Los cornudos

(1915)

1

En una de las pequeñas islas del mar Mediterráneo donde entre piedras, cactus gruesos y palmeras de baja estatura aún flotan las imágenes de dioses griegos alegres, se conservaba desde tiempos remotos una costumbre inexplicable y muy extraña. Esta sorprende a los viajeros ocasionales llevados a la isla por los caprichos del destino vagabundo, contra ella combate el clero sombrío, contra ella se rebela el juicio contemporáneo, frío y aburrido, pero la fuerza de una costumbre milenaria vence toda oposición y ella misma se mofa de los que se burlan.

Esta costumbre, o fiesta como la consideran algunos, coincide con la otoñada, cuando se recolecta la uva y un vino joven y ácido ya empieza a hacer que las cabezas den vueltas con inocencia y a alegrar los corazones. El día del festejo en sí a menudo lo guardan en secreto sus trágicos participantes, pero en una de las primeras fiestas grandes de la iglesia que sigue a la vendimia, toda la isla de pronto se cubre de cantos fuertes, de música y de gritos: eso es que aparecieron en procesión solemne los maridos-cornudos. Todo hombre que se considere engañado por su mujer se sujeta a la frente unos cuernos de toro, de chivo o de otro tipo, los que haya podido conseguir, y en compañía de otros igual de cornudos durante todo el día callejea por la ciudad y los senderos de la pequeña isla.

Pero no vayamos a pensar que estos cornudos están hundidos en la pena o la melancolía que justificarían sus circunstancias, al revés: su extraña marcha respira alegría, ellos cantan y se ríen, tocan flautas diminutas, golpean los tambores, rasguean las mandolinas y las guitarras. Algunos incluso bailoteaban, y todos juntos con alegría intercambian chistes y bromas con la multitud que les acompaña, lo que bajo el sol deslumbrante del Mediterráneo, sobre un fondo de montañas y del horizonte marino azulado en modo alguno compone un espectáculo triste.

La cantidad de maridos-cornudos es, por supuesto, diferente cada año y oscila bastante: puesto que si hay cosecha de uva y de aceituna, entonces también habrá de cuernos; pero hubo un tiempo en que sólo dos o tres decenas de cornudos deambulaban con indolencia por la isla, perdiendo el ánimo por la escasez de gente y por el aburrimiento, pero también hubo esos años en los que casi media isla se ataviaba con cuernos y causaba ruido indescriptible y algarabía. Pero ¿qué hacen las mujeres culpables mientras sus infelices maridos se divierten de una manera tan extraña?

2

Cuando la buenecita e irreflexiva Rosina advirtió que Tipe, su marido, al volver de la ciudad, había traído algo bajo el faldón y lo había cerrado bajo llave en su baúl, se preocupó de veras: algo puntiagudo en la forma del objeto escondido le recordaba a unos cuernos grandes de toro. ¿Sería posible que se hubiera dado cuenta? Una vez Tipe, un hombre sombrío e importante, la amenazó en broma con que, en caso de infidelidad, no sólo se pondría los cuernos, sino que incluso los bañaría en oro, a lo que según su opinión le obligaba su posición de ricachón de la isla y su edad. Sin embargo, conociendo el carácter serio y contenido de su marido, Rosina entonces no dio crédito a la amenaza y no se asustó; los últimos años, cuando Tipe ya tenía algunas razones para unirse a la procesión y no lo hizo, quedándose simplemente como espectador, habían reforzado su seguridad. Pero si lo escondido no eran cuernos, si Tipe en realidad no se proponía esa infamia, ¿cómo explicar entonces su amabilidad inusual y su dulzura, que no se parecían en nada a su habitual forma de dirigirse a su mujer?

Pero la vendimia ya había empezado y había que darse prisa en prevenir la desgracia. Así que, tras besar a su marido (ella también estuvo especialmente cariñosa todo ese tiempo), Rosina se dirigió a la ciudad a ver al farmacéutico Martuccio quien, aparte de sus ocupaciones primeras, se dedicaba también a preparar cuernos por encargo para los maridos, los bañaba en oro, los pulía y los ajustaba a la medida: quizá ella consiguiera sonsacarle algo sobre su marido.

Nada más llegar se quedó un poco desconcertada: Martuccio estaba sentado en el umbral de la tienda y raspaba meticulosamente unos cuernos enormes, impresionantes, y junto a él estaban sentados de diferentes maneras toda una colección de hombres y mujeres jóvenes que contemplaban su trabajo y bromeaban desenvueltos. A Rosina también la miraron con sorpresa, pero cuando ella le pidió al farmacéutico agua laxante para su marido, comprendieron que había venido por trabajo y dejaron de prestar atención. Resultó que todas las mujeres habían venido no sin razón, a por medicinas, y todas tenían aspecto bondadoso e inocente, algo que no gustó a Rosina. Los hombres habían venido porque sí, sin objetivo, fumaban con indolencia y, en general, resultaban incomprensibles.

—¡Qué tontería! —dijo Rosina frunciendo las cejas—. ¿A quién pretenden asustar con esos cuernos? Mi Tipe nunca haría esa tontería: ¡cuernos!

—¿Es que acaso?… —preguntó uno de los hombres, el insolente Paolo, y se echó a reír.

—No hay ningún «acaso», hablo por hablar. ¿No serán para ti esos cuernos, Paolo, y por eso estás tan contento? —Rosina soltó la pulla, pero Paolo no se alteró.

—Ya verás para quien, —respondió indolente y de nuevo todos los hombres se echaron a reír. También empezaron a reírse las mujeres, pero Martuccio, el farmacéutico, colocó la cornamenta a lo largo de su brazo, los admiró y dijo:

—Son para mí. ¿Están bien?

—¡Pruébatelos! —se rió la avispada Pierette—. Y te lo diremos.

Martuccio se puso la cornamenta, pero resultó que eran grandes para su frente estrecha y aplastada, y todas las mujeres se pusieron a hacer memoria: ¿cómo eran las frentes de sus maridos? Pero así, de memoria, era difícil valorarlo, así que de nuevo de pusieron a contemplar a Martuccio, que había cogido otros para acabarlos, unos cuernos de chivo bellamente curvados. Entre las mujeres se extendió un murmullo de admiración.

—Hay que bañarlos en oro obligatoriamente, ¡qué bonitos! —dijo la bella e importante Catarina.

Martuccio alzó la vista y por encima de las gafas echó una ojeada a Catarina mientras simplemente preguntaba:

—¿Tú me lo aconsejas?

Pero Catarina se puso colorada como una rosa de diciembre y los hombres se empezaron a reír. «Así no voy a averiguar nada» —pensó Rosina y, poniendo cara triste, dijo:

—Ay, Martuccio, se me ha olvidado pedirte una medicina para mi bambino… se queja y no sé de que… Vamos a la tienda que te cuente.

—Vamos, —accedió sumiso el farmacéutico.

Acompañados por las miradas burlonas de los hombres, pasaron al fondo de la tienda oscura y Rosina murmuró, apretando el brazo del anciano farmacéutico:

—Óyeme, Martuccio, te daré diez liras si me dices si Tipe ha venido a verte. Te lo suplico.

—Ni por cien, ni por mil liras, niña. ¿O es que no conoces la tradición? Además, si empiezo a revelar el secreto, nadie me hará encargos, piensa un poco.

Rosina se echó a llorar:

—¡Pero es que está mintiendo! Nunca le he engañado, ¿acaso soy capaz de engañar a alguien? Tú me conoces, Martuccio, ¿yo soy de esas que engañan a sus maridos? ¡Es tan absurdo!

—Te creo, niña, —respondió el farmacéutico—, pero no te diré si Tipe me ha encargado una cornamenta.

—¿Y para quién son esos… los grandes… con las puntas doradas? Con la cinta roja… los de lujo.

Otra vez lloraba, pero Martuccio permaneció inflexible y sólo aseguró que no podía desvelar nada. Rosina ya había sacado veinte liras de oro para colarlas en la mano del farmacéutico, cuando desde el umbral se oyó la voz tierna de Lucia que entraba:

—Hola, Martuccio… vengo a por una medicina, mi bambino se queja del estómago… Anda, Rosina, ¡hola!

Y así tuvo que irse Rosina, sin haber averiguado nada, y por más que volvió más tarde, por más que suplicó, Martuccio permaneció inquebrantable. «Viejo loco, —pensaba Rosina de regreso—, mejor sería que se preparara unos cuernos de oro en lugar de difamar a mujeres honradas».

3

Y Tipe seguía igual de amable, cada día que pasaba estaba más amable. Le había regalado un rosario y un pañuelito nuevo y la mimaba muchísimo, igual que en los primeros meses de matrimonio; y nunca se sujetaba la frente como hacía antes. «¡Qué miserable! ¡Qué hipócrita!» —pensaba la infeliz Rosina mientras acariciaba con ternura su calva y sentía en la palma una especie de pinchos: ahora una fuerza extraña la arrastraba a la cabeza del marido, todo el rato quería tocarla y palparla.

—Te quiero, ¡eres tan inteligente! —decía y añadía entre risas—: ¿No sabes lo que se han vuelto a inventar esos bobos?

—¿El qué, querida? No lo sé.

—Están otra vez con los cuernos… ¡menuda tontería! Justo hoy he pasado por donde el farmacéutico y tenía tantos preparados, daba risa verlo. ¡Me he reído mucho!

—Sí, dicen que éste va a ser un año propicio: la uva es buena y las cornamentas van a tener éxito. Alguien me lo ha dicho, no recuerdo quien.

—Pero es que es de tontos, querido, ¿no lo crees?

—La costumbre es así, querida, a alguien le vendrá bien.

—¿Y tú vas a ir a verlo?

—Sí, hay que verlo, todos van, no puedo ser el único que se quede en casa.

Así que aquí tampoco averiguó nada la pobre Rosina. Aprovechándose de que Tipe se olvidó una vez de las llaves, miró en el baúl, pero estaba vacío y, por primera vez, se alegró de ello. Pero después se le ocurrió que Tipe había llevado los cuernos al farmacéutico para cambiarlos por unos mejores o que los había escondido en otro lugar y que se había dejado las llaves a propósito, para engañarla aún más. Y se puso muy triste. ¿Qué podía hacer?

Mientras tanto otras mujeres en su situación, que habían averiguado la verdad unas a través de otras, se pusieron de acuerdo a escondidas y, en la oscuridad de la noche, llegaron hasta el abad para pedirle la anulación de esa costumbre tonta y dañina. El abad maduro, el padre Niccolo, las escuchó atentamente y dijo:

—Sé que no está bien y en vano lucho contra esa costumbre mala y sucia. Un verdadero cristiano deber aceptar con resignación esa prueba, pero no alegrarse, no saltar como una cabra o entonar cánticos obscenos, como un pagano impío. Lo sé, hijas mías, y sufro amargamente, ¿pero qué puedo hacer yo si vuestros maridos son tan insensatos?

Entonces entró una conocida del padre Niccolo, la corpulenta Esminia, y también unió su voz a los ruegos de las mujeres infelices:

—Ayúdalas, padre, ¡ya ves lo infelices que son estas mujeres difamadas!

De una forma algo extraña, medio de lado y de reojo, el abad miró a la corpulenta Esminia, se acarició las entradas que le iban saliendo e incluso se pasó la mano por la coronilla, después suspiró y continuó con cierta indecisión:

—Como persona célibe no puedo entender qué tipo de consuelo encuentran en ello. Supongamos que yo me pusiera una cornamenta en la frente, aquí, y paseara con música por la isla, ¿qué sentimiento experimentaría, aparte del conocido alivio, claro,… e incluso de cierta alegría al ver tal cantidad de tocayos?

—No entiendo qué alegría puede haber aquí, —dijo Esminia furiosa—, ¡y difamar a una mujer honrada no cuesta nada!

Y se fue dando un portazo. Y todavía medio ensimismado el padre Niccolo continuó, privando a las mujeres de su última esperanza:

—¿Pero no será esa alegría sacrílega? Y en la necesidad en sí de experimentarla, —volvía a secarse con cuidado las entradas—, ¿no se ocultarán las redes del diablo? Y si tal costumbre se extiende entre nosotros, ¿no surgirá de una tentación mayor y más desagradable? Supongamos, por ejemplo, que una ciudad entera similar a Roma o París, siguiendo nuestra costumbre…

Pero por más que pensaba el padre, no podía llegar a ninguna conclusión: y en esa actitud de reflexión contradictoria le dejaron las mujeres que habían ido en busca de ayuda. Y, mientras regresaban a casa por las callejuelas oscuras y evitaban encuentros, entre lágrimas se reían del venerable abad y escogían para él la cornamenta más adecuada de entre las del farmacéutico.

El desconocido día del ridículo se iba acercando, ya se había recolectado toda la uva y convertido en vinillo líquido, ya parecía que se oían por las mañanas la risa odiosa, también el sonido de las mandolinas. Y entonces Rosina decidió verse con su amante Giulio, cuyos encuentros había evitado tímidamente todo este tiempo, y pedirle consejo sobre como actuar con Tipe: ¿confesar y pedir perdón o confiar tranquilamente en su miopía?

Giulio, que era de mejillas coloradas, se puso pálido cuando oyó que, al parecer, Tipe había encargado unos cuernos a Martuccio, y encima dorados.

—¡Pero eso no es posible! —exclamó Giulio y meneó la cabeza desesperado.

—¡Qué año tan horrible! ¿Sabías, Rosina, que nuestro notario, el señor Bumba, también ha adquirido una cornamenta?

—¿Qué va a pasar, Giulio? No lo soportaré, me moriré. ¿No sería mejor ponerse de rodillas y reconocerlo? Tipe es muy bondadoso.

Giulio estalló furioso.

—¡No será tan bueno si ha encargado una cornamenta y, encima, dorada!

Rosina se ofendió un poco y dijo:

—No puede llevarlos si no son dorados, somos ricos, no es tu pareja. ¿Pero y si lo reconozco y resulta que no sabía nada y sólo le sorprendo?

Giulio estuvo de acuerdo con ella:

—Es muy probable. Y cuando lo reconozcas, cogerá y se comprará unos cuernos y será peor para nosotros. Creo que lo mejor es confiar en dios, pensando aquí no hacemos nada. Y también te voy a pedir que no me llames más ni vengas a verme, ni siquiera me mires en la iglesia. ¡Adiós!

Rosina empezó a llorar y entre lágrimas dijo:

—Eres malo, Giulio, y me arrepiento muchísimo de haberte querido.

—No soy malo, y si me amabas, ¿por qué fuiste tan descuidada y tu marido se dio cuenta de todo? Me respeto y no quiero que se rían de mí y me señalen con el dedo: mira cómo se esconde junto a la pared el tonto de Giulio, ¡al que cazaron! Porque ninguna mujer me querrá y para eso mejor me voy de la isla. ¡Adiós!

Y se fue. Habiendo perdido su última esperanza de ayuda, Rosina decidió no dormir nunca para seguir a su marido cuando quisiera ir a la procesión, quitarle los cuernos y no dejarle ir. Eso había pasado una vez en la isla, una mujer resuelta consiguió encerrar a su marido en el desván el día de la procesión, y salir luego solo no quiso.

Por las noches Rosina se mantenía fuerte y no dormía, pero a la mañana, todas las veces, se quedaba tan profundamente dormida que conseguir despertarla era difícil.

Asustada miraba si seguía estando su marido, pero el cariñoso Tipe, contemplando con ternura sus ojillos somnolientos, le preguntaba:

—¿No estarás enferma, querida? ¿No deberías acercarte a ver al farmacéutico y pedirle consejo?

4

Y eso fue lo que sucedió en la mañana maldita: Rosina se despertó, el sol ya estaba alto y su marido no estaba y a lo lejos se oía música, canciones y risas, tañido de panderetas y gritos alegres. «¿Qué fiesta es hoy?» —pensó Rosina sin comprender, pero de repente entendió el triste significado de esa música alegre y se echó a llorar amargamente.

—No iré a ningún sitio, —decidió—, me quedaré en la cama y me esconderé, no dejaré que me vea nadie; es mejor morir que soportar esta burla.

Pero de repente una idea nueva, más alegre, hizo que saltara de la cama: ¿y si Tipe no estaba participando en la procesión, sino que iba junto con los demás espectadores, serio e importante, como siempre? Era imprescindible ir y asegurarse personalmente antes que llorar y desesperarse.

Rosina se estuvo vistiendo durante mucho rato y muy despacio, titubeando al elegir el vestido y los colores: ¿debía vestirse de forma alegre y festiva, como corresponde a una mujer inocente, o con colores oscuros que parecieran de duelo? Al final lo decidió así: se puso una falda y un corpiño oscuros y en las manos llevaba el rosario nuevo, y se cubrió la cabeza con el alegre pañuelo nuevo. Y así, ya levantando la vista como una mujer honrada y alegre, ya bajándola, salió de casa empujada por una pequeña esperanza, cuya inutilidad ella misma percibía. El sol de otoño calentaba, aún olía a hoja de limón verde y como manchas rojas, como la sotana de un cardenal, brillaban en la pendiente los geranios en flor. Y sobre el mar de seda azul no blanqueaba ni una sola vela, ni una sola barquita: está claro que hoy habían renunciado a pescar los maridos-cornudos, quienes seguían divirtiéndose con estrépito en algún lugar tras la colina.

Siguiendo el sonido del tambor, Rosina se acercó sin prisa a la procesión que ya se dejaba ver, y entonces se cumplieron sus presentimientos más tristes: entre los numerosos cornudos que se extendían por el camino como un ejército, en una de las primeras filas, con paso solemne y majestuoso marchaba Tipe, su marido. La cabeza pelona estaba coronada por los mismos cuernos de toro dorados, caros, que ella había milagrosamente intuido entre otros cuernos, y en la boca llevaba un cigarro e iba fumando como si no pasara nada. Y tal cual estaba Rosina entre unas piedras, así se acuclilló alegrándose de que no la hubieran advertido tras las hojas gruesas de un cacto, mientras soñaba en como llegar a casa cuanto antes y ocultarse tras sus paredes.

Pero el gentío del camino seguía aumentando y el ruido crecía. Al parecer, hacía muy poco que los cornudos se habían puesto en camino desde algún lugar secreto en el que se habían ido reuniendo con antelación; y, atraídos por el ruido de la música y del tambor, de todas partes acudían curiosos a ver la procesión. También alborotaban los niños, a quienes nadie conseguía retener en casa en un día tan señalado; sin entender del todo el significado de lo que ocurría, jugueteaban alegres y entusiasmados descubrían en el rebaño cornudo a su padre o a su tío.

Por encima del gentío se alzaba un ruido alegre y voces; los numerosos amantes de la música que había entre los cornudos tocaban todos los instrumentos posibles sin perseguir otro fin que el propio regocijo. Y mientras unos tocaban con alegría y bailaban, otros de aspecto más melancólico y serio tocaban algo agradable y melódico: los cuatros músicos famosos de la isla, que por las tardes tocaban en el café local, ahora con gran armonía interpretaban un «Ave María» provocando observaciones aprobatorias de sus compañeros entendidos.

Todos y todas las que iban llegando echaban un vistazo rápido y general a las filas del ejército cornudo y con ardor expresaban sus impresiones al encontrarse inesperadamente a sus conocidos y mientras los saludaban con gran escándalo. ¡Quién no estaría! En efecto, el año estaba siendo increíblemente exitoso y la cosecha de cuernos estaba superando todas las expectativas.

Especialmente ruidosas gorjeaban las mujeres que habían tenido la fortuna de quedarse como simples espectadores, se compadecían de los cornudos y se indignaban con las esposas culpables.

—¡Mirad! ¡Mirad! ¡Es Benevolio! Quién lo hubiera esperado, ¡con lo buena persona que es! —gritaban señalando a un vecino gordo, redondo, que tocaba el tambor y parpadeaba alegre bajo el tejadillo de unos cuernos enormes y medio rizados: —¡Hola, Benevolio!

En lugar de responder, éste les lanzó un guiño alegre y las mujeres se asombraron una vez más:

—¡Qué espanto! ¡Pero si es Leone! ¡Pobrecito! ¡Hola, Leone!

Leone, sin volver la cabeza y mientras seguía danzando, lanzó condescendiente su respuesta:

—Hola, Concetta, ¿qué tal te va? —y con la pierna derecha hizo un movimiento tan atrevido que hasta los más serios se echaron a reír. Por lo demás, se debe señalar que durante su marcha los maridos engañados presentaban la misma variedad de caracteres que tenían en el día a día.

Así pues, junto al bailarín Leone se arrastraba perezoso Giovanni, un pescador mayor y narigudo, y a continuación andaba majestuoso y haciendo un poco de alarde Ricciardo, un joven petimetre y ricachón que acababa de casarse. En su frente grasa había atado unos cuernos pequeños y delicados, con las puntas bañadas en oro, y respondía negligente a los saludos, al parecer también aquí encontraba alimento para su soberbia. Completamente distinto y mucho más agradable era el jaranero Alessio: no sólo se había pintado los cuernos con tinte púrpura, sino que además les había colgado unos cascabeles pequeños que sonaban sin cesar mientras meneaba la cabeza rizada. Todos le saludaban, también los niños, y los espectadores masculinos le alababan con aire serio e importante:

—¡Valiente mozo! ¡Alessio, no olvides que aún te debo un vaso de vino!

Gran impresión causó la aparición del señor notario Bumba, que resultó ser lo suficientemente bueno y falto de arrogancia como para aceptar la ancestral costumbre de la isla. Hombres y mujeres lisonjeros gritaban a coro:

—¡Señor Bumba! Mirad, mirad: ¡el señor Bumba en persona! ¡Buenos días, señor Bumba!

—¡Buenos días, buenos días! —respondía distraído el señor Bumba, pues como hombre de negocios que era, ni siquiera aquí su mente se olvidaba de tareas, dineros y clientes. Bajo el brazo llevaba una cartera de cuero y los cuernos pequeños y sucios, atados con negligencia, se le habían caído hacia un lado, pero no parecía darse cuenta. Claro que muchos esto último no podía gustarles, y entre los gritos de bienvenida se oyeron también voces de condena, que se volvieron especialmente altas cuando en esos cuernos sucísimos reconocieron los cuernos del año pasado de Pietro, un pobre.

—Menudo avaro es el señor Bumba, —decían los espectadores—, ¡para un día así ya podía haberse comprado unos cuernos nuevos!

—Arréglese los cuernos, señor Bumba, —le aconsejaban las mujeres, pero éste sólo sacudía la mano libre y farfullaba:

—Bueno, si así van bien —y si veía entre el gentío a un cliente, se detenía y se ponía a hablar sobre la causa. Pero he aquí que toda la multitud se olvidó hasta del notario ante un espectáculo nuevo e inesperado: ¡detrás de unas gafas medio caídas brillaban los ojos astutos del mismísimo farmacéutico Martuccio! Y en la cabeza calva de Martuccio —¡quién lo hubiera pensado!— sobresalían bien elevados unos cuernos extraordinariamente altos y rectos, ¡con las puntas recubiertas de plata!

—¡Pues sí que ha hecho bien su trabajo! —decían las mujeres no sin malicia, pero los hombres aprobaron al valiente anciano. El propio Martuccio, entre la risa generalizada, saludaba burlón y divertido llevándose la mano a los cuernos, como si fuera un casco militar, y es que antes había sido soldado y era un hombre bueno que sabía tratar a la gente.

—¡Todos son artículos míos! —decía señalando la espesura de cuernos que se balanceaban por el camino, y se acercó al notario, que se había quedado retrasado: —He, señor Bumba, deje el trabajo, ¡hoy es fiesta!

—Si sólo he entregado un papel, —se justificó el notario y se dio prisa en alcanzar al resto.

El día se volvió caluroso y todos se detuvieron junto a una pequeña taberna frente a la ciudad para tomar vino y remojar las gargantas secas. Aquí descansaron un tiempo instalándose en las mesitas; alguno se quitó los cuernos y, tras dejarlos junto al vaso, se secó la frente empapada de sudor. Después se los volvía a poner, como un sombrero. La gente de más edad hablaba de sus granjas, de la uva y los gusanos y se quejaba de los fríos tempraneros de las mañanas; los jóvenes organizaron juegos y bailes en el jardincillo. El jaranero Alessio agarró al petimetre Ricciardo como pareja y bailó con él una tarantela frenética al ritmo del golpeteo sordo de una pandereta que tocaba el gordo Benevolio. Después siguieron adelante, reanimados por el vino joven, y entraron en las calles de la ciudad, donde ya se agolpaban los espectadores en todas las puertas y ventanas.

Aquí por primera vez daban muestras de existir las esposas culpables. Cuando la procesión avanzaba junto a la casa de Benevolio, en una ventana del segundo piso apareció su mujer, Lucrecia. Tenía el pelo sin peinar y enredado, la cara hinchada por culpa de las lágrimas y los lamentos y por toda la calle a voz en grito empezó a reprochar las mentiras de su marido:

—¡Mirad a ese borracho y a ese golfo! ¡Cómo se puede creer a semejante mentiroso! ¡Así te parta un rayo por calumniador!

Pero Benevolio, ante la risa generalizada, se puso a tocar tan fuerte el tambor delante de ella que dejó de oírse su voz, así que se escondió en lo profundo de la habitación.

—¡Se lo tiene merecido! —decían los espectadores—, ¡mira que engañar a un hombre tan bueno! ¡Que llore!

Y más adelante salió corriendo de su casa, toda desgreñada, Emilia, la mujer del jaranero Alessio y, agarrándole del traje, entre lamentos y gritos no le dejaba seguir. Pero él ni siquiera se giró a mirar y, tocando la trompeta, arrastró a la pobre y débil mujer, lo que provocó nuevas risas y bromas clamorosas. Y así caminaron hasta que al final la agotada Emilia soltó el traje del marido y dejó de caminar tras él, pero seguía gritando y lamentándose, pues su voz era fuerte y no se agotaba; y en todo el largo día no dejó a Alessio, andando con él por toda la isla y terminándose el vino de su vaso durante las paradas.

Pasaron también junto al abad, que estaba en el balcón e indeciso se pasaba la mano blanca por las entradas; y entonces la música cesó cortés y todos saludaron al padre Niccolo. Pero cuando en una ventana se asomó la rolliza Esminia y empezó a escupir a la multitud y a increparlos por su falta de religión, otra vez todos se pusieron contentos y empezaron a alborotar, y el farmacéutico Martuccio, ateo y librepensador, le gritó bien fuerte al abad:

—Véngase con nosotros, padre, con nosotros se lo pasará mejor que solo. ¡Y le buscaremos unos cuernos!

El buen padre Niccolo no se ofendió en modo alguno, aún se quedó un buen rato en el balcón e incluso encantado escuchó el «Ave María», que volvieron a tocar los músicos en exclusiva para él. Quiso enviar vino a los músicos, pero Esminia no se lo permitió.

Y así se divirtieron hasta bien entrada la noche los maridos-cornudos, mientras sus mujeres lloraban por las casas desiertas; pero nadie podría decir ni sabía donde se habían escondido los amantes, era como si ni siquiera estuvieran en la isla.

5

Rosina dormía profundamente con la cabeza tapada, y también el bambino dormía cuando Tipe regresó a casa bien tarde. Estaba excepcionalmente borracho y también excepcionalmente alegre, tarareaba con voz de bajo y con placer manifiesto engulló la opípara cena que le había preparado su amante esposa. Estuvo andando por la habitación, que brillaba limpia como nunca, pero no despertó a Rosina, algo que, debajo de la manta, le daba a esta mucho miedo, pero sí despertó al bambino y durante largo rato charló con él sobre toda clase de tonterías.

—¿Y yo también voy a ir con cuernos como tú cuando sea grande? —preguntaba el bambino ingenuo que había estado callejeando medio día tras la procesión—, me ha gustado mucho, ¡se te veía tan importante!

—También irás, sí, también, bambino, —respondía Tipe besando al niño y acostándolo de nuevo.

Cuando en la casa se hizo el silencio, Rosina con cuidado alargó la mano hacia el marido, que estaba acostado a su lado: ella no sabía si le cogería la mano o la apartaría con rudeza. Largo rato e indecisa se fue acercando la mano hasta que por fin tocó el hombro del marido con una pregunta muda… Pero no habría respuesta por más que ella esperara: Tipe dormía profundamente el sueño tranquilo de un trabajador honrado agotado por el día.

También dormía el bambino. Y por enésima vez ese día Rosina se echó a llorar con gran amargura, sola.