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Durante esta entrevista en Ashbourne, Johnson parecía estar de una sociabilidad, una jovialidad y una atención más uniformes que en ninguna otra ocasión que yo recordara. Estaba pronto, tanto en las grandes ocasiones como en las pequeñas. Taylor, que elogiaba todo lo propio con exceso, y que, en una palabra, según dice el refrán, «todos sus gansos eran cisnes», se explayó sobre las excelencias de su bulldog, que, según decía, estaba «perfectamente bien formado». Johnson, después de examinar al animal atentamente, contuvo de este modo la vanagloria de nuestro huésped: «No, señor; no está bien formado, pues no hay en él la rápida transición del grosor de la parte delantera a la tenuidad —la parte delgada— de detrás, que un bulldog debe tener». Esta tenuidad fue la única palabra dura que le oí durante esta entrevista, y se observará que inmediatamente puso otra expresión en su lugar. Taylor dijo que un bulldog pequeño era tan bueno como uno grande. JOHNSON: «No, señor; pues, en proporción a su tamaño, tiene la fuerza, y su argumento probaría que un buen bulldog puede ser tan pequeño como un ratón». Era asombroso ver cómo entraba con perspicacia y agudeza en todo lo que surgía en la conversación. La mayoría de los hombres que conozco no se dignarían a discutir acerca de un bulldog que atacar a un toro.

No puedo permitir que ningún fragmento que flote en mi memoria respecto al gran tema de esta obra se pierda. Aunque un detalle pequeño pueda parecer fútil para algunos, otros lo saborearán con deleite, y toda chispa añade algo a la hoguera central, y para agradar a los admiradores verdaderos, sencillos y entusiastas de Johnson, y para aumentar en cualquier grado el esplendor de su fama, desafío las saetas del ridículo, e incluso de la malicia. Lluvias de ellas han sido arrojadas sobre mi Diario de un viaje a las Hébridas; no obstante, aún navega indemne por en medio de la corriente del tiempo y, como un acompañante de Johnson,

Persigue el triunfo y comparte el temporal.

Una mañana después del desayuno, cuando el sol brillaba espléndido, nos dimos un paseo juntos y estuvimos curioseando durante algún tiempo, con plácida indolencia, en una cascada artificial que el doctor Taylor había hecho, construyendo un fuerte dique de piedra a través del río, detrás del jardín. Ahora estaba algo obstruido por ramas de árboles y piedras arrastradas por el río, que se habían quedado muy cerca del dique. Johnson, en parte por el deseo de verlo funcionar más libremente, y en parte por aquella inclinación a la actividad que anima a veces al mortal más inerte y perezoso, cogió un largo palo que estaba tendido en una orilla y empujó varios trozos de estos objetos con penosa asiduidad, mientras yo permanecía quieto, deleitándome en contemplar al sabio, empleado de esa curiosa forma, y sonriendo con una satisfacción llena de humor cada vez que lograba su objetivo. Trabajó hasta perder el aliento, y habiendo encontrado un gran gato muerto, tan pesado que no pudo moverlo después de varios intentos, me dijo: «Venga (arrojando el palo), usted debe cogerlo ahora»; lo que he hecho, y como no estaba fatigado, pronto hice caer al gato por la cascada. Podrán reírse de esto por ser un detalle demasiado fútil, pero es un pequeño rasgo característico en el cuadro flamenco que doy de mi amigo, y en el que, por consiguiente, señalo los detalles más menudos. Y recuérdese que «Esopo, de juego», es uno de los apólogos instructivos de la antigüedad.

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Por la tarde, nuestro granjero-gentilhombre y otros dos se entretuvieron en divertir a los asistentes y a sí mismos con una gran cantidad de melodías, ejecutadas en el violín. Johnson quiso que tocaran Que la ambición encienda tu alma, una y otra vez, y parecía prestar una paciente atención a la pieza, aunque me declaró que era muy insensible al poder de la música. Yo le dije que me impresionaba hasta tal extremo que a menudo excitaba mis nervios penosamente, produciendo en mi espíritu sensaciones alternadas de patético abatimiento, hasta verter lágrimas, y de valerosa resolución, que me impulsaba a irrumpir en la parte más culminante de la batalla. «Señor —dijo—, yo no la oiría nunca si me produjera ese estado de locura».

Gran parte del efecto de la música —estoy convencido de ello— se debe a la asociación de ideas. Ese aire que instantánea e irresistiblemente excita en el suizo cuando se halla en un país extraño, la maladie du pays, no tiene, según me dicen, ningún poder sonoro intrínseco. Y sé, por mi propia experiencia, que la danza escocesa, aunque animada, me pone melancólico, porque yo solía oírla en mis años juveniles, en una época en que mister Pitt pedía soldados «de las montañas del norte» y grandes cantidades de valientes montañeses se marchaban de sus tierras para no volver jamás. Mientras que los aires de la Ópera del mendigo, muchos de los cuales son lánguidos, nunca dejan de ponerme alegre, porque están asociados con las alegres sensaciones y la animación de mis días londinenses. Esta tarde, mientras algunas de las melodías de una composición corriente eran ejecutadas con no gran habilidad, mi alma se sentía agitada y experimentaba un generoso apego por el doctor Johnson, como preceptor y amigo, mezclado con un sentimiento de pesar porque fuera viejo y porque probablemente lo iba a perder dentro de poco tiempo. Pensaba que podía defenderlo con la punta de mi espada. Mi reverencia y afecto hacia él estaban en toda su plenitud. Le dije: «Tenemos que vernos todos los años, si usted no se enfada conmigo». JOHNSON: «De ningún modo; es más verosímil que se enfade usted conmigo que yo con usted. Mi estimación por usted es tan grande, que casi no tengo palabras con que expresarla, pero no me gusta estar siempre repitiéndolo; escríbalo en la primera hoja de su agenda de bolsillo y no lo vuelva a poner nunca en duda».

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Hallándonos Johnson y yo charlando tranquilamente en el jardín del doctor Taylor, en una hora algo avanzada de la noche —una noche serena de otoño—, mirando a los cielos, dirigí la conversación al tema del estado futuro. Mi amigo se hallaba en una disposición de espíritu plácida y benévola. «Señor —le dije—, no creo que todas las cosas se nos aclaren inmediatamente después de la muerte, sino que los designios de la Providencia nos irán siendo explicados muy gradualmente». Me aventuré a preguntarle si, aunque las palabras de algunos textos de la Escritura parecían apoyar con fuerza la espantosa doctrina de una eternidad de castigo, no podíamos esperar que la denuncia fuera figurativa y que no sería ejecutada literalmente. JOHNSON: «Señor, tiene usted que considerar la intención del castigo en un estado futuro. No tenemos ninguna razón para creer que entonces no estaremos ya expuestos a ofender a Dios. No sabemos si siquiera los ángeles se hallan en una situación de seguridad; es más, sabemos que algunos de ellos han caído. Puede, por tanto, ser quizá necesario, con el fin de mantener tanto a los hombres como a los ángeles en un estado de rectitud, que tengan continuamente ante ellos el castigo de los que se han desviado de ella; pero podemos tener la esperanza de que pueda ser impedida la caída de este estado de rectitud por algunos otros medios. Algunos de los textos de la Escritura sobre esta cuestión son, como usted observa, fuertes, en verdad; pero pueden admitir una interpretación mitigada». Me habló de esta pavorosa y delicada cuestión con un tono suave y como si temiera ser tajante.

Después de cenar le acompañé a su habitación, y a instancias mías me dictó un alegato en favor del negro que defendía entonces su derecho a la libertad ante un tribunal de Escocia. Siempre había sido él muy celoso contra la esclavitud en cualquiera de sus formas, en lo que yo, con toda deferencia, creía que había descubierto «un celo sin conocimiento». En una ocasión en que se hallaba reunido con algunos graves varones en Oxford, su brindis fue: «Por la próxima insurrección de los negros en las Indias Occidentales». Su violento prejuicio contra nuestros colonos de las Indias Occidentales y americanos aparecía siempre que había una oportunidad. Hacia el final de su Taxation no Tyranny, dice: «¿Cómo es que oímos los más clamorosos gañidos por la libertad entre los tratantes de negros?».

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Cuando le dije a Johnson que temía haberle hecho estar levantado hasta muy tarde, me dijo: «No, señor; no me importa, aunque esté toda la noche con usted». Este fue un animado discurso de un hombre de sesenta y nueve años.

Si hubiera estado tan atento a no disgustarle como debía haber estado, no sé cómo hubiéramos llenado estas horas de vigilia, pues, por desgracia, me metí en la controversia respecto al derecho de Gran Bretaña a imponer tributos a América, y quise razonar en favor de nuestros compatriotas del otro lado del Atlántico. Insistí en que América podía ser bien gobernada y que podía hacerle producir suficientes ingresos por medio de la influencia, como se veía en el caso de Irlanda, al mismo tiempo que se podía complacer al pueblo dándole una participación en la Constitución británica, con un grupo de representantes, sin el cual consentimiento no podría imponérseles ninguna carga. Johnson no podía soportar que me opusiera a su declarada opinión, que se había lanzado a defender con un calor extremado, y la violenta agitación en que le vi sumido al responderme, o más bien reprenderme, me alarmó tanto, que me arrepentí de todo corazón de haber sacado la conversación sobre el particular. Yo también me acaloré y el cambio fue grande: de la serenidad de la discusión filosófica en que hacía un momento nos habíamos empleado, gratamente, hasta este estado de ahora.

Hablé de la corrupción del Parlamento británico, alegando que cualquier asunto, por poco razonable o injusto que fuera, podía ser sacado adelante por una mayoría venal, y hablé con gran admiración del Senado romano, como si estuviera compuesto de hombres sinceramente deseosos de resolver lo que creían mejor para su patria. Mi amigo no reconocía tal carácter al Senado romano y mantenía que el Parlamento británico no estaba corrompido y que no había ocasión para corromper a sus miembros, afirmando que apenas había habido ninguna cuestión de gran importancia ante el Parlamento, cualquier cuestión, en la que un hombre no pudiera votar perfectamente por un lado o por el otro. Decía que no había habido ninguna en su tiempo, excepto la relativa a América.

Estábamos fatigados por la discusión, que se había producido por mi falta de cautela, y él no estaba entonces en humor de pasar a una charla fácil y jovial. Por lo tanto, ocurrió que, después de una hora o dos, estábamos deseosos de separarnos y metemos en la cama.

El miércoles 24 de septiembre fui a la habitación del doctor Johnson antes de que se levantara, y viendo que la tormenta de la noche anterior se había disipado por completo, me senté al lado de su cama y se puso a hablar con la desenvoltura y buen humor de siempre. Me recomendó que plantara una parte considerable de una gran hacienda árida que había comprado y se puso a hacer varios cálculos de los gastos y de los beneficios, pues se deleitaba en ejercitar la mente en la ciencia de los números. Me encareció la importancia de plantar al principio de la mejor manera, citando el proverbio In bello non licet bis errare, y añadiendo: «Esto es igualmente cierto en las plantaciones».

Hablé con gratitud de la hospitalidad del doctor Taylor, y como una prueba de que no era sólo por su buena mesa por lo que Johnson lo visitaba con frecuencia, mencioné una pequeña anécdota que había escapado al recuerdo de mi amigo y que al oírla repetida le hizo sonreír. Una tarde, en que yo estaba con él, Frank le dijo lo siguiente: «Señor, el doctor Taylor le envía sus saludos y le suplica que coma con él mañana. Ha conseguido una liebre». «Devuélvale mis saludos y dígale que comeré con él: liebre o conejo».

Después de desayunar me marché, prosiguiendo mi viaje al Norte.

De este encuentro de Ashbourne saqué un considerable aumento para mi archivo johnsoniano. Comuniqué mi diario original a sir William Forbes, en quien he puesto siempre una confianza merecida, y lo que me escribió respecto a él me favorece tanto como biógrafo de Johnson, que mis lectores me perdonarán que lo inserte aquí: «No me contentaré con leerlo una o dos veces, pues encuentro en él un alto grado de instrucción tanto como de entretenimiento, y saco más beneficio de las admirables discusiones del doctor Johnson que el que podría sacar de su propia conversación, pues creo que no hay otro hombre en el mundo al que descubra sus sentimientos con tanta franqueza como a usted».

No puedo omitir un detalle curioso que ocurrió en la posada de Edensor, cerca de Chatsworth, para contemplar cuya magnificencia me había desviado yo un trecho considerable en mi camino a Escocia. La tenía entonces un jovial posadero cuyo nombre me parece que era Malton. Sucedió que dijo que «el famoso doctor Johnson había estado en su casa». Le pregunté quién era ese doctor Johnson con el fin de ver qué idea tenía de él. «Señor —dijo—, Johnson, el gran escritor; un ave rara, como le decían. Es el escritor más grande de Inglaterra; escribe para el gobierno; tiene correspondencia con el extranjero y les comunica lo que pasa».

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Hablando de los espectros, decía: «Es asombroso que hayan transcurrido cinco mil años desde la creación del mundo y aún esté indeciso si ha habido o no un caso de que el espíritu de una persona haya aparecido después de su muerte. Todos los razonamientos están contra ello, pero toda la creencia está en su favor».

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El martes 7 de abril desayuné con él en su casa. Dijo que «nadie estaba contento». Le nombré a una respetable persona de Escocia a quien yo conocía (lord Auchinleck), y afirmé que creía sinceramente que estaba contenta. JOHNSON: «No, señor; no está contento con el presente; tiene siempre algún nuevo proyecto, alguna nueva plantación, algo que es futuro. Usted sabe que no estaba contento de viudo, puesto que se volvió a casar». BOSWELL: «Pero no está desasosegado». JOHNSON: «Señor, sólo está sosegado localmente. Un químico está localmente sosegado; pero su mente está empeñada duramente en el trabajo. Este señor se las arregla bien con las ocupaciones externas. Es demasiado tarde para que se empeñe en proyectos distantes». BOSWELL: «Parece divertirse muy bien, logrando tener su atención puesta en algo y su tranquilidad mantenida con asuntos muy pequeños. Yo lo he intentado, pero no me ha servido». JOHNSON (riéndose): «No, señor; tiene que nacer con uno eso de contentarse con cosas pequeñas. Las mujeres tienen la gran ventaja de que pueden llenar su tiempo ocupándose en cosas pequeñas, sin que eso sea deshonroso para ellas; un hombre no puede hacerlo, salvo tocar el violín. Si yo hubiera aprendido a tocarlo, no habría hecho nada más». BOSWELL: «Dígame, ¿tocó usted alguna vez algún instrumento musical?». JOHNSON: «No. Una vez me compré una dulzaina, pero no logré nunca sacarle una tonada». BOSWELL: «¿Una dulzaina? ¿Un instrumento tan pequeño? Me habría gustado oírle tocar el violonchelo. Ese habría sido su instrumento». JOHNSON: «Yo podría haber tocado el violonchelo lo mismo que otro, pero no habría hecho nada más. No, señor; un hombre no emprendería nunca grandes cosas si pudiera divertirse con pequeñas cosas. Una vez traté de aprender a hacer calceta; la hermana de Dempster se propuso enseñarme, pero no pude aprender». BOSWELL: «Bien, señor; eso será relatado con estilo pomposo: “Una vez trató de hacer punto para entretenerse”; tampoco Hércules despreció la rueca». JOHNSON: «El tejido de medias es un buen entretenimiento. Como ciudadano de Aberdeen, yo sería tejedor de medias».

Me pidió que fuera con él a comer en casa de mister Thrale, en Stretham, a lo que accedí. Le había prestado Una descripción de Escocia en 1702, escrita por un hombre de varia curiosidad, capellán inglés de un regimiento acantonado allí. JOHNSON: «Es una cosa insulsa, muy mal escrita, como, en general, se escribían los libros entonces. Hay ahora una elegancia de estilo universalmente difundida. Nadie escribe ahora tan mal como está escrita la Descripción de las Hébridas, de Martin. No se podría escribir tan mal, ni siquiera a propósito. Si un empleado de comercio se pusiera a escribir ahora, lo haría mejor».

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El jueves 9 de abril comí con él en casa de sir Joshua Reynolds, con el obispo de Saint Asaph (doctor Shipley), mister Allan Ramsay, mister Gibbon, mister Cambridge y mister Langton. Mister Ramsay había vuelto últimamente de Italia y nos entretuvo con sus observaciones sobre la villa de Horacio, que había examinado con gran cuidado. Me agradó mucho esto, pues reavivaba en mi memoria lo que había visto con gran placer trece años antes. El obispo, el doctor Johnson y mister Cambridge se unieron a mister Ramsay en la evocación de las diversas estrofas de Horacio relativas al tema.

Mencionado el viaje de Horacio a Bríndisi, observó Johnson que el arroyo que describe puede verse ahora exactamente como en aquel tiempo y que a menudo se ha preguntado cómo puede ocurrir que pequeñas corrientes, como esta, conserven la misma situación durante siglos, a pesar de los terremotos, que cambian incluso las montañas, y de la agricultura, que produce tales cambios en la superficie de la tierra. CAMBRIDGE: «Un escritor español ha expresado ese pensamiento de una forma poética. Después de observar que la mayoría de las edificaciones sólidas de Roma han perecido totalmente, mientras el Tíber sigue permaneciendo igual, dice:

Lo que era firme huyó, y solamente

lo fugitivo permanece y dura[3]».

JOHNSON: «Esto está tomado de Janus Vitalis:

… inmota labescunt;

Et quae perpetuo sunt agitata manent».

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El obispo dijo que de los escritos de Horacio parecía desprenderse que era un hombre contento y alegre. JOHNSON: «No tenemos ninguna razón para creerlo, milord. ¿Vamos a pensar que Pope fue feliz porque lo dice en sus obras? Vemos en estas el estado de espíritu con que quería aparecer. El doctor Young, que suspiraba por un beneficio, habla con desprecio de estos en sus escritos y aparenta despreciar todo lo que no despreciaba». OBISPO DE ST. ASAPH: «Era como otros capellanes, suspirando por las vacantes; pero eso no es peculiar de los clérigos. Recuerdo, cuando estaba en el ejército, después de la batalla de Lafeldt, que los oficiales refunfuñaban porque no había caído ningún general». CAMBRIDGE: «Podemos creer más a Horacio cuando dice:

Romae Tibur amen ventosus, Tibure Román;

(Epist., I, VIII, 23).

que cuando alardea de su consecuencia:

Me constare mihi scis, et discedere tristem,

Quandocunque trahunt invisa negotia Román».

(Epist., I, XIV, 16).

BOSWELL: «¡Qué duro es que el hombre no pueda estar nunca sosegado!». RAMSAY: «No está en su naturaleza el sosiego. Cuando se halla sosegado, se halla en el peor estado en que puede estar; pues no tiene nada que lo agite. Es entonces como el hombre de la canción irlandesa: “Vivía un hombre en Ballinacrazy / Que necesitaba una mujer para hacerle perder el sosiego”».

Fue mencionado Goldsmith, y Johnson observó que hizo falta mucho tiempo para que su mérito fuera reconocido; que una vez se le quejó con una desesperación ridícula: «Siempre que escribo algo, la gente tiene por norma el no enterarse». Pero que su Viajero le trajo mucha fama. LANGTON: «No hay un verso malo en todo el poema; ni uno de los descuidados versos de Dryden». Sir JOSHUA: «Me alegró oír decir a Charles Fox que era uno de los poemas más hermosos de la lengua inglesa». LANGTON: «¿Por qué se alegró usted? Seguramente no tenía usted ninguna duda sobre ellos». JOHNSON: «No; el mérito del Viajero está tan firmemente establecido, que el elogio de mister Fox no puede aumentarlo, ni su censura disminuirlo». Sir JOSHUA: «Pero sus amigos podían tener el recelo de ser demasiado parciales en favor de él». JOHNSON: «No, señor; la parcialidad de sus amigos fue siempre en contra suya. Yo casi no podía prestarle atención. Goldsmith no tenía ideas precisas sobre nada; por eso hablaba siempre al buen tuntún. Parecía proponerse hablar sin reparo de lo que tuviera en la cabeza para ver lo que salía de ello. Se ponía furioso, además, cuando se le tomaba en un absurdo, pero eso no le impedía que volviera a caer en otro al minuto siguiente. Recuerdo que Chamier, después de hablar con él algún tiempo, dijo: “Bueno, creo que este poema lo ha escrito él mismo, y permítame que le diga que ya es bastante creer”. Chamier le preguntó una vez lo que quería decir con slow (lento), la última palabra del primer verso del Viajero. “Remoto, sin amigos, melancólico, lento”. ¿Significaba lentitud en los movimientos? Goldsmith, que decía las cosas sin pensarlas, contestó: “Sí”. Yo estaba sentado al lado y dije: “No, señor; usted no quería decir lentitud en los movimientos, sino esa indolencia de espíritu que le sobreviene a un hombre que se halla en soledad”. Chamier creyó entonces que yo había escrito el verso con tanta certeza como si me lo hubiera visto escribir. Goldsmith, sin embargo, era un hombre que cualquier cosa que escribiera lo hacía mejor que lo que pudiera hacerlo cualquiera. Merecía un sitio en la abadía de Westminster, y cada año más que hubiera vivido, lo habría merecido mejor. Verdaderamente no le costaba trabajo llenar su mente de conocimientos. Los trasplantaba de un lugar a otro, y no los afincaba en su cabeza; por eso no podía decir lo que había en sus propios libros».

Se habló de vivir en el campo. JOHNSON: «Ningún hombre sensato se va a vivir al campo, a menos que tenga que hacer algo que pueda hacerse mejor en el campo. Por ejemplo: si tiene que encerrarse durante un año para estudiar una ciencia, es mejor tener enfrente un paisaje campestre que una pared. Además, si un hombre sale a pasear por el campo, no hay nadie que le impida volver a casa; pero si un hombre sale de paseo en Londres, no está seguro de volver a casa. Una gran ciudad es, sin duda alguna, la escuela para estudiar la vida, y “el estudio propio del hombre es la humanidad”, como dice Pope». BOSWELL: «Me parece que Londres es el mejor sitio para la sociedad, aunque he oído decir que la verdadera alta sociedad de París es muy superior a todo lo que tenemos aquí». JOHNSON: «Mire, dudo que en París pudiera reunirse un grupo de personas como las que están sentadas alrededor de esta mesa en menos de medio año. Hablan en Francia de la felicidad de la convivencia entre hombres y mujeres: la verdad es que allí los hombres no son superiores a las mujeres, no saben más que ellas y no se sienten dificultados en su conversación por la presencia de las mujeres». RAMSAY: «La literatura está en pleno desarrollo en Francia; se halla en su primavera; aquí está algo passée». JOHNSON: «La literatura existía en Francia mucho antes que nosotros la tuviéramos. París fue la segunda ciudad donde renacieron las letras; en Italia, el Renacimiento fue primero, sin duda alguna. ¿Qué hemos hecho nosotros por la literatura igual a lo hecho por Stephani y otros en Francia? Nuestra literatura nos ha venido a través de Francia. Caxton imprimió solamente dos libros, los de Chaucer y Gower, que no fueran traducciones del francés, y Chaucer, como sabemos, tomó mucho de los italianos. No, señor; si la literatura se halla ahora en Francia en su primavera, será en una segunda primavera; viene detrás de un invierno. Ahora vamos por delante de los franceses en literatura, pero durante mucho tiempo hemos estado detrás. En Inglaterra, cualquiera que lleve una espada y una peluca empolvada se avergüenza de ser iletrado. Creo que no es así en Francia. No obstante, hay probablemente en Francia mucha cultura, porque ha habido numerosos establecimientos religiosos; muchísimos hombres que no han tenido otra cosa que hacer más que estudiar. No lo sé; pero juzgo conforme a las reglas de la probabilidad. Donde hay muchos tiradores, alguno tiene que acertar».

Hablamos de la vejez. Johnson (en sus setenta años) dijo: «Es culpa de uno, por falta de uso, si la mente se entorpece en la vejez». El obispo preguntó si un anciano no pierde las cosas con más rapidez que con la que las adquiere. JOHNSON: «No lo creo, milord, si se aplica al trabajo». Uno de los reunidos observó, imprudentemente, que creía una felicidad para los ancianos el quedarse insensibles. JOHNSON (con una noble elevación y desdén): «No, señor; nunca me sentiré feliz por ser menos racional». OBISPO DE ST. ASAPH: «Su deseo es, entonces, γτφάσκειν διδασκόμενος». «Sí, milord». Su señoría mencionó un establecimiento de beneficio de Gales donde se mantenía a la gente y se le proporcionaba todo lo necesario con la condición de que contribuyera con el producto semanal de su trabajo, y dijo que la gente se ponía cada vez más torpe por falta de una propiedad. JOHNSON: «No tienen ningún objeto para su esperanza. Su situación no puede ser mejor. Están remando sin puerto».

Uno de los reunidos preguntó el sentido de la expresión de Juvenal, unius lacertae. JOHNSON: «Creo que está bastante claro: la tierra suficiente para que tengamos la posibilidad de encontrar en ella un lagarto».

Los comentaristas han diferido respecto al significado exacto de la expresión con que el poeta trató de expresar el sentimiento contenido en el pasaje donde aparecen estas palabras. Está claro que tratan de indicar incluso una posesión muy pequeña, con tal de que sea de uno:

Est aliquid, quocunque loco quocunque recessu,

Unius sese dominum fecisse lacertae.

(Sat., III, 230).

Esta temporada se puso de moda en los periódicos el aplicar palabras de Shakespeare para describir personas vivas muy conocidas, cosa que se hacía bajo el título de Modernos caracteres de Shakespeare; muchas de ellas estaban perfectamente encajadas. Tuvo tanto éxito la cosa, que luego fueron coleccionadas las frases en un folleto. Alguien dijo a Johnson, a través de la mesa, que él no figuraba entre esos caracteres. «Sí —dijo—, estoy. Me habría apenado el que me hubieran dejado de lado». Entonces repitió la frase que se le había aplicado: «Me debéis prestar la boca de Gargantúa» (Como gustéis, III, 2).

Como mister Reynolds no percibió de momento el sentido de la alusión, se vio precisado a explicárselo, lo que tuvo un efecto un poco terrible y humorístico: «Quiere decir que yo uso palabras gruesas que precisan la boca de un gigante para ser pronunciadas. Gargantúa es el nombre de un gigante de Rabelais». BOSWELL: «Pero, hay otra frase relativa a usted:

Él no alabaría a Neptuno por su tridente,…

Ni a Jove por su poder fulminador».

(Coriolano, III, I.)

JOHNSON: «No hay nada de particular en esa. Desde luego, la de Gargantúa es la mejor». A pesar de todo este buen humor y de esta apacibilidad, cuando, un poco más tarde, repetía su sarcasmo sobre Kenrick, que fue recibido con aplauso, preguntó. «¿Quién dijo eso?», y al contestarle yo súbitamente: «Gargantúa», se puso serio, indicio suficiente de que no le gustaba ser llamado así.

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El viernes 10 de abril encontré a Johnson en casa por la mañana. Reanudamos la conversación del día anterior. Me hizo presente algo que se me había escapado de la memoria y me permitió registrarla con más perfección. Se quedó complacido de la gran atención que yo había prestado a su consejo de 1763, la época en que empezó nuestra amistad, de llevar un diario, y pude darme cuenta de que se hallaba íntimamente satisfecho de ver tantos productos de su mente conservados en él, y como estaba habituado a pensar y decir que trabajaba siempre que decía una cosa buena, le deleitó, al echar una ojeada, ver que su conversación estaba repleta de precisión y de imaginación.

Le dije: «Ayer se encontraba usted de muy buen humor; pero no había nada que le ofendiera, nada que produjera irritación o violencia. No había ningún ofensor atrevido. No hubo ninguna condena capital. Fue una sesión suave. Usted tenía puestos sus guantes blancos».

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Hablamos de la guerra. JOHNSON: «Todos los hombres se sienten humillados por no haber sido soldados o marinos». BOSWELL: «Lord Mansfield no piensa así». JOHNSON: «Si lord Mansfield se viera en medio de generales y almirantes, se encogería, desearía meterse debajo de la mesa». BOSWELL: «No; pensaría que podía con todos ellos». JOHNSON: «Si pudiera agarrarlos, sí; pero ellos se harían con él mucho antes. No, señor; si Sócrates y Carlos XII de Suecia estuvieran presentes en una reunión y Sócrates dijera: “Seguidme para escuchar una lección de filosofía”, y Carlos, con la mano en la espada, dijera: “Seguidme para destronar al Zar”, todos se hubieran sentido avergonzados de seguir a Sócrates. Este sentimiento es universal; sin embargo, es extraño. En cuanto a los marinos, si miráis desde el alcázar de un buque el espacio que hay debajo de él, veréis la miseria humana más extremada: ¡cuánta aglomeración, mugre, hediondez!». BOSWELL: «Sin embargo, los marinos son felices». JOHNSON: «Son felices como las bestias con un trozo de carne cruda: con la más tosca sensualidad. Pero, señor, la profesión de soldado y marino tiene la dignidad del riesgo. La humanidad reverencia a los que han vencido el miedo, que es una debilidad tan universal». SCOTT: «Pero ¿no es el valor algo mecánico y que se adquiere?». JOHNSON: «Desde luego, señor; en un sentido colectivo. Los soldados se consideran sólo como parte de una gran máquina». SCOTT: «Yo encuentro que los hombres sienten afición a hacerse marinos». JOHNSON: «No puedo explicármelo, como tampoco puedo explicarme otras extrañas perversiones de la imaginación».

Su odio a la profesión de marino fue siempre violento; pero en sus conversaciones siempre exaltó la profesión de soldado. Y, sin embargo, en mi abundante y variada colección de escritos suyos tengo una carta a un eminente amigo, en la que se expresa de este modo: «Mi ahijado me ha visitado últimamente. Está cansado, y cansado, razonablemente, de la vida militar. Si pudiera usted colocarle en algún otro puesto, creo que podría aumentar su felicidad y asegurar su virtud. El tiempo de un soldado se pasa entre las calamidades y el peligro, o en la ociosidad y corrupción». Tal era su manera de pensar en la frialdad de su gabinete; pero siempre que se encontraba animado y enfervorizado por la presencia de las gentes —lo mismo que otros filósofos cuyas mentes están impregnadas de la fantasía poética— se dejaba captar por el entusiasmo general, por el renombre espléndido.