5

Mi tío vivía en la ciudad europea, al final de una calle asfaltada, bordeada por casas de obra, coquetas y apacibles, con verjas de hierro forjado y postigos en las ventanas. Era una calle bonita con aceras limpias adornadas con ficus recortados con esmero. Aquí y allá, había bancos en los que los ancianos se sentaban para ver pasar el tiempo. Había niños brincando en las placetas. No iban harapientos como los chavales de Jenane Jato, no se veían señales fatídicas en sus caritas, y parecían aspirar la vida a pleno pulmón y con claro deleite. En aquel barrio reinaba una quietud inimaginable; sólo se oía el griterío de los críos y el gorjeo de los pájaros.

La casa de mi tío tenía dos plantas, un jardincito ante la entrada y un corto espacio por un lateral. La buganvilla sobrepasaba la tapia que cercaba la propiedad y caía hacia fuera, salpicada de flores violetas. Había sobre la veranda una parra enredada a más no poder.

—En verano, los racimos de uva cuelgan por todas partes —me explicó mi tío al empujar el portillo—. Te bastará con ponerte de puntillas para cogerlos.

Le refulgía la mirada. Estaba encantado.

—Aquí te vas a encontrar a gusto, hijo.

Nos abrió una mujer pelirroja, de unos cuarenta años. Era guapa, tenía la cara redonda y unos ojazos de color verde mar. Al verme de pie en la veranda, se llevó las manos al corazón y se quedó por un momento sin voz, subyugada. Luego su mirada interrogó la de mi tío, y grande fue su alivio cuando este asintió con la cabeza.

—¡Dios mío, qué guapo es! —exclamó, agachándose para mirarme más de cerca.

Sus brazos me auparon con tal rapidez que estuve a punto de caer de espaldas. Era una mujer robusta de gestos a veces bruscos, casi viriles. Me apretó con mucha energía contra su pecho; hasta noté los latidos de su corazón. Olía bien, como un campo de lavanda, y las lágrimas que vacilaban en el borde de sus párpados acentuaban el verdor de sus ojos.

—Querida Germaine —dijo mi tío con voz estremecida—, te presento a Younes, ayer mi sobrino, ahora nuestro hijo.

Sentí correr un escalofrío por el cuerpo de la mujer; la lágrima que relucía de emoción en el borde de sus pestañas cayó directamente a su mejilla.

—¡Jonas! —dijo ella, intentando ahogar el llanto—. ¡Jonas, si supieras lo feliz que me siento!

—Háblale en árabe. No ha ido a la escuela.

—No pasa nada. Eso tiene arreglo.

Se irguió, temblando de emoción, me cogió la mano y me hizo entrar en una sala que me pareció más grande que un establo y cuyo mobiliario era imponente. La luz del día penetraba con fuerza por una enorme puerta vidriera con cortinas a ambos lados y que daba a la veranda, en la que se solazaban dos mecedoras a los dos lados de un velador.

—Esta es tu nueva casa, Jonas —me anunció Germaine.

Mi tío iba detrás, con una sonrisa de oreja a oreja y un paquete debajo del brazo.

—Le he comprado algo de ropa. Ya le comprarás más mañana.

—Muy bien, eso es cosa mía. Tus clientes van a perder la paciencia.

—¿O sea que ya te lo quieres quedar para ti sola?

Germaine se volvió a agachar para contemplarme.

—Creo que nos vamos a llevar bien, ¿verdad, Jonas? —me preguntó en árabe.

Mi tío dejó el paquete de ropa sobre una cómoda y se instaló cómodamente en un sofá, con las manos sobre las rodillas y el fez echado hacia atrás.

—¿No tendrás intención de quedarte ahí espiándonos? —le preguntó Germaine—. Vuelve a tu trabajo.

—De eso nada, querida mitad. Hoy es día festivo para mí. Tengo a un hijo en casa.

—¿No lo dirás en serio?

—Jamás en mi vida he sido tan serio.

—Bueno —concedió Germaine—, Jonas y yo nos vamos a dar un buen baño.

—Me llamo Younes —le recordé.

Me obsequió con una tierna sonrisa, me acarició una mejilla con la palma de la mano y me dijo al oído:

—Ya no, cariño… —Y dirigiéndose a mi tío—. Ya que estás aquí, senos útil y pon agua a calentar.

Me condujo hasta una pequeña habitación en la que había una especie de caldera de fundición, abrió un grifo y se puso a desnudarme mientras se iba llenando la cuba.

—Lo primero que vamos a hacer es deshacernos de estos pingajos, ¿verdad, Jonas?

No sabía qué decir. Seguía con la mirada sus manos blancas correteando por mi cuerpo, quitándome la chechia, la gandura, la camiseta raída, las botas de caucho. Tenía la impresión de que me estaba deshojando.

Mi tío llegó con un cubo metálico humeante. Permaneció pudorosamente en el pasillo. Germaine me ayudó a meterme en la cuba, me enjabonó de pies a cabeza, me lavó varias veces haciéndome vigorosas fricciones con una loción perfumada, me secó con una toalla de baño y fue a buscar mi nueva ropa. Una vez vestido, me llevó ante un gran espejo; me había convertido en otro. Componían mi atuendo una marinera de cuello ancho y cuatro botones de cobre por delante, un pantalón corto con bolsillos laterales, y una gorra idéntica a la de Ouari.

Mi tío se levantó para recibirme a mi regreso al salón. Me sentía turbado ante su enorme felicidad.

—¿No está imponente mi principito descalzo?

—Déjalo ya, no le vayas a atraer el mal de ojo… A propósito de descalzo, se te ha olvidado comprarle zapatos.

Mi tío se golpeó la frente con la palma de la mano.

—Es verdad. ¿Dónde tendría la cabeza?

—En las nubes, sin duda.

Mi tío salió de inmediato. Regresó al rato con tres pares de zapatos de distinto número. Los más pequeños me iban bien. Eran zapatos de cordones, negros y flexibles, que me molestaban un poco en los tobillos pero me cubrían perfectamente los pies. Mi tío no devolvió los demás; me los guardó «para los años venideros»…

No me dejaron un momento solo; gravitaban a mi alrededor como dos mariposas en torno a un foco de luz y me enseñaron la casa cuyas amplias habitaciones de techo alto habrían podido alojar a todos los inquilinos de Bliss el comisionista. Las cortinas caían en cascada a ambos lados de las ventanas de vidrios inmaculados y postigos pintados de verde. Era una bonita casa soleada, un poco laberíntica al principio, con sus pasillos, sus puertas ocultas, sus escaleras de caracol y sus armarios empotrados que yo tomaba por habitaciones. Pensé en mi padre, en la choza de nuestras tierras ya perdidas, en nuestra madriguera de Jenane Jato; la diferencia me resultó tan abismal que sentí vértigo.

Germaine me sonreía cada vez que le dirigía la mirada. Ya me estaba mimando. Mi tío no sabía por dónde cogerme, pero se negaba a soltarme por un segundo. Me lo enseñaban todo a la vez, reían con cualquier cosa; a ratos, se cogían de la mano y se limitaban a observarme, con lágrimas de ternura en los ojos, mientras yo iba descubriendo, boquiabierto, las cosas de los tiempos modernos.

Por la noche, cenamos en el salón. Otra curiosidad era que mi tío no necesitaba quinqué para alumbrar sus noches; bastaba con pulsar un interruptor para que un puñado de bombillas se encendieran en el techo. No me sentía nada a gusto en la mesa. Acostumbrado a comer en el mismo plato que el resto de mi familia, me notaba desorientado ante un plato individual. Apenas comí, cohibido por la constante mirada que acechaba cada uno de mis movimientos y por las manos que no paraban de alisarme el pelo o de pellizcarme una mejilla.

—No lo violentes —no paraba de decir Germaine a mi tío—. Démosle tiempo para que se familiarice con su nuevo entorno.

Mi tío se contenía durante un rato, para luego embalarse una vez y otra, tan torpe como entusiasta.

Subimos al piso después de cenar.

—Esta es tu habitación, Jonas —me anunció Germaine.

Mi habitación… Estaba al final del pasillo, y era dos veces mayor que la que compartía mi familia en Jenane Jato. En el centro había una cama grande custodiada por dos mesillas de noche. Las paredes estaban llenas de cuadros, algunos con paisajes de ensueño, otros con personajes orando, manos juntas bajo la barbilla y una aureola alrededor de la cabeza. Sobre la chimenea, a su vez rematada por un crucifijo, se erguía sobre su pedestal la estatuilla de bronce de un niño alado. Hacia un lado, una pequeña mesa de despacho y una silla tapizada. En el cuarto flotaba un extraño olor, dulzón y fugitivo. Por la ventana podían verse los árboles de la calle y los tejados de las casas de enfrente.

—¿Te gusta?

No contesté. El brutal fasto circundante me tenía amedrentado. Temía tirarlo todo al suelo al menor tropiezo, pues el orden espartano que me rodeaba era tal que parecía deber su equilibrio a un mínimo detalle, sostenerse con un hilo.

Germaine rogó a mi tío que nos dejara solos. Esperó a que saliera para desvestirme, tumbarme en la cama, como si no fuera capaz de hacerlo sin su ayuda; la cabeza se me perdió entre almohadas.

—Que sueñes con los angelitos, hijo.

Me tapó con las mantas, me dio un beso interminable sobre la frente, apagó la lámpara de la mesilla de noche y salió de puntillas cerrando con mucho cuidado la puerta tras ella.

La oscuridad no me molestaba; era un chico solitario, sin demasiada imaginación, y no me costaba dormirme. Pero un malestar insondable me encogió las tripas en aquella habitación agobiante. Echaba de menos a mis padres. Sin embargo, no era su ausencia lo que me oprimía el vientre. Había algo extraño en la habitación que no conseguía localizar y que notaba en el aire, invisible a la par que grávido. ¿Se me estaría subiendo a la cabeza el olor de las mantas o el que flotaba por los rincones? ¿No sería quizás esa respiración jadeante perceptible aquí y allá, a veces en la chimenea? Tenía la certidumbre de no estar solo, de que me estaba espiando una presencia agazapada en la penumbra. Se me erizó la nuca y cortó la respiración al sentir cómo me rozaba la cara una mano fría. Fuera, la luna llena alumbraba la calle. El viento silbaba entre las verjas mientras las ráfagas iban pelando los árboles. Cerré los ojos con fuerza asiéndome a las sábanas. La gélida mano no se retiró, y la presencia se fue haciendo cada vez más invasiva. La sentía erguida al pie de mi cama, a punto de echárseme encima. El aire empezaba a escasear, mi corazón estaba a punto de implosionar. Abrí los ojos y sorprendí a la estatua girando lentamente sobre la chimenea. Me miraba fijamente con sus ojos ciegos y una triste sonrisa en su boca petrificada… Aterrado, salté de la cama y me parapeté tras el somier. La estatua del niño alado ladeó el cuello para mirarme de frente; su sombra monstruosa cubrió por entero la pared. Me tiré debajo de la cama, me arrebujé en un pico de sábana y, con el corazón desbocado, me encogí todo lo que pude y cerré los ojos, dando por seguro que, si los volvía a abrir, pillaría la estatua a cuatro patas mirándome fijamente.

Pasé tal miedo que ignoro si me dormí o desmayé.

—¡Mahi!

Di un brinco al oír el grito y me golpeé la cabeza con las láminas del somier.

—Jonas no está en su cuarto —aulló Germaine.

—¿Cómo que no está en su cuarto? —se irritó mi tío.

Los oí correr por el pasillo, dar portazos, bajar las escaleras a la carrera.

—No ha salido de casa. La puerta está cerrada con llave —dijo mi tío—. También está cerrada la puerta vidriera de la veranda. ¿Has mirado en el aseo?

—De ahí salgo, no está —contestó Germaine con agobio…

—¿Estás segura de que no está en su cuarto?

—Te estoy diciendo que su cama está vacía.

Buscaron en la planta baja, desplazaron algunos muebles, luego subieron las escaleras y volvieron a entrar en mi habitación.

—¡Dios mío, Jonas! —gritó Germaine al verme sentado en el borde de la cama—. ¿Dónde te habías metido?

Tenía el costado derecho anquilosado y me dolían las articulaciones. Mi tío se agachó para mirar de cerca el chichón que acababa de salirme en la frente.

—¿Te has caído de la cama?

Tendí mi baldado brazo hacia la estatuilla.

—No ha parado de moverse durante toda la noche.

Germaine me arropó de inmediato.

—Jonas, bonito mío, ¿por qué no me llamaste? Estás muy pálido, y siento que es culpa mía.

Por la noche, la estatua del niño alado ya no estaba en mi habitación, tampoco el crucifijo ni los iconos. Germaine se quedó junto a la cabecera de mi cama contándome historias en una mezcolanza de árabe y de francés, acariciándome el pelo hasta que me quedé frito.

Pasaron las semanas; echaba de menos a mis padres. Germaine se desvivía por hacerme la vida más agradable. Por las mañanas, al salir de compras, me llevaba consigo de tiendas y siempre me hacía regresar a casa con una golosina o un juguete en la mano. Por la tarde, me enseñaba a leer y a escribir. Quería matricularme en el colegio, pero mi tío pensaba que era mejor no precipitar las cosas. A veces permitía que permaneciera con él en la farmacia. Me instalaba tras una mesita de despacho, en la rebotica, y me hacía copiar en un cuaderno letras del alfabeto mientras atendía a sus clientes. A Germaine le parecía que yo asimilaba con rapidez y no entendía por qué mi tío dudaba en ponerme en manos de un auténtico maestro. Al cabo de dos meses, ya sabía leer palabras sin tropezar demasiado con las sílabas. No hubo manera de convencer a mi tío: no quería saber nada de colegio antes de estar del todo seguro que mi padre no iba a echarse atrás y a llevarme consigo.

Una tarde en que iba errando por los pasillos de la casa, me pidió que entrara en su despacho. Era un cuarto austero con un solo ventanuco que apenas daba luz. Sus paredes estaban tapizadas de libros con tapas de cartón; los había por todas partes: sobre las estanterías, sobre las cómodas, sobre la mesa. Mi tío estaba sentado en una silla, inclinado sobre un libro grande, con las gafas haciendo equilibrios sobre el filo de su nariz. Me sentó sobre sus rodillas y me orientó hacia el retrato de una dama colgado de la pared.

—Hay algo que tienes que saber, hijo mío. No has caído directamente del árbol al foso. ¿Ves a esta señora en la foto? Un general la llamó Juana de Arch. Era una especie de viuda rentista, tan autoritaria como afortunada. Se llamaba Lala Fatna, y sus propiedades eran extensas como un país. Su ganado poblaba las llanuras y las autoridades locales acudían a beber a lengüetadas en el hueco de su mano. Hasta los oficiales franceses la cortejaban. Dicen que si el emir Abd el-Kader la hubiese conocido, habría cambiado el rumbo de la historia… Mírala bien, hijo. Esta dama, esta figura legendaria, es tu bisabuela.

Lala Fatna era guapa. Tumbada sobre sus cojines, con el cuello enhiesto y la cabeza altiva saliéndole de su caftán bordado con oro y gemas, daba la impresión de reinar tanto sobre los hombres como sobre sus sueños.

Mi tío me enseñó otra foto en la que se veían tres hombres vestidos con albornoz señorial, de rostro macizo y barba recortada, cuya mirada era tan intensa que parecía querer salirse del marco.

—El que está en medio era mi padre, o sea tu abuelo. Los otros dos eran sus hermanos. A la derecha, Sidi Abbas. Se fue a Siria y jamás regresó. A la izquierda, Abdelmumen, un literato brillante. Por lo impresionante de su erudición, pudo convertirse en el portavoz y alma de los ulemas, pero apenas tardó en ceder a la llamada de las tentaciones. Se codeaba con la burguesía europea, desatendía sus tierras y sus animales, y se pateó su fortuna en las casas galantes. Apareció muerto en una calleja, apuñalado por la espalda.

Me hizo girar hasta un tercer retrato, mayor que los anteriores.

—Aquí posan, en el centro, tu abuelo y sus cinco hijos. Tuvo tres hijas de un primer matrimonio, de las que nunca hablaba. A su derecha, el mayor de los hermanos, Kadur. No se llevaba demasiado bien con el patriarca y fue desheredado cuando se marchó a la metrópoli para meterse en política. A la izquierda, Hassan, al que le gustaba la gran vida, se juntaba con señoras de sospechosa virtud a las que cubría de joyas, y negoció a espaldas de la tribu unos tratos que se tragaron buena parte de nuestras granjas y de nuestro ganado caballar. Cuando llevaron a tu abuelo ante los tribunales, no pudo sino comprobar el estropicio. Jamás se repuso de ello. Al lado de Hassan, Abdessamad, un trabajador nato que tuvo que largarse dando un portazo porque el patriarca le prohibió casarse con una prima cuya tribu había jurado fidelidad a los franceses. Murió como soldado, en alguna parte de Europa, a finales de la Primera Guerra Mundial. Y los dos renacuajos que ves sentados a los pies del patriarca somos tu padre Issa, el pequeño, y yo, dos años mayor. Nos queríamos mucho… Luego enfermé gravemente y ni médicos ni curanderos pudieron curarme. Tenía más o menos tu edad. Tu abuelo estaba desesperado. Cuando alguien le recomendó las monjas, se negó rotundamente. Como seguía empeorando, una mañana se sorprendió llamando a la puerta de las religiosas…

Me enseñó un retrato en el que posaba un grupo de monjas.

—Son las monjitas que me salvaron. Pasé años con ellas, al cabo de los cuales aprobé el bachillerato. Tu abuelo, arruinado por las hipotecas y las epidemias, aceptó pagarme los estudios de Farmacia. Puede que se percatara de que tenía más posibilidades de salir adelante con los libros que con sus acreedores. Cuando conocí a Germaine en la facultad de Química, en la que ella estudiaba Biología, tu abuelo no se opuso a nuestra unión, pese a tenerle seguramente echado el ojo a alguna prima o a la hija de algún aliado. Cuando me diplomé, me preguntó qué pensaba hacer de mi vida. Elegí vivir en la ciudad y tener una farmacia. Opinó sin imponerme condiciones. Así fue como compré esta casa y la tienda… Tu abuelo nunca vino a verme a la ciudad. Ni siquiera cuando me casé con Germaine. No renegó de mí, quiso darme una oportunidad. Al igual que tu padre cuando te confió a mí… Tu padre es un valiente, un hombre honrado y trabajador. Intentó salvar lo que pudo, pero estaba solo. No ha sido culpa suya. No es sino la última rueda de una carreta que ya iba desencaminada. Él sigue pensando que entre los dos habríamos podido enderezar el timón, pero el destino no lo dispuso así.

Me cogió la barbilla entre el pulgar y el índice y me miró directamente a los ojos.

—Te estarás preguntando a santo de qué te cuento esto, hijo. Pues para que sepas que tienes a quien parecerte. Por tus venas corre la sangre de Lala Fatna. Puedes tener éxito allí donde tu padre fracasó, y remontar la pendiente hasta la cumbre de donde procedes.

Me besó en la frente.

—Ahora ve en busca de Germaine. Debe de echarte de menos en el salón.

Me deslicé desde sus rodillas y corrí hacia la puerta.

Frunció el ceño al verme parar en seco.

—¿Sí, hijo?

Lo miré a mi vez directamente a los ojos y pregunté:

—¿Cuándo me vas a llevar a ver a mi hermanita?

Sonrió.

—Pasado mañana, te lo prometo.

Mi tío regresó antes que de costumbre. Germaine y yo nos encontrábamos en la veranda, ella leyendo en la mecedora, yo intentando dar con una tortuga que había visto la víspera entre las plantas del jardín. Germaine dejó el libro sobre el velador y frunció el entrecejo; mi tío no se había acercado a besarla como hacía a diario. Esperó unos minutos; al no reaparecer mi tío, se levantó y fue en su busca.

Mi tío estaba en la cocina, sentado en una silla, con los codos sobre la mesa, la cabeza entre las manos. Germaine se dio cuenta de que había ocurrido algo grave. La vi sentarse frente a él y cogerle la muñeca.

—¿Problemas con algunos clientes?

—¿Por qué voy a tener problemas con mis clientes? —se irritó mi tío—. No soy yo quien les prescribe los medicamentos que deben tomar…

—Te noto trastornado.

—Es normal, regreso de Jenane Jato.

Germaine se sobresaltó levemente.

—¿No debías llevar al niño mañana?

—Preferí tantear el terreno antes.

Germaine fue a buscar una jarra de agua y sirvió un vaso a su marido, que se la bebió de un trago.

Me vio de pie en medio del salón y me señaló el techo.

—Espérame en tu habitación, Jonas. Dentro de un rato repasaremos las lecciones.

Fingí subir la escalera, me detuve un momento en el descansillo, volví a bajar unos cuantos escalones y presté oído. El nombre de Jenane Jato me había puesto sobre aviso. Quería saber qué motivaba el mal aspecto que traía mi tío. ¿Habría ocurrido alguna desgracia en casa de mis padres? ¿Habrían identificado y detenido a mi padre por el asesinato de El Moro?

—¿Y qué? —preguntó Germaine en voz baja.

—¿Qué qué? —contestó mi tío cansinamente.

—¿Has visto a tu hermano?

—Tiene muy mala pinta, pero malísima.

—¿Le has dado dinero?

—¡Qué va! Cuando me llevé la mano al bolsillo, se puso tenso como si fuera a sacarle un arma. «No te he vendido a mi hijo», me ha dicho. «Te lo he confiado». No puedes imaginarte lo que me ha impresionado. Issa va cuesta abajo. Me temo lo peor.

—¿Es decir?

—Pues está claro. ¡Si le vieras los ojos! Parece un zombi.

—¿Y Jonas?, ¿lo vas a llevar mañana a que vea a su madre?

—No.

—Se lo has prometido.

—He cambiado de opinión. Apenas está empezando a salir del fango y no tengo la menor intención de volver a meterlo allí dentro.

—Mahi…

—No insistas. Sé lo que no hay que hacer. Nuestro niño ya sólo tiene que mirar hacia delante. Atrás sólo queda desolación.

Oí cómo Germaine se agitaba nerviosamente en su silla.

—Te rindes demasiado pronto, Mahi. Tu hermano te necesita.

—¿Crees que no lo he intentado? Issa es un detonador, basta con rozarlo para que explote. No me da la menor oportunidad. Me cortaría el brazo si le tendiera la mano. Para él, todo lo que viene de los demás es limosna.

—Tú no eres los demás, eres su hermano.

—¿Acaso lo ignora él? Para su cabezota da igual. Su problema es que se niega a admitir que ha caído muy bajo. Ahora que no es más que la sombra de sí mismo, todo lo que reluce le quema. Además, me guarda rencor. No puedes hacerte idea de hasta qué punto me guarda rencor. Cree que si me hubiese quedado a su lado, ambos habríamos podido salvar nuestras tierras. Está convencido de ello. Hoy más que nunca. Estoy seguro de que para él se ha convertido en una idea fija.

—Eres tú el que se culpabiliza…

—Puede, pero él está obsesionado. Lo conozco. Calla para rumiar mejor su ira. Me desprecia. Para él, he vendido mi alma al diablo. He renegado de los míos, me he casado con una infiel, he malbaratado mis tierras a cambio de una casa en la ciudad, cambiado mi gandura por un traje europeo, y aunque lleve un fez sobre la cabeza, me reprocha que pase del turbante. Entre él y yo nunca podrá haber entendimiento.

—Debiste darle algunos billetes a su mujer.

—No los habría tomado. Sabe que Issa la mataría.

Subí con rapidez a mi dormitorio y me encerré con llave.

El lunes a mediodía mi tío bajó la cortina metálica de su tienda y regresó a buscarme. Debió de pensárselo con más calma, o puede que Germaine lo convenciera. De todos modos, tenía que asegurarse. Estaba harto de vivir con la angustia de que mi padre se echara atrás. La incertidumbre le hipotecaba la felicidad; tenía proyectos para mí, pero la eventualidad de un cambio de situación lo importunaba. Mi padre era capaz de presentarse sin previo aviso, de agarrarme por la mano y llevarme con él sin dignarse dar una explicación.

Mi tío me llevó a Jenane Jato. Y Jenane Jato me pareció más atroz que antes. Aquí, el tiempo giraba en vacío. Sin ocurrírsele nada nuevo. Los mismos rostros curtidos clavando su opaca mirada en los alrededores, las mismas sombras chinescas confundiéndose con la penumbra. Patapalo se echó hacia atrás con sequedad el turbante al vernos llegar. El barbero estuvo a punto de cortarle la oreja al vejete cuya cabeza estaba afeitando. Los chavales interrumpieron su ajetreo y se alinearon a lo largo del sendero para mirarnos pasar. Sus harapos clamaban sobre sus cuerpos descarnados.

Mi tío evitaba detenerse ante la miseria circundante; caminaba derecho, con la barbilla en alto y la mirada inaprensible.

No entró conmigo en el patio, optando por esperarme fuera.

—Tómate todo el tiempo que necesites, hijo.

Entré apresuradamente en el patio. Dos retoños de Badra se peleaban junto al brocal enredando sus brazos en jadeante lucha. El más pequeño tenía sujeto con firmeza en el suelo al mayor e intentaba dislocarle el codo. En la esquina de las letrinas, Hadda hacía la colada de rodillas ante un barreño hecho con un tronco de árbol tallado. Su vestido recogido hasta medio muslo dejaba ver la caricia del sol sobre sus bonitas piernas. Me daba la espalda y no parecía en absoluto molesta por la sesión de lucha libre de rara ferocidad que protagonizaban los dos pilluelos de su vecina.

Alcé la cortina de nuestro cuchitril y tuve que esperar unos segundos a que se me acostumbraran los ojos a la oscuridad reinante. Vi a mi madre tumbada sobre un jergón, tapada con una manta y un pañuelo ceñido a la cabeza.

—¿Eres tú, Younes?

Me abalancé y caí sobre ella. Sus brazos me agarraron y estrecharon contra su pecho; apretaban sin fuerza. Mi madre estaba ardiendo de fiebre.

Me apartó débilmente; mi peso debía de impedirle respirar.

—¿Por qué has vuelto? —preguntó.

Mi hermana se hallaba junto a la mesa baja. No me fijé de inmediato en ella, tal era su silencio y recogimiento. Sus ojazos vacíos me observaban como si se preguntara dónde me habían visto ya. Apenas llevaba unos meses fuera y ya no se acordaba de mí. Mi hermana seguía sin hablar. No era como los demás niños de su edad y parecía negarse a crecer.

Saqué de una bolsita el juguete que le había comprado, lo puse sobre la mesa. Mi hermana no lo cogió; se limitó a rozarlo con la mirada antes de volver a mirarme con fijeza. Cogí el juguete —era una muñequita de trapo— y se lo puse entre las manos. Ni siquiera se percató de ello.

—¿Cómo has hecho para encontrar el patio? —me preguntó mi madre.

—Mi tío me está esperando en la calle.

Mi madre se incorporó soltando un grito estridente. Sus brazos volvieron a estrecharme apretándome contra su pecho.

—Me alegro de verte. ¿Cómo es la casa de tu tío?

—Germaine es muy buena. Me lava todos los días y me compra todo lo que quiero. Tengo un montón de juguetes, y tarros de mermelada, y zapatos… Sabes, mamá, la casa es grande. Hay muchas habitaciones y sitio para todo el mundo. ¿Por qué no venís a vivir con nosotros?

Mi madre sonrió, y todo el sufrimiento que le arrugaba los rasgos desapareció como por ensalmo. Qué guapa era mi madre, con su pelo negro que le llegaba hasta la curva de la cadera y sus enormes ojazos. A menudo, cuando todavía estábamos en nuestras tierras y la veía contemplar nuestros campos desde un cerro, la tomaba por una sultana. Tenía porte, gracia, y cuando bajaba a la carrera del cerro, no conseguía alcanzarla la miseria que, cual jauría de perros, le dentelleaba el bajo del vestido.

—Es verdad —insistí—, ¿por qué no venís a vivir con nosotros a casa de mi tío?

—Las cosas no funcionan así con la gente mayor, hijo mío —me dijo, limpiándome algo en la mejilla—. Además, tu padre jamás querría vivir en casa de nadie. Quiere rehacerse por sí mismo y no deber nada a nadie… Tienes buen aspecto —añadió—. Parece que has engordado… ¡Y lo guapo que estás con tu ropa! Pareces un pequeño rumí.

—Germaine me llama Jonas.

—¿Quién es?

—La mujer de mi tío.

—No pasa nada. Los franceses pronuncian mal nuestros nombres. No lo hacen queriendo.

—Sé leer y escribir.

Sus dedos me removieron el pelo.

—Eso está muy bien. Tu padre jamás te habría confiado a tu tío si no esperase de él lo que le resulta imposible ofrecerte.

—¿Dónde está?

—No para de trabajar. Ya verás, un día vendrá a buscarte y te llevará a la casa de sus sueños. ¿Sabes que naciste en una bonita casa? La casucha en la que has crecido pertenecía a una familia de campesinos empleados por tu padre. Al principio, éramos casi ricos. Todo el pueblo celebró nuestra boda. Una semana de cantos y festejos. Nuestra casa era de obra, y teníamos jardines alrededor. Tus tres primeros hermanos nacieron como príncipes. No sobrevivieron. Luego llegaste tú, y no parabas de jugar en aquellos jardines. Luego, Dios decidió que el invierno sucediera a la primavera, y nuestros jardines se echaron a perder. Así es la vida, hijo. Nos quita con una mano lo que nos ha dado con la otra. Pero nada nos impide ir a recuperarlo. Y tú lo vas a conseguir. He preguntado a Batoul, la vidente. Ha leído en los rayados del agua que vas a salir adelante. Por eso cada vez que te echo de menos, me considero una egoísta y me digo: está muy bien allá donde está. Está a salvo.