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En enero de 1759 murió su madre, a la avanzada edad de noventa años, acontecimiento que le afectó profundamente; no es que «su espíritu no hubiera adquirido ninguna firmeza por la contemplación de la muerte» (Hawkins, Vida de Johnson, pág. 395), sino que su reverente afecto hacia ella no había sido abatido por los años y conservó todos sus tiernos sentimientos hasta el último período de su vida.

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A MRS. JOHNSON, EN LICHFIELD

HONORABLE SEÑORA: Las noticias que miss Porter me da de vuestra salud me traspasan el corazón. Dios os ampare y os conserve y os salve, por el amor de Jesús.

Quisiera que miss os leyera de vez en cuando la Pasión de Nuestro Salvador, y a veces las frases del servicio de la Comunión, que empiezan: Venid a mí, todos vosotros que os afanáis y tenéis pesadas cargas, y Yo os daré el descanso.

Acabo de leer un libro de Medicina que me inclina a pensar que una fuerte infusión de quina os haría bien. Probadlo, querida madre.

Os ruego que me enviéis vuestra bendición y que me perdonéis todo lo que os haya hecho mal. Y todo lo que tengáis que hacer y las deudas que tengáis que pagar primero y todo lo demás que queráis indicar, haced que miss os lo ponga por escrito; me esforzaré en obedeceros.

Tengo doce guineas para mandaros, pero desgraciadamente no sé cómo poderlas enviar esta noche. Si no puedo hacerlo esta noche, irán por el próximo correo.

Os ruego que no omitáis nada de lo que os indico en esta carta. Dios os bendiga para siempre. Soy, vuestro obligado hijo,

SAM JOHNSON.

Enero 13, 1759.

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Poco después de este acontecimiento escribió su Rasselas, Príncipe de Abisinia, respecto a cuya publicación sir John Hawkins hace conjeturas vagas y ociosas en lugar de tomarse la molestia de informarse con auténtica precisión. Para no molestar a mis lectores con la repetición de los sueños de este caballero, tengo que decir que el difunto mister Strahan, el impresor, me dijo que Johnson lo escribió con el fin de pagar con sus beneficios los gastos del funeral de su madre y algunas pequeñas deudas que esta había dejado. Él mismo dijo a sir Joshua Reynolds que lo había compuesto en las tardes de una semana, enviándolo a la imprenta en fragmentos, a medida que lo iba escribiendo, y que no lo había vuelto a leer desde entonces. Mister Strahan, mister Johnson y mister Dodsley lo compraron por cien libras, pero más tarde le pagaron veinticinco libras más, cuando se publicó una segunda edición.

Considerando las grandes sumas que se han recibido por compilaciones y por obras que no requieren mucho más talento que las compilaciones, no podemos menos que asombrarnos ante el precio verdaderamente bajo que se contentó con recibir por esta admirable obra, que, aunque no hubiera escrito nada más, habría hecho inmortal su nombre en el mundo de la literatura. Ninguno de sus escritos ha tenido tanta difusión en Europa, pues ha sido traducido a la mayoría, si no a todos los idiomas modernos. Este cuento, con todos los encantos de la imaginación oriental y toda la fuerza y belleza de que es capaz el idioma inglés, nos conduce a través de las escenas más importantes de la vida humana, y nos muestra que esta etapa de nuestro ser está llena de «vanidad y vejación del espíritu». A los que no ven más allá de la vida presente, o a los que mantienen que la naturaleza humana no ha caído del estado en que fue creada, la enseñanza de esta sublime historia no les aprovechará. Pero los que piensan acertadamente y sienten con fuerte sensibilidad escucharán con interés y admiración su verdad y sabiduría. El Cándido, de Voltaire, escrito para refutar el sistema del optimismo, que ha cumplido su finalidad con brillante éxito, es maravillosamente semejante en su plan y desarrollo al Rasselas de Johnson; es más, he oído decir a Johnson que si no hubieran sido publicados tan seguidos uno del otro, que no hay tiempo para la imitación, hubiera sido inútil negar que el plan del que salió después había sido imitado del anterior. Aunque la tesis ilustrada por ambos libros es la misma, a saber, que en nuestro estado presente hay más mal que bien, la intención de los escritores fue muy diferente. Me temo que Voltaire sólo se proponía, con desenfadada impiedad, obtener una victoria deportiva sobre la religión y desacreditar la creencia en una Providencia reguladora; Johnson se propuso, mostrando la naturaleza defectuosa de las cosas temporales, dirigir las esperanzas del hombre a las cosas eternas. Rasselas, como me hizo observar una dama muy esclarecida, puede ser considerado como un discurso más amplio y más profundamente filosófico, en prosa, sobre la interesante verdad que en su Vanidad de los deseos humanos había logrado expresar con éxito en verso.

La riqueza de pensamiento que esta obra encierra es tal, que casi cada frase puede proporcionar un tema de larga meditación. No estoy satisfecho si pasa un año sin que la haya leído de nuevo, y, a cada lectura, mi admiración por la mente que la produjo se eleva tan alto que apenas puedo creer que haya tenido la honra de gozar de la intimidad de tal hombre.

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Luego descansó con una excursión a Oxford, de la que se conserva la siguiente característica y breve referencia, con sus propias palabras: «… está ahora haciendo té para mí. He estado en bata desde que vine. Al llegar, esto me pareció completamente nuevo y hermoso. He nadado dos veces, cosa que hace muchos años no acostumbraba. He propuesto a Vansitart trepar por el escarpado, pero se ha negado. Y he aplaudido hasta cansarme el discurso del doctor King».

Su criado negro, Francis Barber, le había dejado y había pasado algún tiempo en el mar, no presionado por él, como se ha supuesto, sino con su propio consentimiento; de una carta del doctor Smollet a John Wilkes se deduce que su amo se había interesado afablemente en procurarle la liberación de un estado de vida por el que el doctor Johnson expresó siempre el mayor aborrecimiento. Decía: «No será marino ningún hombre que tenga bastante habilidad para meterse en una cárcel, pues estar en un barco es estar en una cárcel, con la posibilidad de ahogarse». (Diario de un viaje a las Hébridas). Y en otra ocasión: «En una cárcel un hombre tiene más espacio, mejor alimento y generalmente mejor compañía» (Ibíd).

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Este es para mí un año memorable, pues en él tuve la dicha de conocer a ese hombre extraordinario cuyas memorias estoy escribiendo ahora, amistad que he estimado siempre como una de las circunstancias más venturosas de mi vida. Aunque no tenía entonces sino veintidós años, durante varios había leído sus obras con deleite e instrucción y tenía la más alta reverencia por su autor, que había ido tomando en mi mente la forma de una veneración misteriosa, imaginándome un estado de solemne y elevada abstracción, en la que le suponía viviendo, en la inmensa metrópoli de Londres. Mister Gentleman, un irlandés que pasó algunos años en Escocia como actor y como maestro de inglés, un hombre cuyos talentos y valor habían sido maltratados por las desventuras, me había dado una idea de la figura y carácter del Diccionario Johnson, como se llamaba entonces generalmente a su autor, y durante mi primera visita a Londres, que duró tres meses del año 1760, mister Derrick, el poeta, amigo y paisano de Gentleman, me halagó con las esperanzas de que sería presentado a Johnson, honor que yo ambicionaba mucho. Pero nunca encontraba la oportunidad, lo que me hizo sospechar que había prometido lo que no estaba a su alcance: hasta que Johnson me dijo algunos años más tarde: «Derrick podría muy bien haberle presentado. Tenía cariño a Derrick y siento que haya muerto».

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Mister Thomas Davies, el actor, que tenía entonces una librería en Russell Street, Covent Garden, me dijo que Johnson era muy amigo suyo y que venía con frecuencia a su casa, donde más de una vez me invitó a encontrarme con él, pero algún accidente desafortunado, u otra cosa, le impidió reunirse con nosotros.

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Por fin, el lunes 16 de mayo, hallándome en el salón trasero de mister Davies, después de haber tomado el té con él y su señora, entró en la tienda, inesperadamente, Johnson; Davies, al verle avanzar hacia nosotros, a través de la puerta de cristales de la habitación donde nos hallábamos, me anunció su temible aproximación, algo a la manera de un actor en el papel de Horacio, cuando se dirige a Hamlet para anunciarle la aparición del espectro de su padre: «Mirad, milord; viene». Hallé que tenía una idea muy perfecta de la figura de Johnson por el retrato suyo pintado por sir Joshua Reynolds poco después de la publicación del Diccionario, sentado en su cómoda silla, en actitud de profunda meditación, que fue la primera pintura que su amigo le hizo y que sir Joshua me mostró muy amablemente. Mister Davies mencionó mi nombre y respetuosamente me presentó a él. Yo me encontraba muy nervioso, y recordando su prejuicio contra los escoceses, del que me habían hablado mucho, dije a Davies: «No le diga de dónde procedo». «De Escocia», exclamó Davies, arrogantemente. «Mister Johnson —dije yo—, efectivamente, soy escocés, pero no puedo evitarlo». Me complazco en jactarme de que dije esto como una broma ligera para suavizarlo y reconciliarle conmigo, y no como un rebajamiento humillante a expensas de mi país. Pero, fuera como fuera, estas palabras resultaron algo desafortunadas, pues, con la rapidez de ingenio tan notable en él, tomó la expresión «vengo de Escocia» (I come from Scotland), que yo usé en el sentido de ser de ese país, y, como si yo hubiera dicho que había venido ahora de allí, o había salido de él, replicó: «Eso, señor, me parece que es lo que muchísimos de sus compatriotas no pueden dejar de hacer». Esta salida me dejó bastante aturdido, y cuando nos hubimos sentado me sentía no poco azorado o temeroso de lo que pudiera seguir después. Entonces se dirigió a Davies: «¿Qué le parece Garrick? Me ha negado una entrada para miss Williams, porque sabe que el teatro estará lleno y que una entrada vale tres chelines». Ansioso de encontrar una oportunidad para entrar en conversación, me aventuré a decir: «Oh, señor, no creo que mister Garrick os niegue una cosa tan sin importancia». «Señor —dijo, con una mirada severa—, conozco a David Garrick mucho antes que usted y no creo que tenga usted ningún derecho a hablarme sobre el particular». Quizá merecía el palmetazo, pues fue algo presuntuoso por mi parte, un extraño por completo, expresar ninguna duda sobre la justicia de su animadversión a su antiguo amigo y discípulo. Ahora me sentía muy mortificado y empezaba a pensar que la esperanza que tanto había acariciado de obtener su amistad se había deshecho. Y, en verdad, si mi anhelo no hubiera sido tan extraordinariamente fuerte y mi resolución tan perseverante, tan áspera recepción me habría disuadido de hacer nuevos intentos. Sin embargo, por fortuna permanecí en el campo no del todo desconcertado, y tuve en seguida la recompensa de oír algo de su conversación, de la que conservé la siguiente breve minuta, sin señalar las preguntas y observaciones que daban lugar a sus palabras.

«Hay gente que imagina que un autor es más grande en la vida privada que otros hombres. Los seres extraordinarios requieren oportunidades extraordinarias para ponerse a prueba».

«En la sociedad bárbara la superioridad de dotes tiene una importancia real. Una gran fuerza o una gran sabiduría tiene mucho valor para el individuo. Pero en tiempos más civilizados hay gente que lo hace todo por dinero, y entonces hay cierta cantidad de otras superioridades, tales como las del nacimiento y la fortuna y del rango, que disipan la atención de los hombres y no dejan ninguna porción extraordinaria de respeto para la superioridad intelectual y personal. Esto está sabiamente ordenado por la Providencia para conservar alguna igualdad entre los hombres».

«Señor, este libro (Los elementos de crítica, que había cogido) es un bonito ensayo y merece ser tenido en alguna estimación, aunque mucho de él es quimérico».

Hablando de uno que con una audacia mayor que la corriente atacaba las medidas públicas y la familia real, dijo: «Creo que no tiene miedo a la ley, pero es un truhán abusador, y en vez de dirigirme a la Justicia para que lo castigue, le mandaría media docena de lacayos para que le dieran una buena zambullida».

«La idea de libertad divierte al pueblo inglés y le ayuda a librarse del tedium vitae. Cuando un carnicero os dice que su corazón sangra por su país, no tiene, en realidad, ninguna preocupación».

… … … … … … … … …

Estaba altamente complacido del extraordinario vigor de su conversación y lamenté tener que irme debido a un compromiso en otro lugar. Una parte de la tarde me había quedado solo con él, aventurándome de vez en cuando a hacer una observación, que él recibía muy cortésmente, de suerte que me convencí de que, aunque hubiera rudeza en su carácter, no había mala intención. Davies me siguió hasta la puerta, y cuando me lamenté un poco ante él de los duros golpes que el gran hombre me había dado, amablemente se puso a consolarme, diciendo: «No se preocupe. He podido observar que os ha cogido simpatía».

Pocos días después visité a Davies y le pregunté si creía que podría tomarme la libertad de presentar mis respetos a mister Johnson en sus habitaciones del Temple. Me dijo que podía hacerlo, sin duda, y que mister Johnson lo tomaría como una deferencia. En vista de ello, el martes 24 de mayo, después de animarme con las ingeniosas salidas de Thorton, Wilkes Churchill y Lloyd, con los que había pasado la mañana, me fui audazmente a casa de Johnson. Sus habitaciones estaban en el primer piso del número 2, Inner Temple Lane, y entré en ellas con la impresión que me había dado el reverendo doctor Blair, de Edimburgo, que había sido presentado a él no mucho antes, y decía que había «encontrado al Gigante en su guarida», expresión que, cuando tuve más amistad con Johnson, le repetí, regocijándose ante esta pintoresca descripción de sí mismo. El doctor Blair había sido presentado por el doctor James Fordyce. Por esta época la controversia referente a las composiciones publicadas por James Macpherson, como traducciones de Ossiam, estaba en su punto culminante. Johnson había negado siempre su autenticidad, y, lo que era todavía más ofensivo para los admiradores de aquellas, sostenía que no tenían ningún valor. Sacada la conversación por el doctor Fordyce, el doctor Blair, fiándose de la evidencia íntima de su antigüedad, preguntó al doctor Johnson si creía que un hombre moderno podía haber escrito tales poemas. Johnson respondió: «Sí, señor; muchos hombres, muchas mujeres y muchos niños». Johnson no sabía entonces que el doctor Blair acababa de publicar una disertación no sólo defendiendo la autenticidad, sino colocándolas al lado de los poemas de Homero y Virgilio, y cuando luego se enteró de esta circunstancia, expresó su disgusto por el hecho de que el doctor Fordyce hubiera sacado la conversación sobre el particular, y dijo: «No siento que hayan tenido esa recompensa por sus trabajos. Es como si lo llevan a uno a hablar de un libro cuando el autor está escondido detrás de la puerta».

Me recibió muy cortésmente, pero hay que confesar que su piso, sus muebles y su vestido de mañana eran bastante ordinarios. Su traje, oscuro, parecía muy raído; tenía puesta una pequeña peluca vieja estropeada y sin empolvar, demasiado pequeña para su cabeza; el cuello de la camisa y las rodilleras, sin abrochar; sus medias negras de estambre, caídas, y tenía unos zapatos sin hebillas a guisa de pantuflas. Pero todos estos detalles descuidados se olvidaban desde el momento en que empezó a hablar. Algunos señores, a quienes no recuerdo, se hallaban con él, y cuando se marcharon me levanté yo también; pero él me dijo: «No; no se vaya». «Señor —le dije—, temo molestarle. Es una gran benevolencia el permitirme escucharle». Pareció contento del cumplido, que sinceramente le tributé, y contestó: «Señor, soy yo el obligado a quien me visita».

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Me dijo que generalmente salía a las cuatro de la tarde y que raras veces venía a casa antes de las dos de la madrugada. Me tomé la libertad de preguntarle si no creía que era malo vivir así y no sacar más partido de sus grandes talentos. Reconoció que era una mala costumbre. Al revisar, a la distancia de muchos años, mi diario de esa época, me pregunto cómo, en mi primera visita, me aventuré a hablarle con tanta desenvoltura, y cómo lo soportó con tanta indulgencia.

Antes de despedimos fue tan amable que me prometió honrarme con su compañía una tarde en mi alojamiento, y cuando me marché me estrechó cordialmente la mano. Es caso innecesario añadir que sentí no poco júbilo al ver tan felizmente anudada una relación que tanto tiempo había ambicionado.

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Encontrándole de buen humor y deseando aprovecharme de la oportunidad que felizmente se me brindaba de consultar a un sabio —para oír cuya palabra me imaginaba yo, en el ardor de la fantasía juvenil, que los hombres llenos de noble entusiasmo por el mejoramiento intelectual vendrían alegremente desde países distantes—, le abrí mi corazón ingenuamente, dándole un breve bosquejo de mi vida, que se dignó escuchar con gran atención.

Reconocí que, aunque educado muy estrictamente en los principios de la religión, había andado descarriado algún tiempo, pero ahora había llegado a una mejor manera de pensar y estaba plenamente satisfecho de la verdad de la revelación cristiana, aunque no veía con claridad todos los puntos que se consideran como ortodoxos. Habiendo sido en todo tiempo un curioso investigador de la mente humana, y complacido por mi sincera exposición, me dijo con calor: «Déme la mano; le he tomado afecto». Luego empezó a discurrir sobre la fuerza del testimonio y sobre lo poco que podemos saber respecto a las causas finales, por lo cual las objeciones: ¿Por qué fue así?, o ¿Por qué no fue así?, no debían preocuparnos; añadiendo que él mismo había sido, en un tiempo, culpable de un temporal desdén de la religión, pero que tal cosa no había sido el resultado de un razonamiento, sino mera ausencia de pensamiento.

Después de haber dado crédito a los relatos sobre su fanatismo me quedé agradablemente sorprendido cuando expresó el siguiente sentimiento verdaderamente liberal, que tiene el valor adicional de eliminar una objeción a nuestra santa religión, fundada en los credos discordantes de los mismos cristianos: «Por mi parte, señor, creo que todos los cristianos, sean papistas o protestantes, coinciden en los principios esenciales y que sus diferencias son triviales y más bien políticas que religiosas».

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El martes 5 de julio visité de nuevo a Johnson. Me dijo que había mirado los poemas de un escritor bastante copioso, mister (ahora doctor) John Ogilvie, uno de los sacerdotes presbiterianos de Escocia, que habían salido últimamente, pero no pudo encontrar nada de pensamiento en ellos. BOSWELL: «¿No hay en ellos imaginación, señor?». JOHNSON: «Sí, hay en ellos lo que fue imaginación, pero que es tanta imaginación suya como lo que hay del sonido en el eco. Y su dicción tampoco es propia. Hace mucho que hemos visto la cándida inocencia y las hidromieles floridas».

Hablando de Londres, dijo: «Señor, si usted desea tener una idea justa de la magnitud de esta ciudad, no debe contentarse con ver sus grandes calles y plazas, sino que debe recorrer las innumerables callejuelas y rincones. No es en las notorias evoluciones de los edificios, sino en la multiplicidad de viviendas humanas que se hallan aglomeradas, donde reside la maravillosa inmensidad de Londres». Con frecuencia me he entretenido pensando en el lugar tan diverso que es Londres para las diferentes personas. Aquellos cuyas estrechas mentes se limitan a la consideración de un fin particular lo ven sólo a través de esa lente. Un político lo considera meramente como la sede del Gobierno en sus diferentes departamentos; un ganadero, como un inmenso mercado para el ganado; un comerciante, como un lugar donde se realizan una prodigiosa cantidad de operaciones mercantiles; un aficionado al teatro, como el centro de las grandes representaciones teatrales; un hombre de placer, como un conjunto de tabernas y el gran emporio de las damas de virtud acomodaticia. Pero el intelectual se queda anonadado ante él como un conjunto de la totalidad de la vida humana en toda su variedad, cuya contemplación es inagotable.

El miércoles 6 de julio se había comprometido a cenar conmigo en mi alojamiento de Downing Street, Westminster. Pero la noche anterior mi posadero se había comportado muy groseramente conmigo y con algunas personas que me acompañaban, por lo que decidí no pasar otra noche en su casa. Estaba enormemente preocupado ante el desaguisado que haría a Johnson y a los demás señores que había invitado al no poderlos recibir en casa y tener que encargar la cena en The Mitre. Fui a casa de Johnson por la mañana y le hablé de ello como de una desgracia terrible. Se rió, y dijo: «Piense en lo insignificante que parecerá esto dentro de un año». Si esta consideración se aplicara a la mayor parte de los minúsculos incidentes molestos de la vida, por los que nuestra tranquilidad es estropeada a menudo, impediríamos muchas sensaciones penosas. Lo he probado frecuentemente con buen resultado. «No implica nada este enorme infortunio; es más, estaremos mejor en The Mitre», añadió. Le dije que había estado en la oficina de sir John Fielding, quejándome de mi posadero, y que me habían informado que aunque había contratado mi departamento por un año, podía, probando su mala conducta, dejarlo cuando quisiera, sin pagar renta desde el día que me fuera. La fertilidad de la mente de Johnson era capaz de mostrarse en una cuestión minúscula como esta: «Bueno, señor; supongo que esa es la ley, puesto que se lo han dicho a usted en Bow Strett. Pero si su casero pudiera obligarle a cumplir el contrato y las habitaciones fueran suyas durante el año, usted puede sin duda usarlas como le parezca mejor. Por lo tanto, puede usted alojar a dos guardias de Corps o puede mandar al mayor truhán que pueda encontrar; o puede usted decir que tiene que hacer algunos experimentos de filosofía natural y puede quemar una gran cantidad de asa fétida en su casa».

Esa noche tuve como huéspedes en la taberna The Mitre al doctor Johnson, al doctor Goldsmith, a mister Thomas Davies, mister Eccles, caballero irlandés, por cuya agradable compañía estoy obligado a mister Davies, y el reverendo mister John Ogilvie, que tenía deseos de estar en la compañía de mi ilustre amigo, mientras yo, a mi vez, estaba orgulloso de tener el honor de mostrar a un paisano mío el grado de amistad que mister Johnson me permitía tener con él.