7

Durante meses, sólo pegué el ojo de noche tras haber escrutado minuciosamente el techo. De punta a punta. Me tumbaba boca arriba clavando la cabeza en la almohada y daba vuelta tras vuelta a las tribulaciones de mi padre, cuya deshilvanada película se proyectaba por encima de mi cama. Me lo imaginaba como un ricachón hierático rodeado de cortesanos, como salteador infestando remotos lugares, como buscador de oro desenterrando de un picotazo la pepita del siglo, o también como gánster ceñido en un impecable traje con chaleco, un puro entre los labios. A veces, con una angustia insondable, lo imaginaba yendo a la deriva por los barrios de mala fama, borracho y desastrado, perseguido por pilluelos linchadores. Aquellas noches, una tenaza me trituraba la muñeca, una tenaza idéntica a la que estuvo a punto de incrustarme mis monedas en la mano la noche en que pensé hacer feliz a mi padre entregándole el dinero que había ganado vendiendo jilgueros.

La desaparición de mi padre se me había quedado atragantada; no conseguía ingurgitarla ni expectorarla. Me sentía responsable de su defección. Mi padre no se habría atrevido a dejar a mi madre y a mi hermana en la más absoluta indigencia si no nos hubiésemos cruzado aquel día. Habría regresado a Jenane Jato al anochecer y habría dormido la mona sin despertar sospecha en el vecindario. Era un hombre con principios, se esforzaba en tenerlo todo en cuenta, cuidando de no perderla nunca. Decía que se podía perder la fortuna, las propiedades y los amigos, las oportunidades y las referencias, pero que siempre quedaba una posibilidad, por ínfima que fuera, de rehacerse de algún modo; en cambio, si lo que se perdía era la cara, de nada servía pretender salvar lo demás.

Aquel día, mi padre debió de perder la cara. Por mi culpa. Lo había pillado en su punto más bajo de decrepitud, y eso no lo pudo soportar. Había puesto tanto empeño en demostrarme que no consentía que las jugarretas de la vida empañaran su imagen… La mirada que me lanzó junto al bar, en Choupot, mientras intentaba grotescamente mantenerse en pie, demostraba que no era así. Hay miradas que delatan el desamparo de la gente; la de mi padre era inapelable.

Me reprochaba haber tomado aquella calle, haber pasado delante de aquel bar en el momento en que ese «gorila» echaba por tierra a mi padre a la vez que mi mundo; me reprochaba haber dejado demasiado pronto a Lucette, haberme detenido más tiempo que de costumbre a mirar vitrinas…

No dejaba de rumiar mi pena en la oscuridad de mi habitación, sin saber qué circunstancia atenuante alegar. Me sentía tan desgraciado que fui una noche al trastero en busca de la estatua del ángel que me tuvo aterrado durante mi primera noche en casa de mi tío. La encontré en el fondo de un arcón atestado de antiguallas, la desempolvé y la volví a colocar sobre la chimenea, frente a mi cama. Y ya no dejé de mirarla, seguro de que acabaría viéndola desplegar sus alas y ladear la barbilla hacia mí… Pero nada. Permaneció como sobrecogida sobre su zócalo, impenetrable y lamentablemente inútil, de modo que antes del amanecer volví a guardarla en su cochambroso arcón.

—¡Dios es malo!

—Dios no tiene parte en esto, hijo —me replicó mi tío—. Tu padre se ha ido, y punto. Ni el Maligno lo ha presionado ni el ángel Gabriel se lo ha llevado de la mano. Intentó sostenerse como pudo pero se vino abajo. Así de sencillo. La vida está hecha de altibajos, y nadie es capaz de saber cuál es su punto medio. Ni siquiera tiene uno por qué atenerse a sí mismo. La desgracia nos golpea sin premeditación. Nos fulmina como el rayo, y como el rayo desaparece, sin detenerse ni sospechar los dramas que nos inflige. Si quieres llorar, llora; si quieres esperar, reza, pero te suplico que no busques un culpable al sinsentido de tu dolor.

Lloré y recé; luego, con el paso de las estaciones, la pantalla que tenía sobre la cabeza se fue apagando y el techo recobró su plana banalidad. De nada servía tratar con los propios fantasmas. Retomé el camino del colegio, y de paso la mano de Lucette. Esos montones de niños y niñas que tenía a mi alrededor no eran culpables de nada. Eran chiquillos, sólo chiquillos presas del infortunio, que padecían castigos arbitrarios y se resignaban. Si no hacían demasiadas preguntas, era porque a menudo las respuestas no traían nada bueno.

Mi tío siguió recibiendo a sus misteriosos invitados. Llegaban por separado, en plena noche, y se encerraban en el salón durante horas fumando como chimeneas. El olor de sus cigarrillos apestaba toda la casa. Su conciliábulo empezaba y acababa siempre del mismo modo, sordo al principio, luego entrecortado por silencios meditabundos hasta que se enardecía y amenazaba con alborotar el barrio. Oía a mi tío hacer uso de su condición de señor de la casa para conciliar los humores. Cuando las divergencias no daban con un terreno de entendimiento, los invitados salían a tomar el aire en el jardín. La punta de sus cigarrillos fosforecía con furia en la oscuridad. Una vez acabada la reunión, se retiraban de puntillas, uno tras otro, escrutando los alrededores, y se desvanecían en la noche.

Al día siguiente, sorprendía a mi tío en su despacho tomando interminables notas en un registro con tapas de cartón.

Una noche que no se parecía a las anteriores, mi tío me permitió quedarme con sus invitados en el salón. Me presentó a ellos con orgullo. Reconocía algunas caras, pero el ambiente estaba menos tenso, era casi solemne. Sólo una persona se permitía hablar. Cuando abría la boca, sus compañeros se asían a sus labios y bebían sus palabras con infinita delectación. Se trataba de un invitado insigne, carismático, al que mi tío admiraba manifiestamente. Sólo mucho después, ojeando una revista política, pude poner un nombre a su rostro: Messali Hadj, personalidad señera del nacionalismo argelino.

La guerra estalló en Europa. Como un absceso.

Polonia cayó ante la embestida nazi con una facilidad desconcertante. La gente esperaba una resistencia feroz y sólo se encontró con patéticas escaramuzas, pronto aplastadas por los carros de combate con sus cruces gamadas. El éxito fulgurante de las tropas alemanas espantaba tanto como fascinaba. Las miradas todas a una se volvieron hacia el norte y se centraron en lo que estaba ocurriendo en la otra orilla del Mediterráneo. Las noticias no eran buenas; el espectro de un estallido general estaba en todas las mentes. No había ocioso en las terrazas de los cafés que no volcara sus preocupaciones sobre un periódico abierto. Los transeúntes se detenían, se llamaban de lejos, se aglutinaban en las barras de los bares o en torno a los bancos de los jardines públicos para tomarle el pulso a un Occidente que iba directo hacia su perdición. En el colegio, nuestros maestros nos hacían menos caso. Llegaban por la mañana con un montón de noticias y otro montón de preguntas, y regresaban por las tardes con las mismas preguntas y las mismas ansiedades. El director instaló sin más un aparato de radio en su despacho y dedicaba la mayor parte de su tiempo a las informaciones, desatendiendo a los pillastres que, curiosamente en aquellos tiempos revueltos, proliferaban en el patio del colegio.

El domingo, Germaine ya no me llevaba a ninguna parte después de misa. Se encerraba en su habitación y, arrodillada ante un crucifijo, salmodiaba unas letanías interminables. No tenía familia en Europa, pero rezaba con todas sus fuerzas para que la sensatez se impusiera a la locura.

Como mi tío se quitó a su vez de en medio, con su bolsa repleta de pasquines y de manifiestos oculta bajo el abrigo, me dediqué a Lucette. El tiempo se nos pasaba volando con nuestros juegos, hasta que una voz nos señalaba que era hora de comer o de ir a la cama.

El padre de Lucette se llamaba Jérôme y era ingeniero en una fábrica cercana a nuestro barrio. Ya enfrascado en un libro técnico, ya tumbado en un sofá frente a un gramófono en el que no paraba de sonar Schubert, ni siquiera se molestaba en echar una ojeada a lo que estábamos haciendo. Alto y flaco, parapetado tras unas gafas metálicas, daba la impresión de moverse dentro de una burbuja hecha a su medida, desde la que mantenía escrupulosamente las distancias con respecto a todo y a todos, incluso a la guerra que se disponía a cargarse el planeta. Tanto en invierno como en verano, llevaba la misma camisa caqui con hombreras y dos grandes bolsillos laterales repletos de lápices. Jérôme sólo hablaba cuando le hacían preguntas, a las que contestaba invariablemente con una pizca de irritación. Su mujer lo había abandonado a los pocos años de nacer Lucette y aquello le había afectado enormemente. Cierto era que no negaba nada a Lucette, pero jamás lo vi tomarla en brazos y darle un abrazo. En el cine, en el que nos saturaba de películas mudas por capítulos, cualquiera hubiese jurado que desaparecía después de apagarse las luces. A ratos me asustaba, sobre todo desde que declaró con indiferencia a mi tío que era ateo. Yo no sabía por entonces que ese tipo de gente pudiese existir. Sólo tenía a creyentes a mi alrededor; mi tío era musulmán, Germaine, católica, nuestros vecinos, judíos o cristianos. Tanto en el colegio como en el barrio, Dios estaba en todas las bocas y todos los corazones, y me asombraba que Jérôme se las compusiera sin Él. Le oí decir a un evangelista que acudió para traerle la palabra de Dios: «Cada hombre es su propio dios. Al elegir a otro es cuando reniega de sí mismo y se vuelve ciego e injusto». El evangelista se lo quedó mirando como si fuera Satanás en persona.

El día de la Ascensión, nos llevó, a Lucette y a mí, a contemplar la ciudad desde lo alto del monte Murdjadjo. Subimos primero a visitar la fortaleza medieval antes de unirnos al contingente de peregrinos que gravitaban alrededor de la capilla de la Santa Cruz. Había cientos de mujeres, ancianos y niños atropellándose al pie de la Virgen. Algunos habían escalado descalzos las laderas de la montaña, agarrándose a la retama y a la maleza; otros de rodillas, rótulas sajadas y ensangrentadas. Toda esa gente iba girando bajo un sol de castigo, con los ojos en blanco y la cara exangüe, implorando a los santos patronos y suplicando al Señor que se apiadara de sus míseras existencias. Lucette me explicó que los fieles eran españoles que, todos los años en el día de la Ascensión, cumplían con esa penitencia para agradecer a la Virgen que librara al Viejo Orán de la epidemia de cólera que enlutó a miles de familias en 1849.

—Pero si se están haciendo un daño tremendo —dije impresionado por la amplitud del martirio.

—Lo hacen por Dios —me explicó Lucette con fervor.

—Dios no les ha pedido nada —zanjó Jérôme.

Su voz restalló como un latigazo, haciendo añicos mi entusiasmo. Ya no veía a peregrinos sino a condenados en trance, y jamás me ha parecido el infierno más cercano que aquel día de grandes oraciones. Me habían prevenido contra la blasfemia desde que nací. No bastaba con proferirla para pagar por ello, el simple hecho de oírla era en sí mismo un pecado. Lucette se percató de mi malestar. La noté enojada con su padre, a pesar de lo cual me negué a responder a sus apuradas sonrisas. Quería volver a casa.

Tomamos el autobús para regresar a la ciudad. Las cerradas curvas de la carretera de cornisa que conducía al Viejo Orán aumentaron mi malestar. Cada zigzagueo incrementaba mis ganas de vomitar. Normalmente, a Lucette y a mí nos gustaba callejear por la Scalera, saborear una paella o un caldero en un chiringuito español, y comprar baratijas a los artesanos sefardíes en el Derb. Aquel día, no tenía ánimo para ello. La estatura de Jérôme arrojaba su sombra sobre mis preocupaciones. Temía que su «blasfemia» me atrajera alguna desgracia.

Tomamos el tranvía hasta la ciudad europea y seguimos a pie, directamente hasta nuestro barrio. Hacía buen tiempo. El sol oranés se superaba a sí mismo, a pesar de lo cual me sentía ajeno a las luces circundantes y a las ocurrencias de la gente. Por mucho que la mano de Lucette apretara la mía, no conseguía despejarme.

Y lo que temía se me vino encima como una calamidad: había gente en nuestra calle. Nuestros vecinos estaban agrupados a ambos lados de ella, cruzados de brazos, un dedo apoyado en la mejilla.

Jérôme interrogó con la mirada a un hombre vestido con calzón corto y apoyado en el marco de su puerta. Este, que estaba regando su jardín, cerró el grifo, soltó la manguera, se secó las manos en la parte delantera de su camiseta y separó los brazos en señal de ignorancia.

—Tiene que haber un error. La policía ha detenido al señor Mahi, el farmacéutico. Acaban de llevárselo en un furgón. Los polis no parecían estar de buenas.

A mi tío lo soltaron una semana después. Debió de esperar a la noche para regresar a casa. Bordeando las paredes. Con cara de abatimiento y mirada sombría. Unos pocos días de calabozo habían bastado para convertirlo en otro. Estaba irreconocible. Una barba incipiente acentuaba su arrugado semblante y añadía un toque espectral a su aspecto de extravío. Cualquiera hubiese dicho que lo habían tenido sin comer ni dormir día y noche.

El alivio de Germaine no duró más allá del reencuentro. No tardó en percatarse de que no le habían devuelto entero a su marido. Mi tío parecía embrutecido. Tardaba en entender lo que le decían, y daba un bote cada vez que Germaine le preguntaba si necesitaba algo. Por la noche, lo oía ir y venir por la habitación mascullando imprecaciones ininteligibles. A veces, mientras estaba en el jardín, yo alzaba los ojos hacia la ventana del primero y adivinaba su silueta tras las cortinas. Mi tío no paraba de vigilar la calle como si esperara la llegada de los demonios del infierno.

Germaine se hizo cargo de los asuntos familiares y atendió personalmente la farmacia. Desbordada de trabajo, no tardó en desatenderme. El estado mental de su marido empeoraba a ojos vista, y su categórica negativa a que lo examinara un médico la espantaba. A ratos se venía abajo y se ponía a llorar en pleno salón.

Jérôme se encargó de llevarme al colegio. Todas las mañanas, Lucette me esperaba en el umbral de nuestra puerta, entusiasmada, con sus trenzas adornadas con lazos. Me cogía la mano y me obligaba a correr para alcanzar a su padre calle abajo.

Yo pensaba que mi tío se recuperaría al cabo de unas semanas, pero iba de mal en peor. Permanecía encerrado en su habitación y se negaba a abrir cuando llamaban a la puerta. Era como si un espíritu maligno oficiara en casa. Germaine estaba desesperada. Yo no entendía nada. ¿Por qué habían detenido a mi tío? ¿Qué había ocurrido en la comisaría? ¿Por qué se empeñaba en no revelar nada sobre su estancia en la cárcel, ni siquiera a Germaine? Pero lo que los hogares se desviven por callar acaba pregonándose por los tejados: hombre de cultura, lector asiduo y atento a los conflictos que afectaban el mundo árabe, mi tío era intelectualmente solidario con la causa nacional que se estaba propagando en los ambientes cultos musulmanes. Se sabía de memoria los escritos de Chakib Arslane, y recortaba todos los artículos militantes publicados en la prensa; artículos que iba clasificando, anotando y comentando en interminables disertaciones. Enfrascado en la vertiente teórica de las convulsiones políticas, no parecía evaluar debidamente los riesgos de sus compromisos y sólo conocía de la militancia los bonitos discursos, la financiación de los talleres clandestinos, a la que contribuía, y las reuniones secretas que los responsables del movimiento organizaban en su casa. Nacionalista de corazón, más cercano a los preceptos que a la acción radical de los militantes del Partido Popular Argelino, ni por asomo se imaginó jamás cruzando el umbral de una comisaría o pasando la noche en una celda nauseabunda, con ratas y malhechores por compañía. En realidad, mi tío era un pacifista, un demócrata abstracto, un cerebral que creía en discursos, manifiestos y consignas, y era a la vez visceralmente opuesto a la violencia. Como ciudadano respetuoso con las leyes, consciente del rango social que le conferían sus diplomas universitarios y su condición de farmacéutico, lo último que podía esperarse era que la policía lo detuviera en su casa, cómodamente instalado en su sillón, con los pies sobre un puf y la cabeza enfrascada en El Ouma, la revista de su partido.

Contaban en la calle que ya presentaba un aspecto lamentable antes de que lo introdujeran en el furgón policial, que confesó nada más empezar el interrogatorio y que había sido tan cooperativo que lo soltaron sin cargos; algo que él negó hasta el final de su vida. Perdió varias veces la razón al no soportar ser objeto de tamaña infamia.

Cuando recuperó algo de su lucidez, mi tío contó a Germaine su proyecto: de ningún modo debíamos permanecer en Orán, teníamos que cambiar imperativamente de horizonte.

—La policía quiere ponerme en contra de los míos —le confesó, descorazonado—. ¿Te das cuenta? ¿Cómo se les ha ocurrido pensar que podían convertirme en chivato? ¿Tengo pinta de traidor, Germaine? Por el amor de Dios, ¿cómo voy a ser capaz de vender a mis compañeros de causa?

Le explicó que a partir de ahora estaba fichado, sentenciado; que lo iban a tener muy vigilado y que, de ese modo, iba a poner en peligro a sus allegados y amigos.

—¿Sabes al menos dónde ir? —le preguntó Germaine afligida por tener que abandonar su ciudad natal.

—Nos instalaremos en Río Salado.

—¿Por qué Río Salado?

—Es un pueblo tranquilo. Estuve allí el otro día para valorar la posibilidad de abrir una farmacia. He visto una, en la planta baja de una casa grande…

—¿Vas a vender todo lo que tenemos en Orán? ¿Nuestra casa, la farmacia?

—No tenemos opción.

—O sea que no nos das la menor posibilidad de regresar adonde hemos soñado tanto…

—Lo siento.

—¿Y si las cosas se pusieran feas en Río Salado?

—Iríamos a Tlemcen, o a Sidi Bel-Abbès, o al Sahara. Este mundo de Dios es ancho, Germaine, ¿acaso lo has olvidado?

En alguna parte estaba escrito que tenía que partir, siempre partir, y dejar atrás parte de mí mismo.

Lucette estaba de pie ante la puerta de su casa, con las manos a la espalda, el hombro apoyado en la pared. No había querido creerme cuando le dije que nos mudábamos. Ahora que el camión estaba allí, la notaba resentida.

No me atreví a cruzar la calle para decirle lo apenado que me sentía yo también. Me limité a mirar cómo los mozos de la mudanza colocaban nuestros muebles y arcones en el vehículo. Para mí era como si estuviesen deshuesando a mis dioses y a mis ángeles custodios.

Germaine me metió en la cabina. El camión soltó un bramido. Me asomé para ver a Lucette. Esperaba que moviera la mano, que me hiciera una leve señal de despedida; Lucette no hizo nada. No parecía darse cuenta de que me iba. O puede que se negara a admitirlo.

El camión arrancó y el conductor tapó a mi amiga. Torcí el cuello hasta casi descoyuntarme las vértebras en el intento de llevarme conmigo aunque sólo fuese una sonrisa, la prueba de que reconocía que yo no tenía culpa de nada, que me sentía tan infeliz como ella. En vano. La calle desfiló entre rugidos de chatarra, luego desapareció…

¡Adiós, Lucette!

Durante tiempo, creí que eran sus ojos los que me llenaban el alma de una tierna quietud. Hoy me doy cuenta de que no eran sus ojos, sino su mirada —una mirada dulce y buena—, tan precozmente maternal que, cuando se dirigía a mí…

Río Salado se encontraba a unos sesenta kilómetros al oeste de Orán. Jamás un viaje me había parecido tan largo. El camión renqueaba por la carretera como un viejo camello en las últimas. Le fallaba el motor cada vez que cambiaba de marcha. El conductor llevaba un pantalón manchado de lubricante ennegrecido y una camisa que había conocido mejores tiempos. Paticorto, ancho de hombros y con una jeta de luchador convaleciente, conducía en silencio agarrando el volante con sus manos velludas como tarántulas. Germaine permanecía callada, pegada a la portezuela, indiferente a las huertas que desfilaban a ambos lados de la cabina. Me di cuenta de que estaba rezando por como cruzaba sus dedos discretamente sobre el regazo.

Nos costó atravesar Misserghine por culpa de las carretas que atestaban la calzada. Era día de mercado y las amas de casa se afanaban alrededor de los tenderetes desde los que algunos beduinos, reconocibles por el turbante, se ofrecían como cargadores. Un agente del orden se pavoneaba por la plaza haciendo atrevidos remolinos con su porra. Saludaba obsequiosamente a las señoras, con la visera del quepis a la altura de las cejas, y luego se daba la vuelta para relamerse con su grupa.

—Me llamo Costa —dijo de pronto el conductor—. Coco para los amigos.

Echó una mirada zalamera a Germaine. Como esta le sonrió educadamente, se envalentonó.

—Soy griego.

De repente, se puso a contonearse en su asiento.

—Soy medio dueño de este camión. No lo parece, ¿eh? Pues es la verdad. Dentro de no mucho, seré mi propio patrón y ya no me moveré de mi mesa de despacho. Los dos chicos que van detrás, esos son italianos. Te descargan un paquebote en menos de un día. Ya eran mozos de mudanza en el vientre de su madre.

Le chisporrotearon los ojos tras sus párpados sebosos.

—¿Sabe usted que se parece a mi prima Melina, señora? Hace un rato, cuando llegué, creí que estaba alucinando. Es increíble lo que se le parece usted. Mismo pelo, mismo color de ojos, misma estatura. ¿No será usted de origen griego por un casual, señora?

—No, señor.

—Entonces, ¿de dónde es usted?

—De Orán. Cuarta generación.

—¡Guau! O sea que no sería extraño que un antepasado suyo cruzara la espada con el santo patrono de los árabes… Yo sólo llevo quince años en Argelia. Era marinero. Hicimos escala aquí. Conocí a Berta en un fondac. Y me dije «hasta aquí hemos llegado». Me casé con Berta y nos instalamos en la Scalera. Orán es muy bonita ciudad.

—Sí —dijo Germaine con tono lastimero—. Es una ciudad muy, muy bonita.

El conductor dio un volantazo para sortear una pareja de burros plantada en medio de la calzada. Los muebles crujieron ruidosamente en la parte trasera y ambos mozos soltaron unos cuantos tacos en su elástica jerigonza.

El conductor enderezó el camión y aceleró hasta casi reventar las duritas bajo el capó.

—Coco, a ver si vigilas la carretera en vez de tanto palique —le gritaron desde atrás.

El conductor asintió con la cabeza y se calló.

Volvieron a desfilar huertas. Naranjales y viñedos se hacían un hueco a codazos sobre las colinas y llanuras. Aquí y allá se veían magníficas granjas, las más de las veces sobre un promontorio para dominar el entorno, rodeadas de árboles majestuosos y jardines. Los caminos que conducían hasta ellas estaban jalonados por olivos o esbeltas palmeras. A veces, se veía a un colono regresar de sus sembrados a pie o a pleno galope de caballo hacia una ignota ventura. Luego, sin previo aviso, como para echar a perder la magia circundante, aparecían casuchas entre las lomas, inconcebiblemente sórdidas, aplastadas por el peso de la miseria y de los sortilegios. Algunas se parapetaban tras murallas de chumberas, por pudor —apenas se distinguía su techumbre a punto de derrumbarse sobre su mundo—; otras se agarraban a las laderas rocosas, con su puerta repelente como una boca desdentada, y el adobe de sus paredes cual máscara mortuoria.

El conductor se volvió hacia Germaine y repitió:

—Es increíble lo que se parece usted a mi prima Melisa, señora.