12

André invitó a todos los jóvenes de Río Salado a la inauguración de su bar. Nadie hubiese imaginado al hijo de Jaime J. Sosa en aquel lugar. Lo suyo era andar muy tieso dentro de sus botas de feudal, con la fusta pegada a la pierna, dando órdenes cuando no patadas en el culo a los temporeros y decidido a quedarse con el Olimpo para sí solo. Nos quedamos atónitos al verlo regentar un bar y abrir botellas de cerveza. Lo cierto era que André había cambiado desde su regreso de Estados Unidos, donde había llevado a cabo una asombrosa peregrinación junto con su amigo Joe. En América había tomado conciencia de una realidad que se nos escapaba y que llamaba, con vago fervor místico, el sueño americano. Cuando se le preguntaba qué entendía exactamente por «sueño americano», inflaba las mejillas, se contoneaba sin moverse del sitio y contestaba ladeando la boca: «Vivir la vida como a uno le parece, aunque haya que mandar a paseo tabúes y convencionalismos». André debía de tener una idea clara de lo que intentaba transmitirnos, sólo que le fallaba la pedagogía. No obstante, lo que sí se apreciaba en él era la voluntad de poner al día nuestras pequeñas costumbres provincianas, practicadas a la sombra de nuestros mayores. Obedecer sin discusión, relajarse sólo cuando te lo permitían, tener que esperar a los días señalados para salir de nuestras madrigueras: todo aquello resultaba inadmisible para André. Según él, una sociedad despunta gracias al ímpetu de su juventud, se renueva gracias al frescor e insolencia de la misma; pero aquí la juventud no era sino un adorable rebaño entrañablemente sujeto a los automatismos de una era ya pasada e incompatible con una modernidad conquistadora y con un desparpajo que reclamaba audacia y exigía que se superara todo aquello o, en caso contrario, que se dinamitara; como en Los Ángeles, San Francisco o Nueva York, donde, desde el final de la guerra, los jóvenes estaban abandonando esa sacrosanta piedad filial para liberarse del yugo familiar y volar con sus propias alas, aun a riesgo de estrellarse como Ícaro.

André estaba convencido de que todo esto iba a cambiar y de que los vientos soplaban a favor del sentido que los americanos daban a las personas y las cosas. Para él, la buena salud de un país se ponía de manifiesto en su sed de conquistas y de revoluciones. Y en Río Salado, las generaciones se sucedían sin el menor cambio. Urgía introducir reformas en las mentalidades. Para empezar, no se le ocurrió nada mejor que montar una cafetería de estilo californiano para sustraernos a esa grosera obsolescencia en que se había convertido nuestra subordinación gregaria y lanzarnos de cabeza a la furia vital.

La cafetería se encontraba detrás de la bodega R. C. Kraus, en el descampado en que jugábamos al fútbol de niños, a las afueras del pueblo. Sobre la gravilla había una veintena de mesas con sillas blancas y sombrillas. Nos relajamos un poco al ver las cajas de vino y de limonada, las banastas de fruta, así como las barbacoas instaladas en los cuatro rincones del patio.

—Vamos a ponernos tibios de comida —se entusiasmó Simon.

Jelloul y algunos empleados no paraban de moverse alrededor de las mesas; las cubrían con manteles y colocaban encima jarras y ceniceros. André y su primo José sacaban pecho en la entrada del local, con un sombrero de vaquero echado hacia atrás con garbo, las piernas separadas, los pulgares tras la hebilla del cinturón.

—Deberías hacerte con un rebaño de bueyes —soltó Simon a André.

—¿Qué pasa, no te gusta mi cafetería?

—Siempre que haya de beber y de comer…

—Entonces, ponte morado y corta el rollo.

Bajó el escalón para darnos un abrazo y aprovechó la oportunidad para toquetearle a Simon la entrepierna.

—Deja las joyas de la familia —protestó Simon, retrocediendo.

—¡Menudo tesoro! Apuesto que en el mercadillo no te darían por ellas ni un trozo de chatarra —se burló André mientras nos conducía a los tres hacia el bar.

—¿Qué apostamos?

—Lo que quieras. Mira, esta noche van a aparecer por aquí unas señoritas. Si consigues llevarte al huerto a cualquiera de ellas, yo te pagaré la habitación del hotel. Y nada menos que en el Martínez.

—¡A que no!

—Dédé es como una bala —creyó oportuno recordarnos solemnemente José, para quien su primo era un dechado de rectitud y valentía—. Cuando se dispara, no hay quien lo pare.

Tras lo cual, consciente de haber tocado la fibra más sensible de su primo mayor, se apartó para dejarnos pasar.

André nos hizo visitar su «revolución». Nada que ver con los cafés de la región. Era un local de mucho colorido, con un gran espejo detrás del mostrador en el que se adivinaba en filigrana la fantasmagórica silueta del Golden Gate Bridge y altos taburetes acolchados delante. Los estantes de latón estaban abarrotados de botellas y chirimbolos, así como de cartelitos luminosos y cachivaches funcionales. De las paredes colgaban grandes retratos de actores y actrices de Hollywood. Las lámparas del techo difundían una luz tamizada por la sala, sumida ya en una suave penumbra por los visillos de las ventanas, mientras en los rincones unos apliques rojizos abigarraban el entorno con sombras sanguinolentas. Los asientos estaban fijados al suelo y dispuestos en compartimentos parecidos a los de los vagones con bancos y, entre ellos, mesas rectangulares sobre las que se podían admirar paisajes de la América salvaje.

En pleno centro de una sala concomitante reinaba una mesa de billar. Ningún café de Río, o de Lourmel, estaba equipado con un billar. El que ahora ofrecía André a su clientela era una verdadera obra de arte, muy bien iluminado por una lámpara tan baja que casi tocaba la mesa.

André cogió un taco cuya boca frotó con un trozo de tiza, se inclinó sobre el borde del billar, ajustó el palo sobre su puño a modo de soporte, apuntó hacia un triángulo de bolas multicolores colocado en el centro del tapete verde y dio una tacada seca acertando de lleno. El triángulo restalló, las bolas salieron disparadas en todas direcciones y rebotaron contra los bordes de la mesa.

—A partir de hoy —declaró— ya no iremos al bar a emborracharnos. Primero vendremos a mi casa a jugar al billar. Y ojo, que esto es sólo la primera entrega; espero otras tres antes de fin de mes. Me estoy planteando organizar un campeonato regional.

José nos ofreció cervezas y una soda para mí, y nos propuso sentarnos en el patio mientras iban llegando los invitados. Eran cerca de las cinco. El sol se escurría despaciosamente tras las colinas, clavando su luz rasante en los viñedos. Desde el patio se tenía una vista amplia sobre la llanura y la carretera que conducía en línea recta hasta Lourmel. Un autocar soltaba a sus pasajeros en la entrada del pueblo: gente de Río que volvía de Orán y campesinos árabes que regresaban de las obras de la ciudad. Estos, extenuados, cortaban campo a través para alcanzar la pista que llevaba a sus aldehuelas, con su petate al hombro.

Jelloul siguió mi mirada; cuando el último obrero desapareció al final de la pista, se volvió hacia mí y se quedó mirándome con una agudeza que me indispuso.

El clan de los Rucillio acudió justo cuando el sol se emboscaba detrás de las colinas. Lo formaban los dos hijos más pequeños de Pepe, dos de sus primos y su cuñado Antonio, cantante de cabaré en Sidi Bel-Abbès. Llegaron en un colosal Citroën rugiente, recién salido de la fábrica, que aparcaron en la entrada del patio para que todos lo vieran.

André los acogió con palmaditas en los hombros y risotadas de ricachón antes de acomodarlos en el mejor sitio.

—Se puede estar sobrado de pasta y oler a boñiga de caballo a leguas a la redonda —masculló Simon, a quien no sentó bien que los Rucillio pasaran delante de nosotros sin saludarnos.

—Ya sabes cómo son —le dije para que se serenara.

—Sí, pero al menos podrían saludar. ¿Qué trabajo les cuesta ser amables? Tampoco somos unos don nadie. Tú eres farmacéutico, Fabrice es poeta y periodista, y yo soy agente de la administración.

Antes de que oscureciera del todo, el patio se llenó de chicas radiantes y chicos muy peripuestos. Llegaron otras parejas, menos jóvenes, en coches rutilantes, señoras ataviadas como reinas y señores trajeados, con la pajarita atravesada en la garganta como un cuchillo. André había invitado a la crema de Río y a la burguesía de mayor relumbrón de la comarca. Entre tan ostentoso tropel destacaba el hijo de la mayor fortuna de Hammam Bouhdjar —cuyo padre disponía de avión privado—, con una estrella en ascenso de la canción judeo-oranesa cogida de su brazo y a la que una jauría de admiradores asediaba con cumplidos cuando no entrecruzaban sus manos tendiéndole un mechero o un paquete de tabaco.

Encendieron los lampiones que cubrían el patio. José dio unas palmadas para reclamar silencio; el jaleo fue amainando hasta convertirse en un silencio total. André subió al estrado para agradecer a sus invitados su presencia en la inauguración de su cafetería. Empezó con una anécdota salaz que pilló desprevenida a gente acostumbrada a más comedimiento, lamentó que las mentes no estuvieran todo lo alertas que debieran para animarlo a proseguir su discurso en ese plan, abrevió su intervención y presentó a un grupo de músicos.

La velada comenzó con un concierto de una música hasta entonces desconocida, a base de trompetas y de bajos, a la que el público no hizo el menor caso.

—¡Dios santo, si es jazz! —tronó André—. ¿Cómo se puede ser insensible al jazz sin pasar por troglodita?

Los jazzistas acabaron rindiéndose ante la evidencia: sólo sesenta kilómetros separaban Río Salado de Orán, pero la distancia entre ambas mentalidades resultaba asombrosa. Como profesionales que eran, siguieron tocando para nadie y, ya para despedirse, interpretaron una pieza con pretensiones de anatema, entre la indiferencia general.

Se retiraron sin que nadie se percatara de ello.

André no había descartado esa debacle, aunque esperaba de sus invitados un mínimo de corrección con el grupo de jazz más aclamado del país. Se le vio deshaciéndose en excusas ante el trompetista que, indignado, parecía jurar que jamás volvería a pisar un poblacho con un nivel cultural de corral de granja.

Mientras aquello ocurría entre bastidores, José pidió a una segunda orquesta —esta vez local— que subiera a la tribuna. Apenas apuntado el compás, el auditorio se embaló como por ensalmo entre gritos de alivio, y un revuelo de contoneos frenéticos inundó la pista de baile.

Fabrice Scamaroni pidió a la sobrina del alcalde que le concediera un baile y se la llevó alegremente hasta la pista. Yo me llevé una amable negativa por parte de una señorita petrificada por la timidez antes de convencer a su amiga de que me aceptara como acompañante. En cuanto a Simon, estaba en las nubes. Con sus mejillas de bebé regordete entre ambas manos, miraba fijamente una mesa vacía en la otra punta del patio.

Cuando hubo una pausa en la música, acompañé a mi pareja y regresé a mi sitio. Simon no se fijó en mí. Sonreía vagamente sin dejar de agarrarse la cara con las manos, con la expresión relajada. Agité la mano ante sus ojos; no reaccionó. Seguí su mirada y… la vi.

Estaba sentada sola, en una mesa apartada —recién instalada ya que no tenía mantel ni cubierto— que el continuo meneo de los bailarines ocultaba a ratos. Comprendí lo que mantenía a Simon tan tranquilo, a él con quien solía uno partirse de risa en los bailes: ¡la chica era tan guapa que quitaba el hipo!

Embutida en un vestido lactescente, con su cabello negro recogido en un moño y una sonrisa leve como una voluta de humo, contemplaba a los bailarines sin verlos. Daba la impresión de estar absorta en sus pensamientos, con el mentón posado con delicadeza sobre sus manos enguantadas de blanco hasta los codos. De cuando en cuando, desaparecía tras el contoneo de las sombras y reaparecía en toda su majestad, cual ninfa saliendo de un lago.

—¿Verdad que es sublime? —jadeó un subyugado Simon.

—Es magnífica.

—Fíjate en el misterio de esos ojos, apuesto a que son tan negros como su pelo. ¡Y su nariz! Mira bien esa nariz, parece un trozo de eternidad.

—¡No te embales, chaval!

—Y su boca, Jonas. ¿Has visto esa rosita que tiene por boca? ¿Cómo habrá hecho para alimentarse?

—Cuidado, Simon, que estás despegando. Vuelve a aterrizar, amigo.

—¿Para qué?

—Las nubes tienen sus baches.

—Me da igual. Una maravilla así se merece que te partas la cara por ella.

—¿Y con qué piensas seducirla luego?

Por fin me dirigió una mirada y me dijo, a la vez que una sombra de tristeza le crispaba los rasgos:

—Sabes muy bien que no tengo la menor oportunidad.

Ese súbito decaimiento de su tono me partió el corazón.

Se repuso de inmediato.

—¿Crees que es de Río?

—Hace tiempo que nos habríamos fijado en ella.

Simon sonrió.

—Tienes razón. Hace tiempo que nos habríamos fijado en ella.

Curiosamente, ambos contuvimos nuestra respiración y nos pusimos tensos cuando un joven se acercó a la solitaria chica para invitarla a bailar. Cuál fue nuestro alivio cuando ella declinó cortésmente la proposición.

Fabrice regresó sudando de la pista de baile, recuperó su sitio y, secándose con un pañuelo, se inclinó hacia nosotros y nos susurró:

—¿Os habéis fijado en esa maravilla solitaria, a la derecha, al final del patio?

—¡Y tanto! —le dijo Simon—. Parece que aquí no haya más que ella.

—Me acaban de largar por su culpa —nos confesó Fabrice—. Mi pareja por poco me salta los ojos cuando se ha dado cuenta de que se me iban hacia otra parte. ¿Tenéis idea de quién puede ser?

—Seguramente una chica de ciudad de paso en casa de unos familiares —aventuré—. Por su manera de vestir y de comportarse, parece de ciudad. Jamás he visto a una de nuestras chicas estar así en la mesa.

La desconocida miró de repente hacia nosotros, dejándonos temblando como si acabara de pillarnos con las manos en la masa. Se le ensanchó la sonrisa y el medallón que adornaba su escote pareció un faro en lo más oscuro de la noche.

—Está que quita el hipo —reconoció Jean-Christophe, surgido de la nada.

Dio la vuelta a una silla libre y se sentó a horcajadas.

—Por fin llegas —le reprendió Fabrice—. ¿Dónde te habías metido?

—¿Tú qué crees?

—¿Te has vuelto a pelear con Isabelle?

—Digamos que, por una vez, la he mandado a paseo. ¡No os lo vais a creer! No sabía qué joya ponerse. Estuve esperando en el salón, esperando en el vestíbulo, esperando en el patio, y la señorita seguía sin haber elegido su trozo de chatarra.

—¿La has dejado en su casa? —preguntó Simon, incrédulo.

—¡Faltaba más!

Simon se levantó y se cuadró como un militar.

—¡Enhorabuena, grandullón! Has mandado a paseo a esa tonta estreñida, y por tanto te debo un respeto. Estoy orgulloso de ti.

Jean-Christophe agarró a Simon por el brazo para que volviera a sentarse.

—Que me tapas la máxima atracción del espectáculo, gordinflón —le dijo, aludiendo a la bella incógnita—. ¿Quién es?

—¿Por qué no vas a preguntarle?

—¿Con el clan de los Rucillio por medio? Soy temerario, pero no estoy loco.

Fabrice arrugó su servilleta, respiró hondo y echó su silla hacia atrás.

—Pues iré yo.

No le dio tiempo a dejar la mesa. Un coche se detuvo en el patio.

La chica se levantó y caminó hacia él. La miramos mientras se sentaba al lado del conductor y los cuatro nos sobresaltamos cuando cerró dando un portazo.

—Sé que no tengo ninguna posibilidad —dijo Simon—, pero seguro que merece la pena intentarlo. Mañana, a primera hora, voy a dar mi número de pie a todas las chicas del pueblo, a ver si consigo calzarme a alguna.

Soltamos una carcajada.

Simon cogió una cuchara que había sobre la mesa y se puso a remover su café maquinalmente. Era la tercera vez que lo removía de aquella manera, sin haberlo probado. Estábamos sentados en la terraza de un café de la plaza, disfrutando del buen tiempo. El cielo estaba límpido y el sol de marzo apuntaba sus luces plateadas hacia la avenida. No corría el menor aire entre las hojas de los árboles. En el silencio de la mañana, apenas rasgado por el arrullo de la fuente municipal o el chirrido entrecortado de alguna carreta, el pueblo se escuchaba vivir.

Con la camisa arremangada hasta los hombros, el alcalde vigilaba a un grupo de empleados que pintaban en rojo y blanco el borde de las aceras. Delante de la iglesia, el cura ayudaba a un carretero a descargar sacos de carbón que un chaval amontonaba contra el muro de un patio. Al otro lado de la explanada, unas amas de casa charlaban alrededor de los tenderetes de un verdulero, ante la mirada divertida de Bruno, un policía casi adolescente.

Simon soltó la cuchara.

—No he vuelto a pegar ojo desde la otra noche, en la cafetería de Dédé —declaró.

—¿Por culpa de la chica?

—No se te puede ocultar nada. Creo que me he encaprichado en serio con ella.

—¿De verdad?

—¿Cómo te lo podría contar? Jamás he sentido lo que estoy sintiendo por esa morena de ojos misteriosos.

—¿La has localizado?

—¡Qué va! Al día siguiente me puse a buscarla. El problema es que no tardé en comprobar que no era el único en ir detrás de ella. Hasta ese capullo de José se ha apuntado. ¿Te das cuenta? Ya ni siquiera puede uno fantasear con un trozo de carne sin que se le venga encima un montón de cretinos.

Cazó una mosca invisible; de su gesto emanaba una gélida animosidad. Volvió a coger la cuchara y a menear su café.

—¡Ay, Jonas, si tuviera tus ojos azules y tu cara de ángel!

—¿Para qué?

—Para intentarlo, naturalmente. Mira el careto que tengo, y este tripón que me temblequea sobre las rodillas como un bloque de gelatina, y estas patas cortas que ni siquiera saben caminar derecho, y mis pies planos…

—Las chicas no miran sólo eso.

—Puede ser, pero resulta que tampoco tengo gran cosa que ofrecerles. No tengo viñedos, ni bodegas ni cuenta en el banco.

—Tienes otras cualidades. Por ejemplo, tu humor. A las tías les encanta que las hagan reír. Además, eres un tipo formal. No eres ni un borracho ni un falso. Y eso también cuenta.

Simon barrió de un manotazo mis palabras.

Tras un largo silencio, retorció los labios en señal de confusión antes de murmurar:

—¿Tú crees que el amor es más importante que la amistad?

—¿En qué sentido?

—Anteayer vi a Fabrice cortejar a nuestra vestal. Te aseguro que es verdad. Lo vi como te estoy viendo a ti, cerca de la bodega Cordona. No parecía un encuentro casual. Fabrice estaba apoyado en el coche de su madre, con los brazos cruzados sobre el pecho, muy relajado… y la chica no parecía tener prisa por volver a su casa.

—Fabrice es el niño bonito de Río. Todo el mundo lo para en la calle. Tanto las chicas como los chicos. Y la gente mayor. Es normal, es nuestro poeta.

—Sí, salvo que esa no es la impresión que he tenido al verlos juntos. Estoy seguro de que no se trataba de una charla intrascendente.

—¡Eh, catetos! —nos soltó André mientras aparcaba su coche en la acera de enfrente—. ¿Qué pasa que no estáis en mi cafetería iniciándoos en las bondades del billar?

—Esperamos a Fabrice.

—¿Me adelanto?

—Sí, ahora vamos.

—¿Cuento con vosotros?

—Por supuesto.

André se llevó dos dedos a la sien y arrancó en tromba, erizando el pelo a un viejo perro acurrucado en la puerta de una tienda.

Simon me agarró por la punta de los dedos.

—No he olvidado el malentendido que hubo entre Chris y tú a propósito de Isabelle. No quiero que eso ocurra con Fabrice y conmigo. Nuestra amistad es primordial para mí.

—No nos adelantemos a los acontecimientos.

—Me basta con pensarlo para avergonzarme de mis sentimientos por esa chica.

—No hay que avergonzarse de los propios sentimientos cuando estos son bellos, aunque nos resulten injustos.

—¿Lo piensas en serio?

—En amor, todas las posibilidades valen, y no tenemos derecho a renunciar a la nuestra.

—¿Crees que tengo alguna posibilidad frente a Fabrice? Es rico y famoso.

—Crees, crees, crees… No dices otra cosa. ¿Quieres saber lo que creo yo? Pues que eres un cagón. Te andas con rodeos y piensas que así vas a adelantar algo. Además, cambiemos de tema. Ahí llega Fabrice.

Había gente en el local de André y el jaleo nos impedía saborear nuestros caracoles con salsa picante. Además estaba Simon, que no se encontraba para nada a gusto. En varias ocasiones lo noté a punto de contárselo todo a Fabrice; se echaba atrás apenas había separado los labios. Aquel no se daba cuenta de nada. Sacó su cuadernillo y, entornando los ojos, garabateó un poema que no paraba de tachar. Su rubio mechón le caía sobre la punta de la nariz, haciendo de barrera entre sus ideas y lo que pensaba Simon.

André se acercó para comprobar que no nos faltaba nada. Se inclinó sobre el hombro del poeta para leer lo que escribía.

—Haz el favor —le pidió Fabrice con irritación.

—¡Un poema de amor! ¿Se puede saber quién te ha puesto el corazón patas arriba?

Fabrice cerró su cuadernillo, puso ambas manos encima y miró de hito en hito a André, que gruñó:

—¿Debo entender que echo a perder tu inspiración lírica?

—Le estás dando la lata —fulminó Simon—. Lárgate, y punto.

André echó hacia atrás su sombrero de vaquero y se llevó las manos a las caderas.

—Oye, tú. ¿Qué mosca te ha picado esta mañana? ¿A qué vienen estos modales?

—¿Acaso no ves que está en plena inspiración?

—¡Rollo barato! A las tías no se las conquista con palabras bonitas. Prueba de ello es que me basta con chasquear los dedos para que me sirvan la que yo quiera.

La grosería de André encolerizó a Fabrice, que recogió su cuadernillo y salió enfurecido de la cafetería.

André se quedó estupefacto al verlo marchar; luego, nos puso por testigos.

—Yo no le he dicho nada. ¿Se ha vuelto alérgico a mis bromas o qué?

Nos quedamos sorprendidos ante la marcha precipitada de Fabrice. No tenía por costumbre dar el portazo a nadie. Era el más cortés y el menos susceptible de los cuatro.

—Quizá se trate de los efectos secundarios del amor —dijo con amargura Simon.

En efecto, acababa de comprobar que, entre su amigo y su «fantasma de misteriosos ojos», la cosa iba más allá de una simple charla.

Por la noche, Jean-Christophe nos invitó a su casa. Tenía cosas importantes que contarnos y necesitaba nuestros consejos. Nos reunió a Fabrice, a Simon y a mí en el taller de su padre, un cuchitril en la planta baja del viejo caserón familiar, y tras dejarnos saborear nuestro zumo de frutas y mordisquear nuestras patatas fritas en silencio, nos declaró:

—Bueno, pues… ¡he roto con Isabelle!

Esperábamos ver a Simon saltar hasta el techo, vigorizado por tal noticia; pero no fue así.

—¿Creéis que he hecho mal?

Fabrice hincó la barbilla en la palma de su mano para pensar.

—¿Qué ha ocurrido? —me sorprendí preguntándole a pesar de que me había jurado no meterme en los asuntos de ellos.

Jean-Christophe estaba esperando un pretexto para soltarlo todo. Abrió los brazos para indicar que estaba hasta las narices.

—Es demasiado complicada. Siempre buscándole tres pies al gato, censurándome por tonterías, recordándome que no soy más que un pobretón y que ella es la que me da categoría. ¿Cuántas veces la habré amenazado con romper? «¿A que no?», me soltaba ella. Y esta mañana, ya ha sido el colmo. Estuvo a punto de lincharme. En la calle. Delante de la gente. Sólo porque miré a la chica de la otra noche mientras salía de una tienda…

Se produjo en la habitación un terremoto infinitesimal, la mesa a cuyo alrededor estábamos sentados se estremeció. Vi cómo a Fabrice la nuez le raspaba la garganta y a Simon le palidecían los nudillos de los dedos.

—¿Qué pasa? —preguntó Jean-Christophe, sorprendido por el silencio sepulcral que acababa de hacerse en el cuarto.

Simon miró de reojo a Fabrice. Este tosió en su puño y, hundiendo su mirada en la de Jean-Christophe, le preguntó:

—¿Isabelle te ha pillado con esa chica?

—Qué va. Era la primera vez que la veía desde aquella noche. Yo estaba acompañando a Isabelle a casa de su costurera, y la chica salía de Benhammou, el droguero.

Fabrice pareció aliviado.

—Sabes, Chris —dijo, relajándose—, aquí nadie está en condiciones de decirte lo que tienes que hacer. Somos tus amigos, pero ignoramos la naturaleza exacta de vuestras relaciones. No paras de vocear que la vas a largar y, al día siguiente, la volvemos a ver colgada de tu brazo. Al final, ya nadie se lo cree. Además, es asunto vuestro. Es vuestro problema y vosotros lo tenéis que resolver. Hace años que estáis juntos, desde el colegio. Tú eres el único que sabe por dónde van las cosas y cuál es la decisión que debes tomar.

—Precisamente, nos conocemos desde el colegio y no consigo, os lo juro, no consigo ver lo bueno que he sacado de este asunto. Isabelle parece haberse apoderado de mi alma. Y a veces, a pesar de su carácter de perros y sus modales de sargento, a veces… extrañamente… me siento incapaz de separarme de ella. Os aseguro que es verdad. A veces, me da por magnificar sus malditos defectos y me sorprendo adorándola como un chiflado…

—Olvida a esa tonta —declaró Simon con la mirada ardiente—. No es para ti. Te vas a pasar la vida padeciéndola como una enfermedad crónica. Cuando se es guapo como tú, no puede uno rendirse de ese modo. Además, francamente, estoy empezando a hartarme de vuestros asuntos amorosos.

Con esto se levantó —tal como había hecho Fabrice por la mañana, en la cafetería de André— y regresó a su casa refunfuñando.

—¿He dicho alguna burrada? —preguntó Jean-Christophe, pasmado.

—No se encuentra muy bien últimamente —señaló Fabrice.

—¿Y qué le ocurre con exactitud? —me preguntó Jean-Christophe—. Tú estás siempre con él. ¿Qué le pasa?

Me encogí de hombros.

—No lo sé.

Simon estaba mal. Sus frustraciones oprimían su buen humor, lo estrujaban como un trapo. Los complejos que sepultaba bajo toneladas de payasadas afloraban a la superficie. Las evidencias que se negaba a admitir, las burlas de sí mismo tras las cuales se parapetaba contra determinadas heridas, en fin, todas esas cosillas que le amargaban secretamente la existencia —aquello de ser tripudo y paticorto, de tener una capacidad de seducción mínima, cuando no irrisoria y patética— le devolvían una detestable imagen de sí mismo. La intrusión de aquella morena en su vida, aunque fuera periféricamente, lo tenía descolocado.

Nuestros caminos se cruzaron por casualidad una semana después. Él iba a Correos a recoger unos formularios y le pareció bien que lo acompañara. Las secuelas de su despecho le seguían enturbiando el semblante; su sombría mirada revelaba un resentimiento universal.

Atravesamos medio pueblo en silencio, deslizándonos junto a los muros como dos sombras chinescas. Una vez recogidos los documentos, Simon no tenía nada que hacer. Estaba un tanto perdido. Al salir de Correos, nos topamos con Fabrice. Pero este no estaba solo. Ella estaba con él, e iba cogida de su brazo. El espectáculo que ambos nos ofrecieron, él con su traje de tweed y ella con un vestido amplio y plisado, nos convenció. La amargura de Simon desapareció de su rostro en una fracción de segundos. ¿Cómo no rendirse a la evidencia? ¡Estaban tan guapos!

Fabrice nos presentó, solícito:

—Ellos son Simon y Jonas, de quienes le he hablado. Mis mejores amigos.

La chica era todavía más guapa, ahora que bajo la luz del día se la veía mejor. No era de carne y hueso, era una salpicadura de sol.

—Simon, Jonas, os presento a Émilie, la hija de la señora Cazenave.

Un cubo de agua fría me empapó de la cabeza a los pies.

Incapaces de articular media palabra, cada cual por su razón personal, Simon y yo nos limitamos a sonreír.

Cuando despabilamos, ellos se habían ido.

Permanecimos un buen rato desconcertados en la acera frente a Correos. ¿Cómo guardarles rencor? ¿Cómo impugnar tan tierna completitud sin pasar por un vándalo o por un espantoso idiota?

A Simon le correspondía tirar la toalla, y lo hizo con clase.