros, pero todos somos iguales ante el Señor. Recito la fatiha, luego dos pasajes de la sura Ya Sin

A continuación saco del bolsillo interior de mi chaqueta una bolsita de algodón, tiro del cordón para abrirla, introduzco mis temblorosos dedos y voy extrayendo trozos de pétalos secos que esparzo sobre la tumba. Se trata del polvo de una flor cortada de una maceta hace casi setenta años; los restos de aquella rosa que introduje en el libro de Émilie mientras Germaine le ponía su inyección en la rebotica de nuestra farmacia de Río Salado.

Guardo la bolsa vacía en el bolsillo y me levanto. Me tiemblan las piernas; debo apoyarme en la estela para recobrar fuerzas. Esta vez son mis pasos los que oigo crujir sobre la grava. Tengo la cabeza llena de ruidos de pasos, de retazos de voces y de imágenes fulgurantes. Émilie sentada ante la puerta de nuestra farmacia, la cabeza oculta por la capucha de su abrigo, triturando con los dedos los cordones de sus botines. De buena gana la habría tomado por un ángel caído del cielo. Émilie hojeando distraídamente un libro de tapa dura. ¿Qué estás leyendo? Un libro ilustrado sobre Guadalupe. ¿Qué es Guadalupe? Una gran isla francesa en el Caribe. Émilie justo después de su noviazgo, suplicándome en la farmacia. Di que sí y lo anularé todo. Las calles se bambolean delante de mí. No me encuentro bien. Intento caminar más aprisa y no lo consigo; como en un sueño, las piernas se niegan a llevarme, se anclan en el suelo…

En la entrada del cementerio hay un anciano luciendo un uniforme cargado de medallas de guerra. Apoyado en un bastón, con la cabeza descubierta, la cara arrugada, ve cómo me voy acercando a él. No se aparta para dejarme pasar, espera que llegue a su altura para soltarme:

—Los franceses se fueron. Los judíos y los gitanos también. Ya sólo estáis vosotros. Entonces, ¿por qué os matáis de esa manera?

No entiendo a qué se refiere, ni por qué me habla en ese tono. Su rostro no me suena para nada. Sin embargo, su mirada me recuerda algo. De repente, un rayo me cruza la mente e ilumina la memoria. ¡Krimo! Es Krimo, el harki que juró matarme en Río. En el preciso instante en que lo sitúo en el recuerdo se aviva un dolor fulminante en mi mandíbula: el mismo que sentí en su día, cuando me dio un culatazo en la cara con su fusil.

—¿Me ubicas ahora? Veo por tu expresión que por fin me ubicas. —Lo aparto suavemente a un lado para proseguir mi camino—. Pues es verdad. ¿Por qué esas masacres increíbles, esos atentados que no acaban? ¿Queríais la independencia? Ahí la tenéis. ¿Queríais ser dueños de vuestro propio destino? No faltaba más. Entonces, ¿por qué la guerra civil? ¿Por qué esos maquis infestados de islamistas? ¿Esos militares quedando en evidencia? ¿Acaso no demuestra que sólo valéis para destruir y matar?

—Por favor, he venido a recogerme ante una tumba, no a remover matanzas.

—¡Qué emocionante!

—¿Qué quieres, Krimo?

—Yo, nada… Sólo echarte una mirada de cerca. Cuando Michel nos llamó para anunciarnos que se había aplazado la hora del reencuentro, sentí como si se hubiese pospuesto la fecha del Juicio Final.

—No entiendo lo que dices.

—No me sorprende, Younes. ¿Acaso has entendido tu desgracia una sola vez en tu vida?

—Ya me estás cansando, Krimo. Si quieres mi opinión, eres un pelmazo integral. No he venido aquí por ti.

—Yo sí. He venido especialmente de Alicante para confirmarte que no he olvidado nada, ni perdonado nada.

—¿Y para eso has sacado tu viejo uniforme y todas tus medallas de la maleta de cartón que se estaba pudriendo en el sótano?

—Has dado en la diana.

—No soy Dios, ni tampoco la república. No tengo méritos para reconocerte los tuyos, ni lamentos para compadecerte en tu pena. No soy más que un superviviente que ignora por qué se libró sin un rasguño, no estando en nada por encima de quienes cayeron. Si te sirve de consuelo, te diré que estamos todos en las mismas. Nosotros hemos traicionado a nuestros mártires, vosotros habéis traicionado a vuestros antepasados, y luego ellos os han traicionado a vosotros.

—Yo no he traicionado a nadie.

—¡Pobre loco! ¿Acaso ignoras que todo superviviente de una guerra es, de un modo u otro, un traidor?

Krimo quiere replicar, con la boca retorcida por la furia interna; el regreso de Michel lo frena en seco. Tras mirarme con rencor de arriba abajo, consiente en apartarse de mi camino y me deja regresar al coche aparcado un poco más abajo, cerca de un espacio ferial.

—¿Vienes con nosotros, Krimo? —le pregunta Michel, abriéndome la portezuela.

—No. Tomaré un taxi.

Michel no insiste.

—Lamento lo de Krimo —se disculpa Michel mientras arranca.

—No pasa nada. ¿Me espera la misma acogida allá donde voy?

—Vamos a mi casa. Puede que le resulte extraño, pero hace apenas unas horas Krimo brincaba de impaciencia por volver a verle. No daba la impresión de estar esperándole para ser desagradable. Llegó ayer de España. Se pasó la velada riendo al recordar los años de Río. No sé qué le ha dado de repente.

—Ya se le pasará, y a mí también.

—Sería lo más razonable. Mi madre decía que la gente sensata acaba reconciliándose obligatoriamente.

—¿Émilie decía eso?

—Sí, ¿por qué?

No contesté.

—¿Cuántos hijos tiene usted, señor Jonas?

—Dos, un chico y una chica.

—¿Y nietos?

—Cinco. El más pequeño de todos, que caso la semana que viene, ha sido campeón de Argelia de submarinismo durante cuatro años seguidos. Pero mi orgullo y esperanza están ante todo en Norah, mi nieta. Con veinticinco años, ya dirige una de las editoriales más importantes del país.

Michel acelera. Remontamos la carretera de Aviñón hasta un semáforo; una señal indica la dirección de Chemin Brunet; Michel la toma. Es un camino con muchas curvas que conduce hasta la ciudad alta, flanqueado por tapias tras las cuales se ven bonitas viviendas, o agradables edificios protegidos por verjas correderas. El barrio es tranquilo, florido y luminoso. No hay un solo niño jugando en la calle. Sólo algunas personas mayores esperan con paciencia su autobús, a la sombra de las plantas trepadoras.

La casa de los Benyamin se encuentra en lo alto de una loma, oculta dentro de un bosquecillo. Se trata de una pequeña villa pintada de blanco, rodeada por un muro de sillería cubierto de hiedra. Michel pulsa un mando a distancia; la verja se aparta automáticamente, dando a un gran jardín en cuyo fondo, al aire libre, se encuentran tres hombres alrededor de una mesa.

Me apeo del coche. El césped se hunde bajo mis pies. Dos de los tres ancianos se levantan. Nos miramos en silencio. Reconozco al más alto, un larguirucho algo encorvado y calvo. No recuerdo su nombre. No habíamos sido muy amigos en Río Salado; nos saludábamos como vecinos por la calle y nos ignorábamos apenas vueltos de espalda. Su padre era el jefe de la estación del pueblo. A su lado, un setentón bastante bien conservado, con la barbilla voluntariosa y la frente prominente; es Bruno, el joven policía al que le encantaba sacar pecho en la plaza del pueblo haciendo girar el cordón de su silbato alrededor del dedo. Me sorprendió encontrarlo ahí; me habían dicho que había muerto en un atentado de la OAS en Orán. Se acerca a mí, me tiende la mano izquierda; lleva una prótesis en el brazo derecho.

—Jonas… ¡Qué alegría volver a verte!

—Yo también me siento muy feliz de verte, Bruno.

El larguirucho me saluda a su vez. Me da una mano blanda. Lo noto incómodo. Supongo que todos lo estamos. Al venir en el coche, imaginaba un reencuentro entusiasta, con grandes abrazos y risotadas pautando las palmadas al hombro. Me veía estrechando a unos, rechazando a otros para mirarlos mejor, recordando de sopetón los motes y pullas de antaño, volviendo a la infancia el tiempo que dura una anécdota, y ganando la partida a todas esas cosas que han poblado nuestras noches durante años, para quedarnos con lo que nos conviniera, aquello susceptible de suavizar el recuerdo. Ahora que por fin estamos reunidos, que nos podemos tocar, hechos puro recuerdo y supervivencia, con el corazón desbocado y los ojos empañados, un oscuro malestar desactiva nuestros impulsos y nos quedamos cortados, como chavales que se juntan por vez primera y no saben cómo entrar en conversación.

—¿No te acuerdas de mí, Jonas? —me pregunta el larguirucho.

—Tengo tu nombre en la punta de la lengua, pero conservo intacto el recuerdo. Vivías en el número 6, detrás de donde la señora Lambert. Aún te veo escalando el muro para merodear por su huerto.

—No era un huerto sino sólo una higuera grande.

—Era un huerto. Sigo viviendo en el 13 y todavía oigo a ratos a la señora Lambert echar pestes de los pillos que infestaban sus árboles frutales…

—¡Hay que ver! En mis recuerdos no había más que una higuera grande.

—Gustave —exclamé, mientras chasqueaba los dedos—. Ahora me acuerdo. Gustave Gusset, el más burro de la clase. Siempre haciéndose el gracioso en su rincón.

Gustave suelta una carcajada y me estrecha con fuerza.

—¿Y yo? —pregunta el tercer anciano sin moverse de la mesa—. ¿Me reconoces a mí? Nunca he robado en los huertos, y en clase me comportaba como un santo.

Él, en cambio, está muy cascado. André J. Sosa, el vacilón de Río que manejaba la pasta como su padre el látigo. Está enorme, obeso, con una tripa que le cae sobre las rodillas y a duras penas contenida por unos sólidos tirantes. Con su pecosa calva, su cara indescifrable entre tanta arruga, me ofrece una amplia sonrisa.

—¡Dédé!

—Pues sí, Dédé —dice—. Inmortal como un académico.

Y empuja su silla de ruedas hacia mí.

—Puedo caminar —no deja de señalarme—, es que peso mucho.

Nos fundimos en un fuerte abrazo. Las lágrimas desbordan; no hacemos nada para contenerlas. Reímos llorando y dándonos puñetazos en los costados.

La tarde nos pilla alrededor de la mesa, riendo a carcajadas y tosiendo como descosidos. Krimo, llegado una hora antes, ha dejado de fastidiarme. Ya se despachó a gusto en el cementerio; lo tengo sentado enfrente, con mala conciencia después de lo que nos hemos dicho. Puede que contuviera en el corazón un grito que jamás tuvo oportunidad de soltar. En cualquier caso, tiene el aspecto tranquilo de quien acaba de ajustar cuentas consigo mismo. Se lo ha pensado mucho antes de mirarme a la cara. Luego se ha puesto a escucharnos hablar de Río, de los festejos estacionales, de las vendimias, de las juergas prostibularias que prolongaban las borracheras, de Pepe Rucillio y sus calaveradas clandestinas, de los vivaques al raso; ni una sola vez ha evocado un infausto acontecimiento o un recuerdo inoportuno.

Martine, la esposa de Michel, una robusta hembra de Aoulef, medio bereber y medio bretona, nos ha hecho una bullabesa pantagruélica. La rouille está suculenta y el pescado se derrite en la boca como el queso.

—¿Sigues sin beber? —me pregunta André.

—Ni una gota.

—No sabes lo que te pierdes.

—Como si sólo hubiera eso, Dédé.

Se sirve una copa, se la queda mirando y se la bebe de un trago.

—¿Es cierto que ya no se produce vino en Río?

—Es cierto.

—¡Joder! Menudo estropicio. Te juro que todavía me viene a veces al paladar el toque milagroso de aquel vino que entraba solo, y tan nuestro, aquel bendito Alicante d’El Maleh que nos incitaba a emborracharnos hasta tomar una calabaza por el culo de una madrastra.

—La revolución agraria se llevó por delante todos los viñedos de la región.

—¿Qué otra cosa han plantado? —se indigna Gustave—. ¿Patatas?

André aparta la botella para verme mejor.

—¿Y Jelloul? ¿Qué ha sido de él? Sé que fue capitán del ejército argelino y que tuvo mando en un sector militar del Sahara. Pero ignoro lo que ha sido de él en los últimos años.

—Se jubiló de coronel a principios de los noventa. Nunca vivió en Río. Tenía una villa en Orán en la que pensaba vivir el resto de su vida. Pero se nos vino encima el terrorismo islamista y a Jelloul lo asesinaron de un disparo de posta mientras soñaba despierto en la puerta de su casa.

André se sobresalta, desembriagado.

—¿Jelloul ha muerto?

—Sí.

—¿Asesinado por un terrorista?

—Sí, un emir del GIA. Y agárrate bien, Dédé: ¡su propio sobrino!

—¿Que el asesino de Jelloul fue su propio sobrino?

—Lo que oyes.

—¡Dios mío! Qué triste ironía del destino.

Fabrice Scamaroni se une a nosotros ya de anochecida. Por culpa de una huelga de trenes. Nueva tanda de abrazos. Fabrice y yo nunca perdimos contacto. Lo veo a menudo en debates televisivos, ya convertido en gran periodista y escritor de éxito. Ha regresado varias veces a Argelia para su periódico y aprovechó cada reportaje para darse una vuelta por Río Salado. Se quedaba en mi casa. En cada una de sus visitas, muy de mañana, hiciera el tiempo que hiciese, lo acompañaba al cementerio cristiano para rezar ante la tumba de su padre. Su madre murió en los setenta, en el naufragio de un yate en aguas de Cerdeña.

Las botellas de vino cubren ahora la mesa. Hemos resucitado a nuestros muertos, brindado por su memoria; hemos preguntado por nuestros vivos, ¿qué ha sido de fulano, por qué optó por exiliarse a Argentina, por qué mengano prefirió Marruecos?… André tiene una cogorza de campeonato, pero aguanta el tirón. Bruno y Gustave no paran de ir y venir del jardín al aseo.

Yo acecho la verja.

Todavía falta uno: Jean-Christophe Lamy.

Sé que está vivo, y que dirige con Isabelle una empresa grande y boyante en la Costa Azul. ¿Por qué no está aquí? Niza está a menos de dos horas de carretera de Aix. André llega de Bastia, Bruno de Perpiñán, Krimo de España, Fabrice de París, Gustave de Saône-et-Loire… ¿Me seguirá guardando rencor? ¿Acaso le hice algo? Visto con perspectiva, nada… No le hice nada. Lo quise como a un hermano, y como a un hermano lo lloré el día en que se alejó, llevándose nuestra época en los tacones de sus zapatos sin cordones.

—¡Vuelve a la tierra, Jonas! —me sacude Bruno.

—¿Sí?

—¿En qué estás pensando? Llevo por lo menos cinco minutos hablándote.

—Lo siento. ¿Qué decías?

—Hablaba del pueblo. Estaba diciendo que hemos vivido huérfanos de nuestro país.

—Y yo, huérfano de mis amigos. No sé quién ha perdido más: pero lo cierto es que estas cosas pesan igual en el corazón.

—No creo que hayas perdido más que nosotros, Jonas.

—Así es la vida —dice André con filosofía—. Lo que ganas por un lado, lo pierdes por otro. Pero ¡por Dios!, ¿por qué tiene que salir tan caro?… Bruno tiene razón. No es lo mismo. No, no es para nada lo mismo perder a los amigos que perder la patria. Se me desgarran las tripas con sólo pensarlo. Prueba de ello es que aquí nosotros no decimos nostalgia, decimos nostargelia.

Respira hondo; los ojos le relucen a la luz del farol.

—Llevo Argelia dentro de mí —confiesa—. A veces me oprime como una túnica de Nesos, a veces me perfuma como una delicada fragancia. Intento despistarla, pero no lo consigo. ¿Cómo olvidar? He querido poner una cruz a mis recuerdos de juventud, meterme en otra cosa, empezar de cero. Imposible. No soy un gato y sólo tengo una vida, y mi vida se quedó allí, en el terruño… Por mucho que intento juntar todos los horrores para expulsar a este de mí, no hay manera. El sol, las playas, nuestras calles, nuestra cocina, nuestras buenas cogorzas y nuestros días felices pueden con mi rabia, y me sorprendo sonriendo cuando me disponía a morder. Nunca he olvidado Río, Jonas. Ni una sola noche, ni un instante. Recuerdo cada mata de hierba de nuestra colina, cada chiste de café, y las payasadas de Simon eclipsan hasta su propia muerte, como si él se negara a que se asocie su trágico final al de nuestros sueños argelinos. Te aseguro que he hecho todo lo posible por olvidar. He querido, antes que nada en el mundo, extraer cada uno de mis recuerdos con alicate, como se hacía antes con las muelas picadas. He vivido en todas partes, en Hispanoamérica, en Asia, para mantener las distancias y reinventarse en otra parte. He querido demostrarme que había otros países, que una patria se reconstruye como una nueva familia; no es verdad. Me bastaba con detenerme un segundo para que el terruño se me volviera a meter dentro. Me bastaba con darme la vuelta para verlo allí, como si fuera mi sombra.

—Si al menos nos hubiésemos ido por las buenas —se queja Gustave, al borde del coma etílico—. Pero nos obligaron a dejarlo todo y a irnos con lo puesto y con las maletas llenas de fantasmas y de penas. Nos lo quitaron todo, incluso el alma. No nos dejaron nada, nada de nada, ni siquiera los ojos para llorar. No es justo, Jonas. No todo el mundo era colono, no todo el mundo manejaba la fusta del amo; en algunos casos no teníamos ni botas a secas. Teníamos nuestros pobres y nuestros barrios pobres, nuestra gentuza y nuestra gente de buena voluntad, nuestros pequeños artesanos, más pequeños que los vuestros, y a menudo rezábamos las mismas oraciones. ¿Por qué tuvieron que meternos a todos en el mismo saco? ¿Por qué nos hicieron pagar por un puñado de feudales? ¿Por qué nos hicieron creer que éramos extranjeros en la tierra que vio nacer a nuestros padres, a nuestros abuelos y a nuestros tatarabuelos, que éramos los usurpadores de un país que habíamos construido con nuestras manos y regado con nuestro sudor y nuestra sangre? Mientras no tengamos la respuesta, la herida no cicatrizará.

Me preocupa el cariz que va tomando la conversación. Krimo bebe sin parar; temo que vuelva a sacar el tema de antes.

—¿Sabes, Jonas? —dice de repente, abriendo por primera vez la boca en toda la velada—. Me encantaría que Argelia saliera adelante.

—Saldrá adelante —dice Fabrice—. Argelia es un El Dorado en barbecho. Le falta algo de presencia de ánimo. Por ahora se está buscando, a veces allá donde no se encuentra. Y se parte los dientes, qué remedio. Pero sigue siendo una niña, y ya le saldrán otros.

Bruno me coge la mano, la aprieta con fuerza.

—Tengo ganas de regresar a Río, aunque sólo fuera por un día y una noche.

—¿Quién te lo impide? —le dice André—. Hay vuelo diario para Orán o para Tlemcen. En menos de hora y media estás en la mierda hasta el cuello.

Soltamos unas carcajadas como para alborotar el vecindario.

—En serio —dice Bruno.

—¿En serio, qué? —le dije—. Dédé tiene razón. Te metes en un avión y, en menos de dos horas, te plantas en tu casa. Por un día o para siempre. Río no ha cambiado demasiado. Es cierto que está algo deprimido, las antaño floridas calles están mustias, ya no quedan bodegas y apenas viñedos, pero la gente es estupenda y acogedora. Si vienes a mi casa, tendrás que ir a la de los demás, para lo cual no bastará una eternidad.

Michel me lleva a mi hotel pasada la medianoche, sube conmigo a la habitación y, una vez allí, me entrega una caja metálica cerrada por un minúsculo candado.

—Mi madre me pidió que se la entregara en propia mano. Si no llega a venir, me habría visto obligado a dar un salto a Río.

Tomo la caja, contemplo sus añejos dibujos desconchados. Es una caja de bombones muy antigua, con escenas de vida palaciega, príncipes azules flirteando con sus amadas junto a un surtidor; por el peso, no parece contener gran cosa.

—Pasaré a recogerlo mañana a las diez. Almorzaremos en casa de la sobrina de don André Sosa, en Manosque.

—A las diez, Michel. Y gracias.

—De nada, señor Jonas. Buenas noches.

Se va.

Me siento en el borde de la cama, con la caja entre las manos. ¿Qué posdata de Émilie? ¿Qué señal de ultratumba? La recuerdo en la calle Frères-Julien de Marsella, aquel caluroso día de marzo de 1964; recuerdo su mirada fija, su cara broncínea, sus labios exangües triturando mi última oportunidad de recuperar el tiempo perdido. Me tiembla la mano; la frialdad del metal me cala hasta los huesos. Tengo que abrir. Caja de Pandora o caja de música, ¿qué más da? A los ochenta años, el porvenir quedó atrás. Por delante sólo hay pasado.

Abro el pequeño candado, levanto la tapa. ¡Cartas!… Sólo hay cartas dentro de la caja. Cartas amarillentas por el tiempo y el encierro, algunas hinchadas por la humedad, otras torpemente alisadas como si se hubiese pretendido devolverles su aspecto original tras haberlas arrugado. Reconozco mi letra en los sobres, los sellos de mi país… por fin comprendo por qué Émilie no me contestaba; nunca abrió mis cartas ni mis tarjetas de felicitación.

Vuelco el contenido de la caja sobre la cama, compruebo uno por uno los sobres con la esperanza de encontrar una carta de ella… Hay una, reciente, aún firme al tacto, sin sello ni dirección, con justo mi nombre encima y un trozo de celo pegando la solapa.

No me atrevo a abrirla.

Mañana, quizá…

Almorzamos en casa de la sobrina de André, en Manosque. Allí también sacamos nuestras antañonas anécdotas, pero no tardamos en quedarnos sin inspiración. Se acercó otro pied-noir a saludarnos. Cuando oí su voz creí que era Jean-Christophe Lamy, lo cual me insufló una buena dosis de algo que me revigorizó; fuerza que desapareció apenas vi que no era él. El desconocido nos hizo compañía casi una hora antes de eclipsarse. Al hilo de las historias, cuyos pormenores no captaba, se dio cuenta de que, pese a su origen oranés —nacido en Lamoricière, cerca de Tlemcen—, se estaba entrometiendo en nuestra intimidad, alterando un orden que le era extraño. Bruno y Krimo se fueron los primeros, primero a Perpiñán, donde este recalaría en casa de su amigo antes de cruzar la frontera española. Hacia las cuatro de la tarde dejamos a André con su sobrina y acompañamos a Fabrice a la estación de Aix-TGV.

—¿Tienes que volver por fuerza al pueblo mañana? —me pregunta Fabrice—. A Hélène le gustaría tanto volver a verte. París está sólo a tres horas de aquí. Podrías tomar el avión de Orly. No vivo lejos del aeropuerto.

—Otra vez será, Fabrice. Da un beso a Hélène de mi parte. ¿Sigue escribiendo?

—Se jubiló hace ya mucho tiempo.

Llega el tren, magníficamente monstruoso. Fabrice se sube al estribo, me da un último abrazo y ocupa su lugar en el vagón. El tren se mueve, se desliza lentamente sobre los raíles. Busco a mi amigo tras los ventanales y lo veo de pie, con la mano en la sien a modo de saludo. Y la partida del tren me lo arrebata.

De regreso en Aix, Gustave nos invita al restaurante Deux-Garçons. Después de cenar, caminamos en silencio por el paseo Mirabeau. Hace buen tiempo y las terrazas están abarrotadas. Hay jóvenes haciendo cola ante los cines. Un músico desmelenado afina su violín, sentado sobre el suelo en medio de la explanada, con su perro enroscado a su lado.

Delante de mi hotel, dos transeúntes embroncan a un conductor temerario. Este, ya sin argumento, se vuelve a subir al coche dando un sonoro portazo.

Mis compañeros me dejan en manos de la recepcionista y se retiran quedando en pasar a recogerme a las siete de la mañana para llevarme al aeropuerto.

Tomo una ducha muy caliente y me meto en la cama.

La caja de Émilie está sobre la mesilla de noche, inmutable como una urna funeraria. Mi mano retira por su cuenta el candado, pero no se atreve a levantar la tapa.

No consigo pegar ojo. Intento no pensar en nada. Estrecho mis almohadas, me pongo del lado derecho, del izquierdo, luego de espaldas. Me siento infeliz. El sueño me aísla y no tengo ganas de estar solo en la oscuridad. No me apetece para nada sostener un careo conmigo mismo. Necesito rodearme de cortesanos, compartir mis frustraciones, inventarme chivos expiatorios. Siempre ha sido igual: quien no encuentra solución a su desgracia, se busca un culpable. Mi propia desgracia es imprecisa. Siento una lástima que no consigo ubicar. ¿Émilie? ¿Jean-Christophe? ¿La edad? ¿Esta carta esperándome en la caja? ¿Por qué no habrá venido Jean-Christophe? ¿Será el rencor más asiduo que el sentido común?

Por la ventana abierta a un cielo azulado y al medallón de la luna, me dispongo a ver desfilar, a cámara lenta, mis torpezas y mis alegrías, así como los rostros familiares. Los oigo llegar con un ruido de desprendimiento. ¿Cómo seleccionarlos? ¿Qué actitud observar? Doy vueltas alrededor de un abismo, como un funámbulo sobre un filo de navaja, un vulcanólogo alucinado al borde de un cráter bullente; me hallo ante las puertas de la memoria: esos infinitos rollos de pruebas de rodaje en los que estamos archivados, esos grandes cajones oscuros en donde se encuentran almacenados los héroes ordinarios que hemos sido, los mitos camusianos que no hemos sabido encarnar; en fin, los actores y comparsas que fuimos por turno, geniales y grotescos, bellos y monstruosos, encorvados por el peso de nuestras pequeñas cobardías, de nuestras hazañas, de nuestras mentiras, de nuestras confesiones, de nuestros juramentos y abjuraciones, de nuestras valentías y defecciones, de nuestras certidumbres y dudas; esto es de nuestras ilusiones más insobornables. ¿Qué conservar de todas aquellas pruebas de rodaje? ¿Qué desechar? Si sólo nos pudiésemos quedar con un instante de nuestra vida para llevárnoslo en el viaje más largo, ¿cuál elegir? ¿A costa de qué y de quién? Y sobre todo, ¿cómo aclararse entre tantas sombras, tantos espectros, tantos titanes? ¿Quiénes somos en realidad? ¿Lo que fuimos y lo que nos hubiera gustado ser? ¿El daño que causamos o el que padecimos? ¿Las citas a las que no acudimos o los encuentros fortuitos que desviaron el curso de nuestro destino? ¿Los bastidores que nos preservaron de la vanidad o las candilejas que usamos como hogueras? Somos todo eso a la vez, todo lo que ha sido nuestra vida, con sus altibajos, sus proezas y sus vicisitudes; también somos el conjunto de los fantasmas que nos habitan; somos varios personajes en uno, tan convincentes en los distintos papeles que hemos asumido que nos resulta imposible saber cuál hemos sido de verdad, en cuál nos hemos convertido, cuál nos sobrevivirá.

Tiendo el oído a los ruidos de antaño; ya no estoy solo. Unos susurros revolotean entre recuerdos fragmentados, como cascajos alrededor de un impacto; frases crípticas, llamadas mutiladas, risas y lágrimas entremezcladas, indisociables. Oigo a Isabelle tocar el piano —Chopin—, veo sus dedos largos patinar sobre el teclado con una rara destreza, le busco el rostro que imagino tenso por su extática concentración; la imagen se niega a moverse, se bloquea empecinadamente en las teclas del piano, mientras que las notas explotan en mi cabeza como una coreografía de fuegos artificiales… Mi perro aparece de pronto tras una loma, con mirada perpleja a la vez que melancólica; tiendo la mano para acariciarlo; un gesto que asumo pese a ser absurdo. Mis dedos se deslizan sobre la manta como sobre un pelaje. Dejo que la evocación se apodere de mi hálito, de mi insomnio, de todo mi ser. Veo nuestra choza al final de un camino prácticamente borrado… Soy el perpetuo niño… No es que uno regrese a la infancia, sino que nunca salió de ella. ¿Viejo yo? ¿Qué es un viejo si no un niño que ha pillado años o tripa? Mi madre corre loma abajo, levantando constelaciones de polvo. Mamá, mi dulce mamá. Una madre no es sólo un ser, por único que sea, o una época; una madre es una presencia que ni la erosión del tiempo ni los fallos de la memoria pueden alterar. Así me lo demuestran todos los días de Dios, todas las noches en que la latencia me acorrala en mi cama. que está ahí, que siempre lo ha estado a lo largo de los tiempos, de las oraciones abortadas, de las promesas incumplidas, de las ausencias insoportables y los esfuerzos vanos… Más allá, acuclillado sobre un montón de piedras, con un sombrero de esparto calado hasta las orejas, mi padre mira cómo la brisa abraza la esbeltez de las cañas. Luego, todo se dispara: el fuego arrasando nuestros campos, la calesa del caíd, la carreta llevándome allá donde mi perro no tenía cabida… Jenane Jato… El barbero cantando, Patapalo, El Moro, Ouari y sus jilgueros… Germaine abriéndome los brazos ante la mirada conmovida de mi tío… Luego Río, otra vez Río, siempre Río… Cierro los ojos para poner fin a algo, detener una historia mil veces convocada y mil veces falsificada… ¡No lo consigo!… Nuestros párpados se convierten en puertas falsas; Si los cerramos, empiezan a contar; si los abrimos, nos adentran en nosotros mismos. Somos rehenes de nuestros recuerdos. Nuestros ojos han dejado de pertenecemos… Busco a Émilie en la deshilachada película que tengo metida en la cabeza; no está en ninguna parte. Imposible regresar al cementerio a recoger el polvo de la rosa; imposible regresar al 143 de la calle Frères-Julien para optar al estatuto de gente sensata, de gente que acaba obligatoriamente reconciliándose. Voy y vengo por entre el tremendo gentío que abarrota el puerto de Orán en aquel verano de 1962; veo en los muelles a familias aleladas, amontonadas sobre las escasas pertenencias que han conseguido poner a salvo, a los niños reventados de cansancio durmiendo por el suelo, el paquebote a punto de poner a los desarraigados a merced del vagabundeo del exilio; por mucho que corro de un rostro a un grito, de un abrazo a un pañuelo de despedida, no veo a Émilie por ninguna parte… ¿Y qué hay de mí en todo esto? Sólo soy una mirada que corre, corre, corre por los huecos de la ausencia y la desnudez de los silencios…

¿Qué hacer de mi noche?

¿A quién puedo contarlo?

En realidad, no quiero hacer nada de mi noche ni quiero contar nada. Esta es una verdad que nos desquita de todas las demás: todo tiene un final, y no hay mal que cien años dure.

Me armo de valor, abro la caja, luego la carta. Está fechada una semana antes de la muerte de Émilie. Respiro hondo y leo:

Querido Younes.

Te estuve esperando el día siguiente de nuestro encuentro en Marsella. En el mismo lugar. Te estuve esperando otro día, luego otro y otro. No volviste. Es el mektub, como llamamos nosotros al destino. Una nadería basta para todo, para lo que vale y lo que no. Hay que saber aceptarlo. El tiempo nos hace sentar cabeza. Lamento todos los reproches que te hice. Puede que por eso no me haya atrevido a abrir tus cartas. Hay silencios que se deben respetar. Al igual que las aguas estancas, apaciguan nuestra alma.

Perdóname como yo te perdoné.

Desde donde me encuentro ahora, junto a Simon y a los seres queridos que he perdido, siempre pensaré en ti.

Émilie

Fue como si, súbitamente, todas las estrellas del cielo se hubieran vuelto una, como si la noche, toda la noche, acabara de entrar en mi habitación para velar por mí. Sé que a partir de ahora, allá donde vaya, dormiré en paz.

El aeropuerto de Marignane está tranquilo; no hay demasiado gentío y las colas ante los puntos de facturación se mueven con fluidez. La zona reservada a Air Algérie está casi desierta. Algunos viajeros cargados de maletas —trabendistes, para los iniciados; contrabandistas incombustibles nacidos de la penuria y del instinto de supervivencia— negocian su exceso de peso recurriendo a todas las estratagemas; su número no impresiona al empleado de la compañía. Detrás, unos ancianos jubilados esperan con paciencia su turno, con sus carros sobrecargados.

—¿Lleva usted equipaje, señor? —me pregunta la encargada del mostrador.

—Sólo esta bolsa.

—¿Se la queda con usted?

—Así no tendré que esperar a la llegada.

—Tiene usted razón —me contesta, devolviéndome el pasaporte—. Aquí tiene usted su tarjeta de embarque. A las 9.15 horas tendrá que estar ante la puerta 14.

Mi reloj señala las 8.22. Invito a Bruno y a Michel a tomar un café. Nos sentamos a una mesa. Bruno intenta sin éxito dar con un tema de conversación interesante. Nos bebemos nuestro café muy callados, con la mirada en el vacío. Pienso en Jean-Christophe Lamy. Ayer estuve a punto de preguntar a Fabrice por qué el mayor de nosotros no había venido; se me contrajo la lengua y no insistí. Me enteré por André que Jean-Christophe había asistido a los funerales de Émilie, que Isabelle, que iba con él, se encontraba perfectamente, que ambos sabían que yo iba a ir a Aix… Esto me entristece.

El altavoz anuncia el embarque de forma inmediata del vuelo AH 1069 con destino a Orán. Es el mío. Bruno me estrecha y se queda un rato abrazado a mí. Michel me besa en las mejillas, me dice algo que no entiendo. Les agradezco su hospitalidad y me separo de ellos.

No voy a la sala de embarque.

Me pido un segundo café.

Espero.

Mi intuición me dice que algo va a ocurrir, que tengo que tomármelo con paciencia y permanecer clavado en la silla en la que estoy sentado.

«Último aviso para los pasajeros del vuelo AH 1069 con destino a Orán —grita una voz de mujer por el altavoz—. Este es el último aviso para los pasajeros del vuelo AH 1069».

Mi taza de café está vacía. Vacía tengo la cabeza. Estoy envasado al vacío. Y esta dichosa intuición me sigue obligando a esperar sentado. Los minutos desfilan sobre mis hombros como si fueran paquidermos. Me duele la espalda, me duelen las rodillas, el vientre. El sonido del altavoz me perfora el cerebro y retumba sañudamente en las sienes. Ahora es a mí a quien ruegan que me presente de inmediato ante la puerta 14.

«Se ruega al señor Mahieddine Younes que se presente de inmediato ante la puerta de embarque 14. Este es el último aviso».

Creo que la intuición me está fallando con la edad. Ponte de pie, que aquí ya no hay nada que esperar. Date prisa si no quieres perder el avión. Tu nieto se casa dentro de tres días.

Recojo mi bolsa y me dirijo al área de embarque. Apenas he llegado a la fila de espera, una voz me llama desde lo más hondo de no sé qué:

—¡Jonas!

Es Jean-Christophe. Ahí está, tras la línea amarilla, con su gabardina ajustada, su cabellera cana, caído de hombros, viejo como el mundo.

—Ya estaba empezando a darlo por perdido —le dije, volviendo sobre mis pasos.

—Y eso que he hecho lo imposible para no venir.

—Eso demuestra que sigues siendo igual de testarudo. ¿No te parece que somos demasiado mayores para seguir de morros? Ya estamos al margen del tiempo. En el crepúsculo de nuestra vida, son pocos los placeres que nos quedan, y no hay mayor alegría que volver a ver una cara después de cuarenta y cinco años.

Nos estrechamos con fuerza. Aspirados por un enorme imán. Como dos ríos procedentes de los antípodas, acarreando todas las emociones de la tierra y que, tras haber arrollado montes y valles, se fusionan de pronto en un mismo lecho de espuma y de trombas. Oigo el impacto de nuestros vetustos cuerpos, de nuestra ropa y nuestras carnes fundirse en una misma arruga. El tiempo hace una pausa. Estamos solos en el mundo. Nos estrechamos con fuerza, como antaño estrechábamos por la cintura nuestros sueños, convencidos de que se nos escaparían apenas aflojáramos la presión. Nuestras carcasas desgastadas hasta el tuétano se apuntalan una a otra, permanecen de pie en medio del tornado de nuestros gemidos. Ya no somos sino dos fibras en vivo, dos cables eléctricos pelados a punto de cortocircuitarse, dos viejos mocosos súbitamente entregados a sí mismos, llorando sin disimulo ante desconocidos.

«Se ruega al señor Mahieddine Younes que se presente de inmediato en la puerta de embarque 14», nos atropella la voz femenina desde el altavoz.

—¿Dónde te habías metido? —le digo, empujándolo para verlo mejor.

—Aquí estoy, eso es lo que cuenta.

—Estoy de acuerdo.

Nos volvemos a abrazar.

—Me alegro mucho.

—Yo también, Jonas.

—¿Has estado por aquí ayer y anteayer?

—No, estaba en Niza. Fabrice me llamó para ponerme verde, y luego Dédé. Dije que no iría. Y esta mañana, Isabelle casi me ha echado a la calle. A las cinco de la mañana. He estado conduciendo como un loco. A mi edad.

—¿Cómo está ella?

—Exactamente igual que como la conociste. Incombustible e incorregible… ¿Y tú?

—No me quejo.

—Pareces estar en forma… ¿Has visto a Dédé? ¿Sabes que está muy enfermo? Ha hecho el viaje sólo por ti… ¿Qué tal ha ido el reencuentro?

—Hemos reído hasta llorar, y luego hemos llorado.

—Me lo imagino.

«Se ruega al señor Mahieddine Younes que se presente inmediatamente en la puerta de embarque 14».

—Y Río, ¿cómo está Río?

—¿Por qué no lo compruebas tú mismo?

—¿Me habrán perdonado?

—Y tú, ¿has perdonado?

—Soy demasiado viejo, Jonas. Ya no estoy para rencores; la menor irritación me deja agotado.

—¿Ves? Vivo en la misma casa frente a los viñedos. Y ya viviré solo por siempre. Enviudé hace más de diez años, tengo un hijo casado en Tamanrasset y una hija profesora en la Universidad Concordia de Montreal. Así que me sobra espacio. Elegirás la habitación que más te guste, todas están disponibles. El caballo de madera que me regalaste para que te perdonara la paliza que me diste por Isabelle sigue en el mismo sitio donde lo viste la última vez, sobre la chimenea.

Un empleado de Air Algérie algo despistado se me acerca.

—¿Viaja usted a Orán?

—Sí.

—¿Es usted Mahieddine Younes?

—Sí, soy yo.

—Por favor, lo están esperando para despegar.

Jean-Christophe me hace un guiño.

Tabqa ala Jir, Jonas. Ve en paz.

Me vuelve a estrechar. Noto cómo se me estremece el cuerpo con su abrazo, que dura una eternidad, para indignación del empleado. Jean-Christophe se aparta el primero. Con un nudo en la garganta y los ojos enrojecidos, me dice en voz baja:

—Ahora, lárgate.

—Te estaré esperando —le digo.

—Iré, te lo prometo.

Me sonríe.

Me apresuro para paliar mi retraso, el empleado de Air Algérie me abre camino en la fila, paso por el escáner y luego por la policía de aduanas. Justo cuando me dispongo a pisar el umbral de la zona franca, miro por última vez hacia atrás y los veo a todos sin excepción, vivos y muertos, de pie tras el gran ventanal, despidiéndose de mí con la mano.