15

Jean-Christophe seguía vivo.

Río Salado suspiró de alivio.

Una noche, inesperadamente, telefoneó a su madre para decirle que se encontraba bien. Según la señora Lamy, su hijo estaba lúcido. Hablaba con tranquilidad, con palabras sencillas y justas, y su respiración era normal. Ella le preguntó por qué se había ido y desde dónde llamaba. Jean-Christophe se limitó a contestar vagamente, con frases hechas, arguyendo que había mucho más que Río en el mundo, otros territorios por explorar, otras vías por abrir, sorteando así la pregunta de dónde se encontraba y cómo se las arreglaba para sobrevivir día a día, tras haberse marchado sin dinero ni maletas. La señora Lamy no insistió, ya que al menos su retoño había dado señales de vida, y eso era lo principal. Ya se imaginaba ella que el trauma era profundo, que la «lucidez» fingida por su chico no era sino una manera de ocultarlo, y temía provocar una hemorragia si hurgaba demasiado en la herida.

Más adelante, Jean-Christophe escribió una larga carta a Isabelle en la que le confesaba el gran amor que sentía por ella y hasta qué punto lamentaba no haber sabido hacerlo fructificar. Era una especie de carta testamentaria; Isabelle Rucillio lloró a lágrima viva, convencida de que el «novio» al que había dado calabazas se había tirado desde lo alto de un acantilado o bajo las ruedas de una locomotora tras haber echado la carta; su matasellos era ilegible, no pudo averiguarse desde dónde la había remitido.

Tres meses después, Fabrice recibió su carta, repleta de excusas y remordimientos. Jean-Christophe reconocía haber sido egoísta y, ebrio de deseo y de posesión, haberse apartado de las normas más elementales de comportamiento así como de sus obligaciones para con alguien a quien quería desde el colegio y que seguiría siendo su gran amigo. No daba dirección.

A los ocho meses del incidente de la librería, Simon —que entretanto se había asociado con la señora Cazenave para montar un taller de alta costura en Orán— descubrió en su buzón su propia carta; la foto reciente de un Jean-Christophe de soldado raso, pelado a rape y con el fusil en ristre, con las siguientes palabras en su revés: «Esto sí que es vida, gracias mi Brigada». El matasellos del sobre indicaba la localidad de Themis Méliana. Fabrice decidió ir allá. Simon y yo lo acompañamos hasta el cuartel de la ciudad, donde nos indicaron que dicha escuela ya sólo acogía a «indígenas» desde hacía tres o cuatro años; nos orientaron hacia Cherchell. Christophe no se encontraba en la escuela militar de Cherchell, ni en la de Koléa. Llamamos a distintas puertas, indagamos en los cuarteles de Argel, de Blida; sin éxito. Estábamos persiguiendo a un espectro. Regresamos a Río con las manos vacías y agotados. Fabrice y Simon seguían sin explicarse la decisión que había tomado el mayor de la pandilla. Sospechaban un fracaso amoroso pero no estaban seguros. Émilie no daba la impresión de reprocharse nada. Unas veces se la veía en la librería ayudando a la señora Lambert, otras en la avenida principal del pueblo contemplando las vitrinas con dulce melancolía. No obstante, la decisión de Jean-Christophe incomodaba a más de uno. Eso de alistarse no era propio de un chico de Río Salado; no era nuestro universo y no conseguíamos disociar la elección de Jean-Christophe de una absurda e insoportable voluntad de autoflagelarse. En sus cartas, ni una sola vez dejaba traslucir las frustraciones que lo habían abocado a renunciar a su libertad, a su familia, a su pueblo, para entregarse atado de pies y manos a los reglamentos militares y a esa tarea de despersonalización y de sumisión consentidas.

La carta para Simon fue la última.

Jamás recibí la mía.

Émilie siguió visitándome. A veces, permanecíamos frente a frente sin intercambiar una sola palabra, ni siquiera una fórmula de cortesía. ¿Acaso había algo más que añadir? Nos habíamos dicho lo esencial de lo que nos teníamos que decir. Para ella, yo necesitaba tiempo, y por tanto debía armarse de paciencia; para mí, lo que me proponía era irrealizable, pero ¿cómo hacer que lo entendiera sin ofenderla y poner al pueblo entero sobre ascuas? Era una relación imposible, contra natura. Me sentía desamparado. No sabía qué hacer. Entonces, me callaba. Émilie aguantaba; no pretendía atropellar el orden establecido, pero a la vez se empeñaba en mantener a toda costa el contacto. Pensaba que me sentía culpable por lo de Jean-Christophe, que acabaría por superar aquella carga de conciencia, que sus inmensos ojos acabarían, a la larga o por desgaste, venciendo mis inhibiciones. Desde que se supo en el pueblo que Jean-Christophe estaba sano y salvo, la tensión entre ambos se había rebajado… sin que nuestras relaciones se normalizaran por ello. Jean-Christophe no estaba ahí, pero su ausencia agrandaba la distancia entre ambos, extendía su sombra sobre nuestros pensamientos, oscurecía nuestros designios. Émilie lo leía en los rasgos de mi cara. Llegaba con determinación, agarrándose a lo que había estado toda la noche preparando para mí, pero, llegado el momento, se echaba atrás; ya no se atrevía a cogerme la mano ni a ponerme un dedo sobre la boca.

Se inventaba una enfermedad incongruente, me pedía un remedio para justificar su presencia en la farmacia. Yo apuntaba su pedido en el registro, se lo daba cuando lo tenía; eso era todo. Ella se concedía unos minutos de meditación, adelantaba dos o tres reflexiones, dos o tres preguntas prácticas sobre las instrucciones de uso del medicamento, luego regresaba a su casa. A decir verdad, esperaba conmoverme de algún modo, provocar un chispazo que acechaba desesperadamente para volver a abrirme su corazón; yo no la animaba a ello. Fingiendo no reparar en su muda, trágicamente amordazada insistencia, luchaba para no ceder, seguro de que ella aprovecharía el menor atisbo de debilidad para volver a plantearme lo que yo estaba empeñado en desalentar.

Yo sufría realizando esa grosera maniobra, que asumía con repugnancia mientras fingía no percatarme de nada. Tras cada visita —mejor dicho, cada separación—, observaba que Émilie se iba convirtiendo en mi principal preocupación, que iba ganando terreno, que ya centraba todo mi interés. Por la noche, no podía dormirme sin pasar revista a sus gestos y silencios. Durante el día, esperaba detrás de mi mostrador que se manifestara; cada cliente que aparecía me traía un retazo de su ausencia, de modo que acabé echándola de menos, sobresaltándome cada vez que sonaba la campanilla de la entrada, y enervándome cuando no era ella la que abría la puerta. ¿Qué era lo que estaba mutando en mí? ¿Por qué me reprochaba ser alguien sensato? ¿Debía la corrección primar sobre la sinceridad? ¿Para qué servía el amor si no para usurpar sortilegios y sacrilegios, para rebelarse ante lo prohibido, para obedecer a su propia fijación, a su propia desmesura? No daba pie con bola. Y la pena de Émilie me parecía peor que todos los reniegos, todas las profanaciones y todas las blasfemias juntas.

—¿Hasta cuándo va a durar esto, Younes? —me preguntó un día, exasperada.

—No entiendo de qué me quiere hablar.

—Pues salta a la vista. Quiero hablar de nosotros… ¿Cómo me puede tratar así? Acudo una y otra vez a esta siniestra farmacia y usted finge ignorar mi pena, mi paciencia, mis esperanzas. Parece estar humillándome adrede. ¿Por qué? ¿Qué me reprocha?

—¿Es por la religión? ¿O sea, porque soy cristiana y usted musulmán?

—No.

—Entonces, ¿de qué se trata? No me diga que le resulto indiferente, que no siente nada por mí. Como mujer, tengo mucha intuición. Sé que ese no es el problema. Ni siquiera veo dónde puede estar el problema. Ya le he dicho lo que siento por usted. ¿Qué más puedo hacer?

Estaba indignada a la vez que harta, a punto de llorar. Sus puños cerrados a la altura de su pecho me habrían agarrado por el cuello y sacudido hasta desarticularme.

—Lo siento.

—¿Es decir?

—No puedo.

—¿No puede qué?

Me sentía confuso, y sin duda desgraciado. Así como indignado conmigo mismo por mi ambigua actitud, mi cobardía, mi ineptitud para cortar por lo sano y devolver su libertad y su dignidad a aquella chica convertida en rehén de mi indecisión, sabiendo que no iba a haber nada entre nosotros. ¿No estaría yo mintiéndome, poniéndome a prueba sin que hubiese nada que demostrar ni que superar? ¿No sería esto también una especie de autoflagelación? ¿Cómo cortar sin decapitarme, sin perder la cabeza? Émilie no estaba equivocada: lo que sentía por ella era muy fuerte. Cada vez que intentaba justificarme, mi corazón se sublevaba, me reprochaba que pretendiera amputarlo. ¿Qué hacer? ¿Qué podía ser de este amor erigido sobre el sacrilegio, sin nobleza ni bendición? ¿Cómo sobreviviría a la abyección que lo mancillaría como un agua contaminada?

—Le quiero, Younes. ¿Me está usted escuchando?

—…

—Voy a irme. No volveré más. Si siente lo mismo por mí, sabe dónde encontrarme.

Se le escapó una lágrima, no se la limpió. Sus ojazos me inundaban. Juntó lentamente las manos hasta hundírselas en el vientre y salió.

—Lástima…

Mi tío estaba detrás de mí. Tardé un tiempo en preguntarme a qué se refería. ¿Nos habría oído? No se habría permitido escuchar detrás de las puertas, no era su estilo. Entre nosotros, hablábamos de todo menos de mujeres. Era un tema tabú, y a pesar de su erudición y emancipación, un atávico pudor le impedía abordar ese asunto conmigo cara a cara. Por tradición, en nuestra comunidad este tema se trataba por alusión o procuración, esto es, por persona interpuesta; lo propio era que delegara en Germaine.

—Me encontraba en la rebotica, y la puerta no estaba cerrada.

—No importa.

—Hasta puede que sea mejor así. ¿Por qué no iban a servir de algo las indiscreciones involuntarias? He oído tu conversación con esa chica. Me he dicho: «Cierra la puerta». Pero no lo he hecho. No por curiosidad insana, sino porque siempre me ha encantado oír hablar los corazones. Para mí, no hay sinfonía más impresionante. ¿Me permites?

—Por supuesto.

—Detenme cuando quieras, hijo.

Se sentó sobre el banco y empezó mirándose los dedos uno tras otro, luego dijo con la nuca gacha y voz lejana:

—El hombre no es más que torpeza y equivocación, error de cálculo y falsa maniobra, desconsiderada temeridad y fracaso asegurado cuando pretende encarar su destino descalificando a la mujer. Sin duda, la mujer no lo es todo, pero todo depende de ella. Mira a tu alrededor, consulta la Historia, detente en cualquier parte del mundo y dime qué son los hombres sin las mujeres, y en qué quedan sus deseos y oraciones cuando no van dirigidos a ellas… Ya sea uno rico como Creso o pobre como Job, oprimido o tirano, cualquier horizonte nos resultará limitado si la mujer nos da la espalda.

Sonrió como si se dirigiera a un vago recuerdo.

—Cuando la mujer deja de ser la ambición suprema del hombre, cuando deja de ser la meta de toda iniciativa en este mundo, la vida no vale sus alegrías y sus penas.

Se golpeó los muslos y se puso en pie.

—De pequeño, iba a menudo a la Gran Roca a contemplar la puesta del sol. Era fascinante. Yo creía que ese era el verdadero rostro de la Belleza. Luego vi cómo la nieve cubría de blanco y de paz las llanuras y los bosques, y los palacios en medio de jardines fabulosos, y otras muchas maravillas inimaginables, y me pregunté cómo sería el paraíso… —Apoyó su mano sobre mi hombro—. Pues sin sus huríes, el paraíso no pasaría de ser un bodegón…

Al clavarse en mi carne, sus dedos difundieron sus vibraciones por todo mi ser. Al igual que una salamandra, mi tío renacía de sus cenizas; intentaba transmitirme el milagro de su resurrección. Pronunciaba cada palabra con tal embeleso que parecía que los ojos se le iban a salir de la cara.

—La puesta de sol, la primavera, el azul del mar, las estrellas en la noche, todas esas cosas tenidas por cautivadoras sólo tienen magia cuando gravitan en torno a una mujer, hijo mío. Porque la Belleza, la verdadera, la única, la belleza faro, la belleza absoluta, es la mujer. El resto, todo el resto no es más que encanto accesorio.

Su otra mano asió mi hombro libre. Rebuscó algo en el fondo de mi mirada. Nuestras narices casi se tocaban y nuestros alientos se mezclaban. Jamás lo había visto en tal estado, salvo quizás el día en que fue en busca de Germaine para anunciarle que su sobrino se había convertido en su hijo.

—Si una mujer te amara, Younes, si una mujer te amara profundamente, y si tuvieses la presencia de ánimo de evaluar tamaño privilegio, no habría divinidad que te llegara al tobillo.

Antes de subir a su despacho, cogido del pasamano, me dijo:

—Corre tras ella. Puede que algún día se consiga alcanzar un cometa, pero no hay en esta tierra ninguna gloria capaz de consolar a quien deja escapar la auténtica oportunidad de su vida.

No le hice caso.

Fabrice Scamaroni se casó con Hélène Lefèvre en julio de 1951. Fue una bonita fiesta; había tanta gente que la boda tuvo que celebrarse en dos actos. El primero, para los invitados de la ciudad y de la profesión, un contingente de periodistas incluida toda la redacción de L’Écho d’Oran, artistas, atletas y gente de la mejor sociedad de Orán, entre ella Emmanuel Roblès. Aquella primera parte del festejo tuvo lugar en Aïn Turck, en casa de un rico empresario muy allegado a la señora Scamaroni, en una gran propiedad que daba al mar. No me encontraba a gusto en aquella fiesta. Allí estaba Émilie, del brazo de Simon. También estaba la señora Cazenave, algo perdida. Sus negocios con Simon prosperaban; su taller de costura vestía a las mayores fortunas de Río Salado y de Hammam Bouhdjar y, a pesar de una encarnizada competencia, se iba imponiendo entre lo más granado de Orán. En medio de un leve bullicio alrededor del banquete, Simon me pisó un pie y no se excusó. Con su bandeja en las manos, buscó a Émilie entre el gentío y fue directamente hacia ella. ¿Qué le habría contado de mí? ¿Por qué mi amigo de siempre me ignoraba de ese modo?

Estaba demasiado cansado para preguntárselo.

El segundo acto se dedicó a la gente del pueblo. Río Salado quería festejar la boda de su hijo prodigio en la más estricta intimidad. Pepe Rucillio regaló cincuenta corderos y mandó traer de Sebdou a los mejores especialistas en mechuí. Jaime Jiménez Sosa, el padre de André, puso a disposición de los Scamaroni una extensa ala de su propiedad, cuyas palmeras habían sido engalanadas con colgaduras sedosas y guirnaldas, y en la que habían instalado banquetas acolchadas y largas mesas repletas de vituallas y de ramos de flores. En medio del patio habían levantado una inmensa tienda de campaña cuyo interior estaba cubierto de alfombras y cojines. La servidumbre, compuesta por árabes y efebos negros, llevaba atuendo de eunuco, con chalecos bordados, zaragüelles hasta media pantorrilla y turbantes azafranados de reluciente aderezo. Aquello parecía Las mil y una noches. Tampoco allí me encontraba a gusto. Émilie no soltaba el brazo de Simon y la señora Cazenave no me quitaba el ojo de encima, ante el temor de un eventual ataque de celos. Por la noche, una prestigiosa orquesta judeo-árabe procedente de Constantina, la mítica ciudad suspendida, deleitó a la asistencia con un repertorio asombroso. Yo sólo escuchaba a medias, sentado sobre un cajón en un extremo de la fiesta, bajo una bombilla de luz tenue. Cuando Jelloul me acercó una bandeja con parrillada, me susurró al oído que se me notaba un muermo como para desanimar a cualquiera. Me di efectivamente cuenta de que tenía mal aspecto, y de que era preferible regresar a casa antes que seguir poniendo cara de asco al alborozo de cientos de invitados. No era razonable: Fabrice se lo iba a tomar a mal y no quería perderlo, a él también.

Con Jean-Christophe fuera, Fabrice casado y Simon inaccesible desde que se asoció con la señora Cazenave, mi mundo se iba despoblando. Me levantaba temprano por la mañana, me encerraba durante todo el día en la farmacia; luego, una vez echado el cierre metálico, no sabía qué hacer con mis tardes. Al principio, acudía a la cafetería de André para jugar tres o cuatro partidas de billar con José, luego regresaba a casa, pues no me atrevía a aventurarme de noche por las calles. Subía a mi habitación, cogía un libro y leía varias veces el mismo capítulo sin conseguir asimilarlo. No lograba concentrarme. Ni siquiera con mis clientes. ¿Cuántas veces descifré mal el garabateo de una prescripción médica, di un producto por otro, me quedé absorto ante los estantes, incapaz de recordar dónde había colocado tal o cual medicamento? Cuando estábamos en la mesa, Germaine me pellizcaba con regularidad bajo la mesa para que me despabilara. Estaba tan distraído que hasta olvidaba comer. A mi tío se le veía apenado por mí, pero no decía nada.

Luego se fueron sucediendo los acontecimientos. Como era demasiado blando para ir tras ellos, estos se fueron alejando hasta desentenderse de mí. Fabrice tuvo un primer bebé, un adorable muñeco rosa y mofletudo, y se instaló en Orán con Hélène. Su madre no tardó en vender sus bienes en Río para mudarse a Aïn Turck. Cuando pasaba delante de su casa silenciosa y cerrada a cal y canto, me costaba tragar saliva. Lo que había desaparecido era un retazo de mi vida, una isla de mi archipiélago. Tomaba por otras calles, rodeaba la manzana. Hice como si aquella parte del pueblo nunca hubiese existido. En cuanto a André, se casó con una prima tres años mayor que él y se fue de viaje a Estados Unidos. Allí pensaban pasar un mes, pero su luna de miel se fue prolongando indefinidamente. Sólo quedaba José en la cafetería, a la que no afluía la clientela como antes, harta ya de jugar al billar de sol a sol.

Yo me aburría.

La playa no me llamaba la atención. Una vez dispersos mis amigos, la arena candente no me hablaba como antes de las delicias de la ociosidad, y las olas iban apagando uno por uno mis ensueños ahora que no tenía con quien compartirlos. A veces, ni siquiera me apetecía apearme del coche. Prefería permanecer parapetado tras el volante, aparcado sobre un acantilado, contemplando las taciturnas rocas contra las cuales el oleaje se estrellaba formando géiseres. Me gustaba abstraerme así durante horas, a la sombra de un árbol, con las manos apoyadas en el volante o los brazos echados por encima del respaldo de mi asiento. Los chillidos de las gaviotas y los gritos infantiles revoloteaban por entre mis preocupaciones y me infundían una especie de paz interior a la que sólo renunciaba de anochecida, cuando no se veía en la playa una sola brasa de cigarrillo reluciendo.

Pensé en regresar a Orán. Río Salado no me sentaba bien. Ya no me reconocía en él ni me prestaba a sus fantasías. Me movía en un mundo paralelo. Me percataba de que la gente seguía siendo la misma, de que las caras me resultaban familiares, pero temía encontrar sólo viento al tender el brazo para tocarla. Se había producido un cambio de era, una época había pasado página y me encontraba frente a otra, blanca, frustrante, áspera al tacto. Necesitaba alguna perspectiva. Cambiar de cielo y de horizonte. Y, por qué no, volar los puentes que no me llevaban a ninguna parte.

Me sentía solo.

Pensé en reemprender la búsqueda de mi madre y mi hermana. ¡Dios, cuánto las echaba de menos! Sin ellas me sentía inválido y desconsolado. Alguna que otra vez me dio por regresar a Jenane Jato con la esperanza de obtener alguna información que pudiese orientarme. Tampoco ahí había tenido éxito. Eran tiempos de supervivencia. De prioridades. De urgencias. De furias en gestación. ¿Quién iba a acordarse de una mísera mujer acompañada de una niña inválida? La gente estaba por sus asuntos. Era demasiada la gente que arribaba día y noche a Jenane Jato. La ratonera de antaño, agazapada tras la maleza y las chozas, se estaba convirtiendo en auténtico barrio, con sus callejas ruidosas, sus carreteros acrimoniosos, sus tenderos siempre alertas, sus baños públicos abarrotados, sus calzadas asfaltadas y sus apestosos tenderetes. Patapalo no se había movido de su sitio, encajonado entre la competencia. El barbero ya no rasuraba cabezas de ancianos sentados directamente en el suelo; ahora disponía de un pequeño salón de obra, con espejos en las paredes, un sillón giratorio, una pila y un estante de latón para colocar su instrumental. Nuestro patio había sido restaurado por completo; Bliss el comisionista había vuelto a montar su negocio. Me dijo que aunque se topara de frente con mi madre, no la reconocería, pues nunca se había acercado a ella. Nadie sabía dónde habían ido a parar mi madre y mi hermana, nadie las había vuelto a ver después de aquel drama. Conseguí localizar a Batoul la vidente; había trocado sus cartas y su cacerola mágica por registros de contabilidad y se le daba mejor gestionar sus negocios que la angustia de la gente; sin embargo, como sus baños públicos estaban siempre llenos, me prometió avisarme si se enteraba de algo. No me había dado la menor noticia en estos dos años.

Por tanto, pensaba que la reanudación de mis pesquisas me sustraería al tormento que me aquejaba tras lo ocurrido con Jean-Christophe, a las ausencias por las que me estaba deshilachando, a la pena infinita que sentía cada vez que pensaba en Émilie. Ya no soportaba vivir en el mismo pueblo que ella, cruzármela por la calle y seguir adelante como si no pasara nada mientras seguía reinando por entero en mis días y mis noches. Ahora que había dejado de visitarme, me daba cuenta de la amplitud de mi aislamiento. Sabía que su herida tardaría en cicatrizar, pero ¿qué podía hacer yo? En ningún caso me podría perdonar. Ya me guardaba un tremendo rencor. Hasta creo que me odiaba. Era tal la voracidad de su mirada que sus mordeduras me llegaban al cerebro. No necesitaba mirarme para ello. Además, evitaba hacerlo; aunque ya podía fingir interesarse por otra cosa, mirar fijamente el suelo o un retazo de cielo: yo percibía claramente la llama que cobijaba en el fondo de sus ojos, parecida a esas lavas oceánicas que ni miles de millones de toneladas de agua, ni siquiera las tinieblas abisales, consiguen apagar.

Estaba yo almorzando en un pequeño restaurante del paseo marítimo de Orán cuando alguien golpeó el ventanal. Era Simon Benyamin, con abrigo, un pasamontañas que le cubría la barbilla y la frente cada vez más despejada.

Estaba loco de alegría.

Lo vi apresurarse hacia la entrada, luego hacia mí, seguido por una estela de frío.

—Ven —dijo—. Te llevo a un auténtico restaurante que tenga pescado fresco como el culo de una chavala.

Le señalé que estaba acabando de comer. Puso cara de contrariedad, se quitó el abrigo y la bufanda y se sentó frente a mí.

—¿Qué ponen de comer en este cafetucho?

Llamó a voces al camarero, se pidió unos pinchitos de cordero, ensalada verde y media botella de tinto; luego se frotó las manos con entusiasmo y me soltó:

—¿Te gusta hacerte de rogar o estás de morros conmigo? El otro día te saludé con la mano en Lourmel y no me contestaste.

—¿En Lourmel?

—Pues sí, el jueves pasado. Salías de la tintorería.

—¿Hay una tintorería en Lourmel?

Ni siquiera lo recordaba. Desde un tiempo atrás, a veces me daba por coger el coche y conducir sin rumbo. En dos ocasiones me vi en Tlemcen, en hora punta de mercado, sin saber por qué ni cómo había recalado por allí. Padecía una especie de sonambulismo diurno que me llevaba a lugares incógnitos. Germaine me preguntaba dónde me había metido y era como si me sacara de un pozo hondo y desmemoriado.

—Además, has adelgazado un montón. ¿Qué te ocurre?

—Eso me pregunto, Simon, eso me pregunto… ¿Y a ti qué te ocurre?

—A mí no me ocurre nada.

—Entonces, ¿por qué miras hacia otra parte cuando te cruzas conmigo por la calle?

—¿Yo? ¿Por qué iba a rehuir a mi mejor amigo?

—El humor es muy antojadizo. Hace más de un año que no pasas por casa a recogerme.

—Es por culpa de los negocios. Estoy en plena expansión y la competencia es feroz. Te dejas un trozo de piel en cada palmo que conquistas. Paso mucho más tiempo en Orán, luchando contra los depredadores y los rivales, que en Río. ¿Qué creías? ¿Que te estaba menospreciando?

Me limpié la boca. La conversación me resultaba irritante. Todo aquello sonaba demasiado falso. El Simon que me reprendía no acababa de convencerme. No era mi Simon, el más gracioso, mi confidente y aliado. Su nueva condición social lo había alejado de la mía. Puede que estuviese celoso de su éxito, de su nuevo coche recién salido de fábrica que le gustaba dejar en la plaza del pueblo para que la chiquillería se arremolinara a su alrededor, de su tez cada vez más lustrosa y su tripa menos salida. Puede que no le perdonara que se hubiera asociado con la señora Cazenave. ¡Falso! Yo era el que había cambiado. Younes estaba comiendo el espacio a Jonas. La amargura me dominaba. Me había vuelto malvado. Profundamente malvado. Una maldad contenida, nunca manifiesta, pero que brotaba en mí hasta saciarse. Ya no soportaba las fiestas, las bodas, los bailes, a la gente sentada en las terrazas. Su campechanía me repelía. ¡Y odiaba! Odiaba a la señora Cazenave. La odiaba con todas mis ganas. El odio es una toxina corrosiva: te devora las tripas, ocupa tu cabeza, te embruja como un duende. ¿Cómo pude llegar tan lejos? ¿Qué me había llevado a albergar ese odio hacia una señora que ya no me importaba? Cuando no vemos solución a nuestra desgracia, buscamos un culpable. Para mí, la señora Cazenave era la culpable de oficio. ¿Acaso no me había seducido y luego abandonado? ¿No me había visto obligado a renunciar a Émilie por culpa de ese desliz sin futuro?

¡Émilie!

Me moría de pena con sólo pensarlo…

El camarero trajo una cesta de pan blanco, una ensalada con aceitunas negras y pepinillos. Simon le dio las gracias, insistió en que le trajeran cuanto antes los pinchitos porque tenía una cita y, tras masticar dos o tres bocados, se inclinó sobre su plato y me dijo con voz queda, como si temiese que lo oyeran:

—Quizá te preguntes por qué estoy tan sobreexcitado. ¿Podrás guardarte lo que te voy a contar? Ya sabes cómo es la gente de aquí, con su mal fario… —Su entusiasmo se topó con mi indiferencia. Frunció el entrecejo—: Me ocultas algo, Jonas. Algo grave.

—Es sólo que mi tío…

—¿Seguro que no me guardas ningún rencor?

—¿Por qué quieres que te guarde rencor?

—Pues porque me dispongo a darte una excelente noticia y tú me pones una cara como para desempalmar un tanque…

—Pues adelante, suéltalo. Hasta puede que me relaje.

—Eso espero, faltaba más… Escúchame bien: la señora Cazenave me ha ofrecido la mano de su hija y he dicho que sí… Pero ojo, todavía no hay nada oficial.

¡Destrozado!

Mi reflejo en el ventanal aguantó el tipo, pero por dentro estaba hecho polvo.

Simon chapoteaba en su dicha, ¡él, que había puesto a Émilie de mantis religiosa, de calentona! Dejé de oír lo que me contaba, sólo veía su alborozada mirada, su risueña boca chorreando aceite de oliva, sus manos partiendo el pan, arrugando la servilleta, dudando entre el cuchillo y el tenedor, y sus hombros brincando de sobreexcitación. Engulló sus pinchitos, bebió de un sorbo su café, fumó un cigarrillo sin dejar de hablar. Se levantó, me dijo algo que no percibí debido al pitido interno que me tenía ensordecido. Salió a la calle poniéndose el abrigo, me hizo una señal tras el ventanal y se eclipsó.

Permanecí clavado en mi silla con la mente en blanco. El camarero tuvo que acudir a sacarme la cabeza del agua diciéndome que el restaurante iba a cerrar.

El proyecto de Simon dejó de ser confidencial. Sus velados tejemanejes tardaron pocas semanas en hacerse públicos. En Río Salado, la gente saludaba a Simon cuando pasaba en su coche. «¡Vaya tío con suerte!», le soltaban con humor. Las chicas felicitaban públicamente a Émilie. Las malas lenguas decían que la señora Cazenave había malbaratado a su hija; a las menos imprudentes se les hacía la boca agua pensando en los festines que el elegido por la vestal había prometido.

El otoño se fue de puntillas, y tras él vino un duro invierno. La primavera anunció un verano muy caliente y cubrió las llanuras de verde fosforescente. Las familias Cazenave y Benyamin decidieron celebrar el compromiso de sus hijos en mayo, y la boda al inicio de la vendimia.

Pocos días antes del compromiso, estando a punto de bajar el cierre metálico, Émilie me hizo entrar en la farmacia. Había venido rozando las paredes como una ladrona para no ser vista. Llevaba a modo de disfraz un pañuelo de campesina, un vulgar vestido gris y zapatos sin tacón.

Completamente trastornada, me tuteó.

—Supongo que estás al corriente. Mi madre me ha obligado. Quiere que me case con Simon. No entiendo cómo ha podido sacarme el consentimiento, pero nada está sellado… porque todo depende de ti, Younes.

Estaba pálida.

Había adelgazado, y no sabía dónde fijar sus ojos lechosos.

Me agarró por las muñecas, me atrajo con fuerza hacia ella temblando de pies a cabeza.

—Di que sí… —me pidió jadeando—. Di que sí y lo anularé todo.

El miedo la afeaba. Parecía recién salida de la cama tras una agotadora convalecencia. Su despeinado cabello despuntaba bajo el pañuelo. Los pómulos se le estremecían espasmódicamente y su mirada de agobio saltaba de mí a la calle. ¿De dónde vendría? Sus zapatos estaban blancos de polvo; su vestido olía a hoja de parra; su cuello chorreaba sudor. Debía de haber rodeado el pueblo, cortado a campo traviesa para llegar hasta mí sin levantar sospechas en el vecindario.

—Di que sí, Younes. Di que me quieres como yo a ti, que significo para ti lo mismo que tú para mí, abrázame y permanece así hasta el final de los tiempos. Younes, eres el destino que quisiera vivir, el riesgo que quisiera correr, y estoy dispuesta a seguirte hasta el fin del mundo. Te quiero. Para mí no hay nada ni nadie más importante que tú… Por el amor de Dios, di que sí…

No dije una palabra. Alelado. Aterido. Horriblemente enmudecido.

—¿Por qué no dices nada?

—…

—Pero ¿por qué no dices algo de una vez? Habla. Di que sí, di que no, pero no te quedes así. ¿Qué te ocurre? ¿Te has quedado sin voz? ¡No me tortures, di algo, por Dios!

Iba subiendo de tono. No podía contenerse. Las pupilas le llameaban.

—¿Qué debo entender, Younes? ¿Qué significa tu silencio, que soy una imbécil? Eres un monstruo, un monstruo.

Sus puños se abatieron sobre mi pecho con mísera furia.

—No tienes un ápice de humanidad, Younes. Eres lo peor que me ha ocurrido nunca.

Me golpeó el rostro, me aporreó los hombros y ahogó su llanto con gritos sordos. Yo estaba patidifuso. No sabía qué decir. Me avergonzaba por hacerla sufrir así y por quedarme plantado como un pasmarote en medio de la farmacia.

—Te maldigo, Younes. Nunca te lo perdonaré, nunca…

Y salió huyendo.

Al día siguiente, un chaval me trajo un paquete. No me dijo quién era el remitente. Retiré el envoltorio con la cautela de un artificiero. Algo me prevenía contra lo que iba a encontrar ahí dentro. En el paquete había un libro de geografía sobre las islas francesas del Caribe. Abrí la tapa y me topé con los restos de una rosa más vieja que el mundo; la rosa que yo había metido en ese mismo libro un millón de años atrás, mientras Germaine curaba a Émilie en la rebotica.

La noche del compromiso, me encontraba en Orán con la familia de Germaine. Le dije a Simon, empeñado en que Fabrice y yo estuviéramos a su lado, que tenía un funeral.

La boda se celebró como estaba previsto, al inicio de la vendimia. Esta vez, Simon insistió en que no me ausentara de Río bajo ningún motivo. Pidió a Fabrice que me vigilara. Yo no tenía intención de desertar. No tenía motivos para desertar. Sería ridículo. ¿Qué pensaría la gente del pueblo, los amigos, los envidiosos? ¿Cómo escaquearme sin levantar sospechas? ¿Sería honrado levantar sospechas? Simon no tenía culpa de nada. Habría hecho cualquier cosa por mí, como hizo por Fabrice en su boda. ¿Cómo quedaría yo si le amargaba el día más feliz de su vida?

Me compré traje y zapatos para la ceremonia.

Cuando la comitiva nupcial cruzó el pueblo en medio de un estruendo de bocinas, me puse el traje y fui a pie al caserón blanco del camino del morabito. Un vecino me propuso llevarme en su coche; no accedí. Necesitaba caminar, acompasar la cadencia de mis pasos a la de mis pensamientos, enfrentar las cosas, una por una, con total lucidez.

El cielo estaba encapotado y un viento fresco me azotaba el rostro. Salí del pueblo, bordeé el cementerio judío y, una vez alcanzado el camino del morabito, me detuve para contemplar las luces de la fiesta.

Empezó a lloviznar, como para despabilarme.

Sólo nos percatamos de lo irreparable cuando ha ocurrido. Jamás he percibido un mal presagio como aquella noche; jamás una fiesta me ha parecido más injusta y cruel. Hasta mí llegaba una música hechizante que me conjuraba como si fuera un demonio. La gente se divertía alrededor de la orquesta excluyéndome de su alborozo. Me daba perfecta cuenta del inmenso estropicio que encarnaba. ¿Por qué? ¿Por qué tenía que rozar tan de cerca la felicidad sin atreverme a hacerla mía? ¿Qué delito había cometido para merecer que la historia más bonita se me escurriera entre los dedos como sangre ardiente manando de llaga? ¿Qué es el amor si sólo puede constatar los daños? ¿Qué son sus mitos y leyendas, sus victorias y milagros si sus amantes son incapaces de ir más allá de sí mismos, de arrostrar la ira divina, de renunciar a la dicha eterna a cambio de un beso, de un abrazo, de un instante junto al ser amado? La decepción me inflaba las venas con una savia venenosa, me atoraba el corazón con una ira inmunda. Me odiaba por sentirme un bulto inútil tirado a un lado de la carretera.

Regresé a casa abrumado por la pena, apoyándome a las paredes para no caerme. A mi habitación le costó digerirme. Derrumbado contra la puerta, con los ojos cerrados, la barbilla apuntando hacia el techo, oí cómo entrechocaban las fibras de mi carne, luego fui tambaleándome hacia la ventana; no era mi habitación lo que atravesaba, sino el desierto.

Un rayo iluminó las tinieblas. La lluvia caía despacio. Los cristales lagrimaban; no estaba acostumbrado a ver llorar las ventanas. Era una mala señal, la peor de todas. Entonces me dije: «Cuidado, Younes, te estás compadeciendo de ti mismo». ¿Y qué? ¿Acaso no era exactamente lo que estaba viendo: las ventanas llorar? Quería ver las lágrimas en los cristales, compadecerme de mí mismo, violentarme, fundirme en cuerpo y alma con mi pena.

Me repetía que quizá fuera mejor así. Émilie no estaba destinada a ser mía. Así de sencillo. Nada se puede contra lo que está escrito… ¡Chorradas! Más adelante, mucho más adelante aprendería esa verdad: No hay nada escrito. De no ser así, los pleitos no tendrían justificación, la moral no pasaría de ser una vieja arpía y ninguna vergüenza tendría que ruborizarse ante el mérito. Por supuesto que hay cosas que nos sobrepasan, pero solemos ser nosotros los artífices de nuestras desgracias. Fabricamos nuestras culpas con nuestras propias manos, y nadie puede presumir de ser menos digno de compasión que su vecino. En cuanto a lo que llamamos fatalidad, no es más que nuestra resistencia a asumir las consecuencias de nuestras pequeñas y grandes debilidades.

Germaine me pilló con la nariz pegada al cristal de la ventana. Por una vez, no se entrometió en mi pena. Volvió a salir de puntillas y cerró la puerta sin hacer ruido.