6

No permanecí mucho tiempo junto a mi madre. O puede que una eternidad. No lo recuerdo. El tiempo no contaba; se trataba de otra cosa, algo más denso y esencial. Como en el locutorio de las cárceles: lo que importa es lo que se retiene del instante compartido con el ser que se echa de menos. A mi edad, no me daba cuenta del perjuicio que mi partida suponía para los míos, de la mutilación en que me había convertido. Mi madre no soltó una sola lágrima. Ya lloraría más adelante. Me hablaba sonriéndome, sin soltarme la mano. La sonrisa de mi madre era una absolución.

Nos dijimos más o menos lo que teníamos que decirnos, o sea, poca cosa, nada que no supiéramos ya.

—Esto de aquí no es bueno para ti —decretó ella.

Sus palabras no me llamaron demasiado la atención en aquel momento. No era más que un niño para quien sólo en contadas ocasiones las palabras traspasaban el contorno de los labios. ¿Las asimilé, me detuve en ellas? ¿Qué más da? De todos modos, ya estaba en otra parte.

Fue ella la que me recordó que me estaban esperando en la calle, que tenía que irme; y la eternidad se esfumó como la luz al presionar el interruptor, con tal rapidez que me pilló desprevenido.

Fuera, el patio estaba silencioso. Ni el menor jaleo, ningún ruido de lucha. El patio estaba silencioso; ¿nos estaría escuchando tras las cortinas? Al salir vi a todos los vecinos reunidos en torno al brocal. Badra, Mama, Batoul la vidente, la bella Hadda, Yezza y su chiquillería me miraban de lejos. Parecía que temieran estropearme al acercarse a mí. Los diablillos de Badra contenían el aliento. Ellos, que siempre andaban con los dedos metidos en alguna parte, ahora mantenían las manos pegadas al costado. Mi cambio de ropa había bastado para dejarlos descolocados. Hoy sigo preguntándome si, al fin y al cabo, el mundo no se basa en las apariencias. Si tienes la cara acartonada y un saco de yute cubriendo una tripa vacía, eres un pobre. Si te lavas la cara, te peinas un poco y te pones un pantalón limpio, ya eres otro. De tan poco depende… A los once años, esos despertares te desconciertan. Como las preguntas no traen respuestas, te apañas con las que te convienen. Estaba convencido de que la miseria no se debía a la fatalidad sino que procedía directamente de las mentalidades. Todo se cuece en la cabeza. La mente da por bueno lo que los ojos descubren, y se acaba pensando que esa es la realidad inmutable de seres y cosas. Sin embargo, basta con apartar un momento la mirada de ese duro trance para hallar otro camino, nuevo por estrenar y tan misterioso que uno se sorprende soñando. En Jenane Jato no se soñaba. La gente había decidido que su destino estaba sentenciado y que nada más había alrededor, ni arriba ni abajo. De tanto mirar la vida del lado que más duele, acabó fundiéndose en cuerpo y alma con su estrabismo.

Mi tío me tendió la mano. La agarré al vuelo. Cuando sus dedos se cerraron alrededor de mi muñeca, dejé de mirar hacia atrás.

Ya estaba en otra parte.

No se me ha quedado grabado gran cosa de mi primer año de adopción. Ya tranquilizado, mi tío me matriculó en un colegio situado a dos manzanas de nuestra calle. Se trataba de un centro normal y corriente, con corredores poco atractivos y dos plátanos en el patio. Me resultaba muy oscuro, como si la luz del día apenas rozara las alturas del edificio. Al contrario que el maestro, un señor rudo y severo que nos enseñaba francés con un acento auvernés que algunos alumnos imitaban a la perfección, la maestra era paciente y dulce. Algo regordeta, siempre llevaba el mismo guardapolvo descolorido, y su perfume la seguía como una sombra cuando pasaba por entre las filas.

Sólo había dos árabes en mi clase, Abdelkader y Brahim, hijos de dignatarios a quienes unos sirvientes iban a recoger a la salida del colegio.

Mi tío velaba por mí como si fuera la niña de sus ojos. Su buen humor me animaba. De cuando en cuando, me llamaba a su despacho y me contaba historias cuyo sentido y alcance se me escapaban.

Orán era una magnífica ciudad. Tenía un carácter singular que añadía un perenne encanto a su jovialidad mediterránea. Todo lo que emprendía le sentaba de maravilla. Sabía vivir y no lo ocultaba. Sus noches eran mágicas. Tras la canícula, el aire refrescaba y la gente sacaba su silla a la acera y pasaba largas horas charlando en torno a un vaso de anisete. Podíamos verlos desde nuestra veranda, fumándose sus pitillos, y oír lo que se contaban. Su sibilina picaresca prorrumpía en la oscuridad como estrellas fugaces y sus risas gruesas afluían hasta nosotros al igual que las olas acuden a lamer los pies a orillas del mar.

Germaine era feliz. No podía mirarme sin dar gracias a Dios con una oración. Yo era consciente de la felicidad que les producía, a ella y a su marido, y aquello me halagaba.

A veces, mi tío recibía a gente procedente de lugares muy lejanos; árabes y bereberes, algunos vestidos a la europea, otros luciendo la vestimenta tradicional. Eran gente importante y muy distinguida. Todos hablaban de un país que se llamaba Argelia; no el que enseñaban en el colegio ni el de los barrios encopetados, sino otro país expoliado, avasallado, amordazado, que rumiaba su ira como si fuera un alimento echado a perder; la Argelia de Jenane Jato, de las fracturas abiertas y las tierras quemadas, de los que padecen y cargan con todo… un país que quedaba por definir y adonde todas las paradojas del mundo parecían haber venido a instalarse.

Creo que era feliz en casa de mi tío. En absoluto echaba de menos Jenane Jato. Hice amistad con una niña que vivía enfrente. Se llamaba Lucette. Estábamos en la misma clase y su padre le permitía jugar conmigo. Tenía nueve años, no era muy bonita, pero era divertida y generosa, por lo que disfrutaba mucho con su compañía.

En el colegio, las cosas se normalizaron a partir del segundo año. Conseguí integrarme. Los jóvenes rumís eran ciertamente niños extraños. Podían acogerte con los brazos abiertos y rechazarte justo después del abrazo. Se llevaban muy bien entre ellos. A veces, les daba por pelearse durante el recreo, por tenerse un odio implacable, pero cuando se presentaba un intruso —normalmente un árabe o un «pariente pobre» de su comunidad— hacían piña contra él. Lo ponían en cuarentena, le tomaban el pelo y lo señalaban sistemáticamente con el dedo cada vez que se buscaba a un culpable. Al principio, encargaron de la persecución a Maurice, un estudiante calamitoso, grandullón y camorrista. Cuando se dieron cuenta de que yo no era más que un blandengue incapaz de devolver los golpes ni de quejarme, me dejaron en paz. En cambio, cuando tenían a otro hazmerreír, hasta me toleraban en la periferia de su grupo. No era del todo uno de ellos y no desperdiciaban una oportunidad de recordármelo. Curiosamente, bastaba con que sacara mi merienda de la cartera para que se apaciguaran; de pronto se convertían en amigos y me manifestaban un respeto desconcertante. Una vez compartida la merienda y desaparecida la última migaja, renegaban de mí con tal rapidez que sus cambios me mareaban.

Una tarde, regresé a casa enrabietado. Necesitaba explicaciones inmediatas. Estaba enfadado con Maurice, con el maestro y con toda mi clase. Me había sentido herido en mi amor propio y, por vez primera, comprendí que mi dolor no se limitaba al de mi familia y que podía extenderse a gente que no conocía de nada, pero que pasaba a convertirse, por espacio de una afrenta, en tan cercana como mi padre o mi madre. El incidente se produjo en clase. Habíamos entregado nuestros deberes, y Abdelkader estaba confuso. Se le había olvidado hacer los suyos. El maestro lo agarró por la oreja y lo hizo subir así a la tarima, poniéndolo en evidencia ante toda la clase. «¿Podría usted decirnos por qué no tiene deberes para entregarme, a ejemplo de sus compañeros, don Abdelkader?». El alumno así pillado permanecía cabizbajo, rojo como un tomate. «¿Por qué, don Abdelkader, por qué no ha hecho usted sus deberes?». Al no obtener respuesta, el maestro se dirigió al resto de la clase: «¿Alguien puede decirnos por qué don Abdelkader no ha hecho sus deberes?». Sin levantar la mano, Maurice contestó sobre la marcha: «Porque los árabes son perezosos, señor». La hilaridad que arrancó a su alrededor me destrozó.

De vuelta a casa, fui directamente a buscar a mi tío en su despacho.

—¿Es verdad que los árabes son perezosos?

A mi tío lo sorprendió mi tono agresivo.

Soltó el libro que estaba leyendo y se volvió hacia mí. Lo que vio en mi rostro lo enterneció.

—Ven aquí a mi lado, hijo —me dijo, abriéndome los brazos.

—No. Quiero saber si es verdad. ¿Los árabes son perezosos?

Mi tío se cogió la barbilla con el índice y el pulgar y me miró fijamente. Era un momento decisivo; me debía explicaciones.

Tras reflexionar, se puso enfrente de mí y me dijo:

—No somos perezosos. Sólo que nos tomamos nuestro tiempo para vivir. Algo que no les ocurre a los occidentales. Para ellos, el tiempo es dinero. Para nosotros, el tiempo no tiene precio. Un vaso de té nos basta para ser felices, a ellos ninguna felicidad les basta. Ahí está la diferencia, hijo.

No volví a dirigir la palabra a Maurice, y dejé de temerlo.

Luego vino aquel día —otro más— que, al estar aprendiendo a soñar, me pilló totalmente desprevenido.

Había acompañado a Lucette hasta la casa de su tía, una pantalonera cuyo taller se encontraba en Choupot, dos barrios más arriba del nuestro, y regresaba a casa a pie. Era una mañana de octubre y del cielo colgaba un sol tan grande como una calabaza. El otoño iba despojando los árboles de sus últimos harapos mientras un viento en trance arremolinaba alocadamente montones de hojas muertas. Había un bar en el bulevar por el que a Lucette y a mí nos encantaba ir de escaparates. No recuerdo su nombre pero todavía me acuerdo de los borrachos que lo frecuentaban: gente ruidosa e irascible a la que a menudo la policía metía en vereda a porrazos. Justo cuando llegaba a su altura estalló una violenta disputa. A los insultos sucedió un estrépito de mesas y de sillas y vi a un fulano gordo y cabreado agarrar a un mendigo por el cuello y los fondillos y catapultarlo por encima de los escalones. El pobre infeliz aterrizó a mis pies con el mismo sonido que una gavilla de heno. Estaba borracho perdido.

—¡No se te ocurra volver por aquí, piojoso! —le intimó el barman desde un escalón—. Este no es sitio para ti.

El barman volvió a entrar en el bar y regresó con una chancla.

—Y recoge tu babucha, Yohá de las narices. Correrás mucho mejor y más rápido a tu perdición.

El mendigo encogió el cuello cuando la chancla le dio en la cabeza. Como me cortaba el paso, totalmente tendido en la acera, y yo no sabía si debía dar un rodeo o cruzar, me quedé clavado en el sitio.

El mendigo olisqueó con la mejilla aplastada contra el suelo y el turbante sobre la nuca. Me daba la espalda. Sus enfebrecidas manos intentaban agarrarse a algo, pero estaba demasiado borracho para encontrar dónde apoyarse. Tras varios tropiezos, consiguió incorporarse, buscó a tientas su chancla, se la puso, luego recogió su turbante y se lo enrolló de cualquier manera alrededor de la cabeza.

No olía bien; creo que se había orinado encima.

Tambaleándose sobre su trasero, una mano apoyada en el suelo para evitar derrumbarse, buscó con la otra su bastón, lo vio cerca de una alcantarilla y se arrastró boca abajo para alcanzarlo. Se fijó de pronto en mi presencia y se detuvo. Al volver la cabeza hacia mí, se le descompuso el rostro.

¡Era mi padre!

¡Mi padre, el que era capaz de levantar montañas, de poner de rodillas las incertidumbres, de retorcer el pescuezo al destino! ¡Ahí estaba, a mis pies, tirado en la acera, trabado por unas polainas malolientes, con la cara tumefacta y la baba colgándole de la comisura de los labios, el azul de sus ojos tan trágico como los moratones de su rostro!… ¡Un desecho… una piltrafa… una tragedia!

Me miró como si yo fuera un espectro. Algo veló sus ojos legañosos y embotados y la cara se le arrugó como un papel de envolver entre las manos de un trapero.

—¿Younes? —exclamó.

No fue un grito, apenas un gorgoteo suspenso entre la exclamación átona y el llanto.

Me quedé atónito.

De repente se hizo cargo de la gravedad de la situación e intentó levantarse. Sin dejar de mirarme, con las facciones tensas por el esfuerzo, se apoyó en su bastón y se enderezó cuidando de no soltar ningún gemido. Sus rodillas lo traicionaron y volvió a caer penosamente en el arroyo. Para mí era como si se derrumbara mi castillo de arena, como si las ráfagas del siroco desconcharan las promesas del ayer y mis mayores deseos. Sentía una inmensa pena. Hubiese querido inclinarme hacia él, pasar su brazo por encima de mi cuello y levantarlo. Hubiese querido que me tendiera la mano, que se agarrase a mí. Hubiese querido mil cosas más, mil trampolines, mil pértigas, pero sólo tenía los ojos para negarme a admitir lo que estaba viendo, ya que ninguno de mis miembros respondió. Quería demasiado a mi padre para imaginármelo tirado a mis pies, hecho un adefesio, con las uñas renegridas y moqueando.

Incapaz de sobreponerse a su borrachera, renunció a seguir intentándolo y, con gesto exhausto, me pidió que me fuera.

En un último arranque de orgullo, mi padre respiró hondamente y volvió a apoyarse en su bastón. Debió de hurgar en lo más recóndito de su dignidad hasta reunir la fuerza necesaria para reponerse, se echó hacia delante, se tambaleó hacia atrás, se apoyó en la pared al flaquearle las piernas; estaba luchando lo indecible para mantenerse en pie. Se sostuvo en su hipotético apoyo, como si fuera un viejo rocín enfermo a punto de derrumbarse. Y, adelantando un pie tras otro, rozando con el hombro la fachada del bar, se alejó. Intentaba afianzarse con cada paso, apartarse un poco de la pared para demostrarme que estaba en condiciones de caminar recto; se apreciaba, en esa patética lucha entablada consigo mismo, lo más valiente a la vez que lo más grotesco del desamparo. Demasiado ebrio para ir muy lejos, se detuvo jadeando al cabo de unos metros y se volvió para ver si me había ido. Yo seguía allí, con los brazos caídos, tan borracho como él. Entonces me lanzó esa mirada que me acosará toda la vida; esa mirada de derrota capaz de ahogar cualquier juramento, incluso el que pudiese hacer el padre más bueno al mejor de los hijos… Una mirada que se lanza una sola vez en la existencia, pues detrás o más allá de ella no queda nada. Supe que era la última que me dirigía; que aquellos ojos, que me habían fascinado y aterrado, arrullado y prevenido, amado y conmovido, jamás volverían a posarse sobre mí.

—¿Desde cuándo está así? —preguntó el médico, metiendo su estetoscopio dentro de su bolsa.

—Regresó a mediodía —dijo Germaine—. Tenía un aspecto normal. Luego nos sentamos a almorzar. Comió un poco y de pronto corrió a vomitar al bidé.

El médico era un señor alto y huesudo, de rostro alargado y macilento. Su traje de color antracita le confería cierto aspecto de morabito. Abrochó las correas de su bolsa con autoridad, sin dejar de mirarme.

—No entiendo lo que le pasa —confesó—. No tiene fiebre, no está sudando ni presenta el menor síntoma de resfriado.

Mi tío, que se hallaba al pie de mi cama junto a Germaine, no decía nada. Estuvo muy pendiente de la auscultación, y observaba de cuando en cuando al médico con inquietud. Este me miró la boca, pasó por mis pupilas una linterna pequeña, me palpó repetidas veces debajo de las orejas, escuchó mi respiración. Se irguió esbozando un mohín circunspecto.

—Le voy a recetar medicamentos para contener las náuseas. Que guarde cama hoy. En principio, debería pasársele. Ha debido de tomar algo que su organismo ha rechazado. Si no se le pasa, me volvéis a llamar.

Cuando el médico se fue, Germaine se quedó conmigo. Se la notaba intranquila.

—¿Has comido algo en la calle?

—No.

—¿Te duele el vientre?

—No.

—Entonces, ¿qué te ocurre?

Ignoraba lo que me ocurría. Notaba que se me iba la vida. Me mareaba apenas levantaba la cabeza. Tenía la impresión de que se me enredaban las tripas, de que se me embotaba el alma…

Cuando desperté era de noche. No se oía ruido desde la calle. La luna llena alumbraba mi habitación y una leve brisa se divertía tirando de las trenzas de los árboles. Debía de ser muy tarde. Normalmente, los vecinos no se acostaban hasta haber contado todas las estrellas. Tenía un regusto a bilis en la boca y me ardía la garganta. Aparté las mantas y me levanté. Me temblaban las piernas. Me acerqué a la ventana y esperé, con la nariz pegada al cristal, a ver pasar alguna silueta. Quería reconocer a mi padre en cada noctámbulo.

Germaine me pilló así, con el rostro aureolado de vaho y el cuerpo helado. Se apresuró a meterme en la cama. Yo no entendía lo que me decía. Su rostro desaparecía intermitentemente tras el de mi madre; luego el de mi padre suplantaba a ambos, provocándome unos fulgurantes espasmos en el vientre.

Ignoro cuánto tiempo estuve enfermo. Cuando volví a la escuela, Lucette me confesó que había cambiado, que ya no era el mismo. Algo se había quebrado dentro de mí.

Bliss el comisionista fue a ver a mi tío a la farmacia. Lo reconocí apenas empezó a carraspear. Tenía una manera muy propia de aclararse la garganta. Yo me encontraba en la rebotica repasando lecciones cuando llegó. Podía observarlo por la abertura de la cortina que separaba el despacho. Empapado hasta el tuétano, llevaba un viejo albornoz remendado que le quedaba grande, unos zaragüelles grises manchados de barro y sandalias de caucho que iban embarrando el suelo.

Mi tío dejó de hacer cuentas y alzó la cabeza. La visita del comisionista le daba muy mala espina. Bliss apenas se aventuraba por el barrio europeo. A mi tío le bastó con ver su mirada de animal acosado para adivinar que un viento funesto soplaba en su dirección.

—¿Sí?

Bliss se metió la mano bajo la chechia y se rascó con fuerza la coronilla; eso en él era señal de apuro.

—Se trata de tu hermano, doctor.

Mi tío cerró su registro dando un golpe seco y se volvió hacia mí. Se dio cuenta de que los estaba observando. Dio la vuelta al mostrador, tomó a Bliss por el codo y lo alejó a una esquina. Me bajé de mi taburete y me acerqué a la cortina para escuchar.

—¿Qué le pasa a mi hermano?

—Ha desaparecido…

—¿Qué? ¿Qué significa desaparecido?

—Pues que no ha vuelto a su casa.

—¿Desde cuándo?

—Desde hace tres semanas.

—¿Tres semanas? ¿Y vienes a contármelo ahora?

—La culpa es de su mujer. Ya sabes cómo son nuestras mujeres cuando faltan sus maridos. Prefieren que arda su casa antes que pedir ayuda al vecino. Además, es Batoul la vidente la que me lo ha dicho esta mañana. La mujer de tu hermano la consultó ayer. Le pidió que le leyera en las líneas de la mano qué había sido de su marido, y así es como Batoul se ha enterado de que tu hermano lleva tres semanas sin dar señales de vida.

—¡Dios mío!

Volví de inmediato a mi mesa de trabajo.

Mi tío apartó la cortina y me vio concentrado en mi cuaderno de poemas.

—Ve a decir a Germaine que venga a sustituirme en la farmacia. Tengo asuntos urgentes que atender.

Recogí mi cuaderno y salí a la calle. Intenté leer de pasada algo en la mirada de Bliss, pero apartó los ojos. Eché a correr como un loco por las calles.

Germaine estaba muy nerviosa. Apenas acababa con un cliente, se apostaba tras la cortina para vigilarme. Mi calma la tenía preocupada. De vez en cuando, sin poder contenerse, se acercaba a mí de puntillas y se quedaba mirando por encima de mis hombros mientras me aprendía de memoria mis poemas. Su mano me acariciaba el pelo antes de detenerse en mi frente para tomarme la temperatura.

—¿Seguro que estás bien?

Yo no le contestaba.

La última mirada que me lanzó mi padre días atrás, mientras se tambaleaba de ebriedad y de vergüenza, había vuelto a roerme con la voracidad de un gusano.

Había anochecido hacía varias horas y mi tío seguía sin regresar. Mientras diluviaba en la calle desierta, un caballo se desmoronó, arrastrando consigo la carreta de la que tiraba. La carga de carbón se esparció por la calzada y el carretero, echando pestes contra su animal y el mal tiempo, intentó en vano resolver su problema.

Germaine y yo miramos por la vitrina el caballo tumbado en el suelo, con las patas delanteras dobladas y el cuello desarticulado. El agua de lluvia ondeaba sus crines sobre el adoquinado.

El carretero fue en busca de ayuda y regresó con un puñado de voluntarios para arrostrar el aguacero y los rayos.

Uno de ellos se agachó ante el caballo.

—Tu penco está muerto —dijo en árabe.

—Qué va, sólo ha resbalado.

—Te digo que está tieso.

El carretero se negó a admitirlo. Se agachó a su vez ante su animal sin atreverse a ponerle la mano encima.

—No puede ser. Si estaba bien…

—Los animales no saben quejarse —dijo el voluntario—. Te habrás pasado con el látigo, amigo.

Germaine cogió una manivela y bajó hasta la mitad el cierre metálico de la farmacia; luego me entregó su paraguas, apagó las luces y me sacó fuera. Tras haber colocado los candados, volvió a coger el paraguas, me apretó contra ella y regresamos apresuradamente a casa.

Mi tío no apareció hasta bien adentrada la noche. Venía empapado. Germaine le quitó el abrigo y los zapatos en el vestíbulo.

—¿Por qué no está acostado? —rezongó él, señalándome con la barbilla.

Germaine se encogió de hombros y subió con rapidez los escalones que llevaban al piso superior. Mi tío se me quedó mirando atentamente. Su pelo mojado relucía bajo la lámpara, pero tenía la mirada sombría.

—Deberías estar durmiendo en tu habitación. Te recuerdo que mañana tienes colegio.

Germaine regresó con una bata que mi tío se puso sobre la marcha. Deslizó sus pies descalzos en unas pantuflas y vino hacia mí.

—Hijo, haz el favor de subir a tu habitación.

—Sabe lo de su padre —creyó su deber informarlo Germaine.

—Lo supo antes que tú, pero eso no es motivo.

—De todos modos, no pegará ojo hasta haberte oído. Se trata de su padre.

A mi tío no le hicieron gracia las últimas palabras de Germaine. La amenazó con la mirada. Ella no se amilanó. Estaba preocupada y comprendía que no era razonable ocultarme la verdad.

Mi tío colocó sus manos sobre mis hombros.

—Lo hemos buscado por todas partes —dijo—. Nadie lo ha visto. No recuerdan haberlo visto en los últimos tiempos por los lugares que frecuentaba. Tu madre ignora dónde está. No entiende por qué se ha ido. Vamos a seguir buscando. He pedido al comisionista y a tres hombres de confianza que se pateen la ciudad hasta dar con él…

—Yo sé dónde está —dije—. Se ha ido para hacer fortuna, y va a regresar en un cochazo.

Mi tío consultó a Germaine con la mirada, temiendo que estuviera divagando. Ella lo tranquilizó con un leve aleteo de pestañas.

Ya en mi habitación, me quedé mirando al techo e imaginé a mi padre en alguna parte amasando fortunas a brazadas, como en las películas a las que me llevaba el padre de Lucette los domingos por la tarde. Germaine acudió varias veces a mi habitación para comprobar que me había dormido. Yo fingía estarlo. Ella fisgoneaba en la cabecera de mi cama, me palpaba subrepticiamente la frente, me colocaba las almohadas y se iba tras haberme tapado bien. Al oír la puerta cerrarse, me destapaba y, sin dejar de mirar el techo, al igual que un chaval hechizado por una visión extraordinaria, seguía las aventuras de mi padre como si las viera en una pantalla.

Bliss el comisionista y los tres hombres de confianza a quienes mi tío había encargado que dieran con mi padre no consiguieron nada. Habían buscado en las comisarías, en el hospital, en los burdeles, en los vertederos, en los zocos, entre sepultureros y truhanes, borrachos y alcahuetes… Mi padre se había volatilizado.

A las pocas semanas de su desaparición, fui a Jenane Jato sin contárselo a nadie. Había aprendido a orientarme en la ciudad y quería visitar a mi madre sin pedir permiso a Germaine y sin que me acompañara mi tío. Mi madre me regañó muy en serio. Mi iniciativa le pareció estúpida y me hizo prometer que no lo volvería a hacer. Los barrios de las afueras estaban infestados de gente poco recomendable, y un chico bien vestido era presa fácil para todos esos bribones que operaban en zonas peligrosas. Le expliqué que había venido para saber si mi padre había regresado. Mi madre me informó que mi padre no necesitaba que se preocuparan por él y que, según Batoul la vidente, le iba de maravilla y ya estaba empezando a amasar una fortuna. «Cuando regrese, pasará primero por casa de tu tío antes de recogernos, a tu hermana y a mí, para llevarnos, todos juntos, a una gran casa rodeada de jardines y con innumerables árboles frutales».

Tras lo cual envió al hijo mayor de Badra a buscar a Bliss para que me acompañara de inmediato a casa de mi tío.

Durante mucho tiempo le di vueltas al perentorio rechazo de mi madre.

Tenía la sensación de ser la causa de todas las desgracias del mundo.