14

—Es para ti —me dijo Germaine, agitando el auricular del teléfono.

—¿Tienes algo que reprocharme, Jonas? —me regañó Fabrice al otro lado de la línea.

—No.

—¿Simon te ha molestado últimamente?

—No.

—¿Le has cogido manía a Jean-Christophe?

—Por supuesto que no.

—Entonces, ¿por qué nos evitas? Llevas días aburriéndote en tu agujero. Ayer te estuvimos esperando. Habías prometido pasar y se nos acabó enfriando la comida.

—No tengo un momento para mí…

—Corta el rollo. No hay epidemia en el pueblo como para que tengáis tanto trabajo en la farmacia. Y haz el favor de no escudarte en la enfermedad de tu tío, porque lo he visto varias veces pasear por los huertos. Está como una rosa. —Carraspeó por el auricular y se le sosegó la voz—. Te echo de menos, viejo. Sólo vives a dos pasos de casa y tengo la impresión de que has desaparecido de la faz de la tierra.

—Estoy poniendo orden en el almacén. Tengo que actualizar unos registros y hacer inventario.

—¿Necesitas ayuda?

—Me las arreglo muy bien.

—Entonces, sal de tu agujero. Te espero esta noche en casa. Para cenar.

No me dio tiempo a rechazar la invitación: había colgado.

Simon pasó a recogerme a las siete.

Estaba de un humor execrable.

—¿Te das cuenta? La paliza de trabajar que me he dado para nada. ¡Eso no le ocurre a nadie más que a mí! Me he equivocado en todo, como el más burro de la clase. De entrada, no había más que beneficios. De salida, me tocó pagar la diferencia de mi bolsillo. No consigo entender cómo me la han podido pegar de esa manera.

—Así es el mundo de los negocios, Simon.

Jean-Christophe nos estaba esperando en la avenida, dos manzanas más allá. Iba de punta en blanco, recién afeitado, con el pelo peinado hacia atrás y pringado de brillantina, la febrilidad de un galán y un enorme ramo de flores en la mano.

—Nos pones en un apuro —le reprochó Simon—. ¿Cómo vamos a quedar nosotros, Jonas y yo, si nos presentamos con las manos vacías?

—Es para Émilie —nos confesó Jean-Christophe.

—¿Está invitada? —exclamé, contrariado.

—¡Cómo no! —exclamó Simon—. Nuestros tortolitos ya ni se separan… Dicho esto, no veo por qué le llevas flores, Chris. Esa chica pertenece a otro. Y resulta que ese otro es Fabrice.

—En asuntos de amor, todo vale.

Simon frunció el ceño, disgustado por las palabras de Jean-Christophe.

—¿No lo dirás en serio?

Jean-Christophe echó la cabeza hacia atrás y soltó una risotada de disimulo.

—Qué va, cretino. Estoy bromeando.

—Pues si quieres mi opinión, no tienes la menor gracia —le dijo Simon, muy estricto en cuanto a determinados principios.

La señora Scamaroni había puesto la mesa en la veranda. Fue ella quien nos abrió. Fabrice y su Dulcinea se solazaban en sendos asientos de mimbre en medio del jardín, bajo un emparrado. A Émilie le sentaba de maravilla su vestido de gitana de línea sencilla. Con el pelo cayéndole por la espalda y los hombros al descubierto, estaba para comérsela. Me avergoncé de pensarlo y ahuyenté esa idea de mi cabeza.

La nuez de Jean-Christophe parecía un yoyó; hasta el nudo de la corbata se le deshacía. Al no saber qué hacer con su ramo, se lo ofreció a la señora Scamaroni.

—Es para usted, señora.

—¡Oh, gracias, Chris! Eres un ángel.

—Lo hemos pagado entre todos —mintió Simon, celoso.

—No es verdad —se defendió Jean-Christophe.

Nos partimos de risa.

Fabrice cerró el manuscrito que probablemente estaba leyendo a Émilie y acudió a saludarnos. Me apretó, al abrazarme, con mayor fuerza que a los demás. Sorprendí, por encima de su hombro, la mirada de Émilie acosando la mía. La voz de la señora Cazenave resonó entre mis sienes: «Émilie no es más que una niña. Es capaz de prendarse de cualquier risa, y me niego a que sucumba a la suya». Un malestar atroz, más espantoso que los anteriores, me impidió oír lo que Fabrice me estaba susurrando al oído.

Pasé la velada, mientras Simon hacía que todos se desternillaran de risa con sus chistes tontos, resistiendo las incesantes acometidas de Émilie. No porque su mano me buscara bajo la mesa o porque me dirigiera la palabra; la tenía enfrente y me ocultaba el resto del mundo.

Se comportaba, fingía estar pendiente de las gracias que hacían a su alrededor, pero le costaba reírse. Lo hacía por cumplir, por pura cortesía. La veía cruzar los dedos, apretárselos, nerviosa y descolocada, como una colegiala que esperara con desazón su turno para pasar a la pizarra. De cuando en cuando, en medio de la hilaridad, alzaba la mirada hacia mí para ver si me reía como los demás. Yo sólo oía a medias las carcajadas de mis amigos. Al igual que Émilie, reía por cumplir. Al igual que ella, mis pensamientos se hallaban en otra parte, y aquella situación me incomodaba. No me gustaban las cosas que se me estaban ocurriendo, las ideas que nacían en mi cabeza como flores venenosas. Había prometido; había jurado. Curiosamente, los escrúpulos me oprimían la garganta sin ahogarme. Me estaba dejando tentar por un malicioso placer. ¿En qué avispero me estaría metiendo? ¿Por qué, de repente, habían dejado los juramentos de tener valor para mí? Me recompuse; me agarré a las historietas de Simon, me concentré en ellas sin conseguirlo. Al cabo de algunas palabras sueltas, de algunos hipos, perdía el hilo y me veía nuevamente enfrentado a la mirada de Émilie. Un silencio sideral me sustraía a los rumores de la noche y de la veranda; estaba como suspenso en una infinita nada, con los ojazos de Émilie como única referencia. Esto no podía seguir así. Estaba trampeando, traicionando, apestando hasta la punta de las uñas, hasta la raíz del cabello. Tenía que levantarme de la mesa, regresar a casa cuanto antes; temía que Fabrice se percatara de algo. No lo soportaría. Como tampoco la mirada de Émilie. Cada vez que se posaba sobre mí, me arrebataba un trozo de mi ser; me desmoronaba como una vieja muralla ante la acometida del ariete.

Aproveché un momento de descuido para ir al salón a telefonear a Germaine y pedirle que me llamara; lo que hizo pasados diez minutos.

—¿Quién era? —me preguntó Simon, intrigado por la cara que puse al regresar a la veranda.

—Germaine. Mi tío no se encuentra bien.

—¿Quieres que te deje en tu casa? —me propuso Fabrice.

—No es necesario.

—Si es grave, me das un toque.

Asentí con la cabeza y salí corriendo.

El verano de aquel año fue tórrido. Y la vendimia, mirífica. Los bailes se sucedían. Durante el día, todo el mundo iba a la playa; por la noche, se encendían lampiones y se festejaba. Las orquestas desfilaban bajo las lonas y la gente bailaba hasta no poder dar un paso más. Bodas y cumpleaños se sucedían, así como veladas municipales y noviazgos; en Río Salado eran capaces de montar una juerga alrededor de una barbacoa rudimentaria, de superar un baile imperial con sólo poner en marcha el gramófono.

No me gustaba asistir a las fiestas, me quedaba muy poco tiempo en ellas; llegaba el último y me iba tan pronto que nadie se percataba de ello. En realidad, como todos invitaban a todos, nuestra pandilla estaba a menudo en la pista, y temía echar a perder el baile agarrado de Émilie y de Fabrice; estaban tan guapos, pese a que se notara que su felicidad fallaba por parte de uno. Los ojos pueden mentir; la mirada, no; la de Émilie estaba decaída. Apenas me localizaba, me lanzaba señales de auxilio. Por mucho que me diera la vuelta, su onda expansiva me alcanzaba, me rodeaba. ¿Por qué yo?, gritaba en mi fuero interno. ¿Por qué me acosaba de tal modo, de lejos, sin decir palabra? Émilie se movía en un terreno que no dominaba, eso era seguro. Había algo errático en ella. Sólo superaba su belleza esa pena que ocultaba tras el destello de sus ojos y el caritativo estiramiento de su sonrisa. Es cierto que no lo mostraba, que fingía estar alegre, feliz del brazo de Fabrice, pero le faltaba serenidad. No veía las estrellas cuando, de noche, sentados ambos sobre una duna, Fabrice le enseñaba el cielo. En dos ocasiones los vi en la playa acurrucados el uno contra el otro, ya adelantada la noche, apenas perceptibles en la oscuridad; aunque no podía leerles el rostro, estaba convencido de que cuando uno abrazaba al otro con fuerza, lo escamoteaba.

Además, estaba Jean-Christophe, con sus ramos de flores. Jamás había comprado tantos. Pasaba a diario por la floristería de la plaza del pueblo antes de ir directamente a casa de los Scamaroni. Simon no apreciaba esa sospechosa galantería, pero a Jean-Christophe le daba igual; parecía haber perdido el discernimiento y toda noción de saber estar. A la larga, Fabrice acabó dándose cuenta de que Jean-Christophe estaba perturbando sus flirteos con Émilie, de que era cada vez más atrevido, cada vez más pesado. Al principio no se lo tuvo en cuenta. Luego, al cabo de tanto tener que aplazar sus besos, empezó a hacerse preguntas. Jean-Christophe ya no los soltaba; parecía estar pendiente de todos y cada uno de sus gestos.

Hasta que ocurrió lo que tenía que ocurrir.

Nos encontrábamos en la playa de Terga, un domingo por la tarde. Los veraneantes brincaban como saltamontes por la arena candente antes de tirarse de cabeza al agua. Simon se estaba echando su preceptiva siesta posdigestiva, mientras el sudor le chorreaba por el ombligo; se había zampado varias ristras de merguez y soplado una botella de vino. Su peludo tripón parecía un fuelle de herrador. En cuanto a Fabrice, permanecía con los ojos muy abiertos, con un libro abierto a sus pies. No leía para no distraerse. Estaba al acecho, como si fuera una presa. El aire estaba enrarecido. Miraba cómo Jean-Christophe y Émilie se tiraban agua riendo, jugando a ver quién aguanta más tiempo sin respirar, y luego nadaban mar adentro hasta perderse de vista; los veía brincar en medio de las olas, ponerse boca abajo, con las manos tocando la arena y los pies fuera del agua. Durante aquellos ejercicios, en sus labios flotaba una sonrisa melancólica y en sus ojos apuntaban interrogantes. Y cuando de repente los vio surgir entre la resaca y agarrarse por la cintura con un impulso cuya espontaneidad sorprendió a ambos, una arruga le surcó la frente: comprendió que los bonitos proyectos que había estado construyendo se le escurrían entre los dedos como los granos del tiempo en el reloj de arena.

No me gustó aquel verano. Fue el verano de los malentendidos, de las penas ocultas y el desistimiento; un verano canicular que espeluznaba de tanto mentir a unos y otros. Nuestra pandilla siguió yendo a la playa, pero el corazón estaba en otra parte, y la mirada también. No sé por qué más adelante llamaría aquel verano «la temporada muerta». Puede que debido al título que Fabrice dio a su primera novela, que empezaba así: «Si el amor te hace una faena, es que no te lo mereces; lo más noble consiste en devolverle su libertad; ese es el precio por querer de verdad». Valiente como siempre, noble hasta tirando la toalla, Fabrice conservó la sonrisa aunque su corazón renqueara dentro de su pecho, infeliz como un pájaro enjaulado.

A Simon no le hacía la menor gracia el cariz que estaba tomando aquel final de temporada estival. Había demasiada hipocresía, demasiada tormenta contenida. La mala fe de Émilie le resultaba repugnante. ¿Qué le reprochaba a Fabrice? ¿Su amabilidad? ¿Su excesiva cortesía? El poeta no se merecía que lo largaran a la vuelta de un chapuzón. Se había entregado en cuerpo y alma a aquella relación, y en el pueblo todo el mundo coincidía en que formaban una pareja de ensueño, que lo tenían todo para ser felices. Simon sentía lástima por Fabrice sin por ello incriminar abiertamente a Jean-Christophe, que tenía por excusa la depresión que había pasado tras perder a Isabelle, y que no parecía darse cuenta del daño que hacía a su mejor amigo. Para Simon, las cosas estaban claras: la culpa era de esa «mantis religiosa» educada en otra parte, desconocedora de los valores y de las reglas que marcaban la vida en Río Salado.

Yo tenía interés en permanecer al margen de aquel asunto. De cada cinco veces, cuatro me inventaba un pretexto para no unirme a la pandilla, para perderme una comilona o faltar a una velada.

Como ya no soportaba a Émilie, Simon empezó a su vez a quitarse de en medio; prefería mi compañía y me llevaba a la cafetería de André para jugar al billar hasta acabar con agujetas en las pantorrillas.

Fabrice se exilió en Orán. Recluido en el apartamento de su madre, en el bulevar de los Cazadores, se dedicó a pulir sus crónicas para el periódico y a apuntalar su proyecto de novela. Apenas pasaba por el pueblo. Fui a visitarlo una vez; se le veía resignado.

Como siempre que tenía que tomar una decisión importante, Jean-Christophe nos invitó a su casa a Simon y a mí. Nos confesó que estaba totalmente enamorado de Émilie y que pensaba pedirla en matrimonio. Se fijó sobre todo en la cara de desconcierto de Simon y se entusiasmó para disuadirnos de comprometer su felicidad.

—Me siento renacer… Después de lo que he pasado —añadió, aludiendo a las consecuencias de su ruptura con Isabelle—, necesitaba un milagro para recuperarme del todo. Y el milagro se ha producido. Esta chica me la ha mandado Dios.

Simon esbozó un rictus que no escapó a Jean-Christophe.

—¿Qué pasa? No te veo muy convencido.

—No tengo motivos para estarlo.

—¿A qué viene esa risita, Simon?

—Para no llorar, por si quieres saberlo. ¡Sí! Lo has oído bien: para no llorar, para no echar las tripas, para no ponerme en pelotas y tirarme a la calle.

Simon casi se incorporó, con las venas del cuello a punto de reventar.

—Adelante —le dijo Jean-Christophe—, suelta lo que llevas dentro.

—Lo que llevo no me cabría dentro aunque fuera un globo aerostático. Voy a ser sincero contigo. No sólo no estoy convencido, sino que además no estoy para nada contento. Lo que has hecho a Fabrice no tiene nombre.

Jean-Christophe acusó la embestida con calma. Comprendía que nos debía explicaciones y, aparentemente, había hecho acopio de argumentos. Nos encontrábamos en el salón, sentados alrededor de la mesa; sobre una bandeja había una jarra de zumo de limón y otra de agua manchada con leche de coco. La ventana que daba a la calle estaba abierta y la cortina henchida por la brisa. Unos perros ladraban lejos; sus aullidos se perseguían en el silencio de la noche.

Jean-Christophe esperó a que Simon se sentara para llevarse un vaso de agua a la boca. Le temblaba el pulso y le costaba tragar; cada sorbo chirriaba en su garganta como una polea.

Soltó el vaso, se secó los labios con el pico de un trapo que alisó maquinalmente extendiéndolo sobre la mesa.

Dijo con voz grave, reflexiva, sin alzar la mirada hacia nosotros:

—Se trata de amor. No he robado ni corrompido nada. Un flechazo como ocurren miles en el mundo. El flechazo es un estado de gracia; ese instante privilegio de dioses. No veo por qué no me lo voy a merecer. Tampoco tengo por qué avergonzarme. Quise a Émilie desde el momento en que la vi. No hay nada innoble en ello. Fabrice sigue siendo mi amigo. No sé cómo decir las cosas. Las voy haciendo tal como se van presentando. —De repente, sus dos puños cayeron con fuerza sobre la mesa, estremeciéndonos de pies a cabeza—. ¡Soy feliz, Santo Dios! ¿Acaso es un crimen ser feliz? —Miró a Simon con ojos llameantes—. ¿Qué mal hay en amar y ser amado? Émilie no es un objeto, una obra de arte que se adquiere en una tienda o una concesión que se negocia. Se pertenece a sí misma. Es tan libre de elegir como de renunciar. Se trata de compartir una vida, Simon. Resulta que mis sentimientos por ella no la dejan indiferente, que siente lo mismo por mí. ¿Qué hay de ignominioso en ello?

Simon no se dejó intimidar. Mantenía los puños crispados sobre la mesa, las narices dilatadas por la ira. Miró a Jean-Christophe directamente a los ojos y le dijo, articulando cada palabra:

—¿Por qué entonces nos has traído aquí si estás convencido de tu decisión? ¿Por qué estamos aquí Jonas y yo, chupándonos tu alegato, si consideras que no tienes nada que reprocharte? ¿Qué pretendes, aliviar tu conciencia o asociarnos a tus golpes bajos?

—Para nada, Simon. No tiene nada que ver. No os he invitado para que me deis vuestra bendición, y menos aún para obligaros a nada. Se trata de mi vida, y ya soy lo bastante mayorcito para saber lo que quiero y cómo conseguirlo. Tengo la intención de casarme con Émilie antes de Navidad. Y lo que necesito es dinero, no consejos.

Simon se dio cuenta de que había ido demasiado lejos, de que no tenía derecho a impugnar la decisión de Jean-Christophe. Se le relajaron los puños. Echó hacia atrás el respaldo de su silla y miró el techo haciendo una serie de muecas. Su aliento se oía en la sala.

—¿No te parece que vas demasiado rápido?

Jean-Christophe se volvió hacia mí.

—¿A ti te parece que voy demasiado rápido, Jonas?

No le contesté.

—¿Estás realmente seguro de que te quiere? —le preguntó Simon.

—¿Por qué? ¿Tienes motivos para dudar?

—Es una chica de ciudad, Chris. No tiene nada que ver con las nuestras. Cuando veo de qué modo ha abandonado a Fabrice…

—No ha abandonado a Fabrice —gritó Jean-Christophe, exasperado.

Simon lo calmó con ambas manos.

—De acuerdo, retiro lo que he dicho. ¿Has contado ya a esa chica lo que pretendes hacer?

—Todavía no, pero lo haré enseguida. Mi problema es que estoy tieso. Los pocos ahorros que tenía me los he pateado en los burdeles y los bares de Orán. Por lo que había ocurrido entre Isabelle y yo.

—Precisamente —le contestó Simon—. Apenas estás levantando cabeza tras aquella ruptura. Estoy convencido de que no has recuperado del todo la lucidez y de que tu arrebato por esta chica de ciudad no es más que un fogonazo. Deberías andarte con tiento, no ponerte la soga al cuello hasta estar seguro de lo que vale. Además, hasta me pregunto si no pretendes darle celos a Isabelle.

—Isabelle es agua pasada.

—No se da carpetazo así como así a un amor de infancia, Chris.

Herido por las palabras de Simon e irritado por mi mutismo, Jean-Christophe se levantó y fue hacia la puerta del salón, que abrió con gesto seco.

—¿Nos echas, Chris? —se indignó Simon.

—Digamos que ya os tengo vistos. En cuanto a ti, Simon, si no quieres prestarme dinero, tampoco pasa nada. Pero ¡te lo suplico!, no te ampares en consideraciones que se te escapan y, sobre todo, ten la elegancia de no acusarme.

Jean-Christophe sabía que no era verdad, que Simon daría hasta su camisa por él; pero pretendía ser desagradable y ofensivo y lo consiguió, porque Simon salió disparado del salón y yo tuve que salir corriendo tras él por la calle para alcanzarlo.

Mi tío me convocó en su despacho y me pidió que me sentara en el sofá en el que le gustaba tumbarse para leer. Había recobrado algo de color y de peso, y se le veía rejuvenecido. Aún se apreciaba en sus dedos un leve temblor, pero se le había animado la mirada. En cualquier caso, me alegraba recuperar al hombre que me había encandilado antes de que lo detuviera la policía. Leía, escribía, salía con regularidad a pasear, con Germaine cogida del brazo. Me encantaba verlos caminar juntos en medio de ninguna parte, tan fundidos que apenas prestaban atención a su entorno. En la sencillez de su relación, en la fluidez de su comunión, había una ternura, una profundidad, una autenticidad que casi los santificaba. Formaban la pareja más respetable entre las que he admirado. Observarlos bastándose a sí mismos me insuflaba algo de su plenitud y me colmaba de una alegría tan bella como su púdica ventura. Eran el amor sin concesiones, el amor perfecto. En la charia, es imperativo que una no musulmana se convierta al islam antes de casarse con un musulmán. Mi tío no estaba de acuerdo. Poco le importaba que su mujer fuera cristiana o pagana. Decía que cuando dos seres se quieren, se libran de imposiciones y anatemas; que el amor amansa a los dioses y no se negocia, pues todo arreglo o componenda agravia su sacralidad.

Colocó la pluma sobre el tintero y se puso a mirarme, pensativo:

—¿Qué te está pasando, hijo?

—¿Perdón?

—Germaine piensa que tienes un problema.

—No veo cuál. ¿Acaso me he quejado de algo?

—Eso no es necesario para quien considera que sus problemas sólo lo afectan a él. Que sepas que no estás solo, Younes. Y no se te ocurra pensar que me molestas. Eres la persona a la que más quiero en el mundo. Eres todo lo que queda de mi historia… Estás en la edad de las grandes preocupaciones. Piensas en tomar mujer, en tener tu casa, en llevar tu propia vida. Es normal. Antes o después, cada pájaro tiene que volar con sus propias alas.

—Germaine habla sin saber.

—No se le puede reprochar. Sabes lo que te quiere. Te tiene presente en todas sus oraciones. Así que no le ocultes nada. Si necesitas dinero o lo que sea, para eso estamos nosotros.

—No se me ocurriría ponerlo en duda.

—Eso me tranquiliza.

Antes de dejarme ir, volvió a coger su pluma y garabateó algo en un trozo de papel, que me tendió.

—¿No te importaría pasar por la librería para traerme este libro?

—Por supuesto, ahora mismo.

Me metí el trozo de papel en el bolsillo y salí a la calle preguntándome qué haría pensar a Germaine que tenía preocupaciones.

El bochorno de las semanas anteriores había aflojado. En el cielo agotado por la canícula, un nubarrón tejía su lana usando el sol a modo de rueca; su sombra se deslizaba por los viñedos como un buque fantasma. Los ancianos empezaban a salir de sus madrigueras, felices de haber sobrevivido a la ola de calor. Sentados sobre taburetes, con calzón corto y camiseta empapada de sudor, saboreaban su anisete ante la puerta de su casa, con el rostro congestionado y medio oculto por sombreros de ala ancha. La tarde estaba al caer, la brisa procedente del litoral nos refrescaba hasta el humor. Con el trozo de papel de mi tío en el bolsillo, me dirigí a la librería de vitrinas repletas de libros y de aguadas naif firmadas por primerizos pintores locales; y cuál no sería mi sorpresa cuando, al empujar la puerta, vi a Émilie tras el mostrador.

—Hola —me saludó, tan desprevenida como yo.

Dejé por unos segundos de recordar qué había venido a hacer allí. El corazón me martilleó como un herrero enloquecido sobre su yunque.

—La señora Lambert lleva varios días enferma —me explicó—. Me ha pedido que la sustituya.

Mi mano tuvo dificultades en rescatar el trozo de papel del fondo de mi bolsillo.

—¿Puedo ayudarle?

Enmudecido, me limité a tenderle el trozo de papel.

La Peste, de Albert Camus —leyó—. La edita Gallimard.

Asintió con la cabeza y se apresuró a parapetarse tras los estantes, probablemente para reponerse de la emoción. Aproveché a mi vez para serenar mi respiración. La oí empujar un taburete, rebuscar en estanterías, repetir «Camus… Camus…», bajar del taburete, ir y venir hasta exclamar:

—¡Ah! Aquí está.

Regresó, con sus ojos grandes como un prado.

—Lo tenía debajo de mis propias narices —añadió, cada vez más confusa.

Mi mano rozó la suya al coger el libro. Volvió a sacudirme el mismo rayo que me electrocutó en el restaurante de Orán, cuando tomó contacto conmigo bajo la mesa. Nos miramos para comprobar si estábamos sintiendo efectos similares. Se había puesto muy colorada. Supongo que no hacía sino devolverme mi propio reflejo.

—¿Cómo está su tío? —preguntó para superar su incomodidad. No entendí por qué me lo preguntaba—. Parecía usted muy preocupado, la otra noche…

—¡Ah…! Sí, sí, ya está mejor.

—Espero que no fuera grave.

—Nada importante.

—Me preocupé mucho, después de que se fuera.

—Fue más el susto que otra cosa.

—Me preocupé por usted, señor Jonas. Estaba usted tan pálido.

—Bueno, yo, ya sabe…

Se le fue aclarando la tez. Estaba superando su turbación. Sus ojos se asieron a los míos, decididos a no soltarlos.

—Habría preferido que no se produjese aquella alarma. Apenas estaba empezando a acostumbrarme a usted. Lo hemos oído tan poco.

—Soy tímido.

—Yo también lo soy. A la larga, resulta agotador. Y acaba siendo un duro castigo… Después de que usted se fuera, me aburrí mucho.

—Pues Simon estaba inspirado.

—Pero yo no.

Su mano se deslizó desde el libro y se aventuró por mi muñeca; retiré el brazo con viveza.

—¿De qué tiene usted miedo, señor Jonas?

¡Aquella voz! Ya sin temblores, se le iba afianzando, asegurando, clara, poderosa, soberana como la de su madre.

Su mano volvió a hacerse con la mía; no la rechacé.

—Hace mucho que quiero hablar con usted, señor Jonas. Pero me huye como si fuera un espejismo. ¿Por qué huye de mí?

—No huyo de usted.

—Está mintiendo. Hay fingimientos que nos delatan desde el principio. Por mucho que ocultemos nuestro juego, es algo que se transparenta mal que nos pese. Me alegraría tanto que pudiésemos disponer de un momento. Estoy segura de que tenemos un montón de cosas en común, ¿no cree?

—…

—¿Le parece que fijemos una cita?

—Es que últimamente estoy desbordado.

—Quisiera hablar con usted en privado.

—¿De qué?

—No es el lugar ni el momento. Estaría encantada de recibirlo en mi casa. Nuestra casa está en el camino del morabito. Le prometo que no tardaré mucho.

—Ya, pero no veo de qué podríamos hablar. Además, Jean-Christophe…

—¿Qué pasa con Jean-Christophe?

—Vivimos en un pueblo muy pequeño, señorita. La gente es indiscreta. A Jean-Christophe podría disgustarle…

—¿Disgustarle qué? No estamos haciendo nada reprensible. Además, no es asunto suyo. No es más que un amigo. No hay nada entre él y yo.

—Le ruego que no diga eso. Jean-Christophe está loco por usted.

—Jean-Christophe es un chico formidable. Lo quiero mucho… pero no como para compartir mi vida con él.

Me quedé sin palabras al oírla.

Sus ojos destellaban como la hoja de una cimitarra.

—No me mire así, señor Jonas. Es la verdad. No hay nada entre nosotros.

—En el pueblo, todos creen que son novios.

—Se equivocan. Jean-Christophe no es más que un compañero. Mi corazón pertenece a otro —precisó, apretando levemente mi mano contra su pecho.

—¡Bravo!

El grito sonó como una deflagración y nos dejó petrificados a Émilie y a mí: Jean-Christophe estaba de pie en el marco de la puerta, con su ramo de flores en la mano. El odio que despedía su mirada, como si fuera lava en erupción, me dejó inmolado. Asqueado, incrédulo, indignado, se estremeció en el umbral de la librería, literalmente sepultado por el cielo que acababa de caérsele encima, con los rasgos trastornados y la boca arrasada por una inconmensurable indignación.

—¡Bravo! —nos soltó. —Tiró al suelo su ramo y lo aplastó con el zapato—. Pensaba regalar estas rosas al amor de mi vida, y ya no valen más que para adornar la sepultura de mis sueños. ¡Menudo imbécil! ¡Menudo cretino soy! Y tú, Jonas, ¡menudo cabrón!

Salió a la calle dando tal portazo que la puerta vidriada se resquebrajó.

Corrí tras él. Cortó por callejas acelerando el paso, dando rabiosas patadas a todo lo que se encontraba en su camino. Cuando se dio cuenta de que me encontraba detrás de él, me plantó cara y amenazó con el dedo.

—Quédate donde estás, Jonas… No te acerques a mí si no quieres que te aplaste como una cagarruta.

—Es un malentendido. Te juro que no hay nada entre ella y yo.

—¡Que te jodan, cabrón! ¡Vete al diablo con ella! ¡No eres más que un canalla, un sucio y falso canalla de mierda!

Se puso frenético, se abalanzó sobre mí, me levantó con el impulso y me aplastó contra una empalizada. Su saliva me salpicaba mientras me insultaba. Me golpeó con violencia en el estómago. Caí de rodillas, sin aliento.

—¿Por qué tienes que entrometerte cada vez que me ves persiguiendo la felicidad? —lloriqueó a voces con los ojos ensangrentados y la boca llena de espuma—. ¿Por qué, joder? ¿Por qué te interpones en mi camino como un mal agüero?

Me dio una patada en el costado.

—¡Te maldigo! ¡Te maldigo y maldigo el día en que te cruzaste en mi camino! —gritó mientras huía—. ¡No quiero volver a verte ni a oír hablar de ti hasta el final de los tiempos, falso, miserable, ingrato!

Desarticulado en el suelo, me sentía incapaz de saber si me dolía más la pena o la violencia de mi amigo.

Jean-Christophe no regresó a su casa. André dijo haberlo visto corriendo campo a través, como loco, tras lo cual no volvió a dar señal de vida. Lo esperaron dos días, una semana; pero nada. Sus padres estaban muy preocupados. Jean-Christophe no acostumbraba a dejar sin noticias a sus familiares. Cuando cortó con Isabelle, se volatilizó igual pero no olvidaba telefonear a su madre por la noche para tenerla tranquila. Simon acudió varias veces a mi casa para que lo pusiera al tanto de la situación. No se sentía tranquilo y no ocultaba su temor. Jean-Christophe apenas estaba saliendo de una depresión. No superaría una recaída. Yo también me temía lo peor. Estaba tan asustado que las hipótesis de Simon me quitaban el sueño. Me pasaba las noches imaginando todos los dramas posibles, y a menudo me levantaba por una jarra de agua, que me bebía mientras iba y venía por el balcón. No quería decir nada de lo que había ocurrido en la librería. Me daba vergüenza; intentaba persuadirme de que aquel terrible malentendido jamás se había producido.

—Esa golfa ha tenido que soltarle alguna ofensa —mascullaba Simon, refiriéndose a Émilie—. Pondría mi mano en el fuego. Esa calentona tiene algo que ver con esto.

No me atrevía a mirarlo a los ojos.

A los ocho días, tras haber contactado a conocidos en Orán e indagado discretamente para no tener a todo el pueblo sobre ascuas, el padre de Jean-Christophe avisó a la policía.

Fabrice regresó de inmediato a Río al enterarse de la desaparición de Jean-Christophe.

—Pero, bueno, ¿qué ha pasado aquí?

—Yo no sé nada —dijo Simon con despecho.

Fuimos los tres a Orán, buscamos a nuestro amigo en las casas de citas, en los bares, en las hospederías de mala fama de la Scalera, en las que, por unos cuantos billetes, podía uno encerrarse días y noches con putas avejentadas, soplando vino peleón y fumando pipas de opio. Ni la menor pista. Enseñamos la foto de Jean-Christophe a las encargadas de los burdeles, a los gerentes de los tugurios, a los gorilas de cabaret, a los masajistas de los baños públicos: nadie lo había visto por allí. Tampoco en el hospital ni en las comisarías.

Émilie fue a verme a la farmacia. Quise echarla de inmediato. Su madre tenía razón: demasiadas influencias insanas, demasiados elementos demoníacos se desencadenaban cuando nuestras miradas se cruzaban. Curiosamente, cuando entró en el local, me falló la energía. Estaba enojado con ella, la consideraba responsable de la fuga de Jean-Christophe y de lo que pudiera ocurrirle; sin embargo, sólo vi en su rostro una gran tristeza que no tardó en producirme lástima. Retorciendo un pico de pañuelo con sus deditos, con los labios exangües, se detuvo ante el mostrador, desconsolada, impotente y desesperada.

—Lo siento muchísimo.

—¡Pues anda que yo!

—Y siento haberlo mezclado en este asunto.

—Lo hecho, hecho está.

—Rezo todas las noches para que no le haya ocurrido nada grave a Jean-Christophe.

—Si al menos supiéramos dónde está.

—¿Siguen sin tener noticias?

—Así es.

Los dedos se le quedaron atados.

—Según usted, Jonas, ¿qué debía hacer? He sido muy honrada con él. Le dije desde el principio que mi corazón pertenecía a otro. No quiso creerme. O quizá pensó que tenía alguna oportunidad. ¿Qué culpa tengo si no tenía ninguna?

—No entiendo de qué me está usted hablando, señorita. Además, no es el lugar ni el momento…

—Sí —me cortó—. Es precisamente el momento de decir las cosas tal como son. He partido dos corazones por no atreverme, por pudor, a ser consecuente con mis certidumbres. No soy una rompecorazones. Nunca he tenido la intención de perjudicar a nadie.

—No la creo.

—Tiene que creerme, Jonas.

—No, no puede ser. Usted no ha respetado a Fabrice; hasta se atrevió a rozarme bajo la mesa mientras le estaba sonriendo. Luego hirió a Jean-Christophe haciéndome cómplice de su jueguito…

—No es un juego.

—Pero, bueno, ¿qué quiere usted de mí?

—Decirle que… le quiero.

De repente, todo se estremeció. Noté cómo el local, las estanterías detrás de mí, el mostrador, las paredes se desintegraban.

Émilie no se inmutó. Me miraba fijamente con sus inmensos ojos y los dedos atrapados en el pico del pañuelo.

—Le ruego, señorita, que vuelva usted a su casa.

—¿No me ha comprendido usted? Me echaba en brazos de uno y de otro para que me viera usted, sólo me reía a carcajadas para que me oyera. No sabía cómo comportarme con usted, cómo decirle que lo amaba.

—No tiene que decirlo.

—¿Cómo callar la más bella llamada del corazón?

—No lo sé, señorita. Y no tengo interés en oírlo.

—¿Por qué?

—Se lo ruego…

—No, Jonas. No hay derecho a exigir algo así. Le quiero. Es imperativo que lo sepa. No puede imaginar lo que me cuesta, la vergüenza que me da desnudarme ante usted, insistir y pelear por un sentimiento que no lo alcanza de lleno mientras que a mí me está aniquilando, a mí que me sentiría doblemente infeliz si siguiera callando lo que mis ojos no paran de gritar: le quiero, le quiero, le quiero. Le quiero cada vez que respiro. Le he querido desde que le vi… hace más de diez años… en esta misma farmacia. Ignoro si lo recuerda, pero yo no he olvidado. Había llovido aquella mañana, y mis guantes de lana estaban completamente mojados. Yo acudía aquí todos los miércoles a que me pusieran una inyección. Y aquel día usted regresaba del colegio. Recuerdo el color de su cartera de correas claveteadas, el corte de su gabán con capucha, hasta los cordones sueltos de sus zapatos marrones. Tenía usted trece años. Hablamos del Caribe. Mientras su madre me curaba en la rebotica, cortó usted una rosa para mí y la metió en mi libro de geografía.

Un fogonazo me atravesó el cerebro y una nube de recuerdos se puso a girar en mi mente a velocidad de vértigo. Lo recordé todo de una vez: ¡Émilie…!, escoltada por un coloso esculpido en un menhir. Por fin comprendí por qué, aquel día durante el almuerzo campestre, fulguró en su rostro esa curiosa expresión cuando le dije que era farmacéutico. Había acertado: nos habíamos efectivamente encontrado ya en alguna parte, hacía tiempo.

—¿Lo recuerda usted?

—Sí.

—Me preguntó usted qué era Guadalupe. Le contesté que una isla francesa del Caribe. Cuando me encontré con la rosa dentro de mi libro, sentí algo por dentro, y apreté el libro contra mí. Recuerdo aquel día como si hubiese sido ayer. Había una maceta justo aquí, sobre un ancho y viejo aparador. Detrás del mostrador, a la izquierda de esta estantería, había una figurita representando a María, una figurita de yeso con colores claros…

Mientras desgranaba aquellos recuerdos que volvían a mí con una inaudita precisión, su tierna e inspirada voz me aletargaba. Tenía la sensación de que una espesa crecida me arrastraba a cámara lenta. Como si pretendiera contrarrestarla, la voz de la señora Cazenave se alzó frente a la de su hija, se extendió por mi cabeza, suplicante, mugiente, como si fuera una letanía. A pesar de su densidad, del clamor que agitaba, la voz de Émilie me llegaba directamente, neta, límpida, penetrante como una aguja.

—¿Younes —me dijo—, no es así? Lo recuerdo todo.

—Yo…

Me puso un dedo sobre la boca.

—Le ruego que no diga nada ahora. Me da miedo lo que me pueda decir. Tengo que recobrar el aliento, ¿me entiende? —Me cogió la mano y la colocó sobre su pecho—. Mire cómo me late el corazón, Jonas… Younes…

—Lo que estamos haciendo está mal —dije sin atreverme a retirar mi mano, hipnotizado por su mirada.

—¿Y qué mal es ese?

—Jean-Christophe la ama. Está locamente enamorado de usted —dije para imponerme a las voces de la madre y de la hija enzarzadas en una lucha titánica dentro de mi cabeza—. Iba contando por todas partes que se iban a casar.

—¿Por qué me habla de él? Se trata de nosotros.

—Lo siento, señorita. Jean-Christophe cuenta mucho más para mí que un vago recuerdo de infancia.

Acusó el golpe. Con gracia.

—No he querido ser desagradable —intenté redimirme, consciente de mi grosería.

Volvió a colocarme el dedo sobre la boca.

—No tiene por qué excusarse, Younes. Lo comprendo. Puede que tenga razón, no es el momento. Pero quería que lo supiera. Para mí, usted es algo más que un vago recuerdo de infancia. Y tengo derecho a pensar así. En el amor no hay vergüenza ni crimen, salvo cuando se le sacrifica, incluso por una buena causa.

Tras lo cual se retiró. Sin ruido. Sin darse la vuelta. Jamás he sentido una soledad más profunda que cuando se mezcló con el rumor de la calle.