8

He querido mucho Río Salado, Fulmen Salsum para los romanos; hoy El-Maleh. Además, no he dejado de quererlo, incapaz de imaginarme envejeciendo bajo otro cielo que no sea el suyo o muriendo lejos de sus fantasmas. Era un soberbio pueblo colonial de calles verdecidas y casas señoriales. La plaza, en la que se organizaban los bailes y por la que pasaban los conjuntos musicales más prestigiosos, estaba embaldosada hasta la misma entrada del ayuntamiento y rodeada por arrogantes palmeras unidas unas a otras por guirnaldas con farolillos. En dicha plaza habían actuado Aimé Barelli, Xavier Cugat con su famoso chihuahua en el bolsillo, Jacques Hélian, Pérez Prado, nombres y orquestas legendarias que Orán, con sus aires de grandeza y su condición de capital del Oeste, no se podía permitir. A Río Salado le gustaba dar el pego, desquitarse de los pronósticos que lo habían condenado a ser un perdedor absoluto. Esas casas solariegas que exhibía con total descaro en su avenida principal eran su manera de decir a los viajeros que transitaban por allí que la ostentación es una virtud cuando se trata de poner en su sitio las sentencias arbitrarias y de recontar las aflicciones padecidas para descolgar la luna. Fue en otro tiempo un territorio siniestrado, pasto de lagartos y pedruscos, por el que sólo se aventuraba algún que otro pastor una vez en su vida; un territorio de maleza y de ríos secos cuyos amos absolutos eran las hienas y los jabalíes; o sea, un territorio del que renegaban hombres y ángeles y que los peregrinos cruzaban a la carrera como si se tratara de un cementerio maldito. Hasta que unos pobres infelices y unos vagabundos que no tenían donde caerse muertos, en su mayoría españoles, echaron el ojo a esa comarca infecta que identificaban con su miseria. Se arremangaron la camisa y se empeñaron en domesticar las llanuras salvajes, y no arrancaban un lentisco como no fuera para sustituirlo por una cepa, no escarbaban un descampado como no fuera para deslindar una granja. Y Río Salado nació de aquella asombrosa apuesta al igual que florecen los cementerios.

Asentado entre sus viñedos y bodegas vinícolas —un centenar tenía—, Río Salado se dejaba catar como se hacía con sus caldos, acechando entre cosecha y cosecha la ebriedad de un nuevo amanecer. A pesar de un mes de enero tirando a fresco, con su cielo de clara batida, una permanente fragancia estival emanaba de su ser. La gente era laboriosa y animada y, al anochecer, se reunía en sus pequeñas tiendas en torno a una copa o a un suceso; sus carcajadas o enfados podían oírse a leguas a la redonda.

—Te va a gustar vivir en este pueblo —me prometió mi tío al recibirnos, a Germaine y a mí, en el umbral de nuestra nueva vivienda.

La mayoría de los habitantes de Río Salado eran españoles y judíos orgullosos de haber edificado con sus manos cada edificio y arrancado a esa tierra acribillada de madrigueras unos racimos de uva idóneos para emborrachar a los dioses olímpicos. Era gente agradable, espontánea e íntegra; les encantaba llamarse de lejos haciendo embudo con las manos alrededor de la boca. Daban la impresión de proceder de la misma hornada por lo mucho que parecían conocerse. Aquello no tenía nada que ver con Orán, donde se tenía la sensación de cambiar de época y de planeta al pasar de un barrio a otro. Río Salado rezumaba convivencia, alegre hasta detrás de las vidrieras de su iglesia situada a la derecha del ayuntamiento, un poco retranqueada para no indisponer a los juerguistas.

Mi tío tenía razón. Río Salado era un buen lugar para rehacer su vida. Nuestra casa daba al flanco este del pueblo, y tenía un jardín precioso y un balcón que se abría a un océano de viñas. Era una casa grande, amplia y bien ventilada, con una planta baja de techo alto reconvertida en farmacia con una misteriosa rebotica atestada de estanterías y de armarios empotrados ocultos. Una escalera de caracol conducía al piso superior y daba a un inmenso salón a cuyo alrededor se articulaban tres habitaciones grandes y un cuarto de baño cubierto de azulejos con una bañera de hierro posada sobre broncíneas patas de león. Me sentí en mi elemento a partir del momento en que, apoyado en la balaustrada a pleno sol, se me quedó la mirada presa en el vuelo de una perdiz y a punto estuvo de no regresar.

Estaba deslumbrado. Nacido en pleno campo, recuperaba una de mis antiguas referencias: el olor de la labranza y el silencio de los cerros. Renacía en mi piel de campesino, comprobando feliz que mi ropa de ciudad no me había pervertido el alma. Si la ciudad era una ilusión, el campo sería una emoción cada vez mayor; cada nuevo día evoca el amanecer de la humanidad, cada noche llega como una paz definitiva. Amé Río de entrada. Era una tierra agraciada. Podía jurarse que dioses y titanes hallarían solaz en aquellos parajes. Todo parecía sosegado, libre ya de sus viejos demonios. Y de noche, cuando los chacales acudían a trastornar el sueño de los hombres, entraban ganas de seguirlos hasta el fondo de los bosques. A veces me daba por salir al balcón para intentar entrever sus siluetas furtivas entre el rizado follaje de los viñedos. Pasaba horas tendiendo el oído al menor murmullo y contemplando la luna, acariciándola con mis pestañas…

… Luego vino Émilie.

La primera vez que la vi, estaba sentada en la puerta cochera de nuestra farmacia, oculta bajo la capucha de su abrigo, triturando con sus dedos los cordones de sus botines. Era una niña preciosa con ojos timoratos de color carbón. De buena gana la habría tomado por un ángel caído del cielo si su carita, de una palidez marmórea, no hubiese revelado la huella de una fea enfermedad.

—Hola —la saludé—. ¿Puedo ayudarte?

—Estoy esperando a mi padre —dijo, echándose a un lado para dejarme pasar.

—Puedes esperarlo dentro. Hace mucho frío en la calle.

Dijo que no con la cabeza.

Pocos días después, regresó escoltada por un coloso esculpido en un menhir. Era su padre. La confió a Germaine y esperó ante el mostrador, dentro de la farmacia, tieso e impenetrable como una baliza. Germaine se llevó a la niña a la rebotica y la devolvió a su padre a los pocos minutos. El hombre dejó un billete sobre el mostrador, cogió a la niña de la mano y ambos salieron a la calle.

—¿Qué le has hecho? —pregunté a Germaine.

—Le he puesto su inyección, como todos los miércoles.

—¿Es grave su enfermedad?

—Vaya Dios a saber.

El miércoles siguiente, me di prisa al salir de clase para verla. Allí estaba, dentro de la farmacia, sentada sobre una banqueta frente al mostrador atestado de tarros y cajetines. Hojeaba distraídamente un libro de tapa dura.

—¿Qué estás leyendo?

—Un libro ilustrado sobre Guadalupe.

—¿Qué es Guadalupe?

—Una gran isla francesa en el Caribe.

Me acerqué a ella, de puntillas para no incomodarla. Parecía tan frágil y vulnerable.

—Me llamo Younes.

—Yo Émilie.

—Cumpliré trece años dentro de tres semanas.

—Yo cumplí nueve en noviembre pasado.

—¿Sufres mucho?

—No demasiado, pero es molesto.

—¿Qué tienes?

—No lo sé. En el hospital no lo entienden. Los medicamentos que me han prescrito no sirven de nada.

Germaine acudió a buscarla para ponerle su inyección. Émilie dejó su libro ilustrado sobre la banqueta. Había un florero sobre la cómoda de al lado; cogí una rosa y la metí dentro del libro antes de subir a mi habitación.

Cuando regresé, se había ido.

El miércoles siguiente, Émilie no regresó para su inyección. Tampoco los miércoles siguientes.

—Puede que la hayan hospitalizado —supuso Germaine.

Al cabo de unas semanas, como Émilie no había vuelto a dar señales de vida, perdí la esperanza de verla de nuevo.

Luego conocí a Isabelle, sobrina de Pepe Rucillio, la mayor fortuna de Río. Isabelle era una niña bonita con grandes ojos celestes y un pelo largo y liso que le llegaba hasta la cintura. ¡Pero qué sofisticada era, Dios mío! Vivía en las alturas. Sin embargo, cuando me ponía los ojos encima, se volvía muy menuda, y pobre de la imprudente que se me acercara. Isabelle me quería para sí sola. Sus padres, unos temibles vinateros, trabajaban para Pepe, que era en cierto modo el patriarca. Vivía en una gran casa no lejos del cementerio judío, en una calle por cuyas fachadas caían en cascada las buganvillas.

Isabelle no había heredado gran cosa de su madre, una francesa complicada —que al parecer procedía de una familia venida a menos y que no perdía una oportunidad de recordar a sus detractores que por sus venas corría sangre azul—, salvo quizás un gusto evidente por el orden y la disciplina; en cambio, era clavada a su padre, un catalán de piel bronceada, casi curtida. Tenía los pómulos pronunciados, una boca incisiva y la mirada aguda. De porte altivo y gesto soberano con sólo trece años, sabía exactamente lo que quería y cómo conseguirlo, cuidando de sus frecuentaciones con el mismo rigor que de la imagen que quería ofrecer de sí misma. Me contó que había sido dueña de un castillo en una vida anterior.

Fue ella la primera en verme en la plaza un día de festividad patronal. Se me acercó y me preguntó: «¿Es usted Jonas?». Hablaba de usted a todo el mundo, a mayores y a pequeños, y estaba empeñada en que se comportaran con ella del mismo modo… Prosiguió con firmeza sin esperar mi respuesta: «El jueves es mi cumpleaños. Está usted cordialmente invitado». Era difícil saber si se trataba de un ruego o una orden. El jueves, en un patio repleto de primos y primas, algo perdido entre tanto jaleo, Isabelle me agarró por el codo y me presentó a los suyos: «¡Es mi compañero preferido!».

A ella le debo mi primer beso. Nos encontrábamos en el salón grande de su casa, al fondo de una alcoba encajonada entre dos puertas vidrieras. Isabelle estaba tocando el piano, con la espalda muy tiesa y la barbilla recta. Sentado a su lado sobre la banqueta, contemplaba sus dedos alargados desplazarse como fuegos fatuos sobre el teclado. Tenía un gran talento. De repente, se detuvo y, con una delicadeza infinita, bajó la tapa del piano. Tras una breve tergiversación, o quizás una corta meditación, se volvió hacia mí, me cogió la cara con ambas manos y puso sus labios sobre los míos cerrando los ojos con aire inspirado.

El beso me resultó interminable.

Isabelle reabrió los ojos antes de retirarse.

—¿Ha sentido usted algo, señor Jonas?

—No —le contesté.

—Yo tampoco. Es curioso, en el cine me ha parecido grandioso. Supongo que habrá que esperar a ser adultos para sentir algo de verdad. —Clavó sus ojos en los míos y decretó—: ¡Qué más da! Esperaremos el tiempo que haga falta.

Isabelle tenía la paciencia de quienes están convencidos de que el futuro les pertenece. Decía que yo era el chico más guapo del mundo, que seguro que había sido un príncipe encantado en otra vida, y que si me había elegido por novio, era porque me lo merecía.

No volvimos a besarnos, pero nos veíamos casi a diario para montar, al amparo del mal de ojo, proyectos faraónicos.

Y, de repente, sin previo aviso, nuestro amorío se acabó como por efecto de un sortilegio. Era un domingo por la mañana; me moría de aburrimiento en casa. Mi tío, que había vuelto a encerrarse en su habitación, se hacía el muerto, y Germaine había ido a misa. No paraba de dar vueltas, pasando sin entusiasmo de hacer solitarios a coger un libro. Hacía bueno. La primavera se anunciaba brillante. Las golondrinas se habían adelantado, y Río, famoso por sus flores, olía a jazmín por doquier.

Salí a dar una vuelta, con las manos a la espalda y la cabeza en otra parte. Sin darme cuenta, me vi frente a la casa de Rucillio. Llamé a Isabelle por la ventana, como de costumbre. Ella no bajó a abrirme. Tras haberme espiado largo rato por las persianas, abrió los postigos con un chasquido de enojo y me gritó:

—¡Mentiroso!

Por la sequedad de su tono y la incandescencia de su mirada, supe que estaba muy enfadada conmigo. Isabelle recurría siempre a ese tono y esa mirada cuando se disponía a abrir las hostilidades.

Como ignoraba lo que me reprochaba y no esperaba ser acogido con aquella sequedad, me quedé sin voz.

—No quiero volver a verte —me anunció solemnemente.

Era la primera vez que la oía tutear a alguien.

—¿Por qué? —me gritó, horripilada ante mi perplejidad—. ¿Por qué me has mentido?

—Jamás le he mentido.

—¿Que no? Te llamas Younes, ¿verdad? ¿You-nes?… Entonces, ¿por qué te haces llamar Jonas?

—Todo el mundo me llama Jonas… ¿Qué cambia eso?

—¡Todo! —gritó casi ahogándose. Su rostro congestionado se estremecía de despecho—. ¡Lo cambia todo!…

Tras recuperar el aliento, me dijo tajantemente:

—No pertenecemos al mismo mundo, don Younes. Y no basta con tus ojos azules.

Antes de cerrar con un golpe seco los postigos de su ventana, hipó despectivamente y añadió:

—¿Has olvidado que soy una Rucillio? ¿Me imaginas casada con un árabe? ¡Antes muerta!

A una edad en que el despertar es tan doloroso como las primeras reglas en una chica, esto es algo que estigmatiza al rojo vivo. Estaba conmocionado, trastornado como si despertara de un sueño artificial. Ya no volvería a percibir las cosas de la misma manera. Algunos detalles, mitigados por la ingenuidad de la infancia hasta quedar ocultos, se vigorizan y arrastran a uno hacia abajo, lo acosan sin descanso, de modo que, cuando cierra con fuerza los párpados, resurgen con fuerza, tenaces y voraces, como si fueran remordimientos.

Isabelle me había sacado de una jaula dorada para tirarme al fondo de un pozo.

Seguro que Adán no se sintió tan extrañado como yo cuando se vio expulsado de su paraíso, y que la manzana de Eva no se le quedó tan atravesada como el coágulo que se me formó a mí en la garganta.

A partir de aquella llamada de atención, tuve mayor cuidado con dónde ponía los pies. Más que nada, me percaté de que no se veía flotar ninguna almalafa moruna por las calles de nuestro pueblo, que los andrajosos con turbante que trabajaban como bestias de sol a sol en las huertas ni siquiera se atrevían a acercarse a la periferia de un Río celosamente colonial, en el que sólo mi tío —a quien muchos tomaban por un turco de Tlemcen— había conseguido integrarse por algún que otro descuido.

Isabelle me dejó fulminado.

Nuestros caminos se cruzaron varias veces. Pasaba delante de mí sin verme, con la nariz más alta que un gancho de carnicero, como si jamás hubiese existido para ella. Y eso no fue todo. Isabelle tenía el defecto de imponer a los demás sus gustos y acritudes. Cuando no sentía aprecio por alguien, exigía que todo su círculo lo aborreciera. Por tanto, vi cómo se reducía mi espacio lúdico, cómo mis compañeros de clase me evitaban ostensiblemente… De hecho, fue para vengarla que Jean-Christophe Lamy me buscó las cosquillas en el patio del colegio y me dejó la cara hecha un cromo.

Jean-Christophe me llevaba un año. Hijo de un matrimonio de porteros, su condición social no le permitía dárselas de nada, pero estaba locamente enamorado de la inexpugnable sobrina de Pepe Rucillio. Si me atizó con ganas, fue para demostrarle hasta qué punto la quería y lo que era capaz de hacer por ella.

El maestro se quedó horrorizado al verme la cara y me hizo subir al estrado para que le señalara al «salvaje» que me había dado esa paliza. Al no conseguir una confesión, me hizo polvo los dedos con su regla y me mandó al rincón, cara a la pared, hasta el final de la clase. No me dejó salir con los demás alumnos para intentar sonsacarme el nombre del bruto. Tras unas cuantas amenazas, comprendió que yo no iba a ceder y me dejó ir prometiendo contárselo a mis padres.

A Germaine por poco le dio un ataque al verme regresar del colegio con la cara hecha papilla. También quiso saber quién me había dejado así y sólo consiguió de mí un resignado mutismo. Decidió llevarme de vuelta al colegio inmediatamente para aclarar el asunto. Mi tío, que se iba marchitando en un rincón del salón, la disuadió: «No lo vas a llevar a ninguna parte. Ya va siendo hora de que aprenda a defenderse solo».

Unos días después, estaba paseando por las lindes de los viñedos cuando Jean-Christophe Lamy, así como Simon Benyamin y Fabrice Scamaroni, sus dos inseparables compinches, cortaron campo a través para interceptarme. No tenían pinta agresiva, pero me asusté. Nunca merodeaban por la zona, lo suyo era el bullicio de la plaza municipal y el griterío de los descampados donde jugaban al fútbol. Su presencia por aquel paraje me daba mala espina. Conocía un poco a Fabrice, que estaba en un curso superior al mío y al que siempre veía durante el recreo leyendo un libro con ilustraciones. Era un chaval tranquilo, aunque siempre dispuesto a servir de coartada al golfillo de Jean-Christophe. Tampoco podía descartarse que le echara una mano en caso de bronca. Jean-Christophe no necesitaba ayuda, era hábil golpeando y esquivando; como nadie lo había tumbado, yo no estaba seguro de que su compañero se abstuviera de intervenir si las cosas se ponían feas para él. En cuanto a Simon, no me inspiraba la menor confianza. Imprevisible, era capaz de dar un cabezazo sin previo aviso a un compañero para que cortara el rollo. Estaba en mi clase, y se dedicaba a hacer el payaso desde la última fila y a chinchar a los empollones y a los alumnos demasiado tranquilos. Era uno de los escasos estudiantes calamitosos en protestar cuando el maestro les ponía una mala nota, y sentía una clara aversión por las chicas, sobre todo si eran bonitas y trabajadoras. Tuve que vérmelas con él nada más llegar al colegio. Reunió a todos los chicos malos a mi alrededor y se mofó abiertamente de mis rodillas desolladas, de mi cara de «estúpida niñata» y de mis zapatos, sin embargo nuevos, que para él tenían algo de batracio. Como no reaccioné ante sus burlas, me trató de «cara bonita» y me ignoró.

Jean-Christophe llevaba un paquete debajo del brazo. No aparté la vista de su mirada, por si hacía alguna señal a sus compañeros. No se las daba de listo, como de costumbre, ni se le notaba esa tensión que le endurecía los rasgos cuando se disponía a zurrar a alguien.

—No queremos hacerte nada —me tranquilizó Fabrice de lejos.

Jean-Christophe se acercó a mí. Algo cortado. Se le veía confuso, incluso compungido, y sus hombros parecían cargar con un peso invisible.

Me tendió el paquete con humildad.

—Te pido perdón —me dijo.

Como dudaba en coger el paquete, temiéndome una broma, me lo colocó entre las manos.

—Es un caballo de madera. Para mí tiene un gran valor. Hoy, te lo regalo. Acéptalo si me perdonas.

Fabrice me animó con la mirada.

Cuando Jean-Christophe retiró la mano y comprobó que su regalo permanecía en la mía, me susurró:

—Y gracias por no haberme delatado.

Acabábamos de sellar, los cuatro, una de las amistades más bonitas que he tenido oportunidad de compartir.

Más adelante, me enteré de que había sido Isabelle, indignada por la desgraciada iniciativa de Jean-Christophe, quien le exigió que se excusara ante mí, y con testigos.

Nuestro primer verano en Río Salado empezó mal. El 3 de julio de 1940, el país quedó conmocionado por la operación Catapult, por la que la escuadra inglesa «Force H» bombardeó los buques de guerra franceses anclados en la rada de la base naval de Mers el-Kébir. Tres días después, sin darnos siquiera tiempo para evaluar la amplitud del desastre, los aviones de Su Majestad regresaron para rematar su trabajo de zapa.

El sobrino de Germaine, cocinero en el acorazado Dunkerque, se encontraba entre los mil doscientos noventa y siete marinos muertos en aquellas incursiones aéreas. Mi tío, cada vez más sumido en una especie de autismo crónico, se negó a acompañarnos a los funerales, de modo que Germaine y yo tuvimos que ir sin él.

Nos encontramos con Orán en estado de shock. Toda la ciudad estaba aglutinada en el paseo marítimo, pasmada ante aquella infernal agitación alrededor de la base en llamas. Algunos barcos y edificios llevaban ardiendo desde el primer ataque; sus negras humaredas asfixiaban la ciudad y ahogaban la montaña. La gente estaba horrorizada e indignada, tanto más cuanto los buques alcanzados estaban siendo desarmados en virtud del convenio de armisticio firmado dos semanas antes. La guerra, que no se pensaba que llegaría a las costas mediterráneas, se encontraba ya a las puertas de la ciudad. Tras el espanto y la emoción, el delirio. Las especulaciones se dispararon y dieron libre curso a las elucubraciones más alarmantes. Se empezó a hablar de incursión alemana, de operaciones con paracaídas llevadas a cabo en el interior del país, de desembarcos inminentes, de bombardeos masivos, esta vez contra la población civil, que harían caer Argelia en la tormenta abisal que estaba devolviendo a Europa a la edad de piedra.

Tenía prisa por volver a Río.

Tras los funerales, Germaine me dio algo de dinero y me permitió que fuera a Jenane Jato, acompañado por Bertrand, uno de sus sobrinos, que debía traerme sano y salvo de vuelta de la «expedición».

De entrada, Jenane Jato me pareció cambiado. Al extenderse, la ciudad había ido desplazando hacia Petit Lac las chabolas y los campamentos de nómadas. La maleza retrocedía ante el avance del cemento armado, y lo que habían sido grandes vertederos y peligrosas ratoneras a cielo abierto ahora eran obras públicas con su arsenal tentacular. Allá donde estuvo el zoco ahora emergían, entre matorrales, los muros de un cuartel militar o una cárcel civil. Los puntos de contratación estaban asediados por un gentío inextricable, y algunos de ellos se limitaban a una mesa coja sobre un montón de chatarra. Sin embargo, la miseria seguía allí, inconmovible, plantando cara a todo, incluso a los proyectos municipales más entusiastas. Allí seguían las mismas siluetas cacoquímicas rozando las paredes, los mismos andrajosos pudriéndose entre sus cartones; los más deteriorados se plantaban ante unos chiringos hediondos para untar en su pan desnudo los olores de la cocina, con el rostro ceniciento, la mirada coagulada, ceñidos en sus albornoces como momias. Nos miraban pasar como si fuésemos el tiempo en persona, como si procediésemos de un mundo paralelo. Bertrand, que era aguerrido, apretaba el paso cada vez que nos apuntaba una mofa o una mirada torva se detenía en nuestra vestimenta. Se veía a algunos rumies yendo de aquí para allá, a musulmanes con atuendo europeo y el fez ladeado, pero en el aire flotaba la inexorable fermentación de tormentas venideras. De cuando en cuando, nos topábamos con algazaras que derivaban en peleas o se detenían de repente, dando paso a un incómodo silencio. Había un malestar enorme, y las expectativas eran presa del desaliento. El cascabeleo de los aguadores pirueteando con su atavío multicolor salpicado de campanillas no alcanzaba a conjurar los insanos influjos.

Había mucho, demasiado sufrimiento…

A Jenane Jato lo abrumaba el peso de los sueños destrozados. Chavales entregados a sí mismos se bamboleaban a la sombra de sus mayores, ebrios de hambre y de insolación; eran dramas nacientes sueltos por el mundo, repelentes de suciedad y agresividad, que corrían descalzos a asirse de la caja de los camiones, haciendo eslalon con sus rudimentarias planchas con ruedas entre las carretas, risueños e inconscientes, flirteando con la muerte a merced del menor acelerón. Otros se agrupaban en torno a una pelota de trapo o a una pelea concertada; en sus tremendos juegos se producían arrebatos de exaltación vertiginosamente suicidas.

—Menuda diferencia con Río, ¿verdad? —me dijo Bertrand para darse ánimos.

Su sonrisa era inequívocamente forzada; chorreaba miedo por la cara como si se la acabara de enjuagar. Yo también estaba asustado, pero la bola que ardía en mis tripas se desvaneció cuando reconocí a Patapalo en la puerta de su tienda. El pobre diablo había adelgazado y envejecido un montón.

Al verme, frunció el ceño del mismo modo que cuando me vio en mi última visita, asombrado a la vez que maravillado.

—¿Por qué no me das la dirección de tu buena estrella, ojitos azules? —me soltó, apoyándose en un codo—. Si de verdad hay un dios, ¿por qué nunca se asoma por aquí?

—No blasfemes —apostilló el barbero, en quien no me había fijado por lo integrado que estaba con sus míseros trastos—. Puede que nos esté dando la espalda por culpa de tu asquerosa jeta.

En cuanto al barbero, no había cambiado. Salvo que un tajo le cruzaba la cara.

No se fijó en mí.

Jenane Jato se movía, pero ignoraba en qué dirección. Habían desaparecido las barracas de cinc emboscadas tras las hileras de azufaifos. En su lugar, en medio de un amplio espacio pelado y de color rojo oscuro, habían cavado unos hoyos enrejados. Se trataba de los cimientos de un puente grande que pronto pasaría por encima del ferrocarril. Detrás de nuestro patio, donde acababan de desmigajarse las ruinas de una centenaria caseta de peón caminero, empezaba a elevarse hacia el cielo una gigantesca fábrica, apuntalada en las empalizadas de su recinto.

Patapalo me señaló con el pulgar su tarro de caramelos.

—¿Quieres uno, chico?

—No, gracias.

Agazapado bajo un farol de gas antediluviano, con su barquillera terciada, un vendedor de barquillos chasqueaba sus especies de chapaletas metálicas. Nos ofreció sus gofres con forma de cucurucho; el fulgor de su mirada nos dio repelús.

Bertrand me empujó prudentemente delante de él. No había una cara alrededor, ni una sombra, que le resultara digna de confianza.

—Te espero fuera —me dijo cuando llegamos a la altura del patio—. Y, sobre todo, tómate el tiempo que necesites.

Frente al patio, donde en su día estuvo la pajarera de Ouari, ahora había una casa de obra con una tapia de piedra que corría por su costado izquierdo y seguía por el sendero que hacía las veces de calleja para acceder al descampado en el que unos pillos estuvieron una vez a punto de lincharme.

El recuerdo de Ouari me vino a la mente. Lo evoqué iniciándome en la caza del jilguero y me pregunté qué habría sido de él.

Badra arrugó el entrecejo al verme entrar en el patio. Estaba tendiendo la ropa, con el vestido recogido y sujeto por la soga abigarrada que usaba a modo de cinturón, enseñando las piernas hasta el nacimiento de los muslos. Se llevó las manos a sus anchísimas caderas y separó las piernas como haría un policía cerrando el paso a un edificio.

—¡Ahora recuerdas que tienes una familia!

Badra estaba metamorfoseada. Se le había reblandecido la obesidad y el rostro, antaño voluntarioso, se le había derretido hasta la barbilla. Ya no era sino un amasijo de flacidez, sin vigor ni relieve.

No supe si me estaba pinchando o increpando.

—Tu madre ha salido con tu hermana —me informó, señalándome la puerta cerrada de nuestro cuchitril—. Pero no tardará en regresar.

Apartó con el pie el barreño lleno de agua de la colada para liberar un taburete y empujarlo hacia mí.

—Siéntate —me indicó—. Todos los hijos sois iguales. Os damos de mamar hasta quedarnos secas, y una vez que habéis aprendido a manteneros en pie, desaparecéis y nos dejáis a dos velas. Al igual que vuestros padres, os largáis de puntillas sin importaros un bledo qué será de nosotras.

Me dio la espalda para colgar su ropa. Sólo veía sus hombros caídos moviéndose pesadamente. Se detuvo para sonarse o limpiarse una lágrima, meneó la cabeza y siguió tendiendo la ropa escurrida en una vieja cuerda de cáñamo que cruzaba el patio de punta a punta.

—Tu mamá no se encuentra bien —me dijo—. Nada bien. Estoy segura de que le ha ocurrido una desgracia a tu padre, pero ella se niega a aceptarlo. Es cierto que hay muchos hombres que abandonan a su familia para establecerse en otra parte y rehacer su vida, pero eso no es todo. Hoy en día las agresiones son el pan de cada día. Para mí que a tu pobre padre se lo han cargado en alguna parte y lo han tirado por un barranco. Tu padre era buena gente. No era su estilo abandonar a sus hijos. Seguro que se lo han cargado. Como a mi pobre marido. Muerto por tres soldies, tres míseros céntimos. En plena calle. ¡Zas! Una cuchillada en el costado. Una sola bastó para que todo se detuviera. Todo. ¿Cómo se puede morir tan fácilmente cuando se tiene una porrada de bocas que alimentar? ¿Cómo puede uno dejarse engañar por un chaval apenas más alto que un espárrago…?

Badra hablaba y hablaba… sin recobrar el aliento. Era como si la caja de Pandora se hubiese abierto de repente dentro de ella. Hablaba como si ya no pudiese hacer otra cosa, saltaba sin transición de un drama a otro, esbozando un gesto de hastío, o bien callándose de pronto. Yo veía sus hombros vibrar tras la primera cuerda de ropa tendida, sus pantorrillas desnudas y, a ratos, sus michelines deformes por entre la ropa. Me informó de que Bliss el comisionista había echado del patio a la bella Hadda, con sus dos mocosos a cuestas y un simple hatillo al hombro; me contó cómo, una noche de tormenta, tras una brutal paliza del borracho de su marido, la infeliz Yezza se tiró al pozo para acabar con todo; Batoul la vidente había sonsacado a los infelices que acudían a su consulta lo bastante como para comprarse un baño público y una casa en el Village nègre; la nueva inquilina, procedente de vaya uno a saber qué infierno, abría su puerta a los depravados cuando todos los postigos estaban cerrados; y ahora que no quedaban hombres en el patio, Bliss no paraba de hacerse el chulo.

Cuando acabó, vació el barreño en el desaguadero, se soltó el pico del vestido que tenía recogido en la cintura y regresó a su casa. Siguió tronando e indignándose desde su ratonera hasta el regreso de mi madre.

No se sorprendió al verme sentado sobre el taburete en el patio. Le costó reconocerme. Cuando me levanté para abrazarla, retrocedió levemente. Sólo cuando me acurruqué con fuerza contra ella consintieron sus brazos en arroparme tras quedarse flotando en el vacío.

—¿Por qué has regresado? —me preguntaba una y otra vez.

Saqué el dinero que me había dado Germaine para ella y no me dio tiempo a tendérselo. La mano de mi madre salió disparada como el rayo y eclipsó los billetes con la rapidez de un prestidigitador. Me metió dentro de nuestro cuchitril y, ya segura, volvió a sacar el dinero de su regazo para asegurarse de que no estaba soñando. Me avergonzaba su febrilidad, su pelo hirsuto por el que, con toda evidencia, no se había pasado un peine desde hacía lustros; me avergonzaba su almalafa raída que colgaba de sus hombros endebles como si fuera una cortina vieja, el hambre y los padecimientos que la desfiguraban, a ella que fue bella como el alba.

—Es mucho dinero —me dijo—. ¿Te lo ha dado tu tío para mí?

Mentí por temor a una reacción impropia como las de mi padre.

—Son mis ahorros.

—¿Trabajas?

—Sí.

—¿Ya no vas al colegio?

—Sí.

—No quiero que dejes el colegio. Quiero que seas un sabio, que vivas tranquilo durante toda tu vida. ¿Te has enterado? No quiero que tus hijos tengan que malvivir como cachorros. —Sus ojos chispearon cuando me agarró por los hombros—. Prométemelo, Younes, prométeme que tendrás tantos diplomas como tu tío, y una casa de verdad, y un oficio respetable.

Sus dedos se me clavaban con tanta fuerza en la carne que me trituraron los huesos.

—Te lo prometo. ¿Dónde está Zahra?

Dio un paso atrás, a la defensiva, luego recordó que yo sólo era su hijo y no una vecina envidiosa y malvada, y me susurró al oído:

—Está aprendiendo un oficio: será pantalonera. La he llevado a una costurera de la ciudad europea. Quiero que ella también llegue a ser algo.

—¿Está curada?

—No estaba enferma. No estaba loca. Sólo es sordomuda. Pero la costurera me ha dicho que comprende y aprende rápido. Esa costurera es una buena mujer. Trabajo en su casa tres veces por semana. Hago la limpieza. Qué más da hacerla aquí o en casa de otra gente. Además, hay que seguir adelante.

—¿Por qué no vienes a vivir con nosotros a Río Salado?

—No —gritó como si acabara de proferir una obscenidad—. No me moveré de aquí hasta que haya regresado tu padre. Imagina que volviera y no nos encontrara donde nos dejó. ¿Cómo nos iba a encontrar? No tenemos familia ni amigos en esta ciudad malvada. Además, ¿dónde está Río Salado? A tu padre no se le ocurriría pensar que nos hemos ido de Orán. No, me quedaré en este patio hasta que regrese.

—Puede que haya muerto…

Su mano me agarró por el cuello y me golpeó la cabeza contra la pared que tenía a mi espalda.

—¡Pobre loco! ¿Cómo te atreves? Batoul la vidente ha sido muy clara. Lo ha leído varias veces en las líneas de mi mano y en los rayados del agua. Tu padre está vivo y coleando. Está enriqueciéndose y vendrá a buscarnos cuando sea rico. Tendremos una casa bonita, con una escalinata y un huerto, además de un garaje para el coche, y nos resarcirá de las miserias de ayer y hoy. Vaya uno a saber. Puede que regresemos a nuestra tierra y recuperemos palmo a palmo todas las alegrías que nos obligaron a hipotecar.

Mi madre hablaba con rapidez. Hablaba muy, muy rápido. Con voz temblona. Y un extraño chisporroteo en los ojos. Sus enfebrecidas manos dibujaban en el aire inmensas ilusiones. De haber sabido que era la última vez que me hablaba en la vida, me habría creído todas sus quimeras y habría permanecido a su lado. Pero ¿cómo iba yo a saberlo?

Fue nuevamente ella quien me acució para que me fuera y volviera sin tardanza junto a mis padres adoptivos.