161

Mis temores al separarme de él este año resultaron bien fundados, pues no mucho después tuvo un terrible ataque de perlesía, del que hay descripciones completas y exactas en cartas escritas por él mismo, que muestran con qué serenidad y resignación ante la Voluntad Divina le permitió comportarse su firme piedad.

A MISTER EDMUND ALLEN.

Querido señor:

Dios se ha complacido esta mañana en privarme del habla, y como no sé si su voluntad será privarme pronto de mis sentidos, le ruego que al recibo de esta nota venga a verme para que actúe por mí, como las exigencias de mi situación requieran.

Soy sinceramente suyo,

SAM JOHNSON.

17 junio, 1783

162

Tal era el vigor de su constitución, que se recobró de este alarmante y grave ataque con una rapidez maravillosa, de suerte que en julio pudo hacer una visita a mister Langton, en Rochester, donde pasó unos quince días y realizó algunas pequeñas excursiones con tanta comodidad como en cualquier período de su vida.

163

Este otoño recibió una visita de la famosa mistress Siddons. Hace la siguiente descripción en una de sus cartas a mistress Thrale (octubre 27):

Mistress Siddons, en su visita a mí, se comportó con gran modestia y corrección, no dejando detrás de ella nada que censurar o despreciar. Ni los elogios ni el dinero, los dos poderosos corruptores de la humanidad, parecen haberla envilecido. Me alegré de verla otra vez. Su hermano Kemble me visita y me agrada mucho. Mistress Siddons y yo hablamos de comedias y me expresó su intención de representar este invierno los personajes de Shakespeare, Constanza, Catalina e Isabel.

Mister Kemble ha tenido la bondad de facilitarme la siguiente nota de lo que pasó en esta visita:

Cuando mistress Siddons entró en la habitación sucedió que no había ninguna silla dispuesta para que se sentara; al observarlo, dijo Johnson con una sonrisa: «Señora, usted, que con tanta frecuencia es causa de que otras personas carezcan de asiento, excusará más fácilmente la falta de uno para usted misma».

164

Al final de este año se vio atacado por un asma espasmódica tan violenta que tuvo que confinarse en casa con grandes molestias, viéndose a veces obligado a pasar toda la noche sentado en una silla, pues una postura horizontal era tan dañosa para su respiración, que no podía echarse en la cama. Y al mismo tiempo le sobrevino aquella opresiva y fatal enfermedad, la hidropesía. Este fue un invierno muy crudo, lo que probablemente agravó sus dolencias, y la soledad en que le habían dejado mister Levett y mistress Williams hizo su vida muy sombría. Mistress Desmoulins, que vivía aún, estaba también muy enferma, por lo que pudo contribuir muy poco a su alivio. No obstante, no tenía nada de esa insociable esquivez que vemos por lo general en la gente afligida por una enfermedad. No se ocultaba de las gentes en solitaria abstracción; no se negaba a las visitas de sus amigos y conocidos; en todo momento, cuando no se hallaba vencido por el sueño, estaba dispuesto para la conversación, como en sus mejores tiempos.

165

En la tarde del sábado 15 de mayo se hallaba muy animado en nuestro Essex Head Club. Nos dijo: «Comí ayer en casa de mistress Garrick con mistress Cárter, miss Hannah More y miss Fanny Burney. Tres mujeres así no se encuentran fácilmente; no sé dónde podría encontrar una cuarta, salvo en mistress Lennox, que es superior a todas ellas». BOSWELL: «¡Vamos! ¿Las tuvo todas para usted solo?». JOHNSON: «Las tuve a todas en la medida en que pueden tenerse, pero habría sido mejor si hubiera habido más gente». BOSWELL: «¿No podía ser una cuarta mistress Montague?». JOHNSON: «Señor, mistress Montague no hace un oficio de su ingenio, pero es una mujer muy extraordinaria; tiene una conversación que no decae y siempre está impregnada de sustancia; siempre tiene sentido». BOSWELL: «Mister Burke tiene una conversación que no decae nunca». JOHNSON: «Sí, señor; si un hombre fuera por azar a refugiarse de un chaparrón en un cobertizo al mismo tiempo que mister Burke, diría: “Este es un hombre extraordinario”. Si Burke fuera a una cuadra a ver cómo almohazaban a su caballo, el palafrenero diría: “Hemos tenido aquí a un hombre extraordinario”». BOSWELL: «Foote era un hombre cuya conversación no decaía nunca. Si hubiera ido a una cuadra…». JOHNSON: «Señor, si hubiera ido a una cuadra, el palafrenero hubiera dicho: “Aquí ha estado un cómico”, pero no lo habría respetado». BOSWELL: «Y el palafrenero le habría contestado, le habría pagado en la misma moneda, como se dice vulgarmente». JOHNSON: «Sí, señor, y Foote le habría contestado. Cuando Burke no desciende a la jocosidad, su conversación es realmente espléndida; no hay proporción entre la fuerza que despliega en la conversación seria y la que muestra en la jocosa. Cuando se presta a eso está en el cochitril». Me he opuesto en otro lugar, y espero que con éxito, a la singularísima y errónea opinión de Johnson respecto a las bromas de mister Burke. Mister Windham me dijo en este momento en voz baja que difería de nuestro amigo respecto a esa observación, porque Burke tenía con frecuencia unas ocurrencias muy felices. No hubiera estado bien que contradijéramos a Johnson en esa ocasión, delante de unas personas que no conocían ni estimaban a Burke tanto como nosotros. Hubiera dado motivo a algo más áspero y, en todo caso, habría cortado la vena alegre de Johnson. Este se dirigió a nosotros de pronto con un aire de satisfacción, como si algo hubiera surgido en su mente: «Señores, tengo que decirles una cosa muy grande. La emperatriz de Rusia ha ordenado que El vagabundo sea traducido al ruso; de modo que seré leído en las riberas del Volga. Horacio se jacta de que su fama se extendía hasta las orillas del Ródano, pero el Volga está más lejos de mí que el Ródano lo estaba de Horacio». BOSWELL: «Debe usted estar satisfecho de esto, señor». JOHNSON: «Sin duda. A uno le agrada triunfar en lo que ha emprendido».

Uno de los reunidos dijo que había visto a una persona distinguida conduciendo su coche y con un aspecto extraordinariamente bueno, a pesar de su mucha edad. JOHNSON: «Señor, eso no es nada. Bacon observa que un anciano muy saludable es como una torre socavada».

El domingo 16 de mayo le encontré solo; habló de mistress Thrale con mucho pesar, diciendo: «Lo ha hecho todo mal desde que le falta el freno de su marido». Iba a mencionar algunos detalles que han sido motivo de comentarios públicos cuando fue interrumpido por la llegada del doctor Douglas, ahora obispo de Salisbury.

166

Hablamos de nuestro digno amigo, mister Langton. Dijo: «No sé quién irá al cielo si Langton no va. Casi podía decir: Sit anima mea cum Langtono». No obstante, culpó a Langton de lo que consideraba falta de juicio en una ocasión importante: «Cuando estuve enfermo —dijo—, quiso decirme sinceramente en lo que creía que mi vida había pecado. Me trajo una hoja de papel en la que había escrito varios textos de la Escritura, recomendando caridad cristiana. Y cuando le pregunté qué motivos había dado yo para tal animadversión, todo lo que pudo decir se redujo a esto: que yo a veces, en las conversaciones, contradecía a la gente. Ahora bien, ¿qué daño se infiere a una persona por contradecirla?». BOSWELL: «Supongo que quería referirse a la manera de hacerlo: ásperamente y con rudeza». JOHNSON: «¿Qué daño hay en eso?». BOSWELL: «Daña a la gente de nervios débiles». JOHNSON: «No conozco gente de nervios débiles». Al referirle estas palabras, Burke me dijo: «No está mal si cuando un hombre que se va a morir no tiene sobre su conciencia nada más grave que un poco de aspereza en la conversación». Johnson, en el momento en que le fue presentado el papel, aunque al principio se sintió halagado por la atención de su amigo, al que dio las gracias con sinceridad, exclamó luego con un tono alto y agrio: «¿Cuál es su propósito, señor?». Sir Joshua Reynolds dijo en broma que era una escena de comedia el ver a un penitente ponerse furioso y apalear a su confesor.

167

Ahora le entró un gran deseo de ir a Oxford como primera excursión después de su enfermedad. Hablamos de ello algunos días y prometí acompañarle. Se puso impaciente y enojado esta noche porque yo no acepté en seguida ir con él el jueves. Cuando consideré lo mal que había estado, pensé que había que tener en cuenta la influencia de la enfermedad sobre su humor, y resolví complacerle, aunque esto implicaba una inconveniencia para mí, pues deseaba asistir al festival de música en honor de Händel, en la abadía de Westminster el sábado siguiente.

En medio de sus propias enfermedades y pesares, siempre se mostró compasivo con la desgracia de los demás y procuraba activamente ayudarlos, según se desprende de una nota dirigida a Reynolds, del mes de junio, donde se lee: «Me da vergüenza pedirle ayuda para un pobre, al que he dado todo lo que me ha sido posible. El hombre me sigue importunando y el sable da vueltas a mi alrededor. Voy a probar otro aire el jueves».

El jueves 3 de junio tomamos el coche correo de Oxford en Bolt Court. Los otros dos pasajeros eran mistress Beresford y su hija, dos damas americanas muy agradables; iban a Worcestershire, donde residían entonces. Frank había sido enviado por su señor el día antes para tomar los sitios para nosotros, y vi por la hoja de ruta que el doctor Johnson había hecho inscribir nuestros nombres. Mistress Beresford, que la había leído, me dijo al oído: «¿Es este el gran doctor Johnson?». Le dije que sí; de modo que se preparó para escuchar. Como a los pocos momentos dijo, con una voz tan baja que Johnson no la oyó, que su marido había sido miembro del Congreso americano, le advertí que tuviera cuidado de no hablar de ello, pues debía saber que Johnson se mostraba muy furioso contra la gente de aquel país. El doctor habló mucho. Pero siento haber tomado muy pocas notas de la conversación. Miss Beresford se quedó tan encantada, que me dijo aparte: «¡Cómo habla! Cada frase es un ensayo». La muchacha se entretuvo en el coche haciendo calceta; el doctor no daba casi ningún valor a esta ocupación. «Próxima a la mera ociosidad —dijo—, creo que la calceta debe ser incluida en la escala de lo insignificante; aunque yo intenté una vez aprender a hacerla. La hermana de Dempster (mirándome) trató de enseñarme, pero no adelantaba nada». Me quedé sorprendido ante la franqueza con que expuso en el coche correo el estado de sus asuntos: «Tengo —dijo— en total, según creo, unas mil libras, con las que me propongo dejar a Frank una anualidad de setenta». Verdaderamente su franqueza con las gentes, en la primera entrevista, era notable. Una vez dijo a mister Langton: «Creo que soy como Squire Richard en El viaje a Londres: No soy nunca extraño en un lugar extraño». Era verdaderamente sociable. Censuraba con energía lo que es demasiado corriente en Inglaterra entre personas de distinción: mantener un silencio absoluto cuando incidentalmente coinciden dos personas que no se conocen en un salón, antes de que los dueños de la casa hayan aparecido. «Señor, eso es ser tan poco civilizado como para comprender los derechos comunes de la humanidad».

En la posada donde paramos se quedó muy descontento con un cordero asado que le dieron de comer. Las damas se extrañaron al ver al gran filósofo, cuya sabiduría e ingenio habían venido admirando todo el camino, ponerse de mal humor por tal motivo. Riñó al camarero, diciéndole: «Esto está todo lo malo que puede estar: mal alimentado, mal muerto, mal conservado y mal guisado».

Soportó el viaje muy bien y parecía sentirse más elevado a medida que se iba acercando a Oxford, esa espléndida y venerable sede del Saber, la Ortodoxia y el Torysmo. Frank vino en el coche pesado a tiempo para atenderle, y fuimos recibidos con la más correcta hospitalidad en la casa de su viejo amigo el doctor Adams, director del Pembroke College, que nos había enviado una amable invitación. Antes de bajarnos del coche había comunicado a Johnson que tenía que volver a Londres directamente por la razón que he dicho antes, pero que se apresuraría a volver de nuevo con él. Se quedó complacido de que yo hubiera hecho el viaje solamente para acompañarle. Estuvo afable y jovial con el doctor Adams, con mistress y miss Adams, y con mistress Kennivot, viuda del sabio hebreo, que estaba de visita. Despachó pronto las preguntas que se le hicieron sobre su enfermedad y convalecencia, de una forma breve y precisa, y luego, adoptando un aire alegre, repitió los versos de Swift:

No pienses en los próximos achaques,

Hablando de gafas y de píldoras.

Habiendo sido mencionado el doctor Newton, obispo de Bristol, Johnson recordó la forma en que había sido censurado por ese prelado y le replicó de este modo: «Tom sabía que se iba a morir antes de que apareciera lo que había dicho de mí. No se habría atrevido a imprimirlo mientras estuviera vivo». DOCTOR ADAMS: «Creo que sus Disertaciones sobre las profecías son su gran obra». JOHNSON: «Sí, es la gran obra de Tom; pero hasta qué punto es grande, o hasta qué punto es de Tom, es otra cuestión. Creo que una parte considerable de la obra es ajena». DOCTOR ADAMS: «Fue un hombre de mucha suerte». JOHNSON: «No lo creo. No llegó muy arriba. Tardó mucho en alcanzar lo que alcanzó, y no lo logró por los mejores medios. Creo que fue un adulador indecente».

Cumplí mi propósito de ir a Londres y volví a Oxford el miércoles 3 de junio, donde tuve la alegría de verme de nuevo en el mismo agradable círculo del Pembroke College, con la consoladora perspectiva de pasar algunos días. Johnson saludó mi vuelta con una alegría más que corriente.

168

El doctor Johnson y yo fuimos en el coche del doctor Adams a comer con el doctor Nowel, director del St. Mary Hall, en su bella casa de Iffley, a orillas del Isis, a unas dos millas de Oxford. Mientras íbamos de viaje tuve el atrevimiento de preguntar a Johnson si creía que la rudeza de sus modales habían sido para él una ventaja o un inconveniente, y si no habría hecho más el bien de haber sido más gentil. Procedí a contestarme yo mismo de este modo: «Quizá ha sido una ventaja, pues ha dado peso a lo que usted ha dicho; puede que no hubiera podido usted hablar con tanta autoridad sin esa rudeza». JOHNSON: «No, señor; he hecho más el bien tal como he sido. La obscenidad y la impiedad han sido siempre reprimidas en mi círculo». BOSWELL: «Es cierto, señor; y eso es más que lo que puede decirse de cada obispo. En presencia de un obispo se han tomado libertades más grandes, aun siendo un hombre muy bueno, por su carácter suave, que, por lo mismo, no imponía respeto. No obstante, señor, mucha gente que podía haberse beneficiado de su conversación, se ha mantenido a distancia por el miedo a su carácter. Un digno amigo nuestro me ha dicho que con frecuencia ha sentido temor de hablarle». JOHNSON: «No debía haber tenido miedo si tenía algo razonable que decir. Si no lo tenía, fue mejor que no hablara».

169

Johnson había discutido durante algún tiempo con un caballero testarudo; este, que había hablado de una forma muy enrevesada, tuvo la ocurrencia de decir: «No le entiendo a usted, señor», a lo que Johnson replicó: «Señor, he encontrado un razonamiento para usted, pero no tengo la obligación de encontrarle también un entendimiento».

170

Sus generosos sentimientos respecto a los desgraciados casi no tenían par. El ejemplo siguiente está bien comprobado. De regreso a casa a hora avanzada de la noche se encontró con una pobre mujer tendida en la calle, tan agotada que no podía andar; se la cargó a la espalda y la llevó hasta su propia casa, donde se dio cuenta de que era una de esas pobres mujeres que han caído en el estado más bajo del vicio, pobreza y enfermedad. En vez de reconvenirla duramente, cuidó de ella con todo cariño durante algún tiempo, a costa de muchos gastos, hasta que se quedó restablecida, y trató de encaminarla por el sendero de una vida virtuosa.