LA VIDA DEL DOCTOR
SAMUEL JOHNSON

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Escribir la vida de quien ha superado a todos los hombres en escribir las vidas de otros y que, ya consideremos por sus dotes extraordinarias, o sus diversas obras, ha sido igualado por pocos en cualquier época, es una tarea ardua y, por lo que a mí respecta, acaso pueda considerarse presuntuosa.

Si el doctor Johnson hubiera escrito su propia vida, de conformidad con la opinión expresada por él de que cada hombre es quien puede escribir mejor su propia vida; si hubiera empleado en la conservación de su propia historia esa claridad en la narración y esa elegancia de lenguaje con que ha embalsamado a tantas personas eminentes, el mundo habría tenido probablemente el ejemplo más perfecto de biografía que haya existido jamás. Pero, aunque, en diferentes ocasiones, de modo inconstante, se dedicó a escribir muchos particulares del progreso de su mente y de sus aventuras, nunca tuvo la suficiente diligencia para darles la forma de una composición regular. De estos memoriales, unos cuantos han sido conservados, pero la mayor parte fueron entregados por él a las llamas unos días antes de su muerte.

Como yo tuve el honor y la dicha de disfrutar de su amistad durante más de veinte años; como tuve constantemente mi vista ante el propósito de escribir su vida; como él sabía esto perfectamente y de vez en cuando satisfacía con amabilidad mis curiosidades, relatándome las incidencias de sus años juveniles; como adquirió cierta facilidad para recordar sus conversaciones y asiduamente las anotaba, conversaciones cuyo extraordinario vigor y vivacidad constituían uno de los primeros rasgos de su carácter; y como no he ahorrado trabajo para reunir materiales referentes a él de todos los lugares donde descubría que podían encontrarse y he sido favorecido con las más liberales comunicaciones por parte de sus amigos, me hago la ilusión de que pocos biógrafos se han dado a una obra semejante con más ventaja que yo, dejando a un lado los talentos literarios, en los cuales no tengo la vanidad suficiente para compararme con algunos grandes nombres que me han precedido en esta clase de obras.

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Samuel Johnson nació en Lichfield, Staffordshire, el 18 de septiembre de 1709, y su iniciación en la Iglesia cristiana no fue demorada, pues su bautizo está registrado en la parroquia de Santa María de dicha ciudad como realizado el día de su nacimiento; su padre aparece con el calificativo de gentleman, y un apologista ingenuo le ha alabado por no mostrarse orgulloso de esta circunstancia, cuando la verdad es que el apelativo de gentleman, aunque ahora perdido en la promiscua calificación de esquive, era adoptado comúnmente por los que no podían alardear de nobleza. Su padre fue Michael Johnson, natural de Derbyshire, de extracción oscura, que se estableció en Lichfield como librero y papelero. Su madre fue Shara Ford, descendiente de una antigua estirpe de labradores acomodados de Warwickshire. Eran ya maduros cuando se casaron y sólo tuvieron dos hijos, ambos varones: Samuel, el primogénito, que vivió para ser el carácter ilustre cuyas diversas excelencias voy a tratar de referir, y Nathaniel, que murió a los veinticinco años.

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Del poder de su memoria, que toda su vida poseyó en un grado casi increíble, el siguiente ejemplo temprano me fue contado en su presencia en Lichfield en 1776, por su hijastra, mistress Lucy Porter, que lo tenía de la madre de este. Cuando todavía llevaba falditas y ya había aprendido a leer, mistress Johnson le puso una mañana en las manos el Libro de Rezos, le señaló la colecta del día y le dijo: «Sam, tienes que aprenderte esto de memoria». Se marchó al piso de arriba, dejándole para que lo estudiara; en el momento en que llegaba al segundo piso, oyó que le seguía: «¿Qué te pasa?», dijo. «Puedo decirlo ya», contestó el chico, y lo repitió claramente, aunque no podía haberlo leído más de dos veces.

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Quien primero le enseñó a leer inglés fue la señora Oliver, una viuda que tenía una escuela para niños en Lichfield. Él me contó que ella sabía leer la letra gótica y le dijo que le pidiera a su padre una biblia gótica para ella. Cuando Johnson se iba a marchar a Oxford, la maestra vino a despedirlo; le llevó, con la sencillez de su cariño, un regalo de pan de jengibre, diciéndole que era el mejor alumno que había tenido. Él se complacía en contar este elogio precoz, añadiendo, con una sonrisa, «que era la prueba más alta de su mérito que podía él imaginar». Su segundo profesor de inglés fue un maestro, al que, cuando me hablaba de él, llamaba familiarmente Tom Brown, quien —según me dijo— «publicó un abecedario y lo dedicó al Universo; pero me temo que no pueda hallarse ahora ningún ejemplar».

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Solía mencionar un ejemplo curioso de cómo se dedicó casualmente a la lectura, de niño. Creyendo que su hermano había escondido unas manzanas detrás de un gran infolio, en un estante alto de la tienda de su padre, se subió para buscarlas. Allí no había manzanas, pero el gran infolio resultó ser de Petrarca, a quien había visto mencionado, en algún prefacio, como uno de los restauradores de la cultura. Excitada de este modo su curiosidad, se sentó con avidez y leyó una gran parte del libro. Lo que leyó durante estos dos años —me decía— no eran obras de mero entretenimiento: «No viajes por mar o por tierra, sino toda la literatura, señor, todos los escritores antiguos, todos los grandes, aunque pocos griegos; sólo algo de Anacreonte y Hesíodo; pero de esta forma irregular —añadía— había echado la vista sobre muchísimos libros que no eran comúnmente conocidos en las Universidades, donde raramente leían otros libros que los que ponían en sus manos los profesores; de modo que cuando llegué a Oxford, el doctor Adams, entonces maestro del Pembroke College, me dijo que yo era el mejor calificado para entrar en la Universidad de cuantos habían venido hasta entonces».

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Como quiera que sea, fue a Oxford y entró como estudiante de segunda clase del Pembroke College el 31 de octubre de 1728, cuando tenía diecinueve años.

El reverendo doctor Adams, que posteriormente dirigió el Pembroke College con la estimación general, me contó que había estado presente y me relató algo de lo que pasó la noche de la llegada de Johnson a Oxford. Aquella tarde, su padre, que le había acompañado lleno de ansiedad, halló la manera de presentarlo a mister Jorden, que iba a ser su preceptor. Esto de ponerle bajo la dirección de un preceptor nos recuerda lo que dice Wood de Robert Burton, autor de la Anatomía de la melancolía, cuando fue elegido alumno del Christ Church: «Por respeto a la fórmula, aunque no necesitaba preceptor, fue puesto bajo la tutela del doctor Juan Bancroft, luego obispo de Oxford».

Su padre parecía darse plena cuenta de los méritos de su hijo y dijo a los reunidos que era un buen erudito, y poeta, y que escribía versos latinos. Su figura y sus modales parecieron extraños; pero él se comportaba modestamente y permanecía callado, hasta que por algo que surgió en el curso de la conversación, metió baza y citó a Macrobio; de este modo dio la primera impresión de aquella extensa lectura a que se había dedicado.

Su preceptor, mister Jorden, miembro del Pembroke, no era, según parece, un hombre de los talentos que se creerían necesarios para ser maestro de Samuel Johnson, quien me hizo la siguiente descripción de él: «Era un hombre muy valioso, pero pesado, y no saqué mucho provecho de sus enseñanzas. En realidad, no le hice mucho caso. Al día siguiente de llegar al colegio, le esperé, y luego me fui a la calle a las cuatro. Al sexto día, mister Jorden me preguntó por qué no le esperaba. Le contesté que había estado corriendo en el parque del Christ Church; y esto se lo dije con la misma monchalance con que se lo estoy diciendo a usted ahora. No tenía la menor idea de que estuviera haciendo nada malo o irreverente con mi tutor». BOSWELL: «Eso, señor, era gran fortaleza de espíritu». JOHNSON: «No, señor; completa insensibilidad».

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La seriedad con que Johnson experimentó el sentimiento religioso, aun en el vigor de su juventud, se desprende del siguiente pasaje de sus notas, llevadas a modo de diario: «Septiembre 7, 1736. Hoy he entrado en mis veintiocho años. Ojalá me permitas, Dios mío, por amor a Jesucristo, pasar este año de tal manera que pueda recibir consuelo de él, a la hora de la muerte y en el día del juicio. Amén».

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Johnson se sentía particularmente feliz al decir cuántos de los hijos de Pembroke eran poetas; añadiendo, con una sonrisa de triunfo deportivo: «Señor, somos un nido de pájaros cantores».

Sin embargo, no era ciego para lo que él creía defectos de su colegio: y tengo, por referencia del doctor Taylor, un ejemplo verdaderamente espléndido de aquella rígida honestidad que conservó siempre de modo inflexible.

Taylor había obtenido el consentimiento de su padre para entrar en Pembroke, con el fin de estar con su condiscípulo Johnson, con el cual, aunque algunos años mayor que él, tenía mucha intimidad. Esto habría sido una gran satisfacción para Johnson. Pero francamente le dijo a Taylor que, en conciencia, no podía consentir que entrara donde sabía que no podría tener un preceptor capaz. Luego hizo indagaciones en la Universidad, y al enterarse de que mister Bateman, del Christ Church, era el preceptor de mejor reputación, Taylor entró en ese colegio. Las lecciones de mister Bateman eran tan buenas que Johnson solía venir a tomarlas de segunda mano de Taylor, hasta que, siendo su pobreza tan extrema que sus zapatos estaban rotos y se le veían los pies a su través, observó que esta circunstancia humillante era notada por los del colegio Christ Church y no volvió más. Era demasiado orgulloso para aceptar dinero y habiendo puesto alguien un par de zapatos en su puerta, los arrojó con indignación. ¡Cuánto tenemos que sentir al leer tal anécdota de Samuel Johnson!

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La res angusta domi le impidió tener la ventaja de una educación académica completa. El amigo en cuya ayuda había confiado le engañó. Sus deudas en el colegio, aunque no grandes, aumentaban; y sus escasos envíos de Lichfield, que siempre habían venido haciéndose con dificultad, cesaron, porque su padre se había arruinado. Obligado, por tanto, por una necesidad ineludible, dejó el colegio en el otoño de 1731, sin ningún grado, después de haber sido alumno de él más de tres años.

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Y ahora (yo había dicho casi pobre) Samuel Johnson volvió a su ciudad nativa, desamparado y sin saber cómo se ganaría un modo de vida decoroso. La mala fortuna comercial de su padre le impedía ayudar a su hijo; y durante algún tiempo no surgió ningún medio para que este pudiera mantenerse a sí mismo. En diciembre de ese año murió su padre.