Mister Steevens añade este testimonio:
Ha sido una desventaja para Johnson, sin embargo, que sus particularidades y flaquezas pueden ser conocidas con más facilidad que sus obras buenas y que sus amabilidades. Si las muchas buenas acciones que él estudiadamente ocultaba y los muchos actos humanitarios que realizó en privado fueran detallados con la misma minuciosidad, sus defectos quedarían tan difuminados en medio del resplandor de sus virtudes, que sólo se tendrían en cuenta estas últimas.
Aunque, debido a la altísima admiración que siento por Johnson, me he extrañado de que no fuera cortejado por todos los nobles y por todas las personas eminentes de su época, debe reconocerse en justicia que ningún hombre de humilde cuna, que vivió enteramente de la literatura, ningún autor de profesión, en una palabra, se elevó jamás en este país a la altura y fama que él logró. En el curso de esta obra han sido mencionados numerosos y diversos nombres, a los que podían añadirse muchos más. No puedo omitir los de lord y lady Lucan, en cuya casa disfrutó con frecuencia de todos los elementos con que una mesa elegante y una compañía selecta pueden contribuir a la felicidad; encontró hospitalidad, unida a prendas extraordinarias y embellecidas por encantos, a los que ningún hombre podía ser insensible.
El martes 22 de junio comí con él en el Club Literario, la última vez que estuvo en esta respetable Sociedad. Los otros miembros presentes fueron el obispo de St. Asaph, lord Eliot, lord Palmerston, el doctor Fordyce y mister Malone. Parecía estar enfermo, pero tenía un temple tan viril, que no molestó a los reunidos con melancólicas lamentaciones. Todos demostraron un afectuoso interés hacia él, lo que le agradó mucho, y se esforzó por ser todo lo animado que su indisposición le permitía.
El anhelo de sus amigos de conservar una vida tan estimable todo el tiempo que estuviera al alcance de los medios humanos, les hizo planear el cambio de la dureza del invierno británico por la templanza del clima de Italia. Este proyecto fue por fin llevado a un plano de eficacia en casa del general Paoli, donde yo había hablado con frecuencia del mismo. Yo entendía, sin embargo, que previamente era necesario resolver una condición esencial, y era esta la de obtener una adición a sus ingresos que fuera suficiente para que le permitiera sufragar los gastos de un modo que correspondiera a la primera figura literaria de una gran nación y que, independientemente de todos sus demás méritos, era el autor del Diccionario de la lengua inglesa. La persona a la que, por encima de todas la demás, creía yo que debía acudir para hacer esta negociación, era el lord Canciller, porque sabía que estimaba altamente a Johnson y porque Johnson lo estimaba altamente a él; de modo que no significaba ninguna degradación para mi ilustre amigo el solicitar para él el favor de tal hombre. He dicho lo que Johnson dijo de él cuando estaba en el foro, y después que Su Señoría fue promovido al cargo de guardasellos, dijo de nuevo JOHNSON: «No tengo en Inglaterra que prepararme para hablar con nadie, salvo con lord Thurlow. Cuando tengo que encontrarme con él, me gustaría saberlo el día antes». Cómo había de prepararse, no puedo siquiera suponerlo. ¿Prepararía algunos temas, examinándolos desde todos los puntos de vista, para estar dispuesto a razonar sobre ellos en cualquier aspecto? ¿Y cuáles serían esos temas? Una vez insinué la curiosidad al gran hombre objeto de este cumplido; sonrió, pero no declaró nada.
Consulté primeramente con sir Joshua Reynolds, cuya opinión coincidió totalmente con la mía; en vista de ello, aunque personalmente era poco conocido por Su Señoría, le escribí, exponiendo el caso y solicitando sus buenos oficios en favor del doctor Johnson. Le indiqué que me veía obligado a salir para Escocia a principios de la semana siguiente, de modo que si tenía que ordenarme algo respecto a la pía negociación, debía tener la bondad de avisármelo antes de esa fecha; de otro modo, sir Joshua Reynolds la acogería con toda atención.
Esta gestión se hizo, no sólo sin mediar ninguna insinuación por parte de Johnson, sino que le era totalmente desconocido el asunto, no teniendo siquiera la menor sospecha del mismo. Todas las insinuaciones, por consiguiente, que después de su muerte se han lanzado, como si él se hubiera rebajado a pedir algo superfluo, carecen de fundamento. Pero si lo hubiera pedido, no habría sido superfluo, pues aunque el dinero que había ahorrado resultó más que lo que sus amigos imaginaban, o que lo que él mismo creía —en su conocida indiferencia por los asuntos del mundo—, si hubiera viajado por el continente no habría sido innecesario un aumento de sus disponibilidades.
Ahora contemplamos a Johnson por última vez en su ciudad natal, por la que siempre conservó un cálido afecto y que, con un apóstrofo inesperado, bajo la palabra Lich, introduce en su obra inmortal el Diccionario inglés:«SALVE MAGNA PARENS!». Mientras estaba en ella sentía un renacimiento de toda la ternura del afecto filial, del que aparece un ejemplo en el orden que da para que la lápida sepulcral y la inscripción de Elizabeth Blaney sean sustancial y cuidadosamente renovadas.
A mister Henry White, un joven clérigo con quien trabó amistad íntima, hasta el punto de hablarle con gran libertad, le dijo que, en general, no podía acusarse de haber sido un hijo desobediente. «En verdad, una vez —dijo— fui desobediente; me negué a acompañar a mi padre al mercado de Uttoxeter. El orgullo fue la causa de esta negativa, y su recuerdo ha sido penoso. Hace unos pocos años deseé expiar la falta: fui a Uttoxeter con un tiempo muy malo y permanecí bastante tiempo destocado en medio de la lluvia, en el lugar donde mi padre solía instalar su puesto. Lo hice con contrición y espero que la penitencia fuera expiatoria».
Como Johnson tenía ahora muy débiles esperanzas de restablecimiento y como mistress Thrale no le era ya tan devota, podía haberse supuesto que escogería de un modo natural el quedarse en la confortable casa de la hija de su amada mujer, y terminar su vida donde la empezó. Pero había en él un espíritu elevado y vigoroso, y, a pesar de las penosas enfermedades que podían deprimir a los seres corrientes, todos los que le veían pudieron presenciar y reconocer el invictum animum Catonis. Tal era su ardor intelectual, incluso en este tiempo, que decía a un amigo: «Señor, considero perdido todo día en que no aprendo algo nuevo», y a otro, refiriéndose a su enfermedad: «Seré vencido, pero no capitularé». Y tal era su amor a Londres, tan alto goce le producían su enorme extensión y la variedad de sus entretenimientos intelectuales, que languidecía cuando estaba ausente de él; su mente se había hecho voluptuosa por el largo hábito de gozar de la metrópoli, y, por consiguiente, aunque en Lichfield se hallaba rodeado de amigos que lo querían y lo reverenciaban y por los que sentía un afecto muy sincero, veía que una conversación como la que Londres proporciona no podía encontrarse en ningún otro sitio. Estos sentimientos, unidos probablemente a algunas esperanzas de verse ayudado por los eminentes médicos y cirujanos de Londres, que amable y generosamente le asistían sin aceptar retribución, le hicieron decidirse a volver a la capital.
Desde Lichfield fue a Birmingham, donde pasó unos cuantos días con su antiguo condiscípulo, mister Héctor, quien me escribe lo siguiente: «Se mostró muy deseoso de que recordara algunas de nuestras aventuras juveniles y que se las transmitiera luego a él; me di cuenta de que nada le producía mayor placer que traer a la memoria esos días de nuestra inocencia. Cumplí sus deseos, pero no recibió mis notas sino unos días antes de su muerte. Le he transcrito a usted exactamente las notas que hice para él». Este documento fue encontrado entre sus papeles después de su muerte, y sir John Hawkins lo ha insertado completo; yo he hecho uso aquí y allá de esta y de otras comunicaciones de mister Héctor en el curso de esta obra. Le he visitado y he tenido correspondencia con él después de la muerte de Johnson y he obtenido bastante información complementaria sobre muchos particulares. Seguí el mismo procedimiento con el reverendo doctor Taylor, en cuya presencia he redactado bastantes de las cosas que me dijo, y él, a instancias mías, las firmó para darles autenticidad. Es muy raro encontrar a una persona que sea capaz de dar una relación precisa de la vida de una persona —aunque la haya conocido íntimamente— sin que sea necesario hacerle preguntas. Mi amigo el doctor Kippis me ha dicho que en estas cosas tiene la costumbre de redactar un catecismo biográfico.
Johnson siguió luego a Oxford, donde fue recibido de nuevo amablemente por el doctor Adams, que tuvo la bondad de darme el siguiente relato en una de sus cartas (17 de febrero de 1785):
Su última visita fue, según creo, para mi casa, que dejó después de una estancia de cuatro o cinco días. Tuvimos bastantes conversaciones serias, que son para las que me siento más dispuesto siempre. Recordará usted algunas discusiones que tuvimos el verano sobre el tema de la plegaria y sobre la dificultad de este tipo de composiciones. Él me las recordó, así como mi deseo de que él probara su mano y nos diera un ejemplo del estilo y manera que aprobaba. Dijo que se encontraba ahora en un estado de espíritu adecuado, y como, posiblemente, no podía emplear su tiempo de mejor modo, se pondría en serio a ello. Pero después de indagar, me encuentro con que no dejó ningún papel de esta clase, excepto unas cuantas jaculatorias apropiadas a la situación de su espíritu por aquellos días.
El doctor Adams no había recibido entonces una información exacta sobre la cuestión, pues luego han aparecido varias oraciones que había compuesto en diferentes épocas, las que, mezcladas con piadosas resoluciones y algunas notas breves de su vida, fueron tituladas por él Plegarias y meditaciones, y que, en cumplimiento de su formal deseo, con la esperanza de hacer bien, han sido publicadas, con un prefacio oportuno y bien escrito, por el reverendo mister Strahan, a quien se las entregué. Esta colección admirable, a la que me he referido con frecuencia en el curso de esta obra, prueba, mucho más que todas las obras que dio al público, la sincera virtud y la piedad del doctor Johnson. Prueba con autenticidad indiscutible que, en medio de todos sus achaques constitucionales, su aplicación para conformar sus prácticas a los preceptos del cristianismo fue incesante, y que habitualmente se esforzaba por referir todas las incidencias de su vida a la voluntad del Ser Supremo.
Llegó a Londres el 16 de noviembre y al día siguiente envió al doctor Burney la siguiente nota, que inserto como última señal de su afecto por aquel hombre ingenioso y amable como otra de las muchas pruebas de ternura y benevolencia de su corazón:
Mister Johnson, que ha vuelto a su casa anoche, envía sus respetos al querido doctor Burney y a todos los queridos Burneys, pequeños y grandes.
Mis lectores van a ver ahora, por último, a Samuel Johnson preparándose para ese destino, del que las facultades más eminentes no libran al hombre. La muerte había sido siempre para él un objeto de terror, de modo que, aunque no era feliz, se aferraba todavía a la vida con un ahínco que asombraba a muchas personas. Siempre que estaba enfermo se sentía muy contento si le decían que parecía estar mejor. Un ingenioso miembro del Eumelian Club me informa que en una ocasión en que le dijo que veía volver la salud a sus mejillas, Johnson le cogió la mano y exclamó: «Señor, es usted uno de los amigos más amables que he tenido jamás».
No es mi propósito dar una relación muy minuciosa de los detalles de los últimos días de Johnson, en los que se hizo evidente que se estaba aproximando con rapidez esa crisis en que debía «morir como los hombres y caer como uno de los príncipes». Sin embargo, será instructivo, a la par que dará satisfacción a la curiosidad de mis lectores, el reseñar unos cuantos pormenores, de cuya autenticidad pueden tener la mayor certeza, puesto que me he tomado las mayores molestias para obtener un relato exacto de su última enfermedad de boca de la mejor autoridad.
Los doctores Heberden, Brocklesby, Warren y Bütter, médicos, le asistieron generosamente, sin aceptar ningún pago, lo mismo que el doctor Cruickshank, cirujano, y todo lo que la pericia profesional y la capacidad podían hacer fue intentado, para prolongar una vida tan verdaderamente valiosa. Él mismo, además, por haber tenido que recurrir continuamente, a causa de su mala salud, a la ciencia médica, unió sus propios esfuerzos a los de los doctores que le asistían, y creyendo que la cantidad de agua que le oprimía podía sacarse haciendo incisiones en su cuerpo, él, con su habitual y resuelto desafío al dolor, se cortó profundamente, por temer que el cirujano lo haría con más miramientos.
Unos ocho o diez días antes de su muerte, cuando el doctor Brocklesby le hizo una visita matutina, parecía muy desanimado y triste, y dijo: «He estado como un moribundo toda la noche». Luego, con énfasis, declamó las palabras de Shakespeare:
¿No puedes ayudar a una mente enferma;
Arrancar de la memoria una pena arraigada;
Extirpar las molestias del cerebro,
Y, con algún suave antídoto para olvidar,
Limpiar el henchido pecho de esa peligrosa materia
Que abruma al corazón?
A lo que el doctor Brocklesby respondió con presteza, con palabras del mismo gran poeta:
… en esto, el paciente
Tiene que ayudarse a sí mismo.
Johnson se mostró muy satisfecho de la oportunidad de la respuesta.
Otro día, después de esto, hablando del tema de la plegaria, el doctor Brocklesby citó el verso de Juvenal:
Orandum est, ut sit mens sana in corpore sano,
y lo demás, hasta el final de la Sátira décima, pero al decirlo de prisa, ocurrió que en la estrofa
… Qui spatium vitae extremum inter munera ponat
en vez de decir extremum dijo supremum, ante cuya falta el oído crítico de Johnson se sintió ofendido, y discurriendo con vehemencia sobre el mal efecto métrico del lapso, se mostró tan lleno como siempre del espíritu del gramático.
Como no tenía otros parientes, había sido intención de Johnson durante algún tiempo tomar las disposiciones oportunas en favor de su fiel servidor mister Francis Barber, al que había tomado de modo tan particular bajo su protección y al que había tratado siempre verdaderamente como un humilde amigo. Habiéndole preguntado al doctor Brocklesby cuál sería una pensión adecuada para un servidor favorito, y habiéndole respondido este que eso dependía de las circunstancias del dueño, y que en el caso de un noble, cincuenta libras al año se consideraban como una recompensa adecuada para un servicio fiel de muchos años, dijo JOHNSON: «Entonces, yo seré nobilissimus, pues pienso dejarle a Frank setenta libras al año, y deseo que usted se lo diga así». Es extraño, sin embargo, que Johnson no se viera libre de esa debilidad de espíritu tan general, que consiste en sentir aversión a redactar el testamento, de suerte que va siendo dejado de una vez para otra, y, si no hubiera sido porque sir John Hawkins le instó repetidas veces para que lo hiciera, creo probable que esta amable intención no se habría llevado a cabo.
Durante su última enfermedad, Johnson experimentó el firme y cariñoso interés de sus numerosos amigos. Mister Hoole ha hecho una relación de lo que pasó en las visitas que le hizo durante ese período, desde el 10 de noviembre hasta el 13 de diciembre, día de su muerte, inclusive, y me ha permitido leerla, con permiso para hacer extractos de la misma, lo que he hecho. Nadie estuvo más atento a sus cosas que mister Langton, al que dijo tiernamente: «Te teneam moriens deficiente manu». Y creo que habla muy alto en honor de mister Windham el que sus importantes ocupaciones como hombre de Estado no le impidieran prestar una atención asidua al sabio moribundo que reverenciaba. Mister Langton me informa que un día encontró a mister Burke y a cuatro o cinco amigos más reunidos con Johnson. Mister Burke dijo a este: «Me temo que tantas personas reunidas aquí sean molestas para usted». «No, señor —dijo Johnson—, de ningún modo; tendría que encontrarme en un estado imposible para que su compañía no fuera una delicia para mí». Mister Burke, con una voz trémula, indicadora de su tierna emoción, replicó: «Mi querido amigo, usted ha sido siempre demasiado bueno conmigo». Inmediatamente después salió de la habitación. Este fue el último hecho de la amistad entre estos dos hombres eminentes.
Cuando el doctor Warren, con la frase de costumbre, le dijo que esperara que estuviese mejor, su respuesta fue: «No, señor; no puede usted darse cuenta de la rapidez con que avanzo hacia la muerte».
Mister Windham le colocó una almohada de modo conveniente para que descansara sobre ella; Johnson le dio las gracias por su amabilidad, diciendo: «Me hará mucho bien, todo el bien que una almohada puede hacer».
Johnson, con aquella fortaleza de espíritu que, en medio de todos sus achaques corporales y sufrimientos mentales, nunca le abandonó, pidió al doctor Brocklesby, como persona en la que tenía confianza, que le dijera claramente si podía restablecerse: «Déme usted una respuesta precisa». El doctor le respondió preguntándole, primeramente, si podía soportar toda la verdad, cualquiera que esta fuera, y al contestarle que sí, declaró que a su juicio no podría mejorarse sin un milagro. «Entonces —dijo Johnson— no tomaré más medicinas, ni siquiera mis calmantes, pues he rogado poder dar mi alma a Dios sin nieblas». En esta resolución perseveró y, al mismo tiempo, sólo utilizaba los medios de sostenimiento más débiles. Apremiado por mister Windham para que tomara una alimentación más fuerte, no fuera que una dieta tan escasa tuviera el mismo efecto que tanto temía, o sea, debilitar su mente, dijo: «Tomaré cualquier cosa que no me quite la lucidez».
Teniendo así en su mente el verdadero designio cristiano, a la vez razonable y consolador, de unir la justicia y la misericordia de la Divinidad con el perfeccionamiento de la naturaleza humana, antes de recibir el Santo Sacramento en su habitación compuso y recitó fervientemente esta oración:
Todopoderoso y muy misericordioso Padre, me encuentro ahora, según parece a los ojos humanos, a punto de conmemorar por última vez la muerte de tu Hijo Jesucristo, nuestro Salvador y Redentor. Concede, ¡oh Señor!, que toda mi esperanza y confianza pueda estar en sus méritos y en tu misericordia; impulsa y acepta mi imperfecto arrepentimiento; haz que esta conmemoración sea útil para la confirmación de mi fe, para el establecimiento de mi esperanza y para el aumento de mi caridad; y haz que la muerte de tu Hijo Jesucristo sea eficaz para mi redención. Ten misericordia de mí y perdona la multitud de mis ofensas. Bendice a mis amigos; ten piedad de todos los hombres. Confórtame con tu Santo Espíritu, en los días de debilidad y en la hora de la muerte, y recíbeme, a mi muerte, en la felicidad perdurable, por el amor de Jesucristo. Amén.
Habiendo hecho, según se ha dicho ya, su testamento el 8 y el 9 de diciembre y arreglado todos sus asuntos terrenales, fue languideciendo hasta el lunes 13 del mismo mes, en que expiró, alrededor de las siete de la tarde, con tan poca agonía aparente, que sus acompañantes apenas se dieron cuenta de que había tenido lugar su muerte.
De sus últimos momentos, mi hermano, Thomas Davis, me ha dado los siguientes detalles:
«El doctor Johnson, desde el momento en que estuvo seguro de que su muerte estaba cerca, parecía estar perfectamente resignado, tuvo pocos o ningún momento de displicencia o enfado, y con frecuencia dijo a su fiel criado, que me dio estos detalles: “Atiende, Francis, a la salvación de tu alma, que es el objeto de mayor importancia”; también le explicó algunos pasajes de la Escritura y parecía complacerse en hablar de cuestiones de religión.
»El lunes 13 de diciembre, día en que murió, una tal miss Morris, hija de un amigo particular suyo, vino y dijo a Francis que le rogaba le permitiera ver al doctor, con el fin de pedirle de todo corazón que le diera su bendición. Francis entró en la habitación seguido por la muchacha y dio el recado. El doctor Johnson se volvió en la cama y dijo: “Dios te bendiga, hija mía”. Estas fueron las últimas palabras que habló.
»Su respiración se fue haciendo más difícil, hasta las siete de la tarde, en que, habiendo observado mister Barber y mistress Desmoulins, que se hallaban en la habitación, que el ruido de la respiración había cesado, se acercaron a la cama y vieron que había muerto».