111

El jueves 11 de abril comí con él en casa del general Paoli, en cuya vivienda residía yo ahora y donde tuve desde entonces el honor de ser atendido con la más afectuosa atención, como constante huésped, mientras estaba en Londres, hasta que tuve aquí casa propia. Dije que aquella mañana había presentado a Garrick al conde Neni, noble flamenco de gran rango y fortuna, al que Garrick habló del Abel Drugger, como un pequeño papel, y contó con vanidad complacida que un francés que le había visto en uno de sus papeles bajos había exclamado: «¡Comment je ne le crois pas. Ce n’est pas, Monsieur Garrick, ce grand homme!». Garrick añadió, con un semblante de grave recogimiento: «Si tuviera que empezar la vida de nuevo, creo que no representaría esos caracteres bajos». A lo cual observé yo: «Señor, haría usted mal, pues su gran excelencia está en la variedad de sus tipos, en que representa tan bien caracteres tan diferentes». JOHNSON: «Garrick no hablaba en serio al decir eso, pues, sin duda alguna, su excelencia peculiar es su variedad, y quizá no hay un carácter que no haya sido representado por cualquier otro tan bien como él podía hacerlo». BOSWELL: «¿Por qué habló así entonces?». JOHNSON: «Para hacerle responder a usted como lo hizo». BOSWELL: «No lo creo; parecía muy sumido en la reflexión». JOHNSON: «No tan sumido, señor; había dicho lo mismo, probablemente, veinte veces más».

De un noble elevado muy pronto a un alto cargo, dijo: «Sus dotes no están mal para un lord, pero no se hubieran notado en un hombre que no hubiera tenido más que sus dotes».

Seguía pensando en hacer un viaje por Italia. Decía: «Un hombre que no ha estado en Italia tiene siempre la conciencia de una inferioridad, por no haber visto lo que se considera que un hombre debería ver. El gran objeto del viaje es ver las costas del Mediterráneo. En esas costas estuvieron los cuatro grandes imperios del mundo: el asirio, el persa, el griego y el romano. Toda nuestra religión, casi todo nuestro derecho, casi todas nuestras artes, casi todo lo que nos coloca por encima de los salvajes, nos ha llegado de las costas del Mediterráneo». El general observó que: «El Mediterráneo sería un noble tema para un poema».

Hablamos de la traducción. Yo dije que no podía definirla, no podía pensar en una semejanza para que sirviera de aclaración, pero que me parecía que la traducción de la poesía sólo podía ser una imitación. JOHNSON: «Se pueden traducir libros de ciencia exactamente. Puede traducirse también la historia en la medida en que no se haya embellecido por la oratoria, que es poética. La poesía, efectivamente, no puede traducirse, y, por tanto, son los poetas los que conservan los idiomas, pues no nos tomaríamos la molestia de aprender un idioma si pudiéramos tener todo lo que está escrito en él, tan perfectamente como en una traducción. Pero como las bellezas de la poesía no pueden conservarse en ningún idioma, salvo en aquel en que ha sido escrita originariamente, aprendemos el idioma».

112

Decía que para adelantamiento general, un hombre debía leer todo lo que su inclinación inmediata le sugiriera, aunque, sin duda, si un hombre tiene que aprender una ciencia, debe avanzar regular y resueltamente. Añadió: «Lo que leemos con interés nos hace una impresión mucho más fuerte. Si leemos sin interés, la mitad de la mente está empleada en fijar la atención; de modo que sólo queda otra mitad para atender a lo que leemos». Nos contó que había leído la Amelia de Fielding sin parar. Decía: «Si un hombre empieza a leer por la mitad de un libro y siente deseos de seguir, no le hagáis que lo deje, para que vaya al principio. Acaso no vuelva a sentir la inclinación».

113

Un caballero expresó el deseo de ir a vivir tres años a Tahití o a Nueva Zelanda para conocer, de un modo completo, una gente tan totalmente distinta de todo lo que hasta ahora hemos conocido, y saber lo que la pura naturaleza puede hacer por el hombre. JOHNSON: «¿Qué podría usted aprender, señor? ¿Qué pueden los salvajes contar más que lo que han visto? Del pasado, de lo invisible, no pueden contar nada. Los habitantes de Tahití y Nueva Zelanda no se hallan en estado de pura naturaleza, pues está claro que proceden de otras personas. Si hubieran surgido de la tierra, podría usted ver entonces un estado de pura naturaleza. La gente fantástica puede hablar de que hay entre ellos una mitología; pero esto tiene que ser una invención. Ellos han tenido una vez una religión, que gradualmente se ha ido envileciendo. ¿Y qué razón de su religión supone usted que puede aprender de los salvajes? Considere solamente, señor, nuestro propio estado; nuestra religión está en un libro; tenemos una clase de hombres cuyo deber es enseñarla; tenemos un día a la semana destinado para ello, y este es, por lo general, bastante bien observado. No obstante, pregunte a los diez primeros hombres que encuentre y oiga lo que pueden decirle de su religión».

114

Tengo que reseñar ahora un incidente muy curioso de la vida del doctor Johnson ocurrido bajo el ámbito de mi propia observación, del que pars magna fui, y que no dudo que, a las gentes de espíritu liberal, hablará mucho en su favor.

Mi deseo de conocer a los hombres eminentes de toda clase me había hecho, casi por la misma época, conocer al doctor Samuel Johnson y a John Wilkes, Esq. Dos hombres más distintos no podían quizá haberse encontrado en toda la humanidad. Ellos se habían atacado con alguna aspereza en sus escritos; no obstante, yo tenía amistad con los dos. Yo podía saborear plenamente la excelencia de ambos, pues siempre me ha encantado esa química intelectual que puede separar las buenas cualidades de las malas en la misma persona.

Sir John Pringle, «amigo mío y amigo de mi padre», entre el cual y el doctor Johnson deseé en vano establecer una amistad, pues yo respetaba a los dos y vivía en términos amistosos con ambos, me hizo observar una vez muy ingeniosamente: «En la amistad no ocurre como en las matemáticas, donde dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí. Usted coincide conmigo y con Johnson; pero Johnson y yo no coincidiríamos». Sir John no era suficientemente flexible; por eso desistí; sabiendo además que la repulsión era igualmente fuerte por parte de Johnson, quien, no sé por qué causa, salvo la de ser aquél escocés, se había formado una opinión muy errónea de sir John. Pero yo sentí un deseo irresistible, si tal cosa fuera posible, de reunir al doctor Johnson y a mister Wilkes. Cómo lograrlo era una cosa delicada y difícil.

Mis dignos libreros y amigos, los señores Dilly, de Poultry, en cuya hospitalaria y bien abastecida mesa había visto yo un número mayor de escritores que en cualquier otra, con la excepción de la de sir Joshua Reynolds, me habían invitado a reunirme con mister Wilkes y otras personas el miércoles 15 de mayo. «Dígame —dije—, ¿tendremos al doctor Johnson?». «¿Cómo, con mister Wilkes? ¡Por nada del mundo! —dijo mister Edward Dilly—; el doctor Johnson no me lo perdonaría». «Bueno —dije—; si me deja usted llevar las negociaciones en su nombre, garantizo que todo irá bien». DILLY: «Bueno; si se encarga usted de ello, sería muy feliz viéndolos aquí a los dos».

A pesar de la gran veneración que yo sentía por el doctor Johnson, me daba cuenta de que a veces este actuaba movido por el espíritu de la contradicción, y por ese medio esperaba yo ganar la partida. Estaba convencido de que si iba a su casa a proponerle directamente: «Señor, ¿quiere usted comer en compañía de Jack Wilkes?», se pondría furioso y quizá respondería: «¡Coma usted con Jack Wilkes, si quiere! ¡Antes comería con Jack Ketch!». Por consiguiente, mientras estábamos sentados tranquilamente en su casa, una tarde aproveché la ocasión para iniciar mi ofensiva de este modo: «Mister Dilly le envía sus respetuosos saludos y se sentiría feliz si usted le hiciera el honor de comer con él el miércoles próximo, junto a mí, pues tengo que marcharme pronto a Escocia». JOHNSON: «Se lo agradezco mucho a mister Dilly. Iré a su casa». BOSWELL: «Con la condición, es de suponer, de que la gente que vaya a reunirse sea de su agrado». JOHNSON: «¿Qué quiere usted decir con eso? ¿Por quién me toma usted? ¿Cree usted que soy tan ignorante de las fórmulas sociales como para imaginar que voy a prescribirle a un señor las gentes que tiene que invitar a su mesa?». BOSWELL: «Le pido perdón, señor, por desear impedir que se encuentre con gente que quizá no le gustara encontrar. Puede que reúna a algunos de los que él llama sus amigos patrióticos». JOHNSON: «Bueno, ¿y qué importa eso? ¿Qué me importan a mí sus amigos patrióticos? ¡Bah!». BOSWELL: «No me sorprendería hallar allí a Jack Wilkes». JOHNSON: «Y si Jack Wilkes estuviera allí, ¿qué me importa? Mi querido amigo, dejemos ya esta cuestión. Me apena enfadarme con usted, pero, realmente, es tratarme de un modo extraño el hablarme como si yo no pudiera encontrarme con cualquiera incidentalmente». BOSWELL: «Le ruego que me perdone. Mi intención era buena. Pero por mí puede usted encontrarse con todo el que venga». De este modo lo comprometí y le dije a Dilly que mi amigo estaría muy encantado de ser uno de sus invitados el día indicado.

En vista de lo cual, el muy esperado miércoles fui a su casa media hora antes de la comida, como hacía con frecuencia cuando íbamos a comer juntos, con el fin de que estuviera preparado a tiempo, y para acompañarle. Le encontré, como en una ocasión anterior, desempolvando libros y cubierto de polvo, sin hacer ningún preparativo para salir. «¿Cómo es esto, señor?, —le dije—. ¿No recuerda que tiene usted que ir a comer a casa de mister Dilly?». JOHNSON: «No pensaba ir a casa de Dilly; se me había ido de la cabeza. He dado órdenes para comer en casa con mistress Williams». BOSWELL: «Pero mi querido señor, usted se ha comprometido con mister Dilly y yo se lo dije así a este. Él le esperará y se quedará muy disgustado si no va». JOHNSON: «Pues tiene usted que decírselo a mistress Williams».

Era un terrible dilema. Temía que lo que yo tenía tan seguro, se fuera a frustrar todavía. Él se había acostumbrado a mostrar a mistress Williams tal grado de deferente atención, que con frecuencia se imponía ciertas limitaciones, y yo sabía que si ella se obstinaba, él no insistiría. Me apresuré a bajar a la habitación de esta y le dije que me hallaba en un gran apuro, pues el doctor Johnson se había comprometido conmigo para ir a comer a casa de mister Dilly, y ahora me había dicho que se había olvidado del compromiso y había dado orden de comer en casa. «Sí, señor —dijo ella un poco malhumorada—. El doctor va a comer en casa». «Señora —dije—, su respeto por usted es tal que sé que no la dejará, a menos que usted lo desee claramente. Pero como usted disfruta tanto de su compañía, espero que sea usted tan buena que renuncie a ella por un día, pues como mister Dilly es un hombre muy valioso, con frecuencia ha organizado en su casa agradables reuniones en honor del doctor Johnson y se molestaría si el doctor lo desdeñara hoy. Y además, señora, tenga la bondad de considerar mi situación: yo llevé el recado y aseguré a mister Dilly que el doctor iría, y, sin duda, ha preparado una comida y ha invitado a algunas personas, alardeando de seguro del honor que iba a tener. Yo me consideraría terriblemente desventurado si el doctor no fuera». Ella fue gradualmente cediendo ante mis súplicas, que eran ciertamente tan humildes como tienen que ser en estos casos, y por fin se dignó confiarme el encargo de decirle al doctor «que teniendo en cuenta todas las circunstancias, ella creía que debía ir». Volé hacia él, todavía lleno de polvo y sin preocuparse de lo que pasaría, «indiferente a quedarse o a ir», pero tan pronto como le anuncié el consentimiento de mistress Williams, rugió: «Frank, una camisa limpia», y en seguida estaba vestido. Cuando le vi sentado conmigo en un sillón, me sentí tan satisfecho como un cazador de dotes que se encuentra en una silla de postas al lado de una heredera.

Cuando entramos en el salón de mister Dilly se encontró en medio de un grupo de personas que no conocía. Yo me mantuve tranquilo y silencioso, observando cómo iba a conducirse. Observé que susurraba a mister Dilly: «¿Quién es aquel señor?». «Mister Arthur Lee». JOHNSON (en voz baja): «Ju, ju, ju». Que era uno de sus refunfuños habituales. Mister Arthur Lee no podía menos que ser muy antipático para Johnson, pues era no sólo patriota, sino americano. Posteriormente fue ministro de los Estados Unidos en la corte de Madrid. «¿Y quién es ese caballero?». «Mister Wilkes, señor». Esta información le dejó todavía más confundido; vi que le costaba trabajo dominarse, y cogiendo un libro, se sentó al lado de una ventana y se puso a leer, o por lo menos mantuvo los ojos sobre el libro durante algún tiempo, hasta que logró sobreponerse. Sus sentimientos eran bastante endiablados. Pero, sin duda, recordó que se había enfadado conmigo por haber supuesto yo que podía desconcertarse ante la presencia de ciertas personas y, en vista de ello, decidió resueltamente conducirse como un hombre de mundo desenvuelto, que puede adaptarse en seguida a la disposición y manera de ser de aquellos con quienes se encuentra por azar.

El alegre sonido de «la comida está en la mesa» disolvió su ensoñación y todos nos sentamos sin ningún síntoma de mal humor. Estaban presentes, además de mister Wilkes y mister Lee, viejo compañero mío de estudios cuando estudiaba Medicina en Edimburgo, mister (ahora sir John) Miller, el doctor Lettsom y mister Slater, el droguero. Mister Wilkes se colocó cerca del doctor Johnson y se comportó con él con tanta deferencia y cortesía, que le fue ganando insensiblemente. Nadie comía con más entusiasmo que Johnson, ni nadie amaba más lo sabroso y delicado. Mister Wilkes se mostró muy asiduo en servirle una ternera exquisita. «Permítame que le sirva, señor; esta parte es mejor; un poco de esto; un poco de gordo, señor; un poco de relleno; un poco de salsa; ¿me permite pasarle un poco de mantequilla?; le recomiendo este jugo de naranja; o quizá mejor el limón, acaso tenga más sabor». «Señor, señor, le estoy muy agradecido», exclamó Johnson, inclinándose y volviendo la cabeza hacia él, con una mirada por unos momentos de «áspera virtud», pero en seguida de complacencia.

Se habló de Foote, y Johnson dijo: «No es un buen mímico». Uno de los reunidos añadió: «Un truhán, un bufón». JOHNSON: «Pero también tiene ingenio, y no carece de ideas ni de recursos y variedad de gestos, ni está tampoco exento de cultura; tiene el saber suficiente para desempeñar su papel. Una clase de ingenio que tiene en grado eminente es el de escaparse. Uno le lleva a un rincón y lo tiene preso entre las manos; pero cuando uno piensa que ya lo tiene, se ha escapado, como un animal que salta por encima de nuestra cabeza. Luego, tiene una gran amplitud de ingenio; no permite nunca que la verdad se interponga entre él y una broma, y a veces es muy grosero. Garrick tiene muchas trabas de las que Foote está libre». WILKES: «El ingenio de Garrick es más parecido al de lord Chesterfield». JOHNSON: «La primera vez que he estado en una reunión con Foote fue en casa de Fitzherbert. Como no tenía buena opinión de él, resolví no mostrar satisfacción; y es muy difícil agradar a un hombre en contra de su voluntad. Me puse a comer aburridamente, afectando no preocuparme de él. Pero el demonio era tan cómico, que me vi obligado a soltar el cuchillo y el tenedor y a echarme para atrás en la silla, riéndome sin disimulo. Sí, señor; era irresistible. En una ocasión experimentó, en grado extraordinario, la eficacia de sus dotes para entretener a la gente. Entre los muchos y variados modos con que intentó ganar dinero, se hizo socio de un cervecero de cerveza floja y tenía una parte de los beneficios que se obtuvieran por conseguirle clientes entre sus numerosas amistades. Fitzherbert fue uno de los que tomó su cerveza floja; pero era tan mala, que los criados resolvieron no beberla. Estuvieron un poco perplejos sobre la forma en que habían de notificarle su resolución, temiendo ofender a su señor, pues sabían que estimaba mucho a Foote. Por último, se fijaron en un muchacho negro, que gozaba de la simpatía del dueño de la casa, y lo designaron para que expresara sus quejas, y después de investirlo con la representación de toda la cocina, fue a informar a mister Fitzherbert, cierto día, que no volverían a beber la cerveza de Foote. En ese día ocurrió que Foote comía con Fitzherbert, y este muchacho servía a la mesa; se quedó tan admirado con las historietas de Foote, con su alegría y sus muecas, que cuando bajó les dijo a sus compañeros: “Es el hombre más simpático que he visto en mi vida. No diré vuestro recado. Beberé su cerveza”».

Alguien observó que Garrick no hubiera podido lograr esto. WILKES: «Garrick habría puesto la cerveza floja más floja todavía. Va ahora a dejar las tablas; pero seguirá representando lo mezquino toda su vida». Yo sabía que Johnson no permitía que Garrick fuera atacado por nadie más que por él, como Garrick me había dicho una vez, y yo le había oído elogiar su liberalidad; por ello, para dar a conocer su manera de pensar sobre su famoso discípulo, dije, en voz alta: «He oído decir que Garrick es generoso». JOHNSON: «Sí, señor; me consta que Garrick ha dado más dinero que cualquier inglés de los que conozco, y no con miras de ostentación. Garrick era muy pobre cuando empezó a vivir; por eso, cuando empezó a tener dinero probablemente no tenía ninguna experiencia de dadivoso y ahorraba cuanto podía. Pero empezó a ser liberal tan pronto como pudo; y tengo la opinión de que la fama de avaro que ha tenido ha sido una suerte para él y le ha salvado de tener muchos enemigos. Se desprecia a un hombre por su avaricia, pero no se le odia. Garrick podía haber sido atacado mucho mejor por vivir con más esplendor del que conviene a un actor; si hubieran tenido ingenio para atacarle por este flanco, le hubieran irritado más. Pero se han limitado a hablar de su avaricia, lo que le ha librado de muchas difamaciones y envidias».

Hablando de la gran dificultad de obtener información auténtica para una biografía, Johnson nos dijo: «Cuando era muchacho, quise escribir la Vida de Dryden, y, con el fin de allegar materiales, acudí a las únicas dos personas vivas que le habían visto; estas eran el viejo Swinney y el viejo Cibber. La información de Swinney se limitó a esto: “Que en el café de Willy, Dryden tenía una silla para él, que colocaba al lado del fuego en invierno, y por esto se llamaba su silla de invierno; y que en el verano era sacada a la galería, por lo que se le llamaba la silla de verano”. Cibber no pudo decir más que esto: “Le recuerdo como un anciano honesto, árbitro de las discusiones críticas en el café de Will”. Deben ustedes tener en cuenta que Cibber estaba entonces a gran distancia de Dryden; quizá sólo tenía una pierna en el salón y no se atrevía a meter la otra». BOSWELL: «Pero ¿Cibber era un hombre observador?». JOHNSON: «Creo que no». BOSWELL: «Admitirá usted que su Apología está bien hecha». JOHNSON: «Muy bien hecha, desde luego. Ese libro es una prueba notable de la justeza de la observación de Pope:

Cada cual su dominio bien mandara

si a lo que entiende, su afán se limitara».

BOSWELL: «Y sus comedias son buenas». JOHNSON: «Sí; pero ese era su oficio; L’ esprit de corps; toda su vida había estado entre comediantes y autores teatrales. Me asombraba de lo poco que tenía que decir en la conversación, pues había estado con las gentes mejores y había aprendido todo lo que su oído era capaz de captar. Me estropeó a Píndaro, y luego me mostró una oda suya, con un verso absurdo, haciendo un vuelo de jilguero con el ala de un águila. Le dije que cuando los antiguos hacían un símil, siempre lo convertían en algo real».

Mister Wilkes observó que «entre todos los vuelos audaces de la imaginación de Shakespeare, el más atrevido fue el de hacer marchar el bosque de Birnam a Dunsinane, creando un bosque donde nunca hubo un arbusto; ¡un bosque en Escocia!, ¡ja, ja, ja!». Y también observó que «la servidumbre gregaria de los montañeses de Escocia era la única excepción a la observación de Milton de que “La ninfa de la Montaña, la dulce Libertad” era adorada en todos los países montañosos». «Cuando estuve en Inveraray —dijo— haciendo una visita a mi viejo amigo Archibaldo, duque de Argyle, sus servidores me felicitaron por ser tan estimado de su gracia. Dije: “Es una gran fortuna para mí”; pues si hubiera disgustado al duque y él lo hubiera deseado, no hay un Campbell entre vosotros que no hubiera estado dispuesto a llevarle la cabeza de John Wilkes en un corcel. Sólo se habría oído: “¡Qué le corten la cabeza! He ahí a Aylesbury”. Yo era entonces diputado por Aylesbury».

El doctor Johnson y mister Wilkes hablaron del discutido pasaje del Arte poético de Horacio, «Difficile est proprie communia dicere». Mister Wilkes, de acuerdo con mi nota, lo interpretaba así: «Es difícil hablar con propiedad de las cosas comunes, pues si un poeta tuviera que hablar de la reina Carolina tomando té, debiera esforzarse por evitar la vulgaridad de las tazas y de los platos». Pero al leer mi nota, me dice que quería decir que siendo la palabra communia un término legal romano, significa aquí cosas communis juris, es decir, lo que nunca ha sido todavía tratado por nadie; y esto aparece claramente de lo que seguía:

… tuque

Rectius Iliacum carmen deducís in actus

Quam si proferres ignota indictaque primus.

Se haría con más facilidad una tragedia de la Ilíada que de cualquier tema no manejado antes. JOHNSON: «Él quiere decir que es difícil apropiar a personas determinadas cualidades que son comunes a toda la humanidad, como ha hecho Homero».

WILKES: «No tenemos ahora ningún poeta de la ciudad: ese es un oficio que ha caído en desuso. El último fue Elkanah Settle. Hay algo en los nombres que uno no puede dejar de sentir. Ahora, Elkanah Settle suena tan raro; ¿quién puede esperar mucho de ese nombre? No tendríamos la menor vacilación en quedarnos con John Dryden con preferencia a Elkanah Settle, sólo por los nombres, sin conocer sus diferentes méritos». JOHNSON: «Supongo, señor, que Settle hizo tanto por Aldermen en su época como John Home podría hacer ahora. ¿Dónde aprendieron inglés Beckford y Trecothick?».

Mister Arthur Lee habló de algunos escoceses que habían tomado posesión de una parte estéril de América y se preguntaba por qué la habían escogido. JOHNSON: «Bueno, señor; toda esterilidad es relativa. Los escoceses no sabrían que era estéril». BOSWELL: «Vamos, vamos, está halagando a los ingleses. Usted ha estado ahora en Escocia, señor, y diga si no vio allí bastante carne y bastante bebida». JOHNSON: «Desde luego; la carne y la bebida necesarias para dar a los habitantes la fuerza suficiente para marcharse de allí». Todas estas salidas rápidas y vivas fueron dichas deportivamente, completamente en broma, y con una sonrisa que mostraba que sólo quería hacer frases. En este tema él y mister Wilkes podían asemejarse perfectamente; aquí había un lazo de unión entre ellos, y yo sabía que como ambos habían visitado Escocia, estaban plenamente convencidos de la extraña y estrecha ignorancia de los que imaginan que es una tierra de hambre. Pero se divertían perseverando en las viejas bromas. Cuando yo reclamé una superioridad para Escocia sobre Inglaterra en un aspecto, en el de que ningún hombre puede ser detenido en ella por una deuda, simplemente porque preste juramento otro contra él, sino que tiene que haber primero el juicio de un tribunal determinando la justicia de tal cosa y que la detención de la persona, antes de obtener el pronunciamiento legal, puede tener lugar únicamente si el acreedor declara bajo juramento que está a punto de abandonar el país, o, según se dice técnicamente, está in meditatione fugae, dijo WILKES: «Eso me parece que podría jurarse de toda la nación escocesa». JOHNSON (a Wilkes): «Debe usted saber, señor, que últimamente he llevado a mi amigo Boswell para que viera la auténtica vida civilizada en una ciudad provincial inglesa. Le llevé a Lichfield, mi ciudad natal, para que pudiera ver por una vez la verdadera civilidad; pues usted sabe que vive entre salvajes en Escocia, y entre libertinos, en Londres». WILKES: «Excepto cuando está con gente seria, sobria y decente, como usted y yo». JOHNSON (sonriendo): «Y nos avergonzábamos de él».

Los dos se mostraron abiertos y complacientes. Johnson contó la historia de su petición a mistress Macaulay para que permitiera a su criado que se sentara con ellos, para probar la ridiculez del argumento de la igualdad de la humanidad, y me dijo luego, con un gesto de satisfacción: «Vería que mister Wilkes asintió». Wilkes habló con toda la libertad imaginable del jocoso título dado al fiscal de la Corona, Diabolus Regis, añadiendo: «Tengo razón para saber algo de ese cargo, pues fui perseguido por un libelo». Johnson, al que mucha gente hubiera supuesto enfurecido por esta manera de hablar tan ligera sobre estas cosas, no dijo ni una palabra. Era ahora, efectivamente, «una persona de buen humor».

Después de comer vinieron mistress Knowles, la dama cuáquera, muy conocida por sus diversos talentos, y mister Alderman Lee. En medio de algunos gemidos patrióticos, alguien —creo que Alderman— dijo: «La pobre Inglaterra está perdida». JOHNSON: «Señor, no es de lamentar tanto que Inglaterra esté perdida como que los escoceses la hayan hallado». WILKES: «Si lord Bute hubiera gobernado solamente a Escocia, yo no me hubiera tomado la molestia de escribir su elogio ni le habría dedicado Mortimer».

Mister Wilkes cogió una vela para mostrar un bello grabado de una hermosa figura femenina que estaba colgado en la habitación y señaló el elegante contorno del seno con el dedo de un conocedor. Más tarde, en una conversación conmigo, insistió en broma, en que todo el tiempo había mostrado Johnson señales visibles de una ferviente admiración por los encantos de la bella cuáquera.

Esta reseña, aunque no tan perfecta como yo hubiera deseado, servirá para dar una idea de una entrevista muy curiosa, que no sólo fue agradable en el momento, sino que tuvo el efecto grato y beneficioso de reconciliar cualquier animosidad y dulcificar cualquier acritud que, en la agitación de la lucha política, se hubiera producido en el ánimo de los dos hombres, que, aunque muy diferentes, tenían tantas cosas en común —el saber clásico, la literatura moderna, el ingenio y el humor y la pronta réplica—, que habría sido lamentable que se hubieran mantenido siempre a distancia.

Mister Burke me elogió mucho por esta afortunada negociación, y decía en broma «que no hubo nunca nada igual en toda la historia del cuerpo diplomático».

Acompañé a casa al doctor Johnson y tuve la satisfacción de oírle decir a mistress Williams lo mucho que le había satisfecho la compañía de mister Wilkes y lo agradable que había pasado el día.

115

En la tarde del día siguiente me despedí de él por marcharme a Escocia. Le di con gran calor las gracias por toda su amabilidad. «Señor —dijo—, usted es siempre bienvenido. Nadie lo recompensa mejor».

¡Qué falsa es la especie que ha recorrido el mundo de los modos groseros, apasionados y duros de este hombre grande y bueno! Aunque es preciso reconocer que tenía salidas de tono y que a veces quizá se excitaba con facilidad ante la necedad y el absurdo, y que otras se sentía demasiado deseoso de triunfar en la discusión amistosa. La rapidez de percepción y la pronta sensibilidad le predisponían a súbitas explosiones de sátira, a lo que le incitaba de un modo casi irresistible su extraordinaria agudeza de ingenio. Para valernos de una de las más bellas imágenes del Douglas de mister Home:

… A cada chispazo del pensamiento

Seguía la decisión, como el trueno

Sigue al rayo…

Admito que dentro de él el alguacil estaba con frecuencia tan impaciente de dar los azotes, que el juez no tenía tiempo para examinar el caso con la suficiente calma.

Que a veces se caracterizaba por la violencia del humor, es preciso admitirlo; pero es preciso determinar el grado y no dejar suponer que estaba constantemente enfurecido y que siempre tenía en la mano una tranca para darle en la cabeza a todo el que se le acercara. Por el contrario, la verdad es que la mayor parte de las veces era cortés, amable; es más, mundano, en el verdadero sentido del término; tanto es así, que muchas personas que le conocieron durante mucho tiempo, nunca recibieron de él, ni siquiera le oyeron, una palabra colérica.

Las cartas siguientes, relativas a un epitafio que escribió para el monumento del doctor Goldsmith, en la abadía de Westminster, son una prueba, a la par, de su modestia sin afectación, de su despreocupación por sus propios escritos y del gran respeto que sentía por el gusto y el juicio de la excelente y eminente persona a quien van dirigidas:

A SIR JOSHUA REYNOLDS.

Querido señor: He estado alejado de usted, no sé bien cómo, y estos enfadosos impedimentos no sé cuándo tendrán fin. Por consiguiente, le envío el epitafio del pobre y querido doctor. Léalo usted primero, y si lo cree oportuno, enséñelo en el Club. Estoy dispuesto, ya lo sabe usted, a que me rectifiquen. Si cree usted que algo está muy fuera de lugar, guárdeselo para usted hasta que nos veamos. He enviado dos copias, pero prefiero el cartón. Las fechas tienen que ser fijadas por el doctor Percy. Soy, señor, su más humilde servidor,

SAM JOHNSON.

16 mayo, 1776

AL MISMO.

Señor: Mistress Reynolds tiene el propósito de enviar el epitafio al doctor Beattie; me agrada mucho la idea, pero no tengo ninguna copia, no puedo recordarlo inmediatamente. Me dice que usted lo ha perdido. Trate de recordarlo y escriba todo lo que recuerde; quizá se le haya quedado presente lo que yo he olvidado. Las líneas que me tienen más dudoso son aquellas que decían algo así como rerum civilium sirve naturalium. Ha sido una mala suerte el perder esto; ayúdeme si puede. Soy, señor, su más humilde servidor.

SAM JOHNSON.

22 junio, 1776

La gota va mejorando, pero lentamente.

Fue, según creo, después de dejar Londres este año, cuando este epitafio dio ocasión a una amonestación al MONARCA DE LA LITERATURA, de cuyo relato soy deudor de sir William Forbes de Pitsligo.

Para que mis lectores puedan darse cuenta mejor de lo ocurrido, insertaré primero el epitafio:

OLIVARII GOLDSMITH,

POETAE, PHYSICI, HISTORICI,

QUI NULLUM FERE SCRIBENDI GENUS

NON TETIGIT,

NULLUM QUOD TETIGIT NON ORNAVIT:

SIVE RISUS ESSENT MOVENDI,

SIVE LACRYMAE,

AFFECTUUM POTENS AT LENIS DOMINATOR:

INGENIO SUBLIMIS, VIVIDUS, VERSATILIS,

ORATIONE GRANDIS, NITIDUS, VENUSTOS:

HOC MONUMENTO MEMORIAM COLUIT

SODALIUM AMOR,

LECTORUM VENERATIO.

NATUS IN HIBERNIA FORNIAE LONGFORDIENSIS,

IN LOCO CUI NOMEN PALLAS,

NOV. XXIX. MDCCXXXI;

EBLANAE LITERIS INSTITUTUS;

OBIIT LONDINI,

APRIL IV, MDCCLXXIV.

Sir William Forbes me escribe así:

Le adjunto el Memorial en rueda. Este jeu d’esprit tuvo su origen un día en una comida en casa de nuestro amigo sir Joshua Reynolds. Todos los presentes, salvo yo, eran amigos y conocidos del doctor Goldsmith. El epitafio escrito para él por el doctor Johnson se hizo tema de la conversación y se sugirieron varias enmiendas, que se convino debían ser sometidas a la consideración del doctor. Pero el problema estriba en saber quién tendría el valor de proponérselas a él. Por último, se indicó que no había mejor modo para hacerlo que el de un Memorial en rueda, según lo llaman los marinos, que utilizan cuando participan en una conspiración, para que no se sepa quién puso primero la firma en el documento. Esta proposición fue aprobada inmediatamente, y el doctor Barnard, deán de Derry, ahora obispo de Killaloe, redactó un mensaje para el doctor Johnson, lleno de ingenio y humor, pero que se temía podía dar motivo al doctor Johnson para tratar el asunto con demasiada ligereza. Mister Burke propuso entonces el mensaje que se halla en el documento, para el cual tuve el honor de servir como escribiente.

El mensaje al doctor Johnson a que alude el texto está escrito dentro de un círculo, y a su alrededor aparecen las firmas de los asistentes, formando otro círculo en tomo al texto, de modo que se hallan todas en una misma línea y no puede determinarse quién es el primer firmante. El texto del mensaje es este:

«Nosotros, los que circunscribimos, habiendo leído con gran placer un propuesto epitafio para el Monumento del doctor Goldsmith, que, considerado abstractamente, parece ser, por la elegante composición y maestría del estilo, digno en todos los aspectos de la pluma de su docto autor, creemos, sin embargo, que el carácter del fallecido como escritor, particularmente como poeta, no está quizá delineado con toda la exactitud que el doctor Johnson es capaz de darle. Nosotros, por consiguiente, con deferencia a su superior juicio, humildemente le rogaríamos que se tomara, al menos, la molestia de revisarlo y de hacer las adiciones y alteraciones que creyera oportuno después de una nueva lectura. Pero si pudiéramos aventurarnos a expresar nuestros deseos, estos nos llevarían a solicitar que escribiera el epitafio en inglés, mejor que en latín, pues creemos que la memoria de tan eminente escritor inglés podía ser perpetuada en el idioma del que sus obras van a ser probablemente tan duradero ornamento; lo que sabemos que habría sido también la opinión del difunto doctor».

Sir Joshua aceptó el encargo de llevar el mensaje al doctor Johnson, quien lo recibió con muy buen humor y expresó a aquel el deseo de que dijera a los firmantes que alteraría el epitafio en la forma que a ellos les agradara en cuanto al sentido del mismo, pero no consentiría nunca estropear las paredes de la abadía de Westminster con una inscripción inglesa.

Considero este Memorial en rueda como una especie de curiosidad literaria digna de ser conservada, pues muestra, en cierta medida, el carácter del doctor Johnson.

Presento a mis lectores la fiel transcripción de un documento, que tengo la seguridad de que querrían conocer. La observación de sir William Forbes es muy justa. La anécdota relatada prueba, de la forma más convincente, la reverencia y el temor con que Johnson era mirado por algunos de los hombres más eminentes de su tiempo en diversas actividades, e incluso por algunos de los que vivían más en contacto con él, a la par que confirma también lo que he dicho una vez y otra, es decir, que no era, de ningún modo, un carácter tan feroz e irascible como se ha imaginado por los no enterados.

Esta composición, hecha de prisa, debe también ser considerada como uno de los mil ejemplos que demuestran la extraordinaria prontitud de mister Burke, quien, a la par que es igual a las cosas más grandes, puede adornar las pequeñas, y puede, con igual facilidad, abrazar las vastas y complicadas especulaciones de la política, o los motivos ingeniosos de la investigación literaria.

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En 1777, según se deduce de sus Plegarias y meditaciones, Johnson sufría mucho de un estado mental «de desasosiego y perplejidad» y de aquel sombrío humor constitucional que, junto con su extrema humildad y preocupación referente a su estado religioso, le hacían contemplarse a través de una perspectiva demasiado oscura y desfavorable. Puede decirse de él que «veía a Dios en las nubes». Podemos estar seguros de su injusticia consigo mismo en el siguiente lamentable párrafo, que da pena pensar que procede del contrito corazón de este gran hombre, a cuyos trabajos debe tanto el mundo: «Cuando examino mi vida pasada, no descubro más que una estéril pérdida de tiempo, con algunos desórdenes corporales y perturbaciones de la mente, muy próximos a la locura, que yo espero que Él, que me hizo, permitirá que atenúen mis faltas y excusen muchas deficiencias». (Pl. y med., pág. 155).

Pero este año encontramos sus devociones eminentemente fervorosas y nos consuela el ver intervalos de tranquila compostura y alegría.

El día de Pascua encontramos la siguiente plegaria enfática:

«Todopoderoso y muy misericordioso Padre, que ves todas nuestras calamidades y conoces todas nuestras necesidades, baja tu vista hacia mí y ten piedad de mí. Defiéndeme de la incursión violenta de los malos pensamientos y permíteme adoptar y mantener las resoluciones que puedan conducir al cumplimiento de los deberes que tu providencia me designe, y ayúdame con tu Santo Espíritu para que mi corazón pueda fijarse dónde se han de hallar las verdaderas alegrías y para que yo pueda servirte con afecto puro y una mente contenta. Ten piedad de mí, ¡oh Dios!, ten piedad de mí; los años y los achaques me oprimen, el terror y la ansiedad me aturden. Ten piedad de mí, mi Creador y mi Juez. En todas las perplejidades, ayúdame y libérame, y auxíliame con tu Santo Espíritu para que pueda ahora conmemorar la muerte de tu Hijo nuestro Salvador Jesucristo, de modo que cuando esta corta y penosa vida tenga un fin, yo pueda, por amor a Él, ser admitido a la felicidad imperecedera. Amén». (Pl. y med., pág. 158).

Mientras se hallaba en la iglesia, las impresiones agradables de su mente son conmemoradas de este modo: «Durante algún tiempo he estado abrumado, pero por último he obtenido —espero que del Dios de la Paz— más quietud de la que había gozado desde hace mucho tiempo. No había formado ninguna resolución, pero a medida que mi corazón se hacía más ligero, mis esperanzas revivían y mi ánimo aumentaba, y escribí con mi pluma en mi Libro de Rezos:

Vita ordinanda.

Biblia legenda

Theologiae opera danda.

Serviendum et laetandum!».

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Por la tarde, el reverendo mister Seward, de Lichfield, que estaba de paso por Ashbourne en su regreso a casa, tomó el té con nosotros. Johnson lo describió así: «Su ambición es ser un buen conversador; por eso va a Buxton y a sitios así, donde puede hallar gentes que le escuchen. Y, señor, es un valetudinario, uno de esos que están siempre remendándose. No conozco tipo más desagradable que el del valetudinario, que cree que puede hacer lo que sea por su salud y luego se entrega a las mayores libertades: Señor, llegan a estar como cerdos en una pocilga».

El doctor Taylor se puso a sangrar por la nariz y dijo que ello se debía a haberse olvidado de sangrarse cuatro días después de un intervalo de un trimestre. El doctor Johnson, que era un gran aficionado a la medicina, desaprobó la sangría periódica. «Pues —dijo— se acostumbra uno a una evacuación que la naturaleza no puede realizar por sí misma y, por tanto, no puede ayudarnos si por olvido o por otra causa dejamos de hacerlo, y así puede uno sufrir de pronto una congestión. Se puede uno acostumbrar a otras evacuaciones periódicas porque, si las omitimos, la naturaleza puede suplir la omisión; pero la naturaleza no puede abrir una vena para sangrarnos». «No me gusta tomar un emético —dijo Taylor— por miedo a romper algunos vasos pequeños». «Bah —arguyo Johnson—, si tiene usted tantas cosas que se pueden romper, lo mejor que puede hacer es romperse el cuello de una vez y así se acaba todo. No se rompería ningún vaso pequeño» (riéndose burlonamente).

Le dije a Johnson que la persistencia de David Hume en su incredulidad cuando se estaba muriendo me había sorprendido mucho. JOHNSON: «¿Por qué le había de chocar? Hume reconoció que nunca había leído el Nuevo Testamento con atención. Era, pues, un hombre que nunca se había tomado el trabajo de indagar la verdad de la religión y había vuelto continuamente su mente hacia otros asuntos. No había que esperar que la perspectiva de la muerte fuera a alterar su modo de pensar, a menos que Dios le enviara un ángel para que le enseñara el camino recto». Dije que yo tenía razón para creer que el pensamiento de la aniquilación no le preocupaba nada a Hume. JOHNSON: «No era así, señor. Él tenía la vanidad de que lo creyeran despreocupado de eso. Es más probable que fingiera una apariencia de despreocupación que no fuera algo tan improbable como un hombre que no tiene temor de pasar (como, a pesar de su engañosa teoría, no puede menos de estar seguro de pasar) a un estado desconocido y que no se siente preocupado de dejar todo lo que conoce. Y tiene usted que considerar que, conforme a su propio principio de aniquilación, no tenía ningún motivo para decir la verdad». El horror a la muerte que había observado en el doctor Johnson apareció muy fuerte esta noche. Me atreví a decirle que durante algunos períodos de mi vida no había tenido temor a la muerte; por consiguiente, podía imaginar a otro hombre en ese estado de espíritu durante una cantidad de tiempo considerable. Me dijo que «no había habido nunca un momento en que la muerte no hubiera sido una cosa terrible para él». Añadió que se había observado que casi ningún hombre muere en público sino con una aparente resolución, debido al deseo de ser alabado que nunca nos abandona. Le dije que el doctor Dodd parecía gustoso de morir y lleno de esperanzas de felicidad. «Señor —dijo—, el doctor Dodd habría dado sus dos manos y sus dos piernas por haber vivido.

Cuanto mejor es un hombre, más miedo tiene a la muerte, por tener una visión más clara de la pureza infinita». Reconocía que nuestra triste incertidumbre respecto a nuestra salvación era algo misterioso, y dijo: «¡Ay!, tenemos que esperar a que estemos en otro estado del ser para que muchas cosas las veamos explicadas».

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El viernes 19 de septiembre, después del desayuno, el doctor Johnson y yo partimos en la silla del doctor Taylor para ir a Derby. El día era bueno y decidimos ir por Keddlestone, la residencia de lord Scarsdale, para que yo pudiera ver la bella casa de Su Señoría. Me quedé sorprendido de la magnificencia del edificio, y el extenso parque, con el verdor más bello, cubierto de ciervos y de ganado y ovejas, me encantó. La cantidad de robles viejos, de un tamaño inmenso, me llenó de una especie de respetuosa admiración; por uno de ellos habían ofrecido sesenta libras. Los excelentes senderos con suave pavimento; el gran estanque formado por Su Señoría con pequeños arroyos, con una hermosa embarcación en él; la venerable iglesia gótica, ahora capilla de la familia, justamente al lado de la casa; en una palabra, el gran grupo de objetos excitaron y distendieron mi mente de una forma muy agradable. «Se pensaría —dije— que el propietario de todo esto tiene que ser feliz». «Nada de eso —dijo Johnson—, todo esto no excluye más que un mal: la pobreza».

Dijimos nuestros nombres, y un ama de gobierno bien vestida y de edad, que hablaba con claridad, nos mostró la casa; no necesito describirla, pues aparece reseñada en las Works in Architecture, de Adams. El doctor Johnson la encontró mejor hoy que la vez anterior que la vio, pues últimamente la había atacado con violencia, diciendo: «Sería excelente para un Ayuntamiento. La sala grande con las columnas serviría para que los jueces se sentaran en los juicios; la circular, para los jurados, y la habitación de arriba, para los detenidos». Sin embargo, creía que la sala grande estaba mal iluminada y no serviría sino para bailes, que las alcobas eran habitaciones sin interés y que la inmensa suma que costó había sido empleada de modo insensato. El doctor Taylor había dicho que él parecía complacido con la casa. «Pero —dijo Johnson— eso fue mientras lord Scarsdale estuvo presente. La cortesía nos obliga a mostramos complacidos de la obra de un hombre cuando él está presente. Nadie es tan mal educado que os vaya a preguntar. Usted puede, por consiguiente, decir algún cumplido sin decir lo que no es verdad. Yo diría a lord Scarsdale, de su sala grande: “Milord, esta es la sala más costosa que he visto jamás”, lo que es cierto».

… … … … … … … … …

Nos enseñaron una biblioteca bastante grande. En la trasalcoba de Su Señoría vimos el pequeño Diccionario de JOHNSON: éste me lo indicó, con cierta vehemencia, diciendo: «Mire: Quae regio in terris nostri non plena laboris». Vio también el libro de Goldsmith Animated nature, y dijo: «Aquí está nuestro amigo. El pobre doctor se hubiera sentido feliz al enterarse de esto».

En el camino, Johnson expresó con fuerza su deseo de viajar de prisa en la silla de posta. «Si no tuviera deberes, ni nada que ver con el futuro, me pasaría la vida viajando de prisa en una silla de posta con una mujer bonita; pero tendría que ser una mujer que pudiera entenderme y que añadiera algo a la conversación».

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El doctor Johnson nos dijo durante el té que cuando algunos de los piadosos amigos del doctor Dodd trataron de consolarlo diciéndole que iba a dejar un «mundo miserable», este había tenido la honradez suficiente para no unirse a la hipocresía: «No, no —dijo—, ha sido para mí un mundo muy agradable». Johnson añadió: «Respeto a Dodd por haber dicho la verdad, pues, desde luego, durante varios años había disfrutado una vida de gran voluptuosidad».

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Entramos seriamente en un asunto de mucha importancia para mí, que Johnson tuvo la bondad de considerar con amistosa atención. Hacía mucho tiempo que yo me había quejado a él de que me sentía a disgusto en Escocia, por ser una esfera demasiado estrecha, y que deseaba establecer mi residencia principal en Londres, el gran escenario de la ambición, de la instrucción y de las diversiones: un escenario que era para mí, relativamente, un cielo en la tierra. JOHNSON: «Nunca he visto una persona que tenga tanta afición a Londres como usted, y no puedo censurarlo por su deseo de vivir en él; sin embargo, si yo estuviera en el sitio de su padre, no le consentiría que se instalara en Londres, pues yo tengo las viejas ideas feudales y el temor de que Auchinleck sea abandonado, pues pronto hallaría usted más deseable tener una residencia campestre en un clima mejor. Reconozco, sin embargo, que considerar un deber el residir en una heredad familiar es un perjuicio, pues tenemos que pensar que la gente trabajadora se emplea igual y el producto de la tierra se vende igual, resida en su finca una gran familia o no, y si las rentas de una finca se llevan a Londres, vuelven a la circulación de nuevo; es más, tenemos que admitir quizá que el llevar las rentas a distancia es bueno, porque contribuye a esa circulación monetaria. Tenemos que reconocer, no obstante, que una gran familia bien ordenada puede mejorar sus proximidades en civilidad y elegancia y dar un ejemplo de buen orden, virtud y piedad; y por ese motivo la residencia en su heredad puede ser muy ventajosa. Pero si una gran familia es desordenada y viciosa, entonces su estancia en la finca es muy perniciosa para la vecindad. Ahora no hay los mismos incentivos para vivir en el campo que antes; los placeres de la vida social se disfrutan mejor en la ciudad; y ya no hay en el campo aquella influencia y poder que los propietarios de las tierras tenían en otros tiempos, y que hacía el campo tan agradable para ellos. El señor de Auchinleck no es ya un hombre tan grande como lo fue hace cien años».

Le dije que uno de mis antepasados no salía nunca de casa sin que treinta hombres lo siguieran a caballo. La agudeza y el espíritu indagador de Johnson se ejercían en toda ocasión. «Dígame, ¿cómo sostenía su antepasado sus treinta hombres y los treinta caballos cuando se alejaba de casa en una época en que apenas había moneda en circulación?». Yo expuse la misma dificultad a un amigo que hablaba del viaje de Douglas a Tierra Santa con un numeroso séquito de servidores. Douglas podía, sin duda, sostener bastantes servidores mientras pudieran vivir de sus tierras, cuyo producto les abastecía de comida, pero no podía llevar esos productos a Tierra Santa, y como no había entonces ningún comercio que pudiera proveerle de dinero, ¿cómo podía mantenerlos en países extranjeros?

Yo insinué la duda de que si me fuera a vivir a Londres, el exquisito deleite con que saboreaba los días de mis estancias ocasionales pudiera desaparecer y llegara a hastiarme de la ciudad. JOHNSON: «Vamos, señor, no encontrará ningún hombre intelectual que quiera abandonar Londres. No, señor; cuando un hombre se cansa de Londres, es que está cansado de la vida, pues en Londres se encuentra todo lo que la vida puede proporcionar».

Para eliminar su temor de que al establecerme en Londres pudiera abandonar la residencia de mis antepasados, le aseguré que yo mantenía los viejos principios feudales con verdadero entusiasmo y que sentía toda la dulcedo del natale solum. Le recordé que el señor de Auchinleck tenía una elegante mansión, frente a la cual podía cabalgar diez millas hacia adelante sobre sus propios territorios, en los que tenía más de seiscientas personas vinculadas a él; que la residencia familiar abundaba en bellezas románticas naturales, como rocas, bosques y agua, y que en mi «primavera de la vida» había aplicado las más bellas descripciones de los clásicos antiguos a ciertos paisajes de allí, que de este modo se habían quedado grabados en mi espíritu. Que teniendo en cuenta todo esto, sin duda alguna, pasaría una parte del año en mi heredad, y que la disfrutaría más debido a la variación y a traer conmigo una parte de las riquezas intelectuales de la metrópoli. Escuchó todo esto, y amablemente «esperaba que fuera como yo suponía».

Dijo que un gentilhombre rural debía traer a Londres a su dama tan pronto como le fuera posible con el fin de que pudieran tener temas agradables de conversación cuando estuvieran solos en casa.