17

Jean-Christophe reapareció en la primavera de 1957. Sin previo aviso. Fue Bruno el policía quien me lo anunció en el vestíbulo de Correos.

—¿Qué tal el reencuentro?

—¿Qué reencuentro?

—¿Cómo? ¿No estás al tanto? Chris regresó a su casa hace un par de días…

¿Dos días? Jean-Christophe había regresado a Río Salado hacía dos días y nadie me había hablado de ello. Me había topado con Simon la víspera. Llegamos a intercambiar algunas palabras. ¿Por qué no me dijo nada?

De vuelta a la farmacia, llamé a Simon a su despacho, que sólo estaba a dos pasos de Correos. No sé por qué preferí llamarlo antes que ir a verlo. Puede que temiera indisponerlo, o leer en sus ojos lo que me olía: que Jean-Christophe me seguía guardando rencor y no deseaba verme.

La voz de Simon temblequeó al teléfono.

—Creía que estabas al corriente.

—¿No me digas?

—Te aseguro que es verdad.

—¿Te ha dicho algo?

Simon carraspeó. Se le notaba incómodo.

—No entiendo qué quieres decir —contestó.

—Vale, he comprendido.

Colgué.

Germaine, que regresaba del mercado, dejó en el suelo su cesta y me miró de soslayo.

—¿Con quién hablabas?

—Con un cliente protestón —la tranquilicé.

Recogió su cesta y subió la escalera que llevaba al piso. Al alcanzar el rellano, se detuvo un par de segundos y bajó unos cuantos escalones para mirarme.

—¿Qué me estás ocultando?

—Nada.

—Eso es lo que se dice siempre. A propósito, he invitado a Bernadette al baile. Espero que no la decepciones a ella también. Es una chica muy seria. Y es espabilada, aunque no lo parezca. Desde luego, no muy culta, pero no encontrarás a mejor ama de casa que ella. ¡Además, es bonita!

Bernadette… La conocí siendo una mocosa, en el entierro de su padre muerto durante el ataque a la base naval de Mers el-Kébir, en 1940. Una criatura menuda de trenzas voladoras que permanecía al margen cuando sus primas jugaban al aro.

—Sabes muy bien que ya no voy al baile.

—Por eso mismo.

Y volvió a subir.

Simon me llamó a su vez, apenas recobrado el aliento.

—¿Qué has comprendido, Jonas?

—Me resulta extraño que me hayas ocultado el regreso de Chris. Creía que nuestra amistad era indefectible.

—No le ha salido una sola arruga. Te sigo queriendo igual. Es cierto, el trabajo no me da el menor respiro, pero pienso en ti. Tú eres el que estás distante. Nunca has venido a casa, a mi casa. Siempre andas con prisas cuando nos cruzamos. No sé lo que te has propuesto, pero yo no he cambiado. En cuanto a Chris, te juro que creía que estabas al tanto. Además, sólo lo he visto un rato. Está con su familia. Por si te tranquiliza, todavía no he llamado a Fabrice para darle la buena noticia. Voy a hacerlo ahora. A ver si nos juntamos los cuatro, como en los buenos tiempos. He pensado en una cena en la cornisa. Conozco un restaurante excelente en Aïn Turck. ¿Qué te parece?

Estaba mintiendo. Hablaba demasiado deprisa, como si declamara un discurso preparado. Pese a lo cual le di una oportunidad. Para demostrarme su sinceridad, prometió pasar a recogerme después del trabajo para que fuésemos juntos a casa de los Lamy.

Lo esperé durante todo el día. No apareció. Cerré la farmacia y seguí esperando. La noche me pilló sentado en la escalinata de la farmacia, acechando las siluetas que pasaban a lo lejos con la esperanza de reconocer la suya. No vino. Decidí ir solo a casa de Jean-Christophe. No debí hacerlo. Porque el coche de Simon estaba allí, aparcado bajo una cascada de mimosas, ante la puerta de los Lamy, al lado de otros coches, entre los cuales distinguí el de André, el del alcalde, el del tendero de la esquina, y vaya uno a saber cuáles más. Estaba loco de rabia. Algo me dijo que no tenía que entrar; no hice caso. Llamé a la puerta. Un postigo chirrió al abrirse. Tardaron una eternidad en abrirme. Una desconocida, sin duda una familiar llegada de fuera, me preguntó qué quería.

—Soy Jonas, un amigo de Chris.

—Lo siento, pero está durmiendo.

Sentí ganas de apartarla y de entrar corriendo hasta el salón donde todos contenían el aliento, y así sorprender a Jean-Christophe entre sus familiares y allegados. No lo hice. No había nada que hacer. Todo estaba claro, perfectamente claro. Asentí con la cabeza, di un paso atrás, esperé a que la desconocida cerrara la puerta y regresé a casa. Germaine se abstuvo de hacerme preguntas; muy amable por su parte.

Al día siguiente, Simon vino a verme con cara seria.

—Te aseguro que no lo entiendo —farfulló.

—No hay nada que entender. No me quiere ver, y ya está. Y tú lo sabías desde el principio. Por eso no me dijiste nada cuando nos vimos anteayer.

—Es verdad, lo sabía. Es la primera condición que me puso de entrada. Me prohibió que te nombrara. Hasta me pidió que te comunicara que no quería que fueses a saludarlo. Por supuesto, me negué.

Levantó la pequeña tabla de madera de un lado del mostrador y se acercó a mí retorciéndose los dedos. Le sudaba la frente y su calva relucía a la luz de la ventana.

—No hay que tenérselo en cuenta. Lo ha pasado fatal. Estuvo en Indochina, luchando en primera línea. Lo apresaron. Dos veces herido. Lo licenciaron al salir del hospital. Hay que darle tiempo.

—No pasa nada, Simon.

—Debí pasar ayer a recogerte, tal como te prometí.

—Te estuve esperando.

—Lo sé. Primero fui a verlo… para que entrara en razón y te recibiera. Como comprenderás, no podía llevarte así como así. Se lo habría tomado mal y las cosas se habrían complicado.

—Tienes razón, no hay que atosigarlo.

—No es eso. Es imprevisible. Ha cambiado. Incluso conmigo. Cuando lo invité a casa para que viera al nene y a Émilie, brincó como si hubiese blasfemado. «¡Jamás!», gritó. ¡Jamás! ¿Te das cuenta? Si le hubiese propuesto regresar al infierno, no se habría negado con tanta violencia. No lo entiendo. Puede que se deba a la guerra que ha luchado. La guerra es una mierda. A veces, cuando me lo quedo mirando, tengo la impresión de que Chris está tocado del ala. Si vieras sus ojos, vacíos como los de una escopeta de doble cañón… Me da pena. No le guardes rencor, Jonas. Tenemos que ser pacientes con él.

Como no contesté, lo intentó de otro modo.

—He llamado a Fabrice. Hélène me ha dicho que está en Argel, por lo que ocurre en la Casbah. No sabe cuándo va a regresar. Puede que para entonces Chris haya cambiado de opinión.

No me gustó su manera de escurrir el bulto y volví al tema, animado por una especie de rencor tan imperioso e hiriente como una picazón.

—Ayer estabais todos con él.

—Sí —suspiró con cansancio. Se inclinó hacia mí para captar el menor estremecimiento de mi rostro—. ¿Qué pasó entre vosotros dos?

—No lo sé.

—Oye, no pensarás que me voy a tragar eso. Se fue por tu culpa, ¿verdad? ¿Se alistó en el ejército, se arriesgó a que los amarillos se lo cargaran por culpa tuya? ¿Qué pudo ocurrir entre los dos? No he podido pegar ojo esta noche de tanto cavilar. Por muchas vueltas que le dé, no se me ocurre ningún motivo…

—Sigues teniendo razón, Simon. Hay que darle tiempo. El tiempo no sabe callar. Acabará contándonoslo algún día.

—¿Fue por Isabelle?

—Simon, por favor, dejémoslo.

Volví a ver a Jean-Christophe durante el fin de semana. De lejos. Yo salía del zapatero y él, del ayuntamiento. Estaba tan delgado que daba la impresión de haber crecido veinte centímetros. Tenía las sienes peladas y un mechón muy rubio le caía sobre el filo de la nariz. Llevaba un abrigo inapropiado para la temporada, y cojeaba levemente apoyándose en un bastón. Isabelle iba con él, agarrada de su brazo. Jamás la había visto tan guapa y sobria. Su humildad resultaba casi admirable. Caminaban conversando tranquilamente; ella era la que hablaba, él asentía con la cabeza. De ellos emanaba una serena felicidad, por fin recuperada y aparentemente decidida a no volver a dejarlos escapar. Aquel día amé a la pareja que formaban; una pareja que había madurado en la languidez y el cuestionamiento, consciente de sí misma, enriquecida con sus escollos. No sé por qué mi corazón sintió un impulso hacia ellos, como una oración que los acompañara a lo que podría sellar su reencuentro para siempre. Quizá porque me recordaron a mi tío y a Germaine paseando por las huertas. Me sentía feliz al verlos de nuevo juntos, y para mí era como si no hubiese pasado nada. Me di cuenta de que no podía dejar de sentir afecto por él y ternura por ella. A la vez, una tristeza tan grande como la que me embargó cuando murió mi tío me veló la mirada con una gruesa lágrima, y maldije a Jean-Christophe por volver a tomar el tren de la vida dejándome tirado en el muelle. Tuve la sensación de no haber salido entero de su arbitraria sentencia, de que le guardaría rencor durante mucho tiempo, y no me sentía en condiciones de abrirle mis brazos si le diera por concederme su perdón. ¿Qué perdón? ¿De qué era yo culpable? Estimaba haber pagado con creces el precio de mi lealtad, y haber padecido el daño que había cometido antes que los demás, más que los demás, de manera integral. Curiosamente, yo era el amor y el odio metidos en un mismo fardo, cautivos de una misma camisa de fuerza. Me deslizaba hacia algo que era incapaz de definir y que tiraba de mí hacia todas partes, deformándome el discernimiento, las fibras, las referencias y los pensamientos, al igual que un licántropo al nacer a su monstruosidad en las tinieblas. Estaba enojado, un enojo interno, trapacero, corrosivo. Sentía celos al ver a los demás recuperar sus referencias mientras mi mundo se desarticulaba a mi alrededor; celos cuando Simon y Émilie paseaban por la avenida, con el chiquillo correteando delante de ellos; celos de la mirada cómplice que intercambiaban y que se producía a mi costa; celos de ese aura que envolvía a la pareja formada por Jean-Christophe e Isabelle camino de su redención; estaba resentido con todas las parejas con que me cruzaba en Río, Lourmel, Orán, en las carreteras que recorría al azar, como un dios despojado en busca de un universo que se percata de que ya no le queda vocación para reinventarse uno a su medida. Sin darme cuenta, acabé dedicando los días de asueto a errar por los barrios musulmanes de Orán, a sentarme en la misma mesa con gente que desconocía y cuya proximidad aliviaba mis soledades. Me encontraba en Médine J’dida bebiendo agua teñida con aceite de enebro, haciendo amistad con un viejo librero mozabita de abombados zaragüelles, instruyéndome con un joven imán de apabullante erudición, escuchando a los yaouled harapientos comentar la guerra que despedazaba el país; estaban mejor informados que yo, el letrado, el instruido, el farmacéutico. Me puse a retener nombres hasta entonces desconocidos y que resonaban en boca de los míos como la llamada del almuecín: Ben M’hidi, Zabana, Boudiaf, Abane Ramdane, Hamou Boutlilis, la Soummam, l’Ouarsenis, Djebel Llouh, Ali la Pointe, nombres de héroes y de lugares indisociables de una adhesión popular que estaba a mil leguas de imaginar tan concreta, tan determinada.

¿No estaría compensando la defección de mis amigos?

Fui a ver a Fabrice a su casa, en la cornisa. Se alegró de verme, pero no me convenció la tibieza de Hélène, su esposa. No volví a pisar su casa. Cuando me topaba con él, aceptaba gustoso acompañarlo a un café o a un restaurante, pero rechazaba sistemáticamente sus invitaciones a su casa. No quería exponerme a la actitud distante de su mujer. Se lo dije una vez. «Son figuraciones tuyas, Jonas —me replicó, ofendido—. ¿De dónde sacas eso? Hélène es una chica de ciudad, eso es todo. No es como nuestras chicas. Es verdad, estoy de acuerdo en que es un poco sofisticada, pero así es la gente de ciudad». A pesar de ello, no volví a su casa. Prefería olvidarme en el viejo Orán, en la Calére, alrededor de la mezquita del Pachá o del lado del palacio del Bey, contemplar a la chiquillería riñendo en la fuente de Raz el-Aïn… Se me pudo ver, con lo poco que me gusta el ruido, silbando al árbitro en los campos de fútbol, comprando en el mercado negro entradas para la plaza de toros de Eckmühl, y ovacionando a Luis Miguel Dominguín mientras estoqueaba a su toro. No había nada como un griterío atronador para ahuyentar los interrogantes en que me negaba a detenerme. Así que fui en busca de él. Me convertí en un hincha del USMO, el club de fútbol musulmán, acudía a las galas de boxeo. Cuando los boxeadores musulmanes tumbaban a sus adversarios, de lo más hondo de mi ser brotaba una furia que ignoraba en mí; sus nombres me embriagaban como bocanadas de opio: Goudih, Khalfi, Cherraka, los hermanos Sabbane, el prodigioso marroquí Abdeslam… Estaba irreconocible. Me atraía la violencia y las masas delirantes como a una falena la llama de las velas. Sin lugar a dudas, me tenía declarada la guerra a mí mismo.

Jean-Christophe se casó con Isabelle a finales de año. Me enteré al día siguiente de la fiesta. Nadie se dignó comentármelo antes. Ni siquiera Simon que, para escándalo suyo, no fue invitado a la boda. Tampoco Fabrice, que regresó a su casa al amanecer para no tener que excusarse de no sé qué. Aquello no hizo sino alejarme un tanto más de su mundo. Era atroz.

Jean-Christophe decidió instalarse en otra parte, lejos de Río Salado. El pueblo no bastaba a su sed de recuperación del tiempo perdido, a su revancha sobre determinados recuerdos. Pepe Rucillio les regaló una bonita casa en uno de los barrios más elegantes de Orán. Me encontraba en la plaza del pueblo cuando los recién casados se mudaron. André llevaba a la pareja en su coche, y el camión cargado de muebles y de regalos los seguía. Todavía hoy, en mi vejez, oigo a veces los bocinazos de la comitiva y siento la misma pena que me provocaron aquel día. No obstante, y curiosamente, me sentí aliviado al verlos marchar; era como si se me acabase de destaponar una vena atorada de antiguo.

Río se iba despoblando; mis horizontes semejaban los de un náufrago derivando mar adentro. Ya no me llamaban la atención las calles, los vergeles, el bullicio de los cafés ni las ocurrencias de los campesinos siempre dispuestos a soltar una burrada. Ansiaba desde la mañana que llegara la noche para sustraerme al caos de los días; de noche, en la cama, temía despertarme en pleno corazón de las ausencias. Dejé la farmacia en manos de Germaine y me puse a frecuentar los burdeles de Orán sin tocar a las prostitutas. Me limitaba a escucharlas contarme su agitada vida en la que les importaban un pepino los sueños perdidos. Me confortaba su desprecio de lo ilusorio. En realidad, estaba buscando a Hadda. Así, de pronto, me importó. Quería encontrarla, saber si me recordaba, si podía serme útil para algo, para llegar hasta mi madre; ahí tampoco era sincero conmigo mismo, pues Hadda había dejado Jenane Jato antes del drama que enlutó nuestro patio, y no me habría servido de nada en aquel asunto. Pero era lo que pensaba decirle para conmoverla. Necesitaba a alguien, un confidente o un conocido de antiguo con quien pudiese establecer un simulacro de complicidad, una relación de confianza, ya que la de mis amigos de Río se estaba marchitando. La encargada del Camelia me dijo vagamente que Hadda salió una noche con un chulo y que jamás volvió. El chulo en cuestión era una bestia de brazos tatuados con corazones apuñalados y reniegos grabados en su velluda piel; me aconsejó que me metiera en mis asuntos a menos que quisiera salir en la página de sucesos del periódico local. El mismo día, al bajar del tranvía, creí reconocer a Lucette, mi amiga de infancia, empujando un carrito con un bebé. Se trataba de una mujer joven y elegante, vestida con un traje de chaqueta y tocada con un sombrero de tela blanca. Seguro que no era Lucette; habría reconocido mi sonrisa, descubierto alguna lejana evocación en el azul de mis ojos. A pesar de su elocuente indiferencia, la seguí por el bulevar, hasta que di media vuelta, consciente de la indecencia de mi actitud.

Luego me topé con la guerra… la guerra a escala real; el súcubo de la Muerte; la fecunda concubina de la Desgracia; la otra realidad que no quería mirar de frente. Los periódicos no hablaban más que de atentados que sacudían ciudades y pueblos, de correrías por los aduares sospechosos, de éxodos masivos, de encontronazos sangrientos, de operaciones de limpieza, de masacres; para mí, todo constituía una ficción, un oscuro culebrón que no paraba de repetirse. Hasta que un día en que estaba tomándome un zumo de naranja en el paseo marítimo, un turismo de color negro fúnebre frenó en seco delante de un edificio y de sus ventanas asomaron unas metralletas. Las ráfagas apenas duraron unos segundos antes de que las acallara el chirrido de los neumáticos, pero siguieron resonando en mi cabeza durante mucho tiempo. Por la acera había cuerpos tirados y los transeúntes corrían dispersos. Se hizo tal silencio que el grito de las gaviotas me perforó los tímpanos. Creía estar soñando. No pude contener el temblor mientras miraba fijamente los cuerpos caídos. Mi mano se sacudía como un postigo al viento, y me salpicaba de zumo de naranja; el vaso se me escapó y se estrelló a mis pies, arrancando un incongruente aullido a un vecino de mesa. La gente salía de los edificios, de las tiendas, de los coches, estupefacta, sonámbula, para acercarse con prudencia al lugar de la tragedia. Una mujer se desmayó a los pies de su compañero. No me atreví a mover un dedo; permanecí petrificado en mi silla, boquiabierto, con el corazón desbocado. Unos silbatos anunciaron la llegada de la policía. La gente no tardó en arremolinarse alrededor de las víctimas: había tres muertos, entre ellos una chica, y cinco heridos graves.

Regresé a Río y estuve dos días sin salir de mi habitación.

Me volví insomne. Apenas me metía en la cama, un terror abisal me arrastraba hacia el fondo. Era como si cayera en un abismo. Mi sueño había dejado de ser habitable; las pesadillas me catapultaban hacia mil horrores. Harto de mirar el techo, me incorporaba, me cogía la cabeza con ambas manos y me quedaba mirando el suelo. Mis pies dejaban unas manchas húmedas en el suelo. Las ráfagas del paseo marítimo rebotaban en mis pensamientos. Por mucho que me tapara los oídos, volvían a sonar, ensordecedoras, funestas. Mi cuerpo se sobresaltaba con las detonaciones. Dejaba la lámpara encendida hasta la mañana para mantener a distancia a los fantasmas que acechaban mi sueño tras la puerta de mi habitación para abalanzarse sobre mí. Me agarraba al menor temblor, al más improbable gañido de perro para permanecer despierto. Cuando el viento hacía chirriar la madera, me crujía el cráneo hasta fisurarse. «Es el shock», me dijo estúpidamente el médico. ¡Menuda noticia! Lo que yo quería era superarlo. El médico no tenía ningún remedio milagroso. Me prescribió unos calmantes y unas pastillas para el insomnio que no solucionaron nada. Estaba depresivo y era consciente de mi deriva, pero no sabía cómo salir de ahí. Me sentía otra persona, un ser exasperante, decepcionante, aunque imprescindible al no tener otra referencia.

Iba al balcón a ventilar mi claustrofobia. Germaine acudía a menudo a hacerme compañía. Intentaba hablarme; yo no la escuchaba. Sus palabras me cansaban, exacerbaban mis tensiones. Quería estar solo. Por tanto, salía a la calle. Una noche tras otra. Una semana tras otra. El silencio del pueblo me sentaba bien. Me gustaba caminar por la plaza desierta, ir y venir por la avenida, sentarme en un banco y no pensar en nada.

Una noche sin luna en que iba soliloquiando por la acera, vi llegar una bicicleta. Su luz se bamboleaba y los chirridos de su cadena se estrellaban contra las paredes multiplicándose en agudos quejidos. Era el jardinero de la señora Cazenave. Frenó a mi altura y estuvo a punto de volar por encima del manillar, pálido, desastrado. Me señaló algo detrás de él y volvió a montar en su bicicleta, incapaz de articular una sílaba, con tanta prisa que chocó contra la acera y cayó de espaldas.

—¿Qué pasa? Cualquiera diría que te persigue un demonio…

Se levantó temblando, montó nuevamente en la bicicleta y balbuceó al cabo de un esfuerzo sobrenatural:

—Voy a avisar a la policía. Ha ocurrido una desgracia en casa de los Cazenave.

Entonces vi un gran resplandor rojizo tras el cementerio judío.

—¡Dios mío! —exclamé.

Y eché a correr.

La casa de los Cazenave estaba ardiendo. Unas llamas gigantescas alumbraban los huertos circundantes. Corté por el cementerio. Cuanto más me acercaba al siniestro, más evidente resultaba su amplitud. El fuego había invadido la planta baja y ahora asaltaba el piso superior rugiendo con voracidad. El coche de Simon ardía en el patio, pero no vi ni a él ni a Émilie entre tanto desastre. La verja estaba abierta. El emparrado crepitaba sobre la empalizada mientras se retorcía en medio de una nube de pavesas. Debí protegerme el rostro con los brazos para cruzar un muro de llamas y llegar hasta la manguera. Había dos perros muertos en el patio. Era imposible acercarse a la casa, ahora convertida en una hoguera furiosa que lanzaba sus tentáculos histéricos hacia todas partes. Quise llamar a Simon. No salió ningún sonido de mi garganta reseca. Había una mujer acurrucada bajo un árbol. La esposa del jardinero. Miraba con aire ausente, las manos pegadas a las mejillas, cómo se iba esfumando la casa.

—¿Dónde está Simon?

Volvió la cabeza hacia la antigua cuadra. Me adentré en plena hoguera, aturdido por el llameante remolino y el estrépito de los vidrios al romperse. Un acre torbellino de humo velaba la colina. En la antigua cuadra reinaba una calma que me aterró aún más que el siniestro a mis espaldas. Había un cuerpo tirado en el césped, boca abajo, con los brazos en cruz; la luz de las llamas lo azotaba intermitentemente. Se me paralizaron las rodillas. Me di cuenta de que estaba solo, absolutamente solo, y no me sentí en condiciones de enfrentar la cosa sin la asistencia de alguien. Esperé, contando con que acudiera la mujer del jardinero. No lo hizo. Aparte del rugido del incendio y del cuerpo inerte sobre el césped, no percibía nada. El cuerpo no se movía. Estaba desnudo, con sólo un calzoncillo al borde de las nalgas; el charco de sangre en el que chapoteaba parecía un agujero. Lo reconocí por la calvicie: ¡Simon! ¿No sería otra pesadilla? ¿No estaría durmiendo en mi habitación? El rasguño de mi brazo me escocía, o sea que estaba efectivamente despierto. El reflejo del siniestro espejeaba en el cuerpo de Simon. Vuelta hacia mí, su cara parecía un bloque de tiza; la fijeza del resplandor en sus pupilas era inapelable. Estaba muerto.

Me agaché ante el cadáver de mi amigo. Consciente sólo a medias. No me sentía seguro de mis gestos ni de mis pensamientos. Mi mano fue por sí misma a ponerse sobre la espalda del muerto como para intentar despertarlo.

—¡No lo toques! —restalló una voz en la penumbra.

Émilie estaba allí, agazapada en la esquina de la cuadra. Algo fosforescía en la palidez de su rostro. Sus ojos irradiaban un fuego de la envergadura de las llamas a mis espaldas. La melena suelta, descalza, llevaba un camisón de seda que apenas la cubría y tenía sujeto a su aterrado hijo Michel contra ella.

—Te prohíbo que lo toques —me volvió a decir con voz de ultratumba.

Un hombre armado apareció tras ella. Era Krimo, el chófer de Simon, un árabe de Orán que trabajaba en un restaurante de la cornisa y al que mi amigo había reclutado antes de casarse. Su desgarbada silueta se apartó de la cuadra y caminó con prudencia hacia mí.

—He dado a uno. Lo he oído gritar.

—¿Qué ha ocurrido?

—Los fellagas. Han degollado a Simon y han prendido fuego a todo. Cuando llegué se habían ido. Los he visto escurrirse por el barranco, más abajo. Disparé. Los cabrones ni siquiera respondieron. Pero oí gritar a uno de ellos.

Se plantó delante de mí. La luz de las llamas acentuaba su cara de asco.

—¿Por qué Simon? ¿Qué les ha hecho? —me preguntó.

—¡Vete! —me gritó Émilie—. Déjanos con nuestra desgracia y vete. Quítalo de mi vista, Krimo.

Krimo me apuntó con su fusil.

—¿Has oído? Lárgate.

Asentí con la cabeza y di media vuelta. Tenía la impresión de no estar pisando el suelo, de deslizarme sobre el vacío. Regresé hasta la casa en llamas, corté por los huertos y volví al pueblo. Unos faros de coches rodeaban el cementerio y subían por el camino del morabito. Detrás de ellos corrían hacia el siniestro unas siluetas; sus voces jadeantes me llegaban a retazos, pero la de Émilie lo cubría todo, inmensa como el precipicio que me estaba tragando.

A Simon lo enterraron en el cementerio judío. Todo el pueblo quiso acompañarlo hasta su última morada. Había mucha gente apretujada alrededor de Émilie y de su hijo. Ella iba de riguroso luto, con un velo que le cubría el rostro. Quería estar a la altura de su dolor. A su lado rezaban los Benyamin de Río y los de fuera. La madre de Simon, abatida, lloraba sentada en una silla, sorda a los susurros de su marido, un anciano cacoquímico, muy desmejorado de salud. Unas filas atrás, Fabrice y su esposa permanecían cogidos de la mano. En cuanto a Jean-Christophe, estaba con el clan de los Rucillio, Isabelle imperceptible a su sombra. Yo me encontraba en el fondo del cementerio, detrás de todos, como si ya me considerara excluido.

Tras el entierro, la muchedumbre se dispersó en silencio. Krimo ayudó a Émilie y a su hijo a subir a un pequeño auto cedido por el alcalde. Los Rucillio se fueron por su lado. Jean-Christophe saludó a Fabrice y se apresuró en reunirse con su clan. Se oían portazos, motores que arrancaban; el lugar se fue vaciando. Sólo quedó alrededor de la tumba un grupo de milicianos y de agentes del orden uniformados, visiblemente afectados y culpables de haber permitido que semejante desgracia azotara al pueblo. Fabrice me saludó de lejos. Con un leve gesto de la mano.

Esperaba que acudiese a consolarme; ayudó a su mujer a subir al coche y, sin una mirada atrás, agarró el volante y arrancó. Cuando su coche desapareció tras un caserón, me percaté de que sólo quedaba yo entre los muertos.

Émilie se mudó de Río a Orán.

Pero quedó profundamente anclada en mis pensamientos. Sentía pena por ella. Como la señora Cazenave no daba señales de vida, me hice cargo de la amplitud de su soledad, del dolor de su prematura viudez. ¿Qué iba a ser de ella? ¿Cómo iba a rehacer su vida en una ciudad tan ruidosa como Orán, entre gente que no conocía de nada, donde la condición de ciudadano proscribía la empatía tan corriente en el pueblo, exigía estrictas relaciones de interés, peligrosas acrobacias y un montón de concesiones antes de tener la esperanza de ser adoptado? Tanto más con esta guerra que se enquistaba día tras día, con su lote de atentados ciegos, de represalias fulminantes, sus secuestros, sus descubrimientos macabros todas las mañanas, sus callejas infestadas de trampas mortales. Me preocupaba la idea de verla salir adelante en una ciudad demencial, en el centro de un ruedo que rezumaba sangre y lágrimas, con su hijo traumatizado y sin una sola referencia fiable.

En el pueblo, las cosas dejaron de ser como antes. Se anuló el baile de las vendimias por temor a que una bomba convirtiera el alborozo en tragedia. A los musulmanes no se les permitía andar por la calle; no tenían derecho a salir sin permiso de los viñedos y huertas. Al día siguiente del asesinato de Simon, el ejército organizó una amplia operación de rastreo en la región, peinando el monte Dhar el Menjel y los maquis circundantes. Helicópteros y aviones bombardearon los lugares sospechosos. Tras cuatro días y tres noches de hostigamiento, los militares regresaron a sus cuarteles, exhaustos y con las manos vacías. La milicia de Jaime Jiménez Sosa dispuso un amplio abanico de emboscadas en la comarca que acabó dando sus frutos. La primera vez, interceptaron a un grupo de fedayin encargado de avituallar a los maquis; a las mulas las mataron allí mismo, quemaron los alimentos y pasearon en carreta por las calles del pueblo los cuerpos acribillados de tres fedayin. Unos diez días después, Krimo, que se había alistado en una unidad de harkis, sorprendió a once maquis en una cueva y los mató ahumándolos. Envalentonado por su hazaña, tendió una trampa a una cuadrilla de muyahidin, mató a siete de ellos y expuso en la plaza del pueblo a dos heridos que la muchedumbre estuvo a punto de linchar.

Dejé de salir de mi casa.

Luego vino una temporada más tranquila.

Volví a pensar en Émilie. La echaba de menos. A veces la imaginaba frente a mí y le hablaba durante horas. Me atormentaba no saber de ella. Cuando no pude aguantar más, fui en busca de Krimo por si podía ayudarme a encontrarla. Estaba dispuesto a lo que fuera con tal de volver a verla. Krimo me recibió con frialdad. Estaba balanceándose en una mecedora en la entrada de su casucha, con una cartuchera terciada y su fusil sobre las piernas.

—¡Carroña! —me dijo—. Aún no ha acabado de llorar a su difunto y ya estás pensando en poseerla.

—Tengo que hablar con ella.

—¿De qué? Aquella noche fue clara contigo. No quiere oír hablar de ti.

—No es asunto tuyo.

—Ahí es donde te equivocas, chaval. Émilie es mi problema. Como se te ocurra importunarla, te arrancaré la glotis a dentelladas.

—¿Te dijo algo de mí?

—No necesita contarme nada. Yo estaba ahí cuando te mandó al diablo, y con eso me basta.

Poco podía esperar de aquel hombre.

Pasé meses recorriendo los barrios de Orán con la esperanza de toparme con Émilie. Iba por los colegios, a la salida de las clases; en ninguna parte vi a Michel ni a su madre entre los padres de alumnos. Merodeaba por los mercados, por las tiendas Prisunic, por los jardines públicos, los zocos; ni rastro de ella. Cuando ya empezaba a perder toda esperanza, al año exacto de la muerte de Simon, al pasar delante de una librería, creí verla tras la vitrina. Me quedé sin aliento. Me metí en el café de enfrente y esperé, oculto tras una columna. A la hora del cierre, Émilie salió de la librería y tomó un trolebús en la esquina de la calle. No me atreví a subir con ella. Era un sábado, y tuve que pasarme todo el domingo mordiéndome las uñas, un interminable domingo. El lunes llegué a primera hora al café de enfrente, tras la misma columna. Émilie llegó hacia las nueve, vestida con un traje de color antracita y un pañuelo del mismo color en la cabeza. El corazón se me encogió en el pecho como una esponja estrujada. Mil veces me decidí a ir en su busca, y otras tantas me pareció tamaña audacia indecente e inoportuna.

Ignoro cuántas veces pasé ante la librería para verla atender a un cliente, subir una escalerilla en busca de un libro, manosear la caja, colocar libros, sin atreverme a empujar la puerta y entrar. La simple comprobación de que seguía ahí me producía un bienestar difuso pero tangible. Me conformaba con vivirla a distancia; un poco como si fuera un espejismo, temía que desapareciera al intentar acercarme a ella. Aquella situación duró más de un mes. Había desatendido la farmacia, abandonado a su suerte a Germaine, a quien hasta se me olvidaba llamar, y me pasaba las noches en fondas astrosas para, durante el día, dedicarme a observar a Émilie desde el fondo del café.

Una tarde, antes del cierre, salí como un sonámbulo de mi escondrijo, crucé la calle y me encontré empujando la puerta vidriada del local.

No había nadie en la librería ya abandonada por la luz natural. Un quebradizo silencio propiciaba una dulce quietud sobre los estantes repletos de libros. El corazón me latía con fuerza, sudaba como si tuviera fiebre. La lámpara de techo apagada sobre mi cabeza parecía una cuchilla a punto de caer. Una duda fulguró en mi mente: ¿qué estaba haciendo? ¿Qué herida me disponía a reabrir? Apreté las mandíbulas para triturar esa duda. Tenía que dar el paso. Ya no soportaba hacerme las mismas preguntas, rumiar las mismas angustias. Parecía estar transpirando uñas cuyos arañazos me surcaban la piel. Respiré con fuerza para expulsar esa apestosa toxina fuera de mí. En la calle, ociosos y coches se entreveraban en un desconcertado ballet. Los bocinazos me atravesaban de parte a parte, acerados como estocadas. La espera duraba y duraba. Estaba descompuesto. Una voz me susurraba «vete». Negué con la cabeza para hacerla callar. La oscuridad cubrió todo el local, destacando con delicadeza la estructura de los estantes que se escalonaban entre libros apilados.

—¿Qué busca usted?

Estaba detrás de mí, frágil, fantasmática. Parecía salir de la penumbra, al igual que la noche de la tragedia, envuelta en aquella misma noche, y su vestido negro, su pelo negro, sus ojos negros perpetuaban el duelo que un año entero no había atenuado un ápice. Tuve que entornar los ojos para distinguirla. Ahora que la tenía a un metro de mí, observaba que había cambiado, que su antigua belleza se había retractado, que no era sino la sombra de una época, una viuda inconsolable que había decidido abandonarse tras haberle arrebatado la vida lo que no sabría devolverle. Me di cuenta de inmediato de mi error. No era bienvenido. Sólo estaba removiendo el cuchillo en la llaga. Su rigidez, o más bien su gélida impasibilidad, me desconcertó, y supe hasta qué punto me equivocaba al pretender reparar lo que había destruido con mis propias manos. Además, estaba ese «usted», perentorio, desconcertante, insostenible, que me catapultaba lejos, muy lejos, que casi me borraba, que me ponía en la picota. Émilie me guardaba rencor. Creo que sólo había sobrevivido a su desdicha para guardarme rencor. No necesitaba decírmelo. Su mirada se bastaba a sí misma. Una mirada inexpresiva, que parecía proceder de las antípodas y me mantenía a raya, presta a arrojarme al extremo del mundo de atreverme a sostenerla.

—¿Qué quiere usted?

—¿Yo? —dije tontamente.

—¿Quién si no? Ya vino usted la semana pasada, la semana anterior, y casi todos los días. ¿A qué juega?

Se me encogió la garganta. Imposible tragar saliva.

—Yo… pasaba por aquí… Por casualidad… Me pareció verte tras la vitrina, pero no estaba seguro. Entonces volví para asegurarme de que eras realmente tú…

—¿Y qué?

—Pues que me dije… no sé… Quise saludarte… en fin, ver si ibas bien… o sea, hablarte. Pero no me atreví.

—¿Acaso te has atrevido una sola vez en tu vida?

Se dio cuenta de que acababa de herirme. Algo se movió en el fondo de su oscura mirada. Como una estrella fugaz que se apaga apenas encendida.

—O sea que has recobrado el uso de la palabra. Después de tanto tiempo sin saber qué decir… ¿A santo de qué querías hablarme?

Sólo se movían sus labios. Su rostro, sus flacas y demacradas manos entrelazadas, su cuerpo entero permanecía impávido. Ni siquiera eran palabras, apenas un soplo que expelía su boca cual sortilegio ascendente.

—Creo que no he elegido el buen momento.

—Preferiría que no hubiera otro. Mejor acabar de una vez. ¿De qué querías hablarme?

—De nosotros dos —dije como si mis sentimientos hubiesen decidido prescindir de mí para expresarse.

Una leve sonrisa apuntó en sus labios.

—¿De nosotros dos? ¿Acaso hemos sido dos alguna vez?

—No sé por dónde empezar.

—Me lo imagino.

—No sabes cuánto me arrepiento. Estoy tan, tan… ¿podrás perdonarme algún día?

—¿Qué cambiaría?

—Émilie… estoy tan afligido.

—No son más que palabras, Younes. Es verdad que hubo un tiempo en que una palabra tuya habría cambiado el destino. Pero no te atreviste a pronunciarla. Debes entender que todo acabó.

—¿Qué acabó, Émilie?

—Lo que nunca empezó de verdad.

Estaba destrozado. No entendía cómo seguía en pie, con las piernas partidas, la cabeza estallándome en mil pedazos; ni siquiera oía latir mi corazón o la sangre en mis sienes.

Dio un paso hacia delante. Fue como si saliera de la pared que había detrás.

—¿Qué esperabas, Younes? ¿Que creyera en los milagros, que brincara de alegría? ¿Por qué? ¿Te llegué siquiera a esperar? Por supuesto que no. Ni siquiera me diste tiempo a soñar en ti. Agarraste mi despegue por la garganta y le retorciste el cuello. ¡Así! Mi amor por ti murió antes de tocar tierra.

Yo permanecía callado. Temía romper a llorar si abría la boca. Me daba cuenta del daño que le había hecho, de cómo había destrozado sus esperanzas, sus sueños juveniles, su felicidad pura y sana, combativa y legítima, natural y confiada, que por entonces confería a sus ojos el destello de todos los deseos de felicidad, de todas las ilusiones.

—¿Puedo hacerte una pregunta, Younes?

Sólo pude asentir con la cabeza, debido al nudo en la garganta.

—¿Por qué? ¿Por qué me rechazaste? Si hubiese sido por otra y te hubieras casado, lo habría comprendido. Pero sigues sin haber tomado mujer…

Una lágrima aprovechó un descuido y se coló entre mis pestañas para caer rodando sobre una mejilla. No tuve valor ni fuerza para evitarla. Ningún músculo me obedecía.

—Le daba vueltas día y noche —prosiguió con tono monocorde—. ¿Qué tenía yo de repugnante? ¿De qué tenía culpa? Me decía: «No te quiere; así de sencillo. No está obligado a reprocharte nada. No siente nada por ti». No conseguía convencerme de ello. Te vi tan infeliz después de mi boda. Y ahí fue cuando pensé: Younes me oculta algo…

—¿Qué me ocultas, Younes? ¿Qué es lo que no quieres decirme?

El dique cedió; las lágrimas corrieron a chorros, cayeron en cascada sobre mis mejillas, me inundaron la barbilla y el cuello. Al llorar sentía que me vaciaba de mis tormentos, de mis remordimientos, de mis perjurios, como un forúnculo al soltar su pus. Lloré como una piara de mocosos, tal era mi deseo de seguir llorando.

—¿Lo ves? —me dijo—. Sigues sin querer decirme nada.

Cuando levanté la cabeza, Émilie se había ido. Como si la pared que había detrás, la penumbra que la velaba, se la hubiera tragado. Sólo quedaba en la tienda su olor flotando entre el de los libros y, de pie, tres estantes más allá, dos ancianas que me miraban compasivas. Me sequé la cara y salí de la librería con la sensación de que una bruma nacida de la nada estaba suplantando la luz crepuscular.