4

Patapalo dormitaba tras su mostrador, con el turbante sobre la cara y su rudimentaria prótesis al alcance de la mano por si a algún duendecillo fisgón le diera por revolotear alrededor de sus golosinas. La humillación que le había infligido El Moro había quedado en un vago recuerdo. Su veteranía como soldado colonial le había enseñado a hacerse a todo. Supongo que tras haberse pasado la vida tragándose broncas de los suboficiales, a quienes oponía una obtusa sumisión, se tomaba el excesivo celo de los forzudos de Jenane Jato como otros tantos abusos de autoridad. Para él, la vida consistía en altibajos, en momentos de valentía y otros de sumisión; lo importante era volver a levantarse tras las caídas y reponerse de los golpes sufridos. Que no le tomaran el pelo tras su «debacle» ante El Moro demostraba a las claras que nadie habría conseguido negociar una confrontación como aquella sin dejarse en ella parte del alma. Con El Moro no había escapatoria; este era la muerte en marcha, el pelotón de ejecución. Vérselas con él sin salir trasquilado era una proeza, y salir entero de ello, sólo cagado encima, era puro milagro.

En cuanto al barbero, estaba acabando de rapar la cabeza a un anciano. Este permanecía sentado sobre sus piernas cruzadas, con las manos sobre las rodillas, enseñando por su boca abierta un diente podrido. La raspadura de la navaja sobre su cuero cabelludo parecía producirle un enorme placer. El barbero le contaba sus penas, el anciano no le hacía caso; tenía los ojos cerrados y disfrutaba cada vez que la cuchilla regresaba para patinar sobre su cabeza pulida como un guijarro.

—Ya está —soltó el barbero al acabar su historia—. Te he dejado el cráneo tan despejado que se te ven hasta las ideas.

—¿Seguro que no se te ha olvidado nada? —preguntó el anciano—. Sigo notando como una sombra por encima de mis ideas.

—¿Qué ideas, viejo bribón? No pretenderás hacerme creer que hasta te da por pensar.

—Te aviso que puede que esté viejo, pero todavía no senil. Mira bien, que quizá queden un par de pelos sueltos por ahí, y no me hace mucha gracia.

—Te aseguro que no hay nada. Te he dejado liso como un huevo.

—Por favor —insistió el anciano—, mira bien.

El barbero no se dejaba engatusar. Sabía que el anciano estaba disfrutando. Contempló su trabajo y comprobó minuciosamente que no se le había olvidado ningún pelo en la nuca veteada del vejete antes de soltar su navaja de afeitar, dando a entender a su cliente que la sesión de relajación había terminado.

—Ya está bien, largo de aquí, tío Jabori. Ya puedes volver junto a tus cabras.

—Por favor…

—He dicho que ya está bien de ronronear. Tengo otras cosas que hacer.

El anciano se levantó a regañadientes, se contempló en el trozo de espejo y se puso a rebuscar laboriosamente en sus bolsillos.

—Me temo que me he vuelto a dejar el dinero en casa —dijo, fingiendo enojo consigo mismo.

Viéndolo venir, el barbero sonrió.

—Claro que sí, tío Jabori.

—Estaba seguro de habérmelo metido esta mañana en un bolsillo, te lo juro. Puede que lo haya perdido en el camino.

—No pasa nada —suspiró el barbero con resignación—. Dios me lo pagará.

—De eso nada —soltó hipócritamente el anciano—. Ahora mismo voy a buscarlos.

—Qué emocionante. Intenta al menos no perderte tú también en el camino.

El vejete se enrolló el turbante sobre la cabeza y se apresuró en quitarse de en medio.

El barbero lo miró con cierto hastío mientras se alejaba, y se acuclilló ante su cajón de municiones de guerra.

—Siempre el mismo rollo. ¿Acaso se creen que curro por gusto? —refunfuñó—. ¡Es mi sustento, joder! ¿Y qué voy a comer esta noche?

Eso último lo dijo con la esperanza de que Patapalo reaccionara.

Este lo ignoró.

El barbero esperó unos cuantos minutos; como el veterano no reaccionaba, respiró hondo y se puso a cantar mirando fijamente el cielo:

Añoro tus ojos

Y me quedo ciego

Cuando miras a otra parte

A diario muero

Cuando entre los vivos

No voy a parte alguna

Qué es vivir mi amor

Cuando todo en este mundo

Me cuenta tu ausencia

De qué me servirían las manos

Si no fuera tu cuerpo

El pulso del Señor…

—¡Para limpiarte el culo, por ejemplo! —le soltó Patapalo.

Fue como si al barbero le hubieran echado encima un cubo de agua helada. Lo descomponía la vulgaridad del tendero, que se había cargado la magia del momento y la belleza de la canción. Yo mismo lo lamenté como si me hubieran empujado desde lo alto de un sueño.

El barbero intentó ignorar al tendero. Tras menear la cabeza, volvió a carraspear para seguir cantando, pero sus cuerdas vocales se negaban a relajarse; le faltaba ánimo.

—Hay que ver lo jodido que eres.

—Me rompes los oídos con tus estúpidas melodías —masculló Patapalo, moviéndose con pereza.

—¡Pero bueno, mira a tu alrededor! —protestó el barbero—. No hay nada. Aquí se aburre, se jode, se muere uno. Estamos rodeados de cuchitriles, gaseados por el pestazo, y no hay una sola jeta a la que se le ocurra sonreír. Por si fuera poco, si ya ni se puede cantar, ¿qué coño nos queda?

Patapalo señaló con el pulgar un rollo de cuerda de cáñamo colgado de un gancho por encima de su cabeza.

—Te queda esto. Eliges una, la atas a la rama de un árbol, luego te la colocas alrededor del cuello y doblas de sopetón ambas piernas. Tras lo cual te quedas en la gloria para toda la eternidad y ninguna basura vuelve a despertarte.

—¿Y por qué no pruebas tú primero, ya que eres el más amargado de los dos?

—No puedo. Tengo una prótesis. No se puede doblar.

El barbero tiró la toalla. Se encogió junto a su cajón y se agarró la cabeza con ambas manos, probablemente para seguir canturreando para sus adentros… Sabía que cantaba por cantar. No tenía Egeria. Se la inventaba al hilo de sus suspiros, del todo consciente de su ineptitud para merecérsela alguna vez. Su trozo de espejo estaba ahí para devolverle su absurdo físico, indisociable de la incongruencia de sus esperanzas. Era pequeño, casi jorobado, escuchimizado, feo y pobre como Job; no tenía techo, ni familia ni posibilidad alguna de mejorar un ápice su perra vida. Se conformaba por tanto con encarnar su propio sueño, sólo para asirse a algo mientras el resto del mundo se le escapaba; un sueño reprimido, imposible, difícil de reivindicar sin hacer el ridículo y que roía en su rincón como un hueso sabroso y desesperadamente pelado.

Me partía el corazón.

—Acércate, hijo —me soltó Patapalo, destapando un bote de caramelos.

Me tendió una golosina, me invitó a que me sentara a su lado y se me quedó mirando un rato.

—Enséñame un poco esa carita que tienes, chiquillo —me dijo, levantándome la barbilla con la punta del dedo—. ¡Hum! Parece que Dios estaba particularmente inspirado mientras te esculpía, hijo mío. De verdad. ¡Menudo talento!… ¿Cómo es que tienes los ojos azules? ¿Tu madre es francesa?

—No.

—Entonces, ¿tu abuela?

—No.

Su áspera mano hurgó en mi melena antes de deslizarse lentamente por mi mejilla.

—De verdad que tienes carita de ángel, pequeño.

—Deja en paz al niño —amenazó Bliss el comisionista, surgiendo de una esquina.

El veterano militar retiró la mano con rapidez.

—No estoy haciendo nada malo —gruñó.

—Sabes muy bien de qué hablo —dijo Bliss—. Te aviso que su padre no se anda con chiquitas. Podría arrancarte la otra pierna sin que te dieras cuenta, y no me gustaría tener un lisiado total en mi calle. Dicen que trae mala suerte.

—¿Qué me estás contando, amigo Bliss?

—Lo que oyes, pedazo de vicioso. ¿Por qué no vas a España ya que te gusta tanto la bronca, en vez de pudrirte en este agujero babeando con los niños? Allá sigue habiendo follón, y necesitan carne de cañón.

—No puede ir —dijo el barbero—. Tiene una prótesis que no se puede doblar.

—Tú te callas, cucaracha —espetó Patapalo para salvar la cara—. Si no, haré que te tragues una tras otra tus asquerosas navajas infectadas.

—Para eso tendrías que pillarme primero. Además, no soy una cucaracha. No salgo de una alcantarilla ni llevo antenas en la frente.

Bliss me hizo una señal para que me largara.

Justo cuando me levantaba apareció mi padre desde un pasadizo. Corrí hacia él. Regresaba a casa antes que de costumbre; por su cara de felicidad y por el envoltorio que llevaba bajo el brazo, imaginé que estaba contento. Me preguntó de dónde había sacado el caramelo y se dirigió de inmediato hacia el tendero para pagarlo. Patapalo intentó rechazar el dinero so pretexto que se trataba de una simple golosina y que lo había hecho de corazón; mi padre no lo entendió así e insistió para que el tendero cogiera lo que era suyo.

Luego regresamos a casa.

Mi padre desenvolvió, ante nuestros ojos, el papel de estraza y nos entregó a cada uno un regalo: un pañuelo para mi madre, un vestido para mi hermanita y, para mí, un par de botas nuevas de caucho.

—Es una locura —dijo mi madre.

—¿Por qué?

—Es mucho dinero y lo necesitas.

—Esto no es más que el principio —se entusiasmó mi padre—. Os prometo que nos mudaremos dentro de poco. Estoy trabajando duro y lo voy a conseguir. Parece que las cosas van bien; entonces, ¿por qué no aprovechar? Tengo cita el jueves con un comerciante que tiene un negocio propio. Es un hombre serio, entiende de negocios. Me va a coger como socio.

—Te lo ruego, Issa. No hables de tus proyectos si quieres que se realicen. Nunca has tenido suerte.

—Mujer, sólo te cuento parte. Va a ser una gran sorpresa. Mi futuro socio me ha reclamado una cantidad concreta para embarcarme, y esa cantidad… ¡la tengo!

—No me digas más, te lo ruego —se alarmó mi madre, que escupió sobre su regazo para alejar las influencias maléficas—. Dejemos que las cosas se produzcan discretamente. El mal de ojo no perdona a los parlanchines.

Mi padre se calló, lo que no impidió que le relucieran los ojos con una felicidad desconocida en él. Aquella noche, quiso festejar su reconciliación con el destino; degolló un gallo donde el vendedor de aves, lo desplumó y vació allí mismo antes de traerlo a casa en el fondo de una espuerta. Cenamos muy tarde, calladamente, por respeto a la gente del patio, quien no siempre tenía para cenar.

Mi padre estaba exultante. Su alegría superaba la de una pandilla de amigotes recién soltados en plena feria. Contaba los días con sus dedos. Todavía cinco, todavía cuatro; todavía tres…

Seguía yendo al trabajo, aunque regresaba antes. Para verme correr a su encuentro. Encontrarme dormido le habría aguado el placer. Prefería pillarme despierto a su regreso; de ese modo, se aseguraba de que era perfectamente consciente de que la suerte estaba cambiando, de que nuestro cielo se estaba despejando, de que ese padre mío era sólido como un roble, capaz de levantar montañas con la fuerza de sus muñecas…

Hasta que llegó el tan esperado jueves.

Hay días de los que el propio tiempo reniega. La fatalidad los esquiva y los demonios también. Los santos patronos se quitan de en medio, y quienes son esclavos de sí mismos se extravían para siempre. Aquel jueves era uno de ellos. Mi padre lo reconoció de inmediato. Llevaba la señal en la cara desde el amanecer. Lo recordaré toda mi vida. Era un día feo, miserable, violento, que no paraba de quejarse a golpe de aguacero y de truenos que sonaban como anatemas. El cielo lo veía todo tan negro que no sabía cómo escaquearse por entre el enfurecimiento metalizado de las nubes.

—No irás a salir con un tiempo así —dijo mi madre.

Mi padre estaba en el umbral de nuestra vivienda, con los ojos clavados en esas equimosis oscuras que pavimentaban el cielo como un funesto presagio. Se estaba planteando aplazar la cita. Pero la suerte no sonríe a los indecisos. Él lo sabía, y suponía que el presentimiento que lo asediaba era el propio Maligno intentando disuadirlo. De repente, se volvió hacia mí y me ordenó que lo acompañara. Puede que creyera que llevándome consigo ablandaría al destino, amortiguaría los golpes bajos.

Me puse mi gandura con capucha, mis botas de caucho y me apresuré a alcanzarlo.

Llegamos al lugar de la cita calados hasta los huesos. Mis pies chapoteaban dentro de mis botas llenas de agua, y mi capucha me pesaba sobre los hombros como una picota. La calle estaba desierta. Aparte de una carreta volcada sobre la acera, no había nadie… o casi. Porque El Moro estaba allí, cual ave de presa posada sobre el destino de un hombre. Apenas nos vio llegar, salió de su escondrijo. Sus ojos recordaban un cañón de escopeta de caza, incubaban a la muerte en el fondo de sus cuencos. Mi padre no esperaba encontrarlo allí. El Moro no se anduvo por las ramas. Le metió un cabezazo, luego una patada y por último un puñetazo. Pillado de sorpresa, mi padre tardó en sobreponerse. Se defendió con valor, devolvió cada golpe, dispuesto a vender caro su pellejo. Pero El Moro era hábil; sus fintas de golfo aguerrido pudieron más que el valor de mi padre, campesino apagado y taciturno poco acostumbrado a pelear. Cayó segado por una zancadilla. El Moro se ensañó con él sin darle oportunidad a levantarse. Siguió moliéndolo a golpes con la intención manifiesta de rematarlo. Yo estaba petrificado. Como si se tratara de una pesadilla. Quise gritar, auxiliar a mi padre, pero ni una sola vena, ni un solo músculo acudió a la llamada. La sangre de mi padre se mezclaba con el agua de lluvia que corría hacia la alcantarilla. A El Moro le daba igual. Sabía exactamente lo que quería. Cuando mi padre dejó de defenderse, el depredador se agachó ante su presa, le levantó la gandura; el rostro se le iluminó como el rayo la noche al dar con la bolsa llena de dinero oculta bajo una axila. Seccionó de una cuchillada las correas que la retenían al hombro de mi padre, y la sopesó con satisfacción antes de alejarse sin dedicarme una mirada.

Mi padre permaneció un largo rato tumbado en el suelo, con la cara hecha mermelada, su gandura levantada sobre su vientre desnudo. No podía hacer nada por él. Me encontraba en otro planeta. No recuerdo cómo regresamos a casa.

«Me han engañado —tronaba mi padre—. Aquel perro estaba allí por mí, esperándome. Sabía que llevaba dinero encima. Lo sabía, lo sabía… No ha sido una casualidad, no: aquel canalla estaba allí por mí».

Luego calló.

No pronunció una maldita palabra durante varios días seguidos.

He visto cirios hendirse, desmenuzarse terrones de tierra bajo el aguacero: ese era el espectáculo que me ofrecía mi padre. Se iba desmallando fibra a fibra, inexorablemente, acurrucado en su rincón, sin beber ni comer, con el rostro pegado a las rodillas y los dedos cruzados tras la nuca, rumiando en silencio su hiel y su despecho. Era consciente de que, hiciera lo que hiciese, dijera lo que dijese, el mal fario se saldría siempre con la suya, y ni los juramentos de la montaña ni los votos de los más piadosos estaban en condiciones de cambiar el curso del destino.

Una noche, se oyó a aquel borracho aullar su ira por la calle. Sus obscenas invectivas se arremolinaban con furia en pleno patio, como un viento maléfico adentrándose en un sepulcro. Era una voz fiera, rabiosa y despectiva, que trataba a los hombres de perros y a las mujeres de marranas, y que vaticinaba días sombríos para miserables y cobardes; una voz soberana, tiránica, del todo consciente de su impunidad, lo cual la envilecía aún más; una voz que la pobre gente había aprendido a identificar entre mil rumores apocalípticos: ¡la voz de El Moro! Al reconocerla, mi padre se irguió con tal brusquedad que se golpeó violentamente la cabeza contra la pared. Se quedó petrificado durante unos segundos; luego, al igual que un fantasma saliendo de la penumbra, se levantó, encendió el quinqué, rebuscó entre la ropa amontonada en un rincón, cogió un viejo zurrón de cuero desgastado, lo abrió. En sus ojos relucían los reflejos del pabilo. Contuvo la respiración, meditó y, con gesto firme, metió la mano en el zurrón. La hoja de un cuchillo de carnicero relució en su puño. Se levantó, se puso la gandura e introdujo el arma blanca dentro de su capucha. Vi a mi madre moverse en su rincón. Comprendió que su marido se había vuelto loco, pero no se atrevió a hacerlo entrar en razón. Esos no eran asuntos de mujeres.

Mi padre se adentró en las tinieblas. Oí su paso perderse en el patio, como si fuera una oración entre las ráfagas de viento. La puerta del patio chirrió antes de volver a cerrarse; luego, el silencio… un silencio abisal que estuvo apuntando hacia mí hasta el amanecer.

Mi padre regresó cuando el día clareaba. Furtivamente. Se quitó la gandura, la soltó sin mirar dónde, guardó el cuchillo en su zurrón y regresó al rincón de la sala que llevaba ocupando desde aquel maldito jueves. Allí se acurrucó y dejó de moverse.

La noticia corrió como la pólvora por Jenane Jato. Bliss el comisionista estaba feliz. Iba de puerta en puerta gritando: «El Moro ha muerto, ya podéis estar tranquilos, buena gente. El Moro no volverá a cometer fechorías; alguien se lo ha cargado de una puñalada en el corazón».

Dos días después, mi padre me llevó a la farmacia de mi tío. Temblaba como si tuviese fiebre, tenía los ojos enrojecidos y la barba enmarañada.

Mi tío no salió de su mostrador para acercarse a nosotros. Nuestra intrusión matutina, a una hora en que los comerciantes apenas empezaban a levantar sus cierres metálicos, le dio mala espina. Pensó que mi padre había venido para lavar la afrenta de la vez anterior, y sintió un gran alivio cuando lo oyó decir con voz átona:

—Tenías razón, Mahi. Mi hijo no tiene ningún porvenir conmigo.

Mi tío se quedó boquiabierto.

Mi padre se acuclilló delante de mí. Sus dedos me hicieron daño cuando me agarró por los hombros. Me miró a los ojos y me dijo:

—Es por tu bien, hijo mío. No te abandono, no reniego de ti; sólo pretendo darte una oportunidad.

Me besó en la cabeza —algo que se suele reservar para los decanos reverenciados—, intentó sonreírme, no lo consiguió, se incorporó y salió repentinamente del despacho casi a la carrera, sin duda para ocultar sus lágrimas.