1

Mi padre era feliz.

No me parecía capaz de ello.

A ratos me turbaba su semblante ya libre de angustias.

De cuclillas sobre un montículo de pedruscos, con los brazos rodeándole las rodillas, miraba la brisa abrazar la esbeltez de los tallos, tumbarse encima, revolverlos febrilmente. Los trigales ondeaban como la crin de miles de caballos galopando por la llanura. Era una visión idéntica a la que ofrece la mar cuando el oleaje la engorda. Y mi padre sonreía. No recuerdo haberlo visto sonreír hasta entonces; no tenía por costumbre traslucir su satisfacción —¿acaso la sentiría?—. Endurecido por las pruebas, con permanente mirada de acosado, su vida no pasaba de ser una interminable retahíla de desengaños; no se fiaba un pelo de lo que le reservaba un porvenir desleal e inasible.

Que yo sepa, no tenía amigos.

Vivíamos recluidos en nuestro terruño, como espectros entregados a sí mismos, dentro del silencio sideral de quienes apenas tienen qué contarse: mi madre a la sombra de su casucha, encorvada sobre su caldero, removiendo maquinalmente un caldo hecho a base de tubérculos de dudoso sabor; Zahra, tres años menor que yo, olvidada en un rincón, a tal punto discreta que a menudo no se percataba uno de su presencia; y yo, muchachito enclenque y solitario, amustiado apenas salido del cascarón, a cuestas con mis diez años.

Aquello no era vida; existíamos y punto.

Ya era puro milagro que amaneciéramos vivos, y de noche, cuando nos disponíamos a dormir, nos preguntábamos si no sería mejor cerrar los ojos de una vez por todas, convencidos de haber dado todas las vueltas posibles a las cosas, y de que no merecía la pena demorarse más en ellas. Los días se parecían desesperantemente unos a otros; jamás traían nada, y al pasar no hacían sino desposeernos de nuestras escasas ilusiones, que colgaban ante nuestras narices como esas zanahorias que hacen caminar a los asnos.

En aquellos años treinta, la miseria y las epidemias diezmaban a familias y rebaños con increíble perversidad, obligando a los supervivientes al éxodo, cuando no al vagabundeo. Nuestros escasos parientes habían dejado de dar señales de vida. En cuanto a los andrajosos que se perfilaban a lo lejos, estábamos seguros de que pasarían de largo, pues el sendero que conducía hasta nuestra casucha se estaba borrando.

A mi padre le daba igual.

Le gustaba quedarse solo, apoyado sobre su arado, con los labios blancos de espuma. En ocasiones lo tomaba por alguna divinidad que estuviese reinventando el mundo y permanecía horas enteras observándolo, fascinado por su robustez y empecinamiento.

Cuando mi madre me encargaba que le llevara la comida, no se me ocurría remolonear. Mi padre comía a hora fija, frugalmente, con prisas por volver al tajo. Yo habría preferido que me dijese algo con afecto o que me prestase atención durante un minuto; mi padre sólo tenía ojos para su tierra. Solamente en aquel lugar, en medio de su dorado universo, se hallaba en su elemento. Nada ni nadie, ni siquiera sus seres más queridos, estaba en condiciones de sacarlo de ahí.

Cuando al anochecer regresaba a nuestra casucha, la puesta del sol atenuaba el destello de su mirada. Era otro, un ser cualquiera, sin atractivo ni interés; casi me decepcionaba.

Pero ahora llevaba unas semanas encantado de la vida. La cosecha se preveía excelente, sobrepasaba sus previsiones… Empeñado hasta la camisa, había hipotecado la propiedad ancestral y sabía que estaba librando su última batalla, disparando su último cartucho. Trabajaba como diez hombres, sin desmayo, tragándose la rabia; se alarmaba ante un cielo inmaculado, la menor nubecita lo electrizaba. Jamás lo había visto rezar y entregarse con tanto empeño. Y cuando vino el verano y el trigo cubrió la llanura de lentejuelas relucientes, mi padre se instaló sobre el montículo de piedras y dejó de moverse. Encogido bajo su sombrero de esparto, se pasaba la mayor parte del día contemplando la cosecha que, después de tantos años de ingratitud y de vacas flacas, por fin prometía una leve mejoría.

Pronto tocaría recoger. A medida que se acercaba el momento, más le costaba a mi padre conservar la calma. Se veía segando las gavillas con todas sus ganas, amanojando sus proyectos por cientos y entrojando sus esperanzas hasta no saber qué hacer con ellas.

Apenas una semana antes, me sentó a su lado en la carreta y fuimos al pueblo, situado a escasa distancia tras la colina. No solía llevarme a ninguna parte. Puede que pensara que las cosas estaban mejorando y que teníamos que actualizar nuestros modales así como desarrollar nuevos reflejos, una nueva mentalidad. De camino, se puso a canturrear una copla beduina. Era la primera vez en mi vida que lo oía cantar. La voz le chirriaba como para espantar a un penco; para mí era una maravilla, no había barítono que le llegara al tobillo. Se repuso de inmediato, sorprendido por haberse abandonado y hasta puede que avergonzado por servir de diversión a su retoño.

El pueblo no era nada del otro mundo. Un poblacho perdido, mortalmente aburrido, con sus casuchas de adobe resquebrajado por el peso de la miseria y sus callejas desamparadas que no sabían dónde meterse para ocultar su fealdad. Unas cabras mordisqueaban unos esqueléticos árboles erguidos en su martirio cual cadalsos. Acuclillados al pie de los mismos, unos ociosos desastrados parecían espantajos en desuso, arrinconados allí hasta que los tornados los dispersaran.

Mi padre detuvo la carreta delante de una horrenda tienducha a cuyo alrededor unos chavales se aburrían como ostras. Vestían, a modo de gandura, unos sacos de yute remendados toscamente, e iban descalzos. Su cabeza rapada y moteada de costras supurantes confería a su aspecto un carácter irreversible, como la marca de una maldición. Nos rodearon curioseando como una camada de zorrillos cuyo territorio están profanando. Mi padre los apartó con un gesto antes de llevarme a empellones hasta la tienda de comestibles en la que un hombre dormitaba entre estantes vacíos. Este ni siquiera se molestó en levantarse para atendernos.

—Necesitaré hombres y material para la cosecha —le dijo mi padre.

—¿Nada más? —preguntó con tono cansino el tendero—. También vendo azúcar, sal, aceite y sémola.

—Eso vendrá luego. ¿Puedo contar contigo?

—¿Para cuándo quieres a tus hombres con su equipo?

—¿El viernes próximo?…

—Tú eres el patrón. Nos das un toque y allá que vamos.

—Entonces, digamos que el viernes de la semana que viene.

—Trato hecho —refunfuñó el tendero, echándose el turbante sobre la frente—. Me alegra saber que has salvado tu cosecha.

—Lo que he salvado es antes que nada mi alma —replicó mi padre, alejándose.

—Para eso, viejo, primero habría que tener una.

Mi padre se estremeció ante la tienda. Le había parecido percibir cierta indirecta ponzoñosa en las palabras del tendero. Subió a la carreta tras rascarse la cabeza y puso rumbo a casa. Su susceptibilidad había quedado seriamente tocada. Se le ensombreció la radiante mirada mañanera. Debió de ver un mal presagio en la réplica del tendero. Así era, bastaba con contrariarlo para que se pusiera en lo peor, que alabaran su ardor para exponerlo al mal de ojo. Yo estaba seguro de que, para sus adentros, se arrepentía de haber cantado victoria sin tener nada seguro.

Durante el trayecto de regreso, se encogió como una serpiente y no paró de azotar con su látigo la grupa de la mula; una cólera oscura imbuía sus gestos.

Mientras se acercaba el viernes, recuperó unas viejas podaderas, unas hoces desvencijadas y alguna que otra herramienta para repararlas. Yo lo seguía a distancia con mi perro, pendiente de la menor orden que me permitiese sentirme útil. Mi padre no necesitaba a nadie. Sabía con exactitud lo que tenía que hacer y dónde encontrar lo que necesitaba.

Pero, una noche, la desgracia se nos vino encima sin previo aviso. Nuestro perro ladraba, ladraba… Creí que el sol, tras descolgarse, había caído sobre nuestras tierras. Debían de ser las tres de la mañana y en nuestro cuchitril se veía como a pleno sol. Mi madre se llevaba las manos a la cabeza, sobrecogida ante la puerta de la casa. Las reverberaciones exteriores hacían correr su sombra multiplicada por las paredes a mi alrededor. Mi hermana permanecía inmóvil en su rincón, cruzada de piernas sobre su esterilla, con los dedos metidos en la boca y la mirada perdida.

Salí corriendo al patio y me topé con una crecida de llamas dislocadas que arrasaba nuestros campos; sus luces ascendían hasta un firmamento en el que no había una sola estrella de guardia.

Con el torso veteado de trazos negros, chorreando sudor, mi padre estaba como loco. Hundía un miserable cubo en el abrevadero, se adentraba en el incendio hasta desaparecer entre las llamas, volvía a buscar agua y regresaba al infierno. No se percataba de su ridiculez al negarse a admitir que no podía hacer nada, que ninguna oración, ningún milagro podría impedir que sus sueños se esfumaran. Mi madre se daba cuenta de que todo estaba perdido. Miraba cómo su marido se agitaba frenéticamente y temía no volver a verlo salir de la hoguera. Mi padre era capaz de abrazarse a las gavillas y de arder con ellas. ¿Acaso no eran sus campos su único elemento?

Cuando amaneció, mi padre seguía rociando las volutas de humo que exhalaban los manojos calcinados. No quedaba nada de sus campos y, sin embargo, se empeñaba en no reconocerlo. Por despecho.

No era justo.

A tres días del inicio de la cosecha.

A un palmo de la salvación.

A un soplo de la redención.

Mi padre se acabó rindiendo a la evidencia bien avanzada la mañana. Sin soltar el cubo, por fin se atrevió a echar una ojeada a la amplitud del desastre. Estuvo tambaleándose durante un rato, las piernas le flaqueaban, con los ojos enrojecidos, la cara descompuesta; luego cayó de bruces, se tumbó boca abajo y se puso a hacer, dejándonos atónitos, lo que se supone que ningún hombre hace en público: llorar a lágrima viva.

Supe entonces que los santos patronos acababan de renegar de nosotros hasta el día del Juicio Final, y que la desgracia acababa de sellar nuestro destino.

Para nosotros, el tiempo se había detenido. Por supuesto, el día seguía escaqueándose ante la noche, la oscuridad precedía los amaneceres, las rapaces revoloteaban en el cielo, pero, en lo que se refería a nosotros, era como si las cosas se hubiesen agotado en sí mismas. Habíamos pasado página, pero no estábamos en la nueva. Mi padre no paraba de ir y venir por su campo arrasado. Erraba de sol a sol entre sombras y escombros. Parecía un fantasma cautivo de sus ruinas. Mi madre lo observaba por el agujero de la pared que hacía las veces de tragaluz. Cada vez que se daba palmadas en los muslos o las mejillas, ella se persignaba invocando, uno por uno, el nombre de los marabúes de la región; estaba convencida de que su marido había perdido el juicio.

Una semana después, un hombre vino a vernos. Parecía un sultán con su traje de etiqueta, la barba recortada con esmero y el pecho cubierto de medallas. Era el caíd, escoltado por su guardia pretoriana. Sin bajar de su calesa, ordenó a mi padre que estampara sus huellas digitales en los documentos que un francés demacrado y lívido, vestido de negro de pies a cabeza, sacó apresuradamente de su cartera. Mi padre no se hizo de rogar. Mojó sus dedos en una esponja empapada de tinta y los pegó a los folios. El caíd se retiró una vez rubricados los documentos. Mi padre permaneció de pie en el patio, mirando fijamente ora sus manos manchadas de tinta, ora la calesa que ya alcanzaba la cima de la colina. Ni mi madre ni yo tuvimos el valor de acercarnos a él.

Al día siguiente, mi madre recogió lo poco que le quedaba y lo amontonó en la carreta…

Todo había acabado.

Recordaré durante toda mi vida aquel día en que mi padre cruzó al otro lado del espejo. Era un día desbaratado, con su sol colgando sobre la montaña y sus horizontes huidizos. Era aproximadamente mediodía y, sin embargo, tenía la sensación de estar disolviéndome en un claroscuro en que todo se había detenido, en que los ruidos se habían retractado, en que el universo se retiraba para dejarnos mejor aislados en nuestro desamparo.

Mi padre llevaba las riendas, con el cuello hundido entre los hombros, mirando fijamente las tablas de madera, dejando que la mula nos condujera hacia no sabía yo dónde. Mi madre estaba acurrucada en una esquina de los adrales, envuelta en su velo, apenas reconocible entre sus hatillos. En cuanto a mi hermana pequeña, permanecía con los dedos metidos en la boca y la mirada ausente. Mis padres no se daban cuenta de que mi hermana había dejado de alimentarse, que algo se había roto en su mente desde aquella noche en que el infierno echó el ojo a nuestros campos.

Nuestro perro nos seguía de lejos, con el hocico gacho. De cuando en cuando se detenía en lo alto de un cerro, se aupaba sobre sus patas traseras para comprobar si era capaz de aguantar hasta que hubiésemos desaparecido, luego brincaba hacia la pista y se apresuraba a alcanzarnos con el hocico pegado al suelo. Iba frenando a medida que se acercaba, y volvía a apartarse del camino hasta detenerse, infeliz y desamparado. Adivinaba que no había sitio para él allá adonde íbamos. Mi padre se lo dejó claro tirándole piedras al salir del patio.

Yo quería mucho a mi perro. Era mi único amigo, mi confidente. Me preguntaba qué iba a ser de ambos ahora que nuestros caminos se habían separado.

Recorrimos leguas inacabables sin toparnos con alma viviente. Daba la impresión de que el destino había despoblado la región para tenernos para sí solo… La senda corría delante de nosotros, árida, lúgubre. Se parecía a nuestra deriva.

Ya adelantada la tarde, machacados por el sol, vimos por fin un punto negro a lo lejos. Mi padre orientó a la mula hacia él. Era la tienda de campaña de un vendedor de verduras, un hipotético armazón de estacas y de tela de yute alzado en medio de ninguna parte, como surgido de una alucinación. Mi padre ordenó a mi madre que lo esperara junto a una roca. En este país, las mujeres deben permanecer aparte cuando los hombres se reúnen; no hay peor sacrilegio que ver cómo otro que no sea uno mismo le echa el ojo a tu esposa. Mi madre obedeció, con Zahra en los brazos, y fue a acuclillarse en el lugar indicado.

El vendedor era un hombrecillo deshidratado, con dos ojos de hurón hundidos en un rostro picado de pústulas negruzcas. Llevaba unos zaragüelles rasgados y unas zapatillas mohosas que dejaban al aire unos dedos deformes. Su chaleco desgastado hasta la trama apenas conseguía ocultar la extrema delgadez de su pecho. Nos espiaba, a la sombra de su toldo improvisado, con una estaca en la mano. Cuando comprobó que no éramos ladrones, soltó el palo y dio un paso hacia la luz.

—La gente es malvada, Issa —dijo de entrada a mi padre—. Lo es por naturaleza. De nada sirve echárselo en cara.

Mi padre detuvo la carreta a la altura del hombre y accionó la manivela de los frenos. Entendió la alusión del vendedor, pero no contestó.

El vendedor dio unas palmadas, como si estuviera escandalizado.

—Cuando aquella noche vi el incendio a lo lejos, comprendí que un pobre diablo regresaba al infierno, pero ni por asomo sospeché que se tratara de ti.

—Es la voluntad del Señor —dijo mi padre.

—Es falso y lo sabes. Allá donde mandan los hombres, el Señor queda fuera. No es justo hacerle cargar con las fechorías que sólo nosotros cometemos. ¿Quién podía tenértela jurada hasta el punto de quemar tus cosechas, amigo mío?

—Dios decide lo que nos toca padecer —dijo mi padre.

El vendedor se encogió de hombros.

—Los hombres sólo inventaron a Dios para entretener a sus demonios.

Al poner pie en tierra, a mi padre se le quedó enganchado en el asiento el faldón de su gandura. Le dio en pensar que se trataba de otra señal de mal agüero. Una ira contenida le congestionó el rostro.

—¿Vas a Orán? —le preguntó el vendedor.

—¿Quién te ha dicho eso?

—La gente siempre va a la ciudad cuando lo ha perdido todo… Ándate con cuidado, Issa. No es lugar para nosotros. Orán está repleto de timadores sin escrúpulos, más peligrosos que las cobras, más pérfidos que el Maligno.

—¿A santo de qué me vienes con esas historietas? —preguntó mi padre, irritado.

—Porque no sabes dónde te vas a meter. Las ciudades son una maldición. Allí, la baraka de nuestros antepasados no tiene curso legal. Quienes entran allí nunca consiguen salir.

Mi padre levantó una mano para rogarle que se guardara para sí sus elucubraciones.

—Te vendo mi carreta. Las ruedas y las tablas están fuertes, y la mula no ha cumplido cuatro años. Tu precio es el mío.

El vendedor echó una mirada furtiva al enganche.

—Me temo que no tengo gran cosa que ofrecerte, Issa. No vayas a creer que me quiero aprovechar de la situación. Por aquí pasan pocos viajeros, y a menudo me tengo que comer yo mis melones.

—Me conformaré con lo que me des.

—En realidad, no necesito carreta ni mula… Tengo unas cuantas monedas en mi cajetín. Las compartiré con mucho gusto contigo. En otros tiempos me echaste varios cables. En cuanto a tu enganche, me lo puedes dejar. Ya daré con algún comprador. Podrás recoger tu dinero cuando quieras. No lo tocaré.

Mi padre ni siquiera se pensó la sugerencia del vendedor. No tenía elección. Tendió una mano en gesto de aceptación.

—Eres un buen tipo, Milud. Sé que no me estás engañando.

—Quien engaña no hace sino engañarse a sí mismo, Issa.

Mi padre me pasó dos bultos, se hizo cargo del resto y, metiéndose en el bolsillo las pocas monedas que le entregó el vendedor, se apresuró a alcanzar a mi madre sin mirar lo que dejaba tras de sí.

Caminamos hasta dejar de sentir las piernas. El sol nos aplastaba; sus reflejos, reverberados por una tierra árida y trágicamente desierta, nos herían los ojos. Mi madre se tambaleaba detrás de nosotros, fantasma momificado en su sudario, y sólo se detenía para cambiarse a mi hermana de hombro. Mi padre la ignoraba. Caminaba erguido, a grandes zancadas, obligándonos a apresurar el paso. En modo alguno se nos habría ocurrido, a mi madre y a mí, pedirle que aflojara el suyo. Yo tenía los talones desollados por las sandalias, me ardía la garganta, pero aguantaba. Para engañar al cansancio y el hambre, me concentraba en la espalda humeante de mi progenitor, en su modo de cargar con los bultos y en su zancada regular y brutal que parecía estar dando patadas a los espíritus malignos. Ni una sola vez se dio la vuelta para comprobar si seguíamos detrás de él.

El sol estaba empezando a declinar cuando alcanzamos la «vía de los rumies», es decir, la carretera asfaltada. Mi padre optó por un olivo solitario tras una loma, a salvo de las indiscreciones, y se puso a escardar las zarzas a su alrededor para que pudiéramos instalarnos. Luego comprobó que ningún ángulo muerto le ocultaba la carretera y, satisfecho, nos ordenó que soltáramos nuestros bultos. Mi madre dejó a Zahra dormida al pie del árbol, la cubrió con una mantita y sacó de un capacho una cacerola y una espátula de madera.

—Nada de fuego —manifestó mi padre—. Hoy comeremos carne seca.

—No tenemos. Me quedan unos cuantos huevos frescos.

—He dicho que nada de fuego. No quiero que nadie sepa que estamos aquí… Nos conformaremos con tomates y cebollas.

El calor fue perdiendo brío, y una brisa empezó a remover las hojas de las ramas del olivar. Se oía correr los lagartos por la hierba reseca. El sol se expandía por el horizonte como un huevo estrellado.

Mi padre estaba tumbado bajo una roca, con una rodilla al aire y el turbante sobre la cara. No comió nada. Parecía estar de malas con nosotros.

Justo antes de caer la noche, apareció un hombre en lo alto de una loma y nos hizo señales con la mano. No podía acercarse por la presencia de mi madre. Por pudor. Mi padre me envió para que le preguntara qué quería de nosotros. Se trataba de un pastor harapiento, de rostro ajado y manos encallecidas. Nos ofrecía alojamiento y cena. Mi padre declinó su hospitalidad. El pastor insistió, pues sus vecinos no iban a perdonarle que dejara a una familia dormir al raso estando tan cerca de su choza. Mi padre se opuso categóricamente. «No quiero deber nada a nadie», refunfuñó. El pastor se indignó y regresó junto a su pequeño rebaño de cabras gruñendo y golpeando furiosamente el suelo con el pie.

Pasamos la noche al raso. Mi madre y Zahra al pie del olivo. Yo, bajo mi gandura. Mi padre haciendo guardia sobre una roca con un sable entre las piernas.

Al despertarme por la mañana, mi padre ya era otro. Se había afeitado, lavado la cara en una fuente y puesto ropa limpia; un chaleco sobre una camisa descolorida, unos zaragüelles turcos con fondo plisado que nunca le había visto antes y unas babuchas de cuero deslustrado aunque recién limpiado.

El autocar llegó cuando el sol empezó a elevarse. Mi padre amontonó nuestras cosas sobre el techo del vehículo antes de instalarnos en una banqueta, atrás. Era la primera vez en mi vida que veía un autocar. Cuando se puso a rodar por la carretera, me agarré a mi asiento, subyugado a la vez que aterrado. Algunos viajeros dormitaban aquí y allá, en su mayoría rumies enfundados en unos trajes lastimosos. No me cansaba de contemplar el paisaje que desfilaba por las ventanas de ambos costados. Por delante, el conductor me tenía impresionado. Sólo le veía la espalda, ancha como un muro, y los vigorosos brazos girando el volante con mucha autoridad. A mi derecha, un vejete desdentado se bamboleaba al ritmo de las curvas, con un cojín arrugado a los pies. Tras cada curva, metía una mano en su cesta para comprobar que todo seguía allí.

El inaguantable olor a gasolina y las curvas cerradas acabaron venciéndome; me adormilé con náuseas y la cabeza a punto de explotar como un globo.

El autocar se detuvo en un área rodeada de árboles, frente a un gran edificio de ladrillo rojo. Los viajeros se abalanzaron sobre sus pertenencias. En su precipitación, algunos me pisaron los pies; ni me di cuenta de ello. Estaba tan pasmado por lo que veía que hasta olvidé ayudar a mi padre a recuperar nuestros bultos.

¡La ciudad!…

No se me había ocurrido pensar que pudiesen existir aglomeraciones tan tentaculares. Era delirante. Llegué a preguntarme si el malestar que había pillado en el autobús me estaba jugando una mala pasada. Detrás de la plaza se alineaban casas hasta donde alcanzaba la vista, armoniosamente imbricadas, con balcones florecidos y ventanas altas. Las calzadas estaban asfaltadas, bordeadas por aceras. No me lo podía creer, ni siquiera podía dar un nombre a cada cosa cuyo destello me deslumbraba. Se veían casas bonitas por todas partes, tras unas imponentes y refinadas verjas pintadas de negro. Familias enteras descansaban cómodamente en las verandas, alrededor de mesas blancas repletas de jarras y de vasos altos llenos de zumo de naranja, mientras unos niños de tez bermeja y oro en el pelo correteaban por los jardines; sus risas cristalinas brotaban entre el follaje como chorros de agua. De esos lugares privilegiados emanaba una quietud y un bienestar que no me parecían posibles, en las antípodas del viciado relente de mi terruño, en el que los huertos fenecían bajo el polvo y los cercados para animales eran más acogedores que nuestras chozas.

Me hallaba en otro planeta.

Renqueaba tras mi padre, pasmado ante aquellos espacios verdes delimitados por tapias de sillería o vallas de fundición, ante las avenidas anchas y soleadas, y las farolas de enhiesta majestad, especies de centinelas con luz. ¡Y los coches!… Conté al menos diez. Surgían de donde menos se los esperaba, soltando traquidos, veloces como las estrellas fugaces, y desaparecían tras una esquina sin dar tiempo a pedir un deseo.

—¿Qué país es este? —pregunté a mi padre.

—Calla y sigue caminando —replicó—. Y mira hacia delante si no quieres caer en un agujero.

Era Orán.

Mi padre caminaba muy erguido, con paso firme, para nada intimidado por las calles rectilíneas de edificios vertiginosos, que se iban ramificando continuamente ante nosotros, tan idénticas que uno tenía la impresión de estar marcando el paso sin moverse de sitio. Cosa extraña, las mujeres no llevaban velo. Paseaban a cara descubierta; las viejas con extraños peinados altos; las jóvenes, medio desnudas y con la melena suelta, para nada molestas con la cercanía de los hombres.

Más adelante, la agitación fue amainando. Nos metimos por rincones sombreados y tranquilos, sumidos en un silencio apenas rasgado por el paso de una calesa o el estrépito de un cierre metálico. Algunos ancianos europeos estaban acomodados ante las puertas de sus hogares, con el rostro enrojecido. Llevaban amplios calzones cortos, camisas abiertas sobre sus barrigas y anchos sombreros inclinados hacia la nuca. Aplastados por el calor, peroraban con su vaso de anisete posado directamente sobre el suelo y agitando maquinalmente su abanico para refrescarse. Mi padre pasó delante de ellos sin saludarlos ni mirarlos. Fingió ignorarlos, pero su paso perdió repentinamente su soltura.

Desembocamos en una avenida con transeúntes detenidos ante sus escaparates. Mi padre esperó a que pasara el tranvía para cruzar la calzada. Indicó a mi madre el lugar donde debía esperarlo, le pidió que custodiara todos nuestros bultos y me ordenó que lo siguiera hasta una farmacia, al final de la alameda. Primero echó una ojeada por la vitrina para comprobar que no se estaba equivocando de dirección, luego se ajustó el turbante, se alisó el chaleco y entró. Un hombre alto y endeble garabateaba en un registro tras el mostrador, ceñido en un traje con chaleco y un fez rojo sobre su rubia cabellera. Tenía los ojos azules, un rostro fino en cuyo centro un ribete de bigote resaltaba la incisión que tenía por boca. Al ver entrar a mi padre, frunció el ceño, luego levantó una tabla de madera y dio la vuelta al mostrador para saludarnos.

Ambos hombres se adelantaron para abrazarse.

El abrazo fue breve, pero el apretón bastante intenso.

—¿Es mi sobrino? —preguntó el desconocido, acercándose a mí.

—Sí —le dijo mi padre.

—¡Dios, qué guapo es!

Era mi tío. Ni siquiera sabía que existiera. Mi padre no nos hablaba nunca de su familia. Ni de nadie. Apenas nos dirigía la palabra.

Mi tío se agachó para apretarme contra él.

—¡Menudo chico tienes aquí, Issa!

Mi padre prefirió no añadir nada. Comprendí, por el movimiento de sus labios, que estaba recitando, en su fuero interno, versículos coránicos para conjurar el mal de ojo.

El hombre se incorporó y se colocó frente a mi padre. Tras un silencio, regresó tras su mostrador y siguió mirando fijamente a mi padre.

—No resulta fácil sacarte de tu terruño, Issa. Supongo que ha ocurrido algo grave. Hace años que no acudes a visitar a tu hermano mayor.

Mi padre no se anduvo con rodeos. Contó de un tirón lo que nos había ocurrido en nuestra tierra, nuestras cosechas esfumadas, la visita del caíd… Mi tío lo escuchó atentamente, sin interrumpirlo. Veía cómo sus manos agarraban el mostrador, luego se cerraban. Al final del relato, se echó el fez a la coronilla y se enjugó la frente con un pañuelo. Estaba abatido, pero aguantaba como podía.

—Pudiste pedirme que te adelantara dinero en vez de hipotecar nuestras tierras, Issa. Sabes perfectamente de qué va ese tipo de prórroga. Ya picaron muchos de los nuestros, y habías visto cómo acabaron. ¿Cómo pudiste dejarte engañar?

No había reproche en las palabras de mi tío, pero sí una inmensa decepción.

—Lo hecho, hecho está —aseveró mi padre a falta de argumento—. Dios lo ha dispuesto así.

—No ha sido Él quien ha hecho que arrasen tus tierras… Dios no tiene nada que ver con la maldad de los hombres. Y el diablo tampoco.

Mi padre alzó la mano para poner fin al debate.

—He venido para instalarme en la ciudad —anunció—. Mi mujer y mi hija me están esperando en la esquina de la calle.

—Vayamos primero a mi casa. Descansad durante unos días, mientras se me ocurre algo…

—No —lo cortó mi padre—. Quien quiere salir a flote debe ponerse manos a la obra de inmediato. Necesito un techo para mí, y hoy mismo.

Mi tío no insistió. Conocía demasiado bien la testarudez de su hermano pequeño como para esperar enjuiciarlo. Nos llevó al otro lado de la ciudad. Nada hay más grosero que los cambios bruscos dentro de una misma ciudad. Basta con rodear una manzana de casas para pasar del día a la noche, de la vida a la muerte. Ni siquiera hoy puedo evitar un escalofrío cada vez que recuerdo aquella aterradora experiencia.

La barriada donde fuimos a parar hizo añicos todos los encantos que me habían maravillado horas atrás. Seguíamos estando en Orán, salvo que nos encontrábamos del otro lado del decorado. Todas aquellas bonitas casas y avenidas floridas habían sido sustituidas por un caos infinito salpicado de casuchas infames, tugurios nauseabundos, jaimas de nómadas abiertas por los cuatro costados y cercados para las bestias.

—Estamos en Jenane Jato —explicó mi tío—. Hoy es día de zoco. Normalmente, esto está más tranquilo —añadió para no preocuparnos.

Jenane Jato: una maraña de maleza y de cuchitriles repleta de carretas desvencijadas, de mendigos, de vendedores callejeros, de burreros bregando con sus bestias, de aguadores, de charlatanes y de mocosos harapientos; una maleza ocre y tórrida, polvorienta y apestosa a más no poder, injertada en la muralla de la ciudad como un tumor maligno. Aquí, en estos lugares indecibles, la miseria se superaba a sí misma. En cuanto a los hombres —esos dramas itinerantes—, se diluían resueltamente en su sombra. Parecían condenados expulsados del infierno, sin juicio ni previo aviso, y arrojados a este estercolero a falta de otro sitio; encarnaban por sí solos todos los esfuerzos vanos del mundo entero.

Mi tío nos presentó a un hombrecillo canijo, de mirada huidiza y pescuezo corto. Era un comisionista apodado Bliss, una especie de carroñero siempre dispuesto a fecundar un desamparo. Por entonces sobreabundaban los depredadores de su calaña; los éxodos disentéricos que sumergían las ciudades los hacían igual de inevitables que un sortilegio. El nuestro no constituía la excepción a la norma. Era consciente de nuestro naufragio y nos sabía a su merced. Recuerdo que llevaba una perilla de duende que le alargaba excesivamente la barbilla, y una chechia asquerosa sobre su cabezota calva y abollada. Me disgustó de entrada, por su sonrisa viperina y su manera de frotarse las manos como si se dispusiera a zamparnos crudos.

Saludó a mi padre con un meneo de cabeza mientras escuchaba a mi tío explicarle nuestra situación.

—Creo que tengo algo para su hermano, doctor —dijo el comisionista, que parecía conocer bien a mi tío—. Es lo mejor que encontrarán siempre que sea provisional. No es un hotel de lujo, pero es un lugar tranquilo, y el vecindario es honrado.

Nos condujo hasta un patio con pinta de cuadra, agazapado en el fondo de una especie de angostura pestilente. El comisionista nos rogó que lo esperáramos en la calle y carraspeó con fuerza en la entrada del patio para que las mujeres se eclipsaran, tal como era costumbre cuando un hombre penetraba en una vivienda. Una vez despejado el camino, nos hizo una señal para que lo siguiéramos.

Se trataba de un patio interior con habitaciones separadas a cada lado, en las que se amontonaban familias extraviadas que huían de la hambruna y del tifus que hacían estragos en el campo.

—Aquí es —dijo el comisionista, apartando una cortina que daba a una sala vacía.

Vacía y sin ventana, la habitación era apenas más ancha que una tumba y no menos deprimente. Olía a meado de gato, a gallina muerta y a vomitado. Las paredes, negruzcas y rezumantes de humedad, parecían a punto de derrumbarse; el suelo estaba tapizado por gruesas capas de cagarrutas de ave y de excrementos de rata.

—Por aquí no van a encontrar alquiler más barato —nos aseguró el comisionista.

Mi padre se detuvo ante una colonia de cucarachas asentada en un sumidero atestado de porquería, alzó la cabeza hacia las telarañas moteadas de moscas muertas, mientras el comisionista lo miraba de reojo, como un reptil ante su presa.

—Me lo quedo —dijo mi padre para alivio del hombre.

Se puso de inmediato a amontonar nuestras cosas en un rincón de la habitación.

—Las letrinas colectivas están al fondo del patio —soltó el comisionista con entusiasmo—. También hay un pozo, aunque está seco. Hay que cuidar de que los niños no se acerquen demasiado al brocal. El año pasado, tuvimos que lamentar la muerte de una niña porque a un despistado se le olvidó volver a tapar el agujero. Dicho esto, no hay nada más que señalar. Mis inquilinos son gente correcta, nada problemática. Todos han venido del interior para apencar y nunca se quejan. Para cualquier cosa que necesiten, acudan a mí, y sólo a mí —insistió con afán—. Conozco a mucha gente y puedo conseguir lo que sea, tanto de día como de noche, siempre que haya para pagarme. Por si no lo saben, alquilo esterillas, mantas, quinqués e infiernillos de petróleo. Basta con pedir. Les traería una fuente en mi puño siempre que me lo pagaran debidamente.

Mi padre no lo escuchaba; ya lo odiaba. Mientras ordenaba nuestra nueva vivienda, vi a mi tío alejarse con el comisionista y meterle discretamente algo en la mano.

—Esto es para que los dejes tranquilos durante una buena temporada.

El comisionista alzó el billete al sol y lo miró con insano regocijo. Se lo llevó a la frente, luego a la boca y dijo a voces:

—Puede que el dinero no tenga olor, pero ¡Dios!, qué bien huele.