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El 9 de abril, siendo Viernes Santo, desayuné con él té y bollos; el doctor Levett, como Frank lo llamaba, hizo el té. Me llevó consigo a la iglesia de St. Clement Danés, donde tenía su sitio, y su comportamiento fue, como había yo imaginado, solemnemente devoto. Nunca olvidaré la trémula gravedad con que pronunció la terrible petición de la Letanía: «En la hora de la muerte y en el día del juicio, sálvanos, Señor».

Fuimos a la iglesia por la mañana y por la tarde. En el intervalo entre los dos oficios no comimos; él leyó el Nuevo Testamento griego y yo eché una ojeada a varios de sus libros.

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Con gran sorpresa mía me invitó a comer con él el día de Pascua. Nunca supuse que tuviera una comida en su casa, pues no había oído decir que ninguno de sus amigos hubiera sido invitado a su mesa. Me dijo: «Generalmente, tengo una empanada los domingos; se cuece en un horno público, cosa que está muy bien, porque un hombre lo puede atender, y así se tiene la ventaja de no robar servidores a la iglesia para que nos preparen la comida».

El 11 de abril, siendo Domingo de Pascua, después de haber asistido al oficio divino en San Pablo, fui a casa del doctor Johnson. Yo había satisfecho una gran curiosidad al comer con Juan Jacobo Rousseau cuando vivía en las soledades de Neufchatel; tenía, asimismo, una gran curiosidad por comer con el doctor Samuel Johnson en el oscuro retiro de un patio de Fleet Street. Suponía que apenas tendríamos cuchillos y tenedores y sólo un plato extraño, tosco y mal preparado; pero lo hallé todo en muy buen orden. No tuvimos más compañía que mistress Williams y una joven que no conocía. Como una comida aquí era considerada como un fenómeno singular, y como fui interrogado con frecuencia sobre la cuestión, mis lectores acaso tengan el deseo de conocer el menú. Recuerdo que Foote, a propósito de Francis, el negro, suponía que nuestra comida había sido un jigote negro. Pero lo cierto fue que tuvimos una buena sopa, una pierna de cordero cocida y espinacas, un pastel de ternera y un pudín de arroz.

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De nuevo le pedí que me dijera detalles de su juventud. Dijo: «Lo tendrá todo por dos peniques. Espero que sabrá mucho más de mí antes de escribir mi vida». Este día me contó muchas cosas que puse por escrito cuando llegué a casa y que he ido metiendo en la primera parte de esta narración.

El martes 13 de abril, él, el doctor Goldsmith y yo comimos en casa del general Oglethorpe. Goldsmith se explayó sobre el socorrido tema de que nuestro pueblo había degenerado y de que esto se debía a la molicie. JOHNSON: «En primer lugar, pongo en duda el hecho. Creo que hay hoy en Inglaterra tantos hombres altos como siempre. Pero, en segundo lugar, suponiendo que la estatura de nuestros compatriotas haya disminuido, eso no se debe a la molicie, pues hay que tener en cuenta la pequeña proporción de habitantes que pueden disfrutar de esa vida fácil. Nuestra soldadesca seguramente no puede vivir con lujos contando con seis peniques diarios, y la misma observación puede aplicarse a casi todas las demás clases. El lujo, en la medida en que llega a los pobres, beneficiará a estos; les fortalecerá y multiplicará. Ninguna nación ha sido dañada nunca por el lujo, pues, como acabo de decir, sólo puede llegar a unos cuantos. Admito que el gran incremento del comercio y de las manufacturas perjudica al espíritu militar de un pueblo, porque suscita una competencia por la riqueza. También daña a la constitución física de las gentes, pues se observará que no hay nadie que trabaje en un oficio cualquiera que, por su aspecto, no pueda decirse a qué trabajo se dedica. Como una parte u otra del cuerpo se emplea más que las restantes, el individuo se deforma en alguna medida; pero, amigos míos, eso no es la molicie. Un sastre se sienta con las piernas cruzadas; pero tal cosa no es lujo». GOLDSMITH: «Vamos, está usted yendo al mismo sitio por distinto camino». JOHNSON: «No, señor; digo que eso no es lujo. Demos un paseo desde Charing Cross hasta Whitechapel, por en medio, supongo, de la mayor serie de tiendas del mundo; ¿qué hay en cualquiera de esas tiendas (si exceptuamos las tabernas) que pueda dañar a un ser humano?». GOLDSMITH: «Muy bien. Acepto vuestro reto. La tienda más próxima a Northumberland House es una de pepinillos en vinagre». JOHNSON: «Bien, señor; ¿no sabemos que una criada puede hacer en una tarde pepinillos en cantidad suficiente para toda una familia durante un año? ¿Qué cinco tiendas de pepinillos pueden surtir a todo el reino? Además, no se daña a nadie por hacer pepinillos, ni por comerlos».

Tomamos té con las damas, y Goldsmith cantó la canción de Tony Lumpkin de su comedia Ella se inclina para conquistar, y otra muy bonita, con una melodía irlandesa, que había destinado para miss Hardcastle, pero que como mistress Bulkeley, que desempeñó el papel, no podía cantarla, fue eliminada. Después me la escribió, por cuyo medio se conservó y figura ahora entre sus poemas. El doctor Johnson, en su ida a casa, se detuvo en mis habitaciones de Piccadilly y se sentó conmigo, tomando té por segunda vez, hasta tarde.

Le dije que mister Macaulay decía que no sabía cómo podía él reconciliar sus principios políticos con su moral; sus ideas de la desigualdad y de la subordinación con su deseo de felicidad para todos los hombres, quienes podían vivir tan agradablemente si tuvieren todos sus porciones de tierra y ninguno dominara a los otros. JOHNSON: «Pues yo reconcilio mis principios muy bien, porque los hombres son más felices en un estado de subordinación y desigualdad. Si llegaran a estar en ese estado de igualdad, pronto degenerarían en bestias; se convertirían en la nación de Monboddo; sus rabos crecerían. Señor, todos serían perdedores si todos trabajasen para todos; no habría ningún mejoramiento intelectual. Todo mejoramiento intelectual surge del ocio; todo el ocio surge de que unos trabajen para otros».

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Habiéndose hablado de los modos de vida en diferentes países y de las diversas perspectivas con que viajan los hombres en busca de nuevos escenarios, un caballero culto que tiene un cargo importante en la justicia se explayó sobre la felicidad de la vida salvaje y citó un caso de un oficial que había vivido algún tiempo en las selvas americanas, de quien, cuando se hallaba en tal situación, citó esta reflexión con un aire de admiración, como si hubiera sido profundamente filosófica: «Aquí estoy yo, libre y sin frenos, en medio de la ruda magnificencia de la naturaleza, con esta india a mi lado, y esta escopeta, con la que puedo procurarme alimentos cuando lo necesito; ¿qué más puede desearse para la felicidad humana?». No se precisa de mucha sagacidad para prever que tal sentimiento no sería dejado pasar sin la debida hostilidad. JOHNSON: «No se deje usted dominar por tan tosco absurdo. Es estúpido; es bestial. Si un buey pudiera hablar, podría exclamar igualmente: Aquí estoy yo con esta vaca y esta hierba; ¿qué ser puede disfrutar de mayor felicidad?».

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El viernes 30 de abril comí con él en casa de Beauclerk, donde se hallaban lord Chalemont, sir Joshua Reynolds y otros miembros del Club Literario, a quienes había amablemente invitado a reunirse conmigo, pues yo iba esa tarde a ser balotado como candidato al ingreso en esa distinguida sociedad. Johnson me había hecho el honor de proponerme y Beauclerk me apoyaba con mucho entusiasmo.

Goldsmith fue mencionado. JOHNSON: «Es asombroso lo poco que sabe Goldsmith. Pocas veces llega a un sitio donde no sea más ignorante que todos los demás». REYNOLDS: «Sin embargo, no hay nadie cuya compañía sea más deseada». JOHNSON: «Sin duda. Cuando la gente ve que un hombre de las dotes más sobresalientes como escritor es inferior suyo cuando se reúne con ella, esto tiene que serle muy grato. Lo que Goldsmith dice cómicamente de sí mismo es muy cierto; siempre acierta cuando razona solo, con lo que da a entender que es dueño del tema en su estudio y puede escribir bien acerca de él; pero cuando se reúne con alguien, se confunde y no puede hablar. Como poeta, su Viajero es una cosa muy bella; ¡ay!, y lo mismo su Aldea desierta, si a veces no fuera tanto el eco de su Viajero. Tomémoslo como poeta, como escritor cómico o como historiador, está en primera fila».

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Johnson elogió mucho a John Bunyan. «Su Pilgrim’s Progress tiene gran valor por la invención, la imaginación y la manera de llevar el relato; y ha tenido la mejor prueba de su mérito: la general y continua aprobación de la humanidad. Creo que pocos libros han tenido una venta tan grande. Es notable que comience de manera muy semejante al poema de Dante: sin embargo, no había ninguna traducción de Dante cuando Bunyan escribía. Hay razones para creer que había leído a Spencer».

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Los caballeros se marcharon a su club y yo me quedé en casa de Beauclerk hasta que me fuera anunciado el resultado de mi elección. Estaba con tal preocupación que ni siquiera la encantadora conversación de lady Beauclerk podía disiparla por completo. Al poco tiempo recibí la agradable noticia de que había sido elegido. Me apresuré a ir al sitio de la reunión y fui presentado a una sociedad como pocas veces se encuentra: mister Edmund Burke, a quien veía por primera vez y cuyos espléndidos talentos me habían hecho desear desde hacía mucho tiempo conocerle; el doctor Nugent, mister Garrick, el doctor Goldsmith, mister (luego sir William) Jones y las personas con quienes había comido. Al entrar yo, Johnson se colocó detrás de una silla, en la que se apoyó como si se tratara de un pupitre o un púlpito, y con jovial formalidad me dio un cargo, indicando la conducta que se esperaba de mí como buen miembro de este club.

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Él (Johnson), mister Langton y yo fuimos juntos al club, donde encontramos a Burke, Garrick y algunos otros miembros, y, entre ellos, a nuestro amigo Goldsmith, que se hallaba silencioso, rumiando la reprimenda que le había lanzado Johnson después de la comida. Johnson se dio cuenta de esto y nos dijo aparte a algunos de nosotros: «Haré que Goldsmith me perdone», y luego le dijo en voz alta: «Doctor Goldsmith, algo pasó hoy donde usted y yo comimos; le pido perdón». Goldsmith contestó plácidamente: «Tiene usted que hacerme mucho para que me ofenda». Y de este modo quedó liquidada la cuestión en seguida y continuaron en tan buenos términos como de costumbre, y Goldsmith se puso a parlotear como siempre.

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El domingo 9 de mayo, como iba a salir de regreso para Escocia a la mañana siguiente, tenía deseos de estar con el doctor Johnson todo el tiempo que pudiera. Pero primero fui a ver a Goldsmith para despedirme de él. Los celos y la envidia que, aunque poseedor de muchas cualidades muy amables, francamente confesaba, estallaron violentamente en esta entrevista. En otra ocasión, en que Goldsmith confesó su naturaleza envidiosa, yo discutí con Johnson que no debíamos enfadarnos con él, ya que era tan sincero al reconocerlo. «No, señor —dijo Johnson—; tenemos que enfurecemos de que un hombre tenga tal superabundancia de una cualidad odiosa, que no pueda guardársela para sí, sino que rebosa al exterior». A mi juicio, sin embargo, Goldsmith no tenía más cantidad que otras gentes; lo que pasaba es que hablaba de ello con más desenfado.

Ahora parecía muy molesto porque Johnson fuera a viajar; dijo: «Para mí sería un peso muerto el llevarlo, y no sería capaz de arrastrarlo por los Highlands y las Hébridas». Tampoco tenía paciencia para dejarme extender sobre las maravillosas facultades de Johnson, sino que exclamaba: «¿Es como Burke, que da vueltas en torno a un tema como una serpiente?». «Pero —le dije— Johnson es el Hércules que estrangulaba serpientes en su cuna».

Comí con Johnson en casa del general Paoli. Por una indisposición tuvo que irse pronto; sin embargo, me citó para la tarde en casa de mister (ahora sir Robert) Chambers, en Temple, adonde fui, aunque continuaba muy molesto. Chambers, como es corriente en tales casos, le prescribió varios remedios. JOHNSON (roído por el dolor): «Te ruego que no me molestes. Espera a que esté bien y entonces me dirás cómo he de curarme». Se puso mejor y habló con un noble entusiasmo de conservar la representación de respetables familias. Su ardor en esta cuestión era una circunstancia de su carácter extraordinariamente notable, si se piensa que no tenía pretensiones de nobleza. Le oí decir una vez: «Es un gran mérito en mí este entusiasmo por la subordinación y los honores de la cuna, pues apenas puedo decir quién fue mi abuelo». Defendía la dignidad y la conveniencia de la sucesión masculina, en oposición al criterio de uno de nuestros amigos, que había empleado aquel día a mister Chambers en la redacción de su testamento, legando su finca a sus tres hijas, con preferencia a un remoto heredero varón. Johnson las llamaba las «tres maritornes», y dijo, con tan elevado espíritu como el varón más audaz en los mejores días del sistema feudal: «Una antigua heredad debía ir siempre a los varones. Es una inmensa necedad el dejar que un extraño se adueñe de ella porque se case con la hija de uno y tome su nombre. En cuanto a una propiedad recién adquirida por compra, se puede dar, si se quiere, al perro Towser, dejándole que tome su nombre».

Le he visto a veces extraordinariamente divertido con lo que parecía a los demás un juego minúsculo. Entonces se rió inmoderadamente, sin razón aparente, de que nuestro amigo hiciera su testamento; le llamó testator, y añadió: «Creo que piensa que ha hecho una gran cosa. No parará hasta que llegue a su finca en el campo, para llevar a cabo esta hazaña maravillosa: llamará al dueño de la primera posada del camino, y después de un adecuado preámbulo sobre la muerte y la incertidumbre de la vida, le dirá que no debe retrasar el momento de hacer su testamento; aquí, señor —dirá—, está mi testamento que acabo de hacer, con la ayuda de uno de los mejores juristas del reino; y se lo leerá (riendo todo el tiempo). Él cree que ha hecho su testamento, pero no lo ha hecho; usted, Chambers, lo hizo por él. Creo que habrá tenido usted más conciencia que para hacerle decir “y en pleno uso de sus facultades”; ¡ja, ja, ja! Espero que me haya dejado un legado. Le hubiera puesto su testamento en verso, como una balada».

De esta jocosa manera continuó, disfrutando de su propia jovialidad, que no era la que podía esperarse del autor de El vagabundo, por cuyo motivo se relata aquí para que mis lectores puedan conocer, incluso, las características menos frecuentes y ligeras de un hombre tan eminente.

Mister Chambers no estaba nada satisfecho de esta jocosidad, en relación con un asunto del que pars magna fuit, y parecía impaciente, hasta que se libró de nosotros. Johnson no podía dejar de reír, y continuó del mismo modo hasta que llegó a la puerta del Temple. Entonces le dio tal acceso de risa que parecía que le iba a dar una convulsión, y, con el fin de buscar apoyo, se agarró a uno de los postes de la orilla del pavimento y prorrumpió en unas risotadas tan estrepitosas, que en el silencio de la noche su voz parecía resonar desde Temple Bar hasta Fleet Ditch.

Esta exhibición tan jocosa del temible, melancólico y venerable Johnson, vino oportunamente para contrarrestar los sentimientos de tristeza que yo solía experimentar cuando me separaba de él por algún tiempo. Le acompañé hasta su puerta, donde me dio su bendición.

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El 5 de marzo le escribí pidiéndole su consejo sobre si debía ir esta primavera a Londres. Le exponía, por una parte, ciertas dificultades pecuniarias que, junto con el estado de mi mujer en aquella época, me hacían vacilar, y, por otra parte, el placer y el provecho que mi visita anual a la capital me proporcionaba siempre; particularmente mencionaba una satisfacción peculiar que experimenté en la celebración de la fiesta de la Pascua de Resurrección en la catedral de San Pablo, que ante mi imaginación aparecía como si fuera a Jerusalén para la fiesta de Pascua de los hebreos, y que la fuerte emoción religiosa que sentía en aquella ocasión prolongaba su influencia en mi espíritu durante el resto del año.

A JAMES BOSWELL, ESQ.

(Sin fecha, pero escrita hacia el 15 de marzo).

Querido señor: Me avergüenza el pensar que desde que recibí su carta han pasado tantos días sin contestarla.

Creo que no hay gran dificultad en resolver sus dudas. Las razones que le inclinan a visitar Londres no tienen, a mi juicio, la fuerza suficiente para anular las objeciones. El que a usted le deleite venir una vez al año a la fuente de la inteligencia y del placer es natural; pero la instrucción y el placer tienen que ser regulados por la conveniencia.

El placer que no puede lograrse sino a costa de gastos inoportunos o inadecuados, tiene que terminar siempre en pesar, y el placer que tiene que disfrutarse a costa del dolor de otra persona, no puede nunca ser de tal naturaleza que un espíritu digno encuentre en él completo deleite.

El provecho que pueda sacar de venir a Londres puede fácilmente suplirlo o compensarlo dedicándose a algún estudio determinado en su casa, o abriendo algún nuevo cauce a su información. Edimburgo no está aún agotado, y tengo la seguridad de que no hallará aquí ningún placer que merezca el que hipoteque una parte de su fortuna futura, o que condene su vida y la de su mujer a una penosa frugalidad durante el resto del año.

No necesito decirle la consideración que debe a los ruegos de mistress Boswell, ni cuánto debe pensar en la felicidad de quien se preocupa de la de usted con tanta diligencia y de cuya amabilidad disfruta usted tan buenos efectos. La vida en sociedad no puede subsistir sino mediante concesiones recíprocas. Ella le permitió a usted vagabundear el año pasado; usted tiene que permitirle ahora el que le retenga en casa.

Su última razón es tan seria, que no siento deseos de contradecirla. No obstante, debe usted recordar que su imagen de la adoración en un determinado lugar, una vez al año, a imitación de los judíos, no es más que una comparación, y simile non est idem; si el viaje anual a Jerusalén era un deber para los judíos, era un deber porque estaba ordenado, y usted no tiene tal orden; por tanto, no tiene ese deber. Puede ser peligroso el recibir con demasiada ligereza, y aficionarse mucho a ellas, ideas de las que quizá ninguna mente piadosa se halla totalmente desligada, de santidades locales y devociones locales. Usted sabe los extraños efectos que han producido sobre gran parte del mundo cristiano. Yo estoy ahora escribiendo, y usted, cuando lea esto, estará leyendo bajo el Ojo de la Omnipresencia.

Hasta qué punto ha de admitirse la imaginación en los oficios religiosos, es cosa que requiere mucho juicio para ser determinado. Estoy lejos de querer excluirla totalmente. La imaginación es una facultad concedida por nuestro Creador, y es razonable que todos sus dones deban ser usados para su gloria y que todas nuestras facultades deban cooperar en su adoración; pero han de cooperar conforme a la voluntad de quien las dio, conforme al orden que su sabiduría ha establecido. Según las ceremonias prudenciales o convenientes, son menos obligatorias que las ordenanzas positivas, así la adoración corporal es sólo la prenda para otros o para nosotros mismos de la adoración mental, y, del mismo modo, la Imaginación debe actuar siempre en subordinación a la Razón. Podemos tomar a la Imaginación como compañera, pero debemos seguir a la Razón como nuestro guía. Podemos permitir a la Imaginación que sugiera ciertas ideas en ciertos lugares, pero la Razón tiene siempre que ser oída cuando nos dice que esas ideas y esos lugares no tienen ninguna relación natural o necesaria. Cuando entramos en una iglesia, recordamos habitualmente al espíritu el deber de la adoración, pero no debemos omitir la adoración por falta de un templo; porque sabemos, y debemos recordar, que el Señor Universal está presente en todas partes, y que, por tanto, ir a Iona, o a Jerusalén, aunque pueda ser útil, no puede ser necesario.

He contestado, pues, a su carta y no la he contestado descuidadamente. Le quiero a usted demasiado bien para ser descuidado cuando usted está en serio.

Creo que seré muy diligente la semana próxima en relación con nuestros viajes, que he descuidado demasiado tiempo. Soy, querido señor, su muy, etc.

SAM JOHNSON.

Saludos a mistress y miss Boswell.