Sir Joshua me contó una anécdota, agradable y característica de Johnson, de la época en que entablaron amistad. Habían ido juntos una tarde a casa de Miss Cotterells, y entraron la entonces duquesa de Argyle y otra dama de alto rango. Johnson creyó que la gente de la casa se dejaba acaparar demasiado por ellas, y que él y su amigo eran desdeñados, como gente inferior, de la que se sentían un poco avergonzados, y se puso colérico. Y resuelto a herir su supuesto orgullo, haciendo que sus visitantes imaginaran que su amigo y él eran efectivamente gente inferior, se dirigió en tono alto a mister Reynolds, diciendo: «¿Cuánto cree usted que podríamos hacer en una semana si trabajáramos todo lo más que pudiéramos?», como si hubieran sido obreros manuales corrientes.
Su amistad con Bennet Langton, Esq., de Langton en Lincolnshire, comenzó a poco de la terminación de su Vagabundo, que aquel caballero, entonces joven, había leído con tanta admiración que vino a Londres principalmente con el propósito de tratar de ser presentado al autor. Por un azar afortunado, se alojó en una casa visitada frecuentemente por mister Levett; al enterarse la dueña de la casa de este deseo, lo presentó a mister Levett, quien obtuvo rápidamente permiso de Johnson para llevar con él a mister Langton; pues Johnson, efectivamente, durante toda su vida, no tuvo ninguna esquivez, ni real ni afectada, siendo de fácil acceso para todo el que fuera debidamente recomendado, e incluso deseaba ver a los miembros de su levée, como su círculo amistoso matutino podía, con estricta propiedad, ser denominado. Mister Langton se quedó muy sorprendido cuando el sabio se presentó por primera vez. No había tenido la menor insinuación respecto a su figura, vestimenta o modales. De la lectura de sus escritos había deducido que se encontraría con un filósofo decente, bien vestido; en una palabra, con un filósofo señaladamente decoroso. En vez de lo cual, bajando de su alcoba, hacia el mediodía, se presentó de pronto una inmensa figura grotesca, con una pequeña peluca negra, que apenas cubría su cabeza, y sus prendas de vestir colgadas al desgaire. Pero su conversación era tan rica, tan animada y tan vigorosa, y sus ideas religiosas y políticas tan análogas a aquellas en que Langton había sido educado, que sintió hacia él aquel afecto y aquella veneración que siempre le conservó. Johnson no sintió con menor rapidez cariño por Langton, por ser de una familia muy antigua, pues yo le he oído decir con placer: «Langton, señor, tiene una concesión gratuita de un vivar desde Enrique II, y el cardenal Esteban Langton, del reinado del rey Juan, era de su familia».
Johnson estuvo algún tiempo con Beauclerk en su casa de Windsor, donde se entretuvo en hacer experimentos de filosofía natural. Un domingo, en que el tiempo era muy bueno, Beauclerk lo conquistó tontamente para que estuviera dando vueltas por los alrededores toda la mañana. Fueron a un cementerio, en la hora del servicio divino, y Johnson se sentó cómodamente en una de las sepulturas. «Ahora, señor, estáis como el aprendiz ocioso de Hogarth». Cuando Johnson obtuvo su pensión, Beauclerk le dijo con la humorística frase de Falstaff: «Espero que ahora os purguéis y viváis limpiamente como un caballero».
Una noche en que Beauclerk y Langton habían cenado en una taberna en Londres, quedándose hasta las tres de la mañana, se les metió en la cabeza ir a casa de Johnson y ver si podían convencerlo para que se fuera con ellos a dar una vuelta. Llamaron violentamente en las puertas de sus habitaciones en el Temple, hasta que por fin apareció en camisa, con su pequeña peluca negra en la coronilla, en lugar de gorro de noche, y un espetón en la mano, imaginándose, probablemente, que algunos rufianes venían a atacarle. Cuando descubrió quiénes eran y le dijeron lo que querían, sonrió, y con muy buen humor asintió a sus demandas: «¡Vamos, sois vosotros, perros malos! Voy a dar una vuelta con vosotros». Se vistió en seguida y salieron juntos a Covent-Garden, donde los verduleros y fruteros estaban empezando a ordenar sus cestos, recién llegados del campo. Johnson hizo algunos intentos para ayudarlos; pero los honestos hortelanos se quedaron tan asombrados ante su figura y maneras y ante la extraña interferencia, que se dio cuenta en seguida de que sus servicios no eran aceptados. Luego se marcharon a una de las tabernas vecinas e hicieron una escudilla de ese licor llamado Obispo, que había gustado siempre a Johnson, mientras con alegre desprecio del sueño, del que había sido sacado, repetía las festivas estrofas:
¡Breve, oh, breve sea, pues, tu reino,
y danos al mundo de nuevo!
No se detuvieron allí mucho, sino que siguieron hasta el Támesis, tomaron un bote y remaron hasta Billingsgate. Beauclerk y Johnson estaban tan encantados de la juerga que decidieron continuarla el resto del día, pero Langton los abandonó, porque estaba comprometido a almorzar con algunas jóvenes. Johnson se burló de él por «dejar a sus amigos para reunirse con un grupo de estúpidas muchachas sin ideas en la cabeza». Enterado Garrick de esta aventura, le dijo con viveza: «Me he enterado de tu juerga de la otra noche, saldrás en el Chronicle». A lo que Johnson observó después: «Él no se atrevía a hacer una cosa semejante. Su mujer no se lo permitiría».
Lord Chesterfield, a quien Johnson ha concedido el alto tributo de dirigir el Plan de su Diccionario, se había comportado con él de un modo que suscitaba su desprecio e indignación. El mundo se había divertido durante muchos años con una historia contada confidencialmente, y repetida del mismo modo con detalles añadidos, relativa a que Johnson se tomó un disgusto repentino en una ocasión en que estuvo esperando mucho tiempo en la antecámara de Su Señoría, debido a que aquel tenía gente con él, y que por fin, cuando la puerta se abrió, salió Colley Cibber, y que Johnson se irritó tanto cuando vio por quién había sido excluido durante tanto rato, que se marchó encolerizado y no volvió nunca más. Recuerdo haber referido esta historia a lord Lyttelton, que me dijo tenía mucha intimidad con lord Chesterfield, y admitiendo tal sucedido como cierto, defendió a lord Chesterfield, diciendo que «Cibber, que había sido introducido familiarmente por la escalera trasera, no había estado con él probablemente más de diez minutos». Puede parecer extraño que se dude siquiera de una historia que ha circulado tanto y durante tanto tiempo, y ha sido implícitamente admitida, si no sancionada, por la autoridad que he aludido, pero el mismo Johnson me ha asegurado que no tenía el menor fundamento. Me dijo que nunca había habido un incidente que diera lugar a una diferencia entre lord Chesterfield y él, pero que el continuo desdén de Su Señoría era la razón por la que había decidido no tener ninguna relación con él. Cuando el Diccionario estaba en vísperas de publicarse, lord Chesterfield, que, según se decía, tenía la esperanza de que Johnson se lo dedicase, intentó de un modo cortés suavizar las cosas e insinuarse con el sabio, consciente, según parece, de la fría indiferencia con que había tratado a su docto autor; luego intentó reconciliarse con él, escribiendo dos artículos en El Mundo recomendando la obra, y debe confesarse que contienen algunos cumplidos estudiados, tan finamente ordenados, que si no hubiera habido ofensa previa, es probable que Johnson se hubiera quedado muy complacido. El elogio, en general, le agradaba, pero el elogio de un hombre de rango y de modales elegantes le satisfacía particularmente.
Esta argucia cortesana no logró su efecto. Johnson, que pensaba que «todo era falso y hueco», despreció las melosas palabras y hasta se indignó de que lord Chesterfield se hubiera imaginado, por un momento, que podía engañarlo con tal artificio. Las palabras que me dijo respecto a lord Chesterfield, en esta ocasión, fueron: «Señor, después de hacer grandes protestas de fe, durante muchos años no se ha ocupado para nada de mí; pero cuando mi Diccionario iba a salir escribió una nota en El Mundo acerca de él. En vista de lo cual le escribí una carta concebida en términos corteses, pero de tal modo que sirviera para indicarle que no hacía caso de lo que decía o escribía, y que había terminado con él».
Esta es la famosa carta de la que tanto se ha hablado y que tanta curiosidad ha despertado durante mucho tiempo, sin ser satisfecha. Muchos años vine solicitando de Johnson el favor de una copia, para que tan excelente composición no se perdiera para la posteridad. Fue retrasando el momento de dármela, hasta que, por fin, en 1781, cuando nos hallábamos de visita en casa de mister Dilly, en Southill, en Bedfordshire, se dignó dictármela de memoria. Luego encontró entre sus papeles una copia de ella, que había dictado a mister Baretti, con su título y correcciones, de su propia mano. Esta se la dio a mister Langton, añadiendo que si fuera a imprimirse, deseaba que lo fuera de esa copia. Por la amabilidad de mister Langton puedo enriquecer mi obra con una transcripción perfecta de lo que el mundo tan ardientemente ha deseado ver:
AL HONORABLE CONDE DE CHESTERFIELD
Febrero 7, 1755.
Milord:
He sido informado últimamente, por el propietario de El Mundo, que dos artículos en los que mi Diccionario es recomendado al público fueron escritos por Su Señoría. Ser distinguido de tal modo es un honor, que, estando tan poco habituado a favores de los grandes, no sé bien cómo recibir, o en qué términos reconocer.
Cuando, después de algún leve aliento, visité por primera vez a Su Señoría, me quedé subyugado, como el resto de la humanidad, por el encanto de vuestro trato, y no podía reprimir el deseo de poder jactarme de ser le vainqueur du vainqueur de la terre, de que yo pudiera obtener aquella consideración por la que veo luchar al mundo; pero hallé a mi público tan poco animado, que ni el orgullo ni la modestia me dejaban continuar. Cuando una vez me dirigí a Su Señoría en público, agoté todo el arte de agradar que un erudito retraído y no cortesano puede poseer. Había hecho todo lo que podía; y nadie se complace en que todo lo suyo sea desdeñado, por poco que sea.
Siete años han transcurrido ya, milord, desde que esperé en vuestras habitaciones exteriores, o fui rechazado de vuestra puerta, durante cuyo tiempo he ido prosiguiendo mi obra en medio de dificultades, de las que es inútil quejarse, y la he podido traer, por fin, al borde de su publicación, sin un acto de asistencia, una palabra de aliento o una sonrisa de favor. Tal trato no lo esperaba, pues nunca había tenido un protector.
El pastor de Virgilio conoció, por último, al Amor, y era un nativo de las rocas.
¿No es un protector, milord, uno que mira con indiferencia a un hombre que está luchando por la vida en el agua y, cuando ha llegado a tierra, le embaraza con su ayuda? El interés que se ha dignado tomar por mis trabajos, si hubiera sido temprano, hubiera sido amable; pero ha sido demorado hasta el momento en que soy indiferente y no puedo gozar de él; hasta el momento en que soy un solitario y no puedo comunicarle; hasta el momento en que soy conocido y no lo necesito. Espero que no sea una aspereza cínica el no confesar obligaciones cuando no se ha recibido ningún beneficio, o el no estar dispuesto a que el público me considere como debiendo a un protector lo que la Providencia me ha permitido hacer por mí mismo.
Habiendo continuado mi obra hasta aquí con tan poca obligación a cualquier favorecedor de la cultura, no me sentiré desilusionado, aunque haya de concluirla con menos obligaciones, si menos fueran posibles; pues hace tiempo que desperté de ese sueño de la esperanza, en el que una vez alardeó con tanto alborozo, milord, el más humilde, el más obediente servidor de Vuestra Señoría,
SAM JOHNSON.
Johnson encontró este año un intervalo de descanso para hacer una excursión a Oxford con el fin de consultar la biblioteca de allí.
De su conversación en Oxford durante ese tiempo, mister Warton conservó y me comunicó el siguiente relato: «Por la tarde frecuentemente dábamos largos paseos desde Oxford hasta el campo, volviendo para cenar. Una vez, en nuestro camino hacia casa, vimos las ruinas de las abadías de Oseney y Rewley, cerca de Oxford. Después de una hora de silencio, por lo menos, Johnson dijo: “¡Las contemplé con indignación!”. Habíamos tenido una larga conversación sobre los edificios góticos, y al hablar de la forma de las antiguas salas, dijo: “En estas salas la chimenea estuvo siempre antiguamente en el centro de la habitación, hasta que los whigs la llevaron a un lado”. Por esta época hubo una ejecución de dos o tres criminales en Oxford, un lunes. Poco después, un día, en la comida, yo estaba diciendo que mister Swinton, el capellán de la cárcel y también frecuente predicador ante la Universidad, un hombre docto, pero a menudo irreflexivo y distraído, predicó el sermón de la condena sobre el arrepentimiento, ante los convictos, el día anterior, domingo, y que, al final, dijo a su auditorio que el resto de lo que tenía que decir sobre la cuestión lo daría el domingo siguiente. Ante lo cual, uno de los que estaban con nosotros, doctor en Teología, y un hombre práctico, a modo de disculpa para mister Swinton, observó con gravedad que probablemente había predicado el mismo sermón ante la Universidad: “Sí, señor —dijo Johnson—, pero la Universidad no va a ser ahorcada a la mañana siguiente”».
Mister Andrew Millar, librero del Strand, tomó principalmente a su cargo la tarea de dirigir la publicación del Diccionario de Johnson, y como la paciencia de los propietarios se cansó repetidamente y casi se agotó ante la esperanza de que la obra sería completada en el plazo que Johnson había supuesto confiadamente, el doctor y autor fue a menudo aguijoneado para que se diera prisa, muy especialmente porque había recibido todo el dinero, por diferentes letras de cambio, bastante tiempo antes de haber acabado su tarea. Cuando el recadero que llevó la última hoja a Millar volvió, Johnson le preguntó: «Bien, ¿qué dijo?». «Señor —contestó el recadero—, dijo: “¡Gracias a Dios que he terminado con él!”». «Me alegra —replicó Johnson con una sonrisa— que dé gracias a Dios por algo».
Publicado, por fin, el Diccionario, con una Gramática y una Historia de la lengua inglesa, en dos volúmenes en folio, el mundo contempló con asombro una obra tan gigantesca llevada a cabo por un hombre, mientras otros países habían pensado que tales empresas sólo son adecuadas para Academias enteras. A pesar de lo vasto de sus facultades, no puedo menos de pensar que su imaginación le engañó al hacerle suponer que con la constante aplicación podía haber realizado la tarea en tres años. Léase atentamente el Prefacio, en el que se da, con un estilo claro, fuerte y apasionado, una amplia, aunque particular, visión de lo que había llevado a cabo, y aparecerá con evidencia que el tiempo que empleó en hacerlo fue relativamente corto.
Tiene, sin duda, que parecer extraño que la conclusión de su Prefacio esté expresada en términos tan desalentados, cuando se considera que el autor tenía entonces sólo cuarenta y seis años. Pero tenemos que atribuir su lúgubre humor al lastimoso estado de depresión a que estaba sometido por su naturaleza y que se vio agravado con la muerte de su mujer dos años antes. He oído hacer a una dama de alcurnia y elegancia la ingeniosa observación de que «su melancolía se hallaba entonces en su punto culminante». Dios tuvo a bien concederle casi treinta años más de vida después de este tiempo, y una vez que se encontraba con un humor plácido, se vio obligado a reconocer que había gozado de días más felices y había tenido muchos más amigos, después de aquel sombrío día, que antes.
Es una triste expresión de que «la mayor parte de aquellos a quienes deseaba agradar habían ido a la sepultura», y su caso, a los cuarenta y cinco años, era singularmente infeliz, o, por lo menos, el círculo de sus amigos era muy reducido. He pensado a menudo que, puesto que la longevidad es deseada generalmente y, según creo, generalmente esperada, sería juicioso estar aumentando continuamente el número de nuestros amigos para que la pérdida de unos pueda ser suplida por otros. La amistad, “el vino de la vida”, debía, como una bodega bien provista, ser renovada continuamente, y es consolador pensar que, aunque raras veces podemos añadir algo que iguale a los generosos primeros brotes de nuestra juventud, la amistad envejece, sin embargo, de modo insensible, en mucho menos tiempo de lo que comúnmente se imagina, y no hace falta muchos años para que adquieran madurez y sabor grato. El calor, sin duda, origina una diferencia considerable. Hombres de temperamento afectivo y de la imaginación exaltada se funden mucho más pronto que los fríos e insensibles.
La proporción que he tratado ahora de ilustrar fue, en un período subsiguiente de su vida, la opinión del mismo Johnson. Él decía a sir Joshua Reynolds: «Si un hombre no hace nuevas amistades a medida que avanza en la vida, pronto se encontrará solo. El hombre, señor, debe mantener su amistad en constante reparación».
Este año reanudó su proyecto de dar una edición de Shakespeare con notas. Publicó unos Propósitos de considerable longitud, en los que mostraba que conocía perfectamente bien la variedad de investigaciones que tal empresa requería; pero su indolencia le impidió proseguir la tarea con esa diligencia que permite reunir esos datos dispersos que el genio, por agudo, penetrante y luminoso que sea, no puede descubrir por su propia fuerza. Es de notar que en esta época su actividad imaginativa era por el momento tan vigorosa que prometió que su obra se publicaría antes de la Navidad de 1757. No obstante, transcurrieron nueve años antes de que viera la luz. Las angustias de la producción habían sido severas y remitentes, y, por último, podemos casi concluir que la operación cesárea fue practicada por el cuchillo de Churchill, cuya sangrienta sátira obligó a los amigos de Johnson a instarle a que acelerara la terminación de la obra.
Echó a los suscriptores el anzuelo,
Y cogió su dinero; pero ¿dónde está el libro?
No importa dónde; el sabio temor —lo sabemos—
Impide robar a un enemigo;
Pero ¿qué, para servir nuestros privados fines,
Prohíbe el abusar de nuestros amigos?
(El espectro, III, 801).
Por esta época le ofrecieron un beneficio de considerable importancia en Lincolnshire si se sentía inclinado a entrar en las órdenes sagradas. Era una rectoría en la donación de mister Langton, el padre de su tan estimado amigo. Pero no lo aceptó; en parte, creo que por un motivo de conciencia, al estar persuadido de que su temperamento y hábitos le hacían inadecuado para esa instrucción asidua y familiar de la gente vulgar e ignorante que, según él, era un deber esencial de un clérigo, y en parte porque su amor a la vida de Londres era tan fuerte que se hubiera considerado desterrado en cualquier otro lugar, sobre todo en el campo. Cualquiera que desee ver desarrollados sus argumentos sobre el asunto con toda su fuerza puede hojear el Aventurero, número 126.