131

Mistress Knowles parecía quejarse de que los hombres disfrutaban de mucha mayor libertad que las mujeres. JOHNSON: «Pero, señora, las mujeres tienen toda la libertad que desearían tener. Nosotros tenemos todo el trabajo y el peligro y las mujeres tienen todas las ventajas. Somos marinos, hacemos casas, lo hacemos todo, en una palabra, para pagar nuestros galanteos a la mujer». MISTRESS KNOWLES: «El doctor razona con mucho ingenio, pero no es muy convincente. Tomemos, por ejemplo, el caso del constructor: la mujer del albañil, si la ven con frecuencia dada a la bebida, se desprestigia; el albañil puede emborracharse todas las veces que quiera sin que le pase nada; es más, puede dejar morir de hambre a su mujer y a sus hijos». JOHNSON: «Señora, tiene usted que considerar que si el albañil se emborracha y deja pasar hambre a su mujer y a sus hijos, la parroquia le obligará a que garantice el mantenimiento de aquellos. Tenemos diferentes modos de poner trabas al mal. Cepos para los hombres, sillas de chapuzar para las mujeres, corrales para los animales. Si exigimos más perfección a las mujeres que a nosotros mismos, ello equivale a hacerles un honor. Y las mujeres no tienen las mismas tentaciones que nosotros; pueden vivir siempre con gente virtuosa, y los hombres tenemos que mezclamos con todo el mundo, sin la posibilidad de seleccionar a nuestros acompañantes. Si una mujer no tiene inclinación al mal, el resguardarse de él no significa ninguna coerción. Estoy en libertad de arrojarme al Támesis, pero si fuera a hacerlo, mis amigos me lo impedirían y yo les quedaría obligado». MISTRESS KNOWLES: «Sin embargo, no puedo dejar de considerar una injusticia el que se tenga más indulgencia con los hombres que con las mujeres. Ello da una superioridad a los hombres, para la que no encuentro razones». JOHNSON: «Es evidente, señora, que uno u otro ha de tener la superioridad. Como dice Shakespeare: “Si dos hombres se montan en un caballo, uno tiene que ir detrás”». DILLY: «Supongo, señor, que mistress Knowles los pondría uno a cada lado, en serones». JOHNSON: «Entonces, el caballo los tiraría a los dos al suelo». MISTRESS KNOWLES: «Bien, espero que en otro mundo los sexos sean iguales». BOSWELL: «Eso es ser demasiado ambiciosa, señora. Lo mismo podríamos nosotros querer igualarnos con los ángeles. Espero que todos seremos felices en un estado futuro, pero no debemos esperar ser todos felices en el mismo grado. Ya es bastante si somos felices de acuerdo con nuestras varias capacidades. Un carretero digno irá al cielo lo mismo que sir Isaac Newton. No obstante, aunque igualmente buenos, no tendrán los mismos grados de felicidad». JOHNSON: «Probablemente, no».

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De este tema agradable pasó, no sé cómo ni por qué, en transición súbita, a otro, donde fue un violento agresor, pues dijo: «Estoy dispuesto a amar a toda la humanidad, excepto a un americano», y esta inflamable agitación estalló en un fuego espantoso, lleno de amenazas y peligros; los llamó bribones, ladrones, piratas, y exclamó que «los quemaría y destruiría». Miss Seward, mirándolo con extrañeza, aunque con serenidad, dijo: «Este es un ejemplo, señor, de que siempre somos más violentos con aquellos a quienes hemos injuriado». Todavía se encolerizó más con este delicado y agudo reproche, y rompió en otro tremendo estallido de furor que creíamos que podía haberse oído al otro lado del Atlántico. Durante esta tempestad yo me sentía muy molesto, lamentando su irascibilidad; hasta que, poco a poco, desvié su atención hacia otros temas.

DOCTOR MAYO (al doctor Johnson): «Dígame, señor, ¿ha leído usted a Edwards, de Nueva Inglaterra, sobre la Gracia?». JOHNSON: «No, señor». BOSWELL: «Me ha dejado tan perplejo respecto a la libertad de la voluntad humana, al afirmar, con una ingeniosidad maravillosamente aguda, que somos movidos por una serie de motivos que no podemos resistir y cuyo solo remedio está en olvidarlo». MAYO: «Pero hace la distinción adecuada entre la necesidad física y la moral». BOSWELL: «Ay, señor, se reducen a lo mismo. Nos sentimos atados tan duramente por las cadenas cuando están cubiertas de cuero que cuando aparece el hierro. El argumento respecto a la necesidad moral de las acciones humanas se fortalece siempre, según observo, al suponer que la presencia universal es uno de los atributos de la Divinidad». JOHNSON: «Está uno más seguro de que es libre, que de la presciencia; estamos más seguros de que podemos levantar o no el dedo, según nos plazca, que de cualquier conclusión procedente de un razonamiento deductivo. Pero examinemos un poco la objeción de la presciencia. Es cierto que tengo que ir esta noche a casa, o no ir; eso no impide mi libertad». BOSWELL: «Es cierto que el tener que ir o no ir esta noche a casa no impide vuestra libertad; porque la libertad de elegir entre esas dos posibilidades es compatible con esa certeza. Pero si uno de esos acontecimientos fuera cierto ahora, usted no tendría ningún poder futuro de volición. Si es cierto que usted va a ir a casa esta noche, tiene que ir a casa». JOHNSON: «Si conozco bien a un hombre, puedo juzgar con gran probabilidad la forma en que actuará en cada caso, sin que este juicio mío sea una restricción para él. Dios puede tener esta probabilidad incrementada hasta la certeza». BOSWELL: «Cuando llega hasta la certeza, la libertad deja de existir, porque no puede ser sabido de antemano con certeza lo que no es cierto en el tiempo; pero si es cierto en el tiempo, es una contradicción en los términos el mantener que puede haber posteriormente cualquier contingencia dependiente del ejercicio de la voluntad o de otra cosa». JOHNSON: «Toda la teoría está en contra del libre albedrío; toda la experiencia, en su favor».

No seguí adelante con el tema. Me alegré de encontrarle tan templado en la discusión de un tema de los más abstractos, en el que había implicados principios teológicos que generalmente no soportaba que fueran puestos en discusión.

133

De John Wesley dijo: «Puede hablar bien de cualquier cuestión». BOSWELL: «Dígame, señor, ¿qué ha pasado con su historia del espectro?». JOHNSON: «Pues que lo cree, pero no con pruebas suficientes. No dedicó el tiempo suficiente a examinar la muchacha. Fue en Newcastle donde se decía que el espíritu había aparecido a una muchacha varias veces, hablando algo sobre el derecho a una vieja casa e indicando que se debía recurrir al fiscal, lo que se hizo, y, al mismo tiempo, diciendo que el fiscal no haría nada, lo que resultó cierto. “Esto —dice John— es una prueba de que el espectro conoce nuestros pensamientos”. Aunque no creo (riendo) que sea necesario conocer nuestros pensamientos para decir que un fiscal no hará nada algunas veces. Charles Wesley, que es un hombre más estacionario, no cree la historia. Siento que John no se preocupara más de indagar sobre la realidad del asunto». MISS SEWARD (con una sonrisa incrédula): «Vamos, señor, ¡preocuparse de un fantasma!». JOHNSON (con una vehemencia solemne): «Sí, señorita; esta es una cuestión que después de cinco mil años está aún por decidir; una cuestión —sea en Teología o en Filosofía— que es una de las más importantes que pueden presentarse ante el entendimiento humano».

Mistress Knowles mencionó, como una prosélita del cuaquerismo, a miss ***, una muchacha muy conocida del doctor, por la que sentía mucho afecto, al mismo tiempo que ella había sentido, y seguía sintiendo, un gran respeto por él. Mistress Knowles aprovechó la oportunidad para decirle que «la amable joven estaba apenada al saber que él se había disgustado porque dejara la Iglesia de Inglaterra y abrazara una fe más sencilla», y del modo más suave y persuasivo solicitó su indulgencia para lo que era sinceramente una cuestión de conciencia. JOHNSON (frunciendo mucho el ceño): «Señorita, es una mujerzuela odiosa. Ella no podía tener ninguna verdadera convicción de que su deber fuera cambiar de religión, que es la más importante de todas las cuestiones y que debía ser estudiada con todo cuidado y con todas las ayudas que se puedan allegar. Ella no sabía más de la Iglesia que ha abandonado y de la que ha abrazado que de la diferencia existente entre los sistemas copernicano y ptolomeico». MISTRESS KNOWLES: «Tenía el Nuevo Testamento delante». JOHNSON: «Señorita, ella no podía entender el Nuevo Testamento, el libro más difícil del mundo, para lo que se requiere toda una vida de estudio». MISTRESS KNOWLES: «Está claro en los puntos esenciales». JOHNSON: «Pero no en los puntos discutibles. Los paganos se convirtieron fácilmente porque no tenían nada que abandonar, pero nosotros no debemos abandonar, sin tener un convencimiento realmente fuerte, la religión en que hemos sido educados. Es la religión que se nos ha dado, la religión en que puede decirse que la Providencia nos ha colocado. Si vive uno conscientemente en esa religión, puede salvarse. Pero el error es realmente peligroso si uno yerra al elegir una religión por uno mismo». MISTRESS KNOWLES: «¿Tenemos que obrar entonces por fe implícita?». JOHNSON: «La mayor parte de nuestro saber es fe implícita, y en cuanto a la religión, hemos oído todo lo que un discípulo de Confucio, todo lo que un mahometano puede decir por sí mismo».

De nuevo volvió a acalorarse y atacó a la joven prosélita con los reproches más severos, de suerte que las dos damas parecían estar muy sorprendidas.

Seguimos juntos hasta bastante tarde. A pesar de las incidentales explosiones de violencia, todos estábamos encantados, en conjunto, de Johnson. Yo le comparé esta vez con un clima cálido de las Indias Occidentales, donde hay un sol espléndido, una vegetación rápida, un follaje exuberante, frutos almibarados, pero donde el mismo calor produce tormentas, relámpagos, terremotos grado terrible.

134

Y ahora voy a relatar con alguna extensión uno de los más curiosos incidentes de la vida de Johnson, del que él mismo ha hecho el siguiente apunte cuando ocurrió: «A mi regreso de la iglesia fui abordado por Edwards, un antiguo compañero de colegio, que no me había visto desde 1729: me conoció y me preguntó si recordaba a un Edwards; al principio no recordaba el nombre, pero poco a poco, según íbamos paseando, lo fui recordando y le conté una conversación que había tenido lugar entre nosotros en una cervecería. Mi propósito es continuar nuestra amistad». (Pl. y med., 164).

Fue en Butcher Row donde tuvo lugar este encuentro. Mister Edwards, que era un anciano de buen aspecto, con traje gris y peluca de muchos rizos, abordó a Johnson con tono familiar, sabiendo quién era, mientras que este le devolvió el saludo con una cortés seriedad, como a un extraño. Pero tan pronto Edwards le hizo recordar que habían estado juntos en el Pembroke College hacía cuarenta y nueve años, pareció muy complacido, le preguntó dónde vivía y le dijo que le gustaría verle en Bolt Court. EDWARDS: «¡Ay, amigo!, ya estamos viejos». JOHNSON (al que nunca le gustó pensar que estaba viejo): «No nos desanimemos». EDWARDS: «Bueno, doctor, tú pareces fuerte y animado. Me alegro mucho de verte, pues los periódicos decían que estabas muy enfermo». JOHNSON: «Siempre están diciendo mentiras de nosotros los viejos».

Deseando estar presente en una conversación tan singular como la de dos compañeros de colegio que habían vivido cuarenta años en Londres sin haberse tropezado, le susurré a mister Edwards que Johnson iba a su casa y que era mejor que le acompañara. Edwards siguió con nosotros, y yo ayudaba con entusiasmo a sostener la conversación. Mister Edwards informó a Johnson que había trabajado mucho tiempo como procurador en la Cancillería, pero que ahora vivía en el campo de una pequeña granja, de unos sesenta acres, muy cerca de Stevenage, en Hertfordshire, y que venía a Londres (a La Posada de Barnard, número 6) generalmente dos veces a la semana. Johnson parecía estar como en una ensoñación; mister Edwards se dirigía a mí y se explayó sobre el placer de vivir en el campo. BOSWELL: «No tengo idea de eso. Lo que tiene uno para entretenerse en el campo está agotado a la media hora». EDWARDS: «Vamos; ¿no le gusta a usted tener la esperanza realizada? Yo veo crecer mi hierba, mi trigo y mis árboles. Ahora, por ejemplo, tengo curiosidad por ver si la escarcha ha helado mis árboles frutales». JOHNSON (que no imaginábamos que estaba atendiendo): «Verás que tienes temores tanto como esperanzas». Así veía él perfectamente el conjunto cuando otro no veía más que la mitad de una cuestión.

Cuando llegamos a la casa de Johnson y nos sentamos en su biblioteca, el diálogo continuó admirablemente. EDWARDS: «Recuerdo que no nos dejaban decir prodigioso en el colegio. Pues también entonces, señor (dirigiéndose a mí), era delicado en cuanto al lenguaje, y todos le temíamos». JOHNSON (a Edwards): «Por tu profesión durante tanto tiempo, presumo que tendrás que estar rico». EDWARDS: «No; gané bastante dinero, pero tengo muchos parientes pobres a quienes di gran parte de él». JOHNSON: «Has sido rico en el sentido más valioso del término». EDWARDS: «Pero no moriré rico». JOHNSON: «Desde luego es mejor vivir rico que morir rico». EDWARDS: «Desearía haber continuado en el colegio». JOHNSON: «¿Por qué lo deseas?». EDWARDS: «Porque creo que habría tenido una vida más fácil que la que he tenido. Habría sido párroco, y con un buen beneficio, como Bloxham y varios otros, y habría vivido confortablemente». JOHNSON: «La vida de un párroco, de un clérigo concienzudo, no es fácil. Yo he considerado siempre a un clérigo como el padre de una familia mayor de la que puede mantener. Yo habría preferido el trabajo de la Cancillería a la cura de almas. No; no envidio la vida de un clérigo como vida fácil, ni envidio al clérigo que hace de ella una vida fácil». Aquí, interrumpiéndose de pronto, exclamó: «Sí, mister Edwards; te voy a convencer de que te recuerdo. ¿Te acuerdas de cuando estábamos bebiendo juntos en una cervecería, cerca de Pembroke Gate? En aquel momento me estabas hablando del muchacho de Eton que, cuando nos mandaron como ejercicio los versículos sobre la conversión por nuestro Salvador del agua en vino, redactó una sola línea, que fue altamente admirada:

Vidit et erubuit lympha pudica Deum.

Y yo te hablé de otra bella línea, de “Camden’s Remains”, un elogio de uno de nuestros reyes, que fue sucedido por su hijo, un príncipe de igual mérito:

Mira cano, Sol occubuit, nox nulla secuta est».

EDWARDS: «Tú eres un filósofo, Johnson. Yo también traté en mi tiempo de ser un filósofo, pero no sé cómo la jovialidad siempre lo penetraba todo». Burke, Reynolds, Courteney y, en realidad, todos los hombres eminentes a quienes he contado esto, lo han juzgado un exquisito rasgo de carácter. La verdad es que la filosofía, como la religión, se supone demasiado generalmente que ha de ser hosca y severa, por lo menos con una gravedad que excluye toda alegría.

EDWARDS: «Me he casado dos veces, doctor. Tú supongo que nunca has sabido lo que es tener una mujer». JOHNSON: «He sabido lo que era tener una mujer y (con un tono solemne, tierno, trémulo) he sabido lo que era perder una mujer. Esto casi me rompió el corazón».

EDWARDS: «¿Cómo vives tú? Por mi parte tengo que tomar mis comidas de un modo regular y un vaso de buen vino. Veo que lo necesito». JOHNSON: «Yo no bebo vino ahora. Al principio de mi vida bebí vino; durante muchos años no bebí ninguno; luego, durante algunos años, bebí mucho». EDWARDS: «Algunos bocoyes, lo garantizo». JOHNSON: «Luego tuve una grave enfermedad y lo dejé y no he vuelto a empezar nunca más. Nunca he sentido ninguna diferencia por comer una cosa en lugar de otra, ni por pasar de un tiempo a otro. Creo que hay personas que sienten esa diferencia, pero yo no siento ninguna de las dos. Y en cuanto a las comidas regulares, he ayunado desde la comida del domingo hasta la del martes sin ningún contratiempo. Creo que es mejor comer cuando tiene uno hambre; pero el hombre que está en un trabajo, o el que tiene una familia, precisa tener comidas a horas marcadas. Yo soy un vagabundo. Puedo dejar esta ciudad y marcharme a El Cairo sin ser echado de menos aquí ni notado allí». EDWARDS: «¿No cenas?». JOHNSON: «No». EDWARDS: «Por mi parte considero la cena como una puerta que tengo que pasar para meterme en la cama».

JOHNSON: «Tú eres un abogado, Edwards. Los abogados conocen la vida prácticamente. Un hombre de libros debería tener siempre abogados con quienes conversar. Ellos tienen lo que él necesita». EDWARDS: «Me estoy poniendo viejo: tengo sesenta y cinco años». JOHNSON: «Los próximos que cumplo son sesenta y ocho. Vamos, bebe agua y puedes aspirar a los cien».

Mister Edwards habló de un señor que había dejado toda su fortuna al Pembroke College. JOHNSON: «Si está bien o no el dejar toda la fortuna de uno a un colegio depende de las circunstancias. Yo dejaría los intereses de una fortuna que legara a un colegio, a mis parientes o amigos, por sus vidas. A un colegio, que es una sociedad permanente, le da lo mismo recibir el dinero ahora o veinte años más tarde, y yo desearía que mis parientes o amigos sintieran el beneficio de ella».

Esta entrevista confirmó mi opinión de que Johnson tenía el corazón más benévolo y humanitario. Su cordial y amable conducta respecto a un antiguo compañero de colegio, un hombre tan diferente de él, y el haberle dicho que iría a su granja a verle, mostraban una condescendencia muy rara en una edad avanzada. Observó: «¡Qué maravilloso es que los dos hayamos estado en Londres cuarenta años, los dos callejeros, y sin habernos tropezado nunca!». Mister Edwards, al marcharse, volvió a repetir lo de su vejez, y mirando a la cara de Johnson, le dijo: «Hallarás en el doctor Young,

¡Oh, mis contemporáneos!,

restos de vosotros mismos».

A Johnson no le supo nada bien esto; movió la cabeza con impaciencia. Edwards se fue, aparentemente, muy complacido del honor de haberse visto recordado por el doctor Johnson. Cuando se hubo marchado, le dije a Johnson que me parecía un hombre vulgar. JOHNSON: «Sí. He aquí un hombre que ha pasado por la vida sin adquirir experiencia; sin embargo, le prefiero a un hombre más razonable que no hablara con esa presteza. Este hombre está siempre dispuesto a decir lo que tiene que decir». No obstante, el doctor Johnson no tuvo esa buena voluntad que elogiaba tanto, y a mi juicio tan justamente; pues ¿quién no ha sentido el penoso efecto del vacío mortal cuando hay un silencio total en una reunión durante algún tiempo; o, lo que es tan malo, o quizá peor, cuando la conversación es sostenida con dificultad por un esfuerzo constante?

Johnson me dijo una vez: «Tom Tyers me ha descrito muy bien: “Señor, usted es como un espectro: no habla jamás hasta que le hablan”».

135

Goldsmith, con su divertida candidez, se quejó un día, en una reunión de gente diversa, de lord Camden. «Le encontré en casa de lord Clare, en el campo, y se fijó tanto en mí como si yo hubiera sido un hombre cualquiera». Los reunidos se rieron de buena gana y Johnson salió en defensa de su amigo: «Señores, el doctor Goldsmith tiene razón. Un noble debe tener consideraciones a un hombre como Goldsmith, y creo que dice mucho en contra de lord Camden el que yo lo haya desdeñado».

Tampoco podía soportar con paciencia el oír que los respetos que él consideraba debidos solamente a las más altas cualidades intelectuales eran concedidos a hombres de talento más superficial, aunque acaso más divertidos. Le dije que una mañana, yendo a almorzar con Garrick, que estaba muy orgulloso de su amistad con lord Camden, me había dicho aquel: «Dígame: ¿se encontró usted con un abogadillo que daba vuelta a la esquina?». «No, señor —le dije—. Le ruego que me explique lo que significa esa pregunta». «Es que —replicó Garrick, con una indiferencia afectada, aunque como si estuviera andando de puntillas— lord Camden acaba de dejarme en este momento. Hemos dado un largo paseo juntos».

JOHNSON: «Garrick ha hablado con propiedad. Lord Camden era un abogadillo al estar asociado tan familiarmente con un cómico».

Sir Joshua Reynolds observaba, con gran exactitud, que Johnson consideraba a Garrick como si fuera propiedad suya. No permitía que nadie censurara ni elogiara a Garrick en su presencia sin llevarle la contraria.

136

El martes 2 de abril estaba Johnson comprometido a comer en casa del general Paoli, donde, como he indicado ya, era yo atendido con una elegante hospitalidad y con toda la libertad y comodidades de la casa propia. Fui a verle y le acompañé en un coche de alquiler. Nos paramos al comienzo de Hedge Lane, donde fue a dejar una carta «con buenas noticias para un pobre hombre en desgracia», según me dijo. Con frecuencia se parecía a la animada descripción de Pope que hacía lady Bolingbroke: que «era un politique aux choux rayes». Decía: «Como hoy en Grosvenor Square»; esto podía ser con un duque; o quizá: «Como hoy al otro extremo de la ciudad»; o «una persona de gran importancia me visitó ayer». Le gustaba dejar las cosas flotando en medio de las conjeturas: Omme ignotum pro magnifico est. Creo que yo me atrevía a disipar la nube, a develar el misterio, con más desenfado y frecuencia que cualquiera de sus amigos. Nos paramos otra vez en casa de Wirgman, la conocida juguetería, en St. James’s Street, en la esquina de St. James’s Place, adonde le habían dirigido, pero no con precisión, pues estuvo buscando un rato y al principio no pudo encontrarla; dijo: «Dirigirlo a uno a la tienda de la esquina es juguetear con uno». Supongo que dijo esto como una especie de juego con la palabra juguete; era la primera vez que le veía inclinado a ese deporte. Después de haber estado algún tiempo en la tienda, me mandó buscar el coche para que le ayudara a escoger unas hebillas de plata, pues las que él tenía eran muy pequeñas. Probablemente esta modificación en su indumentaria había sido sugerida por mistress Thrale, con cuya amistad mejoró mucho su aspecto. Tenía ahora mejores trajes, y el color oscuro, del que no se apartó nunca, estaba animado por botones de metal. Sus pelucas eran también mucho mejores, y en sus viajes por Francia le proporcionaron una peluca hecha en París, muy bonita. Esta elección de las hebillas de plata fue una negociación: «Señor —dijo—, no llevaré esas grandes, ridículas, ahora de moda; y no daré más de una guinea por un par». Tales fueron los principios del negocio, y, después de algunos titubeos y exámenes, fue complacido. Al echar a andar de nuevo, le hallé con ganas de charla, y me aproveché. BOSWELL: «Estuve esta mañana en la tienda de Ridley, señor, y me dijeron que la colección llamada Johnsoniana se ha vendido mucho». JOHNSON: «Sin embargo, el Viaje a las Hébridas no ha tenido una gran venta». BOSWELL: «Es extraño». JOHNSON: «Sí, señor; pues en ese libro he contado al mundo muchas cosas que no sabía antes».

BOSWELL: «Tomé chocolate esta mañana con mister Eld, y con no pequeña sorpresa mía me encontré con que era un whig de Staffordshire, un ser que no creí que existiera». JOHNSON: «Hay bribones en todas partes». BOSWELL: «Eld me dijo que un tory era un ser engendrado por un párroco no juramentado y una abuela». JOHNSON: «Y yo he dicho siempre que el primer whig fue el Diablo». BOSWELL: «Desde luego que lo fue, señor. El Diablo no soportó la subordinación; fue el primero que se reveló contra el poder: “Mejor reinar en el Infierno que servir en el Cielo”».

137

El miércoles 29 de abril comí con él en casa de mister Allan Ramsay, donde se hallaban lord Binning, el doctor Robertson, el historiador; sir Joshua Reynolds y la honorable mistress Boscawen, viuda del almirante y madre del actual vizconde Falmouth, de la que diría, si no fuera una presunción el elogiarla, que sus maneras son las más agradables y su conversación la mejor de cuantas damas he tenido la suerte de conocer. Antes de que llegara Johnson hablamos bastante de él; Ramsay dijo que siempre lo había hallado un hombre muy cortés y que le trataba con gran respeto, cosa que hacía muy sinceramente. Yo le dije que lo adoraba. ROBERTSON: «Pero algunos de ustedes lo echan a perder; no debía usted adorarle; no se debe adorar a ningún hombre». BOSWELL: «No puedo menos de adorarle: ¡es tan superior a los demás hombres!». ROBERTSON: «En la crítica, en la conversación y como ingenio es, sin duda, muy grande, pero en otros aspectos no está por encima de otros hombres; cree cualquier cosa y defiende con todo ardor los detalles más minúsculos relacionados con la Iglesia anglicana». BOSWELL: «Créame, doctor, está usted muy equivocado sobre eso, pues cuando se habla con él tranquilamente en privado, es muy liberal en su manera de pensar». ROBERTSON: «Él y yo siempre hemos estado muy corteses; la primera vez que me encontré con él fue una tarde en casa de Strahan, cuando había acabado de tener un altercado con Adam Smith, con el que había estado tan grosero, que Strahan, después de irse Smith, se lo había recriminado y le advirtió que yo iba a llegar pronto y que estaba preocupado, pensando que podía portarse conmigo del mismo modo. “No, no, señor —dijo Johnson—; le garantizo que Robertson y yo marcharemos muy bien”. En efecto, estuvo muy gentil y jovial conmigo toda la tarde, y siempre ha estado lo mismo cada vez que nos hemos visto y desde entonces. He dicho muchas veces (riendo) que le soy deudor en gran medida a Smith de esta buena acogida». BOSWELL: «Su poder de razonamiento es muy fuerte, y tiene un arte peculiar para trazar los caracteres que es tan raro como la pintura de un buen retrato». SIR JOSHUA REYNOLDS: «Indudablemente es admirable en eso; pero con el fin de marcar los caracteres que traza, los recarga y da a las personas más que lo que realmente tienen, bueno o malo».

Tan pronto como llegó la persona de quien habíamos estado hablando con tanta libertad, nos quedamos todos tan quietos como unos colegiales al entrar el maestro, y en seguida nos sentamos a una mesa llena de tal variedad de cosas buenas, que contribuyó no poco a su buena disposición de ánimo.

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El sábado 2 de mayo comí con él en casa de Reynolds, donde había mucha gente y tuvimos una gran conversación; pero debido a algunas circunstancias, que no puedo recordar ahora, no tengo ningún apunte de ella, salvo de que había mucha gente que no era de la escuela johnsoniana, por lo cual se le dispensó menos atención que de costumbre, lo que le puso de mal humor, y, ante una imaginaria ofensa de mi parte, me atacó con tal rudeza, que me sentí vejado y furioso, porque daba a aquellas personas una oportunidad para exagerar su supuesta ferocidad y el mal trato que daba a sus mejores amigos. Me quedé tan herido y quedó mi orgullo tan irritado, que estuve apartado de él durante una semana, y quizá hubiera estado mucho más tiempo, incluso me hubiera marchado a Escocia sin volverle a ver, si afortunadamente no nos hubiéramos encontrado y reconciliado. A tales miserables azares están sujetas las amistades humanas.

El viernes 8 de mayo comí con él en casa de mister Langton. Yo estuve reservado y silencioso, lo que supongo que percibió, pudiendo recordar la causa. Después de comer, cuando mister Langton salió de la habitación y nos quedamos cerca uno del otro, aproximó su silla a la mía y dijo con un tono de cortesía conciliadora: «Bien, ¿qué ha hecho usted?». BOSWELL: «Señor, me molestó usted mucho con su conducta la última vez que nos vimos en casa de sir Joshua Reynolds. Usted sabe que nadie tiene más respeto y cariño por usted, ni nadie iría más pronto que yo hasta el fin del mundo por servirle. Pero tratarme de ese modo…». Insistió en que yo lo había interrumpido, cosa que le aseguré que no había ocurrido, y seguí: «Pero ¿por qué me trató así delante de gente que no lo quiere a usted ni a mí?». JOHNSON: «Bueno, lo siento. Se lo demostraré de veinte maneras, como usted quiera». BOSWELL: «Dije hoy a sir Joshua, cuando me indicó que usted se metía a veces conmigo: “No me importa la frecuencia o el tono con que se mete conmigo cuando estamos sólo entre amigos, pues entonces caigo sobre terreno blando, pero no me gusta caer sobre piedras, que es lo que ocurre cuando hay enemigos delante”. Creo que esta es una buena imagen, señor». JOHNSON: «Señor, es una de las más afortunadas que he oído jamás».

La verdad es que no había veneno en las heridas que infligía, a menos que las irritase alguna infusión maligna de otras manos. Inmediatamente éramos tan amigos como siempre y nos reíamos juntos de cualquier detalle ridículo, aunque inocente, de alguno de nuestros amigos. BOSWELL: «¿Cree usted, señor, que es siempre malo el reírse de un hombre en su cara?». JOHNSON: «Bueno, eso depende del hombre y del motivo. Si es un hombre superficial, y una cosa ligera, se puede; pues no se saca nada valioso de él».

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Este año dio Johnson al mundo una prueba luminosa de que el vigor de su mente, en todas sus facultades, memoria, juicio o imaginación, no había decrecido nada, pues este año salieron los cuatro primeros volúmenes de sus Prefacios, biográficos y críticos, a los más eminentes poetas ingleses, publicados por los libreros de Londres. Los volúmenes restantes salieron el año 1780. Los poetas fueron seleccionados por los diversos libreros que tenían el derecho de propiedad literaria honorario, derecho que aún se conserva entre ellos, a pesar de la decisión de la Cámara de los Lores contra la perpetuidad de la propiedad literaria.

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El miércoles 7 de abril comí con él en casa de Reynolds. No he anotado qué gente había. Johnson disertó sobre las cualidades de los diferentes licores, y habló con gran desdén del clarete, tan flojo que «ahoga a un hombre antes de haber logrado emborracharlo». Le convencieron para que se bebiera un vaso con el fin de poder juzgar, no por el recuerdo, que podía ser vago, sino ante la sensación inmediata. Movió la cabeza y dijo: «¡Nada! Es una bebida para niños; el oporto es para hombres; pero el que aspire a ser un héroe (sonriendo) tiene que beber coñac. En primer lugar, el sabor del coñac es más grato al paladar, y, además, el coñac produce con más rapidez el efecto que el beber puede producir. Hay, en realidad, pocos que sean capaces de beber coñac. Es una facultad más para ser deseada que para lograda. Y no obstante —continuó—, como en todo placer la esperanza es una parte considerable, no sé sino que la fruición viene demasiado pronto con el coñac. El vino de Florencia es el peor, es un vino sólo para la vista; es un vino que no lo es ni mientras lo bebemos, ni después de haberlo bebido; ni agrada al paladar ni alegra el ánimo». Le recordé con cuánto gusto solíamos beber vino juntos cuando nos conocimos y que yo solía tener un dolor de cabeza después de haber estado con él. No le gustó que le recordara esto, o quizá, creyendo que yo había hecho un alarde inoportuno, resolvió castigarme con una frase de ingenio: «No, señor, no era el vino lo que daba dolor de cabeza, sino el juicio que yo le metía en ella». BOSWELL: «¿Es que el juicio da dolor de cabeza?». JOHNSON: «Sí, señor; cuando no se hace uso de él». Nadie que tuviera verdadera afición a la broma podía ofenderse con esto, especialmente si Johnson le había dado, durante una larga intimidad, repetidas pruebas de su consideración y afecto. Yo acostumbraba a decir que, como él me había dado mil libras de elogios, tenía perfecto derecho de llevarse una guinea de vez en cuando.