En 1781, Johnson completó por fin sus Vidas de los poetas, de cuya obra dice: «En marzo acabé las Vidas de los poetas, que escribí de mi manera habitual, lenta y apresuradamente, trabajando sin ganas y trabajando con animación y apresuramiento». (Pl. y med., pág. 190). En una nota anterior a esto dice de ellas: «Escritas —lo espero— de una forma que puede tender a la promoción de la piedad». (Pl. y med., pág. 174).
Esta es la obra que, entre todos los escritos del doctor Johnson, será quizá más leída en general y con más placer. La filología y la biografía fueron sus tareas favoritas, y los que vivieron más en su intimidad le oyeron, en todas las ocasiones en que hubo una oportunidad para ello, explayarse con deleite sobre los diversos méritos de los poetas ingleses: sobre los refinamientos de sus caracteres y los acontecimientos de su marcha por el mundo que contribuyeron a iluminar. Su mente se hallaba tan repleta de este tipo de información, y esta se hallaba tan bien ordenada en su memoria, que para realizar lo que había emprendido en este aspecto tenía que hacer poco más que poner sus pensamientos sobre el papel, mostrando primero la vida de cada poeta y añadiéndole luego un examen crítico de su genio y de sus obras. Pero cuando empezó a escribir, el tema se le amplió de tal modo, que en lugar de prefacios a cada poeta de unas cuantas páginas nada más, según se había propuesto al principio, escribió un juicio amplio, rico y muy entretenido de ellos en todos los aspectos. En esto se asemejó a Quintiliano, quien nos cuenta que en la composición de sus Instituciones de Oratoria, Latius se tamen apariente materia, plus quam imponebatur oneris sponte suscepi. Los libreros, justamente sensibles al gran valor adicional de la propiedad literaria, le presentaron otras cien libras, además de las doscientas, por las cuales su acuerdo fue hacer los prefacios, tal como él los creía adecuados.
El lunes 19 de marzo llegué a Londres, y el martes 20 le encontré en Fleet Street paseando, o más bien moviéndose, pues su peculiar modo de andar es descrito así de forma muy pintoresca y justa, en una breve vida suya publicada muy poco después de su muerte: «Cuando andaba por las calles, por el constante movimiento de la cabeza y el concomitante movimiento del cuerpo, parecía recorrer su camino de ese modo, independiente de sus pies». Que con frecuencia se le quedaban mirando al verle caminar de esa manera puede creerse sin dificultad, pero no era fácil hacer burla de una persona tan robusta. Mister Langton le vio un día, en un momento de abstracción, tirar al suelo, con un encontronazo, la carga que llevaba un mozo a sus espaldas y seguir muy de prisa sin darse cuenta de lo que había hecho. El mozo se puso muy furioso, pero se quedó quieto y miró la inmensa figura con mucha seriedad, hasta que se convenció de que lo más prudente era quedarse tranquilo y volverse a cargar lo que llevaba.
Nuestro encuentro incidental en la calle, después de una larga separación, fue una grata sorpresa para los dos. Se apartó a un lado conmigo en Falcon Court y me preguntó amablemente por mi familia, y como los dos teníamos prisa por ir a sitios distintos, le prometí visitarle al día siguiente; me dijo que estaba comprometido a salir por la mañana. «¿Temprano?», dije. JOHNSON: «Bueno, la mañana de Londres no va de acuerdo con el sol».
Le visité por la tarde y me dio una gran parte del manuscrito original de sus Vidas de los poetas, que había conservado para mí.
Me encontré, al visitar a su amigo mister Thrale, que se hallaba muy enfermo y que se había trasladado, supongo que a instancias de mistress Thrale, a una casa en Grosvenor Square. Me apenó el verle de tan triste aspecto.
Me dijo que ahora podría tener yo el placer de ver al doctor Johnson beber vino de nuevo, pues últimamente había vuelto a hacerlo. Cuando le dije esto a Johnson, dijo: «Lo bebo a veces, pero no en sociedad». La primera tarde que estuve con él en casa de Thrale observé que vertía una gran cantidad de vino en un vaso y que se lo tragaba vorazmente. Todo en sus maneras y carácter era enérgico y violento; nunca tuvo moderación; muchos días ayunó; muchos años se abstuvo de tomar vino; pero cuando comía, comía con voracidad; cuando bebía vino, bebía copiosamente. Podía practicar la abstinencia, pero no la templanza.
Mister Thrale parecía hoy muy aletargado. Le volví a ver el lunes por la noche, en cuya ocasión no se le creía en peligro inmediato, pero en las primeras horas de la mañana del miércoles expiró. Johnson estaba en la casa y relata así el suceso: «Sentí casi el último latido de su pulso y miré por última vez la cara que durante quince años no se había vuelto hacía mí sino con respeto y benevolencia». (Pl. y med., pág. 191).
Ese día había reunión en el Club Literario, pero Johnson disculpó su ausencia con la siguiente nota:
Mister Johnson sabe que sir Joshua Reynolds y los demás señores excusarán su ausencia de la reunión cuando se les diga que mister Thrale ha muerto esta mañana.
Miércoles.
La muerte de mister Thrale fue para Johnson una pérdida muy importante, quien, aunque no preveía todo lo que pasó luego, estaba suficientemente convencido de que las comodidades que la familia Thrale le proporcionaban cesarían ahora en gran parte. No obstante, continuó prestando a la viuda y a las hijas una cordial atención, en la medida en que era aceptable, y tomó sobre sí, con verdadero interés, el cargo de uno de los albaceas, cuya importancia le parecía más grande que lo habitual, pues sus circunstancias habían sido tales, que apenas había tenido parte en los asuntos de la vida práctica. Sus amigos del club tenían la esperanza de que mister Thrale le hubiera dejado una asignación generosa para mientras viviera, que como mister Thrale no tenía ningún hijo varón y una fortuna muy grande, le hubiera honrado altamente, y que, considerando la edad del doctor Johnson, no podía haber durado mucho, pero sólo le legó doscientas libras, que fue lo que donó a cada uno de los albaceas. Yo no podía menos de divertirme al oír hablar a Johnson de modo tan pomposo sobre su nuevo cargo, y particularmente de los asuntos de la cervecería, que al cabo se decidió que fuera vendida. Lord Lucan cuenta una historia muy buena, que, si no precisamente exacta, es, desde luego, característica: que cuando se estaba llevando a cabo la venta de la cervecería de Thrale, Johnson aparecía muy atareado, con un tintero de bolsillo y una pluma en el ojal, como un empleado de consumos, y al preguntársele cuál era en realidad el valor que él consideraba que tenía la fábrica de cerveza, contestó: «No estamos aquí para vender unos cuantos tanques y calderas, sino para vender la posibilidad de hacer un capital que superará a los sueños de la avaricia».
El sábado 7 de abril comí con él en casa de mister Hoole, con el gobernador Bouchier y el capitán Orme, los cuales habían estado en las Indias Orientales, y ambos muy entretenidos, como hombres de buen sentido y observadores. Johnson defendió la norma oriental de las diferentes castas de hombres, que fue combatida como totalmente destructora de las esperanzas de elevarse en la sociedad por el mérito personal. Mostró que había en ello un principio suficientemente plausible por analogía. «Vemos —dijo— en los metales que hay diferentes especies, y lo mismo en los animales, aunque una especie puede no diferir mucho de otra, como en las especies de perros: el basto, el de aguas y el mastín. Los bracmanes son los mastines de la humanidad».
El jueves 12 de abril comí con él en casa de un obispo, donde estaban sir Joshua Reynolds, mister Berenger y algunos más. El día anterior había comido él en casa de otro obispo. Desgraciadamente no anoté nada de su conversación en casa del obispo, donde comimos juntos, pero he conservado su ingeniosa defensa de haber comido fuera dos veces en la Semana de Pasión: una laxitud en la que tengo la seguridad de que no habría incurrido en la época en que escribió su solemne trabajo de El vagabundo sobre esa terrible estación. Me parecía que, al estar mucho más en sociedad y disfrutar de una vida más cómoda, habría adquirido mayor gusto por el placer, y era, por consiguiente, menos riguroso en sus ritos religiosos. Esto no lo reconocía él, y razonaba, con admirable destreza sofística, de este modo: «Bueno, señor, el reunirse con un obispo en esta semana no es, como se dice vulgarmente, el asunto. Pero tiene que considerar que la laxitud es una cosa mala; pero la escrupulosidad es también una cosa mala, y el carácter general de una persona puede recibir más daño de la escrupulosidad que de comer con un obispo en la Semana de Pasión». Podía haber un asidero para la reflexión. Podía decirse: «Se niega a comer con un obispo en la Semana de Pasión, pero ha estado tres domingos sin ir a la Iglesia». BOSWELL: «Muy cierto, señor. Pero supóngase un hombre de conducta uniformemente buena: ¿no sería mejor que se negara a comer con un obispo en esta semana, no fomentando de ese modo, una mala práctica con su ejemplo?». JOHNSON: «Pero hemos de considerar si no se haría más daño aminorando el prestigio de la personalidad de un obispo al rechazar su invitación, que yendo a comer con él».
El viernes 13 de abril, Viernes Santo, fui con él a la iglesia de San Clemente, como de costumbre. En ella vi de nuevo a su antiguo condiscípulo, Edwards, a quien dije: «Me parece que el doctor Johnson y usted sólo se encuentran en la iglesia». «Es el mejor lugar en que podemos encontrarnos, salvo el cielo, y espero que también nos encontremos en él». El doctor Johnson me contó que había habido muy poco contacto entre ellos después de su inesperada reanudación de la amistad. «Pero —dijo sonriendo— se encontró una vez conmigo y me dijo: “Me han dicho que has escrito un libro muy bonito titulado El vagabundo”. Como no quería que se fuera del mundo con una ignorancia total, le envié una colección de mis obras».
El viernes 20 de abril pasé con él uno de los días más felices que recuerdo haber pasado en toda mi vida. Mistress Garrick, cuyo pesar por la pérdida de su marido era, a mi juicio, tan sincero como la admiración y el afecto dolorido podía producir, tenía este día, por primera vez después de la muerte de aquel, un selecto grupo de sus amigos invitados a comer. El grupo lo formábamos miss Hannah More, que vivía con ella, y a la que llamábamos su capellán; mistress Boscawen, mistress Elizabeth Cárter, sir Joshua Reynolds, el doctor Burney, Johnson y yo. Fuimos muy elegantemente obsequiados en su casa de los Adelphi, donde yo había pasado muchas horas agradables con aquel que «alegraba la vida». Ella parecía estar bien; hablaba de su marido con complacencia, y mientras posaba sus ojos sobre el retrato que estaba colgado sobre la chimenea, dijo que «la muerte era ahora lo más agradable para ella». El retrato de David Garrick era muy jovial. Mister Beauclerk, con feliz acierto, inscribió debajo de ese bello retrato suyo, que por la gentileza de lady Diana es ahora propiedad de mi amigo mister Langton, el siguiente pasaje de su amado Shakespeare:
… Con un hombre más alegre,
Dentro del límite de la alegría conveniente,
Nunca una hora de charla he pasado:
Su ojo proporciona motivos a su ingenio,
Pues cada objeto que el uno capta
Lo vuelve el otro en juego risible,
Que su clara lengua, en elegante giro,
Expresa con palabras tan graciosas y adecuadas
Que los viejos se entretienen con sus cuentos
Y los oídos jóvenes se quedan maravillados:
Tan dulce y voluble es su discurso.
Trabajos de amor perdido, II, I.
Todos estábamos muy animados, y yo susurré a mistress Boscawen: «Creo que esto es todo lo que pueda sacarse de la vida». Además de una espléndida comida, fuimos obsequiados con cerveza de Lichfield, que tenía un valor peculiar. Sir Joshua, el doctor Burney y yo brindamos cordialmente con ella a la salud de Johnson, y aunque él no se unió a nosotros, contestó cordialmente: «Señores, les deseo todo el bien que ustedes me desean a mí».
El efecto general de este día se conserva en mi memoria con un fondo cálido, pero no encuentro anotados muchos detalles de la conversación. Lo que he conservado lo daré fielmente. Uno de los reunidos habló de mister Thomas Hollis, el whig acérrimo, que acostumbraba enviar a Europa regalos de libros democráticos, con sus tapas estampadas con dagas y gorros de la libertad. Mistress Cárter dijo: «Era un hombre malo; solía hablar de las personas sin caridad». JOHNSON: «¡Bah! ¡Bah! ¡Señora!: ¿Quién es tan malo para hablar de él sin piedad? Además, era la más pobre y vulgar criatura que haya vivido jamás, y creo que no habría hecho daño a un hombre del que supiera que tenía principios opuestos a los suyos. Recuerdo una vez que en la Society of Arts, con motivo de tenerse que redactar un anuncio, me propuso como la persona que mejor lo haría. Esto, como usted verá, fue una amabilidad suya conmigo. Sin embargo, me escabullí y me marché».
Por la noche tuvimos una gran reunión en el salón: varias damas, el obispo de Killaloe, el doctor Percy, el chambelán de la Tesorería, etc. Alguien dijo que la vida de un mero hombre de letras podía no ser muy entretenida. JOHNSON: «Pero, ciertamente, puede serlo. Esta es una observación que se ha hecho y repetido sin justicia; ¿por qué tendría que ser la vida de un literato menos entretenida que la vida de cualquier otro hombre? ¿No hay tantas variaciones interesantes en una vida así? Como vida literaria puede ser muy entretenida». BOSWELL: «Pero tiene que ser mejor, sin duda, cuando se diversifica con una pequeña variedad activa, tal como su viaje a Jamaica, o su viaje a las Hébridas». A Johnson no le desagradó esto. Hablando de un autor muy respetable, nos contó una curiosa circunstancia de su vida, y era que se había casado con una aprendiza de impresor. REYNOLDS: «¡Una aprendiza de impresor, señor! Yo creía que una aprendiza de impresor era una criatura con la cara tiznada y vestida de andrajos». JOHNSON: «Sí, señor. Pero supongo que le haría lavar la cara y ponerse un traje limpio. (Luego, mirando con mucha gravedad y muy en serio): Y ella no le hizo infeliz; la muchacha tenía un fondo de buen sentido». La expresión tuvo un efecto tan risible, por el contraste que hizo con la seriedad con que fue dicha, que la mayoría de nosotros no pudimos dejar de reír entre dientes o reír francamente, aunque el obispo de Killaloe guardó su compostura con perfecto dominio de sí mismo y miss Hannah More escondió su cara detrás de la espalda de una dama que estaba sentada a su lado. El orgullo del doctor no podía soportar que una frase suya excitara la risa cuando no la había dicho con ese fin; por consiguiente, decidió asumir y ejercer un poder despótico; miró severamente en torno suyo y dijo en un tono fuerte: «No veo motivo para la risa». Luego, sobreponiéndose y poniendo un semblante feroz, nos hizo sentir que podía imponer su dominio, y como si estuviera rebuscando dentro de su mente una palabra muy risible, dijo con lentitud: «Digo que la mujer era fundamentalmente razonable», con un tono que quería decir: escuchad esto ahora y reíos si os atrevéis. Todos permanecimos serios como en un duelo.
Él y yo salimos juntos; nos detuvimos un poco en las barandas de los Adelphi, contemplando el Támesis, y le dije con emoción que estaba pensando en aquel momento en dos amigos que habíamos perdido y que en otro tiempo vivieron en los edificios que se hallaban detrás de nosotros: Beauclerk y Garrick: «Ay, amigo —dijo tiernamente—, y dos amigos de los que no pueden reemplazarse».
El martes 8 de mayo tuve el placer de comer otra vez con él y con mister Wilkes en casa de mister Dilly. En este caso no hubo necesidad de hacer ninguna negociación para que coincidieran en una reunión, pues Johnson se quedó tan satisfecho de la primera entrevista, que estaba muy contento de ver de nuevo a Wilkes, quien se sentó este día entre el doctor Beattie y el doctor Johnson (entre la Verdad y la Razón, como dijo el general Paoli cuando se lo conté). WILKES: «He estado pensando, doctor Johnson, que debía llevarse un proyecto de ley al Parlamento para que las elecciones por los distritos de Escocia que fueran impugnadas se examinaran en ese país, en su propia abadía de Holyrood House, y no aquí, porque la consecuencia de examinarlas aquí es que tenemos una inundación de escoceses que vienen y no se vuelven a marchar. Aquí tenemos a Boswell, que ha venido para la elección de su propio condado, que no durará más de quince días». JOHNSON: «Además, señor, no veo ninguna razón para que esas elecciones se discutan, pues como usted sabe, un escocés es tan bueno como otro». WILKES: «Dígame, Boswell, ¿cuánto puede ganar en un año un abogado en Escocia?». BOSWELL: «Me parece que unas dos mil libras». WILKES: «¿Cómo puede ser posible gastar ese dinero en Escocia?». JOHNSON: «Bueno, señor, el dinero puede gastarse en Inglaterra; pero queda un problema difícil. Si un hombre se hace dueño en Escocia de dos mil libras, ¿qué queda para el resto del país?». WILKES: «Usted sabe, en la última guerra, el inmenso botín que Thurot se llevó con el completo saqueo de siete islas escocesas; reembarcó con tres chelines y seis peniques». Johnson y Wilkes siguieron bromeando sobre la supuesta pobreza de Escocia, cosa que el doctor Beattie y yo no consideramos que valía la pena discutir.
Introducido el tema de las citas, mister Wilkes las censuró como una pedantería. JOHNSON: «No, señor; es una cosa que está bien; hay en ello una comunidad de la mente. La cita clásica es la parole de los hombres de letras en todo el mundo». WILKES: «En el continente se cita la Biblia Vulgata. Aquí se cita principalmente a Shakespeare: y nosotros citamos también a Pope, Prior, Butler, Waller y a veces a Cowley».
Hablamos de las cartas. JOHNSON: «Se ha puesto ahora tan de moda el publicar cartas, que para evitarlo pongo en las mías lo menos que puedo». BOSWELL: «Haga lo que haga, no puede evitarlo. Aunque las escribiera todo lo mal que pudiera, sus cartas serían publicadas como curiosidades:
¡Contemplad un milagro! ¡En lugar de ingenio,
Dos líneas insulsas por el lápiz de Stanhope escritas!».
Nos hizo una descripción entretenida de Bet Flint, una mujer de la ciudad que, con algunas dotes excéntricas y mucha audacia, se empeñó en conocerlo. «Bet —dijo el doctor— escribió su propia vida en verso y me la trajo con el fin de que le pusiera un prefacio». (Riendo). Yo acostumbraba a decir de ella que era, generalmente, sucia y borracha, y a veces prostituta y ladrona. Tenía, sin embargo, unas habitaciones decentes, una espineta en que tocaba y un niño que andaba delante de la silla de ella. La pobre Bet fue acusada de robar una colcha y sumariada. El presidente de sala (Willes), que se entendía con una golfa, hizo el resumen de manera favorable, y fue absuelta. Después de lo cual decía Bet, con un aire alegre y satisfecho: «Ahora que la colcha es mía, me haré unas enaguas con ella».
Hablando de oratoria, Wilkes la describió como algo que estaba acompañado de todos los encantos de la expresión poética. JOHNSON: «Nada de eso; la oratoria es el poder de echar abajo los argumentos del adversario y poner otros mejor en su lugar». WILKES: «Pero eso no mueve las pasiones». JOHNSON: «Tiene que ser un hombre débil el que sea movido de esa forma». WILKES (nombrando a un orador famoso): «En medio de toda la brillantez de la imaginación (de Burke) y de la exuberancia de su ingenio, hay una extraña falta de gusto. Se ha dicho de la Venus de Apeles que su carne parece como si se hubiera alimentado de rosas; la oratoria de este orador nos haría sospechar en ocasiones que come patatas y bebe whisky».
Mister Wilkes observó lo aferrados que estamos a las formas en este país, y puso como ejemplo el voto de la Cámara de los Comunes para remitir dinero para pagar el ejército en América en piezas de Portugal, cuando, en la realidad, el envío no se hace en moneda portuguesa, sino en la nuestra. JOHNSON: «¿No hay una ley, señor, que prohíbe la exportación de moneda del reino?». WILKES: «Sí, señor; pero ¿no podía la Cámara de los Comunes, en caso de verdadera y evidente necesidad, ordenar que nuestra propia moneda sea enviada a nuestras propias colonias?». En este punto, Johnson, con aquella oportunidad de memoria que le distinguía en grado tan eminente, dio al patriota de Middlesex una admirable réplica en su propio campo: «Desde luego, señor: usted no cree que una resolución de la Cámara de los Comunes es igual a la ley de la tierra». WILKES (dándose cuenta en seguida de la alusión): «No lo permita Dios, señor». Oír que lo que había sido tratado con tal violencia en La falsa alarma se había vuelto ahora una agradable réplica, era extremadamente agradable. Johnson continuó: «Locke observa bien que una prohibición de exportar moneda es impolítica, pues cuando la balanza del comercio es desfavorable a un Estado, la moneda tiene que ser exportada».
La gran biblioteca de mister Beauclerk fue vendida en subasta esta temporada. Mister Wilkes dijo que se había asombrado al encontrar en ella una colección tan numerosa de sermones, pareciendo considerar extraño que una persona de la significación de Beauclerk en el ambiente mundano hubiera sentido el deseo de tener tantas obras de esa clase. JOHNSON: «Tiene usted que considerar que los sermones son una rama considerable en la literatura inglesa, de modo que una biblioteca tendría que ser muy incompleta si no posee una numerosa colección de sermones, y en todas las colecciones, señor, el deseo de aumentarlas se hace más fuerte a medida que se van teniendo más volúmenes de la misma, lo mismo que el movimiento se acelera con la continuación del impulso. Además, señor (mirando a mister Wilkes con una sonrisa plácida, pero significativa), una persona puede coleccionar sermones con la intención de hacerse mejor con ellos.
Espero que mister Beauclerk tuviera la intención de que una vez u otra fuera este su caso».
Mister Wilkes me dijo, bastante alto para que el doctor Johnson lo oyera: «El doctor Johnson me debería regalar sus Vidas de los poetas, pues yo soy un pobre patriota que no tiene dinero para comprarlas». Johnson pareció no haberse dado cuenta de la alusión, pero al poco rato llamó a mister Dilly y le dijo: «Por favor, tenga la bondad de enviar un ejemplar de mis Vidas a mister Wilkes, con mis saludos». Así se hizo, y mister Wilkes le hizo una visita a Johnson, fue recibido cortésmente y estuvo con él bastante tiempo.
La reunión se fue disolviendo gradualmente. El mismo mister Dilly tuvo que bajar por cuestiones de negocios; yo salí un rato de la habitación; cuando volví me quedé sorprendido al ver al doctor Samuel Johnson y a John Wilkes literalmente en un téte-á-téte, pues estaban reclinados en sus sillas, con sus cabezas inclinadas una hacia otra, casi tocándose, y hablando muy interesados, en una especie de susurro confidencial, de la pugna personal entre Jorge II y el rey de Prusia. Una escena de tan perfecta sociabilidad entre dos adversarios en la guerra de la controversia política, como la que yo estaba contemplando en ese momento, habría sido un tema excelente para un cuadro. Tal escena presentaba ante mi espíritu los venturosos días predichos por la Escritura en que el león reposará al lado del cabrito.
Le desagradaban mucho todas esas consideraciones especulativas desalentadoras que tendían a apartar a los hombres del trabajo y de la diligencia. Era en esto como el señor Shaw, el gran viajero, que, según me ha contado mister Daines Barrington, acostumbraba a decir: «Odio a un hombre cui bono[4]». Al ser preguntado por un amigo sobre lo que debía pensar de un hombre que estaba siempre dispuesto a decir non est tanti, Johnson dijo: «Que es un estúpido, señor. ¿Qué harían, mientras, esos hombres del tanti?».
Una vez en que, presa de una racha de desaliento, le estaba hablando con indiferencia de las tareas que generalmente nos llevan a una acción cualquiera y le pregunté por la razón de tanta preocupación, dijo con un tono vivo: «Señor, está impulsando el sistema de la vida».
Le pregunté si no estaba insatisfecho por poseer una parte tan pequeña de la riqueza y por no tener ninguna de estas distinciones del Estado que son los objetos de la ambición. Él tenía solamente una pensión de trescientas libras al año. ¿Por qué no había de tener en tales circunstancias para sostener un coche? ¿Por qué no tenía algún cargo de importancia? JOHNSON: «Nunca me he quejado del mundo ni creo que tenga razón para quejarme. Más bien tengo que asombrarme de que tengo tanto. Mi pensión es mayor que la usual en los casos que conozco. Aquí tiene usted, señor, a un hombre que declaradamente no era amigo del Gobierno en aquel tiempo y que recibió una pensión sin pedirla. Nunca he cortejado a los grandes; me han buscado ellos, pero creo que ahora me abandonan. Están satisfechos; ya han disfrutado bastante de mí». Al observar yo que no podía creerlo, pues ellos tenían sin duda que sentirse complacidos con su conversación, consciente de su propia superioridad, contestó: «No, señor; a los grandes señores y a las grandes damas no les gusta tener sus bocas cerradas». Esta frase era muy expresiva del efecto que la fuerza de su entendimiento y la brillantez de su imaginación no podía por menos de producir, y, sin duda alguna, estos nobles tenían que sentirse extrañamente disminuidos en su compañía. Cuando yo declaré calurosamente lo feliz que me sentía siempre oyéndole, dijo: «Sí, señor; pero si usted fuera lord Canciller, no sería así; entonces tendría usted en cuenta su propia dignidad».