3

Las mujeres estaban reunidas en una esquina del patio, alrededor de una mesa baja. Bebían té mientras se tostaban al sol. Mi madre estaba allí, callada, con Zahra en brazos. Acabó uniéndose al grupo sin por ello participar en las discusiones. Era tímida, y cuando Badra empezaba con sus historias salaces, mi madre a menudo se sonrojaba y hasta agobiaba. Aquella tarde saltaban de un disparate a otro, sólo para combatir el calor que tenía el patio recocido. Yezza la pelirroja lucía un ojo a la funerala; su marido había regresado borracho la víspera, una vez más. Las demás fingían no percatarse de nada. Por decencia. Yezza era orgullosa; sobrellevaba con dignidad las vilezas de su marido.

—Llevo varias noches teniendo un sueño extraño —dijo Mama a Batoul la vidente—. El mismo sueño: estoy en la oscuridad, tumbada boca abajo, y alguien me clava un cuchillo en la espalda.

Las mujeres se volvieron hacia Batoul, acechando la interpretación. La vidente esbozó una mueca, se rascó el pelo; no veía nada.

—¿El mismo sueño, dices?

—Exactamente el mismo.

—¿Estás tumbada boca abajo, en la oscuridad, y alguien te apuñala por la espalda? —preguntó Badra.

—Efectivamente —confirmó Mama.

—¿Estás segura de que se trata de un cuchillo? —repitió Badra, guaseándose de ella con la mirada.

Las mujeres tardaron unos segundos en descifrar las insinuaciones de Badra antes de soltar una carcajada. Como Mama no entendía lo que hacía tanta gracia a sus compañeras, Badra le echó una mano:

—Deberías decir a tu marido que se controle un poco.

—¡Hay que ver lo obsesionada que estás! —se irritó Mama—. Estoy hablando en serio, por favor.

—Pues mira tú por dónde, yo también.

Las mujeres rieron con más ganas, soltando espasmódicos relinchos por su boca desencajada. Mama les puso cara larga durante un rato, descorazonada por su falta de contención, pero, al verlas partirse, sonrió a su vez y acabó hipando de risa.

La única que no reía era Hadda. Estaba acurrucada, muy menuda pero preciosa, con sus ojazos de sirena y sus hoyuelos en las mejillas. Parecía triste y no había abierto la boca desde que se sentó entre las demás. De repente, tendió el brazo por encima de la mesa baja y presentó la palma de la mano a Batoul.

—¿Me dices lo que ves?

En su voz latía una enorme pena.

Batoul vaciló. Ante la mirada desesperada de la joven, tomó su manita con la punta de los dedos y rozó con la uña las líneas que apergaminaban su palma translúcida.

—Hadda, tienes mano de hada.

—Dime lo que lees en ella, querida vecina. Necesito saber. Ya no puedo más.

Batoul escrutó largamente la palma. En silencio.

—¿Ves a mi esposo? —la apremió con agobio Hadda—. ¿Dónde está? ¿Qué está haciendo? ¿Se fue con otra mujer o murió? Dime lo que ves, te lo suplico. Estoy dispuesta a aceptar la verdad, sea cual sea.

Batoul suspiró; se le cayeron los hombros.

—No veo a tu marido en esta mano, cariño mío. En ninguna parte. No percibo ni su presencia ni la menor huella suya. O se ha ido muy lejos, tan lejos que te ha olvidado, o ya no está en este mundo. Algo hay seguro: no volverá.

Hadda tragó saliva, pero aguantó. Su mirada retuvo la de la vidente.

—¿Qué porvenir me espera, querida vecina? ¿Qué va a ser de mí, sola con dos niños de corta edad, sin familia, sin nadie?

—No te dejaremos en la estacada —le prometió Badra.

—Si mi marido me dejó en la estacada, no habrá quien cargue conmigo —observó Hadda—. Dime, Batoul, ¿qué va a ser de mí? Tengo que saberlo. Cuando se está preparado para lo peor, se encajan mejor los golpes.

Batoul se inclinó sobre la mano de su vecina, pasó una y otra vez la uña sobre las líneas entrecruzadas.

—Veo a muchos hombres a tu alrededor, Hadda. Pero muy poca alegría. La felicidad no va contigo. Veo algunas escampadas pronto desbordadas por la crecida de los años, zonas de sombra y de pena y, sin embargo, no cedes.

—¿Muchos hombres? ¿Enviudaré varias veces o me repudiarán varias veces?

—No está claro. Hay demasiada gente a tu alrededor, y demasiado ruido. Parece un sueño, pero no lo es. Es… es muy curioso. Puede que esté diciendo tonterías… Hoy estoy un poco cansada. Lo siento…

Batoul se levantó y regresó a su vivienda con gesto apesadumbrado.

Mi madre aprovechó la oportunidad para retirarse a su vez.

—¿No te da vergüenza juntarte con las mujeres? —me apostrofó en voz baja tras la cortina de nuestro cuchitril—. ¿Cuántas veces tendré que recordarte que un chico no debe escuchar lo que las madres se cuentan?… Ve a la calle pero no te alejes demasiado.

—No se me ha perdido nada en la calle.

—Tampoco se te ha perdido nada entre las mujeres.

—Me van a pegar otra vez.

—Pues defiéndete. No eres una niña. Antes o después, tendrás que apañártelas solo, y no lo conseguirás si te dedicas a estar pendiente del comadreo.

No me gustaba salir. Mi percance en el descampado me había marcado al rojo vivo. Sólo me aventuraba fuera tras haber peinado los alrededores, un ojo delante y otro atrás, dispuesto a salir pitando al menor movimiento sospechoso. Aquellos pillos me daban pánico, sobre todo un tal Daho, un bribón bajito, feo y listo como un demonio. Me aterraba. Apenas enseñaba él la punta de la nariz en la esquina de la calle, sentía cómo me desintegraba; habría atravesado las paredes con tal de huir de él. Era un muchacho entenebrecido, impredecible como el rayo. Infestaba la zona a la cabeza de una pandilla de jóvenes hienas igual de traicioneras y crueles que él. Nadie sabía de dónde salía ni quiénes eran sus padres, pero todo el mundo coincidía en decir que acabaría colgado de una cuerda o con la cabeza clavada en una pica.

Además estaba El Moro, un exrecluso que había sobrevivido a diecisiete años de penal. Era alto, casi un gigante, de frente maciza y brazos hercúleos. Tenía todo el cuerpo tatuado y una cinta de cuero sobre su ojo tuerto. Una cuchillada le cruzaba la cara desde la ceja derecha hasta la barbilla, partiéndole los labios. El Moro era el terror a tamaño natural. Cuando aparecía por alguna parte, se imponía de inmediato el silencio y la gente se quitaba de en medio rozando las paredes. Lo vi muy de cerca una mañana. Estábamos una retahíla de mocosos alrededor de Patapalo, nuestro tendero. El veterano del ejército colonial nos estaba contando sus hazañas bélicas en el Rif marroquí —había guerreado contra el insurrecto bereber Abd el-Krim—. Estábamos bebiendo de la fuente de sus labios cuando nuestro héroe se puso lívido. Cualquiera habría dicho que acababa de darle un ataque al corazón. No era eso: El Moro estaba detrás de nosotros, firmemente plantado sobre sus sólidas piernas, las manos en las caderas. Rio despectivamente mirando al tendero de hito en hito.

—¿Conque quieres mandar a estos chicos al matadero, botarate? ¿Por eso les atiborras la cabeza con tu palabrería de colgado? ¿Por qué nos les cuentas cómo, tras años de leales servicios, los oficiales te echaron a los perros, con una pata menos?

Patapalo se había quedado sin habla; su boca chapoteaba en vacío como un pez fuera del agua.

El Moro prosiguió, cada vez más cabreado:

—Metes fuego a los aduares, te cargas los rebaños, acosas a pobres diablos a punta de mosquetón, y ahora vienes a presumir en público de tus trofeos de cabronazo. ¿A eso es a lo que llamas guerra? ¿Quieres que te diga la verdad? No eres más que un cobarde y me das asco. Me entran ganas de ensartarte en el garrote que usas como pata, hasta que te salgan los ojos por las orejas. Los héroes como tú no tendrán monumento, ni siquiera un epitafio en la fosa común que será su tumba. No eres más que un asqueroso traidor que pretende taparse la cara limpiándose los mocos con la bandera de sus amos.

El pobre veterano estaba verde y trémulo; la nuez le subía y bajaba enloquecida por la garganta. De pronto empezó a oler mal: se había cagado encima.

Sin embargo, en Jenane Jato había algo más que pilluelos y forzudos. La mayoría de la gente no era mala. A pesar de la miseria, no se les había viciado el alma, ni las penas habían erradicado su campechanía. Sabedores de que lo tenían crudo, no habían renunciado al maná celeste, convencidos de que, un día u otro, el desengaño con que cargaban acabaría remitiendo, y la esperanza renacería de sus cenizas. Era gente de bien, afectuosa y simpática a su manera; conservaban una fe integral y eso les insuflaba una paciencia inaudita. En Jenane Jato, el día de zoco era una especie de feria en la que cada cual ponía de su parte para mantener esa ilusión. Los vendedores de sopa batallaban con firmeza para quitarse de encima a los mendigos, valiéndose del cucharón a modo de garrote. Por medio duro, te daban un brebaje hecho a base de garbanzos, agua hervida y comino. Además, había algunos figones oscuros rondados por racimos de hambrientos que husmeaban el aroma a pleno pulmón. Por supuesto, no faltaban los depredadores; acudían de todas partes de la ciudad para sacar tajada del menor malentendido o imprudencia. La gente de Jenane Jato no cedía a las provocaciones. Se daban cuenta de que no es posible enderezar las mentes retorcidas y preferían los faranduleros. Pequeños y mayores se chiflaban por ellos. Entre los preferidos de la «feria» estaban los guals. Congregaban auténticos revuelos en torno a sus tribunas. Como su discurso tenía tantos descosidos como su ropa, nadie acababa de enterarse de todo lo que decían, pero tenían el don de captar la atención de su auditorio y de tenerlo boquiabierto con sus interminables elucubraciones. En cierto modo, conformaban nuestra ópera de colgados, nuestro teatro al aire libre. Por ellos, por ejemplo, me enteré de que el agua de mar era dulce hasta que las viudas de los marineros la salaron con sus lágrimas. Después de los guals estaban los encantadores de serpientes. Nos asustaban echándonos sus reptiles entre las piernas. He visto a algunos tragarse media víbora coleando antes de escamotearla subrepticiamente en las mangas de su gandura: un espectáculo repugnante a la vez que hipnótico que me producía pesadillas nocturnas. Los más trapaceros eran los charlatanes de toda ralea que gesticulaban tras sus puestos atestados de frascos con misteriosos brebajes, amuletos, bolsitas talismánicas y cadáveres de bichos disecados y afamados por sus poderes afrodisíacos. Proponían remedios para todos los males: sordera, caries, gota, parálisis, angustias, esterilidad, tiña, insomnio, sortilegio, cenizo, frigidez, y la gente picaba con una credulidad pasmosa. Alguno que otro se ponía, al cabo de tres segundos, a revolcarse por el suelo anunciando a gritos el milagro. Era apabullante. A veces, acudían iluminados a arengar al gentío con ademán serio y voz sepulcral. Se erguían sobre su pedestal improvisado y soltaban unas retahílas líricas que denunciaban la depravación de las mentes y la inexorable proximidad del Juicio Final. Hablaban del Apocalipsis, de la ira de los hombres, de la fatalidad y de las mujeres impuras; señalaban a los transeúntes con el dedo fustigándolos a quemarropa, cuando no se embarcaban en inacabables teorías esotéricas. «¿Cuántos esclavos se han sublevado contra imperios antes de acabar en la cruz? —atronaba uno de ellos agitando su enmarañada barba—. ¿Cuántos reyes han creído estar cambiando el curso de la historia antes de pudrirse en una mazmorra? ¿Cuántos profetas han intentado mejorar nuestras mentalidades antes de volvernos más locos que antes?». «¿Cuántas veces hay que repetirte que eres un coñazo de muerte? —le replicaba la gente—. Tápate tu cara de búho con una capucha y báilanos la danza del vientre en vez de darnos la paliza con tus pamplinas de retrasado…». Otro de nuestros puntos de atracción era Sliman con su organillo cruzado sobre el pecho y su tití al hombro; iba y venía por la plaza dando vueltas a la manivela de su caja de música mientras su minúsculo mono tendía su gorra de botones a quienes se acercaban; cuando estos le echaban algunas monedas, los gratificaba con muecas hilarantes. Algo apartados, del lado de los corrales para las bestias, oficiaban los burreros, hábiles ganchos y temibles chalanes de palique tan convincente que hasta eran capaces de hacer pasar una mula por un pura sangre. Me encantaba escucharlos poner a sus bestias por las nubes; daba casi gusto dejarse engatusar por ellos, tal era el placer de verse tratado con una diligencia habitualmente reservada a los altos dignatarios. A veces irrumpían en pleno jaleo los karcabo, un grupo de negros cubiertos de amuletos que bailaban maravillosamente desorbitando sus ojos lechosos. Se les oía de lejos golpear sus crótalos y tocar sus tambores en medio de un barullo espantoso. Los karcabo sólo se manifestaban con motivo de la festividad del morabito Sidi Blal, su santo patrono. Llevaban consigo un novillo expiatorio drapeado con los colores de la cofradía y pedían de puerta en puerta para costear los gastos del rito sacrificial. Su paso por Jenane Jato ponía los hogares sistemáticamente patas arriba; las mujeres salían a las puertas de sus casas, a pesar de las prohibiciones, y los chavales surgían como gerbos de sus madrigueras para unirse a la tropa; el alboroto crecía otro tanto.

Sliman se llevaba la palma entre todos aquellos personajes fabulosos. Su música era bonita y suave como si manara de una fuente, y su tití, adorablemente gracioso. Se contaba que Sliman había nacido cristiano, en el seno de una familia francesa próspera y sabia, y que se había enamorado de una beduina de Tadmaít antes de convertirse al islam. También se decía que pudo vivir a lo grande, ya que su familia no había renegado de él, pero que prefirió permanecer junto a su pueblo de adopción y compartir sus penas y alegrías. Aquello nos emocionaba mucho. Ni un solo árabe, ni un solo bereber, ni siquiera entre los menos recomendables, le faltaba jamás al respeto ni le ponía una mano encima. Yo quise enormemente a aquel hombre. Por mucho que me remonte en el recuerdo, desde lo más hondo de las convicciones del anciano en que me he convertido, no encuentro a otro ser que me haya proporcionado con tan esplendorosa claridad lo que tengo por la más cumplida madurez: el discernimiento, ese valor, tan huérfano en nuestros días, que engrandecía a mi pueblo en tiempos en que la vida no tenía gran valor.

Mientras tanto, conseguí inventarme un amigo unos años mayor que yo. Se llamaba Ouari. Era endeble, si no famélico, rubio, casi pelirrojo, con las cejas muy pobladas y una nariz aguileña cortante como una podadera. No era del todo un amigo; mi presencia no parecía molestarle, y como yo necesitaba la suya, hacía lo imposible por merecérmela. Ouari era probablemente un huérfano, o puede que un niño fugado, pues nunca lo vi entrar o salir de una casa. Vegetaba tras un gigantesco montón de chatarra, en una especie de pajarera tapizada de deyecciones. Se pasaba el tiempo cazando jilgueros para venderlos.

Ouari jamás decía nada. Podía hablarle durante horas sin que me prestara la menor atención. Era un chico misterioso y solitario, el único en el barrio que llevaba un pantalón de ciudad y una boina mientras que nosotros nos abrigábamos con ganduras y nos cubríamos la cabeza con una cofia. Por la noche fabricaba sus trampas con ramas de olivo que untaba con liga. Por la mañana, me iba con él a la maleza y lo ayudaba a disimular sus engaños entre los matorrales. Cada vez que un pájaro se posaba encima y se ponía a aletear aterrado, nos abalanzábamos sobre él y lo metíamos en una jaula antes de disponernos a pillar otros. Luego ofrecíamos por las calles nuestros trofeos de caza a los aprendices de pajareros.

Fue con Ouari con quien gané mis primeras monedas. Ouari no hacía trampas conmigo. Al final de nuestra gira, que podía durar varios días, me pedía que lo siguiera hasta un rincón tranquilo y volcaba sobre el suelo el contenido del zurrón que usaba como bolsa. Se quedaba con una moneda de cinco céntimos y empujaba otra hacia mí, así hasta que no quedaba nada que repartir, tras lo cual me acompañaba hasta el patio y desaparecía. Al día siguiente, era yo el que iba en su busca hasta la pajarera. Hasta tal punto daba la impresión de no necesitar mi ayuda, ni la de nadie, que creo que él jamás habría venido a buscarme.

Me encontraba a gusto con Ouari. Confiado y sereno. Hasta ese bicho de Daho nos dejaba en paz. Ouari tenía una mirada sombría, metálica, impenetrable que espantaba a los pelmazos. Es cierto que no hablaba mucho, pero cuando fruncía el ceño, los pillos salían pitando con tal rapidez que su sombra quedaba rezagada. Creo que me sentía feliz con Ouari. Le tomé gusto a cazar jilgueros y aprendí bastantes cosas acerca de las trampas y del arte del camuflaje.

Hasta que, una noche, cuando pensaba que mi padre se iba a enorgullecer de mí, todo se vino abajo. Esperé a que acabáramos de cenar para sacar mi bolsa de su escondite. Tendí a mi progenitor con mano temblorosa el fruto de mi labor.

—¿Qué es esto? —preguntó con desconfianza.

—No sé contar… Es el dinero que he ganado vendiendo pájaros.

—¿Qué pájaros?

—Jilgueros. Los atrapo con ramas untadas con cola…

Mi padre me agarró con saña la mano para interrumpirme. Sus ojos volvieron a parecer bolas calentadas al rojo blanco. Le tembló la voz al decirme:

—Abre bien las orejas, hijo. No necesito ni tu dinero ni un imán para atenderme.

Seguía apretando a medida que el dolor me inundaba las muñecas.

—¿Ves? Te estoy haciendo daño. Siento tu sufrimiento en lo más profundo de mi ser. No pretendo despachurrarte la mano, sino sólo que se te meta en la cabecita que no soy un fantasma, que soy de carne y hueso y que estoy muy vivo.

Sentía cómo se me derretían las falanges en su puño. Las lágrimas me empañaban la vista. No aguantaba más el dolor, pero no era cosa de gemir o de llorar. Entre mi padre y yo todo era una cuestión de honor; y este sólo se medía en función de nuestra aptitud para superar las pruebas.

—¿Qué estás viendo ahí, delante de tus narices? —me preguntó, señalándome la mesa baja llena de restos de comida.

—Nuestra cena, papá.

—No es un festín, pero no te has quedado con hambre, ¿verdad?

—No, papá.

—Desde que hemos venido a parar a este patio, ¿te has acostado alguna vez con el estómago vacío?

—No, papá.

—¿Teníamos cuando llegamos esta mesa baja sobre la cual comemos?

—No, papá.

—Y ese infiernillo de petróleo, allá en la esquina, ¿nos lo ha regalado alguien? ¿Acaso lo hemos recogido por la calle?

—Nos lo has comprado, papá.

—Cuando llegamos, nos alumbrábamos con mariposa, ¿no es así? Una mísera mecha flotando sobre una mancha de aceite, ¿lo recuerdas? ¿Con qué nos estamos alumbrando esta noche?

—Con un quinqué.

—¿Y las esterillas, las mantas, las almohadas, el cubo, la escoba?

—Todo lo compraste tú, papá.

—Entonces, ¿por qué no intentas comprender, hijo mío? Te lo dije el otro día: puede que me haya rajado pero todavía no estoy muerto. Ni siquiera he sido capaz de legarte la tierra de tus antepasados, y lo lamento. No puedes imaginarte hasta qué punto lo lamento. No pasa un solo momento sin que me lo reproche. Pero no me rindo. Me mato a trabajar para desquitarme. Porque es a mí, y sólo a mí, a quien corresponde salir de esta. ¿Me entiendes, hijo mío? No quiero que te culpabilices por lo que nos ocurre. No tienes culpa de nada. No me debes nada. No permitiré que te mates trabajando para poder salir adelante. Por ahí no paso. Caigo y me vuelvo a levantar, es el precio que hay que pagar, y no se lo reprocho a nadie. Porque te prometo que lo conseguiré. ¿Acaso has olvidado que mis brazos pueden levantar montañas? Entonces, en nombre de nuestros muertos y de nuestros vivos, si quieres aliviar mi conciencia, nunca vuelvas a hacer lo que me acabas de hacer, y dite que cada moneda que traigas a casa hará que me sienta más avergonzado.

Me soltó. Mi mano y mi bolsa habían quedado fundidas, me sentía incapaz de mover los dedos. El entumecimiento me llegaba hasta el codo.

Al día siguiente, fui a devolver mi ganancia a Ouari.

Ouari frunció levemente el ceño al verme meter mi bolsa en su zurrón. Pero el estupor se le pasó de inmediato. Siguió ocupándose de sus trampas como si no hubiese pasado nada.

La reacción de mi padre me tenía trastornado. ¿Cómo pudo tomarse a mal mi modesta contribución? ¿Acaso no era yo su niño, carne de su carne? ¿Por qué extravagante motivo puede una buena intención convertirse en ofensa? Me habría sentido tan orgulloso de que tomara mi dinero. En vez de eso, lo había herido.

Creo que fue a partir de aquella noche cuando empecé a desconfiar de la justeza de mis buenas intenciones. La duda se apoderaba de mi ser, lo ocupaba por entero.

No comprendía.

Ya no estaba seguro de nada.

Mi padre volvía a controlar la situación. Intentaba sobre todo demostrarme que mi tío se equivocaba del todo sobre él. Trabajaba como un burro, y no nos lo ocultaba. Él, que tenía por costumbre callarse sus proyectos para preservarlos del mal de ojo, ahora contaba a mi madre, con todo detalle, las iniciativas que estaba llevando a cabo para ensanchar su campo de maniobra y ganar dinero; lo decía alzando la voz para que yo lo oyera. Nos prometía lo más grande, hacía sonar sus monedas al regresar a casa, radiante, hablaba de nuestra futura casa, una auténtica, con postigos en las ventanas, una puerta de madera en la entrada y, vaya uno a saber, quizás un pequeño huerto donde plantar cilantro, menta, tomates y un montón de suculentos tubérculos que se derretirían en la boca como una golosina. Mi madre lo escuchaba; era feliz viendo a su marido bosquejar sueños deslumbrantes, y aunque no se creyera del todo lo que le decía, fingía hacerlo y se volvía loca de alegría cuando él le cogía la mano, algo que jamás le había visto yo hacer antes.

Mi padre no paraba un segundo. Quería enderezar el destino, salir de esta cuanto antes. Por la mañana, ayudaba a un herbolario; por la tarde, se duplicaba con un verdulero ambulante; por la noche, era masajista en unos baños turcos. Estaba incluso pensando montar su propio negocio.

Mientras tanto, yo iba dando bandazos por las calles, solo y desamparado.

Una mañana, el gamberro de Daho me pilló errando lejos de casa. Tenía un reptil enroscado en el brazo; una serpiente verdosa y repelente. Me acabó arrinconando y se puso a menear la cabeza del reptil delante de mis narices poniendo ojos de loco. Yo no podía soportar las serpientes, me producían pavor. Daho se lo pasaba en grande viéndome presa del pánico; me trataba de blandengue, de niña… Estaba a punto de desmayarme cuando Ouari apareció como caído del cielo. Daho detuvo de inmediato su pequeña tortura, dispuesto a salir por piernas en caso de que mi amigo acudiese a auxiliarme. Ouari no acudió a auxiliarme, se limitó a mirarnos de refilón y siguió su camino como si no pasara nada. No me lo podía creer. Daho, ya tranquilo, siguió asustándome con su serpiente a la vez que soltaba sonoras carcajadas; por mí podía reír hasta reventar, apenas me importaba. Mi pena superaba mi miedo: me había quedado sin amigo.