9

Nos llamaban las puntas de la horquilla.

Éramos inseparables.

Estaba Jean-Christophe Lamy, ya un gigante con dieciséis años. Como era el mayor, era el jefe. Rubio como una paca de heno, con esa sonrisa de ligón empedernido, la mayoría de las chicas de Río Salado fantaseaban con él. Pero desde que Isabelle Rucillio accedió a aceptarlo provisionalmente como «novio», se comportaba.

Estaba Fabrice Scamaroni, dos meses menor que yo, un chaval sublime, que tenía el corazón en la mano y la cabeza en las nubes; ambicionaba convertirse en novelista. Su madre, una joven viuda un tanto informal, poseía boutiques en Río y en Orán. Vivía su vida como le parecía y era la única mujer de la comarca que conducía un coche. Las malas lenguas se ensañaban con ella a más no poder; a la señora Scamaroni le importaba un bledo. Era guapa. Rica. Independiente. ¿Qué más podía pedir? En verano, nos apretujaba a los cuatro en el asiento trasero de su cochazo de seis cilindros y quince caballos y nos llevaba a la playa de Terga. Después de bañarnos, improvisaba una barbacoa y nos atiborraba de aceitunas negras, de pinchitos de cordero y de sardinas al espeto.

Y luego estaba Simon Benyamin, judío autóctono, como yo de quince años; paticorto, tripudo, incluso regordete, y más malo que la tiña. Era un gracioso, algo desengañado tras sus fracasos amorosos, pero afectuoso cuando se dignaba serlo. Soñaba con dedicarse al teatro o al cine. Su familia no estaba muy bien vista en Río. Su padre tenía mal fario: negocio que montaba, negocio que se estrellaba, de modo que debía dinero a todo el mundo, incluso a los temporeros.

Simon y yo íbamos casi siempre juntos. Vivíamos a un tiro de piedra el uno del otro, y pasaba a diario a recogerme antes de reunimos con Jean-Christophe en la colina. Esta era nuestro cuartel. Nos gustaba citarnos debajo del olivo centenario que remataba su cumbre y ver cómo Río espejeaba por el calor a nuestros pies. Fabrice era el último en unirse a nosotros, con un capacho lleno de bocadillos de salchichón kasher, de guindillas a la vinagreta y de fruta de temporada. Allí nos quedábamos hasta avanzada la noche, ideando proyectos improbables y escuchando a Jean-Christophe contarnos con todo detalle las faenas que no paraba de hacerle Isabelle Rucillio. En cuanto a Fabrice, nos embriagaba con sus poemas y su prosa diarreica, alineando vocablos que era el único capaz de encontrar en el diccionario.

A veces, según nos daba, tolerábamos la intrusión de otros camaradas, especialmente los primos Sosa: José, el pariente pobre del clan, que compartía un cuarto de criada con su madre y que se alimentaba a todas horas de gazpacho, y André, llamado Dédé, digno hijo de su padre, el inflexible Jaime Jiménez Sosa, propietario de una de las granjas más importantes del país. André era el típico tirano, muy duro con sus empleados aunque cariñoso con los amigos. Como niño mimado que era, soltaba a menudo burradas cuyo alcance no medía. Nunca se lo tuve en cuenta, a pesar de las palabras hirientes que soltaba contra los árabes. Conmigo era más bien comedido. Me invitaba a su casa tantas veces como a sus demás amigos, sin hacer distinciones, aunque no se cortaba al meterse con los árabes en mi presencia, como si fuera algo normal. Su padre hacía y deshacía en su feudo, donde tenía agrupadas, como si fuera ganado, a las incontables familias musulmanas que apencaban por él. Con el casco colonial ajustado a la cabeza, la fusta golpeando la caña de la bota de montar, Jaime Jiménez Sosa, cuarta generación del apellido, era el primero en levantarse y el último en acostarse; hacía trabajar a sus «esclavos» hasta la inanición, y ¡ay del que fingiera! La veneración que profesaba a sus viñedos era absoluta y consideraba toda intrusión en sus propiedades como una profanación. Se decía que mató a una cabra que se había atrevido a mordisquear sus cepas, y que disparó contra la atolondrada pastora que intentaba recuperarla.

Así eran aquellos tiempos.

En lo que a mí se refería, el destino seguía su curso. Me iba haciendo hombre: había crecido unos treinta centímetros y empezaba a notar una cierta pelusa bajo mi lengua cuando me relamía.

El verano de 1942 nos pilló en la playa, tostándonos al sol. El mar estaba espléndido y el horizonte tan claro que podían verse las islas Habibas. Fabrice y yo estábamos cómodamente tumbados bajo la sombrilla mientras que Simon, orgulloso de su grotesco short, divertía a los allí presentes zambulléndose a lo loco en el agua. Esperaba que así se fijara en él alguna chica, pero sus gritos de apache espantaban a los críos e irritaban a las señoras mayores tendidas sobre sus tumbonas. En cuanto a Jean-Christophe, iba y venía por la playa contoneándose, metiendo la tripa y sacando pecho, las manos en la cadera para destacar la «V» de su espalda. Cerca de nosotros, los primos Sosa habían plantado una tienda. A André le encantaba exhibirse. Cuando los demás traían sillas plegables, él se traía una tienda de campaña; si los demás hacían lo mismo, él montaba un caravasar. A sus dieciocho años, disponía de dos coches, uno de ellos descapotable, con el que le gustaba vacilar en Orán, eso cuando no atravesaba Río haciendo rugir el motor en plena hora de la siesta. Aquel día, no tuvo otra ocurrencia que maltratar a Jelloul, su factótum. Lo mandó tres veces al pueblo bajo un sol de castigo. La primera para que le comprara cigarrillos; la segunda, cerillas; la tercera porque el señorito había pedido Bastos y no la marca La Pava. Había un trecho hasta el pueblo. El pobre Jelloul se estaba derritiendo como un cubito de hielo.

Fabrice y yo seguimos todo aquel tejemaneje desde el principio. André intuía que su manera de tratar a su sirviente nos molestaba y se regodeaba fastidiándonos. Apenas regresó Jelloul, lo mandó por cuarta vez al pueblo para que le trajera un abrelatas. El factótum, un adolescente enclenque, se dio estoicamente la vuelta y volvió a subir la cuesta incandescente a aquella hora de la tarde.

—Dale un respiro, Dédé —protestó su primo José.

—Es la única manera de tenerlo despierto —contestó André, cruzando las manos detrás de la nuca—. Si le das cuartel un rato, lo tendrás roncando al minuto.

—Estamos al menos a 37 grados —intervino Fabrice—. El pobre diablo es de carne y hueso como tú y yo. Va a pillar una insolación.

José se levantó y se dispuso a llamar a Jelloul. André lo agarró por la muñeca y lo obligó a sentarse.

—No te metas, José. Tú no tienes sirvientes y no sabes de qué va esto. Los árabes son como los pulpos: hay que apalearlos para ablandarlos. —Al caer en la cuenta de que yo era uno de ellos, rectificó—. Bueno… algunos árabes.

Y percatándose de la intolerable abyección de sus palabras, dio un bote y corrió a zambullirse en el mar.

Nos quedamos mirando cómo nadaba, dejando una estela de revoltosa espuma tras de sí. En la tienda todos se sentían molestos. A José le costaba contener su indignación; su mandíbula rumiaba con furia. Fabrice cerró el libro que estaba leyendo y me miró con severidad.

—Debiste cerrarle el pico, Jonas.

—¿A santo de qué? —pregunté con cara de asco.

—De los árabes. Sus palabras me resultan inadmisibles y esperaba que lo pusieras en su sitio.

—Él ya está en su sitio, Fabrice. Soy yo quien ignoro cuál es el mío.

Tras lo cual recogí mi toalla y fui hasta la carretera, donde apunté el pulgar hacia Río. Fabrice acudió detrás de mí. Intentó disuadirme de que regresara tan temprano. Yo estaba asqueado, y la playa me pareció de repente tan inhóspita como una isla salvaje. Fue en aquel momento cuando un avión cuatrimotor dio al traste con la tranquilidad de los bañistas al rozar la colina. Le salía humo por un costado.

—Está ardiendo —gritó José con espanto—. Se va a estrellar…

El avión siniestrado desapareció tras las cumbres. Todo el mundo permanecía de pie en la playa, haciendo visera con la mano. Esperaban una deflagración, o una nube de fuego que indicara dónde había caído. Nada. El avión prosiguió su deriva con los motores traqueando, pero no se estrelló, para alivio general.

¿Sería un mal presagio?

A los pocos meses, el 7 de noviembre, cuando ya atardecía en la playa solitaria, del horizonte emergieron unas sombras monstruosas. Acababa de iniciarse el desembarco en las costas oranesas.

—Sólo han pegado tres disparos —tronaba Pepe Rucillio de pie en la plaza municipal, y eso que apenas se dejaba ver en público—. ¿Adónde ha ido a parar nuestro valiente ejército?

En Río Salado, la noticia del desembarco cayó como el granizo sobre los viñedos. Todos los hombres del pueblo se habían citado en la escalinata del ayuntamiento. En los rostros se apreciaba incredulidad y cólera. Los más asustados estaban sentados en el bordillo de la acera y daban palmadas de desesperación. El alcalde había regresado a la carrera a su despacho, y sus colaboradores más cercanos aseguraban que estaba en contacto telefónico permanente con las autoridades militares de la guarnición de Orán.

—Los norteamericanos nos han tomado el pelo —soltó airado el ricachón de la comarca—. Mientras nuestros soldados esperaban en los búnkeres, los barcos enemigos rodearon nuestras líneas de defensa por la montaña de los Leones y desembarcaron en las playas de Arzew sin dificultad. Luego se abrieron paso hasta Tlélat sin toparse con bicho viviente, y de ahí fueron directamente a Orán desde el interior. Los norteamericanos estaban desfilando por el bulevar Mascara mientras los nuestros los seguían acechando desde los acantilados. ¡Y ni la menor escaramuza! El enemigo ha entrado en Orán como Pedro por su casa… ¿Y ahora qué va a ser de nosotros?

Las noticias y comentarios se fueron confirmando y desmintiendo a velocidad de vértigo a lo largo del día. La noche cayó sin que nadie se percatara de ello, y muchos no regresaron a sus hogares hasta el amanecer, desnortados. Algunos hasta juraron haber oído tanques rugiendo entre los viñedos.

—¿Cómo se te ha ocurrido permanecer en la calle hasta esas horas? —me sermoneó Germaine al tiempo que me abría la puerta—. Estaba muy preocupada. ¿Dónde te habías metido? El país está asolado, y tú callejeando.

Mi tío había salido de su habitación. Estaba en el salón sentado en un sillón, y no sabía qué hacer con sus dedos.

—¿Es cierto que han desembarcado los alemanes? —me preguntó.

—Los alemanes no, los norteamericanos…

Frunció el ceño.

—¿Por qué los norteamericanos? ¿Qué se les ha perdido aquí?

Se levantó de un bote, encogió la nariz con un desprecio inconmensurable y dijo a voz en grito:

—Me voy a mi habitación. Cuando estén aquí, decidles que no los quiero ver y que por mí le pueden pegar fuego a la casa.

Nadie vino a pegar fuego a nuestra casa, y ninguna incursión aérea perturbó la quietud de nuestros campos. Sólo en una ocasión fueron vistos en Bouhdjar, un pueblo vecino, dos motoristas que se habían equivocado de carretera. Regresaron por el mismo camino tras haber dado unas vueltas. Algunos hablaron de soldados alemanes, otros de patrulla americana; como ni un solo especulador había visto de cerca ambos ejércitos enemigos, se dio por cerrado el asunto y cada cual regresó a su tarea.

André Sosa fue el primero en ir a Orán.

Regresó completamente trastornado.

—Esos norteamericanos lo compran todo —declaró—. Haya o no guerra, se comportan como turistas. Están en todas partes: en los bares, en los prostíbulos, en los barrios judíos y hasta en el Village nègre, a pesar de la prohibición de sus superiores. Les interesa todo: alfombras, esterillas, chechias, albornoces, telas pintadas, y sin regateos. He visto a uno soltar la pasta para sacarle a un veterano del ejército colonial una vieja bayoneta oxidada de la Primera Guerra Mundial.

Se sacó, a modo de argumento, un billete del bolsillo trasero de su pantalón y lo extendió sobre la mesa.

—Fijaos cómo tratan su moneda. Es un billete de cien dólares. ¿Habéis visto alguna vez un billete francés tan garabateado? Son firmas. Es una tontería, pero también el pasatiempo favorito de estos americanos. Lo llaman Short Snorter. Puedes añadir billetes de países distintos. Algunos tienen fajos enteros de billetes así. No para enriquecerse sino sólo para coleccionarlos. ¿Veis estos dos autógrafos? Son de Laurel y Hardy. Os juro que es verdad. Y este es de Errol Flynn, nuestro Zorro planetario… Joe me lo regaló a cambio de una caja de vinos de los nuestros.

Recogió su billete, se lo volvió a meter en el bolsillo y, frotándose las manos, prometió regresar a Orán antes del fin de semana para hacer negocios con los militares norteamericanos.

Cuando la desconfianza se redujo y se vio que los norteamericanos no habían venido como conquistadores sino como salvadores, otra gente de Río fue a Orán para ver cómo iba la cosa. Los últimos focos de tensión se fueron aplacando y cada vez había menos vigilancia en torno a las granjas y las casas.

André estaba sobreexcitado. Cogía a diario el coche y ponía rumbo a nuevos trueques. Después de cada gira por los restaurantes de oficiales, regresaba con su botín para impresionarnos. También nosotros teníamos que ir a Orán para comprobar con nuestros ojos la veracidad de los chismes que corrían por el pueblo sobre esos famosos yanquis. Jean-Christophe insistió ante Fabrice, y este ante su madre para que nos llevara a Orán. La señora Scamaroni se resistió pero acabó cediendo.

Salimos al amanecer. El sol apenas empezaba a despuntar cuando llegamos a Misserghine. Junto a la carretera surcada por jeeps nerviosos, unos soldados desaliñados se aseaban en pleno campo, con el pecho descubierto y cantando a voz en grito; había camiones averiados en el arcén, con el capó levantado, rodeados por mecánicos indolentes; unos convoyes esperaban a las puertas de la ciudad. Orán había cambiado. El fervor guerrero que se había apoderado de sus barrios le daba una apariencia de ferial. André no había exagerado; los norteamericanos pululaban por doquier, tanto en los bulevares como en las zonas de obras, paseando sus half-tracks entre dromedarios y carretas, desplegando sus unidades cerca de los aduares de nómadas, saturando la atmósfera de polvo y barullo. Sus oficiales, relajados a bordo de sus minúsculos jeeps, se abrían paso entre el gentío a bocinazo limpio. Otros, maqueados como dioses, se solazaban en las terrazas en buena compañía mientras un fonógrafo difundía música de Dina Shore. Orán estaba en la onda americana. El Tío Sam no se había limitado a desembarcar sus tropas, también se había traído su cultura: paquetes de raciones con leche concentrada, barras de chocolate y carne en conserva; chicles, Coca-Cola, caramelos Kindy, queso rojo, tabaco rubio, pan de molde. Los bares se iniciaban en la música yankee, y los yaouled, niños limpiabotas reconvertidos en vendedores de prensa, corrían de la plaza pública a la parada de tranvía voceando Stars and Stripes en un idioma indescifrable. Sobre las aceras crujían, hojeadas por el viento, revistas y semanarios como Esquire, New Yorker y Life. Los aficionados al cine de Hollywood ya habían empezado a identificarse con sus actores fetiches adoptando sus maneras y torciendo la boca a un lado; y los comerciantes, a mentir sin rubor en inglés sobre los precios…

De repente, Río Salado nos pareció insignificante. Orán acababa de hacerse con nuestra alma. Su ajetreo vibraba en nuestras venas, su desparpajo nos revigorizaba. Nos sentíamos ebrios, literalmente embalados por la vitalidad de las avenidas, con sus negocios rutilantes y sus bares abarrotados. Las calesas, los coches, los tranvías que caracoleaban hacia todas partes nos aturdían, y las chicas de hechizante zancada, descaradas sin ser frívolas, revoloteaban a nuestro alrededor como si fueran huríes.

No era cosa de regresar a Río aquella noche. La señora Scamaroni volvería sola al pueblo. Nos dejó las llaves de un cuarto encima de una de sus tiendas, en el bulevar de los Cazadores, y nos hizo jurar que no cometeríamos tonterías durante su ausencia. Tomamos la ciudad por asalto apenas su coche desapareció a la vuelta de la esquina. Tomamos la plaza de Armas, con su teatro de estilo rococó y su ayuntamiento flanqueado por dos leones de bronce hieráticos y colosales; el paseo del Estanque; la plaza de la Bastilla; el pasaje Clauzel, donde se citaban los amores en ciernes; los quioscos de helados donde servían las limonadas más refrescantes del mundo; los cines fastuosos y los grandes almacenes Darmon… Orán lo tenía todo: encanto y audacia. Se lo pasaba en grande, convirtiendo una ocurrencia en un clamor y una curda en un motivo de alborozo. Generosa y espontánea, no se le habría ocurrido tener un motivo de alegría y no compartirlo. Orán detestaba todo lo que no la divertía. Los semblantes descompuestos ofendían su orgullo, los aguafiestas le chafaban el humor; no soportaba que una nube le restara campechanía. Ambicionaba buenaventura en cada esquina y kermés en cada explanada, y el himno a la vida florecía hasta donde llegaba su voz. Para ella, la jovialidad era cosa de mentalidad, una regla fundamental, la condición sin la cual todo en este mundo se echaría a perder. Bella, coqueta, consciente de la fascinación que ejercía en los extranjeros, se iba aburguesando a hurtadillas, sin aspavientos, convencida de que ninguna borrasca —ni siquiera la guerra que la estaba salpicando— sería capaz de frenar su desarrollo. Nacida de una necesidad de seducir, Orán era ante todo el faroleo. La llamaban «la ciudad americana», y es que se acoplaba a todas las fantasías que le echaran. Erguida sobre su acantilado, miraba el mar con fingida languidez, al igual que una bella cautiva acechando desde su torre a su príncipe encantado. Y eso que Orán no creía demasiado en el mar ni en los príncipes encantados. Miraba el mar sólo para mantenerlo a distancia. Llevaba en sí la felicidad y todo le salía bien.

Nos tenía hechizados.

—¡Eh, catetos! —nos gritó André Sosa.

Estaba sentado en la terraza de una heladería con un soldado norteamericano. Por sus gestos exagerados nos dimos cuenta de que pretendía impresionarnos. Iba de guapo, con el pelo peinado hacia atrás y pegado a las sienes por una gruesa capa de brillantina, los zapatos recién cepillados y las gafas de sol cubriéndole media cara.

—Uníos a nosotros —nos dijo, levantándose para traer más sillas—. Aquí hacen el mejor chocolate malteado y los caracoles con salsa picante más deliciosos.

El soldado se movió para hacernos sitio y se dejó rodear confiadamente.

—Es mi amigo Joe —dijo André, encantado de presentarnos a su yanqui, al que iba exhibiendo por todas partes como si fuera una pieza de museo—. Nuestro primo de América. Viene de un poblacho muy parecido al nuestro. Salt Lake City, que significa Lago Salado. Como nosotros, Salt River, Río Salado.

Y echó la cabeza hacia atrás forzando una risotada, en exceso complacido por su «descubrimiento».

—¿Habla francés? —le preguntó Jean-Christophe.

—Vagamente. Joe dice que su bisabuela era una francesa de la Alta Saboya, pero nunca ha practicado nuestra lengua. Ha aprendido de oídas desde que está en el norte de África. Joe es cabo. Ha estado en todos los frentes.

Joe asentía con la cabeza para subrayar las palabras entusiásticas de su amigo, divertido por el meneo admirativo de nuestras cejas. Nos dio la mano a los cuatro a la vez que André nos presentaba como sus mejores amigos, además de los sementales más guapos de Salt River. A pesar de sus treinta años y de las secuelas de las batallas, Joe conservaba un rostro juvenil con labios y pómulos demasiado finos para un grandullón como él. Su mirada vivaz, aunque de escasa agudeza, le daba un aspecto de simplón cuando sonreía de oreja a oreja; y sonreía cada vez que lo miraban.

—Joe tiene un problema —nos anunció André.

—¿Ha desertado? —preguntó Fabrice.

—Joe no es un cagón. Lo suyo es dar leña, lo que le pasa es que lleva seis meses sin echar un polvo y tiene los testículos tan llenos de leche que le cuesta dar un paso.

—¿Por qué? —preguntó Simon—. ¿Ya no les reparten jabón en el regimiento?

—No es eso —dijo André dando una cordial palmada a la muñeca del cabo—. Lo que quiere Joe es una auténtica cama, con lámparas rojas a ambos lados de la cama y una hembra rellenita que sepa decirle guarradas al oído.

Soltamos una carcajada, y Joe hizo otro tanto mientras asentía reiteradamente con la cabeza. La risa le dividía la cara en dos.

—Así que he decidido llevarlo a un picadero —declaró André, abriendo los brazos en señal de generosidad extrema.

—No te dejarán entrar —le advirtió Jean-Christophe.

—¿Quién se va a atrever a impedir que André Jiménez Sosa vaya adonde quiera? En el Camelia poco les faltó para recibirme con alfombra roja. La encargada es una amiga. La he untado tanto que se derrite como la mantequilla cada vez que me ve. Voy a llevar allí a mi amigo Joe, y vamos a pastar en los toisones de oro hasta hartarnos, ¿verdad, Joe?

—¡Yeah! ¡Yeah! —dijo Joe, retorciendo su gorra entre sus manos rechonchas.

—Me encantaría ir con vosotros —se envalentonó Jean-Christophe—. Todavía no he metido mano en serio a ninguna mujer. ¿Crees que podrás arreglarlo?

—¿Estás chalado? —se asombró Simon—. ¿Serías capaz de ir a uno de esos revolcaderos, con la cochinada de enfermedades que tienen esas mujeres?

—Estoy de acuerdo con Simon —intervino Fabrice—. Ese no es sitio para nosotros. Además, hemos prometido a mi madre portarnos bien.

Jean-Christophe se encogió de hombros. Se inclinó hacia André y le susurró algo al oído. Este arrugó la nariz esbozando una altiva mueca y le dijo:

—Yo te meto hasta en el infierno, si es lo que te apetece.

Jean-Christophe se volvió hacia mí, ya aliviado y con entusiasmo.

—¿Te apuntarías, Jonas?

—¡Por supuesto!

Fui el primero en sorprenderme de mi espontaneidad.

La zona de prostíbulos de Orán estaba detrás del teatro, en la calle del Acueducto, una calleja de mala muerte a la que se accedía por dos escaleras que apestaban a orina y en las que se acomodaban los borrachos. Apenas metido en la «boca del lobo», me sentí a disgusto y tuve que violentarme para no dar media vuelta. Joe y André iban embalados, locos por llegar. Jean-Christophe les pisaba los talones, estaba cohibido y la desenvoltura que exhibía no resultaba convincente. Se volvía de cuando en cuando para soltarme un guiño medio engallado que yo devolvía con una sonrisa crispada, pero cada vez que nos cruzábamos con un fulano sospechoso, nos echábamos a un lado, prestos a salir por piernas. Los burdeles se alineaban en una misma acera, uno tras otro, detrás de cocheras pintarrajeadas con colores chillones. Había gente en la calle del Acueducto: soldados, marineros, árabes furtivos temerosos de ser reconocidos por allegados o vecinos, chavales descalzos de mirada huidiza, a la caza de la comisión, americanos y senegaleses, chulos de mirada intensa paciendo su rebaño, la navaja de muelle oculta tras el cinturón, soldados de las tropas indígenas con sus chechias rojos; una agitación febril a la vez que extrañamente amortiguada.

La encargada del Camelia era una señora gigantesca de voz sísmica. Regentaba su local con mano de hierro, igual de inflexible con sus clientes habituales que con sus chicas. Cuando llegamos, estaba precisamente abroncando a un cliente poco delicado en la misma puerta del prostíbulo.

—Has vuelto a cagarla, Gegé, y eso no está bien. ¿Quieres volver a acostarte con mis chicas? De ti depende, Gegé, y lo sabes. Sigue comportándote como un estúpido y no volverás a pisar mi casa. Ya me conoces, Gegé. Cuando le pongo una cruz a alguien, para mí es como si estuviese enterrado. ¿Lo captas, Gegé, o tengo que hacerte un dibujo?

—No me estás regalando nada —protestó Gegé—. Aquí vengo con mi pasta, y tu golfa tiene que hacer lo que le pidan.

—Ya puedes limpiarte el culo con tu pasta, Gegé. Esto es una casa de trato, no una sala de tortura. Si el servicio no te gusta, busca en otra parte. Porque como se te ocurra volver a hacerlo, te arranco el corazón con las manos.

Gegé, que casi era un enano, se puso de puntillas para afrontar la mirada de la encargada, infló los carrillos, se contuvo; el rostro enrojecido le temblaba de ira. Recuperó su estatura y, furioso de verse reprendido en público por una mujer, nos arrolló y salió pitando hasta disolverse entre la muchedumbre que deambulaba por la calle.

—Él se lo ha buscado —gritó un soldado—. Si el servicio no le va, que se largue a otra parte.

—Eso también vale para ti, sargento —le soltó la encargada—, que hueles tanto a santidad como un ojo de culo, y bien que lo sabes.

El sargento hundió la cabeza entre los hombros y se encogió todo lo que pudo.

Como la encargada estaba de mal humor, André comprendió que las negociaciones no lo iban a favorecer. Consiguió que admitiera a Jean-Christophe contando con su elevada estatura, pero nada pudo hacer por mí.

—No es más que un niño, Dédé —le soltó ella, intransigente—. Ni siquiera se le han caído los dientes de leche. Hago la vista gorda con el rubio, pero con este querubín de ojos azules, ni hablar. Lo violarían en el pasillo antes de llegar a la primera habitación.

André no insistió. La encargada no era de las que cambiaban de opinión. Aceptó que me quedara esperando a mis amigos tras el mostrador y me ordenó que no tocara nada ni hablara con nadie. Me sentí aliviado. Ahora que sabía lo que era un prostíbulo, no me apetecía ir a ninguno más. Tenía el estómago revuelto.

En la gran sala llena de humo de tabaco, algunos clientes acechaban a sus presas, encogidos como animales. Algunos estaban borrachos y no paraban de refunfuñar o de empujarse. Las prostitutas se exhibían sobre una banqueta acolchada, en el fondo de una alcoba que daba directamente al pasillo que llevaba a las habitaciones. Quedaban frente a frente con los clientes, algunas ligeras de ropa, otras embutidas en chales transparentes. Parecía una escena de odaliscas venidas a menos pintadas por un Delacroix depresivo. Las había gordas llenas de michelines, con el pecho metido en sostenes grandes como hamacas; flacas de ojos tenebrosos recién salidas de un cementerio; morenas con vulgares pelucas rubias; rubias maquilladas como payasos que revelaban con descuido la punta de un seno; todas fumaban en silencio y, rascándose pacientemente la entrepierna, miraban de hito en hito al ganado que tenían en frente.

Sentado tras el mostrador, yo contemplaba aquel universo lamentando haberme aventurado en él. Parecía una guarida de bandidos. Apestaba a vino peleón y a efluvios de cuerpos en celo. Una tensión insondable oprimía aquel lugar como un relente funesto. Bastaba con una chispa, una palabra mal dicha, quizás una simple mirada para que todo estallara. Ello a pesar de que la decoración, artificial y bastante simplona, aspiraba a ser relajante con sus leves colgaduras, casi vaporosas, flanqueadas por cortinas de terciopelo, sus espejos dorados, sus cuadros baratos representando a ninfas desnudas, sus apliques a juego con los mosaicos que cubrían las paredes, sus pequeños asientos en todas las esquinas. Pero los clientes no parecían muy exigentes en ese sentido. Sólo tenían ojos para las chicas desnudas sobre la banqueta acolchada y relinchaban de impaciencia por lanzarse al abordaje, con sus estremecidas venas surcándoles el cuello.

La espera se me estaba haciendo eterna. Jean-Christophe se había ido con una enorme mujerona, Joe con dos chicas que exudaban maquillaje y André se había eclipsado.

La encargada me ofreció un plato de almendras tostadas y me prometió su mejor chica para cuando festejara mi mayoría de edad.

—¿Sin rencor, chico?

—Sin rencor, señora.

—Qué bien. Pero deja ya de darme coba con tanta «señora», que me da estreñimiento.

Ya calmada, la patrona se volvió conciliadora; yo empecé a temer que pretendiera hacerme un favor permitiéndome elegir entre el montón de carne expuesto sobre la banqueta.

—¿Seguro que no me lo tienes en cuenta?

—Para nada —exclamé, aterrado ante la idea de que pasara por alto mi edad y me asignara una chica—. Para serle sincero —me apresuré a añadir para prevenir cualquier eventualidad—, yo no quería venir. No estoy preparado.

—Tienes razón, chico. Nunca se está preparado cuando se trata de enfrentarse a una mujer. Si tienes sed, hay limonada detrás de ti. Invito yo.

Me abandonó a mi suerte y se fue por el pasillo a comprobar que todo iba bien.

Entonces fue cuando la vi. Acababa de soltar a un cliente y de reunirse con sus compañeras en la banqueta. Su regreso al escenario alborotó de inmediato la sala de espera. Un soldado hercúleo recordó a los demás que estaba allí antes que nadie, provocando una oleada de gruñidos. No me fijé en la agitación que se había apoderado de los clientes. De repente el barullo se detuvo y todo se desvaneció en la sala. Sólo la veía a ella. Como si un haz de luz, surgido vaya uno a saber de dónde, la enfocara omitiendo todo lo demás. La reconocí de inmediato, a pesar de encontrármela donde menos imaginaba. No le había salido ni una sola arruga, con su cuerpo de adolescente enfundado en un chal escotado, su pelo negro como el azabache cayéndole en cascada sobre el pecho y los dos hoyuelos picoteándole las mejillas: ¡Hadda! La bella Hadda; mi amor secreto de antaño, mi primera fantasía de mocoso… ¿Cómo había podido acabar en tan repugnante cloaca, ella que al salir al patio lo iluminaba como el sol?

Me sentía conmocionado, impactado, petrificado de incredulidad.

Aquella fortuita aparición me catapultó al pasado y aterricé en el patio interior de nuestra vivienda, en Jenane Jato, entre las vecinas que reían a carcajadas en medio del jaleo de la chiquillería. Hadda no reía aquella mañana. Estaba triste. La volví a ver tendiendo de pronto la mano por encima de la mesa baja, con la palma hacia arriba. «Dime lo que lees en ella, querida vecina. Necesito saber. Ya no puedo más». Y Batoul la vidente: «Veo a muchos hombres a tu alrededor, Hadda. Pero muy poca alegría. Parece un sueño, pero no lo es».

Batoul había acertado. Había demasiados hombres alrededor de la bella Hadda y muy poca alegría. Su nuevo patio, con sus lentejuelas de pacotilla, sus luces tamizadas, su fantasmagórica decoración, sus borracheras, parecía un sueño, pero no lo era. Caí en la cuenta de que estaba de pie tras el mostrador, con los brazos caídos, boquiabierto, incapaz de definir esa cosa terrible que me iba envolviendo como una bruma y me impulsaba a salirme de mí mismo.

En la sala, un gigantón de cabeza rapada agarró a dos hombres por el pescuezo y los aplastó contra la pared, generando una repentina calma entre los demás. Paseó su mirada de ogro por la asistencia frunciendo la nariz. Cuando comprobó que ninguno de los clientes impugnaba la irregularidad de sus modales, soltó a los dos infelices y se dirigió con paso firme hacia Hadda. La agarró brutalmente por el codo y la hizo caminar a empellones delante de él. El silencio que los acompañó por el pasillo podía cortarse con cuchillo.

Me apresuré a salir a la calle para respirar un aire menos viciado y recobrar un poco el aliento.

André, Jean-Christophe y Joe me pillaron derrumbado sobre un escalón. Pensaron que se debía a la negativa de la encargada, por lo que no vieron motivo para preocuparse. Jean-Christophe estaba rojo como un tomate. Aparentemente, la cosa no había ido bien. André sólo tenía ojos para su yanqui y estaba dispuesto a satisfacer todos sus deseos. Nos propuso a Jean-Christophe y a mí que fuéramos a recoger a Simon y a Fabrice para reunimos todos en el Majestic, una de las cervecerías más puestas de la ciudad europea.

Los seis acabamos la velada en un restaurante espacioso y elegante, invitados por un André demasiado generoso. A Joe no le sentaba bien la bebida. Después de la cena, se puso a hacer tonterías. Empezó molestando a un periodista americano que remataba tranquilamente su noticia al fondo de la sala. Joe se acercó a él para contarle sus hazañas y describirle con todo detalle los frentes donde se había jugado el pellejo. El periodista, hombre cortés, esperó amablemente antes de proseguir su trabajo, muy contrariado pero demasiado tímido para confesarlo, y respiró de alivio cuando André acudió a rescatar a su militar. Joe regresó junto a nosotros, agitado y espeso como el oleaje; de cuando en cuando se volvía hacia el periodista y le gritaba por encima de las mesas y las cabezas: «Intenta sacarme en primera plana, John. Quiero leer mi apodo en la primera página. Si quieres mi foto, no hay problema. ¿Vale, John? Cuento contigo». El periodista se dio cuenta de que no conseguiría acabar su noticia con tamaño energúmeno encima, de modo que recogió su borrador, dejó un billete sobre la mesa y salió del restaurante.

—¿Sabéis quién es? —nos dijo Joe, señalando con el pulgar por encima de su hombro—. Es John Steinbeck, el novelista. Está ejerciendo de reportero de guerra para el Herald Tribune. Ya ha escrito un artículo sobre mi regimiento.

Una vez se hubo marchado el periodista, Joe se buscó otras víctimas. Se abalanzó sobre el mostrador y exigió música de Glenn Miller; luego, cuadrado sobre una silla, entonó el Home on the Range, tras lo cual, animado por unos soldados americanos que cenaban en la terraza, obligó a un camarero a repetir tras él la canción You’d Be So Nice To Come Home To. Poco a poco, las risas que provocaba se fueron mudando en sonrisas, las sonrisas en muecas, y la gente, exasperada, pidió al fin a André que se llevara a su yanqui a otra parte. Joe había dejado de ser el hombre afable de la mañana. Borracho hasta las cejas, con los ojos inyectados en sangre y chorreando espuma por la comisura de los labios, se pasó de la raya y se subió directamente sobre la mesa para marcarse unos pasos de claqué. Dio una patada a los cubiertos y mandó por los aires platos, vasos y botellas, que fueron a parar al suelo. El gerente de la cervecería acudió a pedirle educadamente que detuviera su numerito; Joe no se lo tomó a bien y estrelló su puño contra la nariz del gerente. Dos camareros acudieron para echar una mano a su jefe y acabaron de inmediato contra las cuerdas. Las mujeres se levantaron chillando. André agarró por la cintura a su protegido y le suplicó que se calmara. Joe ya no estaba en condiciones de oír nada. Los puños se le disparaban en todas direcciones. La pelea se propagó entre los clientes, luego se metieron los militares de la terraza y las sillas volaron por los aires en medio de un follón indescriptible.

La policía militar tuvo que emplearse a fondo para neutralizar a Joe.

El restaurante no empezó a recobrar algo de calma hasta que el jeep de la Military Police se perdió en la noche, con Joe placado con dureza contra el suelo.

Al regresar a nuestro cuarto del bulevar de los Cazadores, no conseguí dormirme. Me pasé la noche removiéndome bajo mi sábana, sin poder sacarme de la cabeza la imagen de Hadda ejerciendo de prostituta. La voz espectral de Batoul rebotaba entre mis sienes, obsesiva, se entrometía en mis pensamientos, atizaba mis angustias, desterraba los silencios ocultos en lo más hondo de mi ser. Tenía la impresión de estar asistiendo al nacimiento de un mal presagio que pronto me alcanzaría de lleno. Por mucho que me ocultara bajo la almohada, que me asfixiara con ella, la imagen de Hadda desvestida en la alcoba del lupanar giraba sobre sí misma, como una bailarina de una caja de música, mientras la voz de la vidente soplaba hacia ella cual maléfica brisa.

Al día siguiente, pedí a Fabrice que me prestara algo de dinero y fui solo a Jenane Jato, la otra cara de la ciudad, donde no se veían uniformes y las oraciones y los suspiros apestaban a cuál más. Quería ver a mi madre y a mi hermana, tocarlas con mis manos con la esperanza de librarme del presentimiento que me había tenido en vela hasta la mañana y que seguía pisándome los talones.

No me había fallado la intuición. Habían pasado muchas cosas en Jenane Jato desde mi última visita. El patio estaba vacío. Como si una borrasca lo hubiera arrasado llevándose consigo a sus ocupantes. Tenía la entrada sellada por una alambrada de púas, pero unas manos temerarias habían conseguido abrir una brecha por la que pude deslizarme hasta el interior de la vivienda. El patio estaba lleno de restos calcinados, de excrementos de aves y de gatos. La tapa del pozo estaba posada sobre el brocal, retorcida. Las puertas y ventanas de los cuartuchos habían desaparecido. El fuego había destruido por completo el ala izquierda del patio; las paredes se habían venido abajo y sólo algunas vigas renegridas permanecían colgadas del techo abierto a un cielo desesperantemente azul. Nuestro cuchitril ya no era sino un montón de ruinas entre las cuales yacían esparcidos utensilios de cocina rotos y petates medio calcinados.

—No hay nadie —restalló una voz a mi espalda.

Era Patapalo. Se tambaleaba detrás de mí, envuelto en una gandura demasiado corta, la mano apoyada a la pared. Su desdentada boca se hundía en su rostro demacrado, formando un feo agujero apenas oculto por una barba blanca. Le temblaba el brazo y le costaba mantenerse erguido sobre su pierna blancuzca picada de manchas cobrizas.

—¿Qué ha ocurrido? —le pregunté.

—Cosas tremendas…

Se acercó renqueando hasta mí, recogió de pasada un bidón y le dio la vuelta para comprobar si tenía algo aprovechable antes de lanzarlo por encima de su hombro.

Su brazo dibujó un arco.

—Fíjate qué estropicio… ¡Menuda desgracia! —Como permanecí callado, en espera de alguna explicación, prosiguió—: Mira que puse a Bliss sobre aviso. Le dije que este era un patio honorable. No metas a esa puta con las mujeres decentes, esto acabará mal. Bliss no me hizo caso. Una noche, dos borrachos acudieron a echar su polvo. Como la puta estaba con un cliente, se fueron a la habitación de Badra. ¿Para qué contarte? Fue una auténtica carnicería. Los dos borrachos no llegaron a enterarse de su desgracia. Los hijos de la viuda los rajaron. Luego, fueron a por la puta. Se defendió mejor que sus clientes a pesar de no dar la talla. Alguien volcó el quinqué sobre sus cosas y el fuego prendió como la pólvora. Suerte que no se extendió a las demás viviendas… La policía detuvo a Badra y a sus dos hijos, luego selló el patio. Lleva dos años cerrado. Algunos creen que hay un fantasma.

—¿Y mi madre?

—Ni idea. Lo que es seguro es que se libró del fuego. La vi al día siguiente con tu hermanita en la esquina de la calle. No estaban heridas.

—¿Y Bliss?

—Se esfumó.

—Había otros inquilinos. Ellos podrían informarme.

—No sé adonde fueron a parar. Lo siento.

Regresé desconsolado al bulevar de los Cazadores. Mis compañeros no hicieron sino exasperarme con sus preguntas. Harto ya, volví a salir a la calle y caminé sin rumbo. Me detuve mil veces en medio de la calzada para cogerme las sienes con ambas manos, y mil veces intenté convencerme de que mi madre y mi hermana estaban sin duda mejor que antes. Batoul la vidente no se equivocaba. Poseía auténticos poderes. ¿Acaso no había previsto el destino de Hadda? Mi padre iba a regresar, estaba escrito en los rayados del agua, y mi madre dejaría de estar corroída por la incertidumbre.

Estaba diciéndome todo aquello cuando creí verlo.

¡Mi padre!

Era él. Lo habría reconocido entre mil espectros en la noche, entre cien mil pobres diablos corriendo hacia su perdición… ¡Mi padre! Había regresado. Estaba cruzando la plaza del Village nègre, en medio del gentío, encorvado por el peso de un abrigo a pesar de la canícula. Caminaba mirando hacia delante, renqueando. Corrí tras él por entre una maraña de brazos y de piernas. Para cada paso que daba adelante retrocedía dos, luchando para abrirme camino, clavando los ojos en su silueta que se iba alejando inexorablemente, encorvada en su abrigo verde. No le quitaba el ojo de encima por temor a perderlo. Cuando conseguí sustraerme al gentío y alcanzar la otra punta de la explanada, mi padre se había volatilizado.

Lo estuve buscando en los chiringos, en los cafés, en los baños públicos. En vano.

Nunca he vuelto a ver a mi madre ni a mi hermana. Ignoro lo que ha sido de ellas, si siguen en este mundo o si ya no son más que polvo en medio del polvo. Pero he visto varias veces a mi padre. Más o menos cada diez años. Bien fuera en medio de un zoco o junto a una obra; a veces solo, en la esquina de una calleja o en la entrada de un almacén abandonado. Jamás he conseguido acercarme a él. Una vez, lo seguí hasta un callejón sin salida, seguro de pillarlo, y cuál no sería mi estupor al no encontrar a nadie al pie de la empalizada. Acabé comprendiendo que no era de carne y hueso, porque siempre llevaba el mismo abrigo verde, que se libraba del desgaste del tiempo y de las inclemencias de las estaciones.

Todavía hoy, cuando mi vida está próxima a su fin, a veces lo entreveo a lo lejos, con la espalda encorvada bajo su eterno abrigo verde, cojeando lentamente hacia su propia desaparición.