El viernes 22 de marzo, habiendo salido temprano de Henley, donde habíamos pasado la noche, llegamos a Birmingham alrededor de las nueve, y después del desayuno fuimos a visitar a su antiguo condiscípulo, mister Héctor. Una criada muy estúpida, que abrió la puerta, nos dijo que «el señor había salido; que se había ido al campo; que no podía decirnos cuándo volvería». En una palabra, nos hizo un recibimiento atroz, y Johnson observó: «No se habría comportado mejor con gentes que la hubieran necesitado como criada»… Fuimos luego a casa de mister Lloyd, uno de los del grupo de los llamados cuáqueros. Tampoco estaba en casa, pero nos recibió su señora con toda cortesía y nos invitó a comer. Johnson me dijo: «Después de la incertidumbre sobre todas las cosas humanas de casa de Héctor, esta invitación vino muy bien». Paseamos por la ciudad y se quedó encantado al ver cómo crecía.
Nos encontramos a mister Lloyd en la calle, y al poco rato nos tropezamos con el amigo Héctor, como mister Lloyd lo llamaba. Me agradó observar la alegría que Johnson y él expresaron al verse de nuevo. Mister Lloyd y yo los dejamos juntos, mientras me mostraba amablemente algunas de las manufacturas de esta curiosísima asamblea de artífices. Nos reunimos todos a comer en casa de mister Lloyd, donde fuimos atendidos con gran amabilidad. Los dueños de la casa se habían casado el mismo año que los reyes, y, como ellos, habían tenido hermosos hijos y exactamente el mismo número. Johnson dijo: «El matrimonio es el mejor estado para el hombre en general; y todo hombre es peor en la misma medida en que es inadecuado para el estado matrimonial».
Por mister Héctor me enteré de muchos particulares de la vida juvenil del doctor Johnson, que, junto con otros que me dio en diferentes ocasiones posteriores, han contribuido a la formación de esta obra.
El doctor Johnson me dijo por la mañana: «Verá en casa de mister Héctor a mistress Careless, viuda de un clérigo. Fue la primera mujer de quien me enamoré. La cosa fue cediendo imperceptiblemente, pero siempre hemos conservado un tierno afecto mutuo». Se rió de la idea de que un hombre no puede nunca enamorarse de verdad más que una vez y calificó tal creencia de mera fantasía romántica.
A nuestro regreso de casa de mister Bolton, mister Héctor me llevó a su casa, donde nos encontramos a Johnson tomando plácidamente el té con su primer amor; aunque entrada en años ahora, era una mujer airosa, muy agradable y bien educada.
Johnson se lamentó ante mister Héctor del estado de uno de sus condiscípulos, mister Charles Congreve, clérigo, que describió así: «Obtuvo, según creo, un importante beneficio en Irlanda, pero ahora vive en Londres, totalmente como un valetudinario, con temor de ir a cualquier casa que no sea la suya. Se da un corto paseo todos los días en su silla de posta. Tiene una mujer vieja, a quien llama prima, que vive con él, que le toca el codo cuando su vaso ha estado vacío mucho tiempo, y le anima a beber, cosa que recibe con gusto; no es que se emborrache, pues es un hombre muy piadoso, pero está siempre atontado. Confiesa beber una botella de oporto cada día, y es probable que beba más aún. Está insociable; su conversación es monosilábica, y cuando, en mi última visita, le pregunté qué hora era, esa señal de mi marcha tuvo un efecto tan placentero sobre él, que se lanzó a mirar su reloj, como un galgo se lanza sobre una liebre». Cuando Johnson se despidió de mister Héctor, le dijo: «No te pongas como Congreve, ni me dejes ponerme como él cuando estés cerca de mí».
Cuando una noche me habló de nuevo de mistress Careless, parecía haber reavivado su afecto, pues dijo: «Si me hubiera casado con ella, podía haber sido feliz». BOSWELL: «Dígame, ¿no supone usted que hay cincuenta mujeres en el mundo con cualquiera de las cuales podía un hombre ser tan feliz como con una determinada?». JOHNSON: «¡Ay, señor! ¡Cincuenta mil!». BOSWELL: «Entonces, no está usted de acuerdo con los que creen que ciertos hombres y ciertas mujeres están hechos los unos para los otros y que no pueden ser felices si no dan con su otra mitad». JOHNSON: «Desde luego que no. Creo que, en general, los matrimonios serían tan felices, y con frecuencia más, si fueran concertados todos por el ministro de Justicia, con la debida consideración de los caracteres y circunstancias, sin que las partes tuvieran la menor intervención en el asunto».
Comimos en una posada y tuvimos con nosotros a un tal mister Jackson, uno de los condiscípulos de Johnson al que trató con mucha amabilidad; parecía ser un hombre vulgar, sin interés e inculto. Tenía una levita gris basta, chaleco negro, calzones de cuero mugrientos y peluca amarilla sin rizar, y su porte tenía la rojez que delata a uno que no tiene prisa en «dejar su copa». Bebió solamente cerveza. Intentó ser cuchillero en Birmingham, pero no tuvo éxito, y ahora vivía pobremente en su casa y tenía algún proyecto de preparar el cuero de mejor manera que la usual, a cuya aburrida relación prestó el doctor Johnson una paciente atención por si pudiera ayudarle con su consejo. Aquí tenemos un ejemplo de la auténtica humanidad y verdadera amabilidad de este gran hombre, que ha sido injustamente pintado como enteramente duro y desprovisto de ternura. Un millar de ejemplos parecidos podían haberse anotado en el curso de su larga vida, aunque no puede negarse que su temperamento era impaciente y ardoroso y sus modales eran con frecuencia toscos.
El lunes 25 de marzo desayunamos en casa de mistress Lucy Porter. Johnson le había enviado un recado al doctor Taylor avisándole que estábamos en Lichfield, y Taylor había contestado diciendo que su silla de postas vendría a buscamos el mismo día. Mientras desayunábamos, Johnson recibió una carta por el correo que parecía excitarle un poco. Cuando la hubo leído, exclamó: «Una de las cosas más espantosas que han ocurrido en mi tiempo». La frase mi tiempo, como la palabra época, parece referirse usualmente a un acontecimiento de carácter público. Yo me imaginé algo así como el asesinato del rey, como un complot llevado a cabo, o como otro incendio de Londres. Cuando le preguntamos: «¿De qué se trata, señor?», contestó: «Mister Thrale ha perdido a su único hijo». Esto era, sin duda, un golpe muy grande para el matrimonio Thrale, que sus amigos sentirían como corresponde, pero, debido a la forma en que la noticia fue comunicada por Johnson, nos pareció por el momento relativamente pequeño. No obstante, pronto sentí un sincero pesar, y era curioso observar cómo se afectaría el doctor Johnson. Dijo: «Esto representa una extinción total de esa familia, lo mismo que si hubieran sido vendidos como esclavos». Al decirle que mister Thrale tenía hijas que podían heredar su riqueza: «¡Hijas! —dijo con vehemencia—; él no da más valor a sus hijas que…». Yo iba a hablar. «Señor —dijo—, ¿no sabe usted cómo usted mismo piensa? Señor, él desea propagar su nombre». En resumen, vi impresa fuertemente en su mente la sucesión masculina, incluso donde no había un nombre que transmitir, ni una familia de largo arraigo. Dije que había sido una suerte que no se encontrara presente en el momento de ocurrir la desgracia. JOHNSON: «Es una suerte para mí. A la gente apenada nunca le parece bastante lo que uno siente». BOSWELL: «Y ellos tendrán la esperanza de verle a usted, lo que será un alivio mientras tanto y, cuando usted llegue, el dolor se habrá amortiguado lo suficiente para que puedan ser consolados por usted, cosa que, en el primer momento de la desgracia, no hubiera sido posible». JOHNSON: «No, señor; la violenta pena del espíritu, como el dolor corporal violento, tiene que ser sentido fuertemente». BOSWELL: «Reconozco, señor, que no siento mucho las desgracias de los demás, como les ocurre a algunas personas, o aparentan que les ocurre; pero sé una cosa y es que haría todo lo que estuviera en mi poder para remediarlas». JOHNSON: «Señor, es una afectación el pretender sentir las desgracias de los otros tanto como los interesados. Es lo mismo que si uno pretendiera sentir el dolor que experimenta un amigo al cortarle una pierna lo mismo que él. No, señor; usted ha expresado la naturaleza razonable y justa de la compasión. Yo hubiera ido hasta el fin del mundo para salvar a este muchacho».
Pronto se quedó completamente sereno. La carta era del empleado de mister Thrale y terminaba: «No necesito decirle cuánto desean ellos verle a usted en Londres». «Tenemos que volver pronto de casa de Taylor», dijo.
Mistress Lucy Porter y algunas otras damas del lugar hablaron mucho de él cuando salió de la habitación, no sólo con veneración, sino con cariño. Me agradó ver lo mucho que lo querían en su ciudad natal.
El martes 26 de marzo vino a buscarnos un carruaje perfectamente adecuado para un clérigo rico y con un buen beneficio: la gran silla de posta del doctor Taylor, tirada por cuatro caballos fuertes y rollizos y conducida por dos postillones serios y joviales, que nos llevaron a Ashbourne, donde encontramos al condiscípulo de mi amigo viviendo en una casa que correspondía perfectamente a la condición del carruaje: su casa, jardín, terrenos de placer, la mesa, todo, en una palabra, bueno y sin apariencia de escatimar en nada. Todo hombre debería formar el plan de vida que fuera capaz de realizar enteramente. Que no trace un contorno más amplio del que pueda llenar. He visto muchos trazados de un fausto y de una magnificencia que excitan a la vez a la piedad y a la risa. El doctor Taylor tenía una buena finca propia y una buena situación en la Iglesia, pues era prebendado de Westminster y rector de Bosworth. Era un diligente juez de paz y gobernaba la ciudad de Ashbourne, con cuyos habitantes, se me dijo, era muy liberal; como prueba de este aserto me dijeron que el invierno anterior había distribuido doscientas libras entre los necesitados de ayuda. Por consiguiente, tenía considerables intereses políticos en el condado de Derby, que empleaba para ayudar a la familia de Devonshire, pues, aunque discípulo y amigo de Johnson, era whig. No pude percibir en su carácter muchas semejanzas de ninguna clase con Johnson, quien, no obstante, me dijo: «Tiene un entendimiento muy vigoroso». Su volumen, semblante, porte y modales eran los de un caballero inglés cordial, con la calidad eclesiástica sobreañadida. Me fijé particularmente en su servidor de más categoría, mister Peters, un hombre grave y de buen aspecto, con traje de púrpura y una gran peluca blanca, como el despensero o mayordomo de un obispo.
El doctor Johnson y el doctor Taylor se saludaron con gran cordialidad, y Johnson le contó en seguida la misma historia triste del condiscípulo de ambos, Congreve, que había contado a mister Héctor; añadiendo una observación de tal importancia sobre la conducta razonable de un hombre en el declinar de la vida, que merece fijarse en todas las mentes: «No hay nada contra lo cual deba más estar en guardia un anciano que en lo que se refiere a la elección de ama de llaves». Innumerables han sido los ejemplos tristes de hombres que se habían distinguido por su firmeza, resolución y espíritu y que en sus últimos días han sido gobernados como niños por la interesada argucia femenina.
El doctor Taylor recomendó a un médico que conocían los dos, y dijo: «Libro muchas batallas por él, pues a mucha gente de aquí no le gusta». JOHNSON: «Pero debe usted considerar, señor, que en cada una de las victorias de usted él es un perdedor, pues todas y cada una de las personas a quienes usted apabulla en la discusión, se ponen furiosas y deciden no llamarle, mientras que aquellos que salen bien parados en la discusión con usted a su respecto, piensan para sus adentros: “A pesar de todo, mandaremos a buscar al doctor”». Esta era una observación profunda y segura de la naturaleza humana.
El miércoles 3 de abril, por la mañana, le encontré muy atareado poniendo sus libros en orden, y, como generalmente eran libros muy viejos, había nubes de polvo flotando a su alrededor. Tenía unos guantes grandes, como los usados por los que hacen setos. Su aspecto presente me hizo acordar de la descripción que hizo de él mi tío, el doctor BOSWELL: «Un genio robusto, nacido para manejar bibliotecas enteras».
Le di cuenta de la conversación que había tenido lugar entre el capitán Cook y yo, el día antes, en una comida en casa de sir John Pringle, y se mostró muy complacido de la concienzuda exactitud de ese celebrado circunnavegante, que me hizo ver lo que había en muchos de los exagerados relatos que el doctor Hawkesworth ha hecho de sus viajes. Le dije que mientras estuve con el capitán me sentí arrastrado por el espíritu de curiosidad y aventura, y noté una fuerte inclinación a ir con él en su próximo viaje. JOHNSON: «Bueno; se siente eso hasta que se considera lo poquísimo que se puede aprender de tales viajes». BOSWELL: «Pero uno se siente arrastrado por la idea general e indistinta de un viaje alrededor del mundo». JOHNSON: «Sí, señor; pero un hombre debe precaverse de tomar una cosa en general». Le dije que estaba seguro de que una gran parte de lo que nos dicen los viajeros del mar del Sur tiene que ser mera conjetura, porque ellos no poseen el lenguaje de esos países lo bastante para comprender todo lo que han relatado. Los objetos que caen bajo la observación de los sentidos pueden ser conocidos claramente, pero todo lo intelectual, todo lo abstracto: política, moral y religión, ha tenido que ser adivinado vagamente. El doctor Johnson era de la misma opinión. En otra ocasión en que un amigo le mencionó varios hechos extraordinarios que le habían sido comunicados por los circunnavegantes, observó irónicamente: «Señor, hasta ahora no he sabido cuánto me respetaban esos caballeros: no me han dicho ninguna de esas cosas».
Se necesitarían volúmenes enteros para incluir la lista de sus numerosas y diversas amistades, ninguna de las cuales olvidé nunca, pudiendo describirlas y distinguirlas con precisión y vivacidad. Se relacionó con personas de la más amplia diversidad de maneras, capacidades, rango y prendas. Era a la vez compañero del brillante coronel Forrester, que escribió The Polite Philosopher, y del temible y grosero Robert Levett; de lord Thurlow y mister Sastres, el maestro italiano; y un día ha comido con la bella, alegre y fascinadora lady Craven, y al siguiente, con la buena mistress Gardiner, la velera de Snow Hill.
Yo dije que me molestaba la costumbre de algunas personas de traer a los niños a las reuniones, porque en cierto modo nos obligaban a decir estúpidos cumplidos para complacer a sus padres. JOHNSON: «Tiene usted razón. Podemos excusarnos de no preocuparnos mucho de los hijos de los otros, pues hay muchos que se cuidan poco de sus propios hijos. Puede observarse que los hombres que, por estar metidos en negocios, o por su forma de vida en cualquier aspecto, ven raramente a sus hijos, se preocupan poco de ellos. Yo mismo no hubiera tenido mucho cariño por un hijo propio». MISTRESS THRALE: «Pero, señor, ¿cómo puede usted hablar así?». JOHNSON: «Por lo menos nunca deseé tener un hijo».