Este año se vio señalado con la iniciación de su amistad con la familia de mister Thrale, uno de los más eminentes cerveceros de Inglaterra y miembro del Parlamento por el burgo de Southwark. Los extranjeros se asombran no poco al oír hablar de cerveceros, destiladores y de hombres de parecidas ocupaciones comerciales, elevados a la categoría de personas de alta consideración. En este país tan altamente comercial es natural que una ocupación que produce mucha riqueza sea considerada como muy respetable, y, sin duda, la industria honesta tiene derecho a la estimación. Pero quizá los avances demasiado rápidos de los hombres de baja extracción tienden a aminorar el valor de aquella distinción del nacimiento y de la nobleza que se ha considerado siempre beneficiosa para el gran sistema de la subordinación. Johnson solía hacer esta descripción de la subida del padre de mister Thrale:
Trabajó por seis chelines a la semana durante veinte años en la gran cervecería que fue después suya. El propietario de la misma tenía solamente una hija, que se casó con un noble. No era propio para un par el continuar el negocio. A la muerte del anciano, por tanto, tuvo que venderse la cervecería. Encontrar un comprador para una propiedad tan importante era una cosa difícil, y, después de algún tiempo, se sugirió que sería aconsejable tratar con Thrale, hombre razonable, activo y honrado, que había estado empleado en la casa, y transferírsela a él por 30 000 libras, después de tomar medidas respecto a la seguridad de la propiedad. Así se acordó. En once años Thrale pagó el dinero de la compra. Adquirió una gran fortuna y vivió bastante para ser miembro del Parlamentó por Southwark. Pero lo más notable fue la liberalidad con que usó sus riquezas. Dio a su hijo y a sus hijas la mejor educación. La estimación que su buena conducta le procuró del noble que se había casado con la hija de su antiguo dueño, hizo que fuera tratado con mucha deferencia, y su hijo, tanto en la escuela como en la Universidad de Oxford, se reunía con los jóvenes del más alto rango. La asignación que le fijó su padre, después de salir de la Universidad, fue espléndida: no menor de 1000 libras al año. Esto, en un hombre que se había elevado como Thrale, era un caso extraordinario de generosidad. Thrale solía decir: «Si este cachorro no encuentra tanto como supone después que yo me vaya, que recuerde que ha tenido mucho durante mi vida».
El hijo, aunque disfrutaba de una situación opulenta, tuvo el suficiente buen sentido para continuar el negocio de su padre, que era de tal importancia que recuerdo que una vez me dijo que no lo daría por una anualidad de 10 000 libras: «No es que —dijo— yo le saque esa cantidad al año, pero es un patrimonio para una familia». Habiendo dejado hijas solamente, la propiedad fue vendida en la inmensa suma de 135 000 libras: magnífica prueba de lo que puede hacerse con un comercio limpio en un largo período de tiempo.
Mister Thrale se había casado con miss Ester Lynch Salusbury, de buena familia galesa, una mujer de gran talento, mejorado por la educación. Que la introducción de Johnson en la familia Thrale, que contribuyó tanto a la felicidad de aquel, se debió a deseo de miss Ester por la conversación del sabio, es una suposición muy probable y general, pero no es la verdad. Mister Murphy, íntimo de Thrale, había hablado muy bien de Johnson y se le pidió que lo presentara. Dicho esto a Johnson, aceptó una invitación para comer en casa de Thrale, y quedó tan encantado de la acogida por parte del matrimonio, y este, a su vez, tan encantado de él, que las invitaciones fueron cada vez más frecuentes, hasta que, por último, fue como uno de la familia y se le preparó un departamento, tanto en la casa de Southwark como en la villa que poseían en Streatham.
Johnson tenía una estimación muy sincera por mister Thrale, como hombre de excelentes principios, buen humanista, muy diestro en el comercio, de sólido entendimiento y de maneras tales como correspondían al carácter de un caballero inglés sencillo e independiente. Como esta familia aparecerá mencionada con frecuencia en el curso de esta obra, y como ha prevalecido la idea falsa de que mister Thrale era inferior, y, en cierta medida, insignificante, comparado con mistress Thrale, acaso convenga dar una justa impresión de la verdad con las propias autorizadas palabras de JOHNSON: «No conozco un hombre que tenga más dominio sobre su mujer y su familia que Thrale. Aunque no levante sino un dedo, es obedecido. Es un gran error suponer que ella le supera en conocimientos literarios. Ella es más locuaz, pero él tiene diez veces más cultura; él es un humanista corriente; en cambio, la cultura de ella es la de un estudiante en una de las formas más inferiores». Mis lectores quizá deseen, como es natural, algún detalle de la pareja. Mister Thrale era alto, bien proporcionado y majestuoso. En cambio, Madam, o my Mistress, con cuyos epítetos solía mencionarla Johnson, era baja, regordeta y viva. Ella misma nos ha dado una animada descripción de la idea que Johnson tenía de su persona al presentarse ante él con una bata de color oscuro: «Ustedes, las personas bajas, no debían ponerse nunca esa clase de prendas; son impropias en todos los aspectos. ¡Vamos! ¿No tienen todos los insectos colores alegres?» (Anécdotas, pág. 279). Mister Thrale le daba a su mujer una amplia libertad, tanto en la elección de sus amistades como en el modo de agasajarlas. Comprendió y valoró a Johnson, sin intermitencias. Mistress Thrale estaba encantada de la conversación de Johnson por ella misma, y también por la perdonable vanidad de aparecer ante los demás honrada con la atención de un hombre tan celebrado.
Nada podía ser más venturoso para Johnson que esta amistad. En casa de mister Thrale tenía todas las comodidades, e incluso regalos de la vida; su melancolía se disipó y sus hábitos irregulares se aminoraron al asociarse con una familia agradable y bien ordenada. Era tratado con el mayor respeto, y hasta con cariño. La vivacidad de la conversación literaria de mistress Thrale le animaba y excitaba al trabajo, incluso cuando estaban solos. Pero con frecuencia no era este el caso, pues aquí encontró una sucesión constante de lo que le producía el mayor placer: la sociedad de los letrados, del ingenio y de lo eminente en todos los aspectos; aquí se reunían en gran número, sacando a relucir las maravillosas facultades del sabio y recompensándole con su admiración, a la que ningún hombre puede ser insensible.
Le dije que un amigo suyo extranjero, con quien me había encontrado, estaba tan perseverantemente inclinado a la incredulidad, que trataba las esperanzas de inmortalidad con brutal ligereza, y decía: «Como el hombre muere como un perro, que se eche como un perro». JOHNSON: «Si él muere como un perro, que se eche como un perro». Añadí que este hombre me decía: «Odio a la humanidad, pues yo me creo uno de los mejores de ella, y sé lo malo que soy». JOHNSON: «Señor, tiene que ser muy singular en opinión si se cree uno de los mejores de los hombres, pues ninguno de sus amigos lo cree así». Dijo: «No, ningún hombre honrado puede ser deísta, pues ningún hombre puede ser tal cosa después de un examen justo de las pruebas del cristianismo». Yo cité a Hume. JOHNSON: «No, señor; Hume reconoció ante un clérigo del obispado de Durham que nunca había leído el Nuevo Testamento con atención». Mencioné la idea de Hume de que todos los que son felices son igualmente felices: una muchachita con una nueva túnica en el baile de la escuela de danza; un general a la cabeza de su ejército victorioso, y un orador después de haber pronunciado un elocuente discurso en una gran asamblea. JOHNSON: «Señor, que todos los que son felices, lo son igualmente, no es cierto. Un aldeano y un filósofo pueden estar igualmente satisfechos, pero no igualmente felices. La felicidad consiste en la multiplicidad de actos de conciencia agradables. Un aldeano no tiene capacidad para tener la misma felicidad que un filósofo». Recuerdo que esta misma cuestión fue felizmente expuesta, en oposición a Hume, por el reverendo mister Robert Brown en Utrecht. «Un vaso pequeño y otro grande pueden estar igualmente llenos, pero el grande contiene más que el pequeño».
Nuestro siguiente encuentro en The Mitre fue el sábado 15 de febrero, cuando le presenté a mi íntimo y antiguo amigo el reverendo mister Temple, entonces miembro de Cambridge. Al decirle que había pasado algún tiempo con Rousseau en su silvestre retiro, y al citar alguna observación hecha por mister Wilkes, con quien había pasado yo muchas horas agradables en Italia, Johnson dijo (sarcásticamente): «Parece que ha tenido usted muy buena compañía en el extranjero: ¡Rousseau y Wilkes!». Creyendo que era suficiente defender a uno de una vez, no dije nada de mi alegre amigo, y respondí con una sonrisa: «Querido amigo, no llamará usted a Rousseau mala compañía. ¿Le cree usted realmente un hombre malo?». JOHNSON: «Señor, si habla usted en broma, no le seguiré hablando. Si quiere usted hablar en serio, le digo que lo creo uno de los hombres peores: un bribón, que debía ser expulsado de la sociedad, como lo ha sido. Tres o cuatro naciones lo han expulsado, y es una vergüenza que sea protegido en este país». BOSWELL: «No niego, señor, que su novela puede haber hecho daño, pero no puedo creer que su intención fuera mala». JOHNSON: «Señor, eso no puede ser. No podemos probar que la intención de ningún hombre haya sido mala. Usted puede meter una bala en la cabeza de un hombre y decir que no quería hacerle daño; pero el juez ordenará que sea usted colgado. Una alegada falta de intención, cuando el daño está cometido, no puede admitirse en un tribunal. Rousseau, señor, es un hombre perverso. Yo firmaría antes una sentencia para su expulsión que para la de cualquier felón que haya sido castigado estos últimos años. Sí, me gustaría hacerlo trabajar en las plantaciones». BOSWELL: «Señor, ¿lo cree usted un hombre tan malo como Voltaire?». JOHNSON: «Es difícil establecer una proporción de maldad entre ellos».
Una tarde, cuando un joven le importunaba con el relato de la incredulidad de su criado, quien, según decía, no creía en las Escrituras porque no podía leerlas en las lenguas originales y no estaba seguro de que no fueran inventadas, dijo JOHNSON: «Vamos, estúpido sujeto, ¿tiene acaso una autoridad mejor para casi todo lo que cree?». BOSWELL: «Entonces el vulgo no puede saber nunca que está en lo cierto, sino que tiene que someterse al letrado». JOHNSON: «Sin duda alguna. El vulgo es como los niños del Estado y tiene que ser enseñado como los niños». BOSWELL: «Entonces, señor, ¿un turco ignorante tiene que ser mahometano, lo mismo que un inglés ignorante tiene que ser cristiano?». JOHNSON: «Naturalmente. Si no fuera así, ¿qué? Esto es algo parecido a lo que yo solía decirle a mi madre cuando empecé a creerme un muchacho inteligente, y ella debía haberme dado un bofetón».
En febrero de 1767 ocurrió uno de los más señalados incidentes de la vida de Johnson, que satisfizo a su entusiasmo monárquico y que le gustaba relatar con todos sus detalles cuando se lo preguntaban sus amigos. Ese día fue honrado con una conversación privada con Su Majestad en la biblioteca de la casa de la reina. Él había visitado con frecuencia aquellas espléndidas habitaciones y la noble colección de libros, que solía decir que era más numerosa y curiosa que lo que él suponía que cualquier persona pudiera haber hecho en el tiempo que el rey había dedicado a ello. Mister Barnard, el bibliotecario, se preocupó de que tuviera todas las comodidades que pudieran contribuir a su gusto y satisfacción cuando se dedicara al solaz literario en aquel lugar; de suerte que tenía en este sitio un recurso muy agradable para sus horas de ocio.
Habiendo sido informado Su Majestad de estas visitas del doctor Johnson, se dignó expresar el deseo de que le avisaran la primera vez que volviera a la biblioteca. De acuerdo con ello, la próxima vez que vino Johnson, tan pronto como se quedó enfrascado en la lectura de un libro, mister Barnard se deslizó al departamento donde se hallaba el rey y, en cumplimiento de sus órdenes, le dijo que el doctor Johnson se hallaba en la biblioteca. Su Majestad dijo que estaba desocupado y que iría a verlo; acto seguido, mister Barnard cogió una de las luces que había en la mesa de Su Majestad y alumbró el paso del rey por una serie de habitaciones, hasta llegar a una puerta reservada que daba a la biblioteca, cuya llave tenía Su Majestad. Entrado en ella, mister Barnard se apresuró hasta el sitio de Johnson, que se hallaba sumido en un profundo estudio, y le cuchicheó: «Señor, está el rey aquí». Johnson se levantó de golpe y se quedó quieto. Su Majestad se le acercó y en seguida se mostró cortésmente accesible.
Su Majestad empezó por observar que tenía entendido que venía a veces a la biblioteca; luego dijo que había oído decir que el doctor Johnson había estado últimamente en Oxford y le preguntó si no le gustaba ir allí. A lo que este respondió que, en efecto, le gustaba ir a Oxford a veces, pero que igualmente le agradaba volver para acá. El rey le preguntó entonces qué hacían en Oxford. Johnson contestó que no podía elogiar mucho su diligencia, pero que en algunos aspectos se habían corregido, pues habían ordenado mejor la imprenta y estaban imprimiendo a Polibio. Le preguntó entonces dónde había mejores bibliotecas, si en Oxford o Cambridge. Contestó que creía que la bodleiana era mayor que cualquiera de las de Cambridge; al mismo tiempo añadió: «Espero, tengamos más libros o no que en Cambridge, que haremos tan buen uso de ellos como allí». Preguntado si la biblioteca de All Souls o Christ Church era la mayor, contestó: «La biblioteca All Souls es la mayor que tenemos, con excepción de la bodleiana». «Sí —dijo el rey—, esa es la biblioteca pública».
Su Majestad le preguntó si estaba escribiendo algo entonces. Contestó que no, pues había contado al mundo casi todo lo que sabía y tenía ahora que leer para adquirir nuevos conocimientos. El rey, como si quisiera instarle a que confiara en sus propios recursos como escritor original y a continuar sus trabajos, le dijo: «No creo que usted tome mucho de nadie». Johnson dijo que creía que ya había hecho su labor como escritor. «Yo hubiera pensado lo mismo —dijo el rey— si no hubiera usted escrito tan bien». Johnson me dijo luego, a propósito de esto, que «nadie podía haber hecho un cumplido más elegante; y que era propio de un rey. Fue decisivo». Cuando otro amigo le preguntó, en casa de sir Joshua Reynolds, si había contestado a este alto cumplido, contestó: «No, señor. Cuando el rey lo decía, es que debía ser así. No me correspondía a mí cambiar cortesías con mi soberano». Quizá ningún hombre que hubiera pasado toda su vida en la corte podía haber mostrado un sentido más bello y digno de la verdadera cortesía que el mostrado por Johnson en este caso.
Durante toda la entrevista, Johnson habló a Su Majestad con profundo respeto; pero, no obstante, con su firme tono viril, con una voz sonora y nunca con ese tono sumiso que se emplea comúnmente en la corte y en el salón. Después que el rey se retiró, Johnson se mostró altamente complacido de la conversación con Su Majestad y de su bondadosa conducta, diciendo a mister Barnard: «Pueden decir del rey lo que quieran, pero es el caballero más gentil que he visto jamás». Y posteriormente decía a mister Langton: «Señor, sus maneras son las de un caballero tan pulido como podamos suponer que son Luis XIV o Carlos II».
No recibí ninguna carta de Johnson este año, ni he descubierto nada de la correspondencia que sostuvo, con excepción de dos cartas a mister Drummond… Su diario no nos da ninguna luz sobre lo que hizo en este tiempo. Pasé tres meses en Lichfield y no puedo omitir una solemne escena relatada por él:
Domingo, oct. 18, 1767. Ayer, 17 de oct., alrededor de las diez de la mañana, me despedí para siempre de mi querida y vieja amiga, Catalina Chambers, que vino a vivir con mi madre hacia 1724 y no se ha separado casi nada de nosotros desde entonces. Enterró a mi padre, a mi hermano y a mi madre. Tiene ahora cincuenta y ocho años.
Quise que todos se retiraran, y luego le dije que íbamos a separarnos para siempre; que, como cristianos, nos despediríamos con una oración, y que yo quería, si ella accedía, decir una breve oración a su lado. Expresó grandes deseos de oírme, y elevó sus pobres manos, pues estaba en la cama, con gran fervor, mientras yo rezaba, arrodillado a su lado, aproximadamente estas palabras: Todopoderoso y muy misericordioso Padre, cuya benevolencia supera a todas tus obras, contempla, visita y alivia a esta tu servidora, que está postrada por la enfermedad. Concede que el sentimiento de su debilidad añada vigor a su fe y seriedad a su arrepentimiento. Y concede que con la ayuda de tu Espíritu Santo, después de los pesares y trabajos de esta corta vida, podamos obtener todos la felicidad perdurable, por medio de Jesucristo nuestro Señor, por cuyo amor debes escuchar nuestras plegarias. Amén. Padre nuestro, etc.
Luego la besé. Ella me dijo que separarnos era la pena mayor que había sentido jamás y que esperaba que nos volveríamos a reunir en un sitio mejor. Le expresé, con los ojos hinchados y con una gran emoción enternecida, las mismas esperanzas. Nos besamos y nos separamos. Humildemente espero encontrarnos de nuevo y no separarnos más. (Pl. y medit., págs. 77-78).
Los que han sido enseñados a considerar a Johnson como un hombre de carácter duro y rígido deben leer esta escena tierna y afectiva sin prejuicios, y digan luego si más calor cordial y más agradecida ternura se encuentran con frecuencia en la naturaleza humana.
Le pregunté si, como moralista, no creía que el ejercicio de la abogacía no dañaba en alguna medida el recto sentimiento de la honestidad. JOHNSON: «De ningún modo si actuáis adecuadamente. No debéis engañar a vuestros clientes con falsas representaciones de vuestra opinión; no debéis decir mentiras a un juez». BOSWELL: «Pero ¿qué pensáis de apoyar una causa que sabéis que es mala?». JOHNSON: «Señor, no sabéis si es buena o mala hasta que el juez lo determina. He dicho que debéis exponer los hechos con limpieza; de modo que el que creáis, o, como decís, el que sepáis, que una causa es mala, tiene que ser por vuestro razonamiento, tiene que ser porque suponéis que vuestros argumentos son débiles y no concluyentes. Pero eso no es suficiente. Un razonamiento que no os convence a vosotros mismos puede convencer al juez ante quien los exponéis; y si lo convence, entonces es que estáis en el error y él en lo cierto. Su misión es juzgar; y no debéis tener confianza en vuestra propia opinión de que una causa sea mala, sino que debéis decir todo lo que podáis en favor de vuestro cliente y luego escuchar la opinión del juez». BOSWELL: «Pero, señor, afectar un calor cuando no lo sentís, y mostraros claramente de una opinión cuando tenéis en realidad otra, ¿no es una disimulación que menoscaba vuestra honestidad? ¿No hay algún peligro de que un abogado pueda ponerse la misma careta en la vida corriente, en las relaciones con sus amigos?». JOHNSON: «No, señor. Todo el mundo sabe que os pagan por afectar interés por vuestro cliente, y eso no es, propiamente, una disimulación: en el momento en que salís del Tribunal reanudáis vuestra conducta habitual. No es más posible llevar el artificio del foro a las relaciones comunes de la vida, que lo que lo es que un titiritero, que cobra por andar sobre las manos, continúe andando de ese modo cuando puede andar con sus pies».
Permaneció en Oxford bastante tiempo; yo me vi obligado a ir a Londres, donde recibí su carta, que había sido reenviada desde Escocia.
A JAMES BOSWELL. ESQ.
Mi querido Boswell:
He dejado pasar mucho tiempo sin escribirle, sin saber muy bien por qué. No podría decir por qué no escribo: pero ¿quién va a escribir a hombres que publican las cartas de sus amigos sin permiso de estos? No obstante, le escribo, a pesar de mi cautela, para decirle que me alegrará verle y que deseo que se le haya quitado Córcega de la cabeza, que creo la ha ocupado demasiado tiempo. Pero, de todos modos, estaré contento, muy contento, de verle. Soy suyo afectísimo,
SAM JOHNSON.
Oxford, 23 de marzo, 1768
Yo le contesté:
A MISTER SAMUEL JOHNSON.
Londres, 26 de abril, 1768.
Querido señor:
He recibido su última carta, que, aunque muy corta, y nada lisonjera, me dio, sin embargo, un verdadero placer, porque contiene estas palabras: «Estaré contento, muy contento, de verle». Seguramente no tiene usted ninguna razón para quejarse de que yo haya publicado ni un solo párrafo de sus cartas; la tentación de hacerlo ha sido demasiado fuerte. Una concesión irrevocable de su amistad y el haber dignificado mi deseo de visitar Córcega con el epíteto de «juiciosa y noble curiosidad», son para mí cosas más valiosas que muchos de los obsequios de los reyes.
Pero ¿cómo puede usted pedirme que «me quite de la cabeza Córcega»? Noble amigo, ¿no se conmueve usted ante una nación oprimida que lucha valientemente para ser libre? Considere con serenidad el caso. Los corsos no han recibido nunca ninguna consideración de los genoveses. Nunca han querido estar sometidos a ellos. No les deben nada, y cuando se ven reducidos a un abyecto estado de esclavitud por la fuerza, ¿no deben levantarse por la gran causa de la libertad y romper el yugo irritante? ¿Y no debe toda alma liberal sentir simpatía por ellos? ¡Vaciar mi cabeza de Córcega! ¡Vaciarla del honor, vaciarla de humanidad, de amistad, de piedad! ¡No! Mientras viva, Córcega y la causa de los valientes isleños ocuparán siempre gran parte de mi atención y siempre me interesarán del modo más sincero.
Soy
JAMES BOSWELL