El difunto conde Alejandro de Eglinton, que amaba el ingenio más que el vino, y a los hombres de genio más que a los sicofantes, tenía una gran admiración por Johnson. Por esta época, una tarde en que Su Señoría me hizo el honor de cenar en mi casa con el doctor Robertson y otros varios hombres de distinción literaria, se lamentó de que Johnson no hubiera sido educado con más refinamiento y de que no hubiera vivido más en la sociedad elegante. «No, no, milord —dijo el signor Baretti—, hágase con él lo que se haga, siempre hubiera sido un oso».
«Es verdad —contestó el conde, con una sonrisa—, pero hubiera sido un oso bailarín».
Para compensar todo lo que ha circulado por el mundo en perjuicio de Johnson, debido a este epíteto de oso, permítaseme insertar una frase justa y feliz de mi amigo Goldsmith, que le conocía bien: «Johnson, sin duda alguna, tiene rudeza en sus modales, pero no hay hombre que tenga un corazón más tierno que el suyo. No tiene del oso más que la piel».
El 30 de septiembre comimos juntos en The Mitre. Yo intenté defender la superior felicidad de la vida salvaje a base de los razonamientos habituales. JOHNSON: «No puede haber nada más falso que eso. Los salvajes no tienen ventajas corporales superiores a las de los hombres civilizados. No tienen mejor salud; en cuanto a la inquietud o al desasosiego mental, no están por encima de él, sino por debajo, como los osos. No, señor; no diga usted tal paradoja: no hablemos más de esto. Eso no puede divertir y mucho menos instruir. Lord Monboddo, uno de vuestros jueces escoceses, hablaba mucho de tal desatino. Yo le aguantaba, pero no lo aguantaré a usted». BOSWELL: «Pero, señor, ¿no afirma Rousseau tal desatino?». JOHNSON: «Es verdad, pero Rousseau sabe que está diciendo un desatino y se ríe de que la gente lo mire asombrado». BOSWELL: «¿Cómo puede ser eso?». JOHNSON: «Claro; un hombre que dice dislates tan bien, tiene que saber que está diciendo dislates. Pero me temo (riéndose, socarrón) que Monboddo no sepa lo que es decir desatinos». BOSWELL: «¿Está mal entonces aparentar una singularidad para que la gente lo mire a uno con asombro?». JOHNSON: «Sí, si se hace propagando un error, y, en realidad, está mal de todos modos. Hay en la naturaleza humana una propensión general a asombrar a la gente, y todo hombre juicioso se cuida de evitarla, y la evita. Si se quiere que la gente nos mire asombrados por hacerlo mejor que los demás, bien; hacedles abrir los ojos todo lo que sean capaces. Pero considere lo fácil que es hacer que la gente nos mire asombrada si nos mostramos absurdos. Yo puedo lograrlo entrando en un salón sin zapatos. Recuerde a aquel caballero de El espectador que tenía en su contra la sospecha de locura por su extremada singularidad, tal como no llevar nunca peluca, sino un gorro de dormir. Ahora bien, abstractamente, el gorro de dormir era mejor, pero, relativamente, esta ventaja se veía contrapesada por el hecho de que hacía correr a los muchachos detrás de él».
Hablando de la vida de Londres, decía: «La felicidad de Londres no puede concebirse sino por los que han estado en él. Me atrevo a decir que hay más cultura y ciencia dentro de la circunferencia de diez millas desde donde nos encontramos ahora sentados, que en todo el resto del reino». BOSWELL: «La única desventaja es la gran distancia a que viven las gentes unas de otras». JOHNSON: «Sí; pero es ocasionada por la gran extensión, que es la causa de todas las demás ventajas». BOSWELL: «A veces he sentido el deseo de retirarme a un desierto». JOHNSON: «Tiene usted bastante desierto en Escocia».
Tuve el año pasado el placer de ver a mistress Thrale en casa del doctor Johnson, una mañana, y hablamos lo suficiente para poder admirar su talento y para demostrarle que yo era tan johnsoniano como ella. El doctor Johnson había tenido probablemente la amabilidad de hablar bien de mí, pues esta tarde me ha entregado una tarjeta muy cortés de mister Thrale y su esposa invitándome a Streatham.
El 6 de octubre cumplí con esta amable invitación y encontré, en una elegante villa, a seis millas de la ciudad, todas las circunstancias que pueden hacer agradable una sociedad. Johnson, aunque como si estuviera en su casa, era mirado aún con cierto temor, templado por el afecto, y parecía ser la preocupación tanto del señor de la casa como de la señora. Me alegré de verlo tan feliz.
Ejercitó su ingenio contra Escocia con una jovialidad sana, lo que me dio a mí, aunque no soy fanático de los prejuicios nacionales, la oportunidad para una pequeña polémica con él. Yo había dicho que Inglaterra estaba obligada a nosotros por los horticultores, pues casi todos sus buenos horticultores son escoceses. JOHNSON: «Claro, como la horticultura es mucho más necesaria en su país que aquí, por eso tantos escoceses la aprenden. Entre ustedes todo es horticultura. Las cosas que aquí se crían silvestres, en Escocia tienen que ser cultivadas con gran cuidado. Dígame (echándose para atrás en la silla y riéndose), ¿son ustedes capaces siempre de hacer que el endrino se críe a la perfección?».
Yo me jacté de que nosotros habíamos tenido el honor de ser los primeros en abolir la humillante, molesta y desagradable costumbre de dar propinas a la servidumbre. JOHNSON: «Vamos, ustedes han abolido las propinas porque eran demasiado pobres para poder darlas».
Johnson esquivó esta noche toda discusión sobre la intrincada cuestión de la predestinación y el libre albedrío, que yo intenté excitar: «Señor —dijo—, sabemos que nuestra voluntad es libre y que hay un fin para ella».
Me honró con su asistencia a una comida el 16 de octubre, en mi casa de Old Bond Street, con sir Joshua Reynolds, Garrick, Goldsmith, Murply, Bickertaff y mister Thomas Davies. Garrick dio una vuelta a su alrededor con una afectuosa vivacidad, le cogió por las solapas de su levita y, mirándole a la cara con una jovial travesura, le felicitó por la buena salud de que parecía disfrutar, mientras el sabio, moviendo la cabeza, le miraba con una benévola complacencia. Como uno de los invitados no llegó a la hora señalada, yo propuse, como es usual en tales ocasiones, que sirvieran la comida, añadiendo: «¿Debe hacerse esperar a seis personas por una?». «Claro que sí —contestó Johnson—, si esa una sufre más porque os sentéis a la mesa que las seis por esperar». Goldsmith, para animar la aburrida espera, se puso a contonearse, presumiendo de traje, y creo que estaba seriamente envanecido de él, pues su espíritu era extrañamente propenso a tales impresiones. «Vamos, vamos —dijo Garrick—, no hable más de eso. Es usted quizá el peor, ¡eh, eh!». Goldsmith estaba tratando seriamente de interrumpirle, cuando Garrick continuó, riendo irónicamente: «Sí, sí, usted parecerá siempre un caballero; pero yo estoy hablando de estar bien o mal vestido». «Bueno, permítame decirle —replicó Goldsmith— que cuando mi sastre trajo a casa mi levita de color vivo, dijo: Señor, tengo que pedirle un favor. Cuando alguien le pregunte quién le hace sus trajes, tenga la bondad de decir que es John Filby, en Harrow, en Water Lane». JOHNSON: «Bueno, señor, eso fue porque sabía que el color raro haría que la gente lo mirara, y de ese modo podían enterarse de su nombre y ver lo bien que podía hacer una levita aunque fuera de un color tan absurdo».
Le dije que había visto hacía dos días la ejecución de varios condenados, en Tyburn y que ninguno de ellos parecía tener la menor preocupación. JOHNSON: «Muchos de ellos no han pensado nunca nada». BOSWELL: «Pero ¿no es el miedo a la muerte natural en el hombre?». JOHNSON: «Hasta tal punto que toda la vida no es sino el intento de apartar de ella nuestros pensamientos». Luego, con un tono bajo y serio, habló de sus reflexiones sobre la terrible hora de nuestra disolución y de la forma en que se conduciría en tal ocasión: «No sé —dijo— si desearía tener un amigo a mi lado, o que todo pase entre Dios y yo».
Hablando de nuestro sentimiento ante las desgracias de los demás: JOHNSON: «Bueno; se ha hecho mucho ruido alrededor de eso, pero se ha exagerado mucho. No, señor; tenemos cierto grado de sentimiento que nos impulsa a hacer el bien; pero más que eso, la Providencia no lo ha determinado. Sería una infelicidad que no conduciría a nada». BOSWELL: «Pero suponga ahora, señor, que uno de sus amigos íntimos fuera detenido por una ofensa por la que pudiera ser ahorcado». JOHNSON: «Haría lo que pudiera para sacarle del apuro, dando la fianza y cualquier otra ayuda; pero si fuera colgado justamente, yo no sufriría». BOSWELL: «¿Comería usted ese día?». JOHNSON: «Sí, señor; y comería como si él estuviera comiendo conmigo. Vamos, aquí está Baretti, que va a ser juzgado mañana; los amigos han venido a ayudarle de todas partes; sin embargo, si lo colgaran, ninguno de ellos comería una tajada de pudín menos. Señor, ese sentimiento de compasión deprime un poco la mente».
Le dije que había comido últimamente en casa de Foote, quien me mostró una carta que había recibido de Tom Davies diciéndole que no podía dormir por la preocupación que sentía debido a «este triste asunto de Baretti», y le rogaba que le indicara algo que pudiera serle útil, y, al mismo tiempo, recomendábale a un joven trabajador que tenía una tienda de encurtidos. JOHNSON: «Ay, amigo, aquí tiene usted un ejemplo de la simpatía humana: un amigo colgado y un pepinillo encurtido. No sabemos si es Baretti o el muchacho de los encurtidos quien ha quitado el sueño a Davies; tampoco lo sabe él mismo. Y en cuanto a que no duerma, señor, Tom Davies es un hombre muy grande; Tom ha estado en el teatro y sabe cómo se hacen esas cosas. Yo no he estado en el escenario y no puedo hacerlas». BOSWELL: «Yo me he censurado con frecuencia, señor, por no sentir respeto a los demás tan sensiblemente como muchos dicen sentir». JOHNSON: «No se deje engañar más por ellos. Se encontrará usted con que esa gente muy sensible no está muy dispuesta a hacerle favores. Le pagan con el sentimiento».
No sé cómo me vino a las mientes un pensamiento tan caprichoso, pero le pregunté: «Si le encerraran a usted en un castillo con un recién nacido, ¿qué haría?». JOHNSON: «Pues no me gustaría mucho mi compañía». BOSWELL: «Pero ¿se tomaría usted la molestia de criarlo?». Parecía, como puede suponerse, sin ganas de continuar la cuestión, pero ante mi insistencia, contestó: «Sí, desde luego, lo haría; pero necesito tener todo lo necesario. Si no tenía jardín, haría un tingladillo en el tejado y lo llevaría a tomar aire fresco; lo alimentaría y lo lavaría mucho, y con agua caliente, para darle gusto, no con agua fría, para molestarlo». BOSWELL: «Pero, señor, ¿el calor no relaja?». JOHNSON: «No vaya usted a creer que el agua iba a estar caliente. No iba a cocer al chico. No, señor, el método de tratar duramente a los chicos no es bueno. Yo le puedo traer cinco chicos de Londres que darían de puñadas a cinco chicos escoceses de las montañas. Señor, un hombre criado en Londres puede llevar un peso, o correr o luchar, tan bien como un hombre criado del modo más duro en el campo». BOSWELL: «Supongo que la buena vida hace fuertes a los londinenses». JOHNSON: «No sé lo que es. Nuestros silleteros irlandeses, que son unos hombres tan fuertes como cualesquiera otros, han sido criados con patatas. La cantidad suple a la calidad». BOSWELL: «¿Enseñaría usted algo a este niño que le he proporcionado?». JOHNSON: «No, no sería capaz de enseñarle». BOSWELL: «¿No le agradaría enseñarle?». JOHNSON: «No, señor; no tendría placer en enseñarle». BOSWELL: «¿No tiene usted placer en enseñar a hombres? Ya lo veo. Usted tiene el mismo placer en enseñar a hombres que yo en enseñar a niños». JOHNSON: «Algo así».
Hablando de fantasmas, dijo que tenía un amigo, que era un hombre serio y razonable, que le había dicho que había visto un fantasma; el viejo mister Edward Cave, el impresor de St. John’s Gate. Él dijo a mister Cave que no le gustaba hablar del asunto, y parecía sentir gran horror cada vez que se lo nombraba. BOSWELL: «Por favor, ¿cómo dijo que era la aparición?». JOHNSON: «Pues algo así como un ser que era una sombra».
Introducido el tema de los espíritus, Johnson repitió lo que me había dicho de un amigo suyo, hombre serio y sensato, que había afirmado haber visto una aparición. Goldsmith nos dijo que su hermano, el reverendo mister Goldsmith, le había asegurado que también había visto una aparición. El general Oglethorpe nos contó que Prendergast, oficial del ejército del duque de Marlborough, había anunciado a muchos de sus amigos que moriría un día determinado; que aquel día tuvo lugar una batalla con los franceses, y que después que terminó, y viendo que Prendergast estaba aún vivo, sus compañeros, hallándose todavía en el campo de batalla, le preguntaron, bromeando, sobre lo que había sido de su profecía. Prendergast respondió gravemente: «Moriré a pesar de todo lo que veáis». Poco después llegó un disparo de una batería francesa, a la que todavía no habían llegado las órdenes de cesar en el fuego, y quedó muerto en el sitio. El coronel Cecil, que se hizo cargo de sus cosas, encontró en su agenda de bolsillo la siguiente solemne anotación: «(Aquí la fecha). Soñé… o… que sir John Friend se encuentra conmigo». (Aquí aparece indicado el día en que murió). Prendergast había estado relacionado con sir John Friend, que fue ejecutado por alta traición. El general Oglethorpe dijo que se hallaba con el coronel Cecil cuando vino Pope a preguntar sobre la verdad de esta historia, que había hecho mucho ruido en su época, y fue entonces confirmada por el coronel.
Hablé de la reciente expulsión de seis estudiantes de la Universidad de Oxford que eran metodistas y no querían desistir de hacer públicamente sus oraciones y exhortaciones. JOHNSON: «Señor, esa expulsión ha sido extremadamente justa y oportuna. ¿Qué tienen que hacer en una universidad los que no están dispuestos a aprender y tienen la presunción de enseñar? ¿Dónde ha de aprenderse la religión sino en una universidad? Señor, se les examinó y se vio que eran unos sujetos muy ignorantes». BOSWELL: «Pero ¿no es muy duro el expulsarlos?; pues me han dicho que eran unas buenas personas». JOHNSON: «Creo que pueden ser buenas personas, pero no era gente adecuada para estar en la Universidad de Oxford. Una vaca es un buen animal en el campo, pero la echamos de un jardín». Lord Elibank solía repetir esta frase como ilustración extraordinariamente feliz.
Deseoso de hacer hablar a Johnson y de verle ejercitar su ingenio, aunque fuera yo su víctima, me aventuré resueltamente a emprender la defensa del vino en los convites, aunque no se encontraba esta noche con el humor más apropiado para ello. Después de exponer las razones corrientes, recurrí, por último, a la máxima in vino veritas; el hombre que está bien caldeado por el vino dice la verdad. JOHNSON: «Vamos, amigo, ese puede ser un argumento para beber si usted supone que los hombres, en general, son mentirosos. Pero, amigo mío, yo no me reuniría con un individuo que miente mientras no bebe y al que es preciso hacer beber para sacarle una palabra de verdad».
Mister Langton nos dijo que pensaba establecer una escuela en su finca, pero que le habían indicado que ello podía traer como consecuencia que la gente se hiciera más perezosa. JOHNSON: «No, señor. Mientras saber leer y escribir sea una distinción, los pocos que tengan tal distinción pueden sentirse menos inclinados a trabajar; pero cuando todo el mundo sepa leer y escribir, ya no será una distinción. Un hombre que tenga un chaleco ribeteado es un hombre demasiado fino para trabajar, pero si todo el mundo tuviera chalecos ribeteados, veríamos trabajar a la gente con sus chalecos ribeteados. No hay gente más industriosa, ni que trabaje más, que nuestros fabricantes; sin embargo, todos ellos han aprendido a leer y escribir. Señor, no debe dejar de hacer una cosa que sea inmediatamente buena por temor a un mal remoto, por el temor de que sea mal utilizada. Un hombre que tiene velas puede quedarse levantado hasta muy tarde, cosa que no haría si no tuviera velas; pero nadie negará que el arte de hacer velas, por medio del cual continuamos teniendo luz después que el sol se pone, es un arte valioso, y que debe ser conservado». BOSWELL: «Pero, señor, ¿no sería mejor seguir la naturaleza y meterse en la cama y levantarse cuando la naturaleza nos quita la luz y cuando nos la da?». JOHNSON: «No, señor; porque entonces no habría ninguna igualdad en el reparto de nuestro tiempo entre el sueño y la vigilia. Sería muy diferente en las diferentes estaciones y en los diferentes sitios. En algunas de las partes septentrionales de Escocia, ¡qué poca luz hay en el centro del invierno!».
Un caballero docto, que en el curso de la conversación deseaba informarnos del simple hecho de que el tribunal del distrito de Shrewsbury era muy picado por las pulgas, empleó siete u ocho minutos en relatarlo con todo detalle. Con gran abundancia de palabras nos contó que grandes balas de tejidos de lana estaban depositadas en el Ayuntamiento; que debido a esto las pulgas anidaban allí en cantidades prodigiosas; que las habitaciones del tribunal estaban próximas al Ayuntamiento, y que estos animalitos se movían de un lugar a otro con una agilidad maravillosa. Johnson aguantó con gran impaciencia hasta que el caballero terminó su aburrido relato, y entonces exclamó (con tono de broma, sin embargo): «Es una lástima, señor, que no haya visto usted un león, pues si una pulga le ha llevado tanto tiempo, un león tenía que haberle servido para un año».
No permitía que Escocia se enorgulleciera de lord Mansfield, puesto que se había educado en Inglaterra. «Se puede sacar mucho partido de un escocés cuando se le coge joven».