13

La primavera seguía avanzando. Las colinas cubiertas de hierba aún tierna espejeaban al amanecer como un mar de rocío. Daban ganas de desnudarse y de zambullirse de cabeza en él, de nadar por esa pelusa hasta el agotamiento, y luego de tumbarse bajo un árbol y soñar, una por una, con todas las bellezas creadas por Dios. Resultaba embriagador. Cada mañana era una genialidad en sí misma, cada instante robado al tiempo nos entregaba un trozo de eternidad. Río con sol era pan bendito. Allá donde ponías la mano brotaba un sueño; en ninguna otra parte estaba mi alma tan cerca de la paz. Los rumores del mundo nos llegaban ya libres de las cacofonías susceptibles de falsear el murmullo terapéutico de nuestros viñedos. Sabíamos que la situación se estaba enardeciendo en el país, que la ira prendía en las capas populares; a la gente del pueblo le daba igual. Habían levantado alrededor de su felicidad una muralla a la que ni siquiera permitían poner ventanas. Sólo accedían a mirarse a sí mismos reflejados en el espejo al que le guiñaban un ojo antes de desplazarse a los viñedos a recoger sol por espuertas.

No habría prisa. La uva prometía vinos alegres, bailes arremolinados y alianzas bien regadas. El cielo conservaba intacto su azul inmaculado, y no era cosa de permitir que lo ensombrecieran las negruras del exterior. Tras el almuerzo, yo salía al balcón a olvidarme de todo durante una media hora en mi mecedora, mientras contemplaba el verde recortado que tapizaba la llanura, el ocre de las tierras ardientes que lo surcaban y los espejismos abigarrados que se contoneaban a lo lejos. Era un espectáculo encantador, de una quietud cósmica; me bastaba con dejar vagar la mirada para adormecerme. Cuántas veces me llegó a encontrar Germaine con la boca abierta y la nuca recostada sobre el respaldo de mi asiento, y a retirarse de puntillas para no despertarme…

En Río Salado acechábamos confiadamente el verano. Sabíamos que el tiempo era nuestro aliado, que pronto las vendimias y la playa nos insuflarían un alma supletoria para gozar plenamente las fiestas y las borracheras homéricas. La ociosidad propiciaba amoríos que brotaban como flores al alba. Las chicas hablaban más alto por la avenida, espléndidas con sus vestidos livianos que dejaban al descubierto sus brazos de sirena y parte de su bronceada espalda; los chicos parecían cada vez más distraídos en las terrazas de los cafés y se encendían como cerillas cuando se husmeaba en sus secretillos hechos de suspiros y de sueños tórridos.

Pero lo que hace latir a unos el corazón agarra a otros por la garganta: Jean-Christophe rompió con Isabelle. En las puertas cocheras sólo se hablaba de su turbulento idilio. Mi pobre amigo estaba cada vez más decaído. Habitualmente, siempre se las arreglaba para llamar la atención en público. Le gustaba llamar a voces a un conocido de una punta a otra de la calle, con las manos a modo de embudo alrededor de la boca, detener a un automovilista en medio de la calzada o pedirse a grito pelado una caña antes de llegar al bar, narcisista y omnipresente, orgulloso de sentirse el ombligo del mundo. Pero ahora ya no soportaba la mirada de la gente, fingía no oír nada cuando alguien lo llamaba desde una tienda o la acera de enfrente. La más inocente de las sonrisas lo atormentaba, daba ochenta vueltas a cada palabra para comprobar que no ocultaba ninguna insinuación asesina. Irascible, distante y medio loco de pena, me tenía preocupado. Una noche, tras haber vagabundeado por la colina para alejarse del cotilleo, fue a emborracharse a muerte en la cafetería de André. Después de beberse unas cuantas botellas seguidas, no conseguía mantenerse en pie. Cuando José le propuso acompañarlo a su casa, Jean-Christophe le dio un puñetazo en la cara; luego agarró una barra de hierro y se puso a espantar a la clientela. Cuando se hizo el amo, de pie entre las mesas y las sillas abandonadas, se subió en lo alto del mostrador y, dando trompicones, con las narices chorreando, separó las piernas y regó el suelo con torrenciales chorros de orina gritando que así pensaba ahogar a los «cabrones que contaran chismes a sus espaldas». Hubo que maniobrar para pillarlo por atrás, quitarle la barra, atarlo y llevarlo a su casa en una camilla improvisada. Aquel incidente produjo en Río una enorme indignación: era lo nunca visto. ¡La jchuma! ¡La vergüenza! Eso era algo que no se perdonaba en los pueblos argelinos. Cualquiera tenía derecho a flaquear, a tropezar, a desmoronarse, y el deber de volver a levantar cabeza, pero cuando se caía tan bajo, se perdía de oficio la estima ajena, cuando no a los propios amigos. Jean-Christophe se dio cuenta de que se había pasado. Ya no podía aparecer por el pueblo. Se fue a Orán, donde se dedicó a perder el tiempo en los tugurios.

En cuanto a Simon, volvía a asumir su destino con pragmatismo. Su puesto de subalterno que criaba moho en un despacho maloliente y los litigios pendientes acabaron hartándolo. Su naturaleza animosa no se prestaba para nada a ese oficio. No se veía archivando documentos durante toda la vida y respirando ese olor a papel húmedo y a colilla apagada. El oficio semicarcelario de contable pobre no era lo suyo. Le faltaba para ello vocación y estoicismo. Y si se pasaba la mayor parte de la semana de mal humor, era debido en parte a esas insípidas paredes que lo comprimían y limitaban su campo de actuación a la estricta superficie de una hoja amarillenta de tacto desabrido. Simon se ahogaba en su cuchitril; se negaba a parecerse a su mesa, a su silla, a su armario metálico, a esperar que le hicieran una señal para salir de su jaula como una fiera embrutecida por la inercia, y que lo presionaran para recordarle que era de carne y hueso y capaz de angustiarse, al contrario que los muebles impenetrables que velaban su amargura. Una mañana dimitió, tras una sonada bronca con su director, y se propuso dedicarse a los negocios, ser su propio jefe.

Ya casi no lo veía.

Por su parte, y en buena lid, Fabrice no me hacía mucho caso. Su flirteo con Émilie parecía ir viento en popa. Se encontraban todos los días detrás de la iglesia y los domingos, desde mi balcón, los veía pasear por los viñedos, a veces a pie, otras en bicicleta, él con su camisa ahuecada, ella con su abundante melena al viento. Verlos subir hacia la colina, alejarse del pueblo y compartir sus chismorreos era una delicia y, a menudo, iba tras ellos con el pensamiento.

Una mañana se produjo un milagro. Estaba yo ordenando las estanterías de nuestra farmacia cuando mi tío bajó por la escalera con cuidado, atravesó la sala grande de la planta baja, pasó delante de mí y… salió en bata a la calle. Germaine, que vigilaba cada uno de sus pasos, no se lo podía creer. Hacía años que mi tío no salía de casa por voluntad propia. Se detuvo en la escalinata, con las manos metidas en los grandes bolsillos de su bata, dejó su mirada vagar a la luz del día, rozar las viñas antes de sobrevolar las colinas en el fondo del horizonte.

—¡Bonito día! —comentó, sonriendo.

Casi se le deshicieron las comisuras de la boca al haber perdido la elasticidad propia de ese tipo de movimiento facial, y vimos cómo le surcaba la cara una multitud de arrugas parecidas a los círculos concéntricos que produce una pequeña piedra en la superficie del agua.

—¿Quieres que te traiga una silla? —se ofreció Germaine con lágrimas de emoción.

—¿Para qué?

—Para aprovechar el sol. Te la pongo ahí, bajo la ventana, junto a una mesita y una tetera llena. Así podrás beborrotear tu té mientras ves pasar a la gente.

—No —dijo mi tío—, nada de silla por hoy. Me apetece caminar un poco.

—¿En bata?

—Si por mí fuera, pasearía desnudo —observó mi tío, y terminó alejándose.

Aquello nos maravilló a Germaine y a mí más que ver a un profeta caminando sobre las aguas.

Mi tío llegó hasta la pista, sin sacarse las manos de los bolsillos y muy tieso. Andaba con paso firme, casi marcial. Se dirigió hacia un pequeño huerto, erró entre los árboles, dio media vuelta y, probablemente atraído por el vuelo de una perdiz, siguió la dirección tomada por el ave y se perdió entre las viñas. Germaine y yo permanecimos sentados en la escalinata, cogidos de la mano, hasta su regreso.

Unas semanas después, compramos un coche de segunda mano que Bertrand, el sobrino de Germaine, mecánico de profesión, nos entregó personalmente. Era un cochecito de color verde botella, redondo como una concha de tortuga, con asientos duros y un volante apto para un camión. Bertrand nos hizo subir a Germaine y a mí, y nos dio una vuelta para que comprobáramos la robustez del motor. Aquello parecía un tanque. Más adelante, los vecinos de Río acabarían reconociéndolo de lejos. Apenas oían sus rugidos, gritaban «¡Cuidado, que llega la artillería!», y se alineaban en la acera para saludar militarmente a su paso.

André se ofreció para darme clases de conducción. Me llevó hasta un descampado, y me puso a parir cada vez que hacía una mala maniobra. Sus amonestaciones me dejaron varias veces desconcertado, y rozamos el desastre. Cuando aprendí a rodear un árbol sin darle un restregón y a arrancar cuesta arriba sin calar, André regresó a su cafetería al galope, feliz de haber salido entero de la aventura.

Un domingo después de misa, Simon me propuso que diéramos una vuelta por la costa. Había tenido una semana dura y necesitaba aire fresco. Optamos por el puerto de Bouzedjar y salimos después del almuerzo.

—¿Dónde has comprado este trasto, en un cuartel?

—Es cierto que mi coche no es muy bonito que digamos, pero me lleva a donde quiero y, hasta la fecha, no me ha dejado tirado en ninguna parte.

—¿No te duelen los oídos? Por como suena, parece una carraca camino del desguace.

—Se acostumbra uno.

Simon bajó la ventana y expuso su cara al viento de la carretera. Al enredársele en la frente, su pelo desveló un principio de calvicie. Caí en la cuenta de que mi amigo estaba haciéndose mayor y miré de reojo el retrovisor para comprobar si yo también había envejecido. Atravesamos Lourmel a la carrera y seguimos veloces hacia el mar. En algunos lugares, la carretera llegaba hasta la cima de las colinas, poniéndonos el cielo al alcance de la mano. Era un bonito día cuya cristalina limpidez había deseado durante todo un mes de abril que ya se iba, con horizontes olímpicos y un sentimiento de plenitud sin par. Así era como se despedía siempre la primavera por aquí; se tomaba muy a pecho lo de acabar con elegancia. Las huertas se ensimismaban en el precoz chirrido de las cigarras y los moscardones relucían por encima de los embalses como puñados de polvo de oro. De no haber sido por los míseros aduares encenagados aquí y allá, aquello habría parecido el paraíso.

—¿No es ese el coche de los Scamaroni? —preguntó Simon, señalándome un coche aparcado bajo un eucalipto solitario al final de una zona de matorrales.

Me detuve en el arcén y vi a Fabrice de comida campestre junto con dos chicas. Intrigado por nuestra presencia, se levantó y se llevó las manos a las caderas, ostensiblemente a la defensiva.

—Ya te dije que es miope —me susurró Simon mientras abría la portezuela para apearse.

Fabrice tuvo que caminar un buen centenar de metros antes de identificar mi vehículo. Aliviado, se detuvo y nos hizo una señal para que nos uniéramos a él.

—Te hemos dado un buen susto —bromeó Simon tras darle un fuerte abrazo.

—¿Qué hacéis por aquí?

—Dando un paseo. ¿Seguro que no te molestamos?

—Lo que pasa es que no he traído comida para más gente. Pero si conseguís comportaros mientras mis amigas y yo saboreamos nuestra tarta de manzana, por mí no hay problema.

Las dos chicas se ajustaron la camisa y se bajaron el vestido hasta las rodillas para acogernos decentemente. Émilie Cazenave nos gratificó con una sonrisa benevolente; la otra prefirió preguntar con la mirada a Fabrice, que se apresuró a tranquilizarla.

—Jonas y Simon, mis mejores amigos… —y añadió presentándonos a la desconocida—. Hélène Lefèvre, periodista en el Écho d’Oran. Está haciendo un reportaje sobre la región.

Hélène nos tendió una mano perfumada que Simon pilló al vuelo.

La hija de la señora Cazenave posó sobre mí sus ojos negros e intensos, obligándome a desviar la mirada.

Fabrice regresó a su coche en busca de una esterilla de playa que extendió sobre el suelo para que pudiésemos sentarnos. Simon se agachó de inmediato delante de una cesta de mimbre, rebuscó dentro, encontró una rebanada de pan; luego sacó del bolsillo trasero de su pantalón una navaja con la que cortó unas cuantas rodajas de salchichón. Las chicas se miraron de reojo, divertidas con el descaro de mi compañero.

—¿Adónde ibais? —me preguntó Fabrice.

—Al puerto, a ver a los pescadores descargar su pesca —contestó Simon, masticando a doble carrillo—. Y tú, ¿qué haces en un sitio como este con unas chavalas tan monas?

Émilie volvió a mirarme con insistencia. ¿Me estaría leyendo el pensamiento? Si así era, ¿qué descifraría? ¿Le habría hablado su madre de mí? ¿Habría notado mi perfume en el dormitorio de su madre, descubierto algo que no supe borrar a tiempo, la huella de un beso en suspenso o el recuerdo de un abrazo inacabado? ¿Por qué tuve de repente la sensación de que leía en mí como en un libro abierto? Y sus ojos, ¡Dios mío!, irresistibles, ¿cómo hacían para saturar los míos, ocupar su lugar, pasar por el tamiz cada uno de mis pensamientos, interceptar la menor de mis ocurrencias? Y sin embargo, a pesar de su indiscreción, no podía impedirme admitir que eran el mayor acierto de la Belleza. Durante un momento de flaqueza, recordé los de su madre, en aquel caserón del camino del morabito; ojos tan radiantes que ni siquiera era necesario encender la luz en la habitación para ver con claridad en lo más hondo de nuestras palabras calladas, en lo más secreto de nuestras debilidades reprimidas… Me sentía turbado.

—Tengo la sensación de que nos hemos visto en alguna parte, hace tiempo.

—No lo creo, señorita, si no, me acordaría.

—Es curioso, su rostro me suena mucho —insistió ella. Y acto seguido añadió—: ¿A qué se dedica usted, señor Jonas?

Su voz era suave como una fuente de montaña. Pronunció «señor Jonas» exactamente igual que su madre, marcando las «s», produciendo el mismo efecto en mí, removiendo las mismas fibras…

—No se mueve de su rincón —explicó Simon, celoso por el interés que me demostraba su primer flechazo—. Yo me dedico a los negocios. Acabo de montar una empresa de importación y exportación, y en menos de dos o tres años funcionará a todo trapo.

Émilie no le rio la gracia a Simon. Sentí su mirada mineral fija en mí, al acecho de mi respuesta. Era tan guapa que me resultaba imposible levantar los ojos hasta los suyos por más de cinco segundos sin sonrojarme.

—Soy farmacéutico, señorita.

Se le cayó un mechón sobre la frente; lo echó hacia atrás con estilo, como si abriera una cortina sobre su propio esplendor.

—¿Farmacéutico dónde?

—En Río, señorita.

Algo fulguró en su rostro, y las cejas se arquearon en su frente. Se le partió el trozo de tarta que tenía entre los dedos. A Fabrice no se le escapó su turbación y, confuso a su vez, se apresuró a servirme un vaso de vino.

—Sabes muy bien que no bebe —le recordó Simon.

—¡Ay, perdona!

La periodista le cogió el vaso y se lo llevó a los labios.

En cuanto a Émilie, no dejaba de mirarme.

Acudió un par de veces a la farmacia para verme. Me las arreglé para que Germaine permaneciera a mi lado. No me gustaba lo que adivinaba en su mirada; no quería perjudicar a Fabrice.

Empecé a evitarla, a mandar decir a Germaine que no estaba allí cuando me telefoneaba, que no sabía cuándo iba a regresar. Émilie comprendió que yo asumía mal su interés por mí, que el tipo de amistad que me proponía no me convenía. Dejó de importunarme.

El verano de 1950 nos llegó con el brío de un forzudo de feria. Las carreteras estaban repletas de veraneantes y las playas, alborozadas. Simon consiguió su primer contrato importante y nos invitó a cenar en uno de los restaurantes más elegantes de Orán. Aquella noche, nuestro animador se superó a sí mismo. Su buen humor contaminó la sala, y las mujeres que nos rodeaban se agitaban de placer cada vez que alzaba su vaso y soltaba una de sus hilarantes parrafadas. Fue una magnífica velada. Estaban Fabrice y Émilie, y Jean-Christophe, que no paraba de invitar a Hélène a bailar. Verlo divertirse a todo gas tras tantas semanas de depresión fue un poco la guinda de la fiesta. Volvíamos a estar juntos, unidos como las puntas de la horca, encantados de conservar el mismo fervor en nuestra alegría de vivir. Todo habría seguido en el mejor de los mundos si no hubiese sido ese gesto inesperado, malhadado, desplazado, que estuvo a punto de fulminarme cuando la mano de Émilie se deslizó bajo la mesa y fue a posarse sobre mi muslo. El trago de soda se me atragantó y estuve a punto de morir asfixiado. Gateaba por el suelo mientras me golpeaban con fuerza en la espalda para desatascarme el pecho. Cuando me repuse, vi a buena parte de la clientela inclinada sobre mí; Simon exhaló un grito de alivio al ver cómo me agarraba a la pata de una mesa para incorporarme. En cuanto a los ojos de Émilie, jamás resultaron más negros de lo lívida que se puso.

Al día siguiente, a poco de salir mi tío y Germaine —que habían tomado la costumbre de pasear de mañana por los vergeles—, la señora Cazenave me pilló en la farmacia. A pesar del contraluz, reconocí su sinuosa silueta, su porte altanero, su singular manera de mantenerse erguida, con la barbilla en alto y los hombros encogidos.

Titubeó levemente en el umbral, como para cerciorarse de que estaba solo; luego inundó la sala con una difusa mezcla de sombras y de frufrús. Su perfume se impuso netamente sobre el aroma de los estantes.

Llevaba un traje de chaqueta gris que la encorsetaba como una camisa de fuerza, como para prohibir a su eufórico cuerpo echarse desnudo a la calle, y un sombrero azul adornado con acianos e imperceptiblemente inclinado sobre su tormentosa mirada.

—Buenos días, señor Jonas.

—Buenos días, señora.

Se quitó las gafas de sol. No se produjo la magia. Me mantuve impertérrito. Sólo era una clienta más entre tantas otras, y yo había dejado de ser el chaval embobado por su sonrisa. Aquello la desconcertó un poco porque se puso a tamborilear con los dedos sobre el mostrador que nos separaba.

—¿Señora…?

No le gustó mi tono neutro.

El resplandor del fondo de sus ojos vaciló.

La señora Cazenave conservó la calma. Sólo era ella misma cuando imponía sus propias reglas. Era de ese tipo de gente que prepara minuciosamente su golpe eligiendo el terreno y el momento de actuar. Tal como la conocía, seguro que se había pasado la noche ensayando gesto a gesto y palabra a palabra nuestro encuentro, salvo que lo había hecho pensando en un chico que había dejado de existir. Mi impasibilidad la desconcertaba. No se lo esperaba. Intentó repasar su plan a la carrera, pero las cartas estaban mal dadas y la improvisación no era lo suyo.

Mordisqueó una patilla de sus gafas para disimular el temblor de sus labios. Pero no había manera de disimular aquello. El temblor se extendió por sus mejillas y todo su rostro pareció desmenuzarse como un trozo de tiza.

—Si está usted ocupado, volveré más tarde —aventuró.

¿Estaría intentando ganar tiempo? ¿Acaso se retiraba para volver a la carga mejor pertrechada?

—No tengo nada especial que hacer, señora. ¿De qué se trata?

Su malestar se acentuó. ¿Qué temía? Me daba cuenta de que no había venido para comprar medicamentos; sin embargo, no entendía qué podía volverla así de frágil.

—¡Desengáñese, señor Jonas! —dijo como si me estuviese leyendo el pensamiento—. Me encuentro en plena posesión de mis facultades. Lo que pasa es que no sé cómo empezar.

—¿Sí…?

—Lo veo muy arrogante. En su opinión, ¿por qué estoy aquí?

—Usted es quien me lo tiene que decir.

—¿No tiene la menor idea?

—No.

—¿De verdad?

—De verdad.

Contuvo la respiración durante unos segundos, alzando mucho el pecho. Luego, se armó de valor y dijo de un tirón, como si temiera ser interrumpida o que le faltara el aire:

—Es con respecto a Émilie…

Pareció un globo que se deshinchara de golpe. Vi su garganta contraerse y tragar saliva convulsivamente. Se la veía aliviada, liberada de un peso insostenible a la vez que sentía estar destinando sus últimas energías a una partida apenas entablada.

—Émilie, mi hija —precisó.

—Ya he comprendido. Pero no veo la relación, señora.

—No se ande con jueguitos conmigo, joven. Sabe muy bien de qué le quiero hablar. ¿Cuáles son sus relaciones con mi hija?

—Se equivoca usted de persona, señora. No tengo relaciones con su hija.

La patilla de las gafas se retorció entre sus dedos y ni lo advirtió. Su mirada analizaba la mía, al acecho de un repliegue. No la aparté. Ya no me impresionaba. Sus sospechas apenas me rozaban, aunque despertaran mi curiosidad. Río era un pueblo pequeño en el que las paredes eran transparentes y las puertas se abrían a patadas. Los secretos mejor guardados no tardaban en ceder a la llamada de las confidencias y el cotorreo era moneda corriente. ¿Qué contarían de mí, esto es, de alguien que llevaba una vida sin historias ni interés para nadie?

—No para de hablar de usted, señor Jonas.

—Nuestra pandilla…

—No estoy hablando de su pandilla. Hablo de usted y de mi hija. Quisiera conocer la naturaleza de las relaciones entre ambos y sus perspectivas. Saber si tienen proyectos comunes, intenciones serias… si han ocurrido cosas entre ustedes.

—No ha ocurrido nada, señora Cazenave. Émilie está enamorada de Fabrice, y él es mi mejor amigo. No se me ocurriría echar a perder su felicidad.

—Es usted un chico sensato. Creo habérselo dicho ya. —Juntó ambas manos en el filo de su nariz, sin dejar de mirarme a los ojos. Tras una corta meditación, irguió el mentón—. Iré al grano, señor Jonas. Es usted musulmán, un buen musulmán según me han dicho, y yo soy católica. En una vida anterior, cedimos a un momento de debilidad. Me atrevo a esperar que el Señor no nos lo tenga en cuenta. No fue más que un desliz sin consecuencias… Sin embargo, hay un pecado de la carne que jamás podrá Él absolver ni tolerar: ¡el incesto!… —Sus ojos me acribillaron al soltar la palabra—. No hay peor abominación.

—No entiendo lo que me pretende decir.

—Estamos metidos de lleno en el asunto, señor Jonas. ¡No puede uno acostarse con la madre y con la hija sin ofender a los dioses, a sus santos, a los ángeles y a los demonios!

Se puso escarlata, y el blanco de sus ojos cuajó como la leche.

—Le prohíbo que se acerque a mi hija —tronó mientras me apuntaba con el dedo a modo de espada.

—Jamás se me habría ocurrido…

—Me parece que no se ha enterado usted bien, señor Jonas. Me importa un bledo lo que se le pueda a usted ocurrir o no. Es usted libre de imaginar lo que quiera. Lo que yo quiero es que se mantenga usted lo más lejos posible de mi hija. Y eso me lo va a jurar usted aquí ahora mismo.

—Señ…

—¡Júrelo!

Se le escapó. ¡Le habría gustado tanto conservar la calma, mostrarme hasta qué punto dominaba la situación! Desde que había entrado en la farmacia, no había hecho sino contener la ira y el miedo que anidaban en ella, cuidando de que ninguna de las palabras que iba soltando le fuera devuelta como un bumerán. Y, justo cuando necesitaba a toda costa ganar terreno, le dio por perder el control. Intentó serenarse; demasiado tarde: estaba ya al borde de las lágrimas.

Alzó las manos a la altura de las sienes, intentó ordenar sus ideas, se concentró en un punto fijo, esperó a que se le calmara la respiración y me dijo con voz apenas audible:

—Perdóneme. No estoy acostumbrada a levantar la voz delante de la gente. Esta historia me tiene espantada. ¡Al diablo la hipocresía! Las máscaras acaban siempre cayendo, y no quiero que me ocurra tras haber perdido la cara. Me siento totalmente perdida. Ya ni duermo… Hubiese preferido mostrarme firme, fuerte, pero se trata de mi familia, de mi hija, de mi fe y de mi conciencia. Es demasiado para una mujer a la que no se le había ocurrido imaginarse ante tal precipicio. ¡Si sólo se tratase del precipicio! Saltaría sin dudar al vacío con tal de salvar mi alma. Pero eso no resolvería el problema. Esta historia no debe ocurrir, señor Jonas. La historia entre mi hija y usted no puede ocurrir. No tiene derecho ni razón de ser. Eso lo tiene usted que saber de manera categórica, definitiva. Quiero regresar a mi casa tranquila, señor Jonas. Quiero recuperar la paz. Émilie no es más que una niña. El corazón le palpita según su humor. Es capaz de prendarse de cualquier risa, ¿lo entiende usted? Y me niego a que sucumba a la suya. Así que se lo ruego, por el amor de Dios, de Sus profetas Jesús y Mahoma, prométame que no la animará a ello. Sería horrible, amoral, increíblemente obsceno, totalmente inadmisible.

Sus manos cayeron sobre las mías, las amasaron. No tenía nada que ver con la que fue la dama de mis sueños. La señora Cazenave había renunciado a sus encantos, a la suculencia de su embrujo, a su trono etéreo. Ya sólo quedaba ante mí una madre aterrada ante la idea de indignar al Señor, de tener que descomponerse en el oprobio hasta el final de los tiempos. Sus ojos se asían a los míos; me hubiese bastado un aleteo de pestañas para mandarla directamente al infierno. Me avergonzaba disponer de tanto poder como para condenar a un ser al que había amado sin asociar en ningún momento la nobleza de su generosidad a un innoble pecado de la carne.

—Entre su hija y yo no va a ocurrir nada, señora.

—Prométalo.

—Se lo prometo…

—Júremelo.

—Lo juro.

Sólo entonces se desmoronó sobre el mostrador, liberada a la vez que molida, se cogió la cabeza con ambas manos y se puso a llorar.