Eran las siete, una tarde de finales de abril de 1959. El cielo se dejaba lamer por las llamas del poniente mientras una nube, huérfana de su rebaño, se lamentaba por encima del pueblo, inmóvil, esperando que un viento de paso se la llevara con él. Estaba colocando cajas en la rebotica y me disponía a cerrar. Al regresar a la sala, me topé con un joven de pie en la misma entrada. Estaba nervioso y tenía la chaqueta recogida como si ocultara algo.
—No quiero hacerte daño —farfulló en árabe.
Debía de tener unos dieciséis o diecisiete años. Estaba tan lívido que le veía con nitidez la pelusa alrededor de los labios. Tenía pinta de fugitivo. Flaco como una estaca, tenía el pantalón roto en las rodillas, unos botines embarrados y una bufanda arrugada alrededor de un cuello lleno de cortes.
—Es la hora de cierre, ¿verdad?
—¿Qué quieres?
Se abrió la chaqueta con gesto brusco: tenía una pistola debajo de la cintura. Se me heló la sangre al ver el arma.
—Es El-Jabha, el Frente, el que me manda. Vas a bajar la persiana. No te ocurrirá nada si haces lo que te ordeno.
—¿Qué historia es esta?
—La de tu patria, doctor.
Como titubeé, sacó su arma y, sin apuntarme, me ordenó que obedeciera. Bajé la persiana con los ojos pegados al cañón del arma.
—Ahora, retrocede.
Su miedo competía con el mío. Temiendo que su nerviosismo se adelantara a sus intenciones, levanté las manos para tranquilizarlo.
—Enciende y luego cierra los postigos de la ventana.
Obedecí. En el silencio de la sala, mi corazón parecía el pistón de una máquina enloquecida.
—Sé que tu madre está en el piso de arriba. ¿Hay alguien más en la casa?
—Estoy esperando a invitados —mentí.
—Los esperaremos juntos.
Se sonó la nariz con el revés de la mano armada y me ordenó con la cabeza que subiera arriba. No había avanzado cuatro peldaños cuando me hundió el cañón de la pistola en el costado.
—Te lo repito: no te ocurrirá nada si haces lo que te ordeno.
—Guarda el arma. Te prometo que…
—Tú a lo tuyo. Y no te confíes por mi edad. A otros no les dio tiempo a lamentarlo. Soy el emisario del Frente de Liberación Nacional. Piensan que se puede confiar en ti. No lo decepciones.
—¿Puedo saber lo que queréis de mí?
—Déjame recordarte que estamos en guerra.
Me pegó a la pared, en el rellano, y aguzó el oído. El ruido de vajilla que sonaba de la cocina le provocó un tic en la mejilla izquierda.
—Llámala.
—Es mayor y está enferma. Mejor será que ocultes tu arma.
—Llámala.
Llamé a Germaine. Esperaba que se llevara la mano a la boca o gritara; reaccionó con una sangre fría que me dejó perplejo. Apenas frunció el ceño al ver la pistola.
—Lo he visto salir de los cultivos —dijo.
—Vengo del maquis —confesó el adolescente con un deje de orgullo que pretendía ser perentorio—. Vayan a sentarse los dos allí, en ese banco de la sala grande. Si suena el teléfono o llaman a la puerta, no contesten. No tienen nada que temer.
Nos señaló un sillón con la punta de la pistola. Germaine se dejó caer la primera y cruzó los brazos sobre su vientre. Su calma me tenía anquilosado. Intentaba no mirar hacia mí, sin duda esperando que yo hiciera lo mismo. El adolescente se acuclilló frente a nosotros y nos miró fijamente como si fuéramos dos muebles más. Parecía no permitirse ni respirar. No conseguía adivinar sus intenciones; sin embargo, me tranquilizó verlo menos agobiado que cuando había llegado.
La noche sumió el salón en la oscuridad. El chico, con la pistola sobre un muslo y la mano encima, no se movía. Pero sus ojos brillaban en la oscuridad. Le propuse encender la luz. No contestó. Al cabo de unas cuantas horas, Germaine empezó a moverse. No era por nerviosismo o cansancio; tenía que ir al aseo y no se atrevía a pedirle permiso al desconocido, por pudor. Lo hice por él. El chico emitió dos «¡chis!».
—¿Qué estamos esperando? —le dije.
Germaine me dio un leve codazo para hacerme callar. Un rayo iluminó las tinieblas antes de retractarse, sumiendo el pueblo en una opacidad que me pareció más compacta. Sentí cómo se me enfriaba la transpiración en la espalda; me acometió un incontenible deseo de despegarme la camisa pegada a la piel; me disuadió la inmovilidad del desconocido.
Los ruidos del pueblo se fueron espaciando. Por alguna parte se oyó un último zumbido rugir y alejarse, hasta que un atronador silencio se extendió por las callejas y los sembrados. Hacia medianoche, un proyectil rebotó contra el postigo de la ventana. El chico acudió a escrutar las tinieblas tras el cristal; se volvió hacia Germaine y le ordenó abrir abajo. Mientras ella bajaba los peldaños que llevaban a la botica, puso el cañón de su pistola contra mi nuca y me obligó a caminar hasta la escalera.
—Señora, como grite, lo mato.
—Ya lo sé —replicó Germaine.
Corrió el cerrojo de la puerta de la calle; de inmediato se produjo un revuelo en la planta baja. Quise saber lo que estaba ocurriendo, la pistola me aplastó el cráneo contra la pared.
Germaine volvió a subir. Vi unas vagas siluetas que se movían en el hueco de la escalera. «¡Enciende, idiota!», gruñó una voz áspera. Germaine accionó el interruptor; la bombilla del rellano alumbró a cuatro hombres armados intentando torpemente cargar con un cuerpo sobre una camilla improvisada. Reconocí a Jelloul, el antiguo sirviente de André. Llevaba un traje de faena desastrado, una metralleta al hombro y botas completamente embarradas. Me empujó a un lado y ayudó a los otros tres a subir los escalones y a soltar su bulto al pie del sillón, en el salón. Sin hacer caso de nosotros, pidió a sus compañeros que tumbaran con cuidado el cuerpo sobre la mesa del comedor.
—Podéis iros —les ordenó—. Regresad junto a la unidad. Me quedo con Laoufi. No es necesario que volváis a buscarnos. En caso de problemas, me las arreglaré.
Los tres hombres bajaron de nuevo la escalera y se perdieron en la noche. En silencio. Ignorándonos. El chico retiró el cañón de su pistola y me llevó a empellones hasta el salón.
—Gracias, chico —le dijo Jelloul—. Has estado perfecto. Ahora, lárgate.
—¿Me quedo por los alrededores?
—No. Vuelve donde ya sabes.
El chico lo saludó militarmente y se retiró.
Jelloul me soltó un guiño.
—¿Estás bien? —No supe qué contestarle—. Sé útil. Ve a correr el cerrojo de la puerta.
Germaine me suplicó con la mirada. Ahora estaba pálida y su rostro expresaba por entero un embotamiento tardío pero grave. Bajé a cerrar con pestillo. Cuando regresé, Jelloul estaba quitando al cuerpo sobre la mesa una vieja cazadora de comando llena de sangre.
—Como muera, lo acompañarás al otro barrio —me amenazó con calma—. Este hombre vale más que mi propia vida. Ha recibido un balazo en el pecho durante un tiroteo con los gendarmes. Muy lejos de aquí, tranquilízate. Te lo traigo para que le saques la asquerosa chatarra que lleva dentro.
—¿Con qué? No soy cirujano.
—¿Eres médico, no?
—Farmacéutico.
—Me da igual. Tu vida depende de la suya. No me he chupado toda esta caminata para que la palme ahora.
Germaine me retuvo por el brazo.
—Deje que lo ausculte.
—Eso es más sensato —soltó Jelloul.
Germaine se inclinó sobre el herido, apartó con cuidado la camisa manchada de sangre; el impacto se había producido encima del pecho izquierdo, imperceptible bajo la capa ocre y coagulada que lo rodeaba. La herida era fea y delicada.
—Ha perdido mucha sangre.
—En ese caso, no perdamos tiempo —zanjó Jelloul—. Laoufi —dijo a su compañero—, ve a ayudar a la señora. —Y añadió dirigiéndose a mí—: Laoufi es nuestro enfermero. Baja con él a la farmacia y trae lo necesario para operar al capitán. ¿Tienes algo para desinfectar la herida, y los instrumentos necesarios para extraer la bala?
—Yo me encargo —dijo Germaine—. Jonas no me servirá de nada. Y, por favor, nada de armas en mi salón. Necesito serenidad para trabajar. Su enfermero puede quedarse. Pero usted y mi hijo…
—Eso es exactamente lo que pensaba hacer, señora.
Germaine intentaba protegerme. Notaba cómo se desvivía por conservar su sangre fría, y mi presencia la indisponía. No tenía ni idea de cómo pensaba componérselas. Jamás había usado un escalpelo. ¿Qué pensaba hacer? ¿Y si se le moría el herido? Su árida mirada me empujaba, me pedía que me mantuviera a toda costa lo más alejado posible del salón. Me comunicaba cosas que no conseguía descodificar. Era evidente que temía por mí y que se metía por medio para salvarme. Más adelante, me comunicó que habría resucitado a un muerto con tal de salvarme.
—Id a la cocina a comer algo. Estaré más tranquila cuando deje de teneros encima.
Jelloul asintió con la cabeza. Lo llevé hasta la cocina; abrió la nevera, sacó un plato de patatas hervidas, queso, lonchas de carne ahumada, fruta, una botella de leche, y lo dejó todo sobre la mesa, al lado de su metralleta.
—¿Puedes darme un trozo de pan?
—Lo tienes a tu derecha, en la despensa.
Cogió una barra larga, le dio un bocado mientras se acomodaba sobre una silla; comía con una voracidad pasmosa, saltando sin pensárselo de una fruta a un trozo de queso y de una patata a una loncha de carne.
—Estoy muerto de hambre —dijo, y soltó un sonoro eructo—. A ti no te falta de nada, ¿verdad? La guerra no es asunto tuyo. Sigues montándotelo a tope mientras nosotros las pasamos putas en el maquis. ¿Cuándo vas a elegir tu bando? Algún día tendrás que decidirte…
—No me gusta la guerra.
—No se trata de que te guste o la odies. Nuestro pueblo se ha sublevado. Está harto de padecer y de callar. Claro que tú, como nadas entre dos aguas, puedes maniobrar a placer. Te pones del lado que te conviene. —Sacó una navaja de su bolsillo y cortó un trozo de queso rojo—. ¿Ves alguna vez a André?
—Muy poco estos últimos tiempos.
—Me han dicho que ha montado una milicia con su padre.
—Así es.
—Estoy impaciente por vérmelas con él. Espero que sepa que me he evadido.
—No lo sé.
—¿No se ha hablado en Río de mi evasión?
—Yo no estaba al corriente.
—Ha sido un milagro. Me cortaron la cabeza y esta me volvió a crecer. ¿Crees en el destino, Jonas?
—No tengo la sensación de tener uno.
—Pues yo creo en él. Figúrate que durante mi traslado a la cárcel de Orléansville el coche celular pinchó y se fue directo a un barranco. Cuando abrí los ojos, estaba sobre un matorral. Me levanté, caminé y, como nadie me persiguió, seguí adelante. Me pellizqué hasta hacerme sangre para estar seguro de que no soñaba. ¿No es esto una señal del cielo?
Apartó la comida, fue a ver cómo iban las cosas en el salón dejándose adrede la metralleta sobre la mesa y regresó.
—Está seriamente herido pero es fuerte. Saldrá de esta. ¡Tiene que salir de esta! Si no… —Se contuvo para no acabar la frase, me miró de frente antes de cambiar de tono—. Conservo la fe. Cuando acabamos con los gendarmes, no sabía qué hacer con el cuerpo de mi responsable. Y de pronto tu nombre resonó en mi mente. Te juro que lo oí. Me di la vuelta. Nadie. Entonces, no intenté comprender. Llevamos dos noches cortando por los bosques. Hasta los perros se callaban a nuestro paso. ¿No te parece extraordinario?
Apartó su metralleta con aparente distracción.
—Me han tendido varias emboscadas. Ni una sola vez he resultado herido. De modo que me estoy volviendo fatalista. Mi hora no llegará hasta que Dios lo decida. No tengo por qué temer a los hombres ni al rayo. ¿Y de qué tienes tú miedo? La Revolución va viento en popa. Ganamos en todos los frentes, incluso en el extranjero, el pueblo nos apoya, la opinión internacional también. El gran día no tardará en llegar. ¿Qué esperas para unirte a nosotros?
—¿Nos vas a matar?
—No soy un asesino, Jonas. Soy un combatiente. Estoy dispuesto a dar mi vida por mi patria. ¿Qué tienes tú para ofrecerle?
—Mi madre no sabe gran cosa de cirugía.
—Yo tampoco, pero alguien tiene que hacerlo. ¿Sabes quién es el capitán? Es Sy Rachid, el «escurridizo Sy Rachid» de quien hablan los periódicos. He visto a luchadores, pero a ninguno con su carisma. Han sido varias las veces en que nos hemos visto atrapados en una ratonera, hasta que aparecía él como por ensalmo y nos sacaba del apuro en un pispás. Es único. No quiero que muera. La Revolución lo necesita.
—De acuerdo; pero si sale mal, ¿qué vas a hacer con nosotros?
—¡Miserable! Sólo piensas en salvar el pellejo. No te afecta para nada la guerra que siega a diario a cientos de personas. Te mataría como a un perro si no te debiera… A propósito, ¿puedes explicarme por qué no consigo llamarte Younes?
No gritó ni golpeó la mesa; me soltó su despecho así, con la boca chica. Estaba demasiado cansado para excederse. Sin embargo, el desprecio que me tenía era inconmensurable y reavivaba en mí una ira tan grande como la que me había infligido el rechazo de Jean-Christophe.
El enfermero llamó a la puerta de la cocina antes de entrar. Estaba sudando.
—Lo ha conseguido.
—Alabado sea Dios —dijo Jelloul con desapego. Abrió los brazos en mi dirección—. ¿Lo ves? Hasta el destino está de nuestro lado.
Ordenó al enfermero que me vigilara y se apresuró a reunirse con su herido. El enfermero me preguntó si había algo de comer. Le señalé la nevera y la despensa. Me pidió que retrocediera hasta la ventana y que no intentara pasarme de listo. Era un hombrecillo enclenque, aún adolescente, con pelusa en su sonrosado rostro. Llevaba un jersey desmallado demasiado grande, un pantalón de cacería cogido en la cintura por una cuerda de cáñamo y unos enormes y grotescos borceguíes de soldado que le daban un aspecto de gato con botas. No se acercó a la nevera, se limitó a devorar los restos que había sobre la mesa.
Jelloul me llamó. El enfermero me hizo una señal para que saliera de la cocina y me siguió con la mirada hasta que desaparecí por el pasillo. Derrumbada en el sillón, Germaine intentaba recuperarse, con el pecho jadeante bajo la blusa empapada de sudor. El herido seguía tumbado sobre la mesa, con su desnudo pecho vendado. Su fuerte respiración nasal chirriaba en el silencio de la sala. Jelloul mojó una compresa en una pequeña palangana de agua y le refrescó la cara. Sus gestos denotaban respeto.
—Nos quedaremos unos días en vuestra casa, hasta que el capitán recobre las fuerzas —me anunció—. Mañana, abriréis la farmacia sin cambiar ninguna de vuestras costumbres. La señora se quedará con nosotros aquí. Tú harás las compras. Puedes entrar y salir tanto como quieras. A la menor anomalía que detecte… para qué te voy a contar. Sólo te pedimos hospitalidad, ¿lo entiendes? Para una vez que te ofrezco la oportunidad de servir la causa de tu pueblo, intenta estar a la altura.
—Yo me encargo de la farmacia y de las compras —propuso Germaine.
—Prefiero que sea él. ¿Estamos de acuerdo, Jonas?
—¿Qué certeza tengo de que nos dejaréis vivir cuando al fin os vayáis?
—Jonas, eres francamente desesperante.
—Yo confío —intervino Germaine.
Jelloul sonrió. Fue la misma sonrisa que me lanzó en su aduar perdido detrás de la colina de los dos morabitos; una mezcla de mueca despectiva y de lástima. Sacó un pequeño revólver del bolsillo del pantalón y me lo puso en la mano.
—Está cargado. No tienes más que apretar el gatillo.
La frialdad del metal me provocó un repelús.
Germaine se puso verde. Sus dedos se agarraron a su vestido hasta casi desgarrarlo.
—¿Qué quieres que te diga, Jonas? Me partes el corazón. Hay que ser muy poca cosa para dejar pasar de largo un destino superior.
Me quitó el revólver y se lo volvió a guardar en el bolsillo.
El herido se movió y emitió un borboteo. Debía de tener mi edad, quizás unos años más. Era rubio, bastante alto, delgado pero musculoso. Una barba rojiza ocultaba los rasgos de un rostro de frente sajada, cejas pobladas y nariz curva y afilada como una navaja de afeitar. Volvió a agitarse, estiró una pierna e intentó ponerse de lado; ese último movimiento le arrancó un grito y lo despertó. Lo reconocí cuando abrió los ojos, a pesar de los años y el desgaste de las vicisitudes: ¡Ouari! Era Ouari, mi «socio» de antaño, aquel que me enseñó el arte del camuflaje y la caza del jilguero en Jenane Jato. Había envejecido prematuramente, pero la mirada permanecía intacta: oscura, metálica, impenetrable. Una mirada que nunca olvidaré.
Ouari salía de una inconsciencia profunda pues, al no decirle nada mi rostro, tuvo un reflejo de autodefensa, me agarró por la garganta y me atrajo con violencia hacia él al tiempo que hacía un doloroso gesto para incorporarse.
—Estás en un lugar seguro, Sy Rachid —le susurró Jelloul.
Ouari no pareció entender. Se quedó mirando a su compañero de armas, tardó un momento en reconocerlo y siguió estrangulándome. Germaine acudió en mi auxilio. Jelloul le ordenó que volviera a su sitio y, con voz suave, explicó la situación a su oficial. Los dedos se negaban a aflojarse en torno a mi garganta. Estaba empezando a quedarme sin aire, mientras el herido acababa de despabilarse. Cuando me soltó, tenía hormigueos en las sienes.
El oficial volvió a caer sobre la mesa. Su brazo se deslizó en el vacío y se balanceó un momento hasta detenerse.
—Retrocede —me ordenó el enfermero que había acudido a la carrera al oír mis gemidos. —Examinó al herido, le tomó el pulso—. Sólo se ha desvanecido. Ahora hay que meterlo en una cama. Necesita descanso.
Los tres maquis permanecieron en casa unos diez días. Seguí haciendo mi trabajo como si no pasara nada. Antes de que algún familiar se presentara de improviso, Germaine llamó a la familia de Orán para anunciarle que se iba a Colom-Béchar, en el desierto, y que avisaría a su regreso. Laoufi, el enfermero, instaló a su capitán en mi dormitorio y no se movió un momento de su lado. Yo dormía en el despacho de mi tío, en un viejo sofá. Jelloul venía a menudo a meterse conmigo. Estaba muy resentido y mi actitud con respecto a la guerra de nuestro pueblo para alcanzar la independencia lo asqueaba. Yo sabía que sólo estaba esperando una palabra mía para infamarme; por eso me callaba. Una noche, mientras yo leía un libro, me dijo, tras haber comprobado que no me apetecía conversar:
—La vida es como las películas: hay actores que dan vida a la historia y extras que se confunden con el decorado. Estos últimos están ahí pero no interesan a nadie. Tú eres uno de ellos, Jonas. No es que te lo reproche, es que me das pena.
Mi mutismo lo enervó; me gritó:
—¿Cómo te permites mirar hacia otra parte con el espectáculo que está dando el mundo?
Alcé la mirada hacia él, luego seguí leyendo. Me arrancó el libro de las manos y lo tiró contra la pared.
—¡Te estoy hablando!
Recogí mi libro y regresé al sofá. Intentó quitármelo de nuevo; esta vez lo agarré por la muñeca y lo aparté.
Sorprendido por mi reacción, Jelloul se me quedó mirando estupefacto y masculló:
—No eres más que un cobarde. No ves lo que está ocurriendo en nuestros pueblos bombardeados con napalm, en las cárceles en las que guillotinan a nuestros héroes, en los maquis en los que recogen a nuestros muertos con cucharilla, en los campos en los que se pudren nuestros militantes. ¿Qué clase de energúmeno eres, Jonas? ¿Acaso no te has enterado de que todo un pueblo lucha por su propia redención?
No le contesté.
Me golpeó la cabeza con la palma de la mano.
—No me toques —le dije.
—¡Guau! A que me cago de miedo… No eres más que un cobarde, un cobarde. Da igual que frunzas el ceño o aprietes el culo. Me pregunto por qué no te degüello.
Solté mi libro, me levanté y me puse delante de él.
—¿Qué sabes tú de cobardía, Jelloul? ¿Quién la encarna, según tú? ¿El hombre desarmado que tiene una pistola en la sien o el que amenaza con saltarle la tapa de los sesos?
Se me quedó mirando con cara de asco.
—No soy un cobarde, Jelloul. No estoy sordo ni ciego, y no soy de piedra. Para que lo sepas, ya nada me entusiasma en este mundo. Ni siquiera el fusil que autoriza a quien lo lleva a tratar a la gente con desprecio. ¿No fue la humillación la que te obligó a tomar las armas? ¿Por qué la ejerces hoy a tu vez?
Se estremeció de rabia, se contuvo para no abalanzarse sobre mí y salió dando un portazo tras escupir a mis pies.
No regresó a importunarme. Cuando nos cruzábamos en el pasillo, se apartaba de mi camino con repugnancia.
Jelloul me prohibió durante toda su estancia que me acercara al capitán. Cuando necesitaba recoger algo mío, el enfermero se encargaba de ello. Le indicaba el lugar donde se encontraba tal o cual objeto y él iba a cogerlo. Sólo una vez, al salir del cuarto de baño, pude entrever al paciente por la puerta entreabierta. Estaba sentado en la cama, con una venda limpia alrededor del tórax; me daba la espalda. Recordé los años de Jenane Jato, cuando era mi protector y amigo, su pajarera llena de cagarrutas, nuestras cacerías de jilgueros por el maquis, detrás de la plaza del zoco, y el corazón se me encogió repentinamente al recordar la mirada vacía que me había dirigido mientras aquel bicho malo de Daho me torturaba con su serpiente. Pese a que me quemaba la lengua desde que lo había reconocido, se me pasaron del todo las ganas de decirle quién era.
El último día, los tres maquis se dieron un baño, se afeitaron, metieron su ropa y su calzado limpio en un saco, se pusieron ropa mía y se reunieron en el salón. Al enfermero le iba demasiado grande mi traje, y no paraba de mirarse en el espejo, encantado con la pinta que llevaba. Los tres intentaban disimular su nerviosismo, Jelloul embutido en el traje que me compré para la boda de Simon, y el capitán, en el que Germaine me había regalado unos meses antes. Hacia mediodía, tras el almuerzo, Jelloul me ordenó que extendiera sábanas blancas por toda la balaustrada del balcón. Al anochecer, encendió y apagó tres veces la luz de la sala que daba a las huertas. Cuando se produjo un resplandor desde el fondo de las tinieblas, más allá del mar de viñas, me ordenó que llevara al enfermero a la rebotica para que eligiera todos los medicamentos y botiquines que iba a necesitar. Metimos tres cajas grandes en el maletero del coche y volvimos a subir al piso donde el capitán, todavía pálido, iba y venía por el pasillo, pensativo.
—¿Qué hora es? —preguntó Jelloul.
—Las diez menos cuarto —le dije.
—Es el momento. Vamos a meternos en tu coche y vas a llevarnos adonde yo te indique.
Germaine, que estaba sola en una esquina del salón, cruzó los dedos y se puso a rezar encogiendo el cuello. Estaba temblando. El enfermero se le acercó y le dio unas palmadas en el hombro. «Todo irá bien, señora. No se preocupe». Germaine se acurrucó todavía más tras sus manitas.
El capitán y el enfermero ocuparon el asiento trasero, con las armas a sus pies. Jelloul subió a mi lado; no paraba de aflojarse la corbata. Abrí las puertas del garaje, que Germaine cerró cuando salimos, y conduje con las luces apagadas hasta la bodega Graus, enfrente de la cafetería de André. Había gente en el bar y en el patio. Se oían risas y gritos. De repente temí que a Jelloul le diera por ajustar cuentas con su antiguo patrón. Pero se limitó a esbozar una mueca y me señaló con la barbilla la salida de Río. Encendí las luces y me adentré en la noche.
Tomamos la carretera asfaltada de Lourmel, cogimos una bifurcación antes de llegar al pueblo y seguimos hacia la playa de Terga por una pista transitable. Una motocicleta nos estaba esperando en un cruce. Reconocí al adolescente que se había presentado el primer día en la farmacia con la pistola. Dio media vuelta y nos adelantó a toda velocidad.
—Conduce despacio —me ordenó Jelloul—. No intentes alcanzarlo. Si lo ves regresar, apaga las luces y da media vuelta.
La motocicleta no regresó.
Al cabo de unos veinte kilómetros, lo vi en el borde de la carretera. Jelloul me dijo que aparcara a su altura y apagara el motor. De la espesura surgieron unas siluetas armadas con fusiles y equipadas con mochilas. Una de ellas tiraba de la brida de una mula escuálida. Mis pasajeros se unieron a ellos; se dieron unos breves abrazos. El enfermero regresó hacia mí, me intimó a que permaneciera pegado al volante y se apresuró a abrir el maletero de mi coche. Cargaron los cartones de medicamentos y los botiquines sobre la mula. Luego, Jelloul me despidió con un gesto de la mano. No me inmuté. Estaba convencido de que no me iban a dejar ir así como así, pues podía denunciarlos en el primer control policial. Busqué la mirada de Jelloul, pero él ya me había dado la espalda, tras los pasos de su capitán, al que no había oído soltar una sola palabra desde la noche en que estuvo a punto de estrangularme. La mula trepó por un sendero, trastabilló en lo alto de una roca y desapareció. Las siluetas se deslizaron tras ella por los matorrales, dándose la mano para ayudarse a escalar el repecho del terreno. Se desvanecieron y pronto no se oyó más que la brisa en el follaje.
Mi mano se negaba a tocar la llave de arranque. Estaba seguro de que Jelloul permanecía agazapado muy cerca, apuntándome con su fusil, acechando el ruido del motor para que cubriera su disparo.
Necesité una hora para admitir que efectivamente se habían ido.
Unos meses después, me llegó una carta sin sello ni remitente. Dentro, en una hoja de cuaderno escolar habían escrito una lista de medicamentos. No había ninguna indicación más. Compré los medicamentos señalados y los metí en una caja. Laoufi pasó a recogerlos una semana después. Eran las tres de la mañana cuando un proyectil alcanzó el postigo de mi ventana. Germaine también lo oyó; la sorprendí en el pasillo, envuelta en su albornoz. No nos dijimos nada. Se me quedó mirando mientras yo bajaba a la rebotica. Entregué la caja al enfermero, cerré la puerta de entrada y subí a mi habitación. Esperaba que Germaine viniera a reprenderme; regresó a su dormitorio y se encerró con llave.
Laoufi regresó cinco veces a recoger cajas. Siempre del mismo modo: un sobre virgen introducido de noche en mi buzón, con una lista de medicamentos dentro garabateada en un trozo de papel, y además, de cuando en cuando, un encargo de material médico: jeringas, algodón, compresas, tijeras, estetoscopio, garrotes, etc. Un proyectil contra la ventana. El enfermero ante la puerta de entrada. Germaine en el descansillo de la escalera.
Una noche recibí una llamada. Jelloul me pidió que lo recogiera en el sitio donde lo había dejado con el capitán y el enfermero. Al verme sacar el coche del garaje, temprano por la mañana, Germaine se santiguó. Caí en la cuenta de que ya no nos hablábamos. Jelloul no acudió a la cita. Me llamó de nuevo apenas regresé a casa y me rogó que volviera de nuevo al lugar señalado. Esta vez me estaba esperando un pastor, con una maleta llena de dinero a sus pies. Me ordenó que ocultara el dinero hasta que alguien fuera a buscarlo. La maleta estuvo quince días en mi casa. Jelloul me telefoneó un domingo para pedirme que llevara el «paquete» a Orán y que esperara, sin salir de mi coche, frente a una pequeña carpintería que había detrás de la cervecería BAO. Obedecí. La carpintería estaba cerrada. Un hombre pasó delante de mí, volvió a pasar, se detuvo a mi altura y, enseñándome la culata de una pistola que tenía bajo la chaqueta, me ordenó que bajara. «Vuelvo dentro de quince minutos», me dijo mientras se ponía al volante. Un cuarto de hora después recuperé mi coche.
Aquella doble vida prosiguió durante todo el verano y todo el otoño.
La última vez que Laoufi se presentó en mi casa, estaba más nervioso que de costumbre. Sin dejar de mirar hacia los viñedos, vació la caja de medicamentos en una mochila que se echó a la espalda y me echó una mirada que no le conocía. Quiso decirme algo, no consiguió tragar saliva; se puso de puntillas y me besó en lo alto de la cabeza en señal de respeto. El cuerpo le temblaba entre mis brazos. Eran algo más de las cuatro de la mañana y el cielo empezaba a clarear. ¿Sería el amanecer lo que lo preocupaba? Laoufi no se encontraba bien, estaba claro que un presentimiento lo corroía. Me saludó y se apresuró a desaparecer entre los viñedos. Lo vi adentrarse en la oscuridad, escuché el crujido de las hojas delatar sus decrecientes pisadas. En el cielo, la luna parecía un recorte de uña. Un viento vacilante sopló intermitentemente antes de tumbarse a ras del suelo.
Sin encender la luz de mi habitación, me senté en el borde de la cama con la intuición en vilo… Unos disparos desgarraron el silencio de la noche, y todos los perros del entorno se pusieron a ladrar.
Al amanecer, llamaron a la puerta. Era Krimo, el antiguo chófer de Simon. Estaba sobre la acera, con las piernas abiertas, las manos en las caderas, el fusil bajo la axila. Su rostro irradiaba un insano regocijo. En la calzada había seis hombres armados, auxiliares, alrededor de una carreta con un cuerpo ensangrentado. El de Laoufi. Lo reconocí por su grotesco calzado y la mochila destripada sobre su pecho.
—Un fell —dijo Krimo—. Un apestoso fell de mierda… Su olor lo ha traicionado. —Dio un paso adelante—. Me estaba preguntando qué pintaba ese fell en mi pueblo. ¿En casa de quién estaría? ¿De dónde salía?
Empujaron la carreta hasta mí. La cabeza del enfermero se meneó por encima de la rueda, con una parte del cráneo arrancada. Krimo agarró la mochila y la tiró a mis pies; los medicamentos se esparcieron por el suelo.
—Sólo hay una farmacia en Río, Jonas, y es la tuya. Así que de repente lo comprendí todo.
Uniendo el gesto a la palabra, me golpeó con la culata de su fusil en la mandíbula. Sentí cómo se me troceaba el rostro en el aullido de Germaine y caí en el vacío.
Me tuvieron secuestrado en un calabozo nauseabundo, entre ratas y cucarachas. Krimo quería saber quién era el «fellaga», desde cuándo lo aprovisionaba de productos farmacéuticos. Yo le contestaba que no lo conocía. Él me metía la cabeza en una bañera llena de agua sucia, me flagelaba con una fusta trenzada; yo me empecinaba en repetir que el fell no había estado nunca a mi casa. Krimo soltaba maldiciones, me escupía, me daba patadas en los costados. No consiguió sacarme nada. Me puso en manos de un anciano demacrado, de alargado rostro gris y mirada penetrante. Este empezó diciendo que me comprendía, que en el pueblo la gente estaba segura de que no tenía nada que ver con los «terroristas», que ellos me habían obligado a colaborar. Seguí negándome en redondo. Los interrogatorios se fueron sucediendo, unos con trampa, otros duros. Krimo esperó la noche para volver a la carga y torturarme. Aguanté.
Por la mañana, la puerta se abrió y entró Pepe Rucillio.
Lo acompañaba un oficial en uniforme de combate.
—No hemos acabado con él, señor Rucillio.
—Está usted perdiendo el tiempo, teniente. Se trata de un triste malentendido. Este chico es víctima de una desgraciada coincidencia. Su coronel también está convencido de ello. Como usted comprenderá, jamás se me ocurriría proteger a un forajido.
—Ese no es el problema.
—No hay problema, y tampoco lo habrá —prometió el patriarca.
Me devolvieron mi ropa.
Fuera, en el pedregoso patio de lo que parecía un acantonamiento, Krimo y sus hombres miraban cómo me libraba de ellos, chasqueados, ofendidos. Se daban cuenta de que el venerado patriarca de Río Salado había abogado por mí ante las más altas instancias militares, haciéndose responsable de mí.
Pepe Rucillio me ayudó a subir en su coche y arrancó. Saludó al soldado de guardia en la salida del recinto y condujo su poderoso coche hacia una pista.
—Espero no estar cometiendo el error de mi vida —me dijo.
No le contesté. Tenía la boca hundida, y los ojos tan hinchados que me costaba mantenerlos abiertos.
Pepe no añadió más. Lo notaba vacilar entre la duda y la carga de conciencia, entre su compromiso a mi favor y la inconsistencia de los argumentos que había proporcionado al coronel para liberarme de toda sospecha y devolverme la libertad. Pepe Rucillio era algo más que un notable: era una leyenda, una autoridad moral, un personaje tan inmenso como su fortuna, pero tenía, como toda eminencia que pone su honor por encima de cualquier otra consideración, la fragilidad de un monumento de porcelana. Lo podía conseguir todo sobre la marcha, su credibilidad valía por cualquier documento oficial. Los seres con su influencia y rango, cuyo nombre basta para aplacar los ánimos y poner término a los más tormentosos debates, tienen derecho a ciertas larguezas, cuando no locuras, y se benefician de impunidad en determinados casos, salvo cuando se trata de la palabra dada. Si resultara infundada, no le quedaría el menor margen de maniobra. Ahora que se había hecho responsable de mí, tenía serias dudas sobre si había actuado adecuadamente, y no paraba de darle vueltas por dentro.
Me llevó al pueblo y me dejó delante de mi casa. No me ayudó a bajar, dejó que me las arreglara sin prestarme atención.
—Me juego mi reputación, Jonas —refunfuñó sin apenas mover los labios—. Como llegue a enterarme de que eres un redomado farsante, me encargaré personalmente de tu ejecución.
Ignoro de dónde saqué la fuerza para preguntarle:
—¿Jean-Christophe?
—¡Isabelle! —Ladeó la cabeza y añadió—. No le niego nada, pero como se haya equivocado sobre ti, renegaré de ella de inmediato.
Germaine acudió a la acera para recogerme. Evitó reprocharme nada. Demasiado contenta de recuperarme sano y salvo, se apresuró a prepararme un baño y luego a cocinarme algo. Después, me curó las heridas, vendó las más gordas y me metió en la cama.
—¿Tú llamaste a Isabelle? —le pregunté.
—No. Fue ella quien telefoneó.
—Vive en Orán. ¿Cómo se enteró?
—En Río todo se sabe.
—¿Qué le contaste?
—Que no tenías nada que ver en este asunto.
—Y, por supuesto, te creyó.
—No se lo pregunté.
Mis preguntas la hirieron. Sobre todo, mi manera de hacérselas. La tibieza de mi tono, el reproche que sobreentendía convirtió su alegría por recuperarme en una decepción difusa que no tardó en convertirse en ira contenida. Me miró con rencor. Era la primera vez que me miraba así. Comprendí que el cordón que me unía a ella acababa de deshilacharse, que la mujer que lo había sido todo para mí —mi madre, mi hada madrina, mi hermana, mi cómplice, mi confidente y amiga— ya no veía en mí sino a un extranjero.