La caridad de Johnson con los pobres era uniforme y amplia por inclinación y por principio. No sólo era generoso de su propia bolsa, sino, lo que es más difícil y más raro, pedía a otros cuando las ocasiones lo requerían. Esto lo hacía juiciosa y humanamente. Mister Philip Metcalfe me dice que cuando le ha pedido dinero para personas en desgracia y mister Metcalfe le ha ofrecido lo que Johnson consideraba excesivo, insistía en tomar menos, diciendo: «No, señor, no; podemos atiborrarlos».
La muerte de mister Thrale había producido un cambio sustancial en la acogida que en aquella casa tenía Johnson. La autoridad del marido ya no podía refrenar la vivaz exuberancia de la esposa, y como la vanidad de esta se hallaba plenamente satisfecha después de haber contado durante tantos años con la amistad del coloso de la literatura, gradualmente le fue retirando sus atenciones, hasta entonces asiduas. No puedo determinar si su afecto por el doctor Johnson estaba ya dividido con otro objeto, pero es evidente que la perspicacia del doctor se dio cuenta del desvío o forzada atención de la dama, pues el 6 de octubre de este año le hallamos haciendo «una utilización de despedida de la biblioteca» en Streatham y pronunciando una plegaria que compuso al dejar la familia de mister Thrale.
Dios Todopoderoso, Padre de toda misericordia, ayúdame con tu gracia para que pueda, con humilde y sincera gratitud, recordar los consuelos y comodidades que he disfrutado en este lugar, y que pueda dejarlos en santa sumisión, confiando lo mismo en tu protección cuando das que cuando quitas. Ten piedad de mí, ¡oh Señor!, ten piedad de mí.
A tu paternal protección, ¡oh Señor!, encomiendo esta familia. Bendice, guía y defiéndelos para que puedan pasar así por este mundo y gozar, finalmente, en tu presencia de la felicidad perdurable, por amor a Jesucristo.
Amén. (Pl. y med., 214).
No podemos leer esta plegaria sin sentir algunas emociones, no muy favorables, para la dama cuya conducta la motivó.
En una de sus agendas encuentro: «Domingo. Fui a la iglesia en Streatham. Templo valedixi cum osculo».
Johnson creía que los poemas publicados como traducciones de Ossian tenían tan poco valor, que decía: «Señor, cualquiera podría escribir esas cosas si abandonara su mente a tal tarea».
Decía: «Uno debería pasar una parte del tiempo con esas personas que ven con facilidad los defectos de cada uno, pues así lo ridículo o lo particular de cada cual aparecería ante su vista y se corregiría». Observé que tenía que haber sido una persona muy atrevida la que se hubiera arriesgado a decirle al doctor Johnson cualquiera de sus rasgos peculiares.
Habiendo observado la vana y ostentosa importancia con que muchas personas citan la autoridad de duques y lores, para indicar que han estado en su compañía, dijo que él había llegado al extremo opuesto, pues no mencionaba la autoridad de una persona cuando, de no haber sido esta duque o lord, lo hubiera hecho.
El doctor Goldsmith dijo una vez al doctor Johnson que deseaba añadir al Club Literario algunos miembros más con el fin de que tuviera una agradable variedad, «pues no puede haber ya nada nuevo entre nosotros; todos hemos recorrido las almas de los otros». Johnson pareció ponerse un poco furioso y dijo: «Usted no ha recorrido mi alma, se lo aseguro».
La destreza de Johnson para la réplica, cuando parecía haber sido arrinconado por su adversario, era muy notable. De su poder en este aspecto, nuestro común amigo, mister Windham de Norfolk, ha tenido la bondad de darme un ejemplo magnífico. Aunque hostil a Escocia, siempre hacía generosos elogios de George Buchanan como escritor. En una conversación referente a los méritos literarios de los dos países, en la que se aludió a Buchanan, un escocés, imaginando que en este terreno tendrían un triunfo indudable sobre él, exclamó: «Bueno, doctor Johnson, ¿qué habría dicho usted de Buchanan si hubiera sido inglés?». «Pues, señor —dijo Johnson, después de una pequeña pausa—, no habría dicho de Buchanan, si hubiera sido inglés, lo que diré ahora de él como escocés: que ha sido el único hombre de genio que ha producido jamás su país».
Y esto me trae a la memoria otro ejemplo de la misma naturaleza. Yo le recordé que cuando el doctor Adam Smith se estaba explayando sobre la belleza de Glasgow, le había parado en seco, diciendo: «Por favor, señor, ¿ha visto usted Brentford alguna vez?», y yo me tomé la libertad de añadir: «Mi querido señor, sin duda, eso fue una inconveniencia». «Entonces —replicó— es que usted no ha visto nunca Brentford».
Aunque su frase usual para designar la conversación era la de charla, hacía, sin embargo, una distinción; pues una vez me dijo que había comido el día anterior en casa de un amigo, con «un grupo muy agradable», y yo le pregunté si había habido una buena conversación, a lo que contestó: «No, señor; hubo bastante charla, pero nada de conversación; no se discutió nada».
La heterogénea composición de la naturaleza humana estaba muy bien ejemplificada en Johnson. Su liberalidad para dar dinero a las personas en apuro era extraordinaria. Sin embargo, había escondida en él cierta propensión al ahorro mezquino. Un día le confesé que «me veía incidentalmente en un apuro de dinero». «Bueno —dijo—, yo estoy lo mismo. Pero no lo digo». De vez en cuando me pedía un chelín, y cuando le pedía que me lo devolviera, se ponía de mal humor. Un detalle minúsculo y pintoresco ocurrió una vez: como si se propusiera reprender mi minuciosa exactitud como acreedor, se dirigió a mí de esta forma: «Boswell, présteme seis peniques, pero para no devolvérselos».
La atención de este gran hombre a las cosas pequeñas era muy notable. Como ejemplo de esto me dijo un día: «Cuando reciba monedas de plata como cambio de una guinea, tenga cuidado; puede encontrarse con algunas monedas curiosas».
Aunque inglés hasta la médula y lleno de prejuicios contra todos los demás países, tenía el suficiente discernimiento para ver, y el candor suficiente para censurar, la fría reserva, común entre ingleses respecto a los desconocidos. «Señor —me dijo—, dos hombres de cualquier otro lugar que se encuentran juntos en una habitación de una casa que ambos visitan entran inmediatamente en conversación. Pero, si son ingleses, se marchan cada uno a una ventana y guardan el silencio más obstinado. Todavía no hemos comprendido de modo suficiente los derechos comunes de la humanidad».
Johnson tuvo bastante contacto en cierta época de su vida con el conde de Shelburne, ahora marqués de Lansdowne, del que, sin duda, no podía por menos de estimar en todo su valor la actividad espiritual y las no comunes adquisiciones de saber importantes, aunque desaprobara otros aspectos del carácter de su señoría, muy divergentes de los suyos.
Morice Morgann, autor del muy ingenioso Ensayo sobre el carácter de Falstaff, amigo de Su Señoría, tuvo en una ocasión oportunidad de entretener a Johnson durante un día o dos en Wycombex, en los que el lord estuvo ausente, y he sido favorecido por él con dos anécdotas.
Una de ellas acredita no poco el candor de Johnson. Mister Morgann y él tuvieron una disputa por la noche; Johnson, aunque llevaba la parte peor, no quería ceder, y, en una palabra, ambos se mantuvieron en sus posiciones. A la mañana siguiente, cuando se encontraron en el saloncillo del desayuno, el doctor Johnson abordó a Morgann de este modo: «Señor, he estado pensando en nuestra discusión de anoche: usted tenía razón».
La otra fue así: Johnson, quizá por deporte, o por espíritu de contradicción, mantenía con vehemencia que Derrick valía como escritor. Morgann razonaba en vano. Por último, recurrió a esta argucia: «Bueno, señor, ¿quién cree usted que es mejor poeta, Derrick o Smart?». Johnson saltó como un rayo: «Señor, no está establecida la precedencia entre un piojo y una pulga».
Una vez, refrenando mi costumbre, demasiado frecuente, de alardear haber estado en reuniones, me dijo: «Boswell, alardea usted de eso con tanta frecuencia que se pone en ridículo. Me hace recordar a un hombre que, hallándose en la cocina de una posada, dando la espalda al fuego, se dirigió a la persona que estaba al lado: “¿Sabe usted quién soy?”. “No, señor —dijo el otro—, no tengo esa suerte”. “Pues soy el gran Twalmley, el inventor de la Nueva Esclusa de Hierro”». El obispo de Killaloe, al contarle la historia, defendió a Twalmley, observando que tenía derecho al epíteto de grande, pues Virgilio, en su grupo de los dignos de los Campos Elíseos:
Hic manus, ob patriam pugnando vulnera passi etc.,
menciona
Inventas aut qui vitam excoluere per artes.
(Eneida, VI.).
Una mañana en que estábamos solos en su estudio me dijo: «Boswell, creo que me encuentro más a gusto con usted que con casi todo el mundo».
No daba ningún crédito a David Hume por sus principios políticos, aunque eran semejantes a los suyos; decía de él: «Señor, era tory por casualidad».
Su aguda observación de la vida humana le hizo decir: «No hay nada por lo que un hombre exaspere más a las gentes que por mostrar una habilidad superior para brillar en la conversación. En el momento parecen complacidas, pero la envidia les hace maldecirlo en el fondo de sus corazones».
El amor de Johnson por los niños, demostrado en toda ocasión, dándoles apelativos cariñosos y obsequiándoles con golosinas, era una prueba indiscutible de la bondad y ternura de su carácter.
Su desusada amabilidad con los criados y su verdadero interés, no sólo por que tuvieran comodidades en este mundo, sino por su felicidad en el otro, era otra prueba indiscutible de lo que todos los que le conocían íntimamente sabían que era cierto.
Tampoco sería justo, en este capítulo, omitir su cariño por los animales que había tomado bajo su protección. Nunca olvidaré la indulgencia con que trataba a Hodge, su gato, por el que se tomaba la molestia de salir a comprar ostras, por el temor de que los criados, al tener que hacer tal cosa, odiaran al pobre bicho. Yo soy, por desgracia, una de las personas que tienen antipatía a los gatos, hasta el punto de que no me siento a gusto en una habitación donde haya uno, y reconozco que frecuentemente sufrí bastante por la presencia del mismo Hodge. Recuerdo que un día estaba el gato trepando por el vientre del doctor, aparentemente muy contento, mientras mi amigo, sonriendo y semisilbando, le rascaba el lomo y le tiraba por el rabo, y, cuando yo dije que era un gato bonito, dijo: «Sí, señor, pero he tenido gatos que me han gustado más que éste», y, al observar que Hodge se ponía furioso, añadió en seguida: «Pero este es un gato muy bonito, un gato muy bonito de verdad».
Esto me hace recordar el jocoso relato que hizo a mister Langton del despreciable estado de un joven de buena familia: «Señor, cuando supe de él por última vez, estaba merodeando por la ciudad matando gatos». Y luego, en una especie de ensoñación amable, pensó en su gato favorito y dijo: «Pero a Hodge no lo matarán; no, a Hodge no lo matarán».
El sábado 12 de abril le visité en compañía de mister Windham de Norfolk, al que, aunque era whig, estimaba mucho. Una de las mejores cosas que dijera jamás la dijo a Windham; este, antes de partir para Irlanda como secretario de lord Northington, cuando era gobernador de allí, expresó al sabio algunas modestas y virtuosas dudas sobre si llegaría a practicar aquellas artes que se supone que una persona en tal situación tiene ocasión de emplear: «No tenga miedo, señor —le dijo Johnson, con una sonrisa amable—, pronto será usted un magnifico bribón».
El jueves 1 de mayo le visité por la tarde con el joven Burke. Dijo: «Es extraño que se lea tan poco en el mundo y que se escriba tanto. La gente, en general, no siente inclinación por la lectura si puede lograr otra cosa que le divierta. Tiene que haber para la lectura un impulso externo: emulación, o vanidad, o avaricia. El progreso que el entendimiento logra por medio de un libro tiene en sí más de molestia que de placer. El lenguaje es pobre e inadecuado para expresar las delicadas gradaciones y complejidades de nuestros sentimientos. Nadie lee un libro de ciencia por pura inclinación. Los libros que leemos con placer son las obras ligeras, que contienen una rápida sucesión de acontecimientos. No obstante, este año he leído todo Virgilio. Leía cada noche un libro de la Eneida; de modo que la leí en doce noches, y tuve un gran placer en ello. Las Geórgicas no me dieron tanto placer, salvo el libro cuarto. Las Églogas me las sé casi de memoria. No encuentro interesante el argumento de la Eneida. Me gusta mucho más el argumento de la Odisea, y no por las cosas maravillosas que contiene, pues hay bastantes cosas maravillosas en la Eneida: los barcos de los troyanos, que se convierten en nereidas; el árbol de la tumba de Polidoro, que echa sangre. El argumento de la Odisea es interesante, porque gran parte de él es doméstico. Se ha dicho que hay placer en escribir, particularmente en escribir versos. Admito que puede sacarse placer de escribir, después que se ha terminado, si hemos escrito bien, pero no lo volveríamos a hacer de nuevo de buena gana. Sé que cuando he escrito versos, a cada momento miraba para ver los que había hecho y los que me faltaban todavía».
No tengo ninguna nota de entrevistas con Johnson hasta el jueves 15 de mayo, en que encuentro lo que sigue: BOSWELL: «Deseo mucho estar en el Parlamento, señor». JOHNSON: «Pues a menos que fuera usted decidido a apoyar a un gobierno, estaría peor perteneciendo al Parlamento, porque se vería obligado a vivir con más gastos». BOSWELL: «Quizá sería menos feliz estando en el Parlamento. No vendería nunca mi voto y me sentiría molesto si las cosas iban mal». JOHNSON: «Eso es hipocresía. No se sentiría usted más molesto en la Cámara que de espectador: los asuntos públicos no atormentan a nadie». BOSWELL: «¿No le han atormentado algo? ¿No se ha sentido usted molesto con toda la turbulencia de este reinado y con ese absurdo voto de la Cámara de los Comunes respecto a que “la influencia de la Corona ha aumentado, está aumentando y debe ser disminuida?”». JOHNSON: «Señor, no he dormido nunca una hora menos ni he comido una onza menos de carne. Le hubiera dado en la cabeza a los revoltosos, sin duda; pero no me sentía atormentado». BOSWELL: «Declaro, señor, por mi honor, que me imaginaba que yo estaba molesto y me enorgullecía de ello; pero quizá era hipocresía, pues reconozco que ni comía menos ni dormía menos». JOHNSON: «Mi querido amigo, limpie usted su espíritu de hipocresía. Usted puede hablar como los demás; puede decir a un hombre: “Señor, soy su más humilde servidor”. Usted no es su más humilde servidor. Puede usted decir: “Estos son unos malos tiempos; es triste haber sido reservado para unos tiempos semejantes”. Usted no se preocupa de los tiempos. Puede decir a un hombre: “Siento que haya usted tenido tan mal tiempo el último día de su viaje y que estuviera tan húmedo”. A usted no le importa un comino que el tiempo haya estado seco o lluvioso. Se puede hablar de este modo; es un modo de hablar en sociedad; pero no piense neciamente».
Le aseguré que en toda la extensión y diversidad de sus amistades nunca había habido una persona que tuviera un respeto más sincero y mayor afecto hacia él, que los que yo sentía. Dijo: «Lo creo. Si me viera en desgracia, a nadie acudiría antes que a usted. Me gustaría tener una cabaña en su parque, hacer pinitos por los alrededores, alimentarme principalmente con leche y ser cuidado por mistress Boswell. Ella y yo somos ahora buenos amigos, ¿no?».
Hablando de la devoción, dijo: «Aunque sea cierto que “Dios no mora en templos hechos con las manos de los hombres”, no obstante, en este estado de los seres, nuestras almas se sienten más inclinadas a la devoción en los lugares dispuestos para el culto divino que en los otros. Algunas personas tienen en sus casas una habitación especial donde rezan sus oraciones, cosa que no desapruebo, pues puede estimular su devoción».
Me abrazó y me dio su bendición, como era su costumbre cuando iba a dejarle por algún tiempo. Me fui hoy de su puerta con un terrible temor de lo que pudiera ocurrir antes de volver.