16

Pensé en Argel. En Bougie. En Timimoun. Meterme en un tren que me llevara lejos de Río Salado. Me imaginé en Argel. En Bougie. En Timimoun. Ni una sola vez me vi paseando por los bulevares, contemplando el mar sentado sobre una roca, meditando en una cueva al pie de una duna. Tenía cuentas que ajustar conmigo mismo. No es posible huir de uno mismo. Ya podía tomar todos los trenes del mundo, todos los aviones, todos los barcos: allá donde fuera llevaría a cuestas esa cosa indomable que segregaba su bilis en mí. Pero ya estaba harto de rumiar mi amargura en un rincón de mi habitación. Tenía que irme. Donde fuera. Lejos. O al pueblo de al lado. Eso no era importante. Tenía que irme a otra parte. No podía seguir viviendo en Río Salado desde que Simon se había casado con Émilie.

Me acordé de un loco desgreñado que acudía los días de zoco a Jenane Jato para predicar. Era un fulano alto y delgado como un venablo que vestía una vieja túnica sujeta en la cintura por un cordón de cortina. Se aupaba sobre una roca y vituperaba: «La desgracia es un callejón sin salida. Lleva directamente al muro. Si quieres librarte de ella, aléjate de espaldas. Así creerás que retrocede mientras le plantas cara».

Regresé a Orán. Al bonito barrio de mi tío. Puede que intentara remontar el tiempo hasta la escuela para luego, ya iniciado y sobre aviso, regresar al presente limpio de cuerpo y alma, con mis posibilidades intactas y mil ojos para no malgastarlas. La casa de mi tío no alivió mi dolor. Ahora pintada de verde, me resultaba extraña, con su portal reforzado, su tapia huérfana de buganvillas y sus ventanas con los postigos cerrados; ya no sonaba allí el eco de mi griterío infantil.

Llamé a la casa de enfrente; Lucette no me abrió. «Se mudó —me dijo una desconocida—. No, no dejó dirección».

¡Qué mala suerte!

Estuve dando vueltas por la ciudad. Del campo de fútbol se elevó un clamor. No consiguió ahogar el rumor que vociferaba dentro de mí. En Médine J’dida, el pueblo indígena donde los árabes y los cabileños confinados eran más blancos que los propios blancos, me senté en la terraza de un café y me quedé observando al gentío de la explanada Tahtaha, seguro de que acabaría viendo al fantasma de mi padre con su grueso abrigo verde. Los albornoces blancos se confundían con los harapos de los mendigos. Era todo un mundo reconstruyéndose en su autenticidad secular, con sus bazares, sus baños públicos, sus tenderetes, sus minúsculas tiendas de orfebres, de zapateros remendones, de sastres demacrados. Médine J’dida no se había rendido. Había sobrevivido al cólera, al reniego y al bastardeo, musulmana y arábigo-bereber hasta la médula. Parapetada tras sus barricadas moras y sus mezquitas, trascendía las miserias y las afrentas, presumía de digna y valiente, bella a pesar de la ira en permanente gestación, orgullosa de sus artesanos, de sus conjuntos folclóricos como S’hab el Baroud y de sus «Raqba», venerables forzudos o truhanes de honor cuyo rocambolesco carisma encandilaba a los críos y a las coquetas a la vez que daba seguridad a la pobre gente del barrio. ¿Cómo había podido prescindir de esa parte de mí mismo? Debí haber regresado por aquí con regularidad para taponar mis fisuras, fraguar mis certidumbres. Ahora que Río Salado y yo habíamos dejado de hablar el mismo idioma, ¿qué lengua debía adoptar? Caí en la cuenta de que había estado mintiéndome en todo. ¿Quién había sido en Río, Jonas o Younes? ¿Por qué, cuando mis amigos reían con franqueza, mi risa siempre remoloneaba tras la de ellos? ¿Por qué tenía la continua impresión de estar ganándome a pulso mi puesto entre mis amigos, de ser culpable de algo cuando la mirada de Jelloul se cruzaba con la mía? ¿Acaso se me toleraba por integrado, domesticado? ¿Qué me impedía ser totalmente yo, encarnar el mundo en el que me movía, identificarme con él en vez de dar la espalda a los míos? Una sombra. Yo no era más que una sombra, indecisa y susceptible, al acecho de un reproche o de una insinuación que a veces me inventaba, como esos huérfanos acogidos por una familia, más atentos a las torpezas de sus padres adoptivos que a su dedicación. A la vez, al pretender redimirme ante Médine J’dida, me preguntaba si no seguiría mintiéndome, huyendo de mis responsabilidades al intentar hacer cargar a otros con el mochuelo. ¿Quién tenía la culpa de que Émilie se me escurriera entre las manos? ¿Río Salado, la señora Cazenave, Jean-Christophe, Simon? Cuanto más lo pienso, más creo que mi error consistió en no tener el valor de asumir mis propias convicciones. Por muchas excusas que me inventara, ninguna de ellas me daría la razón. En realidad, ahora que había perdido la cara, andaba buscándome una máscara. Al igual que un desfigurado, me ocultaba tras mis vendas, que hacían asimismo las veces de celosía. Observaba a hurtadillas la verdad ajena, abusaba de ella con tal de alejar la mía. La Tahtaha aflojaba la tenaza que me oprimía. Su gentío me distraía. El baile de sus aguadores me quitaba mis migrañas. Aquellos aguadores eran seres fabulosos, inagotables y espectaculares. Entre el tintineo de sus campanillas, con el odre terciado, el ancho sombrero multicolor al viento, daban vueltas con sus vestidos de volantes sirviendo agua fresca teñida con aceite de enebro en vasitos de cobre que los transeúntes se bebían como si fueran pociones mágicas. Y me veía saciándome la sed con el sediento, sonriendo cuando el aguador se ponía a bailar, frunciendo el ceño cuando un mal pagador le agriaba el humor…

—¿Seguro que se encuentra bien? —me despertó el camarero.

No estaba seguro de nada…

¿Por qué no me dejaban en paz?

El camarero me miró perplejo cuando me levanté a regañadientes y me fui. Sólo al llegar a la ciudad europea comprendí el motivo: me había ido sin pagar mi consumición.

En un bar ahumado por colillas mal apagadas en los ceniceros, me quedé mirando cómo mi vaso me provocaba sobre la barra. Quería emborracharme hasta perder el sentido, no me sentía digno de resistir las tentaciones. Diez, veinte, treinta veces mi mano agarró el vaso sin atreverse a llevárselo a los labios. «¿Tienes un pitillo?», me preguntó mi vecina de barra. «¿Perdón?». «No hay derecho a ponerse triste cuando se tiene una cara tan bonita como la tuya». Su aliento aguardentoso me repelió. Estaba extenuado, tenía la vista empañada. Parecía una mujer sin rostro de tanto maquillaje como llevaba. Unas grotescas pestañas postizas casi le ocultaban los ojos. Tenía una boca exageradamente grande y roja, y los dientes roídos por la nicotina. «¿Tienes problemas, monín? Pues ya se te han acabado. Esto lo arreglo yo. Dios me ha enviado en tu auxilio». Su brazo se deslizó bajo el mío. Me sacó del mostrador de una sacudida. «Ven. Aquí no pintas nada…».

Me tuvo secuestrado siete días con sus noches. En un cuartucho infecto del ático de una fonda que apestaba a hachís y a cerveza. Soy incapaz de decir si era rubia o morena, joven o vieja, gorda o flaca. Sólo recuerdo su bocaza roja y su voz devastada por el tabaco y el alcohol barato. Una noche me dijo que ya tenía lo comido por lo servido. Me empujó hacia la puerta, me besó en la boca: «¡Regalo de la casa!». Y, antes de despedirme, me dijo: «A ver si espabilas, joven. Sólo hay un dios en la tierra, y ese eres tú. Si el mundo no te gusta como es, reinvéntate otro, y no permitas que ninguna pena te baje de tu nube. La vida sonríe siempre a quien sabe pagarle con la misma moneda».

Resulta extraño cómo las verdades que desconocemos nos alcanzan en los lugares menos oportunos. Me iba a pique y fue una prostituta borracha la que me sacó a flote. Con apenas unas palabras soltadas entre calada y calada de su pitillo, en el umbral de una sórdida habitación que daba a un pasillo insalubre y sin luz, en un hotel de citas sacudido por retozos orgiásticos y broncas sonadas… Antes de alcanzar el vestíbulo de la fonda, ya se me había pasado la borrachera. La brisa del atardecer acabó de despabilarme. Recorrí a pie todo el paseo marítimo mientras contemplaba los barcos del puerto, las grúas y los muelles alumbrados por proyectores y, en lo más hondo de la noche, los arrastreros surcando las aguas, como luciérnagas que imitaran las estrellas; luego fui a un baño público para quitarme la mugre y dormir el sueño de los justos; al amanecer del día siguiente, tomé un autocar y regresé a Río, decidido a arrancarme el corazón con las manos si se me ocurría lamentarme un solo segundo de mi suerte.

Regresé a mi trabajo en la farmacia. Sin duda algo cambiado, pero sobrio. A ratos me irritaba, cuando no conseguía descifrar el garabateo de los médicos en las recetas o no soportaba que Germaine me hiciera las mismas preguntas, me notara las mismas ojeras, la misma terquedad. Pero, tras un refunfuño, me arrepentía y le pedía perdón. Por la tarde, después del cierre, salía para estirar las piernas. Iba a la plaza para ver al joven policía Bruno sacar pecho mientras enrollaba y desenrollaba el cordón de su silbato alrededor del dedo. Me gustaba su plácido celo, su manera de ladear el quepis y la cortesía teatrera que desparramaba al paso de las chicas. Me sentaba en la terraza del café y bebía a sorbos un granizado de limón mientras aguardaba la noche para regresar a casa. A veces me adentraba en los viñedos y me perdía en ellos. No me sentía desgraciado, sólo me faltaba compañía. El regreso de André había vuelto a poner de moda la cafetería, pero las partidas de billar me aburrían; José me ganaba sistemáticamente. Germaine pensaba en casarme. Invitó a varias de sus incontables sobrinas a Río Salado con la esperanza de que alguna de ellas me llamara la atención. Ni siquiera me percataba de que se habían ido.

Veía de cuando en cuando a Simon. Nos decíamos hola, nos saludábamos con la mano, a veces nos sentábamos unos minutos frente a un refresco y hablábamos de naderías. Al principio, le sentó mal que hiciera novillos el día de su boda, luego se le pasó, sin duda por tener asuntos más prioritarios que atender. Simon vivía en casa de Émilie, en el caserón del camino del morabito. La señora Cazenave había insistido mucho en ello. Además, no había casas disponibles en el pueblo, y la de los Benyamin era pequeña y fea.

Fabrice tuvo un segundo hijo. El feliz evento nos reunió a todos —menos a Jean-Christophe, que no había dado señales de vida desde su carta a Simon— en una bonita villa de la cornisa oranesa. André aprovechó para presentarnos a su prima y esposa, una robusta andaluza de Granada, alta como una torre, de rostro macizo y bello con dos espléndidos ojos verdes. Era graciosa, pero estricta en la enseñanza de modales a su marido. Fue durante aquella velada cuando me di cuenta de que Émilie estaba embarazada.

Unos meses después, la señora Cazenave viajó a Guyana, donde el esqueleto de su marido —director del penal de Saint-Laurent-du-Maroni, desaparecido en la selva amazónica mientras perseguía a unos presidiarios evadidos— había sido encontrado por unos contrabandistas e identificado gracias a sus objetos personales. Jamás regresó a Río, ni siquiera para el nacimiento de Michel, su nieto.

En el verano de 1953 conocí a Jamila, hija de un abogado musulmán amigo de mi tío desde la facultad. Coincidimos por casualidad en un restaurante de Nemours. Jamila no era muy guapa, pero me recordaba a Lucette; me gustó su apacible mirada, sus manos finas y blancas que cogían las cosas —servilleta, cuchara, pañuelo, bolso, fruta— con suma delicadeza, como si fueran reliquias. Tenía ojos negros e inteligentes, la boca redonda y minúscula, y una seriedad que revelaba una educación severa pero moderna, abierta al mundo y a sus retos; estudiaba Derecho y aspiraba a ser abogada como su padre. Fue ella la primera en escribirme; unas líneas de saludo al dorso de una tarjeta postal que publicitaba un oasis de Bou Saada, donde su padre ejercía. Tardé meses en contestarle. Intercambiamos cartas y felicitaciones durante largos años, sin que ninguno de los dos se saliera del marco de las zalemas y declarara al otro lo que su pudor o excesiva prudencia callaba.

La primera mañana de la primavera de 1954, mi tío me pidió que sacara el coche del garaje. Llevaba el traje verde que no se había vuelto a poner desde la cena que organizó en honor de Messali Hadj trece años atrás en Orán, camisa blanca y pajarita, reloj de bolsillo colgado del chaleco, zapatos negros de punta fina y un fez comprado hacía poco en una vieja tienda turca de Tlemcen.

—Quiero ir a rezar ante la tumba del patriarca —me anunció.

Como yo ignoraba dónde se encontraba la tumba del patriarca, fue mi tío el que me guio por aldeas y pistas. Viajamos durante toda la mañana, sin detenernos para descansar o comer algo. Germaine, que no soportaba las emanaciones del carburante, estaba verde por el mareo y poco le faltó para que le diera un soponcio con tanta curva cuesta arriba y abajo. Llegamos a lo alto de una montaña rocosa a media tarde. Abajo, la cuadriculada llanura de olivares resistía con valor a la aridez. En algunos puntos, la tierra se resquebrajaba ante la acometida de la erosión y los maquis se desertificaban. Algunos embalses de agua intentaban salvar las apariencias, pero era evidente que la sequía no tardaría en tragárselos hasta la última gota. Al pie de unas colinas pacían rebaños de corderos, tan distantes unos de otros como los polvorientos caseríos achicharrados por el sol. Mi tío se puso la mano a modo de visera y escrutó la lejanía. Aparentemente no encontró lo que buscaba. Escaló un repecho pedregoso hasta un bosquecillo en cuyo centro acababa de desmoronarse una ruina. Era el resto de un morabito, o de un mausoleo de tiempos pretéritos que los duros inviernos y los veranos caniculares habían rematado. Protegida tras una tapia atrapada entre sus propios escombros, una tumba descolorida recontaba sus grietas. Era el sepulcro del patriarca. Mi tío lamentó encontrarlo en tan lastimero estado. Recogió una vigueta, la adosó a una pared terrosa y se quedó mirándola con una tristeza infinita; luego apartó respetuosamente una puerta de madera carcomida y entró en el santuario. Germaine y yo esperamos en un pequeño patio cubierto de zarzas. En silencio. Como a mi tío se le fue el santo al cielo ante la tumba, Germaine fue a sentarse sobre una roca y se cogió la cabeza con ambas manos. No había abierto la boca desde que salimos de Río Salado. Yo me temía lo peor cuando Germaine se callaba de ese modo.

Mi tío regresó con nosotros al declinar el sol. La sombra del mausoleo se había alargado desmesuradamente y una brisa fresca se puso a silbar entre la maleza.

—Ahora podemos volver —dijo mi tío, y se dirigió hacia el coche.

Esperaba que me hablara del patriarca, de la tribu, de Laola Fatna, de los repentinos motivos que lo habían traído a esta montaña acuchillada por el viento; nada. Se sentó a mi lado y no dejó de mirar la carretera. Viajamos durante parte de la noche. Germaine dormía en el asiento trasero. Mi tío no se movía. Estaba, por lo demás, sumido en sus pensamientos. No habíamos probado bocado desde la mañana; él no parecía haberlo notado. Observé que su rostro había palidecido, que tenía las mejillas más hundidas, y su mirada me trajo a la memoria aquella otra tras la que se escudaba cuando caía sin previo aviso en el mundo paralelo que fue su presidio y su asilo durante años.

—Me asusta —me confesó Germaine unas semanas después.

Mi tío no parecía haber recaído. Seguía leyendo y escribiendo, se sentaba con nosotros para comer y salía a pasear por los huertos todas las mañanas, pero ya no nos dirigía la palabra. Asentía con la cabeza, a veces sonreía para agradecer a Germaine que le trajera té o le alisara una arruga de la chaqueta, pero no abría la boca. También le daba por contemplar las colinas desde el balcón, sentado en la mecedora; luego, al caer la tarde, regresaba a su habitación, se ponía en bata y zapatillas y se encerraba con llave en su despacho.

Una noche se tumbó en la cama y pidió verme. Su palidez era aún mayor de lo habitual y tenía la mano fría, casi helada, cuando me agarró por la muñeca.

—Me habría gustado conocer a tus hijos. Seguro que me habrían colmado de alegría. Nunca he tenido a un niño en las rodillas. —Sus ojos lagrimaban—. Toma una mujer, Younes. Sólo el amor nos puede desquitar de los golpes bajos de la existencia. Y recuerda esto: basta con que una mujer te quiera para tener todas las estrellas a tu alcance y que no haya divinidad que te llegue al tobillo.

Noté el frío que lo invadía extenderse dentro de mí, y deslizarse por entre los escalofríos que provocaba en mi muñeca hasta ramificarse por todo mi ser. Mi tío estuvo mucho tiempo hablándome; cada una de sus palabras lo alejaba una legua de nuestro mundo. Se estaba yendo. Germaine lloraba, derrumbada en una punta de la cama. Su llanto cubría las palabras de mi tío. Fue una noche extraña, a la vez profunda e irreal. Fuera, un chacal aullaba como jamás he oído hacerlo a un animal. Los dedos de mi tío dejaron en mi muñeca una huella violácea al impedir, como un garrote, que me circulara la sangre hasta que se me durmió el brazo. Sólo cuando vi a Germaine santiguarse y cerrar los ojos de su esposo admití que un ser amado tiene derecho a apagarse como el sol al anochecer, como un cirio ante un soplo de viento, y que el mal que nos inflige al irse es parte integrante de la vida.

Mi tío no llegaría a ver su país tomando las armas. El destino no lo consideró digno de ello. Si no, ¿cómo explicar que falleciera cinco meses antes de la hoguera tan esperada como aplazada de la Liberación? El día de Todos los Santos de 1954 nos pilló desprevenidos. El cafetero no paraba de renegar, con su periódico abierto sobre el mostrador. La guerra por la independencia había empezado, pero la mayoría de la gente, tras un arrebato pasajero de indignación pronto relevado por la rechifla popular, no pensaba perder el sueño por unas cuantas granjas incendiadas en la Mitidja. Y eso que había muerto gente en Mostaganem, gendarmes sorprendidos por agresores armados. ¿Y qué?, replicaban. La carretera mata a muchos más. Y los bajos fondos también. Lo que la gente ignoraba era que esta vez iba en serio y no había vuelta atrás posible. Un puñado de revolucionarios había decidido pasar a la acción, sacudir a un pueblo embrutecido por más de un siglo de colonización, duramente castigado por las distintas insurrecciones llevadas a cabo por tribus aisladas desde generaciones atrás, que el omnipotente y mítico ejército colonial reducía indefectiblemente tras unas cuantas batallas campales, unas cuantas expediciones de castigo, unos cuantos años de desgaste. Ni siquiera la famosa OS (Organización Secreta), destacada a finales de los años cuarenta, llegó a pensar que pasaran de unos cuantos los militantes musulmanes con ganas de armar follón. Lo que se declaró aquella noche aquí y allá por el norte de Argelia, a la medianoche en punto, en el primer minuto del primero de noviembre, ¿no acabaría siendo otra llamarada, otra pavesa dentro del sempiterno desaliento y frustración de las poblaciones autóctonas dislocadas, incapaces de movilizarse en torno a un proyecto común? Esta vez no. Los «actos de vandalismo» se multiplicaban por todo el país, en principio esporádicos, cada vez más importantes, en ocasiones con asombrosa temeridad. Los periódicos hablaban de «terroristas», de «rebeldes», de «forajidos». Se iban produciendo escaramuzas aquí y allá, sobre todo en las montañas, y a los militares muertos los solían despojar de sus armas y pertrechos. En Argel, una comisaría fue arrasada en un abrir y cerrar de ojos; empezaron a caer policías y funcionarios en cualquier esquina; a los traidores se les degollaba. En Cabilia, se hablaba de movimientos sospechosos, de grupúsculos vestidos con monos y armados con viejas escopetas que tendían emboscadas a los gendarmes antes de esfumarse. En los montes Aurès, se hablaba de coroneles y de escuadrones completos, de un ejército de guerrilleros escurridizos y de zonas vedadas. No lejos de nuestro pueblo, en el Fellaoucène, los aduares se quedaban sin hombres, que huían de noche a los montes escarpados para formar unidades de maquis. Más cerca todavía, a escasos kilómetros en línea recta, en Aïn Témouchent se producían atentados en pleno centro de la ciudad. En todas las paredes se veían las tres iniciales: FLN. Frente de Liberación Nacional. Todo un programa. Con sus leyes, sus directivas, sus llamamientos a la sublevación general. Sus toques de queda. Sus prohibiciones. Sus tribunales. Sus secciones administrativas. Sus redes inextricables, laberínticas, eficaces. Su ejército. Su radio clandestina que llamaba a la insurrección en el interior de las viviendas cerradas a cal y canto. En Río Salado, vivíamos en otro planeta. Los ecos del exterior nos llegaban amortiguados por una interminable sucesión de filtros. Sin duda, a los árabes que se deslomaban en las huertas se les notaba un extraño destello en la mirada, aunque no hubiesen cambiado para nada sus costumbres. Ya estaban en el tajo al despuntar el día, y no daban de mano hasta el anochecer. Por lo demás, la gente seguía yendo al café para charlar y tomarse sus anisetes. Ni siquiera al policía Bruno se le ocurrió quitar el seguro a su pistola; decía que no pasaba nada, que esto era un fenómeno pasajero y que el orden se iba a restablecer. Pasaron varios meses hasta que la «rebelión» empezara a salpicar nuestra quietud. Unos desconocidos incendiaron una granja aislada; luego prendieron fuego en tres ocasiones a los viñedos antes de sabotear con dinamita una bodega vitícola. Eso fue la puntilla. Jaime J. Sosa reclutó una milicia y desplegó un dispositivo de seguridad alrededor de sus viñas. La policía intentó en vano tranquilizarlo arguyendo que había adoptado las medidas oportunas. Durante el día, se veía a los granjeros rastrear la zona, con la escopeta de caza apuntando ostensiblemente hacia delante; por la noche, se efectuaban rondas siguiendo las reglas del arte militar, con consignas y disparos de aviso.

Aparte de unos cuantos jabalíes abatidos por milicianos de gatillo fácil, no se detuvo a un solo sospechoso.

Con el tiempo, la vigilancia se fue relajando y la gente se volvió a atrever a pasear de noche sin temor.

La vendimia se celebró como de costumbre. Para el baile, contrataron a tres grandes orquestas a la vez, y Río bailó hasta el agotamiento. Pepe Rucillio aprovechó el buen tiempo para contraer nupcias con una cantante de Nemours cuarenta años más joven que él. Sus herederos protestaron al principio, pero luego, puesto que la fortuna de su patriarca era incalculable, se atiborraron como ogros y soñaron con futuros ágapes. Durante aquella ceremonia nupcial, me topé de frente con Émilie. Estaba apeándose del coche de su marido, con su hijo en el regazo; yo salía de la sala de fiestas, del brazo de Germaine. Durante una fracción de segundo, Émilie palideció. Se volvió de repente hacia Simon, que me dirigió una sonrisa antes de llevarse a su mujer hasta el centro de la fiesta. Regresé a casa a pie, dejándome olvidado mi coche junto al de mi amigo.

¡Luego vino la tragedia!

Nadie la esperaba. La guerra empezaba su año II y, al margen de los escasos sabotajes señalados más arriba, no hubo que deplorar ningún incidente más en Río. La gente atendía sus asuntos como si no pasara nada, hasta aquella mañana de 1956. Una chapa de plomo cayó sobre el pueblo. La gente se quedó de piedra; se miraba sin verse, literalmente rebasada por el suceso. Lo supe apenas vi el grupo de gente alrededor de la cafetería de André.

El cuerpo estaba tirado sobre el suelo, en la misma entrada del bar, con las piernas en el patio, el resto en el interior de la sala. Un pie había perdido el zapato, probablemente al defenderse de su agresor o intentando huir. Tenía un arañazo del talón a la pantorrilla, rayado por diminutos arroyuelos de sangre… ¡José!… Se había arrastrado unos veinte metros antes de morir. La huella de su desesperado arrastre había quedado impresa en el polvo. Su mano izquierda se agarraba a la hoja de la puerta, con las uñas vueltas. Había recibido varias cuchilladas, algunas visibles en la parte desnuda de su espalda, pues tenía la camisa desgarrada de lado a lado; el charco de sangre sobre el que yacía se salía ya de la cafetería, espesa, grumosa. Debí pasar por encima del cuerpo para entrar. La luz del día alumbraba un lado de la cara de José; daba la impresión de estar escuchando el suelo, como hacíamos de chicos pegando nuestras orejas a los raíles para ver si llegaba un tren. Su vidriosa mirada recordaba la de un fumador de opio; estaba abierta al mundo sin percibir la menor señal de él.

—Decía ser la bendita cagarruta que el Señor había pisado —suspiró André, derrumbado al pie de la barra, con la barbilla sobre las rodillas y las manos rodeándole las piernas.

Apenas se le veía en la penumbra.

Estaba llorando.

—Yo quería que se lo pasara a lo grande, como cualquier primo de Dédé Jiménez Sosa. Pero ya podía ofrecerle un banquete, que él se conformaba con un mendrugo. No quería que lo tomara por un aprovechado.

Simon estaba allí, también él derrumbado. Se acodaba a la barra con la cabeza entre las manos. En el fondo estaba sentado el policía Bruno, intentando sobreponerse al impacto. Junto al billar había otros dos hombres, alelados.

—¿Por qué él? —gemía André con profunda pena—. ¡Por Dios, si era José! Habría regalado su última camisa a quien se la pidiera.

—No es justo —dijo alguien a mis espaldas.

El alcalde acudió precipitadamente. Al reconocer el cuerpo de José, se llevó una mano a la boca para contener un grito. Unos coches invadieron el patio de la cafetería. Se oyeron portazos. «¿Qué ha ocurrido?», preguntaron. Nadie contestó. A los pocos minutos, todo el pueblo se congregó allí. Cubrieron el cuerpo de José con una manta. Una mujer se puso a gritar, fuera. Era la madre. Unos parientes le impidieron acercarse al cuerpo de su hijo. Se produjo cierto movimiento cuando André se levantó y salió al patio. Estaba verde de rabia, el odio le salía por los ojos.

—¿Dónde está Jelloul? —tronó con el cuerpo henchido de ira—. ¿Dónde está ese estúpido de Jelloul?

Este cruzó entre el tropel de gente y se plantó delante de su patrón. Estaba alteradísimo, no sabía qué hacer con sus manos.

—¿Qué estabas haciendo mientras se cargaban a José?

Jelloul se miró la punta de los zapatos. André le levantó la cabeza con el extremo de la fusta.

—¿Dónde estabas metido, canalla? Te dije que no salieras de la cafetería por ningún motivo.

—Mi padre estaba enfermo.

—Siempre lo ha estado. ¿Por qué no me dijiste que volvías a tu choza? José no habría venido a sustituirte y ahora estaría vivo. Además, cómo puede ser que ocurra esta desgracia la única noche en que tú no estás, ¿eh?

Jelloul agachó la nuca y André se la volvió a levantar con la punta de la fusta.

—Mírame a los ojos cuando te hablo. ¿Quién es el cobarde que se ha atrevido a cargarse a José? Tú lo conoces, ¿verdad? Te has puesto de acuerdo con él. Por eso regresaste a tu choza. Para tener una coartada, hijo de perra. Te he dicho que me mires. Hasta puede que hayas sido tú. Con el tiempo que llevas rumiando tu resentimiento… ¿A que no me equivoco, asqueroso canalla? ¿Por qué miras hacia el suelo? Ahí está José —gritó, señalando el cuerpo en la entrada del bar—. Seguro que lo has hecho tú. José no se habría dejado sorprender por un desconocido. Sólo podía acercársele alguien que lo conociera. Enséñame las manos.

André comprobó las manos y la ropa de Jelloul en busca de una mancha de sangre, lo registró y, al no encontrar nada, se puso a azotarlo con su fusta.

—¿Te crees muy listo? Matas a José, luego regresas a tu casa para cambiarte y vuelves aquí. Me juego lo que sea que así es como ha ocurrido. Te conozco.

Rabioso por sus propias palabras, cegado por la pena, derribó a Jelloul y se lio a golpes con él. Nadie a su alrededor movió un dedo. El dolor de André parecía demasiado intenso como para cuestionarlo. Regresé a mi casa, dividido entre la ira y la indignación, avergonzado y envilecido, doblemente dolido por la muerte de José y el martirio de Jelloul. Siempre ha sido así, me decía para escabullir el bulto: cuando no se encuentra sentido a una desgracia, se busca un culpable, y aquella mañana no había en el lugar de la tragedia mejor chivo expiatorio que Jelloul.

Este fue detenido, esposado y llevado a comisaría. Se rumoreaba que había confesado, que el asesinato no tenía mucho que ver con las convulsiones que padecía el país. ¡Daba igual! La muerte había golpeado y nadie podía asegurar que no tenía intención de seguir haciéndolo. Los granjeros reforzaron su milicia y, de cuando en cuando, entre dos gañidos de chacal, se oían algunos disparos en la noche. Al día siguiente se hablaba de intrusión sospechosa repelida, de indeseables ahuyentados como conejos, de incendio criminal impedido. Una mañana en que me dirigía a Lourmel, vi a unos granjeros armados al borde de la carretera. Estaban excitados. A sus pies yacía el cuerpo ensangrentado de un joven musulmán harapiento. Lo tenían expuesto como si fuera un trofeo de caza, y a su lado una vieja escopeta como prueba fehaciente del delito.

Unas semanas después, un chaval enclenque y miserable vino a verme a la farmacia. Me pidió que lo siguiera a la calle. Una afligida mujer nos esperaba en la acera de enfrente, rodeada por una chiquillería desamparada.

—Es la madre de Jelloul —me explicó el chiquillo.

Ella vino hacia mí y se tiró a mis pies. No conseguí entender lo que intentaba contarme. Sus palabras se ahogaban en sus lamentaciones y sus gestos frenéticos me desconcertaban. La llevé al interior del local para que se calmara y enterarme de lo que me estaba farfullando. Hablaba muy rápido, lo mezclaba todo y entraba en trance antes de acabar cualquier frase. Tenía arañazos en las mejillas, lo cual demostraba que se había lacerado el rostro con las uñas en señal de gran desgracia. Al final, extenuada, consintió en beber el agua que le traje y se dejó caer sobre el banco. Me contó las vicisitudes de su familia, la enfermedad de su marido amputado de ambos brazos, sus frecuentes oraciones en todos los morabitos de la región, antes de volver a tirarse a mis pies y de implorarme que salvara a Jelloul. «Él no tuvo nada que ver. Todo el aduar se lo dirá. Jelloul estuvo con nosotros la noche en que mataron al rumí. Lo juro. He ido a ver al alcalde, a la policía, a los cadíes; nadie ha querido escucharme. Eres nuestra última esperanza. Te llevas bien con el señor André. Te escuchará. Jelloul no es un asesino. A su padre le dio un ataque aquella noche, y yo mandé a mi sobrino para que fuera a buscarlo. No es justo. Le van a cortar la cabeza por nada». El chiquillo era el mentado sobrino. Me aseguró que era verdad, que Jelloul nunca llevaba cuchillo y que sentía afecto por José.

No veía bien lo que podía hacer yo, pero les prometí relatar a André sus declaraciones con toda fidelidad. Después de que se fueran, no me sentí con fuerzas y decidí no entrometerme. Sabía que la decisión del tribunal era irrevocable, que André no me haría caso. Desde la muerte de José, siempre estaba de malas e importunaba a los árabes por nimiedades. Tuve una noche tormentosa. En mi sueño se colaron nauseabundas pesadillas que me obligaron a encender varias veces la lámpara de cabecera. La miseria de aquella mujer medio loca y de su chiquillería me producía un malestar vertiginoso. En mi cabeza crepitaban lamentos y gritos ininteligibles. Al día siguiente, no tuve fuerzas para trabajar en la farmacia. Sopesé los pros y los contras, tentado por la abstención. No me veía defendiendo a Jelloul ante un André irreconocible de hiel y de brutalidad. Era capaz de no ver en mí sino a un musulmán solidarizándose con un asesino de su comunidad. ¿Acaso no me rechazó cuando pretendí consolarlo en el cementerio, durante el entierro de José? ¿No masculló, con la clara intención de herirme, que todos los árabes eran unos ingratos y unos cobardes? ¿Por qué tuvo que decir eso en un cementerio cristiano en el que yo era el único musulmán, si no con la exclusiva finalidad de apenarme?

Dos días después, me vi aparcando mi coche en el patio grande de la granja de Jaime Jiménez Sosa. André no estaba en casa. Pedí ver a su padre. Un sirviente me rogó que esperara en mi coche mientras iba a ver si el amo accedía a recibirme. Regresó al cabo de unos minutos y me condujo hasta la colina que dominaba la llanura. Jaime Jiménez Sosa regresaba de un paseo a caballo. Estaba entregando su montura a un mozo de caballerizas. Se me quedó mirando un momento, intrigado por mi visita, luego dio una sonora palmada a la grupa de su caballo y se dirigió hacia mí.

—¿Qué puedo hacer por ti, Jonas? —me soltó resueltamente desde lejos—. No bebes vino y no es todavía tiempo de vendimia.

Un sirviente acudió veloz para coger su casco colonial y su fusta; Jaime lo despidió con un gesto despectivo sin darle tiempo a acercarse.

Pasó delante de mí sin detenerse ni tenderme la mano.

Lo seguí.

—¿Cuál es el problema, Jonas?

—Es un poco complicado.

—Entonces, ve al grano.

—No me lo pone usted fácil yendo tan rápido.

Aminoró el paso y me miró de frente, al tiempo que metía una mano bajo su casco.

—Te escucho.

—Es sobre Jelloul.

Dio un respingo. Se le crisparon las mandíbulas. Se quitó del todo el casco y se secó la frente con un pañuelo.

—Me decepcionas, joven —me dijo—. Tú no eres de la misma pasta, y estás muy bien donde estás.

—Tiene que haber un error.

—¿Ah, sí? ¿Cuál?

—Puede que Jelloul sea inocente.

—¡Anda ya! Llevo generaciones empleando a árabes, y sé cómo son. Todos unas serpientes. Esa víbora ha confesado. Lo han condenado. Yo personalmente me ocuparé de que su cabeza caiga en la cesta.

Regresó hacia mí, me agarró por el codo y me hizo avanzar unos pasos con él.

—Esto va muy en serio, Jonas. No se trata de una simple escaramuza, sino de una guerra de verdad. El país se tambalea y no podemos andarnos con contemplaciones. Hay que golpear con fuerza y en el lugar preciso. No hay medias tintas que valgan. Estos locos asesinos tienen que comprender que no vamos a ceder. Cualquiera de esos cabrones que caiga en nuestras manos tendrá que pagar por los demás.

—Su familia vino a verme…

—Jonas, pobre mío —me interrumpió—, no sabes de lo que estás hablando. Eres un joven educado, íntegro e inteligente. Mantente al margen de esas historias de golfos. Te sentirás mucho mejor.

Mi insistencia lo irritaba. Y le indignaba tener que rebajarse a hablar de un factótum indigno de tener un destino, teniendo de sobra con una suerte, por hipotética que esta fuera. Me soltó, hizo una mueca de indecisión, se volvió a guardar el pañuelo en el bolsillo y, con una señal de la cabeza, me pidió que lo siguiera.

—Ven, Jonas.

Caminó delante de mí, agarrando de pasada un vaso de zumo de naranja que un sirviente surgido de la nada le tendió. Jaime Jiménez Sosa era fornido, achaparrado como un mojón; pero parecía haber crecido unos centímetros. En su camisa, que la brisa hinchaba por los lados, lucía una enorme mancha de sudor. Enfundado en su pantalón de montar, con el casco colonial echado hacia atrás, parecía estar conquistando el mundo a cada paso que daba.

Cuando llegamos a la cima de la colina, separó las piernas y su brazo describió un amplio arco, al tiempo que señalaba con el vaso como si fuera un cetro. Más abajo, la llanura desplegaba sus viñedos hasta perderse de vista. En una lejanía grisácea por la bruma, las montañas evocaban somnolientos monstruos prehistóricos. Jaime deslizó la mirada sobre el paisaje. Meneaba la cabeza cada vez que algún lugar le recordaba algo.

Se le veía tan inspirado como hubiese podido estarlo un dios contemplando su universo.

—Mira, Jonas… ¿No te parece maravillosa esta vista?

El vaso se estremeció en su mano.

Se volvió lentamente hacia mí, ladeó la cabeza y se puso nuevamente a contemplar los viñedos que se entrelazaban hasta el mismo horizonte.

—A menudo —dijo—, cuando vengo por aquí a admirar todo esto, pienso en los hombres que hicieron lo mismo que yo, hace mucho tiempo, y me pregunto lo que veían de verdad. Intento imaginarme este territorio a través de los tiempos y me pongo en el lugar de ese nómada bereber, de ese aventurero fenicio, de ese predicador cristiano, de ese centurión romano, de ese precursor vándalo, de ese conquistador musulmán; en fin, de todos aquellos hombres a quienes el destino trajo por aquí y que se detuvieron en la cima de esta colina, exactamente en el lugar donde estoy yo ahora.

Sus ojos regresaron para acosar los míos.

—¿Qué pudieron ver desde aquí en aquellas distintas épocas? —me preguntó—. Nada… Aquí no había nada que ver salvo una llanura salvaje infestada de reptiles y de ratas, algún que otro cerro invadido por la maleza, puede que una laguna hoy seca o un improbable sendero abierto a todos los peligros…

Barrió furiosamente el paisaje con el brazo, y unas gotas de zumo relucieron en el aire. Retrocedió un poco para ponerse a mi altura, y me contó:

—Cuando mi bisabuelo le echó el ojo a este culo del mundo, estaba seguro de que moriría antes de que pudiese sacarle el menor provecho. Tengo fotos en casa. No había una mísera choza en leguas a la redonda, ni un árbol, ni una carcasa de animal blanqueada por la erosión. Pero eso no arredró a mi bisabuelo. Se remangó la camisa, fabricó con sus diez dedos la herramienta que iba a necesitar y se puso a escardar, a roturar, a desbastar la tierra hasta que las manos no le sirvieron ni para cortar el pan. Aquello era penar de día y padecer de noche, y el infierno durante todas las estaciones. Y los míos no se echaron atrás; ni una sola vez, ni un solo momento. Algunos reventaron de tan sobrehumano esfuerzo, otros sucumbieron a las enfermedades, y ni uno dudó un instante de lo que estaba haciendo. Y gracias a mi familia, Jonas, gracias a sus sacrificios y a su fe, el territorio salvaje se dejó domesticar. Generación tras generación se fue convirtiendo en sembrados y vergeles. Todos los árboles que ves a nuestro alrededor nos cuentan un capítulo de la historia de mis padres. Cada naranja que exprimes te devuelve algo de su sudor, cada néctar retiene aún el sabor de su entusiasmo. —Me señaló su granja con gesto teatral—. Este caserón que me sirve de fortaleza, esta gran casa tan blanca donde nací y por la que, de niño, corría como un loco… fue mi padre quien la levantó con sus propias manos, como una estela para glorificar a los suyos. Este país nos lo debe todo. Hemos abierto carreteras, llevado el ferrocarril hasta las puertas del Sahara, edificado puentes sobre los ríos, levantado ciudades a cual más bonita, y pueblos de ensueño que lindan con el maquis. Hemos convertido una milenaria desolación en un país magnífico, próspero y ambicioso, y hecho de una mísera piedra un fabuloso jardín del Edén. ¿Y pretendéis que nos creamos que todo esto lo hemos hecho por nada?

Pegó tal grito que su saliva me salpicó en la cara.

Se le oscureció la mirada cuando agitó sentenciosamente el dedo debajo de mi nariz.

—No estoy de acuerdo, Jonas. No nos hemos partido los brazos ni los corazones para que todo se esfume. Esta tierra reconoce a los suyos, y somos nosotros quienes la hemos servido como no se hace con una madre. Es generosa porque sabe que la amamos. La uva que nos ofrece se la bebe con nosotros. Escúchala atentamente y oirás cómo te dice que nos merecemos cada palmo de nuestros campos, cada fruto de nuestros árboles. Nos encontramos con una comarca muerta y le insuflamos un alma. Nuestra sangre y nuestro sudor alimentan sus ríos. Nadie, señor Jonas, y digo bien, nadie del mundo y de fuera de él, puede negarnos el derecho de seguir sirviéndola hasta el final de los tiempos. Y menos aún esos gandules piojosos que creen que nos van a suplantar asesinando a pobres desgraciados.

El vaso le vibraba en el puño. Se le había desencajado el rostro y su mirada intentó atravesarme de parte a parte.

—Estas tierras no son suyas. Si ellas pudieran, los maldecirían como los maldigo yo cada vez que veo llamas criminales reducir a cenizas alguna lejana granja. Si piensan que así nos van a impresionar, están perdiendo su tiempo y el nuestro. No cederemos. Argelia la inventamos nosotros. Es lo que mejor nos ha salido y no vamos a permitir que ninguna mano impura mancille nuestros granos y nuestras cosechas.

La imagen de Abdelkader, rojo de vergüenza sobre la tarima de la clase de mi escuela primaria, destelló en mi mente, surgida de una mazmorra de mi inconsciente donde la creía encerrada para siempre. Lo recordé con toda claridad retorciéndose de dolor mientras los dedos del maestro le retorcían la oreja. La voz estridente de Maurice restalló en mi cabeza: «¡Porque los árabes son unos perezosos, señor!». Su onda expansiva repercutió dentro de mi cuerpo como una detonación subterránea por los fosos de una fortaleza. Me invadió la misma ira que sentí aquel día en el colegio. Del mismo modo. Como lava que manara de lo más hondo de mis tripas. De pronto, olvidé el motivo de mi visita, el riesgo que corría Jelloul, la angustia de su madre, y sólo vi al señor Sosa encumbrado en su arrogancia, el insano destello de su hipertrofiada altanería que transmitía su purulencia al color del día.

Sin percatarme de ello, incapaz de contenerme, me erguí ante él y, con voz libre de cuajarones, cortante y clara como la hoja de una cimitarra, le dije:

—Hace mucho tiempo, señor Sosa, mucho antes que usted y su tatarabuelo, un hombre se encontraba aquí mismo donde está usted ahora. Cuando miraba esta llanura, no podía impedir identificarse con ella. No había carreteras ni raíles, y los lentiscos y las zarzas no le molestaban. Cada río, muerto o vivo, cada pico de sombra, cada piedra le devolvía la imagen de su humildad. Aquel hombre era confiado porque era libre. Sólo llevaba consigo una flauta para sosegar sus cabras y un garrote para alejar a los chacales. Cuando se tumbaba al pie de este árbol, le bastaba con cerrar los ojos para oírse vivir. El trozo de torta y la rodaja de cebolla que saboreaba valían mil festines. Tenía la suerte de sentirse a gusto hasta en la frugalidad. Vivía al compás de las estaciones, convencido de que la esencia de las quietudes se hallaba en la mayor sencillez. Si se creía libre de agresiones, era porque no tenía nada contra nadie, hasta el día en que vio llegar la tormenta por aquel horizonte que poblaba sus sueños. Le confiscaron la flauta y el garrote, las tierras y los rebaños, y todo aquello que le aliviaba el alma. Y ahora pretenden que se crea que andaba de paso por aquí, y se asombran e indignan cuando reclama algún miramiento. No estoy de acuerdo con usted, señor. Esta tierra no le pertenece. Es de aquel pastor de antaño, cuyo fantasma tiene usted justo al lado y se niega a verlo. Ya que no sabe compartir, coja sus huertas y sus puentes, sus asfaltos y sus raíles, sus ciudades y sus jardines, y devuelva lo demás a sus legítimos dueños.

—Eres un chico inteligente, Jonas —replicó, para nada impresionado—. Te has educado en el lugar adecuado: quédate en él. Los fellagas no son constructores. Aunque les entregaran el paraíso, lo acabarían arruinando. Sólo traerán a tu pueblo desgracias y desilusiones.

—Debería usted echar una ojeada a las aldehuelas de los alrededores, señor Sosa. Allí campa la desgracia desde que ustedes redujeron a los hombres libres a la condición de bestias de carga.

Tras lo cual lo dejé allí plantado y regresé a mi coche, con la cabeza pitándome como si fuera un cántaro abierto a los cuatro vientos.