El mar estaba tan calmo que se podría haber caminado sobre él. Ni la menor ola chapoteaba sobre la arena, ni un escalofrío arrugaba la superficie del agua. Era un día entre semana y la playa pertenecía a nuestra pandilla. Fabrice dormitaba a mi lado, tumbado boca arriba, con una novela abierta sobre la cara. Jean-Christophe se contoneaba por la orilla en plan Narciso que se ahoga en un vaso. André y su primo José habían levantado su tienda y su barbacoa a un centenar de metros de donde nos encontrábamos; esperaban tranquilamente a unas amigas de Lourmel. Algunas familias se calentaban al sol como lagartos, dispersas a lo largo de la bahía. De no haber sido por las payasadas de Simon, aquello parecía una isla perdida.
Los rayos del sol caían a pique, como una colada de plomo. Por el cielo lustral revoloteaban unas gaviotas, ebrias de espacio y libertad. De cuando en cuando se lanzaban en picado sobre el agua, se perseguían en vuelo rasante y volvían a subir flechadas hasta confundirse con el tejido celeste. A lo lejos, un arrastrero regresaba a puerto con una bandada de aves tras su estela, señal de que había habido buena pesca.
Era un bonito día.
Una señora solitaria contemplaba el horizonte, sentada bajo una sombrilla. Llevaba una pamela con cinta roja y gafas de sol. El bañador blanco se amoldaba como una segunda piel a su cuerpo bronceado.
La cosa no habría pasado de ahí de no haber sido por aquella ráfaga de viento.
Si me hubiesen dicho que una simple ráfaga de viento podía cambiar el curso de mi vida, quizás habría intentado remediarlo. Pero, con diecisiete años, uno cree que va a poder con todo, sea lo que sea.
La brisa de mediodía acababa de manifestarse y, emboscada tras ella, la ráfaga aprovechó para abalanzarse sobre la playa. Levantó unos cuantos remolinos, llevándose de paso la sombrilla de la señora, a la que apenas dio tiempo a llevarse la mano a la pamela para que no saliera volando. La sombrilla pirueteó en el aire, rodó por la arena y dio una serie de vueltas de campana. Jean-Christophe intentó agarrarla sin éxito. De haberlo conseguido, mi vida habría seguido su curso. Pero la decisión del destino fue otra: la sombrilla se detuvo a mis pies y tendí la mano para recogerla.
La señora apreció el gesto. Se me quedó mirando mientras yo iba hacia ella con la sombrilla bajo el brazo, y se levantó para dirigirse a mí.
—Gracias —me dijo.
—De nada, señora.
Me arrodillé a sus pies, ensanché el agujero donde se encontraba la sombrilla antes de salir volando, lo ahondé con mis vigorosas manos, volví a clavar el palo y apisoné con los pies la arena alrededor por si se producía otra ráfaga de viento.
—Es usted demasiado amable, señor Jonas —me dijo—. Lo siento —añadió—, he oído a sus compañeros llamarlo así. —Se quitó las gafas; tenía unos ojos esplendorosos—. ¿Es usted de Tergapueblo?
—De Río Salado, señora.
Su intensa mirada me turbaba. Vi cómo mis compañeros reían solapadamente mientras me observaban. Debían de estar tomándome el pelo. Me apresuré a despedirme de la señora para reunirme con ellos.
—Estás colorado como un tomate —me pinchó Jean-Christophe.
—Haz el favor —le dije.
Simon, que había salido del agua, se estaba secando enérgicamente con una toalla, con una mueca picara en los labios. Esperó que me dejara caer sobre mi asiento para preguntarme:
—¿Qué quería de ti la señora Cazenave?
—¿La conoces?
—¡Y tanto! Su marido fue director de un penal en Guyana. Al parecer, desapareció en la selva durante una batida tras unos presidiarios en fuga. Como no volvió a dar señales de vida, ella ha regresado al hogar. Es amiga de mi tía, que opina que puede que el señor director se dejara tentar por una bella amazona con buen culo y se perdiera con ella.
—No me gustaría tener a tu tía por amiga.
Simon soltó una carcajada. Me tiró la toalla a la cara, se golpeó el pecho con los puños como un gorila y echó nuevamente a correr hacia el mar soltando un horrible grito de guerra.
—Está chiflado del todo —suspiró Fabrice al tiempo que se erguía sobre sus codos para mirar cómo se zambullía haciendo el payaso.
Las amiguitas de André llegaron a eso de las doce. La más joven debía de tener cuatro o cinco años más que el mayor de los dos. Besaron a los primos Sosa en las mejillas y se acomodaron en las sillas de tela que las esperaban. El factótum Jelloul andaba atareado alrededor de la barbacoa; había encendido el fuego y abanicaba las brasas mientras una nube de humo blanco se extendía sobre las dunas circundantes. José cogió una caja de entre un montón de sacos que había alrededor del palo mayor de la tienda, sacó unas cuantas ristras de merguez y las colocó sobre la parrilla. El olor a grasa quemada no tardó en expandirse por la playa.
Ignoro por qué me levanté y me dirigí hacia la tienda de campaña de André. Puede que sólo pretendiera que la señora se fijara en mí, volver a ver sus preciosos ojos. Ella dio la impresión de leerme el pensamiento. Cuando llegué a su altura, se quitó las gafas y tuve de repente la impresión de estar caminando sobre arenas movedizas.
La volví a ver a los pocos días por la avenida principal de Río. Salía de una tienda, con su sombrero blanco coronándole el bello rostro. La gente se daba la vuelta para mirarla; ella ni siquiera se fijaba en ellos. Refinada, de porte noble, no caminaba sino que apuntaba la cadencia del tiempo.
Yo estaba hipnotizado.
Me recordaba a esas heroínas misteriosas que llenaban con su carisma las salas de cine, tan creíbles que nuestra propia realidad nos resultaba ilusoria.
Estaba yo sentado en la terraza de un café de la plaza con Simon Benyamin. Pasó a nuestro lado sin vernos, y nos legó su perfume a modo de consuelo.
—¡Controla, Jonas! —me susurró Simon.
—¿Qué?
—Hay un espejo en el bar. Ve a echar una ojeada a la remolacha que tienes por cara. ¿No estarás enamorado de esa respetable madre?
—¿Qué me estás contando?
—Lo que veo. Estás a punto de que te dé un ataque.
Simon exageraba. No era amor; lo que sentía por la señora Cazenave era una profunda admiración. Pensaba en ella sin segundas intenciones.
Al final de la semana, se presentó en nuestra farmacia. Yo estaba atareado tras el mostrador, ayudando a Germaine a despachar los incontables pedidos que tenía desde que se produjo en el pueblo una epidemia gástrica. Al levantar la cabeza y descubrirla frente a mí, por poco me caigo de espaldas.
Esperaba que se quitara sus gafas de sol; se las dejó sobre su bonita nariz, y no supe si me estaba mirando al amparo de sus cristales opacos, o si me estaba ignorando.
Tendió una receta a Germaine. Con gesto gracioso, como si fuera a hacer un besamanos.
—Este preparado requiere tiempo —le explicó Germaine tras descifrar el garabato del médico sobre el papel—. Ahora mismo estoy un poco desbordada —añadió, señalando los paquetes amontonados sobre el mostrador.
—¿Cuándo lo tendrá?
—Con un poco de suerte, por la tarde. Pero no antes de las tres.
—No pasa nada, aunque no podré volver a buscarlo. He estado una temporada fuera y tengo limpieza general en casa. ¿Sería tan amable de mandarme el medicamento con un recadero? Le daré una propina.
—No es por dinero, ¿señora…?
—Cazenave.
—Encantada. ¿Vive lejos?
—Detrás del cementerio judío, la casa que está retranqueada en el camino del morabito.
—Ya sé dónde es. No hay ningún problema, señora Cazenave. Le entregaremos su medicamento esta tarde, entre las tres y las cuatro.
—Me viene perfecto.
Se retiró tras menear imperceptiblemente la cabeza en mi dirección.
No cabía de impaciencia mientras acechaba a Germaine trajinando tras la puerta oculta que daba a la rebotica que hacía de laboratorio. Las agujas del reloj de pared se negaban a avanzar; temía que cayera la noche antes de la hora de la liberación. Pero al final llegó como una bocanada de aire tras una apnea. Germaine salió de su laboratorio a las tres en punto, con un frasco envuelto en un trozo de papel. No le dio tiempo a entregármelo, aún menos a darme las instrucciones de uso; se lo arranqué de las manos y me subí a mi bicicleta.
Agarrado al manillar, con la camisa henchida por el viento, no pedaleaba, volaba. Rodeé el cementerio judío, atajé por un huerto y alcancé el camino del morabito a toda velocidad, sorteando los hoyos.
La casa de los Cazenave se hallaba sobre un terreno elevado, a trescientos metros del pueblo. Grande y pintada de blanco, dominaba la llanura, orientada hacia el sur. A su izquierda, la cuadra estaba desierta y algo deteriorada, pero la casa conservaba todo su empaque. Un corto repecho llevaba hasta ella desde la pista, bordeado por palmeras enanas. La verja de fundición se apoyaba en una tapia de piedras cuidadosamente talladas, medio encordelada por una parra varicosa. En el frontón abovedado y montado sobre dos columnas revestidas, había grabada una gran «C» y el año 1912, fecha del final de las obras de construcción.
Me bajé de la bici, la dejé junto a la entrada de la propiedad y empujé la verja, que chirrió con fuerza. No había nadie en el pequeño patio adornado con una fuente. Los jardines de alrededor estaban descuidados.
—Señora Cazenave —llamé.
Los postigos de las ventanas estaban cerrados, al igual que la puerta de madera que daba acceso a la vivienda. Esperé cerca de la fuente, a la sombra de una Diana de estuco, con el medicamento en la mano. Allí no había un alma. Sólo se oía el gemido de la brisa en la parra.
Al cabo de una larga espera, decidí llamar a la puerta. Mis golpes con el puño retumbaron en el interior de la casa como si esta fuera subterránea. Estaba claro que no había nadie, pero me negaba a admitirlo.
Volví a sentarme en el borde de la fuente, pendiente del menor crujido de la gravilla. Impaciente por verla surgir de la nada. Cuando empezaba a perder toda esperanza, escuché un «¡Hola!», a mi espalda.
Estaba detrás de mí, enfundada en un vestido blanco, con su sombrero de cinta roja levemente echado hacia atrás.
—Estaba abajo, en la huerta. Me gusta caminar entre el silencio de los árboles. ¿Lleva mucho tiempo aquí?
—No, no —mentí—, acabo de llegar.
—Al subir no lo he visto por la pista.
—Aquí tiene su medicamento, señora —le dije, tendiéndole el paquete.
Vaciló antes de cogerlo, como si hubiese olvidado su paso por nuestra farmacia, quitó con elegancia el envoltorio del frasco, lo destapó y olió su contenido, que daba la impresión de ser un producto cosmético.
—El bálsamo huele bien. Ojalá me alivie las agujetas. He encontrado tal desorden en la casa que me paso la mayor parte del día intentando devolverle su apariencia anterior.
—Si tiene cosas que cargar o reparar, me tiene a su disposición.
—Es usted adorable, señor Jonas.
Me señaló una silla de mimbre junto a una mesa, en la veranda, esperó que me sentara y ocupó el asiento frente al mío.
—Supongo que tendrá sed, con este calor —me dijo, señalándome una jarra llena de limonada.
Me sirvió un vaso grande y lo empujó despacio hacia mí. El movimiento de su brazo le produjo un gesto de dolor; se mordió el labio deliciosamente.
—¿Le duele, señora?
—He debido de levantar algo muy pesado.
Se quitó las gafas.
Sentí cómo se me licuaban las tripas.
—¿Qué edad tiene usted, señor Jonas? —me preguntó, clavando su mirada soberana en lo más hondo de mi ser.
—Diecisiete años, señora.
—Supongo que ya tendrá novia.
—No, señora.
—¿Cómo que «No, señora»? Con esa carita tan mona y esos ojos tan límpidos. Me niego a creer que no tiene todo un harén languideciendo por usted en este preciso instante.
Su perfume me embriagaba.
Se volvió a morder el labio y se llevó la mano al cuello.
—¿Sufre usted mucho, señora?
—Es una lata. —Me cogió la mano—. Tiene usted dedos de príncipe.
Me avergonzaba que notara el rubor que se estaba apoderando de mí.
—¿A qué piensa dedicarse en la vida, señor Jonas?
—Boticario, señora.
Meditó mi elección antes de asentir.
—Es un noble oficio.
Sintió una tercera punzada en el cuello y casi se dobló de dolor.
Se levantó. Con mucha dignidad.
—Si usted quiere, señora, puedo… puedo masajearle los hombros…
—Cuento con ello, señor Jonas.
No sé por qué, de repente, algo rompió la solemnidad del lugar. Pero sólo duró una fracción de segundo. Cuando sus ojos se posaron de nuevo sobre mí, todo volvió a la normalidad.
Permanecimos de pie a ambos lados de la mesa. El corazón me latía con tal fuerza que me pregunté si ella lo estaría oyendo. Se quitó el sombrero y su cabello cayó en cascada sobre sus hombros, dejándome casi petrificado.
—Venga conmigo, joven.
Empujó la puerta de su casa y me pidió que la siguiera a su interior. Una leve penumbra envolvía el vestíbulo. Tuve la impresión de estar reviviendo algo, de que el pasillo que tenía ante mí no me era ajeno. ¿Lo habría soñado, o era yo quien estaba perdiendo el hilo de la historia? La señora Cazenave caminaba delante. Por el espacio de un fulgor, la confundí con mi destino.
Subimos una escalera. Mis pies tropezaban con los escalones. Me agarré a la barandilla, pues ya sólo veía ante mí las ondulaciones de su cuerpo, majestuoso, hechizante, casi irreal de tan arrebatadora gracia. Cuando alcanzó el rellano, pasó ante la deslumbradora claridad de un tragaluz; fue como si se le desintegrara el vestido, mostrándome hasta en sus menores detalles la perfecta configuración de su silueta.
Se volvió de repente y me pilló conmocionado. Se percató de inmediato de que no estaba en condiciones de seguirla más, de que las piernas me flaqueaban de tanto vértigo, de que era como un jilguero atrapado en una trampa. Su sonrisa me remató. Se acercó a mí con paso leve, aéreo; me dijo algo que no oí. La sangre me golpeaba las sienes, impidiéndome recobrar el sentido. «¿Qué le ocurre, señor Jonas?». Su mano me cogió la barbilla, me levantó la cabeza… «¿Se encuentra bien?». El eco de su voz se perdió en el barullo de mis sienes… «¿Soy yo quien lo pone así?». Quizá no fuera ella la que me hablaba así. Quizá fuera yo, aunque no reconociera mi voz. Sus dedos recorrieron mi cara. Sentí la pared contra mi espalda cual muralla cortándome la retirada. «¿Señor Jonas?». Sus ojos me envolvieron, me escamotearon como por ensalmo. Me diluí en su mirada. Su aliento revoloteó alrededor de mi jadeo, lo aspiró; ya se fusionaban nuestros rostros. Cuando sus labios rozaron los míos, creí romperme en mil pedazos; era como si me estuviese borrando para reinventarme con la punta de sus dedos. No era todavía un beso, apenas una caricia, furtiva, cautelosa, puede que tanteando el terreno. Retrocedió; para mí fue como una ola que, al retirarse, desvelara mi desnudez y mi emoción. Su boca regresó, más segura, más invasiva; ninguna fuente me hubiera saciado la sed de ese modo. Mi boca se entregó a la suya, se fundió en la suya, se hizo a su vez agua, y la señora Cazenave me apuró hasta las heces, de un trago que no acababa nunca. Yo tenía la cabeza en una nube y los pies sobre una alfombra voladora. Espantado ante tamaña dicha, puede que intentara sustraerme a su dominio, pues su mano me retuvo con firmeza por la nuca. Entonces la dejé hacer. Sin oponer la menor resistencia. Encantado de haber caído en la trampa, febril y consentidor, y, pasmado ante mi rendición, me hice uno con la lengua que estaba absorbiendo la mía. Me desabrochó la camisa con una ternura infinita, la dejó caer en alguna parte. Yo ya sólo respiraba por su aliento, sólo vivía a través de su pulso. Tenía la vaga sensación de que me estaban deshojando, de que me metían en una habitación, me tumbaban sobre una cama profunda como un río. Mil dedos se dispersaron por mi carne como otros tantos fuegos artificiales; yo era la fiesta, era la alegría, era el éxtasis en su más absoluta ebriedad; me sentía morir y renacer a la vez.
—A ver si vuelves a este mundo —me reprendió Germaine en la cocina—. Te has cargado la mitad de mi vajilla en dos días.
Me di cuenta de que el plato que estaba lavando en el fregadero se había escapado de mis manos y roto a mis pies.
—Estás demasiado distraído.
—Lo siento.
Germaine se me quedó mirando con curiosidad, se secó las manos en su delantal y me las puso sobre los hombros.
—¿Qué te ocurre?
—Nada. Se me ha escapado.
—Sí. El problema es que no paras.
—¡Germaine! —gritó mi tío desde su habitación.
Salvado por chiripa. Germaine se olvidó de mí de inmediato y salió disparada hacia la habitación del final del pasillo.
No me reconocía a mí mismo. Desde mi aventura con la señora Cazenave, no daba pie con bola; erraba por los meandros de una euforia que se negaba a amainar. Había sido mi primera experiencia como hombre, mi primer descubrimiento íntimo, y eso me tenía extasiado. Apenas me encontraba a solas un segundo, me asaltaba el exquisito tormento del deseo. El cuerpo se me arqueaba; sentía los dedos de la señora Cazenave corretear por mi carne, sus caricias como mordiscos redentores sustituir a mis fibras, mudarse en estremecimientos, convertirse en la sangre que latía en mis sienes. Al cerrar los ojos, percibía hasta su jadeo, y mi universo se llenaba con su embriagador aliento. Por la noche, me resultaba imposible conciliar el sueño. Mi cama repleta de platónicos retozos me tenía en trance hasta la mañana.
Para Simon, me había vuelto aburrido. Sus ocurrencias no me hacían gracia. Al contrario que Jean-Christophe y Fabrice, que se partían de risa con cada chiste suyo, yo permanecía impávido. Los veía desternillarse y no me enteraba de nada. ¿Cuántas veces agitaría Simon la mano delante de mis ojos para comprobar si seguía en este mundo? Me despejaba un momento y volvía a caer en una especie de catalepsia en la que de repente los ruidos a mi alrededor se difuminaban.
Ya fuera en la colina, al pie del secular olivo o en la playa, yo no era más que una ausencia entre mis compañeros.
Esperé dos semanas antes de echarle valor y regresar a la gran casa blanca, camino del morabito. Era tarde, el sol estaba de retirada. Dejé mi bicicleta contra la verja y entré en el patio. Ahí estaba ella, acuclillada ante un árbol, con unas tijeras de jardinero, adecentando su jardín.
—Señor Jonas —dijo al tiempo que se levantaba.
Dejó las tijeras sobre un montón de piedras y se sacudió las manos para quitarles el polvo. Llevaba el mismo sombrero con cinta roja y el mismo vestido blanco que, con la luz crepuscular, destacaba con generosa fidelidad los hechizantes contornos de su silueta.
Nos miramos sin decir nada.
Era tan opresivo el silencio que las cigarras me agrietaban las sienes con sus chirridos.
—Buenas tardes, señora.
Sonrió con sus ojos más anchos que el horizonte.
—¿Qué puedo hacer por usted, señor Jonas?
Algo en su voz me hizo temer lo peor.
—Pasaba por aquí —mentí—. Me apetecía saludarla.
—Muy amable.
Su laconismo me dejó atónito.
Me miraba con fijeza. Como si me tocara justificar mi presencia en aquel lugar. No parecía hacerle gracia mi intrusión. Era como si la estuviese molestando.
—¿No necesita usted…? Me dije que… Bueno, que si hay algo que pueda arreglar o mover de sitio…
—Para eso están los criados.
Sin coartada, ridículo, me arrepentí de mi iniciativa. ¿No estaría metiendo del todo la pata?
Se acercó a mí, se detuvo a mi altura y, sin abandonar su sonrisa, me aplastó con la mirada.
—Señor Jonas, no se puede presentar uno en casa de la gente así porque sí.
—Pensé…
Me puso un dedo en la boca para interrumpirme.
—Hay que pensar bien las cosas.
Mi incomodidad derivó en oscuro enojo. ¿Por qué me trataba así? ¿Cómo podía pretender que no había pasado nada entre nosotros? Sabía muy bien por qué había venido a verla.
Como si me estuviera leyendo el pensamiento, me dijo:
—Ya lo avisaré cuando lo necesite. Hay que dejar que las cosas ocurran por sí solas, ¿lo entiende? Las prisas lo estropean todo.
Su dedo siguió con delicadeza la línea de mis labios, los separó y se deslizó entre mis dientes. Se detuvo en la punta de mi lengua, luego se retiró suavemente y volvió a presionarme la boca.
—Hay algo que debe usted saber, Jonas: las mujeres hacen estas cosas con la cabeza. Sólo están listas cuando todo está en orden en su mente. Son dueñas de sus emociones.
Me miraba de hito en hito, inflexible y soberana. Tenía la impresión de no ser para ella sino el fruto de su imaginación, un objeto entre sus manos, un cachorro al que iba a poner patas arriba para acariciarle el vientre con la punta del dedo. No pretendía andarme con prisas, ni echar a perder mi oportunidad de pasar por su cabeza. Cuando retiró su mano, comprendí que era el momento de irme… y de esperar que me hiciera una señal.
No me acompañó hasta la verja.
Estuve semanas esperando. El verano de 1944 estaba acabando, y ni la menor señal. La señora Cazenave no bajaba siquiera al pueblo. Cuando Jean-Christophe nos reunía en lo alto de la colina, mientras Fabrice nos leía sus poemas, no dejaba de mirar el caserón blanco en el camino del morabito. A veces me parecía verla atareada en el patio, reconocer su vestido blanco entre las reverberaciones de la llanura. Por la noche, ya en casa, salía al balcón y me ponía a escuchar el aullido de los chacales con la esperanza de acallar el silencio de ella.
La señora Scamaroni llevaba con regularidad a nuestra pandilla a Orán, al bulevar de los Cazadores, a pesar de lo cual no recordaba ni las películas que había visto ni a las chicas que había conocido allí. Simon ya estaba harto de verme siempre despistado. Un día, en la playa, me echó un cubo de agua en el traje por ver si espabilaba. De no ser por Jean-Christophe, la broma habría acabado en bronca.
Molesto con mi irascibilidad, Fabrice se presentó en casa para enterarse de qué era lo que no iba bien. No obtuvo respuesta.
Al final, exasperado por tanta espera, un domingo a mediodía cogí mi bicicleta y fui directamente al caserón blanco. La señora Cazenave había contratado a un viejo jardinero y a una sirvienta, a los que sorprendí almorzando bajo un algarrobo. Esperé en el patio con la bicicleta pegada a mí. Temblando de pies a cabeza. La señora Cazenave se sobresaltó imperceptiblemente al encontrarme junto a la fuente. Buscó con la mirada a sus dos empleados, los vio en la otra punta del jardín y se volvió hacia mí. Se me quedó mirando en silencio. La sentí irritada tras su sonrisa.
—No he podido —le confesé.
Bajó la pequeña escalinata y caminó tranquilamente hacia mí.
—Pues hay que poder —me dijo con firmeza.
Me pidió que la siguiera hasta la verja de entrada. Y allí, sin cortarse en absoluto, como si estuviésemos solos en el mundo, me agarró por la nuca y me besó con fuerza en los labios. La voracidad de su beso fue tal que vi en ello algo definitivo, como una despedida irrevocable.
—Usted ha soñado, Jonas —me dijo—. Sólo fue un sueño de adolescente. —Aflojó los dedos y retrocedió—. Nunca ha habido nada entre nosotros… Ni siquiera este beso. —Sus ojos me acosaban—: ¿Me entiende usted?
—Sí, señora —me oí farfullarle.
—Bien. —Me dio una palmada en la mejilla, repentinamente maternal—: Ya sabía yo que era usted un buen chico.
Debí esperar a la noche para regresar a mi casa.