El invierno de 1960 fue tan duro que nuestras oraciones se congelaban; casi se las podía oír caer del cielo y estrellarse contra el suelo como si fueran cubitos de hielo. Como la grisura circundante no bastaba para oscurecer nuestros pensamientos, se solían apuntar a la partida espesos nubarrones; se abalanzaban como halcones sobre el sol y se tragaban ante nuestras narices los escasos rayos susceptibles de aportar una pizca de luz a nuestras abotagadas mentes. Había mucha tormenta en el aire; la gente ya no se hacía ilusiones: la guerra se había aficionado a sí misma y a los cementerios les salían alas.
En casa, las cosas se complicaban. Los silencios de Germaine me apenaban. No me gustaba que pasara por mi lado sin mirarme, que comiera en la misma mesa con los ojos clavados en su plato, que esperara que yo acabase de comer para recoger y retirarse a su habitación sin abrir la boca. Aquello me dolía, pero tampoco sentía la necesidad de reconciliarme con ella. No tenía fuerzas para tanto. Todo me cansaba, me repugnaba. Me negaba a atender a razones, poco me importaba estar equivocado, no buscaba sino el oscuro rincón desde donde me prohibía a mí mismo reflexionar sobre lo que tenía que hacer, pensar en lo que había hecho, saber si había actuado bien o mal. Estaba amargo como una raíz de adelfa, enfurruñado y furioso contra algo que no tenía interés en definir. A ratos, las obscenas groserías de Krimo resonaban en mi cabeza; me sorprendía deseándole las peores sevicias, luego se me pasaba y me aislaba de todo. No sentía odio, ni tampoco ira, estaba convencido de tener tan saturado el ser que una bocanada añadida de aire lo habría hecho estallar.
En los ratos en que me calmaba, pensaba en mi tío. No lo echaba de menos. Sin embargo, la ausencia que había dejado tras de sí me recordaba las que me tenían amputado. Sentía que no tenía dónde apoyarme, que flotaba a cámara lenta dentro de una burbuja sofocante, que yo mismo era una burbuja a merced de la más insignificante ramita. Tenía que reaccionar, notaba cómo me iba deslizando, desintegrando lentamente. Así que convoqué a mi muerto. Su recuerdo suplantaba los míos, su fantasma espantaba las desgracias que me habían golpeado. ¿Acabaría echándolo de menos? Me sentía tan solo que a mi vez estaba a punto de desaparecer, como una sombra repentinamente aspirada por las tinieblas. Mientras iban haciéndose menos evidentes mis contusiones, me encerré en su despacho y me apasioné con la lectura de sus cuadernos: una decena de libretas y registros llenos de notas, de críticas, de citas de escritores y de filósofos del mundo entero. También llevaba un diario que me encontré por casualidad debajo de un montón de recortes de prensa, en un cajón de su mesa de despacho. Sus escritos trataban de la Argelia de los oprimidos, del movimiento nacionalista y de las aberraciones humanas que convertían la esencia de la vida en una simple correlación de fuerzas, en una lamentable y estúpida voluntad por parte de unos de avasallar a los demás. Mi tío tenía una gran cultura, era un erudito y un sabio. Recuerdo la mirada que me dirigía al cerrar sus cuadernos; era una mirada sublime, de enternecedora y chispeante inteligencia. «Me gustaría que mis escritos quedasen para las generaciones venideras», me dijo. «Esa será tu parte de posteridad», me pareció oportuno contestarle para halagarlo. Se le contrajeron los rasgos. Replicó: «La posteridad nunca ha vuelto las tumbas más cómodas. Su único mérito está en aplacar nuestro miedo a la muerte, ya que nuestra inexorable finitud no conoce mejor terapia que la ilusión de una buena eternidad. Pese a ello, hay otra cosa a la que tengo apego: la memoria de una nación ilustrada. Es la única posteridad con la que sueño».
Cuando miraba a lo lejos desde mi balcón y no veía nada en el horizonte, me preguntaba si había vida más allá de la guerra.
André Sosa me hizo una visita una semana después de la intervención de Pepe Rucillio. Aparcó su coche frente a los viñedos y me hizo una señal para que bajara. Le dije que no con la mano. Abrió la portezuela y se apeó. Llevaba un abrigo de color beis ancho y abierto sobre su tripón y botas de cuero que le llegaban hasta las rodillas. Por su amplia sonrisa, entendí que venía en son de paz.
—¿Vamos a dar una vuelta en mi carro?
—Estoy bien donde estoy.
—Pues subo.
Lo oí saludar respetuosamente a Germaine en el vestíbulo, luego abrir la puerta de mi habitación. Antes de llegar al balcón, echó una mirada a mi cama sin hacer, a los libros apilados sobre la mesilla de noche, se acercó a la chimenea sobre la que seguía encabritado el caballo de madera que me regaló Jean-Christophe al día siguiente de la paliza que me dio en el colegio, en una vida anterior.
—Eso sí que eran buenos tiempos, ¿verdad, Jonas?
—El tiempo no tiene edad, Dédé. Somos nosotros los que hemos envejecido.
—Tienes razón, salvo que no hemos tomado ejemplo del vino que producimos: no hemos mejorado con el tiempo.
Se acodó en el balcón, a mi lado, y dejó su mirada planear sobre los viñedos.
—En el pueblo nadie piensa que tengas algo que ver con este asunto de fellagas. Krimo no para de asegurar lo contrario. Ayer lo vi, y se lo dije en la cara.
Se volvió hacia mí evitando fijarse en los moratones que me desfiguraban el rostro.
—Lamento no haber venido antes.
—¿Qué habría cambiado eso?
—No lo sé… ¿Te gustaría venirte conmigo a Tlemcen? Orán se ha vuelto imposible con sus matanzas diarias, y tengo ganas de cambiar de aires. En Río todo me entristece.
—No puedo.
—No nos quedaremos mucho. Conozco un restaurante…
—No insistas, Dédé.
Meneó la cabeza.
—Te comprendo. Pero no lo apruebo. No es bueno que te quedes así, rumiando tu hiel.
—No tengo hiel. Necesito estar solo.
—¿Te molesto?
Volví a concentrarme en la lejanía para no contestar.
—Es increíble lo que nos está ocurriendo —suspiró, mientras se acodaba de nuevo en el balcón—. ¿Quién iba a imaginarse que nuestro país iba a caer tan bajo?
—Era previsible, Dédé. Había un pueblo arrastrado por el suelo, al que se estaba pisoteando como si fuera césped. Un día u otro tenía que rebelarse. Y así es como se pierde el equilibrio.
—¿Piensas realmente lo que dices?
Esta vez me puse yo frente a él.
—¿Hasta cuándo nos vamos a seguir engañando, Dédé?
Se llevó el puño a la boca y sopló dentro, meditando mis palabras.
—Es verdad que había cosas que no iban bien, pero de ahí a desencadenar una guerra tan violenta, no estoy de acuerdo. Se habla de cientos de miles de muertos, Jonas. ¿No te parece que es demasiada gente?
—¿Y eso me lo preguntas tú a mí?
—Me siento totalmente perdido. No me lo puedo creer. Lo que está ocurriendo en Argel sobrepasa el entendimiento. Y París, que no da pie con bola. Hasta hablan de autodeterminación. ¿Qué será eso de la autodeterminación? ¿Que lo borremos todo y volvamos a empezar desde principios equitativos? O que…
No se atrevió a acabar su frase. Su preocupación se convirtió en enojo; se le emblanquecieron los nudillos de tanto estrangular sus fantasmas.
—Al final, ese jodido general no habrá comprendido nada de nuestra desgracia —dijo, aludiendo al famoso «Os he comprendido» que soltó De Gaulle a los ciudadanos de Argel el 4 de junio de 1958, que entusiasmó a las masas y prorrogó las ilusiones.
Una semana después, el 9 de diciembre de 1960, todo Río Salado se desplazó a Aïn Témouchent, una ciudad cercana en la que el general daba un mitin bautizado por el cura como «misa de la última oración». Según los rumores, la gente estaba preparada para lo peor, aunque tampoco acabara de creérselo. El temor mantenía las filas prietas, reforzaba las anteojeras; se negaban a mirar el reverso de las realidades sentenciosas, de los futuros inapelables. Los oí al amanecer, mientras sacaban sus coches de las cocheras, formaban convoyes, se hablaban a voz en grito, soltaban sus gracias, gritaban con fuerza para dominar esa deprimente voz que les impedía dormir y que les repetía, sin tregua ni desmayo, que tanto los dados como la propia suerte estaban ya echados. Por mucho que soltaran carcajadas, que alzaran la voz, que fingieran tener todavía algo que decir y no darse por vencidos, resultaba evidente que su fervor era pura fachada, que el aplomo que aparentaban no era creíble, que su mirada perdida no encajaba en absoluto con la seguridad que simulaban. Esperaban salvar las apariencias conservando la moral, hacer entrar en razón al destino, obligarlo moralmente, provocar el milagro. Y olvidaban que la cuenta atrás había empezado y que no quedaba nada recuperable, porque había que estar ciego para seguir caminando en la noche de todas las utopías, esperando un amanecer que ya se había levantado sobre otra era y que ellos se empeñaban en acechar donde ya no podía estar.
Salí a dar una vuelta por las calles desiertas. Luego fui al otro lado del cementerio judío, a enfrentarme a las ruinas calcinadas de lo que había sido la casa en la que tuve, por espacio de un abrazo, mi primera experiencia sexual. Un caballo pacía cerca de la antigua cuadra, por completo ajeno a las derivas humanas. Me senté sobre una tapia y me quedé ahí hasta mediodía, mientras me reinventaba la silueta de la señora Cazenave: sólo entreví el coche de Simon ardiendo y a Émilie apretando a su hijo contra su cuerpo medio desnudo.
Los coches regresaron de Aïn Témouchent. Si bien por la mañana habían salido armando todo el follón que pudieron con bocinas y motores, y haciendo ondear la bandera tricolor, ahora regresaban del mitin como de un velatorio: silenciosos como un cortejo fúnebre, los estandartes a media asta, cabizbajos. Una chapa de plomo cayó sobre el pueblo. Todos los rostros llevaban luto por una esperanza condenada de antiguo que habían querido incensar con volutas de humo. Argelia será argelina.
Al día siguiente, una mano triunfante pintó en la fachada de una bodega, con pintura roja, un inmenso «FLN».
Orán contenía su aliento aquella primavera de 1962. Yo buscaba a Émilie. Temía por ella. La amaba, y regresaba para demostrárselo. Me sentía en condiciones de enfrentarme a huracanes, a truenos, a todos los anatemas juntos y a las miserias del mundo entero. Ya estaba harto de consumirme por ella. Estaba harto de tender la mano hacia ella y encontrarme solo con su ausencia en la punta de los dedos. Me decía: «Te va a rechazar, te va a decir palabras muy duras, te va a fulminar»; nada me disuadió. Ya no temía faltar a los juramentos, triturarme el alma con el puño cerrado; ya no temía ofender a los dioses, encarnar el oprobio hasta el final de los tiempos. En la librería me dijeron que Émilie había salido una noche y no había vuelto a dar señales de vida. Recordé el número del trolebús que tomó la última vez que estuve allí, bajé en todas las paradas, me pateé todas las calles circundantes. Creí reconocerla en cada mujer dedicada a sus labores, en cada silueta que desaparecía tras una esquina, en la entrada de cada edificio. Preguntaba por ella en las tiendas de comestibles, en las comisarías, a los carteros, y, pese a regresar a diario de vacío, en ningún momento tuve la impresión de estar perdiendo el tiempo. Pero ¿dónde encontrarla en una ciudad en estado de sitio, en un matadero a cielo abierto, en medio del caos y de la furia humana? La Argelia argelina estaba naciendo con fórceps en una crecida de lágrimas y sangre; la Argelia francesa entregaba el alma en medio de sangrías torrenciales. Y ambas, exhaustas por siete años de guerra y de horror, y a pesar de no poder más, seguían hallando fuerzas para destrozarse entre sí como nunca. La semana de las barricadas, decretada en Argel en enero de 1960, no consiguió frenar la marcha inflexible de la Historia. El golpe de los generales, intentado por un puñado de secesionistas en abril de 1961, no hizo sino precipitar a ambos pueblos a una tormenta surrealista. Los militares se veían superados por los acontecimientos; disparaban sin distingo contra los civiles y repelían la embestida de una comunidad para sucumbir ante la de otra. Los «estafados» por los tejemanejes de París, o sea, los partidarios de la ruptura definitiva con la madre patria, Francia, tomaban las armas y juraban recuperar, palmo a palmo, la Argelia que les estaban confiscando. Las ciudades y los pueblos se sumían en la mayor de las pesadillas. Los atentados se devolvían con atentados, las represalias con asesinatos, los secuestros con incursiones de comandos. Pobre del europeo al que pillaran con un musulmán, pobre del musulmán que se conchabara con un europeo. Las comunidades se aislaban mediante líneas de demarcación y, por instinto gregario, se recogían en sí mismas, vigilaban sus fronteras día y noche, y no dudaban en linchar al imprudente que se extraviase. Todas las mañanas aparecían cuerpos descoyuntados en la calle; todas las noches se organizaban batallas campales entre espectros. Las pintadas en las paredes evocaban epitafios. Entre los «Vote sí», los «FLN», los «Viva Argelia Francesa», empezaron de pronto a verse las tres iniciales del Apocalipsis: OAS, la Organización Armada Secreta, nacida de la agonía de las colonias, del rechazo del hecho consumado, y que iba a socavar aún más el foso de las perdiciones, hasta el corazón del infierno.
Émilie se había volatilizado, pero yo estaba decidido a ir en su busca más allá del limbo. La sentía muy cerca, al alcance de la mano; estaba convencido de que me bastaría con abrir una cortina, empujar una puerta, apartar a un transeúnte para dar con ella. Estaba como loco. No veía los charcos de sangre ni las huellas de balas en los muros. La desconfianza de la gente no me afectaba. Su hostilidad, su desprecio, sus insultos a veces, me atravesaban de parte a parte sin frenar mis pasos. Sólo pensaba en ella, sus ojos eran mi único horizonte; ella era el destino que me había propuesto; lo demás no me importaba.
Fabrice Scamaroni me sorprendió aventurándome por una ciudad apestosa a hiel y a muerte. Detuvo su coche a mi altura, me dijo a voces que subiera rápidamente y arrancó a la carrera. «¿Estás loco o qué? Esto es una auténtica ratonera». «Estoy buscando a Émilie». «¿Cómo esperas encontrarla si ni siquiera ves en qué revolcadero te metes? ¡Joder, este barrio es peor que un campo de minas!».
Fabrice ignoraba dónde estaba Émilie. Ella jamás pasó a verlo por el periódico. Se la cruzó una vez en Choupot, pero hacía meses de eso. Me prometió buscar por su cuenta.
En Choupot me indicaron un edificio del bulevar Laurent-Guerrero. La portera me aseguró que la señora en cuestión había efectivamente vivido en el segundo piso antes de mudarse a raíz de una matanza.
—¿No dejó ninguna dirección donde mandarle el correo?
—No… Si no me falla la memoria, creo que dijo al de la mudanza que la llevara a Saint-Hubert.
Llamé a todas las puertas de Saint-Hubert. Sin éxito. ¿Dónde estaría? ¿O se estaría escondiendo? La ciudad estaba patas arriba. La tregua del 19 de marzo de 1962 acabó con las últimas bolsas de resistencia. Los cuchillos se las veían directamente con las metralletas; las granadas tomaban el relevo de las bombas; las balas perdidas hacían estragos. Y Émilie retrocedía mientras yo avanzaba entre humo y olores de cremación. ¿Habría muerto? ¿Alcanzada por una deflagración, una bala perdida? ¿Acuchillada en algún hueco de escalera? Orán no perdonaba a nadie, segaba vidas a mansalva, sin distinguir entre viejos y niños, entre mujeres y simplones errantes alucinados. Yo estaba allí cuando estallaron esos dos coches bomba en la Tahtaha que dejaron cien muertos y decenas de mutilados entre la población musulmana de Médine J’dida; yo estaba allí cuando recogieron decenas de cadáveres de europeos en las aguas contaminadas del Petit Lac; yo estaba allí cuando un comando OAS hizo una incursión en una cárcel de la ciudad para sacar a presos del FLN a la calle y ejecutarlos delante de la gente; yo estaba allí cuando unos saboteadores dinamitaron los depósitos de combustible del puerto y el paseo marítimo se vio durante días envuelto en un espeso humo negro; y me decía que Émilie tenía que estar oyendo las mismas deflagraciones, viviendo las mismas convulsiones, padeciendo los mismos espantos que yo, y no comprendía por qué nuestros caminos no se encontraban, por qué el azar, la providencia, la fatalidad, en fin, todo ese maleficio hacía que quizá nos cruzáramos muy cerca sin percatarnos de ello en medio de tanta degradación. Me enfurecía la huida dispersa de los días que borraban las pistas que llevaban a Émilie; me enfurecía toparme con escenas tremendas, con todo tipo de individuos, atravesar campos de tiro, ratoneras, mataderos, carnicerías, sin dar con la menor huella, con una ilusión susceptible de ayudarme a encontrar a Émilie, a pensar que seguía viva cuando el pánico se había apoderado de la población europea. En los buzones, unos extraños paquetes espantaban a las familias. Llegó el momento de elegir entre la maleta o el ataúd. Las primeras salidas hacia el exilio tuvieron lugar en medio de una anarquía indescriptible. Los coches atestados de maletas y de sollozos se precipitaban hacia el puerto o los aeródromos, otros hacia Marruecos. Los rezagados esperaban hasta vender sus bienes para irse; con las prisas, se malbarataban tiendas, casas, coches, fábricas, sucursales; a veces ni siquiera se esperaba a los compradores; apenas daba tiempo a cerrar la maleta.
En Río Salado, los postigos estaban alicaídos, las ventanas, abiertas y las casas, vacías. En las aceras se amontonaban bultos informes. Muchos habitantes se habían ido; los que quedaban no sabían a qué santo encomendarse. Un anciano derrengado se tambaleaba en la puerta de su casa, con el cuerpo oxidado por el reuma. Un joven intentaba ayudarlo a caminar mientras el resto de la familia se impacientaba en una furgoneta abarrotada. «Podían haber esperado a que reventara —dijo el anciano con voz trémula—. ¿Dónde voy a morir ahora?». En la avenida principal, camiones, coches, carros, todo un mundo evacuaba el lugar. En la estación, una multitud aturdida aguardaba un tren que se hacía esperar cruelmente. La gente corría sin rumbo, desorientada, con los ojos en blanco, como ciegos desasistidos, abandonados por sus santos y sus ángeles de la guarda. La demencia, el miedo, la pena, el naufragio, la tragedia ya sólo tenían un rostro: el de ellos.
Germaine estaba sentada en la entrada de la farmacia, con la cabeza entre las manos. Nuestros vecinos se habían ido, sus perros daban vueltas detrás de las verjas.
—¿Qué debo hacer? —me preguntó.
—Tú te quedas —le dije—. Nadie te pondrá una mano encima.
La abracé. Aquel día me pareció tan pequeña que habría cabido en el hueco de mi mano. Era pura pena y desamparo, entorpecimiento y desánimo, derrota e incertidumbre. Tenía los ojos enrojecidos de llorar y de miedo. Las piernas le temblaban bajo el peso de tanta incertidumbre. La besé en sus mejillas anegadas de lágrimas, en su frente estriada por arrugas, en su cabeza quebrada por pensamientos tristes. Tenía entre mis manos toda la consternación del mundo. La hice subir al piso y bajé otra vez a la calle. La señora Lambert alzaba las manos al cielo y las dejaba caer sobre sus muslos. «¿Adónde puedo ir? ¿Adónde puedo ir? No tengo hijos ni familiares en ninguna parte del mundo». Le rogué que regresara a su casa. No me oyó y siguió hablando sola. Al final de la calle, los Ravirez corrían sin saber dónde ir, con sus maletas al hombro. En la plaza del ayuntamiento, familias enteras con sus bultos dispersos por el suelo reclamaban autocares. El alcalde hacía lo imposible por calmarlos, en vano. Por su parte, Pepe Rucillio les pedía que regresaran a sus casas y esperaran que las cosas se calmaran. «Aquí estamos en nuestra casa. No iremos a ninguna parte». Nadie le hacía caso.
André Sosa estaba solo en su cafetería abierta por los cuatro costados. Entre sus mesas rotas, su barra arrasada, sus espejos estrellados. El suelo relucía de cascotes y vasos rotos. Las lámparas del techo colgaban miserablemente por encima de la devastación, con sus bombillas rotas. André estaba jugando al billar. No se fijó en mí. No se fijaba en nada. Frotaba la punta del taco con una tiza, se acodaba en el borde de la mesa y apuntaba hacia una bola imaginaria. No había bolas sobre el billar y el tapete estaba rajado. A André le daba igual. Apuntaba hacia la bola que era el único que veía, y golpeaba. Luego se incorporaba, seguía con la mirada la trayectoria de la bola y, cuando conseguía un punto, alzaba un puño en señal de victoria y se colocaba en la otra punta de la mesa. De cuando en cuando, se acercaba a la barra, daba unas cuantas chupadas a su cigarrillo, lo volvía a colocar sobre el cenicero y proseguía con su partida.
—Dédé —le dije—, no puedes quedarte ahí.
—Estoy en mi casa —masculló, y golpeó la bola.
—He visto granjas ardiendo hace un rato, mientras venía de Orán.
—No me moveré de aquí. Los estoy esperando.
—Sabes perfectamente que eso no es razonable.
—Te he dicho que no me moveré de aquí.
Me dio la espalda y siguió jugando. Se le apagó el cigarrillo; encendió otro, luego otro, hasta que arrugó con despecho el paquete vacío. Anochecía, la oscuridad iba invadiendo subrepticiamente el bar. André siguió jugando una y otra vez hasta que soltó el taco y fue a sentarse al pie del mostrador. Se colocó el mentón sobre las rodillas, cruzó sus dedos detrás de la nuca. Permaneció así un largo rato, al cabo del cual oí un gemido. André lloró todas las lágrimas de su cuerpo, sin cambiar de postura. Luego se secó la cara con un pico de su camisa y se levantó. Salió al patio en busca de bidones de gasolina, roció el mostrador, las mesas, las paredes, el suelo, encendió una cerilla y se quedó mirando las llamas mientras estas se extendían por la sala. Lo agarré por el codo y lo saqué fuera. Se quedó plantado en el patio, mirando alucinado cómo se esfumaba su negocio.
Cuando la hoguera se tragó la techumbre, André se fue hacia su coche. Sin una palabra. Sin mirarme una vez. Arrancó, soltó el freno de mano y condujo lentamente hacia la salida del pueblo.
El 4 de julio de 1962, un Peugeot 203 se detuvo delante de la farmacia. Dos hombres trajeados y con gafas oscuras me ordenaron que los siguiera. «Es una simple formalidad», me dijo uno de ellos en árabe con marcado acento de Cabilia. Germaine estaba enferma, encamada en su habitación. «No tardaremos mucho», me prometió el conductor. Subí al asiento trasero. El coche maniobró allí mismo para dar media vuelta. Dejé caer la cabeza sobre el respaldo. Había pasado la noche junto a la cama de Germaine; estaba muy cansado.
Río parecía un final de época, desustanciado, a merced de un nuevo destino. La bandera tricolor que adornaba el frontón del ayuntamiento había sido retirada. En la plaza, campesinos con turbantes rodeaban a un orador aupado sobre el brocal de un pozo. Les estaba soltando un discurso en árabe y estos lo escuchaban con solemnidad. Algunos escasos europeos caminaban rozando las paredes, incapaces de abandonar sus tierras, sus cementerios, sus casas, el café donde hacían y deshacían sus amistades, sus alianzas, sus proyectos; en fin, esa patria chica en que se sustentaba lo esencial de su razón de ser.
Era una bonita mañana, con un sol tan grande como el dolor de los que se iban, inmenso como la alegría de los que regresaban. Las cepas de los viñedos parecían ondear entre reverberaciones, y los espejismos semejaban mares lejanos. Aquí y allá ardía una granja. El silencio que pesaba sobre la carretera daba la impresión de recogerse en sí mismo. Mis dos acompañantes permanecían callados. Sólo veía su nuca tiesa, las manos del conductor sobre el volante y el rutilante reloj de su vecino. Atravesamos Lourmel como quien cruza un sueño indefinible. Ahí también crecían los grupos en torno a tribunos inspirados. Banderas verdiblancas con medialuna y estrella roja sanguínea confirmaban el nacimiento de una nueva república, de una Argelia devuelta a los suyos.
A medida que nos acercábamos a Orán iba en aumento el número de carcasas de automóviles que balizaban los arcenes de la carretera. Algunas estaban calcinadas, otras, saquedas, sin portezuelas y con el capó levantado. Por los alrededores yacían dispersos bultos, maletas, baúles destripados, abollados, con ropa prendida en la maleza y objetos abandonados en la calzada. También se veían huellas de agresiones, sangre sobre el polvo, parabrisas quebrados a golpe de barra de hierro. Muchas familias fueron interceptadas camino del exilio y masacradas. Otras muchas huyeron por los viñedos para intentar regresar a pie a la ciudad.
Orán estaba efervescente. Miles de niños se perseguían en los descampados, ametrallaban a pedradas los coches que pasaban, cantaban a voz en grito su propia liberación. Las calles rebosaban de gente, de alegre algarabía. Los edificios vibraban con los «yuyu» de alegría de las mujeres que usaban sus velos a modo de oriflamas, y resonaban con los redobles de bendir, de tambor, de derbuka, con bocinazos estrepitosos y cantos patrióticos.
El Peugeot entró en el cuartel Magenta donde el Ejército de Liberación Nacional, recién llegado a la ciudad, había establecido su cuartel general. Aparcó ante un edificio. El conductor rogó a un centinela que informara al «teniente» de la llegada de «su huésped».
El patio del acantonamiento estaba atestado de hombres vestidos con traje de faena, de ancianos con gandura y de civiles.
—Jonas, mi querido Jonas, ¡qué alegría volver a verte!
Jelloul me abrió los brazos en la escalinata del edificio. Él era el teniente. Llevaba uniforme de paraca sin galones, un tocado de campaña y gafas negras.
Me apretó hasta casi ahogarme antes de empujarme para examinarme de pies a cabeza.
—Pareces más delgado. ¿Qué hay de tu vida? Últimamente me he acordado mucho de ti. Eres un hombre instruido, acudiste cuando la patria te necesitó, y me he estado preguntando si te apetecería poner tu saber y tus diplomas al servicio de nuestra joven república. No tienes por qué contestarme ahora mismo. Además, no te he hecho venir por eso. Estoy en deuda contigo, y he decidido satisfacerla hoy mismo porque mañana será otro día y quiero renacer al mundo totalmente limpio. ¿Cómo quieres que disfrute de mi libertad absoluta con acreedores que me pisan los talones?
—No me debes nada, Jelloul.
—Muy amable por tu parte, aunque no tengo intención de deberte nada. No he olvidado el día en que me diste dinero y me llevaste de vuelta a mi aldea en bicicleta. Puede que para ti fuera un simple detalle, pero para mí fue una revelación: acababa de descubrir que el árabe, el árabe bello, el árabe digno y generoso no era ni un antiguo mito ni aquello en lo que el colono lo había convertido… No tengo la suficiente instrucción para explicarte lo que ocurrió dentro de mi cabeza aquel día, pero aquello me cambió la vida. —Me agarró por el brazo—. Ven conmigo.
Me condujo ante un edificio con muchas puertas de hierro. Me di cuenta de que se trataba de calabozos. Jelloul introdujo la llave en una cerradura, corrió el cerrojo externo y me dijo:
—Ha sido el militante más feroz de la OAS, implicado en varios actos terroristas. He hecho lo imposible para salvar su pellejo. Es todo tuyo. Así habré saldado mi deuda contigo. Ala, abre la puerta y dile que queda libre, que puede largarse con viento fresco adonde le parezca, pero que aquí, en mi país, ya no hay sitio para él.
Me saludó militarmente, se dio la vuelta y regresó a su despacho.
No me quedó claro lo que pretendía; ignoraba a quién se refería. Mi mano se posó sobre el pomo de la puerta, tiró levemente de él. Los goznes chirriaron. La luz del día se vertió en el interior de la celda sin ventana, evacuando un efluvio de calor como cuando se abre un horno. Una sombra resopló en un rincón. Al principio deslumbrada, se llevó la mano a la frente para protegerse de la luz repentina.
—Lárgate de aquí —le aulló un guardián en el que no me había fijado.
El cautivo se movió con dificultad, se apoyó en la pared para incorporarse. Le costaba sostenerse sobre sus piernas. Cuando caminó hacia la salida, el corazón me dio un vuelco. Era Jean-Christophe, Jean-Christophe Lamy, o lo que quedaba de él, un hombre roto, hambriento, tiritando dentro de su camisa mugrienta, con el pantalón arrugado y caído, la bragueta abierta, los zapatos sin cordones. Una barba de varios días le comía la cara, demacrada y tétrica como una hoja de cuchillo. Olía a orina y a sudor, y tenía las comisuras de los labios cubiertos por una capa seca de saliva blanca. Me soltó una mirada oscura, de sorpresa por encontrarme allí contemplando el calamitoso estado en que se encontraba; intentó levantar la barbilla pero estaba demasiado agotado. El guardián lo agarró por el cuello y lo sacó con saña de la celda.
—Déjalo tranquilo —dije al guardián.
Jean-Christophe se me quedó mirando de frente un momento y, antes de salir del acantonamiento, me dijo:
—No te he pedido nada.
Y se alejó. Cojeando. No pude dejar de pensar, mientras se alejaba, en lo que habíamos compartido, en los tiempos de florida inocencia, y me invadió una insostenible tristeza. Lo miré ir, encorvado, con paso inseguro; para mí, era toda una vida lo que se apagaba ante mis ojos, y me dije que si los cuentos que mi madre me contaba, en tiempos remotos, siempre me dejaban un regusto a inacabado, era porque terminaban exactamente igual que esta época que Jean-Christophe había elegido por sombra y que ahora se llevaba, con el quejumbroso arrastrar de sus zapatos, hacia un destino ignoto.
Caminé por las calles alborozadas, entre cantos y yuyus de alegría, bajo las banderas verdiblancas, en medio del estrépito festero de los trolebuses. Al día siguiente, 5 de julio, Argelia tendría una tarjeta de identidad, un emblema y un himno nacionales, y miles de referencias por reinventar. En los balcones, las mujeres no ponían freno a su felicidad y a sus llantos. Los mocosos bailaban en las placetas, se subían en lo alto de las estelas, de las fuentes, de las farolas, de los techos de los coches, corrían bulevar abajo como cascadas. Sus gritos suplantaban las fanfarrias y los clamores, las sirenas y los discursos; ya eran el mañana.
Fui al puerto a ver marchar a los desterrados. Los muelles estaban abarrotados de pasajeros, de maletas, de pañuelos de despedida. Unos paquebotes esperaban para levar ancla, bamboleándose ante la pena de los expatriados. Había familias que se buscaban entre tanto barullo, niños que lloraban, ancianos que dormían sobre sus bultos, exhaustos, rezando en sueño para jamás volver a despertar. Apoyado en una balaustrada que daba al puerto, yo pensaba en Émilie, que quizás estuviese allí, en alguna parte dentro de la amplia y desamparada masa que se atropellaba a las puertas de lo desconocido, o quizás estuviese ya lejos, o muerta, o aún ocupada en recoger sus pertenencias detrás de aquellos edificios de aspecto marcial, y me quedé acodado frente al puerto hasta muy adelantada la noche, hasta el amanecer, incapaz de resignarme a la idea de que lo que en realidad no había empezado había acabado del todo.