11

Me atreví a esperar un milagro; no se produjo.

El otoño aliviaba a los árboles de sus hojas; iba siendo hora de que me diera por enterado. No era más que una alucinación. Entre la señora Cazenave y yo no había habido nada.

Volví con mis compañeros, a la comicidad de Simon y el romanticismo febril de Fabrice. Jean-Christophe padecía a Isabelle Rucillio con talento. Nos decía que lo importante era saber sacar partido de los contactos, que la vida era una inversión a largo plazo y que el éxito nunca dejaba de sonreír a quienes sabían apostar por la paciencia. Parecía saber lo que quería, y, aunque no argumentara demasiado sus teorías, confiábamos plenamente en él.

El año 1945 trajo sus oleadas de noticias contradictorias y elucubraciones. A la gente de Río Salado le encantaba fabular mientras saboreaba su anisete. La menor escaramuza se amplificaba, se trocaba en hazaña rocambolesca y se atribuía a protagonistas que a menudo no habían participado en ella. En las terrazas de los cafés, los diagnósticos arreciaban. Los nombres de Stalin, Roosevelt y Churchill resonaban como las cornetas de las últimas cargas; algunos bromistas, afligidos por la silueta filiforme del general De Gaulle, prometían mandarle el mejor cuscús del país para que echara esas carnes sin las cuales su carisma carecería de credibilidad ante los argelinos, incapaces de disociar la autoridad de un buen tripón. Reían y se emborrachaban hasta confundir un asno con un unicornio. El optimismo estaba en alza. Las familias judías, que habían buscado amparo en otras latitudes tras las deportaciones masivas de que había sido objeto su comunidad en Francia, empezaban a regresar al hogar. Se procedía de manera progresiva y segura al regreso a la normalidad. La vendimia fue extraordinaria, y faraónico el baile que clausuró la temporada. Pepe Rucillio casó al pequeño de sus retoños, y el pueblo vibró durante siete días y siete noches al son de las guitarras y castañuelas de un grupo famoso que hizo venir de Sevilla. Hasta se nos gratificó con una grandiosa cabalgata en la que los mejores jinetes de la región se midieron sin complejos con los fabulosos guerreros de los Ouled N’har.

En Europa, el imperio hitleriano se iba a pique. Las noticias del frente anunciaban su naufragio a diario, y a diario los torpedos respondían a las bombas. Ciudades enteras desaparecían bajo diluvios de llamas y cenizas. El cielo estaba desfigurado por los combates aéreos y las trincheras se desmoronaban bajo las orugas de los tanques. En Río Salado, la sala de cine estaba siempre de bote en bote. Muchos sólo iban por las noticias que daba Pathé Actualités y que siempre se proyectaban al principio de la sesión. Los aliados habían liberado buena parte de los territorios ocupados y avanzaban inexorablemente hacia Alemania. Italia no era más que la sombra de sí misma. Los resistentes y los partisanos confundían a un enemigo atenazado entre el rodillo del Ejército Rojo y la marejada norteamericana.

Mi tío se pasaba el día pegado a su radio. Embutido en una camiseta que evidenciaba su delgadez extrema, se había hecho una con su silla. Permanecía desde la mañana hasta la noche inclinado sobre la radio, toqueteando el botón en busca de alguna emisora con menos interferencias. El ruido de la fritura y los estridentes pitidos de las ondas llenaban la casa de rumores galácticos. Hacía tiempo que Germaine se había resignado. Su marido hacía lo que le venía en gana; exigía que le sirvieran las comidas en el salón, junto a la radio, para no perderse un fragmento de información.

Hasta que llegó el 8 de mayo de 1945. Mientras el planeta festejaba el final de la Pesadilla, en Argelia se declaraba otra pesadilla, fulminante como una pandemia, monstruosa como el Apocalipsis. El regocijo popular derivó en tragedia. Muy cerca de Río Salado, en Aïn Témouchent, las marchas a favor de la independencia de Argelia fueron reprimidas por la policía. En Mostaganem, los disturbios se extendieron a los aduares limítrofes. Pero el horror alcanzó su paroxismo en los Aurès y en el norte de Constantina, donde miles de musulmanes fueron masacrados por los servicios de orden apoyados por colonos organizados en milicias.

—No es posible —decía mi tío con voz trémula a la vez que temblaba dentro de su pijama de enfermo—. ¿Cómo se han atrevido? ¿Cómo se puede masacrar a un pueblo que todavía llora a sus hijos muertos por la liberación de Francia? ¿Por qué nos matan como ganado sólo por reclamar nuestra parte de libertad?

Estaba fuera de sí. Lívido, con el vientre pegado a la columna vertebral, se enredaba en sus pantuflas mientras iba y venía por el salón.

Una emisora de radio árabe relató la sangrienta represión contra los musulmanes de Guelma, Kherrata y Sétif, los cementerios en los que se pudrían miles de restos, la caza del árabe por campos y huertas, el acoso de los perros de presa y el linchamiento en las plazas públicas. Dichas noticias eran tan espantosas que ni yo ni mi tío tuvimos la fuerza de solidarizarnos con la marcha pacífica que desfiló por la avenida principal de Río Salado.

La amplitud de la catástrofe que había enlutado al pueblo musulmán acabó venciendo a mi tío. Una noche, se llevó la mano al corazón y se desmoronó boca abajo. La señora Scamaroni nos ayudó a llevarlo en su coche al hospital y lo dejó en manos de un médico amigo suyo. Ante el creciente pánico de Germaine, estimó prudente permanecer junto a ella en la sala de espera. Fabrice y Jean-Christophe acudieron a hacernos compañía ya muy adelantada la noche, y Simon tuvo que pedir prestada la motocicleta a su vecino para unirse a nosotros.

—Su marido ha tenido un ataque al corazón, señora —explicó el médico a Germaine—. No ha recobrado el conocimiento.

—¿Va a salir de esta, doctor?

—Hemos hecho lo necesario. Lo demás dependerá de él.

Germaine no sabía qué decir. No había abierto la boca desde que ingresaron a su marido. Sus alelados ojos daban vueltas en su rostro desencajado. Juntó las manos bajo la barbilla y se puso a rezar cerrando los párpados.

Mi tío salió del coma al amanecer del día siguiente. Pidió agua y exigió que lo llevaran a su casa de inmediato. El médico lo mantuvo en observación unos días antes de consentir en devolvérnoslo. La señora Scamaroni nos propuso una enfermera conocida suya para que atendiera permanentemente a nuestro paciente. Germaine se negó con cortesía, dijo que se encargaría ella personalmente y le agradeció todo lo que había hecho por nosotros.

Dos días después, mientras estaba junto a la cama de mi tío, oí que alguien me llamaba desde fuera. Me acerqué a la ventana y vi una silueta acurrucada tras un montículo. Se levantó y me hizo una señal. Era Jelloul, el factótum de André.

Salió de su escondrijo justo cuando alcancé la pista que separaba nuestra casa del viñedo.

—¡Dios mío! —exclamé.

Jelloul cojeaba. Tenía la cara tumefacta, los labios reventados y un ojo a la funerala. La camisa estaba veteada por rayas rojizas, probablemente marcas de latigazos.

—¿Quién te ha hecho esto?

Jelloul miró a su alrededor como si temiese que alguien lo oyera; luego, mirándome directamente a los ojos, me dijo con sequedad:

—André.

—¿Por qué? ¿Qué has hecho?

Sonrió ante la ridiculez de mi pregunta.

—Con él no necesito hacer nada mal. Siempre encuentra un motivo para pisotearme. Esta vez ha sido por la bronca de los musulmanes en los Aurès. Ahora, André desconfía de los árabes. Anoche regresó borracho de la ciudad y me dio una paliza.

Levantó su camisa y se dio la vuelta para mostrarme las desolladuras de su espalda. André no se había andado con chiquitas.

Volvió a mirarme de frente, remetió los picos de su camisa dentro de su polvoriento pantalón, resopló con fuerza y añadió:

—Me dijo que era para que tomara nota de las ideas falsas, para que me quedara claro por siempre que aquí el amo es él y que no tolerará que los lacayos se le insubordinen.

Jelloul esperó de mí algo que no se produjo. Se quitó la chechia y se puso a retorcerla con sus manos negruzcas.

—No he venido a contarte mi vida, Jonas. André me ha echado sin darme un céntimo. No puedo volver tieso a mi casa. Mi familia sólo me tiene a mí para no morirse de hambre.

—¿Cuánto necesitas?

—Como para comer durante tres o cuatro días.

—Espera un par de minutos.

Subí a mi habitación y regresé con dos billetes de cincuenta francos. Jelloul los cogió con parsimonia, les dio varias vueltas con los dedos, vacilante.

—Es demasiado dinero. No te lo podré devolver.

—No tienes por qué devolvérmelo.

Mi generosidad lo desconcertó. Meneó la cabeza, reflexionó y dijo, retorciendo los labios de apuro:

—En ese caso, me conformaré con un solo billete.

—Coge los dos, de verdad, lo hago con gusto.

—No lo dudo, pero no es necesario.

—¿Tienes algún trabajo a la vista?

Su mueca se convirtió en sonrisa enigmática.

—No, pero André no puede prescindir de mí. Irá a buscarme antes del fin de semana. No va a encontrar mejor perro que yo en el mercado.

—¿Por qué eres tan duro contigo mismo?

—Tú no puedes entenderlo. Eres de los nuestros, pero llevas la vida de ellos… Cuando uno es el único ganapán de una familia formada por una madre medio loca, un padre con ambos brazos amputados, seis hermanos y hermanas, una abuela, dos tías repudiadas con su prole y un tío achacoso, deja de ser un ser humano… A medias perro y a medias chacal, el animal disminuido elige tener un amo.

La violencia de sus palabras me dejó estupefacto. Jelloul no tenía veinte años pero ya emanaba de su persona una fuerza secreta y una madurez que me impresionaban. Aquella mañana, había dejado de ser el criado rampante a que nos tenía acostumbrados. El chico que tenía delante de mí era otra persona. Curiosamente, le descubrí unos rasgos en los que jamás había reparado. Tenía un rostro sólido con pómulos marcados, una mirada que incomodaba, y mostraba una dignidad que no esperaba en él.

—Gracias, Jonas —me dijo—. Sabré agradecértelo algún día.

Se dio la vuelta y se alejó cojeando, dolorido.

—Espera —le grité—. No irás muy lejos con un pie tan herido.

—Pues he conseguido llegar hasta aquí.

—Es posible, pero sólo has conseguido empeorar tu herida. ¿Dónde vives exactamente?

—No muy lejos, te lo aseguro. Detrás de la colina de los dos morabitos. Ya me las arreglaré.

—No voy a permitir que te destroces el pie. Voy en busca de mi bici y vuelvo.

—¡Que no, Jonas! Tienes mejores cosas que hacer que acompañarme hasta mi casa…

—¡Insisto!

Yo creía haber tocado el fondo de la miseria en Jenane Jato, pero estaba equivocado. La miseria del aduar en el que vivía Jelloul y su familia iba más allá de lo concebible. Era una aldehuela de una decena de sórdidas chozas levantadas y cercadas en el lecho de un río seco, entre las que languidecían unas cuantas cabras famélicas. Aquel lugar repelía tanto que no podía creer que hubiese gente capaz de sobrevivir allí metida más de dos días seguidos. Incapaz de seguir adelante, detuve mi bicicleta a un lado de la pista y ayudé al factótum a bajar de ella. La colina de los dos morabitos se encontraba a unos cuantos cientos de metros de Río Salado; sin embargo, no recordaba haber llegado tan adelante por aquel camino. La gente evitaba acercarse por allí. Como si se tratara de un territorio maldito. De repente, sentí miedo de hallarme en aquel lado de la colina; miedo de no salir entero de allí, seguro de que si algo me ocurriera, nadie vendría a buscarme adonde no había motivo para buscarme. Aunque absurdo, el temor era grande y muy real. La aldehuela me resultó de repente horrible. ¡Y ese olor infernal, casi a podrido!

—Ven —me dijo Jelloul—. Te voy a presentar a mi padre.

—No —exclamé, espantado por la invitación—. Tengo que regresar junto a mi tío. Está muy enfermo.

Unos críos jugaban desnudos en medio del polvo, con el vientre hinchado y las narices asediadas por las moscas. Sí, eso era, además del hedor estaba el zumbido de las moscas, voraz, obsesivo; preñaba constantemente el aire viciado con una letanía funesta, como un aliento diabólico que sobrevuela un desamparo humano tan antiguo como el mundo, y no por ello menos aflictivo. Al pie de una tapia de tierra, cerca de una burra adormecida, un grupo de ancianos dormitaba con la boca abierta. Un loco, con sus descarnados brazos apuntando hacia el cielo, se dirigía a un árbol morabito repleto de cintas talismánicas y de regueros de cera. Y nada más; era como si los habitantes válidos del aduar hubieran desertado y lo hubieran entregado a los mocosos faunescos y a los moribundos.

Una jauría de perros nos localizó y se me acercó ladrando. Jelloul los repelió a pedradas. Cuando se callaron, se volvió hacia mí y me sonrió de un modo extraño.

—Así es como viven los nuestros, Jonas. Los nuestros también son los tuyos. Salvo que ellos no evolucionan mientras que tú estás montado… ¿Qué te pasa? ¿Porqué no dices nada? ¿Te sientes violento? Te cuesta creerlo, ¿verdad? Supongo que ahora me entiendes cuando te hablo de que soy un perro. Ni los animales se prestan a caer tan bajo.

Yo estaba pasmado. La pestilencia me revolvía las tripas, el zumbido de las moscas me taladraba el cerebro. Tenía ganas de vomitar, pero temía que Jelloul se ofendiera.

Él se reía; mi malestar le hacía gracia.

Me señaló el aduar.

—Mira bien este inmundo agujero. Este es nuestro lugar en este país, el país de nuestros antepasados. Mira bien, Jonas. Ni Dios se ha perdido jamás por aquí.

—¿Por qué dices cosas tan terribles?

—Porque lo pienso. Porque es la verdad.

Mi miedo se avivó. Esta vez, el que me aterraba era Jelloul, con su mirada afilada y su mueca sardónica.

Volví a montar en bicicleta y di media vuelta.

—Eso es, Younes. Da la espalda a la verdad de los tuyos y corre a reunirte con tus amigos. Younes… Espero que aún recuerdes tu nombre. ¡Eh! Younes… gracias por el dinero. Prometo devolvértelo pronto. El mundo está cambiando, ¿acaso no te has fijado?

Me puse a pedalear como un loco; los gritos de Jelloul silbaban en mis oídos como disparos de aviso.

Jelloul tenía razón. Las cosas estaban cambiando, pero para mí lo hacían en un mundo paralelo. Contemporizaba, dividido entre la fidelidad a mis amigos y la solidaridad con los míos. Era evidente que, tras lo ocurrido en la provincia de Constantina y la concienciación de las masas musulmanas, antes o después me vería obligado a elegir un bando. Aunque me negara a decidirme, los acontecimientos acabarían eligiendo por mí. La ira se había puesto en marcha; había desbordado los lugares secretos en los que conspiraban los militantes para extenderse por las calles, ramificarse entre las capas desfavorecidas y colarse en los barrios indígenas y en los aduares enclavados.

Los componentes de la pandilla de Jean-Christophe permanecíamos ajenos a esas mutaciones. Nos habíamos convertido en jóvenes encantados de tener veinte años, y si bien la pelusa que teníamos sobre los labios no merecía aún el nombre de bigote, subrayaba nuestra clara voluntad de ser adultos y dueños de nuestras decisiones. Inseparables como las puntas de una horca, vivíamos para nosotros mismos y los cuatro conformábamos el mundo.

Fabrice obtuvo el primer premio en el Concurso Nacional de Poesía. La señora Scamaroni nos llevó a los cuatro a Argel para la ceremonia. El galardonado estaba en la gloria. Además de una sustanciosa retribución, el jurado se encargaría de publicar el libro de poemas premiado en la importante editorial Edmond Charlot, de Argel. La señora Scamaroni nos alojó en un hotelito muy limpio, no lejos de la calle Isla. Tras la entrega del premio, que Fabrice recibió de manos del propio Max-Pol Fouchet, la madre del galardonado nos invitó a una soberbia cena a base de pescado y marisco, en un estupendo restaurante de La Madrague. Al día siguiente, impacientes por regresar a nuestro querido Río Salado, donde el alcalde había organizado un refrigerio en honor del joven portento local, tomamos la carretera de vuelta, con una parada corta en Orléansville para comer algo y una segunda en Perrigault, donde nos aprovisionamos de naranjas, las mejores del mundo.

Unos meses después, Fabrice nos invitó a casa de un librero de Lourmel, un pueblo colonial próximo a Río. Su madre nos estaba esperando, preciosa con su traje de chaqueta. Llevaba un sombrero ancho con plumas que le sentaba muy bien. El librero y algunas personalidades locales se hallaban en una de las esquinas de una larga mesa de ébano, en solemne actitud protocolaria, con sonrisa condescendiente. Sobre la mesa, montones de libros muy nuevos, recién salidos de sus cajas. En la cubierta, sobre un bonito título en letra itálica, se leía «Fabrice Scamaroni».

—¡Jolín! —exclamó Simon, siempre dispuesto a echar por tierra la solemnidad de una ceremonia.

Tras las presentaciones y el discurso, Simon, Jean-Christophe y yo agarramos uno de los libros y nos pusimos a hojearlo, a acariciarlo y a toquetearlo con deleite una y otra vez, tan maravillados que a la señora Scamaroni no le dio tiempo a recoger con el dedo la lagrimita que rodó por su mejilla con un hilillo de rímel.

—He leído con sumo placer su obra, señor Scamaroni —declaró un sexagenario—. Tiene usted un auténtico talento y todas las posibilidades de devolver sus credenciales de nobleza a la poesía, que siempre ha sido el alma secreta de nuestra querida región.

El librero tendió a nuestro autor una carta de felicitación firmada por Gabriel Audisio, el fundador de la revista Rivages, en la que le proponía una colaboración.

En Río Salado, el alcalde prometió abrir una biblioteca en la avenida principal y Pepe Rucillio compró por su cuenta un centenar de ejemplares del libro de poemas de Fabrice, que remitió a sus amistades de Orán —quienes, según sospechaba, lo trataban de cateto endomingado a sus espaldas— para demostrarles que en su pueblo no sólo había borrachos y viñadores adinerados y obtusos.

Una noche, el invierno se retiró de puntillas y dejó el terreno despejado para la primavera. Por la mañana, las golondrinas dentellaron los cables de la luz y las calles de Río Salado se llenaron de olores. Mi tío volvía progresivamente a la vida. Recuperó parte de su color y alguna de sus costumbres, como su pasión por los libros. Los consumía sin parar, con bulimia, cerrando una novela para hincar el diente a un ensayo. Leía en ambas lenguas, pasando sin previo aviso de El Akkad a Flaubert. Todavía no salía de casa, pero volvía a afeitarse a diario y a vestirse correctamente. Comía con nosotros en el comedor, y a veces intercambiando fórmulas de cortesía con Germaine. Ya no se andaba con tantas exigencias, ni tampoco daba voces por nada y menos. Puntual como un reloj, se levantaba de madrugada, rezaba su primera oración y se sentaba a desayunar a las siete en punto; luego se retiraba a su despacho hasta que yo le traía su periódico. Tras las noticias, abría sus cuadernos de espiral, mojaba su pluma en un tintero y escribía hasta mediodía. A la una de la tarde se permitía una pequeña siesta, luego cogía un libro y se sumía en él hasta el anochecer.

Un día se metió en mi habitación.

—Tienes que leer a este autor. Se llama Malek Bennabi. No es que sea muy claro como persona, pero su mente sí lo es.

Dejó el libro sobre mi mesilla de noche y esperó a que yo mismo lo cogiera; así lo hice. Era un libro de un centenar de páginas titulado Las condiciones para el renacimiento argelino.

—No olvides lo que dice el Corán —me dijo antes de retirarse—: «Quien mata a una persona habrá matado a la humanidad entera».

No regresó a preguntarme si había leído el libro de Malek Bennabi, y menos aún lo que opinaba de él. Durante las comidas, sólo se dirigía a Germaine.

La casa iba recobrando un cierto equilibrio. No es que hubiera alegría, pero el simple hecho de ver a mi tío arreglándose la corbata ante el espejo del armario era, por sí solo, una maravilla. Esperábamos que cruzase el umbral de la puerta de la calle y que regresara al mundo de los vivos. Necesitaba reconciliarse con los ruidos de la calle, ir a un café o sentarse en un banco en un jardín público. Germaine abría expresamente de par en par las puertas vidriera. Soñaba con verlo ajustándose el fez, alisándose el chaleco por delante, echando una ojeada a su reloj de bolsillo y apresurándose a unirse a un grupo de amigos para ventilarse las ideas. Pero mi tío temía a la multitud. Sentía un temor mórbido por la promiscuidad y hasta le daba pánico cruzarse con gente al caminar. Sólo se sentía seguro en su casa.

Germaine estaba convencida de que su marido haría esfuerzos titánicos para reconstruirse a sí mismo.

Por desgracia, un domingo, al acabar de almorzar, mi tío dio de repente un puñetazo en la mesa y tiró de un manotazo platos y vasos, que se rompieron en el suelo. Temimos que hubiera tenido otro ataque al corazón; pero no era el caso. Mi tío se levantó volcando la silla tras él, retrocedió hasta la pared y, apuntándonos con el dedo, gritó:

—¡Nadie tiene derecho a juzgarme!

Germaine me miró, estupefacta.

—¿Le has dicho algo? —me preguntó.

—No.

Miró detenidamente a su marido como si fuera un extraño.

—Nadie te está juzgando, Mahi.

Mi tío no se dirigía a nosotros. Aunque nos dirigiera la mirada, no nos veía. Frunció el ceño como si despertara de un mal sueño, volvió a colocar la silla en su sitio, se sentó, se agarró la cabeza con ambas manos y se quedó así.

Por la noche, hacia las tres de la mañana, una bronca nos hizo saltar de la cama a Germaine y a mí. Mi tío se las estaba viendo con un intruso en su despacho, cerrado con llave por dentro. Bajé corriendo para ver si la puerta de la calle estaba abierta, si había alguien allí. La puerta estaba cerrada, y el pestillo, corrido. Subí de nuevo al piso superior. Germaine intentaba ver lo que ocurría en el despacho, pero la llave de la cerradura se lo impedía.

Mi tío estaba fuera de sí.

—No soy un cobarde —gritaba—. No he traicionado a nadie, ¿me entiendes? No me mires así. No te tolero esa risita. Yo no he denunciado a nadie, a nadie, a nadie.

La puerta del despacho se abrió. Mi tío salió, lívido de ira, babeando por la comisura de los labios. Nos empujó y fue directamente a su dormitorio sin fijarse en nosotros.

Germaine entró la primera en el despacho; luego yo. No había nadie.

Volví a ver a la señora Cazenave al principio del otoño. Llovía y Río estaba desangelado. Los cafés, ya retiradas las mesas de sus terrazas, parecían hogares para desocupados. La señora Cazenave seguía exhibiendo su etérea apostura, pero el corazón no me brincó dentro del pecho. ¿Estaría la lluvia templando las pasiones o la grisalla desmitificando los recuerdos? No intenté descubrirlo. Cambié de acera para no cruzarme con ella.

En Río Salado, que sólo vivía de su sol, el otoño era una temporada muerta. Las máscaras caían como las hojas de los árboles, y los amores adolecían de una tediosa pusilanimidad. Jean-Christophe pagó por ello. Me encontró en casa de Fabrice, donde esperábamos el regreso de Simon, que había ido a Orán. Se sentó sobre una banqueta en la veranda y siguió amuermándose.

Simon Benyamin regresó con las manos vacías de Orán, adonde había ido a poner a prueba sus dotes de cómico. Había leído en la prensa que buscaban a jóvenes humoristas y creyó ver la oportunidad de su vida. Se vistió de punta en blanco y, con el anuncio en el bolsillo, tomó el autocar hacia la gloria. Por la caída de sus labios, nos dimos cuenta de que las cosas no habían ido tal como deseaba.

—¿Y qué? —le soltó Fabrice.

Simon se dejó caer sobre una silla de mimbre y cruzó los brazos sobre su vientre, de un humor de perros.

—¿Qué ha ocurrido?

—Nada —replicó, tajante—. No ha ocurrido nada. Esos cabrones no me han dado la menor oportunidad. Sabía desde el principio que no era mi día. Me he tirado cuatro horas esperando entre bambalinas antes de subir al escenario. Primera sorpresa: la sala estaba requetevacía. Sólo había un abuelote sentado en primera fila y una arpía deshidratada a su lado, cual lechuza tras sus gafas con montura. Y un enorme proyector que me apuntaba directamente a la cara. Aquello parecía un interrogatorio. «Le toca a usted, señor Benyamin», me ha dicho el abuelote. Os juro que me parecía estar oyendo a mi tatarabuelo llamarme desde su tumba. Era gélido, impenetrable; a ese no lo emocionaba ni una capilla ardiente. Me ha interrumpido apenas he empezado. «¿Cuál es la diferencia entre un payaso y un bufón, señor Benjamín?», me ha escupido. «Pues te lo voy a decir yo. Un payaso da risa porque es patético y gracioso; un bufón da risa porque es ridículo». Tras lo cual ha hecho una señal para que pasaran al siguiente.

Fabrice se partía.

—He tardado dos horas en calmarme en los vestuarios. Si ese jodido abuelote llega a aparecer para excusarse, me lo como crudo. Había que verlos a los dos, en aquella inmensa sala vacía, con sus jetas terrosas.

A Jean-Christophe lo enfurecía vernos reír.

—¿Hay algún problema? —le preguntó Fabrice.

Jean-Christophe dobló la nuca y soltó con un suspiro:

—Empiezo a estar harto de Isabelle.

—¿Y ahora te enteras? —le dijo Simon—. Mira que te dije que esa no era chica para ti.

—El amor es ciego —respondió Fabrice con filosofía.

—Vuelve ciego —lo corrigió Simon.

—¿Va en serio? —pregunté a Jean-Christophe.

—¿Por qué? ¿Te sigue interesando? —Me lanzó una mirada extraña y añadió—: Entre vosotros dos siempre se mantuvo la llama, ¿verdad, Jonas? Pues ya estoy harto de esa tonta. Te la dejo.

—¿Quién te ha dicho que me interesa?

—Es a ti a quien quiere —gritó, dando un puñetazo en la mesa.

Se hizo el silencio en la sala. Fabrice y Simon nos miraron alternativamente. Jean-Christophe estaba muy enojado conmigo.

—¿Qué me estás contando? —le pregunté.

—La verdad. Cuando se entera de que estás por medio, no hay quien la controle. Te busca con la mirada y sólo se calma cuando te tiene localizado. ¡Si la hubieses visto en el último baile! Estaba colgada de mi brazo, luego llegaste y se puso a hacer tonterías para llamar tu atención. Estuve a punto de darle una bofetada para ponerla en su sitio.

—Puede que el amor vuelva ciego, Chris, pero los celos hacen alucinar —le dije.

—Es verdad que estoy celoso, pero no alucino.

—¡Ya está bien! —intervino Fabrice, que empezaba a oler a chamusquina—. A Isabelle le encanta manipular a la gente, Chris. Te está poniendo a prueba, eso es todo. Si no te quisiera, ya te habría largado.

—En cualquier caso, ya estoy harto. Si la que mi corazón ha elegido es capaz de mirarme por encima del hombro, lo mejor será que me quite de su vista. Además, con toda sinceridad, no creo quererla tanto.

Me sentía molesto. Era la primera vez que se producía este tipo de malestar entre nosotros. Para gran alivio mío, Jean-Christophe me apuntó con el dedo y me soltó:

—¡Pum! Te la he pegado bien, ¿eh? ¿A que te lo has tragado?

La broma no le hizo gracia a nadie. Estábamos convencidos de que Jean-Christophe iba en serio.

Al día siguiente, al subir la calle con Simon para ir a la plaza, vimos a Isabelle del brazo de Jean-Christophe. Iban al cine. No sé por qué, pero me oculté de inmediato en una puerta cochera para que no me vieran. A Simon le sorprendió mi reacción, pero me comprendió.