2

Mi padre no tenía tiempo que perder. Quería recuperarse sin demora. Al amanecer del día siguiente, me llevó con él en busca de alguna faena que pudiese reportarle unas cuantas monedas. Pero apenas conocía la ciudad y no sabía por dónde empezar. Regresamos al anochecer, agotados y con las manos vacías. Mientras tanto, mi madre había limpiado nuestro antro y ordenado un poco nuestras cosas. Cenamos como brutos y nos quedamos dormidos de inmediato.

Al día siguiente, antes del alba, mi padre y yo volvimos a salir en busca de un trabajo. Al cabo de una larga marcha forzada, nos llamó la atención un bullicio de gente.

—¿Qué pasa? —preguntó mi padre a un mendigo envuelto en sus andrajos.

—Buscan acémilas para descargar un flete en el puerto.

Mi padre creyó que era la oportunidad de su vida. Me ordenó que lo esperara en la terraza de un figón antediluviano y se lanzó hacia el gentío. Lo vi dando codazos a diestro y siniestro antes de desaparecer en medio del bullicio. Cuando el camión atestado de galeotes arrancó, mi padre no reapareció; había conseguido que lo cogieran.

Lo estuve esperando durante horas bajo un sol de castigo. A mi alrededor, gente harapienta se iba aglutinando al pie de las barracas, en cuclillas, increíblemente inmóvil a la sombra de su improvisado abrigo. Todos tenían una mirada inexpresiva y un retazo de noche en la cara. Daban la impresión de estar acechando, con oscura paciencia, algo que no se iba a manifestar en ninguna parte. Por la noche, hartos de tascar el freno, casi todos se dispersaron en silencio. Ya sólo quedaron los vagabundos, algunos locos gritones e individuos turbios con mirada de reptil. De repente, alguien gritó «al ladrón» y fue como si se abriera la caja de Pandora: las cabezas se levantaron y los cuerpos saltaron como muelles; y vi con mis propios ojos a una panda de energúmenos hirsutos abalanzarse directamente sobre un chico harapiento que intentaba escapar. Era el ladrón. Lo lincharon en un abrir y cerrar de ojos, entre gritos que resonaron en mis sueños durante semanas. Cuando se cumplió el castigo, sólo quedó en medio del polvo el cuerpo dislocado del adolescente encharcado en su sangre. Conmocionado, brinqué de espanto cuando un hombre se me acercó.

—No quería asustarte, pequeño —me dijo el hombre, levantando ambas manos para tranquilizarme—. Estás aquí desde esta mañana. Ahora tienes que volver a tu casa. Este no es sitio para ti.

—Estoy esperando a mi padre —dije—. Se fue con el camión.

—¿Y dónde se ha metido el estúpido de tu padre? ¿A quién se le ocurre olvidar a un mocoso en semejante lugar?… ¿Vives lejos?

—No lo sé…

El hombre pareció indeciso. Era un enorme tiarrón con brazos peludos, el rostro tostado por el sol y un ojo a la virulé. Miró a su alrededor echándose las manos a las caderas y, a regañadientes, me tendió una banqueta y me dijo que tomara asiento en una mesa mugrienta.

—No va a tardar en anochecer, y tengo que cerrar. No puedes andar solo por aquí, ¿te enteras? No es bueno. Hay mucho chiflado suelto… ¿Has comido?

Negué con la cabeza.

—Ya me lo imaginaba.

Entró en el figón y me trajo un plato metálico con una sopa coagulada dentro.

—No me queda pan.

Se sentó a mi lado y me miró con tristeza mientras daba lengüetazos a la escudilla.

—¡De verdad, qué estúpido es tu padre! —dijo suspirando.

Anocheció. El figonero cerró el negocio pero no se fue. Colgó una linterna de una vigueta y me hizo compañía con cara de pocos amigos. Se veían sombras moverse en la plaza sumida en la oscuridad. Un contingente de gente sin hogar fue ocupando el espacio, algunos alrededor de una hoguera, otros tumbándose directamente en el suelo para dormir. Pasaron las horas, los ruidos fueron amainando; mi padre seguía sin aparecer. La ira del figonero crecía a medida que corría el tiempo. Tenía ganas de regresar a su casa, pero a la vez estaba seguro de que si se le ocurría dejarme solo un minuto, yo estaría perdido. Cuando mi padre por fin reapareció, lívido de inquietud, el figonero lo increpó con aspereza:

—¿Dónde crees que estás, estúpido, en La Meca? ¿Cómo se te ocurre olvidar a tu mocoso en un lugar como este? Aquí, ni los más duros de pelar están a salvo de un golpe bajo.

Mi padre sentía tal alivio por haberme recuperado que se tragó los reproches del figonero como si fueran un elixir bendito. Se percataba de que había cometido un grave error y de que si aquel hombre me hubiese abandonado a mi suerte, jamás me habría recuperado.

—Salí con el camión —farfulló, dolido—. Pensé que nos traerían aquí después. Me equivoqué. No soy de la ciudad, y el puerto está a un trecho de aquí. Me extravié. No sabía dónde me encontraba ni cómo regresar hasta aquí. Llevo horas dando vueltas.

—Pues a ver si le das más vueltas al magín, amigo —le gritó el figonero, descolgando la linterna—. Cuando se busca trabajo, se deja al niño en casa… Ahora seguidme los dos, y cuidado dónde pisáis. Vamos a cruzar la peor fosa de serpientes que jamás haya cavado Dios en la tierra.

—Muchas gracias, hermano —le dijo mi padre.

—No he hecho nada del otro mundo. No me gusta que toquen a los niños, eso es todo. Me habría quedado con él hasta la mañana. No habría conseguido sobrevivir en este revolcadero, y yo no me habría quedado con la conciencia tranquila.

Nos ayudó a salir de aquel degolladero sin percance, nos explicó cómo rodear los barrios peligrosos para regresar enteros a casa, y la oscuridad se lo tragó.

Mi padre siguió al pie de la letra las recomendaciones del figonero. Me confió a mi madre. Cuando me despertaba por la mañana, se había ido. Cuando regresaba por la noche, yo estaba durmiendo.

Ya no lo veía.

Lo echaba de menos.

En el patio no había nada para mí. Me aburría. Educado en soledad, con sólo un perro viejo por único compañero, no sabía cómo unirme a los chavales que no paraban de reñir en el patio. Parecían espíritus inquietos en pleno trance. Eran más jóvenes que yo, algunos muy pequeñitos, pero armaban un follón de todos los diablos. Sentado ante nuestra puerta, me limitaba a observarlos, mantenido a distancia por sus juegos alucinantes que acababan infaliblemente con una ceja abierta o una rodilla desollada.

Cinco familias compartían nuestro patio, todas procedentes del interior; campesinos arruinados o aparceros sin contrato de arrendamiento. En ausencia de los hombres, salidos de madrugada para matarse en el tajo, las mujeres se reunían alrededor del brocal y hacían lo que podían para dar a nuestra ratonera una cierta alma, impasibles ante las refriegas que protagonizaban sus retoños. Para ellas, los mocosos se estaban iniciando en las cabronadas de la vida. Y cuanto antes fuera, mejor. Hasta parecían encantadas de ver cómo se partían la cara sin reparo para, tras una buena sesión de llantina, reconciliarse antes de volver a las hostilidades con asombrosa pugnacidad… Las mujeres se llevaban bien entre sí, eran solidarias. Cuando una de ellas enfermaba, se las arreglaban para echar algo a su caldero, para hacerse cargo de su niño de pecho o turnarse para atenderla. A veces compartían alguna golosina y parecían sobrellevar sus pequeñas miserias con una sobriedad enternecedora. Me parecían admirables. Estaba Badra, una amazona elefantuna a quien encantaba contar chistes verdes. Era nuestra bocanada de oxígeno. La crudeza de sus palabras indisponía a mi madre, pero a las otras les encantaba. Badra era madre de cinco chiquillos y de dos adolescentes difíciles. Estuvo casada una primera vez con un pastor muy duro de mollera, casi autista, del que decía que estaba armado como un burro pero que no tenía ni idea del asunto… Estaba Batoul, flaca y morena como un clavo, canosa cuarentona con la cara cubierta de tatuajes que se partía de risa antes de que Badra abriera la boca. Casada a la fuerza con un anciano de la edad de su abuelo, pretendía tener dotes de vidente: leía las líneas de la mano e interpretaba los sueños. Acudían a consultarla con regularidad mujeres del vecindario y de fuera. Les predecía el porvenir a cambio de unas cuantas patatas, de algo de calderilla o un trozo de jabón. Para los inquilinos del patio era gratuito… Estaba Yezza, una regordeta pelirroja de opulenta pechera, a quien el borracho de su marido pegaba cada dos noches. Tenía la cara apergaminada por las sucesivas palizas que se llevaba y casi no le quedaban dientes. Su problema era que no procreaba, lo cual volvía especialmente odioso a su marido. Estaba Mama, liada hasta el cuello con su caterva de diablillos, valiente como diez criadas, dispuesta a cualquier concesión con tal de que no se le cayera la casa encima… Y por último estaba Hadda, bella como una hurí, apenas adolescente y ya cargando con dos hijos. Su marido salió una mañana a buscar trabajo y no regresó. Abandonada, sin referencias ni ingresos, sobrevivía gracias a la solidaridad de sus vecinos.

Dichas damas se reunían a diario alrededor del pozo y pasaban la mayor parte de su tiempo removiendo el pasado como quien remueve el cuchillo dentro de la herida. Hablaban de sus huertos confiscados, de sus dulces colinas perdidas para siempre, de los parientes que se quedaron en aquel infortunado terruño que no sabían si volverían a ver algún día. Entonces, la pena les ajaba el rostro y se les quebraba la voz. Justo cuando iban a romper a llorar, Badra volvía a sacar el tema de los delirantes farfulleros coitales de su primer esposo y, como si se tratara de una fórmula mágica, los recuerdos tristes aflojaban su escozor y las mujeres se revolcaban de risa en el suelo; el buen humor se imponía sobre las evocaciones asesinas y el patio recobraba algo de su alma.

Las bromas proseguían hasta el anochecer. A veces, envalentonado por la ausencia de los hombres, el comisionista Bliss acudía al patio para hacerse el vacilón. Nada más oírlo carraspear en el pasillo, las mujeres se volatilizaban. El comisionista entraba en el patio vacío, regañaba a los niños, que no soportaba, se ponía chinchoso por nada y nos trataba de catetos ingratos y de gentuza al apreciar el menor rasguño en la pared. Se erguía ostensiblemente frente a la vivienda de la bella Hadda y, con la perfidia de un piojo tuerto, nos amenazaba con echarnos a todos a la calle. Cuando se iba, las mujeres salían de su madriguera entre risas ahogadas, más divertidas que intimidadas por las fanfarronadas del comisionista. Bliss las pronunciaba a mansalva, pero no daba la talla. Jamás se habría atrevido a asomar su hocico de rata de haber habido un hombre en el patio, ni siquiera encamado o agonizante. Badra estaba convencida de que Bliss andaba detrás de Hadda. La joven era una presa fácil, sin recursos y vulnerable, fragilizada por los retrasos de su alquiler; el comisionista la presionaba para doblegarla.

Para ahorrarme las groserías de Badra, mi madre me permitió salir a la calle, si es que eso podía llamarse una calle. Era un sendero de tierra apisonada, bordeado a ambos lados por casuchas de cinc y barracas putrefactas. Sólo había dos casas de obra: nuestro patio y una especie de establo en el que vivían varias familias amontonadas. En la esquina se encontraba el barbero, un mequetrefe sin edad definida, apenas más alto que un espárrago, tan canijo que los cachas se negaban a pagarle. Componía su barbería a cielo abierto un cajón de municiones de guerra, recuperado en un vertedero militar, un trozo de espejo procedente de una puerta de armario, y una tabla combada sobre la cual reinaban una brocha de afeitar deshilachada, unas tijeras descompuestas y unas cuantas cuchillas inservibles. Cuando no afeitaba a los ancianos sentado directamente en el suelo, se acuclillaba junto a su cajón y se ponía a cantar. Tenía una voz cascada, las palabras no eran siempre las exactas, pero había en su manera de conjurar su pena algo que daba en la diana. No me cansaba de escucharlo.

Al lado del barbero había un amontonamiento de cachivaches que se las daba de tienda de comestibles. El tendero se llamaba Patapalo, un veterano del ejército colonial declarado inútil tras haberse dejado parte del cuerpo en un campo de minas. Era la primera vez que veía una pierna de madera. Me resultó muy extraño. El tendero parecía estar orgulloso de la suya; le encantaba amenazar con ella a los chavales que huroneaban en sus tarros.

Patapalo no estaba satisfecho con su negocio. Echaba de menos el aroma de las broncas y el ambiente cuartelero. Soñaba con reincorporarse y enganchar al enemigo. Mientras le crecía la pierna mutilada, vendía conservas de mercado negro, panes de azúcar y aceite adulterado. En sus ratos libres, ejercía de sacamuelas; lo vi en varias ocasiones extraer a chavales raigones podridos con una pinza oxidada; era como si les arrancara el corazón.

Luego estaba el descampado que daba a la maleza. Me aventuré por allí una mañana, atraído por la batalla campal que estaban librando dos pandillas de chiquillos, una dirigida por Daho, un salvaje pelado a rape con sólo una mata de pelo crespo en la frente, y la otra por un joven adulto, puede que un retrasado, que se las daba de conquistador. Fue como si se hubiese abierto la tierra bajo mis pies. En una fracción de segundo, un revuelo de brazos me agarró y me alivió sobre la marcha de mis chanclas, de mi gandura y de mi chechia antes de que yo entendiera lo que me estaba ocurriendo. Hasta intentaron llevarme a rastras a los matorrales para deshonrarme. Ignoro cómo conseguí escapar de aquella jauría; traumatizado en lo más hondo de mi ser, no volví a poner los pies en esos territorios malditos.

Mi padre trabajaba como un burro, pero no las tenía todas consigo. Había un montón de madrugadores, y el trabajo era un bien escasísimo. Eran demasiados los miserables que reventaban en los estercoleros con el ombligo pegado a las vértebras, y los supervivientes no dudaban en destriparse por un mendrugo rancio. Eran tiempos duros, y la ciudad, que de lejos semejaba un espejismo de esperanzas, resultaba ser un espantoso engañabobos. Sólo una de cada diez veces conseguía mi padre un trabajillo con el que apenas sacaba para comprar un pedazo de jabón con que lavarse. Algunas noches, regresaba tambaleándose, la cara estragada y la espalda sajada por los innumerables bultos que cargaba o descargaba durante todo el día, tan dolorida que tenía que dormir boca abajo. Estaba desgastado, sobre todo desesperado. El peso de la duda estaba quebrantando su terquedad.

Fueron pasando las semanas. Mi padre adelgazaba a ojos vista. Estaba cada vez más irascible y siempre encontraba un motivo para pagarla con mi madre. No la pegaba; se limitaba a gritarle y mi madre agachaba estoicamente una cabeza culpable sin decir nada. Las cosas se nos iban de las manos y nuestras noches eran pura hiel. Mi padre ya no dormía. No dejaba de gruñir y de golpearse la palma de las manos. Lo oía dar vueltas por la habitación en plena oscuridad; a veces, salía al patio y se sentaba en el suelo, con la barbilla entre las rodillas y los brazos alrededor de las piernas hasta el amanecer.

Una mañana, me ordenó que me pusiera una gandura menos estropeada y me llevó donde su hermano. Mi tío estaba en su farmacia, colocando cajas y tarros sobre los estantes.

Mi padre vaciló antes de entrar en el laboratorio. Con su orgullo y apuro, estuvo dando vueltas hasta decidirse a contar el motivo de su visita: necesitaba dinero… Mi tío llevó de inmediato la mano a la caja, como si lo esperara, y sacó un billete de los grandes. Mi padre le pidió que se detuviera con gesto atormentado. Mi tío comprendió que su hermano no tendería la mano. Dio la vuelta al mostrador y le metió el dinero en el bolsillo. Mi padre estaba petrificado, cabizbajo. Dio las gracias con voz encogida, apagada, apenas audible.

Mi tío regresó tras su mostrador. Era evidente que tenía ganas de decir algo pero que no se atrevía a hacerlo. Su mirada no dejaba de medir la de mi padre, y sus dedos blancos y limpios tamborileaban con nervio la tabla. Tras haber sopesado a conciencia los pros y los contras, sacó fuerzas de flaqueza y dijo:

—Sé que resulta duro, Issa. Pero sé que podrías salir adelante… si me dejaras ayudarte un poco.

—Te devolveré hasta el último céntimo —prometió mi padre.

—No se trata de eso, Issa. Me lo devolverás cuando quieras. Si por mí fuera, ni siquiera necesitarías hacerlo. Estoy dispuesto a prestarte más. No me supone ningún problema. Soy tu hermano, estoy disponible en todo momento y para lo que sea… No sé cómo decírtelo… —añadió, carraspeando—. Siempre me ha costado mucho hablar contigo. Temo ofenderte cuando lo único que pretendo es ser tu hermano. Ya va siendo hora de que aprendas a escuchar, Issa. No hay nada malo en escuchar. La vida es un aprendizaje permanente; cambian las cosas tanto, y con ellas las mentalidades, que cuanto más cree uno saber, menos sabe.

—Me las arreglaré…

—No tengo la menor duda de ello, Issa. Salvo que las buenas intenciones requieren medios para llevarlas a cabo. No basta con creerlo a pies juntillas.

—¿Qué estás insinuando, Mahi?

Mi tío estaba tan nervioso que se retorcía los dedos. Estuvo buscando las palabras, les dio vueltas y más vueltas mentalmente y dijo, tras respirar con fuerza:

—Tienes una mujer y dos hijos. Es mucho para un hombre sin recursos. Eso te ata los puños y te recorta las alas.

—Es mi familia.

—También yo soy familia tuya.

—No es lo mismo.

—Sí es lo mismo, Issa. Tu hijo es mi sobrino. Lleva mi sangre. Entrégamelo. Sabes perfectamente que no llegará a gran cosa en tu estela. ¿En qué piensas convertirlo? ¿En cargador, en limpiabotas, en chalán? Hay que encarar la realidad de frente. Contigo no llegará a ninguna parte. Este chico necesita ir al colegio, aprender a leer y a escribir, crecer correctamente. Ya lo sé, los moritos no valen para estudiar. Lo suyo son los campos y los rebaños. Pero yo puedo mandarlo al colegio y convertirlo en un hombre instruido… Te ruego que no te lo tomes a mal. Reflexiona sólo un minuto. Contigo este niño no tiene ningún porvenir.

Mi padre meditó durante un largo rato las palabras de su hermano, cabizbajo y con la boca sellada. Cuando levantó la cabeza ya no tenía rostro sino una máscara macilenta en su lugar.

Dijo, completamente desalentado:

—Desde luego, nunca comprenderás nada, hermano.

—Haces mal en reaccionar así, Issa.

—Cállate… Por favor, ya está bien así… No tengo tus conocimientos, y lo lamento. Pero si el saber consiste en rebajar a los demás a la altura del suelo, no me interesa.

Mi tío intentó decir algo; mi padre lo frenó con gesto firme. Se sacó el billete del bolsillo y lo dejó encima del mostrador.

—Tampoco quiero tu dinero.

Tras lo cual me agarró por el brazo con tal hosquedad que estuvo a punto de dislocarme el hombro y me arrastró hasta la calle. Mi tío intentó alcanzarnos, pero no se atrevió a seguirnos y permaneció de pie ante la puerta de su tienda, seguro de que jamás en la vida le sería perdonado el error que acababa de cometer.

Mi padre no caminaba sino que rodaba como una piedra colina abajo. Jamás lo había visto tan enfadado. Estaba a punto de estallar. Las muecas le arrasaban la cara; parecía querer enterrar el mundo con la mirada. No decía nada, y aquel bullente silencio añadía a sus andares una tensión que me hacía temer lo peor.

Cuando estuvimos lejos, me puso de espaldas a una pared y hundió su mirada enloquecida en mis ojos asustados; ni siquiera una perdigonada me habría sacudido de pies a cabeza tan brutalmente.

—¿Crees que no valgo nada? —me dijo con voz agarrotada—. ¿Crees que he tenido a un hijo para verlo reventar lentamente?… Pues te equivocas. Y el falso de tu tío también. Y el destino que cree estar envileciéndome no sabe hasta qué punto se está colando… ¿Sabes por qué?… Porque puede que me haya rajado pero todavía no estoy muerto. Sigo vivo y echando chispas. Tengo una salud de hierro, brazos capaces de levantar montañas y un orgullo a prueba de todo.

Me hacía daño al hundirme los dedos en los hombros. No se daba cuenta. Los ojos se le movían por el rostro como si fueran bolas calentadas al rojo vivo.

—Es verdad que ni siquiera he sido capaz de salvar nuestras tierras, pero ¡recuerda todo el trigo que he hecho crecer en ellas! Lo que ocurrió luego no fue culpa mía. Las oraciones y los esfuerzos suelen estrellarse contra la codicia humana. Fui un ingenuo. Ahora he dejado de serlo. Ya nadie me golpeará por la espalda… Vuelvo a empezar a partir de cero. Pero ahora estoy sobre aviso. Voy a trabajar como nunca lo ha hecho un negro, plantar cara a los sortilegios, y ya verás con tus propios ojos lo digno que es tu padre. Voy a sacaros del agujero que nos ha tragado, te juro que este se va a enterar de lo que es bueno. Tú al menos me crees, ¿verdad?

—Sí, papá.

—Mírame bien a los ojos y dime que me crees.

Ya no eran ojos lo que tenía, sino dos bolsas de lágrimas y de sangre que amenazaban con tragarnos a ambos.

—¡Mírame!

Su mano me agarró la barbilla con violencia y me obligó a levantar la cabeza.

—O sea que no me crees, ¿verdad?

Yo tenía un enorme coágulo en la garganta. No podía hablar ni sostenerle la mirada. Era su mano la que me mantenía en pie.

De repente, su otra mano cayó sobre mi mejilla.

—No dices nada porque piensas que estoy divagando. ¡Niñato de mierda! No tienes derecho a dudar de mí, ¿te enteras? Nadie tiene derecho a dudar de mí. Si el canalla de tu tío piensa que no valgo nada, es porque tampoco vale más que yo.

Era la primera vez que me levantaba la mano. No comprendía nada, no sabía qué había hecho mal, por qué se ensañaba conmigo. Estaba avergonzado de haberlo irritado, y temía que renegara de mí, él que para mí era lo más grande del mundo.

Mi padre volvió a alzar la mano. Se le quedó suspensa en el aire. Sus dedos vibraban, sus párpados hinchados le desfiguraban la cara. Soltó un estertor de animal herido, me atrajo contra su pecho, llorando, y me apretó contra él, con tanta fuerza y durante tanto tiempo que me sentí morir.