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Unos días antes de su muerte preguntó a sir John Hawkins, como albacea suyo, dónde sería enterrado; al responderle este: «Sin duda alguna, en la abadía de Westminster», pareció sentir una satisfacción muy natural en un poeta, y, en realidad, a mi juicio, muy natural en cualquier hombre de imaginación que no tenga un sepulcro familiar en que ser enterrado con sus padres. En efecto, el lunes 20 de diciembre sus restos fueron depositados en ese noble y renombrado edificio, y sobre su tumba fue colocada una gran losa azul con esta inscripción:

SAMUEL JOHNSON, LL. D.

Obit XIII die Decembris

Anno Domini

M. DCC. LXXXIV.

Ætatis suæ LXXV.

Su entierro fue acompañado por un respetable número de amigos suyos, particularmente por los miembros del Club Literario que se hallaban en la ciudad, y se vio honrado también con la presencia de varios miembros del Reverendo Cabildo de Westminster. Mister Burke, sir Joseph Banks, mister Windham, mister Langton, sir Charles Bunbury y mister Colman presidieron el duelo. Su condiscípulo, el doctor Taylor, realizó el oficio mortuorio de llevar el servicio de enterramiento.

Tengo la esperanza de no ser acusado de afectación si declaro que me hallo incapaz de expresar todo lo que sentí con la pérdida de tal «Guía, Filósofo y Amigo». Por consiguiente, no diré ni una palabra mía, sino adoptaré las de un amigo eminente, improvisadas con una perfección espléndida, superior a todas las composiciones estudiadas: «Ha dejado un hueco, que no sólo nada puede llenar, sino que nada muestra tendencia a llenar. —Johnson ha muerto—. Sigamos: no hay nadie; no puede decirse de nadie que nos recuerde a Johnson».